Mentiras de la historia - Cesar Vidal
A los profesionales de la COPE, d. El Mundo y d. Libertad Digital, que tanto trabajan cotidianamente para que, a pesar de lo que desean serviles comisarios políticos, ciertas mentiras interesadas no pasen a la Historia. España nunca pagará bastante la deuda que tiene contraída con ellos por su valor, honradez y veracidad.

Introducción

Basta repasar las primeras páginas de la Biblia para encontrarse con el hecho de que la desgracia del género humano comenzó con la original logró que Eva creyera sus embustes, la primera pareja entró por el camino del desastre. La mentira de la serpiente estaba cargada de astucia en su pasmosa sencillez. Tan sólo ofrecía un imposible deseable —ser como Dios—, negaba las consecuencias de los actos cometidos bajo su impulso y cargaba las culpas sobre otros.
Se discute si Adán creyó lo que le decía su mujer o si, como pretendía Milton, simplemente decidió unirse a ella por temor a perderla. Fuera como fuese, los resultados de aquel embaucamiento difícilmente pudieron ser más deplorables. De hecho, si creemos lo que afirma el relato del Génesis, allí se encuentra el origen de todas nuestras desdichas.
Sea cual sea la opinión que se tenga de lo relatado en el Génesis debe reconocerse como mínimo que constituye un claro paradigma de las mentiras históricas. Éstas nunca han sido inocentes. No derivan —como sería legítimo— de la falibilidad humana, del escaso conocimiento que tenemos de algunos hechos o de la especulación. No, en realidad las mentiras que se encarnan en la Historia suelen tener una intencionalidad ideológica clara. Mediante su uso se pretende legitimar causas no pocas veces ilegítimas, inventar justificaciones para el presente, desviar las propias responsabilidades hacia otros, encontrar chivos expiatorios de los pecados propios e incluso desculpabilizar las mayores atrocidades. Como muy acertadamente señaló Orwell en 1984 al describir lo que sería un futuro sometido a un régimen socialista, las mentiras históricas pretenden alterar la imagen del pasado para así apoderarse del presente y dominar el futuro.
Las mentiras recogidas en este volumen —una veintena de entre cientos que podríamos haber señalado— son, en su aplastante mayoría, de ese jaez. Con ellas se pretende legitimar el uso del terrorismo, el desmembramiento de España, el sometimiento y la anexión de regiones, o el ejercicio de formas de poder cuya carga letal ha quedado más que demostrada. Ninguna de ellas resiste el menor análisis histórico riguroso. Sin embargo, gozan de amplio predicamento precisamente porque se han difundido de manera asfixiante con fines propagandísticos.
Resulta indispensable, por tanto, su desenmascaramiento, y no sólo por lo que tienen de falsas en términos científicos, sino, sobre todo, por las terribles consecuencias que vienen acarreando desde hace tiempo. No nos engañemos. La mayoría de las mentiras recogidas en este volumen ha tenido como fruto directo el derramamiento de sangre inocente, pero su potencial destructivo futuro es aún mayor.
Comenzaba esta breve introducción citando la Biblia. Permítaseme volver a ella para concluirla y, más concretamente, a aquellas palabras de Jesús recogidas en el Evangelio de Juan, las que afirman que «la Verdad os hará libres». No tengo la menor duda de que hay Verdad y Vida en esa cita, amén de un notable Camino que todos deberíamos seguir. Sin Verdad, no hay posibilidad de vivir libremente, por más que algún majadero solemne y vacuo haya pretendido enmendarle la plana al rabino de Nazaret afirmando que la libertad es la que nos hace verdaderos. No les entretengo más. La Historia —la verdadera, la que deshace mitos— les está esperando.

Madrid-Key Bizcayne-Madrid
primavera y verano de 2006

Mentira 1
Jesús no es mencionado fuera de las fuentes cristianas

No existe personaje histórico sobre el que se hayan escrito más inexactitudes que Jesús de Nazaret. No sólo eso. Determinadas afirmaciones incluso han terminado adquiriendo algo parecido a la carta de naturaleza y se repiten de manera acrítica vez tras vez. Una de ellas es la que insiste en que Jesús no aparece mencionado en fuentes históricas distintas de las contenidas en el Nuevo Testamento. A decir verdad, es exactamente todo lo contrario.
Las referencias históricas sobre Jesús son relativamente abundantes. Aparte de los cuatro Evangelios canónicos —Mateo, Marcos, Lucas y Juan—, el Nuevo Testamento contiene otros veintitrés libros en los que se recogen datos sobre la vida y la enseñanza de Jesús. A estas fuentes se añaden distintos escritos apócrifos de valor desigual y referencias patrísticas que pueden situarse todavía en el siglo I. Sin embargo, precisamente por los orígenes de esas fuentes — cristianos y heréticos— resulta de interés preguntarse si hay otras más, históricas, que mencionen a Jesús y, sobre todo, si éstas son distintas de las cristianas. La respuesta es rotundamente afirmativa.
Las primeras referencias a Jesús fuera del marco cultural y espiritual del cristianismo las encontramos en fuentes clásicas. A pesar de ser limitadas, tienen una importancia considerable porque surgen de un contexto cultural previo al Occidente cristiano y porque —de manera un tanto injustificada— son ocasionalmente las únicas extra bíblicas conocidas incluso por personas que se presentan un tanto alegremente como especialistas en la Historia del cristianismo primitivo. La primera de esas referencias la hallamos en Tácito. Nacido hacia el 56-57 d.C., Tácito desempeñó los cargos de pretor (88 d.C.) y cónsul (97 d.C.), aunque su importancia radica fundamentalmente en haber sido el autor de dos de las grandes obras históricas de la Antigüedad clásica: los Anales y las Historias. Fallecido posiblemente durante el reinado de Adriano (117-138 d.C.), sus referencias históricas son muy cercanas cronológicamente en buen número de casos.
Tácito menciona de manera concreta el cristianismo en Anale. XV, 44, una obra escrita hacia el 115-117. El texto señala que los cristianos eran originarios de Judea, que su fundador había sido un tal Cristo —resulta más dudoso saber si Tácito consideró la mencionada palabra como título o como nombre propio— ejecutado por Pilatos y que durante el principado de Nerón sus seguidores ya estaban afincados en Roma, donde no eran precisamente populares.
La segunda mención de Jesús en las fuentes clásicas la encontramos en Suetonio. Aún joven durante el reinado de Domiciano (81-96 d.C.), Suetonio ejerció la función de tribuno durante el de Trajano (98-117 d.C.) y la de secretario ab epistulis en el de Adriano (117-138), cargo del que fue cesado por su mala conducta. En su Vida de los doce asares (Claudio XXV), Suetonio menciona una medida del emperador Claudio encaminada a expulsar de Roma a unos judíos que ocasionaban tumultos a causa de un tal «Cresto». Los datos coinciden con lo consignado en algunas fuentes cristianas que se refieren a una temprana presencia de cristianos en Roma y al hecho de que en un porcentaje muy elevado eran judíos en aquellos primeros años. Por añadidura, el pasaje parece concordar con lo relatado en Hechos 18, 2 y podría referirse a una expulsión que, según Orosio (VII, 6, 15), tuvo lugar en el noveno año del reinado de Claudio (49 d.C.). En cualquier caso, no pudo ser posterior al año 52.
Una tercera referencia en la Historia clásica la hallamos en Plinio el Joven (61-114 d. C.). Gobernador de Bitinia bajo Trajano, Plinio menciona a los cristianos en el décimo libro de sus Carta. (X, 96, 97). Por él sabemos que consideraban Dios a Cristo y que se dirigían a él con himnos y oraciones. Gente pacífica, pese a los maltratos recibidos en ocasiones por parte de las autoridades romanas, no dejaron de contar con abandonos en sus filas.
A mitad de camino entre el mundo clásico y el judío nos encontramos con la figura de Flavio Josefo. Nacido en Jerusalén el año primero del reinado de Calígula (37-38 d. C.), y perteneciente a una distinguida familia sacerdotal cuyos antepasados —según la información que nos suministra Josefo— se remontaban hasta el periodo de Juan Hircano, este historiador fue protagonista destacado de la revuelta judía contra Roma que se inició en el año 66 d.C. Fue autor, entre otras obras, de La guerra de los judíos y las Antigüedades de los judíos. En ambas obras encontramos referencias relacionadas con Jesús. La primera se halla en Ant. XVIII, 63, 64, y su texto en la versión griega es como sigue:
«Vivió por esa época Jesús, un hombre sabio, si es que se le puede llamar hombre. Porque fue hacedor de hechos portentosos, maestro de hombres que aceptan con gusto la verdad. Atrajo a muchos judíos y a muchos de origen griego. Era el Mesías. Cuando Pilatos, tras escuchar la acusación que contra él formularon los principales de entre nosotros lo condenó a ser crucificado, aquellos que lo habían amado al principio no dejaron de hacerlo. Porque al tercer día se les manifestó vivo de nuevo, habiendo profetizado los divinos profetas estas y otras maravillas acerca de él. Y hasta el día de hoy no ha desaparecido la tribu de los cristianos». (Ant. XVIII, 63-64).
El segundo texto en Antigüedades XX, 200-203 afirma:
«El joven Anano… pertenecía a la escuela de los saduceos que son, como ya he explicado, ciertamente los más desprovistos de piedad de entre los judíos a la hora de aplicar justicia. Poseído de un carácter así, Anano consideró que tenía una oportunidad favorable porque Festo había muerto y Albino se encontraba aún de camino. De manera que convenció a los jueces del Sanedrín y condujo ante ellos a uno llamado Santiago, hermano de Jesús el llamado Mesías y a algunos otros. Los acusó de haber transgredido la Ley y ordenó que fueran lapidados. Los habitantes de la ciudad que eran considerados de mayor moderación y que eran estrictos en la observancia de la Ley se ofendieron por aquello. Por lo tanto enviaron un mensaje secreto al rey Agripa, dado que Anano no se había comportado correctamente en su primera actuación, instándole a que le ordenara desistir de similares acciones ulteriores. Algunos de ellos incluso fueron a ver a Albino, que venía de Alejandría, y le informaron de que Anano no tenía autoridad para convocar el Sanedrín sin su consentimiento. Convencido por estas palabras, Albino, lleno de ira, escribió a Anano amenazándolo con vengarse de él. El rey Agripa, a causa de la acción de Anano, lo depuso del Sumo sacerdocio que había ostentado durante tres meses y lo reemplazó por Jesús, el hijo de Damneo».
Ninguno de los dos pasajes de las Antigüedades relativos al objeto de nuestro estudio es considerado de manera absoluta como auténtico, aunque es muy común aceptar la autenticidad del segundo texto y rechazar la del primero en todo o en parte. El hecho de que Josefo hablara en Ant. XX de Santiago como «hermano de Jesús llamado Mesías» —una alusión tan magra y neutral que no podría haber surgido de un interpolador cristiano— hace pensar que había hecho referencia a Jesús previamente. Esa referencia anterior acerca de Jesús sería la de Ant. XVIII 3, 3. La autenticidad de este pasaje no fue cuestionada prácticamente hasta el siglo XIX ya que, sin excepción, todos los manuscritos que nos han llegado lo contienen. Tanto la limitación de Jesús a una mera condición humana como la ausencia de otros apelativos hacen prácticamente imposible que su origen sea el de un interpolador cristiano. Además, la expresión tiene paralelismos en el mismo Josefo (Ant. XVIII, 2, 7; X, 11, 2). Seguramente también es auténtico el relato de la muerte de Jesús, en el que se menciona la responsabilidad de los saduceos en la misma y se descarga de culpa a Piloto, algo que ningún evangelista (no digamos cristianos posteriores) estaría dispuesto a afirmar de forma tan tajante, pero que sería lógico en un fariseo como Josefo y más si no simpatizaba con los cristianos y se sentía inclinado a presentarlos bajo una luz desfavorable ante un público romano.
Otros aspectos del texto apuntan asimismo a un origen josefino: la referencia a los saduceos como «los primeros entre nosotros»; la descripción de los cristianos como «tribu» (algo no necesariamente peyorativo) (Comp. con Guerr. III, 8, 3; VII, 8, 6); etc. Resulta, por lo tanto, muy creíble que Josefo incluyera en las Antigüedades una referencia a Jesús como un «hombre sabio», cuya muerte, instada por los saduceos, fue ejecutada por Pilatos, y cuyos seguidores seguían existiendo hasta la fecha en que él escribía. Más dudosas resultan la clara afirmación de que Jesús «era el Mesías» (Cristo) y las palabras «si es que puede llamársele hombre», así como la mención de la resurrección de Jesús. La referencia como «maestro de gentes que aceptan la verdad con placer» posiblemente sea también auténtica en su origen, si bien en la misma podría haberse deslizado un error textual al confundir (intencionadamente o no) el copista la palabra TAAEZE con TALEZE. En resumen, podemos señalar que el retrato acerca de Jesús que Josefo reflejó originalmente pudo ser muy similar al que señalamos a continuación:
«Jesús era un hombre sabio, que atrajo en pos de sí a mucha gente, si bien la misma estaba guiada más por un gusto hacia lo novedoso (o espectacular) que por una disposición profunda hacia la verdad. Se decía que era el Mesías y, presumiblemente por ello, los miembros de la clase sacerdotal decidieron acabar con él entregándolo con esta finalidad a Pilatos, que lo crucificó. Pese a todo, sus seguidores, llamados cristianos a causa de las pretensiones mesiánicas de su maestro, DIJERON que se les había aparecido».
En el año 62, un hermano de Jesús, llamado Santiago, fue ejecutado por Anano, si bien, en esta ocasión, la muerte no contó con el apoyo de los ocupantes, sino que tuvo lugar aprovechando un vacío de poder romano en la región. Tampoco esta muerte habría conseguido acabar con el movimiento.
Aparte de los textos mencionados, tenemos que hacer referencia a la existencia del Josefo eslavo y de la versión árabe del mismo. Esta última, recogida por un tal Agapio en el siglo X, coincide en buena medida con la lectura que de Josefo hemos realizado en las páginas anteriores; sin embargo, su autenticidad resulta problemática. Su traducción al castellano dice así:
«En este tiempo existió un hombre sabio de nombre Jesús. Su conducta era buena y era considerado virtuoso. Muchos judíos y gente de otras naciones se convirtieron en discípulos suyos. Los que se habían convertido en sus discípulos no lo abandonaron. Relataron que se les había aparecido tres días después de su crucifixión y que estaba vivo; según esto, fue quizá el Mesías del que los profetas habían contado maravillas».
En cuanto a la versión eslava, se trata de un conjunto dé interpolaciones no sólo relativas a Jesús sino también a los primeros cristianos.
Con todo, posiblemente la colección más interesante de textos relacionados con Jesús se halle en las fuentes rabínicas. Este conjunto reviste un enorme interés porque procede de los adversarios espirituales de Jesús y del cristianismo, porque resulta especialmente negativo en su actitud hacia el personaje y, de manera muy sugestiva, porque viene a confirmar buen número de los datos suministrados acerca de él por los autores cristianos.
Así, en el Talmud se afirma que Jesús realizó milagros. Ciertamente, insiste en que eran fruto de la hechicería (Sanh. 107; Sota 47b; J. Hag. II, 2), pero no los niega ni los relativiza. De la misma manera, se reconoce el seguimiento que tuvo en ciertos sectores del pueblo judío —un dato proporcionado también por Josefo — al señalar que sedujo a Israel (Sanh. 43a).
Este último dato reviste una enorme relevancia porque se relaciona con la razón de la muerte de Jesús. En las últimas décadas, por razones históricas fáciles de explicar, ha existido una tendencia muy acusada a distanciar a los judíos de la ejecución de Jesús. Si con ello se pretende decir que no todos los judíos de su época tuvieron responsabilidad en su ejecución y que los actuales no deben cargar con la culpa, la meta de semejante corriente historiográfica es correcta. Si, por el contrario, lo que se desea señalar es que la condena y muerte de Jesús fue un asunto meramente romano, entonces se falta a la verdad histórica. Los Evangelios indican que en el inicio del proceso que culminaría con la crucifixión de Jesús hubo una acción de las autoridades judías que le consideraban alguien que extraviaba al pueblo. El dato es efectivamente repetido por el Talmud, que incluso atribuye toda la responsabilidad de la ejecución en exclusiva a esas autoridades y que señala que lo colgaron —una referencia a la cruz— la víspera de Pascua (Sanh. 43a).
Aún de mayor interés son los datos que nos proporcionan las fuentes rabínicas sobre la enseñanza y las pretensiones de Jesús. En armonía con distintos pasajes de los Evangelios, el Talmud nos dice que Jesús se proclamó Dios e incluso se señala que anunció que volvería por segunda vez (Yalkut Shimeoni 725). Ambas doctrinas —la de la conciencia de divinidad de Cristo y la de su Parusía— han sido atacadas desde el siglo XIX como creaciones de los primeros cristianos desprovistas de conexión con la predicación original de Jesús. Curiosamente, son los mismos adversarios rabínicos de Jesús los que confirman en estos textos las afirmaciones de los Evangelios en contra de la denominada Alta crítica.
De enorme interés son también las referencias a la interpretación de la Torah que sustentaba Jesús. En las últimas décadas, en un intento por salvar la distancia entre el judaísmo y Jesús, se ha insistido en que la reinterpretación de la Torah no se debía a Jesús sino a Pablo y a los primeros cristianos. De nuevo, la suposición es desmentida por los textos rabínicos. De hecho, se le acusa específicamente de relativizar el valor de la Ley, lo que le habría convertido en un falso maestro y en acreedor a la última pena. Este enfrentamiento entre la interpretación de la Torah propia de Jesús y la de los fariseos explica, por ejemplo, que algún pasaje del Talmud llegue incluso a representarlo en el otro mundo condenado a permanecer entre excrementos en ebullición (Guit. 56b-57a). Con todo, debe señalarse que este juicio denigratorio no es unánime y así, por ejemplo, se cita con aprecio alguna de las enseñanzas de Jesús (Av. Zar. 16b-17a; T. Julin II, 24).
El Toledot Ieshu, una obra judía anticristiana, cuya datación general es medieval, pero que podría ser de origen anterior, insiste en todos estos mismos aspectos denigratorios de la figura de Jesús, aunque no se niegan los rasgos esenciales presentados en los Evangelios sino que se interpretan bajo una luz distinta. Esta visión fue común al judaísmo hasta el siglo XIX y así, en las últimas décadas, se ha ido asistiendo junto a un mantenimiento de la opinión tradicional a una reinterpretación de Jesús como hijo legítimo del judaísmo aunque negando su mesianidad (J. Klausner), su divinidad (H. Schonfield) o aligerando los aspectos más difíciles de conciliar con el judaísmo clásico (D. Flusser). De la misma manera, los últimos tiempos han sido testigos de la aparición de multitud de movimientos que, compuestos por judíos, han optado por reconocer a Jesús como Mesías y Dios sin renunciar por ello a las prácticas habituales del judaísmo (Jews for Jesus, judíos mesiánicos, etc.).
Resumiendo, pues, puede señalarse que efectivamente contamos con fuentes históricas distintas de las cristianas para conocer la vida y la enseñanza de Jesús. Todas ellas eran hostiles —a lo sumo, indiferentes— pero, de manera muy interesante, corroboran la mayoría de los datos que conocemos por el Nuevo Testamento.
Su judaísmo, su pertenencia a la estirpe de David, su autoconciencia de mesianidad y divinidad, la realización de milagros, su influencia sobre cierto sector del pueblo judío, su afirmación de que vendría por segunda vez, su ejecución a instancias de algunas autoridades judías, pero a manos del gobernador romano Pilatos, la afirmación de que había resucitado y la supervivencia de sus discípulos hasta el punto de alcanzar muy pronto la capital del imperio, son tan sólo algunos de los datos que nos proporcionan —no con agrado, todo hay que decirlo— las diferentes fuentes no cristianas. Es mucho más de lo que sabemos por fuentes alternativas en el caso de la mayoría de los personajes de la Antigüedad.

Bibliografía
La historicidad de Jesús y la investigación de las fuentes relacionadas con ella han sido objeto de distintos estudios anteriores. Una amplia bibliografía sobre ello se encuentra en César Vidal, Diccionario de Jesús y los Evangelios, Estella, 1995. Un estudio en profundidad sobre la manera en que paganos y judíos contemplaron a los primeros discípulos de Jesús en César Vidal, El judeocristianismo palestino en el s. I, Madrid, 1995. Para analizar la prehistoria de los Evangelios, debo remitir a César Vidal , El documento Q. El primer Evangelio, Barcelona, 2005. Un análisis histórico sobre la figura de Jesús en comparación con los judíos del periodo del Segundo Templo puede hallarse en César Vidal, Jesús y los manuscritos del mar Muerto, Barcelona, 2006. Por último, resulta de interés la cuestión de la relación entre el mensaje de Jesús y el de Pablo. He analizado el tema en mi libro Pablo, el judío de Tars. (Madrid 2006), una obra que ha ganado el IV Premio Algaba de biografía.

Mentira 2
Arturo fue rey

Pocas veces ha tenido un personaje literario una resonancia tan universal como el rey Arturo. Desde Geoffrey de Monmouth a Wagner pasando por Chrétien de Troyes, los relatos sobre Arturo y sus caballeros han alimentado la imaginación de generaciones enteras de manera creciente y polimórfica. Mel Ferrer, Nigel Jerry y Sean Connery le han prestado su rostro. En mayor o menor medida, la existencia del rey Arturo es admitida actualmente por los historiadores, aunque se preocupen de matizar las circunstancias históricas. La cuestión esencial, sin embargo, es que afirmar que Arturo fue rey es una mentira histórica.
Las discusiones sobre el origen de las distintas partes, personajes y episodios de los mitos artúricos y sobre la historicidad de sus protagonistas han hecho correr ríos de tinta y en no pocas ocasiones se han caracterizado mucho más por la imaginación que por el rigor histórico. Sin embargo, por encima de las especulaciones, hoy en día no puede discutirse el hecho de que Arturo fue un personaje real. Su verdadero nombre era Artorius y, a diferencia de lo establecido en la inmensa mayoría de los relatos, no era celta sino romano. La familia de los Artorii ya tenía una dilatada tradición de permanencia en Bretaña cuando nació nuestro personaje. Su llegada a la isla tuvo lugar en torno al año 180 d.C. En esa época, un tal Lucius Artorius Castus comenzó a desempeñar el cargo de praefectus castrorum (prefecto de campamento) de la Legión VI Victrix, con base en Ebocarum, York. Sus descendientes continuaron ejerciendo tareas relacionadas con la defensa del Imperio romano frente a las incursiones bárbaras. Uno de ellos, también llamado Lucius Artorius Castus, constituye la base histórica del mito del rey Arturo.
Artorius nació en Dumnonia, una población de Cornualles. Cuando tenía quince años de edad, entró en el ejército romano y en 475 se convirtió en oficial de caballería a las órdenes de Catavia, el magister militum y jefe de la base militar romana en Cadbury. Artorius cumplió sus funciones castrenses con notable competencia y al cabo de tres años llegó a ser comandante de la base romana de Dunkery Beacon. Se trataba de un enclave pequeño, pero de una notable importancia estratégica en el dispositivo de defensa frente a los bárbaros. Nuevamente, Artorius volvió a desempeñar sus ocupaciones correctamente y, en 481, Aurelio lo nombró procurator rei publicae, un empleo consistente en realizar las requisas para el ejército. Artorius no tardó en ser ascendido a magister militum. En calidad de tal, libró con éxito una serie de campañas cuya finalidad era quebrantar el creciente poder bárbaro en el sur de la isla. Nennio menciona una docena de esos choques armados que, no obstante, quedaron eclipsados por una hazaña de mayor envergadura consistente en repeler una gran invasión bárbara procedente de Irlanda. Las fuentes célticas mencionan repetidamente la manera en que Artorius logró expulsar a los irlandeses y es muy posible que de haber fracasado en su empeño Bretaña se hubiera visto anegada por los bárbaros y hubieran desaparecido conjuntamente el poder romano y la religión cristiana. A pesar de eso, todo indica que el número de bajas sufrido por las tropas de Artorius fue elevadísimo, en otras palabras, se trató de un choque a la desesperada cuyo desenlace, de haber sido distinto, hubiera cambiado la Historia.
La victoria de Artorius tuvo además consecuencias de enorme importancia para el imperio —cada vez más acosado por los bárbaros y viviendo sus días finales— y, sobre todo, para Artorius y el desarrollo de su mito. Aurelio lo designó para sucederle como Regissimus Britanniarum, adoptándolo además como hijo. La única condición era que el propio Artorius a su vez nombraría sucesor a un miembro de la familia de Aurelio. La posteridad confundiría, en parte por ignorancia, en parte por interés, ese cargo con el de rey de Bretaña, lo que explica la evolución ulterior de la leyenda, en la que Arturo ya no es un militar romano sino un monarca. No fue ése el único punto de contacto entre la historia del Arturo-Artorius histórico y la del rey Arturo. Algo similar sucede, como veremos más adelante, con aspectos como la sede de su gobierno situada en Camelot, la rebelión de Mordred o el exilio en Avalón.
Mientras Artorius combatía contra los invasores bárbaros procedentes de Irlanda —sin duda, un episodio que los nacionalistas irlandeses no desearían recordar— tuvo lugar la muerte de Aurelio, el Regissimus Britanniarum. Artorius era el sucesor designado, pero para que la transición se llevara a cabo sin complicaciones estaba obligado a rendirle honores funerarios y, especialmente, a recorrer las distintas guarniciones militares a fin de asegurarse la lealtad de las mismas. De este periodo parten precisamente dos de los elementos más conocidos del ciclo artúrico: el establecimiento de su capital en Camelot y la creación de una orden de caballería.
El invierno de 491 lo empleó Artorius en la visita a los distintos contingentes de tropas y, acto seguido, estableció la sede de su gobierno en Camulodunum, una base que estaba conectada por una red de calzadas romanas. Sería precisamente este enclave el que pasaría a la leyenda como Camelot aunque debe indicarse que Artorius lo cambiaría en el futuro.
Aún más interesante es el origen de la leyenda referente a una orden de caballería. La lucha contra los bárbaros irlandeses había ocasionado, como ya vimos, un número considerable de bajas a las fuerzas de Artorius y, al parecer, éstas fueron especialmente elevadas en lo que a la caballería romano-britana se refiere. Urgía, por lo tanto, renovar un cuerpo de jinetes que —resulta comprensible— los narradores posteriores convertirían ya en caballeros. No deja de ser significativo que incluso en algunos de los caballeros legendarios del rey Arturo pueda rastrearse a los hombres que sirvieron a las órdenes de Artorius. Por ejemplo, el famoso sir Kay quizá fuera Cayo, uno de los oficiales de Artorius; Bedwyr pudo ser el romano Betavir y Gawain seguramente fue Valvanio Vorangono, sobrino de Artorius.
Los contingentes de caballería resultaron eficaces, como lo demuestra el que, en torno al 493, Artorius logró un triunfo resonante contra los anglos en la batalla de la colina de Badon. Difícilmente puede infravalorarse esta victoria porque aseguró la paz con los anglos durante medio siglo. Los restos arqueológicos son bien reveladores al respecto, pero apenas nos pueden transmitir el tremendo impacto emocional que causó esta batalla entre los contemporáneos de Artorius. Para ellos, seguramente, fue un claro ejemplo de cómo la Luz vencía a las Tinieblas, la Civilización a la Barbarie y Cristo a los dioses paganos. Parece ser que Artorius chocó ocasionalmente con algunos monasterios, pero su relación con la Iglesia fue muy fecunda y él mismo era considerado —y se consideraba — un cristiano devoto.
El periodo de paz que se vivió después de la batalla de Badon encaja, por lo tanto, con la época de esplendor y sosiego de las leyendas artúricas, logrados ambos —no lo olvidemos— por la acción de sus caballeros. No son éstos los únicos paralelismos bien significativos entre Artorius y Arturo. Pasemos a su vida privada. El ciclo artúrico habla del matrimonio del monarca con Ginebra y del adulterio ulterior de ésta. La base real de la leyenda es obvia. En la historia, Artorius se casó dos veces. Su primera esposa fue Leonor de Gwent. Que ese matrimonio no duró resulta indiscutible, aunque no es fácil saber si Artorius se divorció de ella —la práctica del divorcio no planteó problemas canónicos hasta muy avanzada la Edad Media y aún entonces sólo en el cristianismo occidental— o si Leonor lo abandonó, lo que podría ser la base de la leyenda del adulterio regio. La segunda esposa de Artorius sí se llamó Ginebra. Al parecer, era de ascendencia romana y había sido criada en la casa de Cador, el magister militum de Artorius. El matrimonio debió celebrarse en torno al año 506.
El enlace con Ginebra fue muy cercano temporalmente —nueva coincidencia— a la proclamación de Artorius como imperator en una nueva capital, situada ahora en Luguvalium. El título era honorífico y, generalmente, sólo implicaba haber logrado una gran victoria militar lo que, en realidad, había ocurrido. Sin embargo, no puede descartarse que Artorius intentara cimentar un nuevo orden político ahora que resultaba obvio que el Imperio romano de Occidente —desaparecido en el año 476— no iba a volver a existir. Que Artorius no estaba falto de razón al actuar así es obvio para nosotros que conocemos la Historia posterior, pero, desde luego, distaba mucho de estar tan claro para sus contemporáneos. De hecho, fueron varios nobles romanos los que se opusieron directamente a las acciones de Artorius. Su peor adversario fue Medrautus Lancearius —el Mordred de la leyenda—, que era hijo del rey norteño Dubnovalo Lotico y de Ana Ambrosia, la hija de Aurelio. Dado que Artorius había sido adoptado por Aurelio cuando era joven, Ana Ambrosia era su hermana y el hijo de ésta, Medrautus Lancearius su sobrino… exactamente igual que en las leyendas artúricas. Medrautus contaba además con un enorme ejército al que había incorporado escoceses, irlandeses, anglosajones y otros enemigos de Artorius.
En el año 514 Artorius, con una parte de sus fuerzas, abandonó una campaña que mantenía contra los bárbaros y se dirigió hacia su capital. Medrautus lo esperaba para aniquilarlo. El primer choque tuvo lugar en Verterae y concluyó con la victoria de Artorius. Sin embargo, Medrautus logró romper el cerco y escapar. Perseguido por Artorius, se dirigió al norte, hacia la fortaleza romana de Camboglanna —la Camlann de las leyendas— situada en el Muro de Adriano. Allí —en un enclave conocido actualmente como Birdoswald— se produjo el enfrentamiento decisivo con Artorius.
El combate se mantuvo indeciso durante bastante tiempo pero, finalmente, Artorius lanzó una carga de caballería (los caballeros, otra vez) contra las fuerzas enemigas que las aniquiló, resultando muerto Medrautus. La victoria fue indudable, pero el coste no resultó pequeño. La necedad de Medrautus —que hubiera sido designado seguramente heredero por Artorius y que, por lo tanto, hubiera obtenido lo que deseaba evitando la guerra— ocasionó la muerte de Artorius como consecuencia de una herida en la batalla. Aún agonizante, Artorius fue llevado a Aballava, un fuerte romano situado en el Muro de Adriano. La leyenda posterior convertiría este enclave en la isla de Avalón, la actual Glastonbury.
Era el año 514 y con el fallecimiento de Artorius la lucha para defender Britannia del paganismo y de la barbarie llegaba a su fin. Ni la civilización romana ni el cristianismo iban a contar ya con una defensa eficaz en mucho tiempo. Comenzaba la «Edad Oscura». Sin embargo, el esfuerzo de Artorius había sido tan titánico y sus metas —la defensa de la paz, el orden, el imperio de la ley y el cristianismo— habían rezumado tanta nobleza que la leyenda se apropiaría del personaje convirtiéndolo en un símbolo nacional y, dicho sea de paso, en rey. Según ésta, las hadas cuidan de él en la isla de las manzanas — Avalón— y de allí regresará, valiente y victorioso, si algún día Inglaterra ve cernirse sobre ella una amenaza similar a la de los bárbaros que antaño derrotó el inigualable caudillo.

Bibliografía
La bibliografía artúrica es inmensa, lo que resulta lógico dada la proyección del personaje. Excelente obra de compendio —a nuestro juicio insuperada— es la Arthurian Enciclopedia, Nueva York, 1986, cuyo editor fue Norris J. Lacy. Interesante desde el punto de vista del contexto sigue siendo la obra de John Morris, The Age of Arthur. A History of the British Isles from 350 to 650, Nueva York, 1993. Intentos —más o menos afortunados— de trazar su trayectoria histórica en J. Markale, King of the Celts. Arthurian Legends and Celtic Tradition, Rochester, 1994 (desde una perspectiva céltica muy discutible), E. Jenkins,The Mystery of King Arthur, Nueva York, 1990; P. E J. Turner, The Real King Arthur. A History of Post-Roman Britannia, A.D. 410 A.D. 59. (2 vols), 1993; y N. Lorre Goodrich, King Arthur, Nueva York, 1989. La geografía artúrica ha sido estudiada por G. Ashe en The Landscape of King Arthur, Londres, 1987.
Finalmente, he de hacer una referencia obligada a mi novela Artorius , Barcelona, 2006, en la que he intentado describir la historia verdadera de Artorius desde la perspectiva personal de Merlín que, por cierto, no fue un mago.

Mentira 3
Abd ar-Rahmán III fue un califa ilustrado

El intento —mucho más enraizado en causas políticas que históricas— de relacionar el pasado andaluz con la dominación islámica de España ha llevado en los últimos tiempos a construir toda una mitología sobre Al-Ándalus penosamente separada de la realidad. Entre los tópicos más deseados y repetidos se halla la presentación de Abd ar-Rahmán III como un monarca ilustrado, culto y tolerante que habría contrastado en su conducta con sus bárbaros enemigos de la España cristiana. Esta mentira histórica choca de manera frontal con los datos que encontramos en las fuentes históricas, donde Abd ar-Rahmán III puede aparecer como un monarca poderoso y quizá incluso sibarita, pero, desde luego, ni ilustrado ni tolerante. A decir verdad, el paradigma máximo del esplendor de Al-Ándalus fue un personaje caprichoso, cruel, sanguinario y lastrado por profundos desarreglos psicológicos.
En los comienzos del siglo VIII, cuando tuvo lugar la invasión islámica, España era la nación más adelantada de todo el Occidente surgido tras el colapso del Imperio romano a finales del siglo V. España no sólo poseía un hondo sentimiento nacional que se puede contemplar, por ejemplo, en las obras de Isidoro de Sevilla, sino que, además, en términos científicos y culturales se había adelantado varios siglos al denominado renacimiento carolingio que tendría lugar en Francia bajo el emperador Carlomagno. Por desgracia para la nación, esa pujanza cultural no discurrió en paralelo con la solidez política. La monarquía visigoda, con capitalidad en Toledo, demostró ser una entidad inestable y frecuentemente sacudida por recidivantes muestras de antisemitismo y, sobre todo, por una tendencia maligna a la división partidista.
Al acceder al trono don Rodrigo, los partidarios de su antecesor Vitiza solicitaron la ayuda de los musulmanes para regresar al poder. La obtuvieron, pero el resultado no pudo ser más desastroso. Los aliados islámicos de los partidarios de Vitiza ciertamente cruzaron el Estrecho y acabaron con don Rodrigo, pero, a continuación, se quedaron en territorio español. La primera consecuencia de ese acto fue la aniquilación de la cultura más importante de Occidente en aquella época; la segunda, el establecimiento de una sociedad islámica en la que no sólo los cristianos y judíos, sino también los conversos al islam que no eran de origen árabe, se vieron sometidos a un trato terriblemente discriminatorio.
La resistencia hispánica frente al islam se articuló, prácticamente desde el primer momento, en un núcleo situado en las montañas de Asturias en torno a la figura de un noble visigodo llamado Pelayo. A él debieron los resistentes españoles la primera victoria sobre los invasores musulmanes. Lo que vino después fue una lucha encarnizada no sólo por sobrevivir frente a la agresión islámica, sino también por ir recuperando palmo a palmo el territorio ocupado. Aquel combate entre los herederos de la monarquía española y los musulmanes alcanzó una cota de especial importancia, muy poco antes de la llegada al poder de Abd ar-Rahmán III, con Alfonso III de Asturias que se autodenominó rex totius Hispaniae, el rey de toda España. Consciente de que, de facto, no lo era, dada la situación de invasión islámica que sufría buena parte de la Península, con todo, de iure o siquiera de voluntate, su reino era sucesor de aquella España visigótica independiente y unida, aniquilada por los musulmanes a los que abrieron la puerta los traidores partidarios de Vitiza.
La noción patrimonial del reino llevó a los vástagos de Alfonso III a repartírselo, permaneciendo Ordoño en Galicia, Fruela en Oviedo y García en Castilla y demás tierras nuevas. No impidió aquella división —que no tardaría en ser anulada por un Ordoño que establecería su capital en León— la continuación del avance hacia el dominio total de la cuenca del Duero. De hecho, los condes que gobernaban las tierras castellanas repoblaron en el año 912 Roa, Osma, Aza, Clunia y San Esteban. El potencial humano lo proporcionaron fugitivos mozárabes y, de manera muy especial, vascones que dejarían su huella en nombres y topónimos que indicarían la unión entrañable que durante siglos mantendrían con una Castilla que estaban contribuyendo decisivamente a asentar. En apariencia, la Reconquista había entrado en una fase de asentamiento en la que sólo habría que esperar a que los avances militares de los núcleos de resistencia norteños y la descomposición interna de Al-Ándalus, creada por el odio hacia los dominadores árabes, culminaran, para que se vieran coronados sus objetivos esenciales. Éstos no eran otros que la restauración de la unidad nacional de España y la expulsión de los invasores islámicos. Tanta era la convicción de los cristianos al respecto que en pleno reinado de Alfonso III se llegó a adjudicar a éste el cumplimiento de la profecía de Ezequiel sobre Gog y Magog, dando a entender que acabaría expulsando a los musulmanes de España. Los acontecimientos iban a discurrir de manera muy diferente y durante un siglo los núcleos de resistencia norteños recordarían más el Apocalipsis que los oráculos del profeta judío. La razón sería la aparición de Abd ar-Rahmán III y la creación del califato de Córdoba.
Un contemporáneo describiría a Abd ar-Rahmán como «el más hermoso y gentil de los muslimes, de color rosado y ojos azules». No pudo añadir que era además rubio por la sencilla razón de que Abd ar-Rahmán se teñía el pelo de negro. Para Abd ar-Rahmán, sin embargo, esas características constituían un insoportable motivo de sufrimiento ya que no eran las propias de un príncipe árabe, de un omeya, sino que procedían de su madre, una esclava vascona. Por si fuera poco, sus piernas eran más cortas de lo que exigiría su estatura. Para evitar dar una imagen que lo atormentaba, Abd ar-Rahmán se empeñaba en montar caballos de gran alzada y en permanecer sentado ante sus interlocutores, en ocultar a fin de cuentas que era como era.
Cuando contaba veintidós años, en 912, tuvo lugar la muerte de Abd Allah, el emir de Córdoba, y Abd ar-Rahmán lo sucedió en circunstancias especialmente difíciles. En el norte, el reino de Asturias continuaba su labor de reconquista, dominando y controlando ya la línea del Duero con el concurso de los mozárabes que habían abandonado el cruel dominio de Al-Ándalus. En el sur, los gobernadores de Ifriqiya habían proclamado un califato independiente que podía fácilmente atraer las voluntades de las legiones de musulmanes descontentos. En el interior, finalmente, los musulmanes de origen español, los denominados muladíes, seguían disconformes con el dominio de sus correligionarios árabes y continuaban siendo un peligro incesante para el emir de Córdoba por más que alguno de los focos de rebeldía, como el de Omar ibn Hafsún, se hubiera debilitado en los últimos tiempos. El poder efectivo del emir Abd ar-Rahmán no iba mucho más allá de los arrabales de Córdoba. Sin embargo, de manera despiadada, lograría imponerse a sus primeros adversarios.
La primera tarea que emprendió fue recuperar una coherencia interna, cuyo principal enemigo era Omar ibn Hafsún. No fue empresa fácil pero, al cabo de dos años, el emir de Córdoba había logrado ir arrebatando a aquél el apoyo de la mayoría de sus seguidores y, prácticamente, recluirlo en las cercanías de su inexpugnable reducto de Bobastro. En septiembre de 917 falleció Omar ibn Hafsún y sus hijos sólo pudieron prolongar su resistencia hasta el 19 de enero de 918. Nada más conocer la caída de Bobastro, Abd ar-Rahmán ordenó desenterrar los huesos de Omar ibn Hafsún y de su hijo y sucesor Shafar a fin de que fueran expuestos a la burla del populacho de Córdoba. Poco después, Abd ar Rahmán abandonó el título de emir y se autoproclamó califa.
Para aquel entonces, los focos de resistencia hispano-muladí se habían extinguido o estaban en camino de hacerlo. Sevilla había revertido, tras un conflicto sucesorio, al control del emir de Córdoba y en 916 se le habían sometido los Algarves y las comarcas de Murcia, Valencia, Tortosa y buena parte de la de Mérida. A inicios de la década de los treinta, Badajoz, Toledo y la marca superior también se hallaban en su poder. Se cerraba así un proceso de dos décadas que se había iniciado realmente con la decadencia del foco de resistencia en Bobastro y que ponía en manos de Abd ar-Rahmán todo Al-Ándalus.
El resultado inmediato de recuperar la paz interior fue un incremento extraordinario en las rentas del Estado, que se vieron engrosadas muy poco después con el botín de las expediciones emprendidas contra los cristianos del norte, un botín que no pocas veces tenía entre sus partes más pingües la venta de los prisioneros de guerra como esclavos. De esta manera, si Abd ar-Rahmán II había percibido un millón de dinares anuales —cifra que se vería muy mermada durante el gobierno de sus sucesores—, Abd ar-Rahmán III lograría ingresar en el tesoro público la cifra de poco menos de cinco millones y medio de dinares, a los que hay que sumar los tres cuartos de millón de su renta personal como califa.
No deja de ser significativo que una proporción verdaderamente extraordinaria de la riqueza y del comercio del califato descansara sobre el tráfico de esclavos y sobre el saqueo de los reinos del norte. A decir verdad, durante el siglo X, Al-Ándalus se convirtió verdaderamente en el centro del comercio de seres humanos de Occidente. El propio Abd ar-Rahmán fue un indudable beneficiario de tan infame institución. Así, a su muerte, su palacio de Medina Azahara (Madinat al-Zahra) contaba con los servicios de tres mil setecientos cincuenta esclavos varones y seis mil trescientas mujeres, de las que la inmensa mayoría también estaban reducidas a la esclavitud. No fueron tan astronómicas cifras monopolio del primer califa. De hecho, sus sucesores llegaron a alcanzar la cantidad de trece mil setecientos cincuenta esclavos.
Pero si los medios para crear riqueza eran despóticos no lo eran menos los mimbres de la pirámide social. Los cristianos o mozárabes continuaban figurando en la base, tan sólo por encima de los esclavos. Por lo que se refiere a los muladíes, los hispanos convertidos al islam, se hallaban en lo más bajo del segmento musulmán de la sociedad, por detrás, por supuesto, de los árabes e incluso de los norteafricanos. No deja de ser significativo que mozárabes y muladíes, hispanos de distintas religiones a fin de cuentas, siguieran manteniendo el uso del romance y que todavía durante el siglo X, es decir, dos siglos después de la invasión islámica, esa lengua fuera la más hablada en Al-Ándalus.
Precisamente Abd ar-Rahmán III iba a protagonizar el terrible episodio sufrido por un niño cristiano llamado Pelayo. Sobrino del obispo de Tuy, fue entregado al califa en calidad de rehén. Se suponía, por lo tanto, que de acuerdo con los usos de la época, su vida tenía que haber sido considerada sagrada. Para desgracia suya, Abd ar-Rahmán III se prendó de él. El niño Pelayo estaba dotado de «talento y hermosura», unas cualidades que el califa deseaba poseer en todos los sentidos del término. Las fuentes nos dicen que Abd ar-Rahmán III alternó las promesas con las «caricias» para que el niño se le entregara y, de paso, abrazara el islam. La respuesta de la criatura, totalmente indefensa, estuvo cargada de valentía y dignidad. Rechazó las caricias que le prodigaba el califa, tiró de la barba a Abd ar-Rahmán III, le arañó en la cara y, en el colmo del desafío, profirió insultos contra Mahoma. La respuesta del califa fue terminante. Incapaz de soportar aquel rechazo, ordenó que se sometiera al niño Pelayo a las torturas más horribles. Finalmente, su cuerpo mutilado acabó arrojado al río Guadalquivir.
La política de Abd ar-Rahmán III hacia los reinos del norte —como no es de extrañar— no iba a resultar de entendimiento, concordia o pacifismo. Se trataba de presas que tenían que ser periódicamente exprimidas y humilladas. En 917, el mismo año en que murió Omar ibn Hafsún, las tropas de Abd ar-Rahmán III, a las órdenes de Ahmad ben Abda, atacaron la fortaleza de San Esteban de Gormaz, uno de los enclaves recientemente repoblados por los cristianos. Aquella incursión no fue afortunada para Abd ar-Rahmán III. Ordoño II, con la colaboración de Sancho Garcés de Navarra, contraatacó con maestría y provocó una derrota a los invasores que llegaron incluso a perder a Ahmad ben Abda en el combate. Al año siguiente, los reyes de León y Navarra atacaron conjuntamente Nájera y Tudela apoderándose de Arnedo y Calahorra. De esa manera, no sólo ganaban tierras a los musulmanes sino que además Navarra traspasaba la línea del Ebro.
Abd ar-Rahmán III, que hasta ese momento sólo había cosechado éxitos, no podía tolerar aquella situación. De hecho, reaccionó sustituyendo el régimen de aceifas que tantos resultados —especialmente económicos y de terror— había tenido hasta la fecha por la articulación de un nuevo tipo de ofensiva de gran envergadura en la que los enemigos quedaran casi literalmente anegados por la superioridad del ejército musulmán. Daba así inicio al periodo de las denominadas «campañas» en las que tanto destacaría Abd ar-Rahmán III y, posteriormente, Almanzor.
La primera de estas ofensivas fue la conocida en las fuentes árabes como «campaña de Muez». Concebida inicialmente como una expedición de castigo que disuadiera a los reinos del norte de su política reconquistadora, dio inicio a principios del verano de 920, cuando la resistencia interna en Al-Ándalus ya era cosa definitivamente del pasado. Partiendo de Córdoba, se dirigió a Toledo y de allí a la antigua calzada romana que llevaba a las altiplanicies de Soria. Tras llegar a Osma, siguió el camino que flanqueaba el Duero arrasando todo a su paso. En esa situación se hallaba cuando le llegaron noticias de que el rey navarro había lanzado un ataque, quizá de diversión, contra Tudela. Desanduvo entonces parte de su trayecto y cayó sobre Navarra también a sangre y fuego. Cuando se hallaba Abd ar-Rahmán III cerca de Pamplona, Sancho Garcés no tuvo otro remedio que correr a defender su capital. Ambos ejércitos chocaron en Valdejunquera, cerca de Muez. La superioridad islámica, verdaderamente abrumadora, se tradujo en una victoria de Abd ar-Rahmán III. Mientras algunos de los soldados cristianos caían cautivos de éste, otros se refugiaron en las fortalezas de Muez y Viguera. La respuesta de Abd ar-Rahmán III fue fulminante y — ¿puede extrañarnos a estas alturas?— rebosante de crueldad. Acudió a asediar ambas plazas, las tomó y a continuación ordenó que se degollara a todos los defensores. Finalmente, arrasó los campos y emprendió el camino de regreso a Córdoba. Como comportamiento de un monarca supuestamente ilustrado no deja de ser paradójico.
Abd ar-Rahmán III había puesto en funcionamiento una maquinaria militar sin precedentes, cuya finalidad era la muerte o cautividad de los cristianos y la destrucción absoluta de sus ciudades y haciendas. La total convicción de que nada podría satisfacerle aparte de su aniquilación debió impulsar a los monarcas cristianos a intentar recuperar el territorio perdido. Algo más de dos años después de la derrota de Valdejunquera, Ordoño II y Sancho Garcés volvieron a su labor de reconquista siendo su objetivo esta vez La Rioja. La campaña discurrió bien, ya que recuperaron Nájera —que fue incorporada a Navarra— y Viguera. La muerte poco después de Ordoño II fue aprovechada por Abd ar-Rahmán III para lanzar una nueva ofensiva, la denominada «campaña de Pamplona». Pretendía el musulmán conquistar el reino de Navarra e incorporarlo a Al-Andalus, una decisión en la que no sólo pesaban motivos estratégicos sino también personales, ya que mientras que había sentido un cierto respeto por Ordoño II, consideraba al rey navarro personaje desdeñable. Así, las tropas musulmanas se encaminaron a Tudela y desde allí a Pamplona arrasando todo lo que encontraban a su paso. Al camino les salió Sancho Garcés, reforzado por guerreros leoneses, pero Abd ar Rahmán III lo derrotó a orillas del río Irati. Quedó así indefensa la capital navarra. Una vez más, la generosidad, la clemencia, el comportamiento ilustrado brillaron por su ausencia. Abd ar-Rahmán procedió a saquearla, para luego arrasarla sin respetar siquiera la catedral. Pero no se conformó con aquel triunfo y continuó su expedición hasta la Roca de Qays desde donde volvió a descender hasta Tudela.
A lo largo de los años siguientes, Ramiro II de León daría repetidas muestras de ser un monarca excepcional. Hábil diplomático que consideró en su justo valor la alianza con Navarra, aguerrido combatiente y extraordinario gobernante, estaba convencido de que la única manera de contener a Abd ar-Rahmán III era continuar la tarea reconquistadora. La respuesta del califa no se hizo esperar. Al año siguiente del saqueo de Pamplona, lanzó a su ejército contra el alto Duero con la intención de desbaratar la obra reconquistadora de los últimos tiempos. El conde castellano Fernán González se apercibió del avance enemigo y lo puso en conocimiento del rey leonés. Éste reunió apresuradamente a sus fuerzas y se enfrentó con los musulmanes en Osma. Esta vez fueron las armas cristianas las que se alzaron con el triunfo, posiblemente porque ya disponían de un conocimiento considerable —obtenido amargamente— de la nueva forma de guerrear de Abd ar-Rahmán III. El califa intentó reaccionar frente a una derrota que se había zanjado con millares de bajas entre muertos y prisioneros lanzando una nueva expedición contra Osma en la que contó con la ayuda de los tuchibíes de Zaragoza. Sin embargo, Ramiro II no quiso arriesgarse a un enfrentamiento en campo abierto y se hizo fuerte tras los muros de la plaza.
La respuesta del califa constituyó un nuevo alarde de crueldad. Arrasó toda la comarca sin exceptuar la ciudad de Burgos, que fue completamente destruida. No sólo eso. De manera absolutamente injustificada desde cualquier criterio, Abd ar-Rahmán III llegó hasta el monasterio de san Pedro de Cárdena y procedió a degollar a los doscientos monjes que vivían en él. Se trató de una muestra de barbarie que, como veremos, no resultó excepcional.
Sin embargo, sus adversarios no estaban dispuestos a amilanarse. Ramiro II logró convencer al señor de Zaragoza, Abu Yahya, para que se declarara vasallo suyo y abandonara la obediencia jurada al califa. Zaragoza tenía una importancia estratégica fundamental ya que permitía a León y Navarra extenderse de tal manera que podían casi enlazar con los condados catalanes. Por supuesto, el califa no estaba dispuesto a tolerarlo. Tras cercar y tomar Calatayud, Abd ar-Rahmán III fue conquistando uno tras otro todos los castillos de la zona. Al llegar a las puertas de Zaragoza, Abu Yahya capituló, una acción que el califa aprovechó para, tras perdonarle la vida, emplearlo en una ofensiva dirigida contra Navarra. Concluyó ésta con enorme éxito, hasta el punto de que la reina Toda se declaró vasalla del califa.
Creyó el califa entonces que había llegado el momento de asestar un golpe de muerte a la monarquía astur-leonesa que, desde hacía décadas, era el corazón de la resistencia contra los ataques del islam. En apariencia, la empresa era sobradamente factible, especialmente si se podía reunir un ejército aún más poderoso que los utilizados en las campañas anteriores. El que ahora levantó Abd ar-Rahmán contaba con cien mil guerreros. A ellos se sumaron además los efectivos islámicos acantonados en la frontera superior.
A la cabeza de tan imponente fuerza militar, el califa cruzó el Sistema Central y se adentró en el territorio leonés en el verano del año 939. En Simancas les esperaba Ramiro II, al que se habían sumado las mesnadas del conde castellano Fernán González e incluso tropas navarras al mando de Toda. La batalla, librada en pleno mes de julio, resultó indecisa durante varios días. Sin embargo, Ramiro II no dejó de observar las maniobras enemigas y cuando advirtió que las tropas califales mostraban cansancio cargó contra ellas con todas sus fuerzas. No pudieron soportar el embate los musulmanes, pero tampoco tuvieron la posibilidad de retirarse ordenadamente ya que a sus espaldas habían excavado un foso las tropas cristianas y, al contemplar que era imposible salvarlo con sus monturas, cundió el pánico y se desbandaron. La derrota adquirió así unas dimensiones catastróficas, hasta el punto de que el propio Abd ar-Rahmán escapó a duras penas y se vio obligado a dejar detrás de sí objetos tan preciados como su Corán personal. No sólo eso. Durante varios días, las tropas cristianas persiguieron a las islámicas sin dejar de ocasionarles bajas.
En términos reales, Al-Andalus seguía contando con unos recursos y una fuerza militar muy superiores a los de los reinos cristianos en conjunto. Sin embargo, la derrota de Simancas había producido una honda desmoralización entre los musulmanes. El mismo califa era presa de la cólera más intensa al llegar a Córdoba. Hombre que se sentía inferior, no podía tolerar parecerlo. Una vez más, su desahogo consistió en una explosión de crueldad. Lejos de reflexionar sobre la parte, la principal, que le correspondía en la derrota, procedió a descargar su ira sobre sus soldados y oficiales. Así, las orillas del Guadalquivir se vieron llenas de horcas y cruces en las que fueron ejecutados centenares de guerreros —tan sólo de oficiales de caballería el número superó los trescientos— por el único delito de haber sido derrotados en una empresa nacida de las ansias del califa. Con todo, no debió sentirse lo suficientemente calmado. Desde luego, no estaba dispuesto a sufrir una nueva humillación militar. A partir de ese momento, Abd ar-Rahmán III, conocido como En-Nasir (El victorioso), renunció a participar en las futuras campañas.
En 951 Ramiro II falleció y su hijo Ordoño III ascendió al trono leonés. Difícilmente habría podido encontrarse con circunstancias peores. Tanto Toda de Navarra —que opacaba a su hijo el rey García Sánchez— como el conde castellano Fernán González y los aristócratas portugueses y gallegos rechazaron la sucesión en la persona de Ordoño III y defendieron que la corona pasara a su hermano Sancho, un personaje de carácter débil al que una obesidad exagerada valdría el sobrenombre de Craso. Ordoño III logró imponerse e incluso llevó a cabo una campaña victoriosa contra Lisboa que, sumada a una de Fernán González contra San Esteban de Gormaz, convencieron a Abd ar-Rahmán III de la conveniencia de pactar una tregua. Exigió el califa entonces la entrega o desmantelamiento de algunas fortalezas que sustentaban la frontera del Duero, pero la muerte de Ordoño III en Zamora, en el verano de 956, interrumpió el proceso.
El sucesor, Sancho I el Craso, se negó a aceptar las condiciones del califa, y era lógico que así lo hiciera porque hubiera equivalido a dejar inerme su reino. Sin embargo, su actitud sirvió de justificación a aquél para enviar una expedición militar contra León. Falto de preparación, Sancho I fue derrotado, y Fernán González aprovechó la situación para provocar su alejamiento del trono y su sustitución por Ordoño IV, un pobre giboso de carácter apocado. En cuanto a Sancho I, marchó al lado de su abuela Toda en Navarra. Aquel episodio fue considerado intolerable por la anciana, que situó sus intereses familiares por delante de cualquier otra consideración. Puesta en contacto con Abd ar-Rahmán III, le ofreció la entrega de diez plazas fuertes en la frontera del Duero a cambio de la ayuda necesaria para que su nieto recuperara el trono de León. Semejante acción constituía una enorme torpeza, en la medida en que no sólo cuarteaba el frente de resistencia contra el califato sino que además creaba para el futuro unas circunstancias de debilidad militar que sólo podrían ser desastrosas. De manera lógica, Abd ar-Rahmán III captó perfectamente la oportunidad que le ofrecía la iniciativa de Toda y, para dejar más de manifiesto su poder, exigió que la mujer, su hijo y su nieto acudieran a Córdoba a negociar personalmente el acuerdo, que se concluyó en los términos propuestos, mientras Sancho I era atendido de su obesidad por un médico cordobés.
En la primavera de 959 un ejército califal, en cuyas filas se hallaba Sancho I el Craso, se dirigió hacia León. Las tropas musulmanas tomaron Zamora, y en poco tiempo se hicieron con el control del reino. Para colmo de males, el conde Fernán González fue hecho prisionero por los navarros en Cirueña. Los reinos del norte se habían visto reducidos a pagar tributo al califa. Posiblemente, las consecuencias habrían sido de mayor gravedad de no ser porque el 16 de octubre de 961 Abd ar-Rahmán III falleció y, de manera lógica, se produjo una pausa en el enfrentamiento. Durante los meses anteriores a la muerte, el califa —ya de setenta y dos años— había sufrido una espantosa enfermedad que hoy denominaríamos melancolía involutiva. A la depresión que no lo abandonaba un instante se sumaba un llanto casi continuo. Estaba solo, no podía creer que alguien lo amara —había hecho ejecutar a su hijo Abdallah once años antes— y, quizá, se daba cuenta de que el edificio de su imperio era mucho menos sólido de lo que podían indicar su lujo y su derroche. El balance de su vida, realizado por él en aquellos últimos días, no puede ser más significativo:
«He reinado más de cincuenta años, con victoria y con paz. Amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y respetado por mis aliados. Riquezas y honores, poder y placeres, aguardaron mi llamada para acudir de inmediato. No existe bendición terrenal que se me haya escapado. En esta situación he procedido a anotar con diligencia los días de felicidad pura y auténtica que he disfrutado: SUMAN CATORCE. Hombre, no cifres tus deseos en el mundo terrenal».
Seguramente, no le faltaba razón a Abd ar-Rahmán III al afirmar que los anhelos del hombre no se pueden saciar en este mundo y que necesitan una respuesta trascendente. Pero no era menos cierto que su personalidad no había sido nunca la de un monarca ilustrado y tolerante. Cruel, caprichoso, sanguinario, belicista, Abd ar-Rahmán III es uno de los personajes más repulsivos de toda la historia española. De hecho, nos provocaría un verdadero horror si hubiera sido uno de los reyes cristianos. Siendo un califa musulmán, se le juzga con benevolencia. Sin embargo, semejante aproximación no pasa de ser una sangrante mentira histórica.

Bibliografía
He analizado la andadura histórica del califa en C. Vidal, España frente al islam, Madrid, 2002 y sus trastornos psicológicos en ídem, El talón de Aquiles, Madrid, 2006. Por supuesto, para el estudio de este califa resulta esencial consultar a título de fuentes, laCrónica del califa Abderramán III an-Nasir entre los años 912 y 942(al-Mugtabis, Zaragoza, 1981; E. Lévi-Provencal y E. García Gómez,Una crónica anónima de Abd al-Rahmán III al-Nasir. Ch. Pellat (ed.),Le calendrier de Cordoue, Leiden, 1961; L. Molina, Una descripción anónima de Al-Ándalus, 2 vols., Madrid, 1983, y A. Arjona Castro, Anales de Córdoba musulmana (711-1008), Córdoba, 1982.
Sobre Abd ar-Rahmán III son interesantes las biografías de E. Cabrera,Abd ar-Rahmán III y su época, Córdoba, 1991; de J. Valdeón Baruque , Abd ar Rahmán III y el califato de Córdoba, Madrid, 2001; y las obras de J. Vallvé, El califato de Córdoba, Madrid, 1992; y Abd ar-Rahmán III, Barcelona, 2003.

Mentira 4
Los cordobeses y los sevillanos descienden de los árabes

Durante la Transición, e incluso antes, se convirtió en tópico repetido del andalucismo el apelar a una ascendencia árabe que diferenciaría a los habitantes de la región andaluza de los del resto de España. A diferencia de catalanes, gallegos, asturianos o castellanos, los cordobeses y sevillanos llevarían en sus venas sangre árabe, una sangre en la que encontrarían unas señas de identidad que ahora sería urgente recuperar. Semejante afirmación coincide con un intento de borrar las huellas romanas y cristianas —verdaderamente esenciales — de la historia de Andalucía, sustituyéndolas por una visión ahistórica del pasado andaluz. Por añadidura, constituye una mentira histórica.
En 1212, los almohades, la segunda gran oleada de integristas islámicos que invadió España después del siglo VIII, sufrieron una terrible derrota en la batalla de las Navas de Tolosa. Es posible que el final de la Reconquista hubiera podido adelantarse casi tres siglos de no haber muerto Alfonso VIII de Castilla poco después y haberse declarado la peste en el campo cristiano. Por si fuera poco, la minoría de edad del heredero castellano produjo una paralización de la lucha contra el invasor musulmán y fue la causa directa de un enfrentamiento por la regencia entre Álvar Núñez, de la familia de los Lara, y Berenguela. Emergió como vencedora esta última, cuyos objetivos políticos no se limitaban a proteger al niño Enrique y asegurarle la Corona de Castilla, sino también a procurar que su hijo Fernando, habido de su matrimonio con el rey de León y legítimo, aunque posteriormente se produjera la separación de los cónyuges, conservara sus derechos a la corona de su padre. Fue, ciertamente, Berenguela una mujer excepcional, como excepcional fue su vástago, al que la Historia llegaría a conocer como Fernando III el Santo.
Había nacido éste en 1199 en un lugar de Zamora donde posteriormente se alzaría el monasterio de Valparaíso. Tenía un hermano mayor, también llamado Fernando, que fallecería en 1214, por lo que su crecimiento en Castilla fue el de un joven con los padres separados y con mínimas posibilidades de reinar tanto en Castilla, donde Enrique I era el sucesor de Alfonso VIII, como en León, donde Alfonso IX no sentía ningún apego hacia él y se sentía más inclinado a dejar el trono a una hija. Como en tantas ocasiones en que la Historia depara la aparición de un personaje excepcional, se dio la circunstancia de que todos los obstáculos fueron desapareciendo y Fernando no sólo se ciñó la corona paterna sino que, además, llevó a cabo la reunificación de ambos reinos.
Berenguela firmó durante su regencia una tregua con los almohades en 1215 y en 1221 la renovaría Fernando III, que necesitaba la paz externa para terminar de ordenar los asuntos del reino. En 1217 Enrique I murió de un golpe recibido en la cabeza mientras jugaba con unos muchachos de su edad en el patio del palacio episcopal de Palencia. Avisado por su madre, Fernando se reunió con ella y juntos marcharon hacia Valladolid. Allí, Berenguela recibió el reino que le pertenecía por herencia e inmediatamente renunció a él en favor de su hijo. Con dieciocho años, el 1 de julio de 1217 Fernando fue coronado rey de Castilla.
A esas alturas, se había renovado la lucha contra los almohades. Tras la derrota de las Navas de Tolosa, En-Nasir había regresado rápidamente a África, donde moriría en diciembre de 1213, dejando un imperio almohade ya muy debilitado. Su sucesor, Yusuf II, no duró mucho, con lo que el poder pasó al visir Utmán ben Yamí y a los jeques.
Se produjo entonces un fenómeno que tuvo lugar de manera repetida en Al-Ándalus y que aquejó al islam prácticamente desde el momento en que salió de Arabia a la muerte de Mahoma. A pesar de sus promesas de igualdad, las poblaciones correligionarias sometidas ansiaban, tras quizá un primer momento de entusiasmo, sacudirse el yugo uncido sobre sus hombros. En el caso de los almohades, la sublevación de mayor importancia se produjo al otro lado del Estrecho, entre las cábilas de Banu Marín. En 1216 éstas derrotaron a las almohades en las cercanías de Fez. A los graves problemas en el norte de África pronto se sumarían los surgidos en la Península. En 1224 se produjo el fallecimiento de Yusuf II y con este hecho sobrevino también el final de las treguas acordadas con Castilla. A la sazón, Fernando III había conseguido la pacificación de su reino y estaba más que dispuesto a pasar a la ofensiva contra los almohades. La reaparición de unos nuevos reinos de taifas, como consecuencia de su debilitamiento en Al-Andalus, iba a ayudar considerablemente a sus propósitos. Uno de los sublevados contra los invasores norteafricanos era Abd Allah al-Bayasí, que, ayudado por Fernando III, se apoderó de Jaén, Priego, Loja, Granada y, posteriormente, de Córdoba, Valencia, Niebla y Murcia. De esa manera, el imperio almohade recibía un terrible golpe en Al-Andalus sin que la posición de los musulmanes se viera beneficiada como consecuencia de aquél. De hecho, las ciudades tomadas por Abd Allah al-Bayasí no tardaron en convertirse en nuevos reinos cuando éste murió en 1226.
Durante el verano de 1227 Alfonso IX de León logró reconquistar Cáceres. De esa manera, Extremadura dejaba de ser inexpugnable y quedaba abierto el camino de los ejércitos cristianos hacia el sur. El avance no podía producirse en peor momento para los almohades. El 4 de octubre de 1227 fue asesinado en Marrakech su caudillo Al-Adil y el imperio almohade era presa de la anarquía. Apenas dos años después, sus últimos reductos en España desaparecían en medio de distintas sublevaciones protagonizadas por los musulmanes de Al-Andalus. Acababa así otro imperio islámico que sólo había podido mantenerse en pie por la fuerza de la espada. El final del imperio almohade en 1229 fue aprovechado inmediatamente por Sancho II, rey de Portugal, y por Alfonso IX de León. Éste hubiera preferido que, a su muerte, su reino se hubiera unido a Portugal antes que a Castilla. Así, en su testamento, violando el derecho sucesorio, había dejado dispuesto que el trono leonés pasara a sus hijas Sancha y Dulce, nacidas de su unión con Teresa de Portugal. Una vez más, la extraordinaria habilidad de Berenguela iba a salvar la situación en beneficio de Fernando III. Reunida con Teresa de Portugal, logró que Sancha y Dulce renunciaran a las concesiones del testamento de su padre a cambio de cuantiosas compensaciones económicas. El acuerdo de ambas madres, firmado en Valença, fue complementado en 1231 por el de Sabugal suscrito por Fernando III y Sancho II de Portugal. Ambos monarcas deseaban ciertamente vivir en paz, especialmente porque la Reconquista aún no había concluido.
En diciembre de 1232 Fernando III, asegurado su dominio sobre León, concentró sus tropas en Toledo. Antes de que acabara el año, estaba en sus manos Trujillo. Los años siguientes constituyeron una secuencia ininterrumpida de victorias. En 1233 las tropas castellanas reconquistaron Montiel y Baza; en 1235, Medellín, Alange, Magacela y Santa Cruz. La estrategia castellana no podía ser más acertada militarmente: encerrar Sevilla en medio de dos ofensivas paralelas que surcaban Extremadura y la cuenca del Guadalquivir. Entonces, en enero de 1236, tuvo lugar un acontecimiento de crucial importancia. Se hallaban reunidas las cortes de Burgos cuando llegaron inesperadas noticias de que las fuerzas castellanas se habían apoderado por sorpresa del arrabal cordobés conocido como La Ajarquía. El 7 de febrero el propio Fernando III se hallaba en el campo de batalla, y el 29 de junio la ciudad que en otro tiempo había sido capital del califato era reconquistada.
Resulta difícil describir en toda su grandeza el enorme impacto moral que causó en el islam la pérdida de Córdoba. Su antiguo esplendor —que, como ya hemos visto en la mentira anterior, no estuvo exento de sombras como su circunscripción al ámbito cortesano, la práctica de la esclavitud o la opresión de las minorías religiosas— es añorado hasta en la actualidad por los musulmanes. También para los cristianos iba a encerrar un simbolismo obvio. De Córdoba habían partido las expediciones que los habían esclavizado y saqueado durante generaciones. También se habían originado allí las terribles campañas de Almanzor, tan sólo comprensibles desde la óptica de la yiha. Ahora, Fernando III consideró llegado el momento de realizar un acto de innegable justicia histórica y, así, ordenó la devolución de las campanas compostelanas robadas por Almanzor en el año 998. Igual que en el pasado, viajarían a hombros de cautivos, pero esta vez rumbo a sus legítimos propietarios. No sólo eso. Córdoba, ciudad de claras resonancias clásicas y cristianas, no iba a estar poblada en el futuro por musulmanes. Aunque éstos fueron tratados con magnanimidad, se les obligó a abandonar la ciudad y ésta fue repoblada íntegramente con gente que venía del norte. En ese sentido, los futuros cordobeses no sólo no iban a descender de los escasos árabes o de los mucho más numerosos bereberes que la habían poblado a inicios del siglo XIII, sino de gente llegada del reino castellano-leonés. Si un cordobés actual, cuya familia contara con siete siglos de permanencia en la ciudad, deseara encontrar sus orígenes no los hallaría nunca en el norte de África o en la península arábiga sino en Castilla, León, Cantabria, Galicia o incluso las Vascongadas.
No fue distinto el caso de Sevilla. Sin duda, se trataba a la sazón de la ciudad más importante de Al-Andalus —el crecimiento de Granada se produciría más tarde— y había sido por añadidura capital de los almorávides. Como en el caso de Córdoba, el asalto sobre la capital vino precedido por una serie de operaciones preliminares en el curso de las cuales los leoneses, con el apoyo de las órdenes militares, tomaron Santaella, Hornachuelos, Mirabel y Zafra, mientras que los castellanos se apoderaban de Aguilar, Cabra, Osuna, Cazalla y Morón. Así estaban las cosas cuando Murcia, a pesar de ser una ciudad musulmana, solicitó ser anexionada por Castilla para verse libre de los ataques de que era objeto por parte de Granada. El episodio tiene una considerable importancia y pone de manifiesto una realidad innegable, la de que determinadas entidades políticas, cuya vida independiente resultaba inviable ante las agresiones de un poderoso vecino, preferían ser anexionadas por Castilla sabedoras de que respetaría sus fueros. Tal fue el caso, como veremos en una mentira ulterior, de las provincias vascongadas, amenazadas por Navarra.
Fernando III estaba dispuesto a acceder a la petición de Murcia que, por añadidura, era ya un protectorado castellano. Entonces, en 1242, se produjo la sublevación de Diego López de Haro y el propio monarca enfermó, debiendo permanecer en Burgos. Recayó entonces la responsabilidad de dirigir la empresa en el infante Alfonso. Como era de esperar, no se produjo lucha alguna salvo en Lorca, Cartagena y Murcia, donde se ofreció alguna resistencia.
Tras anexionarse Murcia, los castellanos entraron en Moguente y Euquera. Estaban a punto de dirigirse a Játiva cuando el rey de Aragón se adentró en las tierras reservadas a Castilla y ocupó algunas plazas como Villena y Sax. La acción constituía una verdadera agresión y hubiera podido derivar en una guerra entre ambos monarcas. Si no fue así se debió a la mediación de Diego López de Haro y de Violante de Aragón. Se firmó el 25 de mayo de 1244 el tratado de Almizra en el que se fijaban los límites futuros de la Reconquista. La frontera se estableció en una línea que discurría entre Altea y Villajoyosa. Aunque el acuerdo dejaba a Castilla encomendada la tarea de la futura Reconquista, no puede decirse que perjudicara a la Corona de Aragón, ya que la liberaba del enfrentamiento con el islam para permitirle lanzarse en mayor medida aún a la proyección mediterránea que había adoptado desde hacía tiempo.
Con Murcia en manos de Castilla y los portugueses en Ayamonte (1238), sólo quedaba para concluir la Reconquista la toma de los reinos de Granada y Sevilla. El propósito de Fernando III era continuar en dirección a Granada y, efectivamente, tras tomar Arjona, Caztalla, Begíjar y Carchena, inició el asedio de Jaén en 1246. Pero se produjo entonces un acontecimiento de enorme trascendencia que, con seguridad, implicó el retraso de la Reconquista.
Viendo que el final de su reino se cernía sobre el horizonte, Abu Abd Allah Muhammad ben Nasr al-Ahmar, antiguo señor de Arjona y a la sazón rey de Granada, se presentó en el campamento castellano y comunicó su voluntad de someterse como vasallo a Fernando III. El rey cristiano aceptó el ofrecimiento, que vino acompañado de la entrega de Jaén, del compromiso de pagar un tributo y de la obligación de asistir a las Cortes castellanas cuando las hubiera y de prestar ayuda militar. De esta manera, gracias a la generosidad castellana, se consagró la existencia de un Estado musulmán que iba de Tarifa a las cercanías de Almería y desde la proximidad de Jaén a las costas del Mediterráneo.
Dado que en 1246, el rey moro de Murcia dejó de ser vasallo de Castilla y su territorio fue anexionado habría que preguntarse por qué no sucedió lo mismo con Granada. Las razones son, ciertamente, diversas. Por un lado, estuvo el comportamiento, ciertamente de buen vasallo, que demostraría en los años siguientes Muhammad y, por otro, posiblemente, el deseo de que siguiera existiendo un núcleo islámico al que pudieran retirarse los musulmanes, si así lo deseaban, de los reinos que iban siendo reconquistados por Castilla.
Menos habilidad desde luego que el régulo granadino tuvo su homólogo sevillano. Convencido, como buena parte de sus antecesores islámicos, de la necesidad de estrechar lazos con sus correligionarios del norte de África frente al empuje cristiano, el rey de Sevilla se reconoció vasallo de Túnez. Se dibujaba así la posibilidad de una nueva invasión norteafricana que, como todas las anteriores desde el siglo VIII, sembrara sangre y fuego sobre la Península. La respuesta de Fernando III ante esta amenaza fue terminante. En 1246 sus fuerzas recorrían el Aljarafe sevillano, haciéndose con el control de Alcalá de Guadaira, Lora y Alcalá del Río. Al mismo tiempo, una flota castellana a las órdenes de Ramón Bonifaz atacaba y destruía las naves islámicas que acudían en socorro de la ciudad del Guadalquivir, y, acto seguido, remontaba el río en dirección a la capital.
En 1247 Fernando III se hallaba en Tablada, mientras el maestre de Santiago cortaba el camino de Niebla que, a la sazón, era el único por el que podía recibir refuerzos Sevilla. El 2 de mayo Ramón Bonifaz aniquilaba en un combate épico el puente de barcos que unía la capital con Triana y los sitiados se veían obligados a entablar negociaciones para la capitulación. Fernando III estaba dispuesto a respetar sus vidas y haciendas, pero exigía a cambio que no se llevaran a cabo destrucciones en la ciudad. El 23 de noviembre, finalmente, la ciudad capitulaba y, el 22 de diciembre, Fernando III entraba en Sevilla. Tres años después, con el control de las dos orillas del Guadalquivir hasta su desembocadura, Castilla podía dar por concluido este capítulo de la Reconquista.
Durante las décadas siguientes, Castilla procedió a la repoblación de las tierras reconquistadas. Reviste este capítulo especial importancia por sus repercusiones políticas, que llegan hasta el momento actual. Sabida es la insistencia de algunos políticos andaluces por hacer remontar sus antepasados hasta alguna familia musulmana. Semejante eventualidad es, más que altamente improbable, verdaderamente imposible. Al igual que Córdoba, Sevilla se vio vaciada de sus habitantes musulmanes, que prefirieron optar por no vivir bajo el gobierno de un rey cristiano, y fueron repobladas por gentes venidas del norte. Ciertamente, si alguien pudiera trazar con seguridad su genealogía hasta algún antepasado cordobés o sevillano de la segunda mitad del siglo XIII se encontraría con seguridad con un castellano, un leonés o incluso un vizcaíno pero no con un andalusí o, menos aún, un árabe. Afirmar otra cosa sólo puede nacer de una deplorable incultura histórica, de un lamentable papanatismo político o de la suma de ambos. En conclusión, es una simple mentira histórica.

Mentira 5
Enrique VIII fue protestante

El enfrentamiento entre Reforma y Contrarreforma —que se inició en el siglo XVI y prosiguió durante buena parte del XVII— discurrió en buena medida en el terreno de la controversia teológica y, lamentablemente, de las armas. También tuvo, prácticamente desde el primer día, su repercusión en el ámbito de la propaganda. Si los protestantes apelaban a la corrupción de papas como Alejandro VI o a la inmoralidad reinante en conventos y monasterios, los católicos señalaron el matrimonio de Lutero con una antigua monja o la desaparición del celibato eclesiástico. En esa batalla, la figura de Enrique VIII fue especialmente utilizada. Los apologistas católicos podían señalar al monarca inglés como un monstruo de crueldad y lujuria que, supuestamente, dejaba de manifiesto lo que significaba la Reforma protestante. Propagandísticamente, esto era aprovechable. El gran problema es que se trata de una mentira histórica, ya que Enrique VIII nunca fue protestante.
EL enfrentamiento entre la Reforma protestante y la Contrarreforma católica fue, muy posiblemente, el primer conflicto de la Historia en el que la propaganda desempeñó un papel de primer orden. Buena parte de la anticatólica, por otro lado, contaba con precedentes de décadas de antigüedad y había surgido no de autores protestantes sino de eruditos como Erasmo de Rotterdam o los hermanos Valdés, que no habían dudado en fustigar los vicios del clero, de la curia e incluso del Papa de turno.El Diálogo de Mercurio y Carón o el Diálogode las cosas acaecidas en Roma, ambos debidos a Alfonso de Valdés, son tan sólo dos de los paradigmas de un tipo de obra que no pretendía ser anticatólica, pero que, ciertamente, apuntaba a la necesidad de una Reforma que acabara con la inmensa corrupción presente en el seno de la Iglesia católica.
Los temas de controversia eran obvios. Incluían la corrupción de las órdenes religiosas —que, por ejemplo, en España había sido objeto de atención predilecta por parte de Isabel la Católica o el cardenal Cisneros—, la intervención descarada de papas y cardenales en asuntos meramente temporales, o la ignorancia y mala vida del conjunto del pueblo. Todos ellos se convirtieron en fáciles argumentos en favor del protestantismo, aunque debe indicarse que, para los autores reformados, tan esencial como la cuestión ética era la teológica. A decir verdad, éstos no buscaban tan sólo la mejora de las costumbres —como Cisneros o Isabel la Católica— sino un regreso teológico al Nuevo Testamento que supondría, como una de sus consecuencias directas, una elevación del nivel ético individual y social.
Frente a esa panoplia de argumentos, la reacción católica fue buscar equivalentes en el otro lado, y así se hizo referencia al matrimonio de Lutero, un fraile agustino, con Catalina de Bora, una antigua monja. El hecho podía escandalizar a los católicos —que, al parecer, no se sentían tan ofendidos por la frecuencia del concubinato sacerdotal—, pero a los protestantes les parecía simplemente un regreso a las enseñanzas del Nuevo Testamento y no una muestra de debilidad moral. De hecho, el propio Pablo había indicado que Bernabé y él eran los únicos apóstoles que no iban acompañados por sus esposas en el curso de sus viajes misioneros (I Corintios 9, 5) y dejó instrucciones sobre el matrimonio de los obispos (Tito 1, 5-9; I Timoteo 3, 1-7).
No resulta difícil entender que, con este escenario de fondo, el hecho de que un monarca se hubiera enemistado con la Santa Sede porque ésta no había accedido a anular su matrimonio con Catalina de Aragón, tía del emperador Carlos V, de la misma manera que lo había hecho con los de otros monarcas en las décadas anteriores podía ser esgrimido como una magnífica arma propagandística, puesto que mostraba, supuestamente, el carácter sexualmente libertino de los reformadores. El argumento no deja de provocar hoy cierta sonrisa porque, en tiempos muy diferentes, generalmente las acusaciones contra el protestantismo han girado más sobre su puritanismo que sobre su libertinaje, pero la Historia tiene esas paradojas. La cuestión de fondo, sin embargo, es que Enrique VIII jamás fue protestante.
Antes del choque con Roma, los antecedentes de Enrique VIII fueron los de un católico intransigente. Proclamado Defensor fidei por el Papa en agradecimiento por un libro escrito contra Lutero, Enrique VIII persiguió con verdadera ferocidad a los protestantes. Lejos de encontrar éstos no el respaldo, pero sí, al menos, la protección que hallaron en otros reyes, Enrique VIII los sometió sin ningún reparo a la tortura y a la muerte. Se trató de una conducta en la que desempeñó no escaso papel Tomás Moro, que dirigió personalmente algunas de las sesiones de interrogatorio bajo tormento.
La lealtad inquebrantable a la sede romana iba a experimentar, sin embargo, un resquebrajamiento algunos años después. Las razones no fueron, a diferencia de lo sucedido con los reformadores, de carácter teológico. En 1527 Enrique VIII solicitó del Papa la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, movido por razones de Estado —sólo tenían una hija y sus cinco hijos varones habían nacido muertos—, sentimentales —estaba enamorado de Ana Bolena— y, posiblemente, de conciencia. Los ejemplos previos de matrimonios anulados por el Papa en circunstancias semejantes no son escasos y, a decir verdad, si las bases para pedir la anulación eran discutibles, no lo eran menos las razones alegadas por el Papa para denegarla. Y es que, en realidad, el primer deseo del pontífice era no airar al emperador Carlos V, sobrino de Catalina de Aragón, al que necesitaba como espada contra el avance de la Reforma protestante.
La negativa papal no detuvo, sin embargo, a Enrique VIII, que no estaba dispuesto a morir sin sucesión masculina y a proseguir la cadena de guerras civiles que habían ensangrentado Inglaterra durante el siglo anterior. En abril de 1532 el monarca inglés comenzó a percibir las rentas de los beneficios eclesiásticos y el 1 de junio de 1533 coronó a Ana Bolena, su nueva esposa. En julio de 1534 el Papa excomulgó al monarca inglés y a Ana Bolena. Sin embargo, semejante acto no arrojó a Enrique VIII en brazos de las posiciones reformadas. Estaba dispuesto a aprovecharse de las rentas eclesiales — ambicionadas por cierto por casi todos los monarcas europeos por muy católicos que fueran— y a eliminar a algún disidente, pero no a convertirse en protestante. Así, mediante tres actas votadas por el Parlamento, Enrique VIII consumó el cisma y en el verano de 1535 decapitó a John Fisher y a Tomás Moro, que se habían negado a plegarse a sus órdenes. Sin embargo, por muy cismático que fuera, Enrique VIII no era protestante y además no estaba dispuesto a que nadie pudiera considerarlo como tal. En 1536 los Diez Artículos de Fe manifestaban su adhesión a las ceremonias católicas, el culto a las imágenes, la invocación a los santos, las oraciones por los difuntos y la doctrina de la transubstanciación. Todos y cada uno de esos puntos eran rechazados explícitamente por los protestantes en la medida en que consideraban que colisionaban frontalmente con lo enseñado en la Biblia. A su juicio, no podía rendirse culto a las imágenes porque se había prohibido tal culto en el Decálogo (Éxodo 20, 4 ss.); no podía invocarse a los santos porque el «único mediador entre Dios y los hombres es Cristo Jesús, hombre» (I Timoteo 2, 5); no tenía ningún valor rezar por los difuntos porque la situación eterna de cada ser humano había quedado decidida en vida, según hubieran o no sido justificados a través de la fe (Efesios 2, 8-9) y no se aceptaba la transubstanciación porque se consideraba que era un dogma del siglo XIII definido con una terminología aristotélica que no hacía justicia, por ejemplo, a las palabras de Pablo al afirmar que en la Eucaristía se comía pan y se bebía vino (I Corintios 11, 16-7; 11, 26-8) aunque estos elementos simbolizaran el cuerpo y la sangre de Cristo. Difícilmente hubiera podido Enrique VIII distanciarse más del protestantismo. Difícilmente, pero lo hizo.
Al año siguiente, Enrique VIII ordenó redactar una profesión de fe en que se afirmaban de manera puntillosa los siete sacramentos católicos. Nuevamente, el choque con el protestantismo era obvio ya que éste sólo admite como sacramentos el bautismo y la Cena del Señor, e incluso estos dos con un contenido diferente del que les concede la Iglesia católica. De manera bien significativa, además, Enrique VIII se reafirmaba en la posición teológica que le había valido años atrás ser nombrado Defensor fidei por el Papa.
Por si fuera poco, entre 1538 y 1539, Enrique VIII continuó poniendo de manifiesto su ortodoxia católica —salvo en lo que al gobierno de la Iglesia de Inglaterra se refería— y con esa finalidad obligó al Parlamento a aprobar distintos documentos que castigaban con la hoguera la negación de la transubstanciación, que prohibían a los laicos la comunión bajo las dos especies, que negaban el matrimonio a sacerdotes y antiguos monjes y que mantenían la confesión auricular. A esto se añadió la insistencia en mantener la devoción hacia la Virgen y los santos y en prohibir la lectura privada de la Biblia. Los pasos dados eran bien significativos porque, aunque sólo fuera por razones de estrategia política, en el imperio, Carlos V aceptaba que los pastores protestantes, de momento, pudieran contraer matrimonio o que los laicos comulgaran bajo las dos especies.
Por si alguien podía tener dudas sobre sus ideas religiosas, Enrique VIII desencadenó una despiadada persecución sobre los partidarios de la Reforma en Inglaterra. Se recuerda frecuentemente la ejecución de Tomás Moro, pero se suele olvidar, de manera bastante interesada, que los protestantes ingleses fueron encarcelados, torturados y ejecutados por orden de Enrique VIII, y en no escaso número huyeron al continente. En paralelo, hacia los católicos se mantuvo una situación de tolerancia asentada sobre todo en la identidad doctrinal, pero con ribetes de inestabilidad derivados de la situación cismática creada por Enrique VIII.
A decir verdad, no fue Enrique VIII sino su muerte lo que proporcionó a los protestantes la oportunidad de iniciar la Reforma en Inglaterra. A pesar de todo, la conversión de la Iglesia anglicana de cismática y católica en protestante constituiría un proceso histórico prolongado que sólo se consumaría tras la excomunión de Isabel I, la hija de Enrique VIII, por el Papa. Si Inglaterra no permaneció en el seno de Roma se debió —justo es reconocerlo a estas alturas— quizá más a la torpeza de distintos papas que a la pujanza inicial del protestantismo. Sin embargo, debe reconocerse que una vez que la Reforma prendió en Inglaterra, ésta no se apartaría de ella y daría frutos verdaderamente extraordinarios.
Debe hacerse una última referencia a la lujuria perversa de Enrique VIII. El monarca inglés contrajo matrimonio seis veces, siendo ejecutadas dos de sus esposas por alta traición. La cifra es ciertamente elevada, pero Felipe II se casó cuatro veces y, con seguridad, no hubiera dudado en ejecutar a cualquiera de sus esposas si hubiera cometido alta traición. No sólo eso. Las veleidades amatorias de Felipe II —como las de su padre Carlos V— fueron, con seguridad, más numerosas que las del monarca inglés. Baste decir que tan sólo en la época breve en que estuvo en Inglaterra, casado con María Tudor, Felipe mantuvo relaciones íntimas, como mínimo, con Catalina Laínez, con una panadera y con Magdalena Dacre, doncella de honor de la reina María Tudor. Según se desprende de fuentes de la época, frutos de aquellos devaneos extraconyugales fueron algunos bastardos. Desde luego, el catolicísimo rey no era precisamente un modelo de fidelidad conyugal… En buena medida, a la sazón, en un terreno como la sexualidad, los católicos y los partidarios de la Reforma se manifestaban de manera muy diferente. Mientras que los primeros consideraban escandaloso el matrimonio eclesiástico, a los segundos les parecía verdaderamente anticristiano un celibato que no pocas veces ocultaba relaciones de concubinato más o menos toleradas en la práctica; mientras que los primeros pensaban que el divorcio era intolerable, los segundos consideraban que era permisible en algunos casos y que, desde luego, peor era el adulterio tolerado socialmente o visto con cierta indulgencia eclesialmente. Desde luego, ni Enrique VIII ni Felipe II ni otros monarcas fueron ejemplos de conducta cristiana en lo que al comportamiento sexual se refiere. Señalarlo así sería una mentira histórica de dimensiones similares a la de afirmar que Enrique VIII era protestante.

Bibliografía
La evolución religiosa de Inglaterra del catolicismo al protestantismo, pasando por un cisma filo-católico ha sido objeto de distintos estudios de notable calidad. Una visión general del periodo en buena medida insuperada se halla en P. Smith, The Age of Reformation, Nueva York , 1955. Para una introducción sencilla y, a la vez, rigurosa resulta recomendable S. Nelly, El anglicanismo, Madrid, 1986.
El estudio de M. M. Knappen, Tudor Puritanism, Chicago y Londres, 1959, es un gran clásico y resulta indispensable para comprender lo que sucedió espiritualmente en Inglaterra que, desde luego, no fue jamás la fundación de una nueva religión por obra y gracia de un monarca lujurioso. También de interés — y más relacionado con la historia social— es el libro de C. Hill, Society and Puritanism in Pre-Revolutionary England, Londres, 1966. Su lectura puede complementarse con la obra de C. H. y K. George, The Protestant Mind of the English Reformation 1570-1640, Princeton, 1961.
Finalmente, un análisis excelente de los factores espirituales que determinaron la Reforma en Inglaterra, con un conocimiento realmente extraordinario y profundo de las fuentes, se halla en J. I. Packer, A Quest for Godliness. The Puritan Vision of the Christian Life, Wheaton, 1990.

Mentira 6
Nostradamus acertó en sus predicciones del futuro

La figura de Nostradamus es mencionada con cierta periodicidad como ejemplo de una capacidad extraordinaria para predecir el futuro próximo y lejano. Maestro y guía de videntes, a él se han dedicado libros, artículos e, incluso, una película. También resulta común que se indique que sus Centurias contienen profecías exactas. La verdad, sin embargo, es que Nostradamus no acertó jamás una predicción. Afirmar lo contrario es, pura, lisa y llanamente, una mentira histórica.
Michel de Notredame nació en Saint-Rémy de Provenza poco después del mediodía del 24 de diciembre (calendario nuevo) de 1503. Su padre era notario y tenía un buen pasar, lo que le permitió costear los estudios de su hijo en la universidad de Montpellier. A los veintidós años, Michel se graduó como médico —aunque no podría ejercer hasta los veintiséis— y tomó el nombre de Nostradamus, que era una forma latinizada de su apellido. Desde entonces llevaría en la cabeza el birrete de cuatro puntas con el que suele representársele y que, lejos de conectarle con un conocimiento oculto como se escucha frecuentemente, era tan sólo una identificación de su profesión médica.
Hacia 1529 Nostradamus trabó amistad con el erudito paduano Escaligero, que lo convirtió en ayudante suyo. Poco tiempo estuvieron juntos porque Nostradamus —que por esa época se casó y tuvo hijos— se interesaba enormemente por la astrología y al paduano le horrorizaba esta pseudociencia hasta el punto de que había desenmascarado a algunos astrólogos como el famoso Girolamo Cardan. Este había predicho, por ejemplo, que Eduardo VI de Inglaterra viviría cincuenta y cinco años, tres meses y diecisiete días… aunque sólo vivió quince años.
Poco después de la ruptura con Escaligero, la peste acabó con la vida de la esposa e hijos de Nostradamus y éste marchó a Salón de Provenza, donde conoció a una viuda rica llamada Anna Ponce Gemelle, con la que contrajo matrimonio y de la que tendría tres hijos y tres hijas. El nacimiento de su primer hijo, César, en 1555 coincidió con la publicación de su primer libro, un recetario de mermeladas y cosméticos. Fue aquel año, desde luego, especialmente fecundo, porque en él apareció también la primera edición de sus famosas Centurias, que incluían tan sólo las numeradas de la una a la tres y cincuenta y tres cuartetas de la centuria cuarta.
A los cuatro meses de aparecida la obra, Catalina de Médicis, reina de Francia, escribió a Claudio de Saboya, gobernador de Provenza y amigo de Nostradamus, para que lo invitara a París. Sin duda, se trataba de un gran honor porque, a la sazón, en la capital de Francia operaban no menos de treinta mil alquimistas, astrólogos y adivinos. Nostradamus —a diferencia de los citados charlatanes— era hombre de cultura y causó buena impresión en la reina, que incluso llegó a darle algo de dinero. La experiencia le pareció tan sugestiva a Nostradamus que decidió seguir escribiendo centurias. En paralelo, la cercanía de la reina fue aprovechada por el supuesto adivino para labrarse una reputación de eficacia en este campo que le reportaría suculentos beneficios. Si salió bien del empeño se debió no a sus dotes adivinatorias sino al esnobismo de los cortesanos, que, lamentablemente, cuenta con paralelos en todas las épocas. Por añadidura, Nostradamus —que había descubierto las delicias de vivir de la credulidad ajena— procuraba dar respuestas ambiguas en sus consultas que, de hecho, no le comprometían en nada. Por ejemplo, en 1562 el obispo de Orange solicitó su ayuda para recuperar una serie de objetos sagrados robados de la catedral. La respuesta de Nostradamus —un auténtico clásico— constituye un paradigma de su manera de enfrentarse con estas situaciones:
«Señores, no tengáis miedo de ningún tipo, porque dentro de poco todo será hallado, y en caso de no ser así, tened la seguridad de que se acerca un desdichado destino [para los ladrones]…».
En otras palabras, tanto si se recuperaba lo sustraído como si no, Nostradamus habría acertado, y en cuanto al futuro de los ladrones, ¿qué menos que esperar que Dios los castigara siquiera en la otra vida?
Otro ejemplo de la realidad sobre las dotes adivinatorias de Nostradamus se encuentra en la correspondencia que mantuvo con un acaudalado mercader y dueño de minas de Augsburgo llamado Hans Rosenberger. El germánico negociante se había rodeado de astrólogos para que le aconsejaran en sus empresas y así obtener pingües beneficios. Asesorar le asesoraron y, además — como no podía ser menos—, le cobraron generosamente por sus consejos. No sorprenderá a ninguna persona sensata que en 1559 Rosenberger se hallara en bancarrota. Cualquier ser con un mínimo de sentido común habría achacado su desdicha a la propia credulidad y, sin dudarlo, a la desvergüenza de los astrólogos que como mucho podían adivinar sólo la mejor forma de estafar al prójimo. Sin embargo, el atribulado empresario mantuvo la fe en la astrología y pensó que Nostradamus le daría mejor resultado. Un agente suyo, llamado Tubbe, se dedicó a suplicar al vidente francés que le confeccionara un horóscopo y, finalmente, a inicios de 1560, logró ver satisfechos sus deseos. Bueno, sólo a medias. El 16 de marzo, Tubbe comunicaba compungido a Nostradamus que el horóscopo que había redactado era «imposible de descifrar». El francés no se dignó responder a tan impertinente observación por lo que Tubbe le dirigió una nueva carta en la que le rogaba que le comunicara cómo deseaba cobrar ofreciéndole la alternativa de hacerlo en monedas o con una copa de plata sobredorada. Esta vez la misiva tuvo efecto. Nostradamus dijo que efectivamente deseaba cobrar y cuanto antes mejor, de tal manera que el 1 de diciembre de 1560 Tubbe le escribió a su vez informándole de que el pago estaba en camino.
No obstante, seguían existiendo algunos problemas, el menor de los cuales no era precisamente el que las predicciones del vidente resultaran incomprensibles. El 11 de marzo de 1561 fue el propio Rosenberger el que se dirigió al astrólogo para obtener una aclaración sobre el contenido de un horóscopo que no le había resultado precisamente barato. El empresario alemán felicitó calurosamente a Nostradamus por sus dotes de adivino aunque señalando un inconveniente:
«Desgraciadamente, habéis mezclado el pasado, el presente y el futuro en vuestras predicciones, y me estoy encontrando con muchos problemas a la hora de entenderlo. En relación con los cálculos de 1561 a 1573 que estáis preparando, ¿podríais hacer el favor de componerlos con claridad sin mezclar los periodos de esa manera?».
El infeliz Rosenberger —que, al parecer, mantenía intacta su fe en la adivinación a pesar de tantos golpes— no llegaría a ver remediadas sus cuitas. Las siguientes misivas del astrólogo son, más que incomprensibles, abstrusas y — ni que decir tiene— en ellas no encontramos una previsión acertada ni por casualidad. Sólo la última carta de esta colección, fechada el 13 de diciembre de 1565, puede considerarse una excepción. En ella —de manera sorprendente— Nostradamus anunciaba algunas cosas con claridad. Señalaba así que las guerras de religión iban a empezar de nuevo —algo que todos los europeos se temían a la sazón—, que se había visto un meteoro en Arlés, Lyon y Delfinado (cada año caen decenas de miles) y que debía ser interpretado como presagio de mala suerte. Nostradamus (¿puede extrañarnos a estas alturas?) no concretaba en qué consistiría esa mala suerte. A lo mejor era la suya propia, porque seis meses después el astrólogo murió.
A decir verdad, la calidad de Nostradamus como astrólogo y vidente no era precisamente para provocar delirios de entusiasmo. La documentación que poseemos nos presenta a un personaje dado a obtener dinero entregando a cambio oráculos oscuros, ambiguos y, sobre todo, fallidos. Que así aumentó su caudal, no admite duda, que lo único que consiguieron sus clientes fue, como mínimo, perder dinero, tampoco se puede discutir. A pesar de todo, Nostradamus se ha hecho popular no por sus poco conocidos dictámenes astrológicos sino por las Centurias, un libro que, según sus fieles, contiene profecías evidentes y cumplidas sobre el porvenir. Ante tan llamativa afirmación tan sólo nos queda señalar los ejemplos y permitir que los lectores saquen sus propias conclusiones.
El primer ejemplo que suele mencionarse se encuentra en 1-35 y se interpreta frecuentemente como una profecía de la muerte de Enrique II. Se trata, sin duda, de la cuarteta más célebre de Nostradamus y la que vez tras vez se aduce para justificar su fama. El texto dice así:
El joven león vencerá al viejo
En el campo de batalla en combate singular
En jaula de oro le quebrará los ojos,
Dos flotas una, después de morir, muerte cruel.
En el verano de 1559 la corte francesa celebró por las calles de París el matrimonio entre Isabel, la hija de Enrique II, con Felipe II de España, y el de Margarita, la hermana de Enrique, con el duque de Saboya. En la calle de San Antonio iba a celebrarse una justa en la que intervendría el 1 de julio el propio rey francés. Iba a enfrentarse con Gabriel de Lorges, conde de Montgomery. En una primera embestida, el monarca no logró descabalgar a su adversario, de manera que se propuso conseguirlo al segundo intento. Sin embargo, el resultado fue muy distinto de lo esperado. La lanza de Montgomery se partió al enfrentarse los dos caballeros y uno de sus pedazos entró en el yelmo del rey perforándole el cráneo por encima del ojo derecho e hiriéndole el cerebro. Durante los diez días siguientes, Enrique II se vio sumido en un delirio que, al fin y a la postre, desembocó en la muerte. En apariencia, la profecía se habría cumplido. En apariencia…
De entrada hay que señalar que Nostradamus no esperaba ni de lejos un fallecimiento tan cercano del monarca. En una carta que le dirigió el 14 de marzo de 1558, el astrólogo presagió que el rey no sólo sería «invencible» sino que además disfrutaría de «victoria y dicha». Antes de dos años, el rey, burlando las lúcidas previsiones de Nostradamus, era vencido y moría. Por desgracia para los partidarios del astrólogo, tampoco lo señalado en la cuarteta encaja con la muerte del rey. Enrique II no murió en una batalla sino en un torneo, sus ojos no fueron quebrados ya que la lanza le pasó por encima del derecho, y, para colmo de males, seguimos sin saber cuáles son las flotas a las que se refiere el texto. Como ya señaló, en 1863, E. Buget en su Etudes sur Nostradamus et ses cornmentateurs, «no hay, hasta donde yo puedo ver, una sola palabra de esta cuarteta que resulte aplicable al desdichado final de este príncipe (Enrique II)».
Como es muy posible que sospeche ya el lector, si ésta es la «profecía» cumplida de manera más clara, las demás aún resultan más desalentadoras. Por ejemplo, en 8-1 se habla de Pau, Nay y Loron, tres ciudades aún existentes cerca de la frontera de Francia con España. Los forofos del astrólogo insisten en que es una referencia a Napoleón Bonaparte (a Paunayloron, en todo caso…). Asimismo en 2-24 y 4-68 se menciona el Hister, uno de los nombres que se da en los mapas latinos al bajo Danubio. De hecho, en el segundo caso, el río es citado al lado del Rhin. Pues bien, los nostradamistas insisten en ver en la cita una referencia a Adolf Hitler… famoso río centroeuropeo como sabemos todos…
Resulta fácil comprender que, con interpretaciones tan retorcidas y alambicadas, los distintos exégetas del fallido adivino no se pongan de acuerdo entre sí. Los nacional-socialistas alemanes, por ejemplo, utilizaron las Centurias durante la Segunda Guerra Mundial porque en ellas, supuestamente, se anunciaba la victoria de Alemania en el conflicto. Se trataba de una posibilidad que, dado el escandaloso índice de errores de Nostradamus, no debería rechazarse de entrada, desde luego. Por otro lado, Fontbrune, quizá el más famoso nostradamista moderno, incluso se permitió señalar en un libro —que en los primeros dieciocho meses y sólo en Francia vendió setecientos mil ejemplares— que el fin del mundo sería en 1999. En honor a la verdad, hay que indicar que Fontbrune se había permitido enmendar la plana a su mentor ya que éste, en una carta a su hijo César, le indicaba que sus vaticinios se extendían «desde hoy al año 3797», circunstancia ésta que nos permite respirar tranquilos ¿o no?).
Por sorprendente que pueda resultar para muchos, las fuentes documentales son tajantes. No existe la menor prueba de que Nostradamus pronunciara jamás una sola profecía —en las Centurias o fuera de ellas— que se cumpliera. Por no acertar, ni siquiera acertó sobre sí mismo. En un almanaque, especialmente concebido con ese fin, el vidente y astrólogo señaló como fecha de su muerte el mes de noviembre de 1567. Murió diecisiete meses antes… Decir que acertó alguna vez constituye, desde luego, una mentira histórica.

Mentira 7
Cataluña es una nación

El recientemente aprobado estatuto de Cataluña contiene una afirmación que ha sido enarbolada durante décadas por los partidos nacionalistas, la de que Cataluña es una nación. La inclusión ha venido además refrendada por el Gobierno que preside José Luis Rodríguez Zapatero y por el PSOE en un comportamiento sin precedentes. Semejante pronunciamiento —que colisiona frontalmente con el articulado de la Constitución española— se sustenta no sobre la realidad de la Historia, sino sobre una mentira histórica de notables dimensiones. Y es que Cataluña jamás se consideró una nación, sino una parte más de una nación llamada España.
En fecha tan tardía como el año 1893, Francesc Cambó inició la tarea de predicar el catalanismo por las tierras de Cataluña. Sería él mismo quien en sus Memorias describiría el ambiente con que se encontró. «En su conjunto», escribió, «el catalanismo era una cosa mísera cuando, en la primavera de 1893, inicié en él mi actuación… Organizamos excursiones por los pueblos del Penedés y del Vallés donde había algún catalanista aislado (…) al llegar, generalmente, la iglesia estaba vacía y sólo se veían algunas cabezas asomando por las esquinas (…) no creo que hiciéramos grandes conquistas: los payeses que nos escuchaban no llegaban a tomarnos en serio (…). Aquél era un tiempo en el que el catalanismo tenía todo el carácter de una secta religiosa. Puede decirse que todos los catalanistas se conocían entre sí». Las palabras de Cambó serían confirmadas por Josep Pla, que añadiría: «Los catalanistas eran muy pocos. Cuatro gatos. En cada comarca había aproximadamente un catalanista: era generalmente un hombre distinguido que tenía fama de chalado». Desde luego, no dejaba de ser una situación peculiar la descrita por los dos ilustres catalanes si se tiene en cuenta que, de acuerdo con los postulados del nacionalismo, Cataluña es una nación oprimida por España. Por el contrario, lo que escribían en relación con la situación de hace más de un siglo Gambó y Pla, resulta lógico si se tiene en cuenta que, en términos reales y no míticos, fidedignos y no mentirosos, la Historia de Cataluña y de los catalanes siempre había sido la Historia de España.
Desde luego, los romanos —que crearon el término Hispania— siempre incluyeron en sus límites los territorios de la que, ya muy avanzada la Edad Media, sería Cataluña. No en vano Tarraco, la actual Tarragona, fue capital de una de esas Hispanias. Lo mismo sucedió cuando, deshecho el Imperio romano, se estableció en la Península un dominio visigodo que cristalizaría en un reino de España. Significativo resulta, por ejemplo, que la primera capital de ese reino, con Ataúlfo, estuviera en Barcelona. Sabido es que muy pronto la capital, con lógica irrefutable, se trasladó al centro de la Península, y más concretamente a Toledo, pero a esas alturas los escritores visigóticos, con Isidoro de Sevilla a la cabeza, hablan de una nación llamada España cuyas raíces son romanas y cristianas y a la que han llegado recientemente los godos. Semejante visión no quebró —todo lo contrario— cuando la invasión islámica de 711 pulverizó el reino visigótico. El reino, que no una España que se aprestó inmediatamente a la resistencia frente al invasor musulmán.
En un intento de protegerse de un ataque islámico, los reyes francos se apoderaron de territorios situados al sur de los Pirineos a los que denominaron la Marca Hispánica (nombre ciertamente revelador) y a los que convirtieron en zona de salvaguarda. Sin embargo, de manera bien significativa, los monarcas francos fueron conscientes de que aquel territorio que siglos después sería Cataluña era ya entonces España. En abril de 815, poco después de la creación del condado de Barcelona como separación entre el reino de los francos y los musulmanes, Ludovico Pío, rey de Aquitania y soberano de Septimania, promulgó un precepto destinado a la protección de los habitantes del condado de Barcelona y otros condados subalternos. En el texto se habla, literalmente, de los «españoles» Juan, Chintila y un largo etcétera, y, sobre todo, se dice algo enormemente interesante sobre los habitantes de lo que ahora denominamos Cataluña. «Muchos españoles», señala el documento citado, «no pudiendo soportar el yugo de los infieles y la crueldades que éstos ejercen sobre los cristianos, han abandonado todos sus bienes en aquel país y han venido a buscar asilo en nuestra Septimania o en aquella parte de España que nos obedece». En el documento —como era de esperar— no aparece ni la palabra Cataluña ni la palabra catalanes porque eran ideas aún inexistentes, pero sí se hace referencia a cómo esa zona territorial formaba parte de España y sus habitantes eran españoles.
Hasta el año 1096, la familia de los condes de Barcelona —que seguían siendo vasallos del reino franco— fue de origen extranjero y, con la excepción de Berenguer III, que se casó con María, hija del Cid Campeador, los matrimonios siempre se contrajeron con mujeres procedentes de algún lugar situado al norte de los Pirineos. En el año 1137 un conde de Barcelona llamado Ramón Berenguer IV rompió con esa tradición seguida durante siglos por sus antecesores y contrajo matrimonio con la princesa Petronila de Aragón. De esta manera, el condado de Barcelona —que no era ni Cataluña, ni una nación catalana, ni tenía pretensión de serlo— volvía a reintegrarse en el proceso de reconstrucción, de reconquista, de una España que había estado a punto de desintegrarse por completo a causa de la invasión islámica, y lo hacía como parte no de una confederación catalano-aragonesa como dicen los nacionalistas a pesar de que jamás aparece tal nombre en las fuentes históricas, sino como parte de la Corona de Aragón.
Esa conciencia de que Cataluña era tan sólo una parte de España y no una nación independiente la encontramos también en los reyes que ejercieron sobre ella su soberanía. Citemos algunos ejemplos. Cuando, en 1271, Jaime I salió del Concilio de Lyon, tras haber ofrecido la cooperación de sus hombres y de su flota para emprender una cruzada, exclamó: «Barones, ya podemos marcharnos; hoy a lo menos hemos dejado bien puesto el honor de España». De la misma manera, cuando socorrió a Alfonso X de Castilla en la lucha contra los moros de Murcia, Jaime I sostuvo que lo hacía «para salvar a España». De manera semejante, el rey Pedro III afirmó que había salvado el honor de España al acudir a Burdeos para batirse con Carlos de Anjou, manteniendo su palabra. Y si esto pensaban los monarcas que reinaban entre otros territorios sobre Cataluña, no otra cosa pensaban sus historiadores. En el siglo XIV, el catalán Ribera de Perpejá escribió la Crónica de Espanya en la que señalaba precisamente cómo Cataluña era una parte de esa España despedazada por la invasión musulmana, pero ansiosa de reunificación. Y el gran historiador catalán Ramón Muntaner reclamó una política conjunta de los cuatro reyes de España, «que son — escribió— d’una carne d’una sang». Nada de esto puede extrañar si se tiene en cuenta que guerreros tan catalanes como los almogávares se lanzaban al combate gritando no Cataluña, sino « ¡Aragón! ¡Aragón!». ¿Hubieran podido gritar otra cosa cuando Cataluña no era sino una parte de la Corona de Aragón y no una nación independiente?
Por su parte, Bernat Desclot, un autor cuya lectura sería más que sobrada para desmontar la mayoría de las mentiras históricas del nacionalismo catalán, nos ha dejado referencias bien significativas. Por ejemplo, al mencionar la batalla de las Navas de Tolosa de 1212, señaló en su Crónica que en dicho combate habían intervenido «los tres reyes de España, de los cuales uno fue el rey de Aragón». De la misma manera, al narrar un viaje del conde de Barcelona a Alemania para entrevistarse con el emperador, Desclot relató que aquél se había presentado ante su majestad imperial diciendo: «Señor, yo soy un caballero de España». Acto seguido, ese mismo conde de Barcelona había dicho a la emperatriz alemana: «Yo soy un conde de España al que llaman el conde de Barcelona». No resulta extraño que el emperador, según nos cuenta el mismo Bernat Desclot, dijera a su séquito: «… han venido dos caballeros de España, de la tierra de Cataluña». No cabe duda de que los catalanes medievales —mal que les pese a los nacionalistas— tenían las ideas muy claras y éstas no eran formar parte de una nación independiente.
Con esos antecedentes repetidos vez tras vez no puede sorprender que, durante los siglos siguientes, Cataluña y los catalanes se sintieran hondamente españoles. Como el resto de los españoles participaron en la guerra civil de inicios del siglo VIII, que algunos pretenden presentar falsamente como un conflicto independentista catalán cuando fue un enfrentamiento dinástico. Defendían — con personajes como Casanova, convertido en icono nacionalista— no la independencia de la nación catalana sino al pretendiente austriaco frente al borbónico.
Como el resto de los españoles, los catalanes también resistieron al invasor francés en el Bruch y en el asedio de Gerona, y no deja de ser significativo que una de las heroínas españolas más famosas de la guerra de la independencia fuera precisamente la catalana Agustina de Aragón.
Como el resto de los españoles, también los catalanes combatieron en Marruecos en 1859 a las órdenes de un general catalán llamado Prim y desfilaron por las calles al sonido de Los voluntarios, una marcha militar que se interpretó entonces por primera vez.
Como el resto de los españoles, los catalanes sufrieron también el desastre de 1898, donde cuatro de los treinta y tres últimos soldados de Filipinas fueron catalanes.
Como el resto de los españoles, en suma, sufrieron las alegrías y tristezas de la Historia de España, sin excluir la guerra civil de 1936 en cuyos dos bandos participaron porque nadie puede olvidar, por ejemplo, al Tercio de Montserrat, que, encuadrado en el Ejército nacional, dejó su sangre, por ejemplo, en la batalla del Ebro.
No puede extrañar que, como señalaba Gambó, no hubiera apenas catalanistas antes de él, o como dejó escrito Pla, los pocos que existían tuvieran fama de chalados. ¿Cómo iba nadie a creer en el nacionalismo con ese pasado histórico? A día de hoy, una mentira histórica tan monstruosa como la del nacionalismo pretende cerrar los ojos de los catalanes a la verdad. Para ello ha seguido la consigna de Prat de la Riba, que descubrió la razón de ese cambio al escribir: «Había que saber que éramos catalanes y que no éramos más que catalanes… Esta obra no la hizo el amor… sino el odio». Tristes son las palabras de Prat de la Riba, pero no pueden ser tachadas de falsas. Durante décadas, los nacionalistas han inoculado en sucesivas generaciones de Cataluña ese odio a España, una España a la que se ha pintado no como la madre común sino como una opresora, no como la nación de todos sino como una invasora, no como el tronco que sustenta las diferentes ramas nacionales sino como un árbol odioso y extraño. Y, además, los que han sembrado el odio se han empeñado en usurpar el nombre de Cataluña como si fuera de su propiedad exclusiva y se han permitido tachar de catalanófobos a los que no comparten los delirios del nacionalismo y tan sólo aspiran a que Cataluña sea una tierra en la que ni se asalte ni se agreda a los que no son nacionalistas; en la que la lengua catalana no sea barrera de separación sino instrumento de unión; en la que los padres puedan educar a sus hijos en su lengua madre; en la que no se vea al resto de España como enemigos sino como hermanos y en la que la ley sea la misma para todos independientemente de que sean o no nacionalistas. Para impedir tan nobles metas, para implantar el nacionalismo en centenares de miles de corazones, el nacionalismo catalán ha tenido que recurrir al uso sistemático e ininterrumpido de la mentira, una mentira que, entre otras cosas, afirma que Cataluña es una nación.

Mentira 8
La lengua valenciana es el catalán

Durante las últimas décadas, Valencia ha sido objeto de una ofensiva cultural asfixiante. La misma insiste en que el valenciano no es sino un dialecto del catalán y, para inculcar semejante idea, el nacionalismo catalán no ha reparado en gastos. A decir verdad, no pasaría nada caso de que esto fuera cierto. Sucede simplemente que no es verdad y que, además, tras esa afirmación no se halla una mera cuestión de discusión científica sino un verdadero programa de absorción de Valencia —el reino de Valencia— en unos inexistentes «Paisos catalans» capitaneados por una Cataluña que nunca fue reino. Afirmar que la lengua valenciana es el catalán constituye, al fin y a la postre, una grave e interesada mentira histórica.
La mentira oficial del nacionalismo catalán sobre el valenciano afirma que el catalán fue llevado a Valencia por las tropas de Jaime I el Conquistador. Según esta versión, esas tropas eran catalanoparlantes y se establecieron en la tierra reconquistada implantando su lengua. La realidad histórica es bien diferente. De entrada, cuando las huestes aragonesas de Jaime I el Conquistador reconquistaron Valencia de manos de los invasores islámicos —una labor en que les había precedido efímeramente el Cid castellano— encontraron a una población que hablaba una lengua romance que podían entender sin mucha dificultad, pero que no era, ni mucho menos, el catalán.
En contra de lo afirmado por los nacionalistas catalanes, que insisten en que el romance había desaparecido durante el dominio islámico, las fuentes árabes afirman lo contrario. El célebre naturista árabe Ibu-Albathar, por ejemplo, dice claramente y sin ningún empacho que los mozárabes, o sea los cristianos viejos, conservaron su lengua sin interrupción alguna. Y de la misma manera se expresan los demás escritores árabes. Por otra parte, hay aún hoy muchos códices, escritos en romance, de los siglos IX, X, XI y XII que hablan de contratos, ventas, etc., efectuados por cristianos entre ellos y con los moros, pero, de manera relevante, existe constancia de la correspondencia entre los cristianos que vivían bajo el poder musulmán, sujetos a sus leyes, y los cristianos libres del norte de España y de la Galia gótica, «i que la llengua parlada pels mocarabes era coneguda per lo nom de Al-Romía o llengua romana». Como ha señalado J. Ribera: «Hay un hecho que salta a la vista. Cuando las huestes del Rey D. Jaime llegan a Valencia, se nota un fenómeno que sorprende algo: una gran parte de los nombres geográficos de los poblados de la huerta de Valencia son latinos, mejor dicho, romances… Y no deja de ser bien revelador que una de las disposiciones de Jaime I estableciera: “Els jutges diguen en romano les sentencies que donaran, i donen aquelles sentencies a les parts que les demanaca.”». ¿Qué romance podía ser ése si los catalanes, según la mentira nacionalista, aún no habían enseñado a hablar a los valencianos? Pues, obviamente, la lengua valenciana que existía desde hacía siglos como derivación del latín.
Por si fuera poco lo anterior, un examen cuidadoso del Llibre del Repartiment —estudiado entre otros por Huici, Cabanes y Ubieto— pone claramente de manifiesto que la lengua valenciana no llegó con las tropas del rey conquistador, primero, porque en su mayoría esas fuerzas procedían de Aragón y no de Cataluña, y, segundo, porque los pocos catalanes que fueron no se asentaron en las áreas valenciano parlantes. «Consideramos —dice A. Ubieto— que la lengua romance hablada en el siglo XII en Valencia persistió durante el siglo XII y XIII, desembocando en el “Valenciano medieval”. Sobre esta lengua actuarían en muy escasa incidencia las de los conquistadores, ya que, como he señalado en otra ocasión, el aumento de la población del reino de Valencia no llegó a un cinco por ciento con la inmigración aragonesa y catalana. Y esta inmigración iba aproximadamente por mitad y mitad…». (Archivo del Reino de Valencia: Llibre del Repartiment).
Partiendo de esa base, no resulta extraño que el gallardo monarca hiciera referencia a la «llengua valenciana de aquellos valencianos y que nunca pretendiera identificarla con el catalán. Como dejó escrito el profesor San Valero: «Los filólogos deberán llegar a la conclusión de que la lengua hablada en el reino de Valencia no es un fenómeno medioeval, coetáneo o posterior a la reconquista por Jaime I, sino anterior». Este punto de vista ha sido claramente reafirmado por Manuel Mourelle de Lema, autor de la obra La identidad etnolingüística de Valenci. (1996), quien afirma de manera acertada: «No se puede sostener, como hace E de B. Moll, que la conquista catalana del Reino de Valencia introdujo íntegramente el catalán cuando ya no quedaban mozárabes en estos territorios». Y añade: «No fue la conquista de Valencia una ocupación en el vacío, ya que había aquí núcleos de población de habla romance. La lengua valenciana surgió indudablemente, en suelo mediterráneo, de igual modo que las restantes lenguas románicas peninsulares: sobre el caldo de cultivo del habla de los habitantes hispano godos, continuada (durante la sumisión a los árabes) en el habla de aquellos habitantes sometidos». Es una tesis magníficamente apoyada también en los estudios de Leopoldo Peñarroja, que escribió en 1990 El mozárabe de Valencia. Ambas obras demuestran la originalidad, la independencia y la importancia de una de las lenguas más cultas del Renacimiento español. Y es que, de manera que no sorprende, el valenciano —lengua diferente de la catalana según el propio rey Jaime I— alcanzó una verdadera edad áurea a finales de la Edad Media, precediendo en ese esplendor a las propias ciudades italianas donde resplandecería el Renacimiento.
Ya en la Edad Moderna, la conciencia de que el valenciano era algo totalmente distinto del catalán aparece en los propios historiadores.
Tan claro resultaba a la sazón que valenciano y catalán eran distintos que el valenciano de Gandía, Joanot Martorell, señala en su obra maestra Tirant lo Blanch que escribe en «valenciano vulgar» pero no en catalán. Martorell —que causó la admiración del alcalaíno Cervantes hasta el punto de que su novela es uno de los pocos libros que se salvó de ser expurgado de la biblioteca de don Quijote— ha sido objeto de la codicia del nacionalismo catalán desde hace tiempo y, por ello, no extraña que en alguna edición de su libro publicada en Cataluña se haya suprimido sin el menor reparo su referencia a la lengua valenciana. Es sólo un botón de muestra del delirio al que se puede llegar en el empeño de convertir un reino en sucursal de Cataluña, que nunca alcanzó esa categoría. Porque durante la Edad Media y la Edad Moderna se multiplicaron los testimonios de cómo valenciano, mallorquín y catalán eran consideradas —con toda razón— lenguas diferentes. Por ejemplo, el canónigo de la catedral de Mallorca, Gregorio Genovar, se duele que bien entrado el siglo XVI, la gran novela Blanquerna, del filósofo mallorquín Raimundo Lulio, no haya sido traducida todavía a la más culta de las lenguas romances de la España oriental, es decir, al valenciano. Y encarga de esta misión a un doctor en artes y teología de nombre Juan Bonbalij, más no por ser valenciano, sino por considerar que era el más experto conocedor de la época de la obra liuliana. El presbítero Juan Bonbalij era catalán de origen y de segundo apellido, natural de Queralt, hoy provincia de Tarragona. Cumple puntualmente el encargo que se le hace y publica la traducción al valenciano de Blanquerna, en Valencia, en 1552. Y en su prólogo, dirigido al canónigo de la catedral de Mallorca que le encomendó la misión, le escribe estas esclarecedoras palabras: «… el cual libro ahora se ha traducido y dado a la prensa en lengua valenciana, según que, conociéndome apasionado de la ciencia liuliana, me rogó tomara yo de esto el encargo aunque no sea docto ni muy limado en dicho idioma por serme peregrino y extranjero». Difícilmente se puede dar un mentís mayor a esa mentira histórica de la denominada «unidad de la lengua» que pretende que las de Valencia y Baleares son un mero dialecto del catalán. Bonbalij si algo sabía era ciertamente lo contrario, que eran lenguas diferentes que el catalán y que, por ello, exigían traducción, tanto que denomina al valenciano «idioma… peregrino y extranjero».
De hecho, a esta «lengua romance» la llaman valenciana —nunca catalana — los escritores que la utilizan, ya sea Antonio Canals, Jaume Roig, Roic de Corella, Ausias March, Vicente Ferrer o, sor Isabel de Villena. Joanot Martorell y los literatos valencianos incluso adoptan el término: «La vulgar valenciana lingua». Esta realidad ha sido reconocida vez tras vez por aquellos especialistas atraídos, no por los motivos más nobles, hacia el campo de la mentira nacionalista. Si Azorín podía afirmar que: «El valenciano tiene su medida y su sabor. La concisión del valenciano se ve cuando se compara, texto con texto, con otro idioma», el padre Fullana, en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, afirmaría acertadamente: «La existencia independiente del valenciano como lengua, que no es como dicen algunos una variante del catalán». Por cierto, resulta oportuno recordar que, en 1925, el citado erudito señaló cortésmente que las siguientes lenguas romançs conocidas hoy por lengua italiana, francesa, portuguesa, gallega, castellana, valenciana, catalana, provençal y mallorquina tuvieron su origen en la lengua romana vulgar, traída por los ejércitos del imperio a casi todas las partes occidentales de Europa, sobre todo a Francia, España y África, cuando fueron conquistadas. Fue también el padre Lluís Fullana i Mira el que recorrió todo el reino de Valencia para recoger en su Diccionario de la Lengua Valenciana toda la amplitud y riqueza de ese idioma.
Extraordinario personaje este clérigo valenciano. En el colegio La Concepción, de Onteniente, enseñó francés, principalmente, y en la Universidad de Valencia, valenciano. Valenciano, sí, no catalán. Fullana dominaba el latín, el francés, el italiano, el inglés, el griego… En octubre de 1940, con motivo de la visita a España del gran visir del Protectorado español en Marruecos, Fullana actuó de intérprete requerido por el Ministerio de Asuntos Exteriores, porque dominaba ni más ni menos que los dialectos rifeños. Pero su gran amor era su lengua valenciana —que no catalana—, y así, cuando en la Universidad de Valencia, el día 27 de enero de 1918, se creó una cátedra de Llengua Valenciana por iniciativa del Centre de Cultura Valenciana, fue ocupada por el padre Lluís Fullana. Fue de esa manera como nació el Patronat de Llengües del mencionado centro docente y como, a propuesta del mismo, el padre Fullana se convirtió en el primer profesor de Llengua Valenciana en la Universidad Literaria de Valencia. Y es que la clara diferencia entre un idioma y otro la dejó de manifiesto un catalán tan poco sospechoso como Pi i Margall cuando afirmó: «Subsiste en España no sólo la diversidad de leyes sino también de idiomas. Se habla todavía en gallego, en bable, en vasco, en catalán, en mallorquín y en valenciano».
También debe decirse que el poder de los nacionalistas catalanes estaba aún lejano y precisamente por ello la mentira histórica no era enarbolada por nadie. Por ejemplo, en virtud de un Real Decreto del 26 de noviembre de 1926 se daba entrada en la Real Academia Española de la Lengua a los representantes de las diferentes lenguas peninsulares. Como era de esperar, la valenciana era considerada autóctona y diferente de la catalana. El artículo 1° del referido decreto dice así:
«La Real Academia Española se compondrá de cuarenta y dos Académicos numerarios, ocho de los cuales deberán haberse distinguido notablemente en el conocimiento o cultivo de las lenguas españolas distintas de la castellana, distribuyéndose de este modo: dos para el idioma catalán, uno para el valenciano, uno para el mallorquín, dos para el gallego y dos para el vascuence».
Difícilmente podía haberse expresado con más claridad, si bien es cierto que por aquel entonces ningún gobierno en España estaba dispuesto a escuchar los dislates de los nacionalistas catalanes. Quizá por ello, los que representaban a la lengua valenciana tenían una altura extraordinaria: «Para ocupar el sitial correspondiente al idioma valenciano en la Real Academia de la Lengua Española se propuso el ilustre filólogo R P. Lluís Fullana i Mira por tres académicos de grandísimo prestigio, D. Josep Martínez Ruiz (Azorín), el poeta arabista D. Julia Ribera, y el también ilustre D. Francisco Rodríguez Marín. Esta propuesta fue muy bien acogida en el seno de la Academia al reconocer un gran merecimiento en los estudios filológicos del susodicho Padre franciscano». (Las Provincias, no. 18 957, 12-12-1926).
De manera bien significativa, en la toma de posesión, que tuvo lugar el día 11 de noviembre de 1928, el padre Fullana pronunció un discurso sobre «Evolución del verbo en llengu valenciana», y sus diferencias en relación con el castellano y el catalán, precedido de unas apropiadas palabras sobre el origen del valenciano y de las otras lenguas románicas, afirmando, como ya indicamos antes, entre otras cosas:
«… la existencia independiente del valenciano como lengua; que no es, como dicen algunos, una variante del catalán…».
Tenía toda la razón Miguel de Cervantes, el mayor genio de la literatura española, cuando señaló en Persiles y Segismunda que «la valenciana, graciosa lengua, con quien sólo la portuguesa puede competir en ser dulce y agradable». A su testimonio, artísticamente insuperable, sumemos el erudito de Menéndez Pidal, posiblemente el mayor conocedor de la Historia española, quien señaló: «Es la lengua valenciana la primera lengua romance literaria de Europa, de cuyos clásicos no sólo aprendieron catalanes sino incluso castellanos». Y es que, afirmar lo contrario, pese a quien le pese, no pasa de ser una gigantesca —e interesada— mentira histórica.

Bibliografía
A pesar de los esfuerzos —y de los dineros del contribuyente— empleados por el nacionalismo catalán para imponer la tesis de que el valenciano es la misma lengua que el catalán, ésta es insostenible desde distintas perspectivas. Para dejar de manifiesto lo insostenible de un repoblamiento catalán del reino de Valencia siguen siendo indispensables las referencias contenidas en Archivo del Reino de Valencia: llibre del Repartiment.

Estudios filológicos indispensables son los de Leopoldo Peñarroja, El mozárabe de Valencia, 1990 —que demuestra que existía una lengua romance en Valencia antes de la llegada de Jaime I— o Manuel Mourelle de Lema, La identidad etnolingüística de Valencia desde la antigüedad hasta el siglo XIV, 1996, una obra verdaderamente indispensable que desmonta el imperialismo lingüístico catalán.
De referencia obligada también son las obras del P. Fullana, resultando notable su discurso de ingreso en la Real Academia del 11 de noviembre de 1928.

Mentira 9
Los vascos no son españoles

Durante las dos últimas décadas ha sido común el repetir una serie de afirmaciones relacionadas con los vascos que no por más insistentes resultan más verdaderas. Entre ellas estaría la de que los vascos formaron una entidad política conjunta en el pasado, la de que su absorción en España y Francia se debió a la violencia opresora ejercida contra los vascos pero no a su voluntad, la de que el vascuence (denominado euskera) ha sido siempre la única lengua de Euskal Herria o la de que las guerras carlistas fueron ya un fenómeno claro de independentismo vasco frente a la opresión española. Todas estas afirmaciones pretenderían demostrar que los vascos no son —no lo han sido nunca— españoles. Semejante aserto, sin embargo, no pasa de ser una mentira histórica.
Históricamente, la vivencia política de los vascos ha estado siempre ligada de manera profunda a la Historia española y los intentos de romper esa ligazón entrañable y sentida no sólo son muy recientes sino totalmente ahistóricos. Que en los primeros tiempos de la invasión musulmana de España, los vascos carecían de lazos políticos que los unieran y que tenían una clara «falta de conciencia nacional» es algo que ha sido reconocido incluso por autores tan marcadamente nacionalistas como fray Bernardino de Estella. Sin embargo, cuando el reino de Navarra se convierte en una formación política que podría calificarse sin ambages de vascona, la nota característica con la que se autodefinen sus monarcas no es la de ser «reyes vascos» —algo que no se les hubiera pasado por la cabeza— sino «reyes de las Españas». Ése, y no otro, es el título que aparece, por ejemplo, en el acta de traslación del cuerpo del rey Sancho Garcés III a San Millón el 14 de mayo de 1030. Al igual que Alfonso III de León —que se autodenominó rex totius Hispaniae—, la meta de los reyes navarros, compartida con otros reyes peninsulares, no era construir un Estado vasco sino reconquistar España, la España sometida en esos momentos a los invasores islámicos. Precisamente porque ésa era la voluntad de los reyes de Navarra no extraña que emparentaran con aragoneses, asturianos, leoneses y castellanos en un intento de hacer avanzar la empresa reconquistadora común. Fue un rey navarro —Sancho III, al que el PNV ha decidido en una muestra de sectaria estupidez convertir en rey de Euzkadi— el que en el Decreto de restauración de la catedral de Pamplona se refería a «nuestra patria, España», hace poco menos de un milenio. Tampoco extraña, por ello, que para escándalo de los historiadores nacionalistas, utilizara más el romance navarro que el euskera y dejara que esta lengua se perdiera en tierra de La Rioja, de Álava y de la Ribera navarra convirtiendo aquélla en una lengua tan vasca como el vascuence hace ya siglos. No fue Castilla —una entidad minúscula entonces, nacida del impulso navarro— la que acababa con el euskera o vascuence sino que los reyes euskaldunes de Navarra, como lamenta nuevamente fray Bernardino de Estella, «se dieron mucha prisa en adoptar la lengua castellana para redactar sus documentos, adelantándose unos sesenta años a los mismos reyes de Castilla».
Pero no fue sólo el caso de Sancho III. Lo cierto es que la historia de las tres provincias vascongadas, mencionadas por vez primera en el relato de las hazañas de Alfonso I el Católico escrito durante el reinado de su sucesor Alfonso II el Magno a finales del siglo IX, estuvo ligada íntima, voluntaria y entrañablemente a la de Castilla. Guipúzcoa se unió a ésta en el siglo XI y tal unión se convirtió en definitiva en 1200, reinando Alfonso VIII. El deseo de los guipuzcoanos no era formar parte de una entidad vascona como era Navarra, sino integrarse en la Corona de Castilla y así lo solicitó voluntariamente la Junta General de Guipúzcoa. En el curso de los siglos siguientes, la documentación guipuzcoana denominaría a los naturales de Guipúzcoa «castellanos» y éstos lo tuvieron como timbre de gloria. Por su parte, y de manera bien significativa, los guipuzcoanos no dejaron de asolar las aldeas navarras, a las que veían como enemigas. El apego de Guipúzcoa a Castilla era tan estrecho que no sólo sus combatientes destacaron en la lucha contra el islam, sino que la Junta General de 1468 hizo jurar a Enrique IV «que jamás enajenaría de su Corona las villas, pueblos, etc., ni Guipúzcoa entera», comprometiéndose a no apartarla de Castilla ni siquiera con dispensa papal.
El camino seguido por Álava fue muy similar al de Guipúzcoa. El temor a la presión de los navarros euskaldunes la llevó a solicitar su incorporación a Castilla en 1200, lo que se confirmó por pacto solemne el 2 de abril de 1332. Como en el caso de Guipúzcoa, también los alaveses exigieron del rey de Castilla que se comprometiera a no enajenar por ninguna causa a Álava.
Por lo que se refiere a Vizcaya, que se había convertido en señorío, pasó a formar parte, también voluntariamente, de la Corona de Castilla en 1179. Juan I (1358-1390), el rey castellano, se convirtió finalmente en señor de Vizcaya. Como en el caso alavés y guipuzcoano, los vizcaínos conservaron sus instituciones, pero con una supervisión regia y una instancia superior castellana, en este caso ubicada en Valladolid. Además, las discusiones de las Juntas se celebraban en castellano o en vascuence y los procuradores y apoderados «no podían ser admitidos en ningún tiempo si no sabían leer y escribir en romance». Ambas lenguas eran consideradas igualmente vascas y era lógico que así fuera.
El final de la Edad Media no alteró, en absoluto, este panorama. Los vascos de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa siguieron sintiéndose más cercanos de Castilla — a cuya Corona estaban unidos con anterioridad a Extremadura o Andalucía— que de Navarra. Por lo que se refiere a los vascos de Francia, demostraron en todo momento ser convencidos patriotas franceses. A lo largo del periodo de hegemonía española, los vascos siguieron combatiendo, navegando y ejerciendo otras funciones bajo pabellones españoles. Por lo que se refiere a marinos y descubridores, figuraron entre los más destacados de España. Era vasco y español Elcano, que otorgó a España el honor de ser la primera nación que dio la vuelta al mundo y que recibió de Carlos V un escudo de armas recordando la gesta. Era vasco y español Legazpi, que conquistó para España las Filipinas. Era vasco y español Urdaneta, que, tras combatir en Flandes y Alemania, domó el océano Pacífico. Vascos y españoles fueron también Juan de Garay, segundo y definitivo fundador de Buenos Aires; Ortiz de Zárate, capitán general del Río de la Plata; o García Oñez, vencedor de Tupac Amaru. Todo ello sin contar a los miles de vascos que participaron en la gesta americana a las órdenes de Almagro, Valdivia, Alvarado, Cortés o Pizarro, o los que combatieron bajo pabellón español a los ingleses, los turcos o los holandeses.
Los vascos tuvieron igualmente una presencia extraordinaria en la administración española. De manera bien significativa, casi monopolizaron algunas funciones, como la de notario real o secretario. Ruiz de Alarcón en El examen de maridos dejaba constancia de lo siguiente:
Y a fe que es del tiempo vario
Efecto bien peregrino
Que no siendo vizcaíno
Llegase a ser secretario.
Puede extrañar que cuando Sancho Panza se convirtió en gobernador de la ínsula Barataria, su secretario afirmara «sé leer y escribir, y soy vizcaíno» y que el otrora escudero le respondiera: «Con esa añadidura, bien podéis ser secretario del mismo Emperador». No, no resulta extraño, como tampoco sorprende que, llegada la Ilustración del siglo XVIII, los denominados «Caballeritos de Azcoitia» —un nombre irónico dado por el padre Isla— defendieran la españolidad y el lema Irurak bat, es decir, tres en una, las tres provincias vascas como un todo, sin incluir, como pretenden el PNV y ETA, ni a Navarra ni a las tierras vascofrancesas.
El enfrentamiento con los franceses encontró también en los vascos las muestras más acendradas de patriotismo español. El 4 de julio de 1795, por ejemplo, la Diputación de Vizcaya dirigió al rey un escrito ofreciendo derramar hasta «la última gota de sangre» por la independencia española y, cuando en 1808 se produjo la invasión napoleónica, los vascos, como el resto de los españoles, se enfrentaron aguerridamente con las águilas imperiales. Esta identificación con España resultó tan acentuada que los diputados vascos en Cádiz apenas opusieron resistencia a un proyecto constitucional que significaba el final de sus fueros. Como diría el diputado vizcaíno Yandiola, «no son los fueros, no es el provincialismo sino la felicidad de la nación, la que dirige a los diputados de Vizcaya». La nación no era otra —¿acaso podía serlo?— que España. La reacción, por otro lado, era lógica. Como escribiría el catalán Balmes:
«(…) sin ponerse de acuerdo las diferentes provincias, ni siquiera haber tenido el tiempo de comunicarse, y separadas unas de otras por los ejércitos del usurpador, se levantó en todas una misma bandera. Ni en Cataluña, ni en Aragón, ni en Valencia, ni en Navarra, ni en las provincias Vascongadas se alzó el grito a favor de los antiguos fueros. Independencia, Patria, Religión, Rey, he aquí los nombres que se vieron escritos en todos los manifiestos, en todas las proclamas, en todo linaje de alocuciones; he aquí los nombres que se invocaron en todas partes con admirable uniformidad».
Lo más significativo del asunto es que los franceses utilizaron el vascuence para congraciarse con los vascos e incluso les prometieron la autonomía. Por supuesto, aquellos vascos dignos y nobles rechazaron las añagazas del invasor y defendieron la libertad de España. Jáuregui, Sarasa, Longa o Zumalacárregui son sólo algunos de los vascos que participaron en la gigantesca lucha española contra Napoleón.
Las mismas guerras carlistas dividieron a los vascos, pero no entre españolistas e independentistas sino entre vasco-españoles liberales y vasco-españoles absolutista-carlistas. Cuando don Carlos, el pretendiente carlista, llegó a Elizondo, se reunió con el general Zumalacárregui y entre ambos redactaron, el 12 de julio de 1834, un manifiesto que comenzaba diciendo: «Españoles: mostraos dóciles a la voz de la razón y de la justicia. Economicemos la sangre española». Don Carlos añadiría: «El éxito no es dudoso; un solo esfuerzo y España es libre». ¿Cómo podía ser de otra manera?
Precisamente por aquella época, un predecesor del nacionalismo vasco, el vasco-francés Agustín Chaho, que odiaba a España y a Francia, acudió a Navarra para sembrar el separatismo. Zumalacárregui, español y vasco, vasco y español, lo expulsó de su territorio con cajas destempladas. De hecho, suerte tuvo que no lo mandara fusilar.
Los foralistas vascos, como Fidel de Sagarminaga, afirmaban mientras tanto que defendían las libertades vascongadas «sin perjuicio de las altas y mayores facultades del Estado, pues que de una sola nación se trataba» ya que «el derecho de los vascos consiste en continuar nuestra historia y tradición, no en provecho solamente propio, sino en provecho común de la nación española. Los vascongados no han sido nunca otra cosa que españoles». Liborio de Ramery y Zuazarregui afirmaría por su cuenta que el peligro para la autonomía vasca no venía de «la noble Castilla ni la magnánima nación española sino del liberalismo destructor». Esa clara realidad sería señalada por el catalán Balmes:
«Es falso que haya verdadero provincialismo, pues que ni los aragoneses, ni los valencianos, ni los catalanes recuerdan sus antiguos fueros, ni el pueblo sabe de qué se le habla cuando éstos se mencionan, si los mencionan alguna vez los eruditos aficionados a antiguallas. Hasta en las provincias del norte no es cierto que el temor de perder los fueros causara el levantamiento y sostuviese la guerra; los que vieron las cosas de cerca saben muy bien que el grito dominante en Navarra y en las provincias Vascongadas era el mismo que resonaba en el Maestrazgo y en las montañas de Cataluña».
Con toda seguridad, si a un vasco de los siglos XVI, XVII, XVIII o XIX se le hubiera dicho que no era español y que pertenecía a una nación llamada Euskalherria hubiera soltado una carcajada o hubiera quedado sumido en el estupor más profundo. A decir verdad, hubo que esperar a finales del siglo XIX y a la aparición de los escritos racistas, ahistóricos y religiosamente fundamentalistas de Sabino Arana, el fundador del PNV, para que esa tradición de identificación entre los vascos y España se cuestionara. No es de extrañar que en su momento fuera contemplado por sus contemporáneos como un trastornado y que él mismo, el 22 de junio de 1903, abogara por abandonar el nacionalismo en favor de un autonomismo españolista, por utilizar sus propios términos.
Como hemos visto en las páginas anteriores, si algo ha caracterizado la historia de los vascos durante siglos no ha sido su oposición a España, sino su integración esencial en ella y su identificación entrañable y voluntaria con el resto de las regiones de esa nación. La negación de esa realidad ha costado ríos de sangre, el nacimiento de un movimiento terrorista que ha asolado España durante cuatro décadas, la fractura social en las Vascongadas y la implantación de una dictadura nacionalista apenas encubierta. Ésos son algunos de los frutos de una cruenta mentira histórica, la que afirma que los vascos no son españoles.

Bibliografía
La bibliografía sobre las falacias del nacionalismo vasco ha contado con aportes verdaderamente importantes en los últimos años. Magnífica es la trilogía de Ricardo de la Cierva, Hijos de la gloria y de la mentira . Historia de los vascos entre España y la Anti España, Getafe, 2004, y como extraordinaria debe calificarse la aportación de Jesús Laínz en «Adiós España». Verdad y mentira de los nacionalismos, Madrid, 2004. De notable interés resulta J. A. Vaca de Osma, Los vascos en la Historia de España, Madrid, 1996. Más en la línea del ensayo se encuentra Jon Juaristi, El bucle melancólico, Madrid, 1997.
Con todo, el desenmascaramiento de la mentira nacionalista no es un asunto reciente. Lo hayamos ya en la obra de dos vascos universales —quizá los más universales—, que fueron Pío Baroja y Miguel de Unamuno. Al respecto, resulta interesante repasar El porvenir de España y los españoles,La raza vasca y el vascuence.En torno a la lengua española y Andanzas y visiones española de Miguel de Unamuno; y Divagaciones apasionadas y El tablado de arlequín de Pío Baroja.

Mentira 10
Hitler fue el primero en utilizar el gas para exterminar a civiles

Para millones de personas, la utilización del gas como instrumento de exterminio quedará vinculada siempre a los múltiples horrores del nacionalsocialismo alemán. Es lógico y justo que así sea. No en vano, de los millones de personas que perecieron en campos de la muerte como Auschwitz, Treblinka o Sobibor , un porcentaje no pequeño lo hizo en las cámaras de gas. Sin embargo, a pesar de su uso monstruosamente profuso como arma de asesinato en masa, atribuir a Hitler el inicio de ese tipo de prácticas constituye una mentira histórica fruto de la ignorancia o del interés.
EL uso del gas con fines letales es relativamente reciente en términos históricos. De hecho, hunde sus raíces en esa espantosa carnicería que fue la Primera Guerra Mundial. Se usó por primera vez durante la segunda batalla de Ypres, del 22 de abril al 25 de mayo de 1915. Lo hicieron las fuerzas alemanas y el gas utilizado fue el clorhídrico asfixiante. No puede decirse que la nueva arma tuviera un peso decisivo en la batalla ya que, tras cinco semanas de lucha, los alemanes se vieron obligados a poner fin a la ofensiva tras sufrir no menos de treinta y cinco mil bajas. A pesar de todo, los efectos del gas habían resultado tan sobrecogedores que, a partir de ese momento, desempeñó un papel considerable dentro del armamento de ambos ejércitos. Las consecuencias fueron verdaderamente espantosas. Así, por ejemplo, durante la tercera batalla de Ypres o Passchendaele, que se libró del 31 de julio al 10 de noviembre de 1917, los alemanes recurrieron al uso del gas mostaza con terribles consecuencias para sus enemigos británicos. Los soldados muertos por su causa seguramente llegaron a ser decenas de miles, pero, al fin y a la postre, este recurso no implicó un incremento cualitativo de las posibilidades de victoria. A decir verdad, si finalmente los aliados emergieron triunfantes del conflicto se debió a un empleo masivo de materiales convencionales entre los que el gas apenas tuvo peso.
Con todo, como siempre, una cosa fue la realidad histórica y otra bien distinta la memoria que guardaron de ella los participantes. Durante la Guerra Civil española, sólo el denominado bando republicano barajó la idea de usar el gas, pero los encargados de obtener esta arma letal —miembros de la Esquerra Republicana de Cataluña— no lograron hacerse con ella. Por lo que se refiere a la Segunda Guerra Mundial, el recuerdo del gas iba a pesar espantosamente en la mente de los antiguos combatientes, hasta el punto de que se evitaría su uso precisamente para impedir que el adversario recurriera al mismo. Sin embargo, durante esa conflagración el gas fue utilizado de una manera que opacó el horror de las batallas de Ypres o del Somme. Y es que dejó de tener uso militar para emplearse contra civiles indefensos. Sin embargo, y en contra de una opinión común, no fueron Hitler ni los nacional-socialistas alemanes los primeros en recurrir al gas para exterminar a no combatientes.
En realidad, semejante utilización fue muy primitiva y vino de la mano de una ideología —la bolchevique— que se consideraba totalmente legitimada para exterminar a segmentos enteros de la población con tal de conseguir sus fines. Como el propio Lenin reconocería vez tras vez, el socialismo sólo podría asentarse mediante el denominado «terror de masas» y desde el golpe de octubre de 1917 el dirigente bolchevique se aplicó en llevar a la práctica semejante postulado. Su orden de 26 de junio de 1918, por ejemplo, convirtió los campos de concentración —junto con los fusilamientos masivos e indiscriminados— en una parte esencial de ese terror, adelantándose a Hitler en década y media. Algo muy similar sucedió con el gas. En contra de lo sustentado por la propaganda de izquierdas, la mayor resistencia contra Lenin y sus seguidores no procedió de las clases altas ni tampoco de la burguesía sino de sectores de la población de extracción muy humilde. Entre ellos ocuparon un papel especialmente relevante los campesinos. Lejos de considerar que el bolchevismo fuera un adelanto social, en su inmensa mayoría opinaban que no era sino una forma de despojo del fruto de su trabajo, más despótica que la vivida bajo los zares y llevada a cabo por gente que ignoraba totalmente en qué consistía la vida rural. Los intentos de imponer el bolchevismo en el agro tuvieron, pues, como consecuencia directa, el desencadenamiento de revueltas no pocas veces desesperadas.
Lenin intentó quebrantar en primer lugar la resistencia campesina recurriendo a medidas represivas de carácter policial, pero no tardó en comprobar que sería precisa la intervención del Ejército Rojo para liquidar los focos rebeldes. Sin embargo, para sorpresa suya, ni siquiera unas tropas dotadas de armamento moderno lograron imponerse, en parte, por el apoyo que la población prestaba a los sublevados y, en parte, por la propia geografía rusa que propiciaba la huida y el guarecimiento de los mismos en zonas boscosas. Al cabo de unos meses, no eran sólo combatientes sino poblaciones enteras las que buscaban abrigo en los bosques. ¿Cómo se podía hacer frente a esa resistencia? Lenin llegó a la conclusión de que exterminándola en el sentido más literal y que para ello la utilización del gas podía constituir un instrumento insuperable. El 27 de abril de 1921 el Politburó presidido por Lenin nombró a Tujashevsky comandante en jefe de la región de Tambov , con órdenes de acabar con la revuelta campesina en un mes y de informar semanalmente de los progresos conseguidos.
Tujashevsky no logró el éxito rápido que ansiaba Lenin, a pesar de contar con más de cincuenta mil soldados a sus órdenes. Entonces, el 12 de junio de 1921, dictó órdenes en las que establecía el uso de gas para acabar con las poblaciones escondidas en el bosque. En la orden en cuestión se indicaba que «debe hacerse un cálculo cuidadoso para asegurar que la nube de gas asfixiante se extienda a través del bosque y extermine todo lo que se oculte allí». A continuación, se estipulaba que debía entregarse «el número necesario de bombas de gas y los especialistas necesarios en las localidades». Los fusilamientos en masa, las deportaciones indiscriminadas y el uso del gas contra poblaciones civiles acabaron con la rebelión de Tambov en mayo de 1922, es decir, más de un año después de la designación de Tujashevsky. Aún faltaba un lustro para que Hitler mencionara en Mein Kampf la posibilidad de utilizar el gas venenoso para matar a «unos millares de judíos» y casi dos décadas para Auschwitz.
Sin embargo, ni siquiera cuando los padres de la patria socialista se asentaron sin discusión alguna en el poder abandonaron el uso del gas para asesinar a los considerados enemigos políticos. A partir del año 1937 el profesor Grigori Mairanovsky, especialista en tóxicos, dirigió un servicio especial del NKVD —la antigua Cheká y antecedente directo del KGB— denominado el Laboratorio X. La finalidad de este organismo era ejecutar a disidentes, por orden directa del gobierno, recurriendo a inyecciones letales. El Laboratorio X funcionó con seguridad de 1937 a la década de los años cincuenta en la URSS, pero continuó desempeñando sus funciones en el extranjero hasta los años setenta. Mairanovsky cayó en desgracia en 1951 y fue detenido. Desde su celda intentó obtener la liberación, y en una carta a Beria le recordó que «por mi mano han sido ejecutados docenas de enemigos jurados del poder soviético, especialmente nacionalistas de todo pelaje». La noticia era ciertamente grave, pero en 1990 saltó a la luz un dato aún más escalofriante. Las cámaras de gas ambulantes — que tan terriblemente fueron utilizadas por los nacional-socialistas alemanes durante la Segunda Guerra Mundial— no habían sido inventadas por los seguidores de Hitler sino por el NKVD soviético en 1937. Precisamente, en la época en que el NKVD experimentaba con nuevos tipos de tortura en la España del Frente Popular, usaba en la URSS las dushegubki, cámaras de gas ambulantes. Su inventor, por una de esas terribles ironías de la Historia, fue un judío llamado Isai Davidovich Berg, jefe del Servicio Económico del NKVD en la región de Moscú. De manera bien reveladora, Berg creó las cámaras de gas ambulantes por una razón similar a la que impulsaría a las SS a recurrir al gas: los fusilamientos no eran un método suficientemente rápido para acabar con los detenidos. Berg —otra ironía histórica— fue ejecutado en 1939 en el curso de una de las purgas estalinistas, pero en 1956 resultó rehabilitado con todos los honores. No resulta sorprendente, ya que hasta el fin de sus días había sido un socialista ejemplar.
En cualquiera de los casos, la realidad histórica es irrefutable. Todos y cada uno de los horrores perpetrados por el nacional-socialismo alemán de Hitler —la red de campos de concentración, la utilización del gas para asesinar a civiles, incluso las cámaras de gas ambulantes— fueron precedidos en años, incluso en décadas, por los bolcheviques que elevaron la Gran Patria del socialismo. Atribuir, por lo tanto, el primer uso del gas como arma de exterminio de civiles a Hitler es una mentira histórica.

Bibliografía
Sobre el Laboratorio X, véase P. Sudoplatov, Spetsoperatsii: Lubianka i Krieml1930-1950gody, 1997, especialmente las pp. 440 y ss. La carta de Mairanovsky a Beria fue publicada en Izvestia, 16 de mayo de 1992, p. 6. La historia de Isai Davidovich Berg ha sido narrada por E. Zhirnov , «Protsedura kazni nosila omerziletlnyi jarakter», en Komsomolskaya Pravda, 28 de octubre de 1990.

Mentira 11
Los republicanos españoles eran demócratas

La leyenda rosada de la Segunda República no sólo ha insistido en el carácter absolutamente impecable de su proclamación, sino que además ha identificado a los republicanos con la democracia y desechado como anti demócratas a los monárquicos. Se trata de una visión de lo sucedido durante los años treinta que ha apoyado expresamente el actual presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero. Sin embargo, como tantas afirmaciones más conectadas con la intencionalidad política que con el estudio de las fuentes documentales, ésta no pasa de ser una colosal mentira histórica.
La Primera República fue un episodio efímero y profundamente lamentable de la Historia española del siglo XIX. Durante su breve duración, no sólo los escasos republicanos de la época fueron incapaces de articular un sistema político viable, sino que además la nación se vio amenazada por la posibilidad de verse desintegrada por episodios como el del cantón de Cartagena e, incluso, estuvo a punto de degenerar en una dictadura armada bajo Castelar. El fracaso republicano —que, a su vez, había sido precedido por otro fiasco monárquico en la persona de Amadeo de Saboya— acabó desembocando en una restauración borbónica. El sistema creado entonces pretendía copiar el que existía en Gran Bretaña y, en buena medida, lo consiguió. Dos partidos, liberal y conservador, se alternaron en el poder mientras la nación intentaba modernizarse y superar las secuelas de la invasión francesa de 1808-1813 y de las convulsiones decimonónicas. El logro de esa meta se vio obstaculizado por un conjunto de fuerzas antisistema dotadas de una ideología utópica. A pesar de sus enormes diferencias, todas ellas compartían un feroz antiparlamentarismo, una clara oposición a la monarquía, un carácter muy minoritario y una muy reciente aparición en la Historia. No otro sería el carácter de los nacionalistas catalanes y, después, vascos, de los socialistas y anarquistas, y, por supuesto, de los diversos grupúsculos republicanos.
En los inicios del siglo XX, el peso social de todas estas fuerzas era reducido, pero, a pesar de todo, tenían la resolución de aniquilar el sistema constitucional y sustituirlo por sus respectivas utopías, que iban de la dictadura del proletariado socialista al jacobinismo republicano pasando por la independencia de regiones españolas en un régimen idealizado. Partiendo de esa base, las fuerzas antisistema de carácter republicano pensaron ya desde esa época en una toma del poder no democrática sino apoyada en el ejército, en la subversión de la calle y en la agitación mediática, que les permitiera acabar con la monarquía y abrir cauce hacia sus bien poco compatibles metas. Una clara manifestación de esa visión política fue la denominada Revolución de 1917.
Su origen puede retrotraerse al acuerdo de acción conjunta que la UGT socialista y la CNT anarquista habían concluido a mediados de 1916. El 20 de noviembre, ambas organizaciones suscribieron una Alianza que se tradujo, el 18 de diciembre, en un pacto para ir a la huelga general. La misma tuvo lugar, pero no logró obligar al conde de Romanones, a la sazón presidente del Consejo de Ministros, a aceptar sus puntos de vista. La reacción de ambos sindicatos fue celebrar una nueva reunión el 27 de marzo de 1917 en Madrid, en la que se acordó la publicación de un manifiesto conjunto. Lo que iba a producirse entonces iba a ser una dramática conjunción de acontecimientos que, por un lado, manifestaron la imposibilidad del Gobierno para controlar la situación y, por otro, derivaron en la unión de una serie de fuerzas decididas a rebasar el sistema constitucional sin ningún género de escrúpulo legal. Así, a la alianza socialista anarquista se sumaron las Juntas Militares de Defensa —la inevitable conexión militar—, creadas por los militares a finales de 1916 con la finalidad de conseguir determinadas mejoras de carácter profesional, y los catalanistas de Cambó, que no estaban dispuestos a permitir que el Gobierno de Romanones sacara adelante un proyecto de ley que, defendido por Santiago Alba, ministro de Hacienda, pretendía gravar los beneficios extraordinarios de guerra.
Frente a la alianza anarquista-socialista, con apoyo militar y catalanista, la reacción del Gobierno presidido por Romanones —que temía un estallido revolucionario, que conocía los antecedentes violentos de ambos colectivos y que ya tenía noticias de la manera en que el zar había sido derrocado en Rusia— fue suspender las garantías constitucionales, cerrar algunos centros obreros y proceder a la detención de los firmantes del manifiesto. Seguramente, el Gobierno había actuado con sensatez, pero esta acción, unida a la imposibilidad de imponer el proyecto de Alba, derivó en una crisis que concluyó en la dimisión de Romanones y de su gabinete.
El propósito del catalanista Cambó consistía no sólo en defender los intereses de la alta burguesía catalana, sino también en articular una alianza con partidos vascos y valencianos de tal manera que todo el sistema político constitucional saltara por los aires. En mayo, la acción de las Juntas de Defensa contribuyó enormemente a facilitar los proyectos de Cambó. A finales del citado mes, el Gobierno, presidido ahora por García Prieto, decidió detener y encarcelar a la Junta Central de los militares, que no sólo buscaba mejoras económicas sino también reformas concretas. Las Juntas de jefes y oficiales respondieron a la acción del Gobierno con un manifiesto que significó el regreso a una situación aparentemente liquidada por el sistema constitucional de la Restauración: la participación del poder militar en la vida política.
El Gobierno de García Prieto no se sintió con fuerza suficiente para hacer frente a los militares y optó por la dimisión. Un nuevo Gobierno conservador, sostenido en Dato y Sánchez Guerra, aprobó el reglamento de las Juntas Militares y puso en libertad a la Junta central. La consecuencia inmediata de esa acción fue que no pocos llegaran a la conclusión de que el sistema era incapaz de mantenerse en pie, y que había llegado a tal grado de descomposición que aquellos mismos que debían defenderlo de la subversión no habían dudado en utilizar el rebasamiento de la legalidad que caracterizaba a los movimientos anarquista y socialista.
El hecho de que las Juntas de Defensa parecieran estar en condiciones de poner en jaque el aparato del Estado llevó a Cambó a reunir una asamblea de parlamentarios en Barcelona bajo la presidencia de su partido, la Liga Catalanista. Su intención era valerse de las fuerzas antisistema para forzar a una convocatoria de Cortes que se tradujera en la redacción de una nueva Constitución. El canto de muertos del sistema constitucional parecía inevitable, y era entonado por todos sus enemigos: catalanistas, anarquistas, republicanos y socialistas. En el caso de estos últimos, se aceptó su participación en el Gobierno con la finalidad expresa de acabar con la monarquía, liquidar la influencia del catolicismo en la política nacional y eliminar a los partidos constitucionales de la vida política. Además, para desencadenar la revolución, los socialistas llegaron a un acuerdo con los anarquistas que se tradujo en la división del país en tres regiones. Sin embargo, incluso dada la creciente debilidad del sistema parlamentario, pronto iba a quedar claro que sus enemigos —a pesar de su insistencia en que representaban la voluntad del pueblo— carecían del respaldo popular suficiente para liquidarlo.
El 19 de julio tuvo lugar la disolución de la Asamblea de parlamentarios. Sólo en Asturias consiguieron los revolucionarios prolongar durante algún tiempo la resistencia, pero la suerte estaba echada. Mientras el comité de huelga —Saborit, Besteiro, Largo Caballero y Anguiano— era detenido, algunos dirigentes republicanos, como Lerroux, se escondían o ponían tierra por medio. Mientras tanto, los catalanistas de Cambó habían reculado cínicamente. Estaban dispuestos a liquidar el sistema constitucional, pero temían una revolución obrerista, de manera que rehusaron apoyar a los socialistas y anarquistas y, posteriormente, condenarían aquellas acciones. La reacción no resulta tan extraña si se tiene en cuenta que los socialistas habían trasladado alijos de armas y municiones —«yo transporté armas y municiones en Bilbao, yo personalmente», diría Indalecio Prieto poco después en las Cortes— con la intención de apoyar la revolución con las bocas de los fusiles. No iba a ser, por otra parte, la última vez que lo harían para derrocar un Gobierno legítimamente nacido de las urnas. A pesar de todo, el castigo como consecuencia del fracaso de la revolución, no resultó riguroso e incluso se produjo una campaña a favor de la amnistía de los revolucionarios y, en noviembre de 1917, fueron elegidos concejales de Madrid los cuatro miembros del comité de huelga. Se trataba de una utilización del sistema constitucional para burlar la acción de la justicia que volvería a repetirse en febrero de 1918 cuando fueron elegidos a diputados Indalecio Prieto, por Bilbao; Besteiro, por Madrid; Anguiano, por Valencia; Saborit, por Asturias y Largo Caballero por Barcelona. De momento, las variopintas fuerzas republicanas habían fracasado en su intento de aniquilar de manera nada democrática el sistema constitucional. No iba a ser la última vez.
El resultado de la fallida revolución de 1917 fue, posiblemente, mucho más relevante de lo que se ha pensado durante décadas. La derrota de anarquistas, socialistas, nacionalistas, republicanos y socialistas, y, sobre todo, la benevolencia con que fueron tratados por el sistema parlamentario no se tradujeron en su integración en éste. Por el contrario, ambas circunstancias crearon en ellos la convicción de que eran lo suficientemente fuertes para acabar con el parlamentarismo y que éste, sin embargo, era débil y, por lo tanto, fácil de aniquilar. Para ello, la batalla no debía librarse en un Parlamento fruto de unas urnas que no iban a dar el poder a las izquierdas porque éstas carecían del suficiente respaldo popular, sino en la calle, erosionando un sistema que, tarde o temprano, se desplomaría. En otras palabras, las fuerzas republicanas no creían en una conquista democrática del poder sino en una visión golpista —calificada eufemísticamente de revolucionaria— que colocara los resortes de la política nacional en sus manos.
No podemos detenernos a examinar meticulosamente los últimos años de la monarquía parlamentaria. Sin embargo, debe señalarse que el análisis llevado a cabo por los miembros de la visión antisistema republicana pareció verse confirmado por los hechos. Hasta 1923 todos los intentos del sistema parlamentario de llevar a cabo las reformas que necesitaba la nación se vieron bloqueados en la calle por la acción de republicanos, socialistas, anarquistas y nacionalistas que no llegaron a plantear en ninguno de los casos una alternativa política realista y coherente sino que, únicamente, se dedicaron a desacreditar la monarquía constitucional y a apuntar a un futuro que sería luminoso simplemente porque en él se daría la república, la dictadura del proletariado o la independencia de Cataluña.
La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) —un intento de atajar los problemas de la nación partiendo de una idea concebida sobre la base de una magistratura similar a la de la antigua Roma— fue simplemente un paréntesis en el proceso revolucionario. De hecho, durante la misma, la represión se dirigió contra los anarquistas, mientras, el PSOE y la UGT fueron tratados con enorme benevolencia —siguiendo la política de Bismarck con el SDP alemán—, y Largo Caballero, que fue consejero de Estado de la dictadura, y otros veteranos socialistas llegaron a ocupar puestos de considerable relevancia en la administración del Estado. Con todo, el final de la década vino marcado por la concreción de un sistema conspirativo republicano que, a pesar de su base social minoritaria, acabaría teniendo éxito.
Desde febrero a junio de 1930 resultó obvio que conocidas figuras hasta entonces identificadas con la monarquía parlamentaria, como Miguel Maura Gamazo, José Sánchez Guerra, Niceto Alcalá Zamora, Ángel Ossorio y Gallardo y Manuel Azaña, habían abandonado su defensa para pasarse al republicanismo y, de manera apenas oculta, al golpismo. Finalmente, en el verano de 1930, se concluyó el Pacto de San Sebastián donde se fraguó un comité conspiratorio oficial destinado a acabar con la monarquía parlamentaria y sustituirla por una república. La importancia de este paso puede juzgarse por el hecho de que los que participaron en la reunión del 17 de agosto de 1930 —Lerroux, Azaña, Domingo, Alcalá Zamora, Miguel Maura, Carrasco Formiguera, Mallol, Ayguades, Casares Quiroga, Indalecio Prieto, Fernando de los Ríos…— se convertirían unos meses después en el primer Gobierno provisional de la República.
La conspiración republicana comenzaría a actuar desde Madrid, a partir del mes siguiente, en torno a un comité revolucionario presidido por Alcalá Zamora; con un conjunto de militares golpistas y pro-republicanos (López Ochoa, Batet, Riquelme, Fermín Galán…) y un grupo de estudiantes de la FUE capitaneados por Graco Marsá. Por si fuera poco —y como había sucedido en las décadas anteriores—, la masonería prestó su ayuda con enorme entusiasmo, convencida de que tenía al alcance de la mano la posibilidad de crear un régimen a hechura suya. Con todo, debe señalarse que el movimiento republicano quedaba reducido a minorías, ya que incluso la suma de afiliados de los sindicatos UGT y CNT apenas alcanzaba al veinte por ciento de los trabajadores y el PCE, nacido unos años atrás de una escisión del PSOE, era minúsculo. En un triste precedente de acontecimientos futuros, el comité republicano fijó la fecha del 15 de diciembre de 1930 para dar un golpe militar que derribara la monarquía e implantara la república. Resulta difícil creer que el golpe hubiera podido triunfar, pero el hecho de que los oficiales Fermín Galán y Ángel García Hernández decidieran adelantarlo al 12 de diciembre sublevando a la guarnición militar de Jaca tuvo como consecuencia inmediata que pudiera ser abortado por el Gobierno.
Juzgados en consejo de guerra y condenados a muerte, el Gobierno acordó no solicitar el indulto de los golpistas y, el día 14, Galán y García Hernández fueron fusilados. El intento de sublevación militar republicana llevado a cabo el día 15 de diciembre en Cuatro Vientos por Queipo de Llano y Ramón Franco no cambió en absoluto la situación. Por su parte, los miembros del comité conspiratorio huyeron (Indalecio Prieto), fueron detenidos (Largo Caballero) o se escondieron (Lerroux, Azaña).
En aquellos momentos, el sistema parlamentario podría haber desarticulado con relativa facilidad el movimiento golpista formado por los republicanos, mediante el sencillo expediente de exponer ante la opinión pública su verdadera naturaleza a la vez que procedía a juzgar a una serie de personajes que, en román paladino, habían intentado derrocar el orden constitucional mediante la violencia armada de un golpe de Estado. No lo hizo. Por el contrario, la clase política de la monarquía constitucional quiso optar precisamente por el diálogo con los que deseaban su fin. Buen ejemplo de ello es que cuando Sánchez Guerra recibió del rey Alfonso XIII la oferta de constituir Gobierno, lo primero que hizo fue personarse en la cárcel Modelo para ofrecer a los miembros del comité revolucionario encarcelados sendas carteras ministeriales. Con todo, como confesaría en sus Memorias. Azaña, la república parecía una posibilidad ignota. El que se convirtiera en realidad se iba a deber no a la voluntad popular sino a una curiosa mezcla de miedo y de falta de información. La ocasión sería la celebración de unas elecciones municipales en abril de 1931. Tras las mismas, que perdieron clamorosamente los republicanos, éstos, de manera antidemocrática, lograron provocar un cambio de régimen. Y es que los republicanos españoles no eran demócratas sino antisistema, utópicos y convencidos de que gozaban de una legitimidad derivada de su superioridad moral y política. Ese sentimiento de hiperlegitimidad les permitía, a su juicio, derrocar un sistema parlamentario y sustituirlo por otro que abriera el camino a sus respectivas utopías. Su carencia de convicción democrática y sus objetivos incompatibles explican sobradamente las terribles convulsiones y el fracaso final que experimentó la Segunda República.

Bibliografía
A pesar de toda la mitología —interesada y acrítica— sobre la Segunda República española, lo cierto es que el carácter escasamente democrático de sus principales protagonistas está ampliamente documentado. De hecho, basta leer algunas de sus memorias —empezando por Azaña— para percatarse de ello. Los personajes de la República vistos por ellos mismos, Encuentro Ediciones, Barcelona, 2000, de Pío Moa, constituye un texto de referencia al respecto, como también lo es la Historia actualizada de la Segunda República y de la Guerra de España , Fénix, Getafe, 2003, de Ricardo de la Cierva, o el clásico indispensable de B. Bolloten , La guerra civil española. Revolución y contrarrevolución, Alianza Editorial, Madrid, 1989. De manera más condensada he abordado el tema enChecas de Madri. Nuevas Ediciones de Bolsillo, Barcelona, 2003;Paracuellos-Katyn, Libros Libres, Madrid, 2005, y La guerra que ganó Franco, Planeta, Barcelona, 2006.

Mentira 12
La segunda república fue proclamada democráticamente

En la mitología republicana ha sido común insistir en que la llegada de la república en abril de 1931 vino precedida de unas elecciones en las que el pueblo se manifestó abrumadoramente en contra de la monarquía y a favor del cambio de régimen. Se habría tratado, por lo tanto, de un tránsito democrático de una forma de Estado a otra. La afirmación no pasa de ser una mentira histórica que busca ocultar lo que sólo fue un golpe de Estado republicano. Lo peor es que la mentira tendría además terribles consecuencias históricas.
La monarquía parlamentaria de Alfonso XIII se vio sometida a una operación incansable de acoso y derribo prácticamente desde sus inicios. Los socialistas y los anarquistas aspiraban a su eliminación total y a su sustitución por diferentes formas de socialismo; los republicanos deseaban la implantación de una república, y los catalanistas —y posteriormente los nacionalistas vascos— soñaban con un plan de liquidación del Estado que, forzosamente, tenía que pasar por la destrucción del sistema de la monarquía liberal. Durante años, semejantes proyectos fracasaron vez tras vez, en parte, porque el sistema iba avanzando de una manera quizá no espectacular pero sí innegable y, en parte, porque las distintas fuerzas eran muy minoritarias —no hubo un diputado socialista hasta bien entrado el siglo XX y gracias a una conjunción con los republicanos— y actuaban de manera descoordinada. Esta situación experimentó un brusco final cuando, en 1917, republicanos, socialistas y catalanistas, con el apoyo de un sector del Ejército, descubrieron que tenían posibilidades ciertas de aniquilar el sistema parlamentario. El intento fracasó porque los catalanistas —un movimiento esencialmente burgués— temieron verse desbordados por los colectivos obreristas y porque el Ejército terminó plegándose, como era su obligación, al poder constitucional. Cuando a inicios de los años veinte se produjo el pronunciamiento del general Primo de Rivera, pudo dar incluso la impresión de que las fuerzas antisistema habían perdido la batalla. Los nacionalistas catalanes saludaron con inefable entusiasmo al general, del que esperaban que acabaría con el pistolerismo anarquista que se había adueñado de Barcelona — como, efectivamente, sucedió—, y también el PSOE se avino a colaborar con la dictadura de Primo de Rivera a la espera de que acabara con esos mismos anarquistas a los que no consideraba hermanos sino peligrosos rivales. De manera bien significativa, cuando concluyó la dictadura, nacionalistas catalanes y socialistas eran más fuertes y, sobre todo, estaban convencidos de que podían aniquilar el sistema parlamentario si jugaban sus cartas adecuadamente. Para llevar a cabo ese paso, no articularon una estrategia legalista sino, por el contrario, un entramado golpista que incluía a sectores concretos de las fuerzas armadas. Sin embargo, la conspiración contra el sistema parlamentario no incluyó sólo a socialistas, nacionalistas catalanes o republicanos.
Como ya vimos en una mentira anterior, en el verano de 1930 se concluyó el Pacto de San Sebastián donde se fraguó un comité conspiratorio oficial destinado a acabar con la monarquía parlamentaria y sustituirla por una república.
La conspiración republicana comenzaría a actuar desde Madrid, a partir del mes siguiente, en torno a un comité revolucionario presidido por Alcalá Zamora; un conjunto de militares golpistas y pro-republicanos (López Ochoa, Batet, Riquelme, Fermín Galán…) y un grupo de estudiantes de la FUE capitaneados por Graco Marsá. El comité republicano fijó la fecha del 15 de diciembre de 1930 para dar un golpe militar que derribara la monarquía e implantara la república. El golpe, como ya tuvimos ocasión de ver, fracasó.
De hecho, a inicios de 1931, la república parecía una posibilidad ignota. El que esa posibilidad revolucionaria se convirtiera en realidad se iba a deber no a la voluntad popular sino a una curiosa mezcla de miedo y de falta de información. La ocasión sería la celebración de unas elecciones municipales en abril de 1931.
Aunque la propaganda republicana presentaría posteriormente las elecciones municipales de abril de 1931 como un plebiscito popular en pro de la república, no existió jamás ningún tipo de razones para interpretarlas de esa manera. En ningún caso su convocatoria tuvo carácter de referéndum, ni mucho menos se trató de unas elecciones a Cortes Constituyentes. De hecho, la primera fase de las elecciones municipales, celebrada el 5 de abril, se cerró con los resultados esperados, es decir, salieron elegidos 14 018 concejales monárquicos y tan sólo 1832 republicanos. Con ese resultado electoral, en el que las candidaturas monárquicas fueron votadas siete veces más que las republicanas, no puede extrañar que tan sólo pasaran a control republicano un pueblo de Granada y otro de Valencia. Como era lógico esperar, en aquel momento nadie hizo referencia a un plebiscito popular y, menos que nadie, los republicanos, que habían sido literalmente aplastados por el veredicto de las urnas.
El 12 de abril de 1931 se celebró la segunda fase de las elecciones. De nuevo, los resultados fueron muy desfavorables para las candidaturas republicanas. De hecho, frente a 5775 concejales republicanos, los monárquicos obtuvieron 22 150, es decir, el voto monárquico prácticamente fue el cuádruplo del republicano. Desde cualquier lógica democrática, los republicanos deberían haber reconocido su clara derrota y prepararse para las futuras elecciones a Cortes en las que, dicho sea de paso, no podía esperarse que cambiaran aquéllos. Sin embargo, lo que sucedió fue totalmente distinto. Los políticos monárquicos, los miembros del Gobierno (salvo dos), los consejeros de palacio y los dos mandos militares decisivos —Berenguer y Sanjurjo— interpretaron la derrota en buena parte de las capitales de provincia como un apoyo extraordinario para la república y un desastre para la monarquía. El hecho de que la victoria republicana hubiera sido urbana —como en Madrid, donde el concejal del PSOE Saborit hizo votar por su partido a millares de difuntos— pudo contribuir a esa sensación de derrota, pero no influyó menos en el resultado final la creencia de que los republicanos podían dominar la calle y arrastrar al país a una cruenta revolución. Semejante apreciación no se correspondía con la realidad, dada la muy limitada fuerza republicana, pero tuvo un peso decisivo en el desarrollo de los acontecimientos sobre los que se proyectaba, de manera muy consciente, la sombra de lo que había sucedido en Rusia tan sólo catorce años antes.
Durante la noche del 12 al 13 de abril el general Sanjurjo, a la sazón al mando de la Guardia Civil, dejó de manifiesto por telégrafo que no contendría un levantamiento contra la monarquía. Aquella afirmación constituía una gravísima dejación de los deberes encomendados. Pero quizá más grave fue el hecho de que los dirigentes republicanos supieran inmediatamente lo que pensaba hacer el general, gracias a los empleados de correos adictos a su causa. Batidos incuestionablemente en el terreno electoral, los republicanos eran conscientes de que se enfrentaban con un sistema al que se negaban defender las propias instituciones encargadas legalmente de esa tarea. Ese conocimiento de la debilidad de las instituciones constitucionales explica sobradamente la reacción republicana cuando Romanones y Gabriel Maura —con el expreso consentimiento del monarca— ofrecieron al comité revolucionario unas elecciones a Cortes Constituyentes. A esas alturas, sus componentes habían captado el miedo del adversario y no sólo rechazaron la propuesta sino que exigieron la marcha del rey antes de la puesta de sol del 14 de abril, sabedores de que si la monarquía se reponía de aquel espejismo nunca se proclamaría una república cuyos candidatos habían sido derrotados clamorosamente en las elecciones celebradas unas horas antes. Para caldear el ambiente, los dirigentes republicanos convocaron manifestaciones que presentaron a los políticos monárquicos como espontáneas e incontrolables y cuya finalidad era aterrorizar a cualquiera que pretendiera hacerles frente.
Por añadidura, Alfonso XIII no manifestó voluntad de resistir, sumido como estaba en la depresión más profunda a causa de la muerte de su madre unos meses antes y viendo cómo su esposa se hallaba lógicamente aterrada ante la posibilidad de acabar como la familia imperial rusa —parientes suyos, por otro lado—, fusilada por un pelotón revolucionario. Al fin y a la postre, los políticos constitucionalistas se rindieron ante los republicanos y con ellos el monarca, que no deseaba bajo ningún pretexto el estallido de una guerra civil. De esa manera, el sistema constitucional desaparecía de una manera más que dudosamente legítima y se proclamaba la Segunda República.
Aunque este hecho estuvo rodeado de un considerable entusiasmo de una parte de la población, lo cierto es que, observada la situación objetivamente y con la distancia que proporciona el tiempo, no se podía derrochar optimismo. Los vencedores de la revolución se iban a sentir hiperlegitimados para tomar decisiones futuras que pasaran por encima del resultado de las urnas y no dudarían en reclamar el apoyo de la calle cuando el sufragio les fuera hostil. Semejante comportamiento tenía una lógica innegable porque, a fin de cuentas, ¿no había sido en contra de la aplastante mayoría de los electores como habían alcanzado el poder? A ese punto de arranque iba a unirse que, globalmente considerados, los vencedores de la revolución estaban constituidos por un pequeño y fragmentado número de republicanos que procedían en su mayoría de las filas monárquicas; dos grandes fuerzas obreristas —socialistas y anarquistas— que contemplaban la república como una fase hacia la utopía que debía ser surcada a la mayor velocidad; los nacionalistas —especialmente catalanes— que ansiaban descuartizar la unidad de la nación y que se apresuraron a proclamar el mismo 14 de abril la República catalana y el Estado catalán, y una serie de pequeños grupos radicales de izquierdas que acabarían teniendo un protagonismo notable, como era el caso del Partido Comunista. En su práctica totalidad, su punto de vista era utópico, bien identificaran esa utopía con la república implantada, con la consumación revolucionaria posterior o con la independencia; en su práctica totalidad, carecían de preparación política y, sobre todo, económica, para enfrentarse con los retos que tenía ante sí la nación y, por añadidura, adolecían de un virulento sectarismo político y social que no sólo excluía de la vida pública a considerables sectores de la población española sino que también plantearía irreconciliables diferencias entre ellos. Así, la república iba a nacer de una absoluta falta de legitimidad democrática y, por añadidura, estaría inficionada desde su nacimiento con una serie de males que acabarían determinando su fracaso y, finalmente, el estallido de una guerra civil. No puede sorprender a nadie semejante resultado, ya que los republicanos no habían ganado aquellas elecciones municipales de abril de 1931 sino que, por el contrario, las habían perdido estrepitosamente, por más que la mentira de la victoria republicana no haya dejado de repetirse.

Mentira 13
El frente popular ganó las elecciones de febrero de 1936

La mitología frente populista ha insistido durante décadas en el hecho de que en febrero de 1936 las izquierdas agrupadas en el Frente Popular obtuvieron una rotunda e innegable victoria electoral, y en que, precisamente la incapacidad de las derechas para aceptar el resultado de las urnas, acabó degenerando en una conspiración que cristalizó en el alzamiento de julio de 1936 Sin embargo, los hechos fueron radicalmente distintos. A decir verdad, afirmar que el Frente Popular ganó las elecciones de febrero de 1936 no pasa de ser una mentira histórica que ya en su día tuvo trágicas consecuencias.
Tras el alzamiento armado de octubre de 1934, en el que el PSOE y los nacionalistas de la Esquerra —con apoyos no escasos del PNV y los republicanos— pretendieron derribar al Gobierno legítimo, la Segunda República entró en una deriva que Stanley Payne ha denominado «el desplome de la Segunda República» y Pío Moa «los orígenes de la guerra civil española». Las derechas habían salvado al régimen republicano de su aniquilación revolucionaria, pero no quisieron —quizá tampoco supieron— someter al peso de la ley a los que habían deseado acabar con el sistema constitucional. Durante 1935 los nacionalistas y la izquierda se dedicaron a propalar rumores sobre las atrocidades cometidas por las fuerzas del orden que habían sofocado la revolución y, a la vez, se emplearon a fondo en aniquilar a las derechas que podían servir de sostén al régimen republicano. De manera consciente o no, las izquierdas fueron empujando a la radicalización a unas derechas que, paradójicamente para muchos, habían sido las garantes de la legalidad republicana. Pieza clave de esta estrategia fue, ya en septiembre de 1935, el estallido del escándalo del straperlo. Strauss y Perl, los personajes que le darían nombre, eran dos centroeuropeos que habían inventado un sistema de juego de azar que permitía hacer trampas con relativa facilidad. Su aprobación se debió a la connivencia de algunos personajes vinculados a Lerroux, el dirigente del partido radical. Los sobornos habían alcanzado la cifra de cinco mil pesetas y algunos relojes, pero, gracias a la manipulación mediática, se convertirían en un escándalo que superó con mucho la gravedad del asunto.
Strauss amenazó, en primer lugar, con el chantaje a Lerroux, y, cuando éste no cedió a sus pretensiones, se dirigió a Alcalá Zamora, el presidente de la república. Éste discutió el tema con Indalecio Prieto y Azaña y, finalmente, decidió dejar que se desencadenara el escándalo para hundir a las derechas. Como señalaría lúcidamente Josep Pla, la administración de Justicia no pudo determinar responsabilidad legal alguna —precisamente la que habría resultado interesante—, pero en una sesión de Cortes del 28 de octubre se produjo el hundimiento político del partido radical, una de las fuerzas esenciales en el colapso de la monarquía constitucional y el advenimiento de la república menos de cuatro años antes. De esa manera, la CEDA quedaba prácticamente sola en la derecha frente a unas izquierdas poseídas de una creciente agresividad. Porque no se trataba únicamente de propaganda y demagogia. Durante el verano de 1935, el PSOE y el PCE —que en julio ya había recibido de Moscú la consigna de formación de frentes populares— desarrollaban contactos para unir sus acciones. En paralelo, republicanos y socialistas discutían la formación de milicias comunes, mientras los comunistas se pronunciaban a favor de la constitución de un ejército rojo. El 14 de noviembre de 1935 Azaña propuso a la ejecutiva del PSOE una coalición electoral de izquierdas. Acababa de nacer el Frente Popular.
En esos mismos días, Largo Caballero salía de la cárcel —después de negar cínicamente su participación en la revolución de octubre de 1934— y la sindical comunista CGTU entraba en la UGT socialista. Así, el año 1935 concluyó con el desahucio del poder de Gil Robles; con unas izquierdas que creaban milicias y estaban decididas mayoritariamente a ganar las siguientes elecciones para llevar a cabo la continuación de la revolución de octubre de 1934; y con reuniones entre Chapaprieta y Alcalá Zamora para crear un partido de centro en torno a Portela Valladares que atrajera un voto moderado, preocupados por la agresividad de las izquierdas y una posible reacción de las derechas. Esta última, de momento, parecía implanteable. La Falange, el partido fascista de mayor alcance, era un grupo minoritario; los carlistas y otras formaciones monárquicas carecían de fuerza y, en el Ejército, Franco insistía en rechazar cualquier eventualidad golpista a la espera de la forma en que podría evolucionar la situación política. Así, al persistir en la idea de que no era el momento propicio, impidió el desencadenamiento de un golpe.
Cuando, el 14 de diciembre de 1935, Portela Valladares formó Gobierno era obvio que se trataba de un gabinete puente para convocar elecciones. Finalmente, Alcalá Zamora, aceptando las presiones de las izquierdas, disolvió las Cortes (la segunda vez durante su mandato, lo que implicaba una violación de la Constitución) y convocó elecciones para el 16 de febrero de 1936.
El 15 de enero de 1936 se firmó el pacto del Frente Popular como una alianza de fuerzas obreras y burguesas cuyas metas no sólo no eran iguales sino que, en realidad, resultaban incompatibles. Los republicanos, como Azaña y el socialista Prieto, perseguían fundamentalmente regresar al punto de partida de abril de 1931 en el que la hegemonía política estaría perpetuamente en manos de las izquierdas en un sistema muy similar al del PRI mexicano. Para el resto de las fuerzas que formaban el Frente Popular, especialmente el PSOE y el PCE, se trataba tan sólo de un paso intermedio en la lucha hacia la aniquilación de la república burguesa y la realización de una revolución que concluyera en una dictadura obrerista. Si el socialista Luis Araquistain insistía en hallar paralelos entre España y la Rusia de 1917, donde la revolución burguesa sería seguida por una proletaria, el también socialista Largo Caballero difícilmente podía ser más explícito sobre las intenciones del PSOE. En el curso de una convocatoria electoral que tuvo lugar en Alicante, el político socialista afirmaba:
«Quiero decirles a las derechas que si triunfamos colaboraremos con nuestros aliados; pero si triunfan las derechas nuestra labor habrá de ser doble, colaborar con nuestros aliados dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la guerra civil declarada.
Que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas, que nosotros lo realizamos». (El Liberal, de Bilbao, 20 de enero de 1936).
Tras el anuncio de la voluntad socialista de ir a una guerra civil si perdía las elecciones, el 20 de enero, Largo Caballero decía en un mitin celebrado en Linares: «… la clase obrera debe adueñarse del Poder político, convencida de que la democracia es incompatible con el socialismo, y como el que tiene el Poder no ha de entregarlo voluntariamente, por eso hay que ir a la Revolución». El 10 de febrero de 1936, en el Cinema Europa, Largo Caballero volvía a insistir en sus tesis: «… la transformación total del país no se puede hacer echando simplemente papeletas en las urnas… estamos ya hartos de ensayos de democracia; que se implante en el país nuestra democracia».
No menos explícito sería el socialista González Peña, al indicar la manera en que se comportaría el PSOE en el poder: «… la revolución pasada (la de Asturias) se había malogrado, a mi juicio, porque más pronto de lo que quisimos surgió esa palabra que los técnicos o los juristas llaman “juridicidad”. Para la próxima revolución, es necesario que constituyéramos unos grupos que yo denomino “de las cuestiones previas”. En la formación de esos grupos yo no admitiría a nadie que supiese más de la regla de tres simple, y apartaría de esos grupos a quienes nos dijesen quiénes habían sido Kant, Rousseau y toda esa serie de sabios. Es decir, que esos grupos harían la labor de desmoche, de labor de saneamientos, de quitar las malas hierbas, y cuando esta labor estuviese realizada, cuando estuviesen bien desinfectados los edificios públicos, sería llegado el momento de entregar las llaves a los juristas».
González Peña acababa de anunciar todo un programa que se cumpliría, apenas unos meses después, con la creación de las checas, pero que ya había expresado a mediados del siglo anterior Dostoievsky en Demonios, al dar voz uno de sus personajes al proyecto educativo del socialismo.
Con no menos claridad se expresaban los comunistas. En febrero de 1936 José Díaz dejó inequívocamente de manifiesto que la meta del PCE era «la dictadura del proletariado, los soviets» y que sus miembros no iban a renunciar a ella.
De esta manera, aunque los firmantes del pacto del Frente Popular (Unión Republicana, Izquierda Republicana, PSOE, UGT, PCE, FJS, Partido Sindicalista y POUM) suscribían un programa cuya aspiración fundamental era la amnistía de los detenidos y condenados por la insurrección de 1934 —reivindicada como un episodio malogrado pero heroico—, algunos de ellos lo consideraban como un paso previo, aunque indispensable, al desencadenamiento de una revolución que liquidara a su vez la Segunda República, incluso al costo de iniciar una guerra civil contra las derechas.
También sus adversarios políticos centraron buena parte de la campaña electoral en la mención del levantamiento armado de octubre de 1934. Desde su punto de vista, el triunfo del Frente Popular se traduciría inmediatamente en una repetición, a escala nacional y con posibilidades de éxito, de la revolución. En otras palabras, no sería sino el primer paso hacia la liquidación de la república y la implantación de la dictadura del proletariado.
En medio de este clima de violencia, de agresiones, de amenazas y de desafío consciente y contumaz a la legalidad se celebraron las elecciones de febrero de 1936. Éstas no sólo concluyeron con resultados muy parecidos para los dos bloques sino que además estuvieron inficionadas por el fraude en el recuento de los sufragios. Así, sobre un total de 9 716 705 de votos emitidos, 4 430 322 fueron para el Frente Popular; 4 511 031 para las derechas y 682 825 para el centro. Otros 91 641 votos fueron en blanco o resultaron destinados a candidatos sin significación política. Sobre estas cifras, resulta obvio que la mayoría de la población española se alineaba en contra del Frente Popular. Si a ello añadimos los fraudes electorales encaminados a privar de sus actas a diputados de centro y derecha difícilmente puede decirse que las izquierdas contaran con el respaldo de la mayoría de los votantes. A todo ello hay que sumar la existencia de irregularidades en provincias como Cáceres, La Coruña, Lugo, Pontevedra, Granada, Cuenca, Orense, Salamanca, Burgos, Jaén, Almería, Valencia y Albacete, entre otras, contra las candidaturas de derechas. Todo esto, finalmente, se traduciría en una aplastante —e injustificada— mayoría de escaños para el Frente Popular.
En declaraciones al Journal de Genéve, publicadas ya en 1937, sería nada menos que el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, el que reconociera la peligrosa suma de irregularidades electorales: «A pesar de los refuerzos sindicalistas, el Frente Popular obtenía solamente un poco más, muy poco, de 200 actas, en un Parlamento de 473 diputados. Resultó la minoría más importante, pero la mayoría absoluta se le escapaba. Sin embargo, logró conquistarla consumiendo dos etapas a toda velocidad, violando todos los escrúpulos de legalidad y de conciencia.
»Primera etapa: Desde el 17 de febrero, incluso desde la noche del 16, el Frente Popular, sin esperar el fin del recuento del escrutinio y la proclamación de los resultados, la que debería haber tenido lugar ante las Juntas Provinciales del Censo en el jueves 20, desencadenó en la calle la ofensiva del desorden, reclamó el Poder por medio de la violencia. Crisis: algunos gobernadores civiles dimitieron. A instigación de dirigentes irresponsables, la muchedumbre se apoderó de los documentos electorales: en muchas localidades los resultados pudieron ser falsificados. »
»Segunda etapa: Conquistada la mayoría de este modo, fue fácil hacerla aplastante. Reforzado con una extraña alianza con los reaccionarios vascos, el Frente Popular eligió la Comisión de validez de las actas parlamentarias, la que procedió de una manera arbitraria. Se anularon todas las actas de ciertas provincias donde la oposición resultó victoriosa; se proclamaron diputados a candidatos amigos vencidos. Se expulsaron de las Cortes a varios diputados de las minorías. No se trataba solamente de una ciega pasión sectaria; hacer en la Cámara una convención, aplastar a la oposición y sujetar el grupo menos exaltado del Frente Popular. Desde el momento en que la mayoría de izquierdas pudiera prescindir de él, este grupo no era sino el juguete de las peores locuras. »
»Fue así que las Cortes prepararon dos golpes de Estado parlamentarios. Con el primero, se declararon a sí mismas indisolubles durante la duración del mandato presidencial. Con el segundo, me revocaron. El último obstáculo estaba descartado en el camino de la anarquía y de todas las violencias de la guerra civil».
En otras palabras, las izquierdas —que ciertamente habían obtenido un importante pero insuficiente respaldo en las elecciones— falsearon el resultado electoral para asegurarse una mayoría absoluta a la que no se habían siquiera acercado. El uso de la violencia, del fraude, de la falsedad documental y del quebrantamiento de la legalidad electoral fueron considerados aceptables para llegar a esa meta. Se trataba de un innegable golpe de Estado. De esa manera, las elecciones de febrero de 1936 se convirtieron ciertamente en la antesala de un proceso revolucionario que había fracasado en 1917 y 1934, a pesar de su éxito notable en 1931.
Partiendo de tan endeble legitimidad —si es que tenía alguna— no puede extrañar que el Gobierno, constituido por republicanos de izquierdas, bajo la presidencia de Azaña para dar una apariencia de moderación, no tardara en lanzarse a una serie de actos de dudosa legalidad que formarían parte esencial de la denominada «primavera trágica de 1936». Mientras Lluís Companys, el golpista de octubre de 1934, regresaba en triunfo a Barcelona para hacerse con el Gobierno de la Generalidad, los detenidos por la insurrección de Asturias eran puestos en libertad en cuarenta y ocho horas y se obligaba a las empresas en las que, en no pocas ocasiones, habían causado desmanes e incluso homicidios, a readmitirlos. En paralelo, las organizaciones sindicales exigían en el campo subidas salariales de un cien por cien, con lo que el paro se disparó. Entre el 1 de mayo y el 18 de julio de 1936 el agro sufrió ciento noventa y dos huelgas. Más grave aún fue que el 3 de marzo los socialistas empujaran a los campesinos a ocupar ilegalmente varias fincas en el pueblo de Cenicientos. Fue el pistoletazo de salida para que la Federación —socialista— de Trabajadores de la Tierra quebrara cualquier vestigio de legalidad en el campo. El 25 del mismo mes, sesenta mil campesinos ocuparon tres mil fincas en Extremadura, un acto legalizado a posteriori por un Gobierno incapaz de mantener el orden público.
El 5 de marzo el Mundo Obrero, órgano del PCE, abogaba, pese a lo suscrito en el pacto del Frente Popular por el «reconocimiento de la necesidad del derrocamiento revolucionario de la dominación de la burguesía y la instauración de la dictadura del proletariado en la forma de soviets».
En paralelo, el Frente Popular desencadenaba una censura de prensa sin precedentes, que duró varios meses, en un intento nada oculto de privar de voz a la oposición. Así seguiría la situación hasta julio de 1936 en que, con el estallido de la guerra, la censura sería sustituida por el expolio y el exterminio de los medios no afectos al Frente Popular. A lo anterior se sumó la disolución masiva de los ayuntamientos que el Gobierno del Frente Popular consideraba hostiles o simplemente neutrales. El 2 de abril el PSOE llamaba a los socialistas, comunistas y anarquistas a «constituir en todas partes, conjuntamente y a cara descubierta, las milicias del pueblo». Ese mismo día, Azaña tuvo un enfrentamiento con el presidente de la República, Alcalá Zamora, y decidió derribarlo con el apoyo del Frente Popular. Lo consiguió el 7 de abril, alegando que había disuelto inconstitucionalmente las Cortes dos veces y logrando que éstas lo destituyeran con sólo cinco votos en contra. Por una paradoja de la Historia, Alcalá Zamora se veía expulsado de la vida política por sus compañeros de conspiración de 1930-1931 y sobre la base de un acto que, precisamente, les había abierto el camino hacia el poder en febrero de 1936. Las lamentaciones posteriores del presidente de la República no cambiarían en absoluto el juicio que merece por su responsabilidad en todo lo sucedido durante aquellos años.
El 10 de mayo de 1936 Azaña era elegido nuevo presidente de la República. A esas alturas, el mito de la victoria electoral del Frente Popular no sólo había quedado establecido sino que además era utilizado como coartada para acabar con el régimen constitucional y entrar abiertamente por la senda de la revolución. No era magro resultado para unas elecciones que, en realidad, no había ganado el Frente Popular. Esa victoria en las urnas no pasaba de ser una burda y violenta mentira que acabaría precipitando a la nación en una guerra civil.

Bibliografía
Resulta imposible sostener la limpieza de las elecciones que llevaron al poder al Frente Popular y, de hecho, Niceto Alcalá Zamora, el presidente de la Segunda República, fue muy claro al respecto. Los últimos estudios de interés sobre el tema son los de Stanley Payne, El colapso de la República, La Esfera de los Libros, Madrid, 2005, y de Pío Moa, 1936 El asalto final a la República, Altera, Madrid, 2005. Desde distintos ángulos, en ambos se refleja muy documentadamente el proceso de deterioro revolucionario que acabó con la legalidad republicana y terminó provocando el alzamiento de julio de 1936. He abordado el tema de manera más breve en Checas de Madri. Nuevas Ediciones de Bolsillo, Barcelona, 2003; Paracuellos-Katyn, Libros Libres, Madrid, 2005, y La guerra que ganó Franco, Planeta, Barcelona, 2006.

Mentira 14
Los intelectuales apoyaron a la izquierda durante la guerra civil española

El estallido de la guerra civil española y el influjo que tuvieron en ella las tácticas de agit-prop habituales de la Komintern tejerían el mito de que los intelectuales españoles, por no decir los de todo el mundo, se habían sumado al bando del Frente Popular. Según esa versión, la cultura y el arte estaban en uno de los dos lados y eran claramente opuestos al otro. La realidad fue, desde luego, muy diferente a esta pieza de propaganda que se sigue repitiendo a día de hoy; una pieza de propaganda que no pasa de ser una mentira histórica.
La propaganda de guerra —y de posguerra— insistiría en que los intelectuales, tanto en España como en el extranjero, estaban al lado del Frente Popular y ferozmente en contra de los alzados en julio de 1936. La realidad fue muy otra. De hecho, las izquierdas habían iniciado la purga de la intelectualidad no servil incluso antes del inicio del conflicto. Así, la diputada socialista Margarita Nelken había afirmado a unos días del estallido de la guerra: «No basta para darnos garantías con “liquidar a los enemigos que ocupan cargos en los ministerios”. Para tener esas garantías indispensables, para que nuestros combatientes del frente se sientan las espaldas protegidas a retaguardia, para que no tengan que temer que se les apuñale por detrás, es preciso ir al fondo del asunto y encararse con la verdad; esto es, saber y decir quiénes tuvieron la responsabilidad de que los traidores pudieran traicionar; quiénes por su incapacidad para obrar como verdaderos republicanos —por muy republicanos que fuesen— demostraron no tener capacidad para defender hoy a la República». [1] No exageraba. Una semana antes de que la diputada del PSOE escribiera las frases reproducidas arriba se había iniciado en la Administración una verdadera oleada de purgas que afectó a todos los sectores de la vida nacional. [2] El 25 de julio, Miguel de Unamuno, que se había manifestado repetidamente contra el Frente Popular y ahora apoyaba a los alzados, fue cesado de su cargo de rector vitalicio de la Universidad de Salamanca y, tres días después, la Universidad de Madrid era objeto de un cambio extraordinario de cargos y nombramientos que llevarían, por ejemplo, a Julián Besteiro, a convertirse en decano de la facultad de Filosofía y Letras y a Juan Negrín a ocupar la secretaría de la facultad de Medicina. No fueron los únicos hombres del PSOE beneficiados por la purga. Al igual que había sucedido en Rusia durante la revolución, los intelectuales partidarios del Frente Popular se habían arrogado el derecho de expulsar de la vida pública —e incluso de la física— a aquellos que no comulgaran con su especial cosmovisión. Así, el 23 de agosto, la Alianza de Intelectuales Antifascistas celebró una asamblea cuya finalidad era depurar la Academia Española de la Lengua, cuyos miembros eran mayoritariamente de derechas. El comité formado para ello, auténtica checa de la cultura, estuvo compuesto por Maroto, Luengo, Abril y, por supuesto, el poeta Rafael Alberti. La depuración fue durísima —de nuevo, sin comparaciones con ninguna otra sufrida en España en ninguno de los siglos precedentes— pero, con todo, pareció tibia a las organizaciones del Frente Popular.
El 30 de julio, se publicó un manifiesto de adhesión a la República. El texto sería utilizado por la propaganda de izquierdas para evidenciar hasta qué punto la intelectualidad se hallaba identificada con el Gobierno del Frente Popular. La realidad fue bien diferente. El manifiesto estaba firmado por Ramón Menéndez Pidal, Antonio Machado, Gregorio Marañón, Teófilo Hernando, Ramón Pérez de Ayala, Juan Ramón Jiménez, Gustavo Pittaluga, Juan de la Encina, Gonzalo Lafora, Pío del Río Ortega, Antonio Marichalar y José Ortega y Gasset. No deja de ser todo un símbolo que, ese mismo día, fuera detenido Ramiro de Maeztu, otro de los grandes intelectuales de la época, en un piso de Madrid. Sería asesinado por el Frente Popular en una de las matanzas masivas realizadas en la época en que Santiago Carrillo era consejero de Orden Público. Para remate, la firma del manifiesto de adhesión a la República fue obtenida en la mayoría de los casos recurriendo a la coacción y no debe extrañar, por lo tanto, que fuera repudiado por los que la estamparon, una vez se vieron a salvo fuera de la España controlada por el Frente Popular.
Desde luego, la firma de manifiestos no fue ciertamente suficiente para garantizar la seguridad de nadie. Había, además, que dar muestras de plegarse a las directrices del Frente Popular, incluidas sus continuas peticiones de sangre. Medios para hacerlo no escasearon. El 1 de septiembre de 1936, por ejemplo, apareció un nuevo periódico de carácter semanal que ostentaba el título de El Mono Azul. Dirigido por Rafael Alberti y María Teresa León, en la cabecera aparecían además como responsables José Bergamín, un católico que había decidido unir su suerte a la revolución, Rafael Dieste, Lorenzo Varela, Antonio R. Luna, Arturo Souto y Vicente Salas Vin. Se trataba, sin ningún género de dudas, de una suma perfecta de comunistas y compañeros de viaje. Sin embargo, a pesar de tratarse de un equipo más que adicto al Frente Popular, para evitar deslizamientos, el PCE estableció un control sobre el periódico en el seno del Quinto Regimiento a cuya cabeza se hallaba Manuel Sánchez Arcas.
Y es que la época era dura, si tenemos en cuenta, por ejemplo, que el periódico socialista Claridad pedía el exterminio de los humoristas, afirmando que: «Todos los humoristas acaban al servicio de la barbarie, Camba, Fernández Flórez, Muñoz Seca y tantos otros. Hay que desconfiar de los humoristas profesionales. Siempre llevan dentro un contrarrevolucionario». De los citados en el medio del PSOE, todos acabaron ante un pelotón de fusilamiento o, con suerte, en el exilio. Alguno sería honrado con una calle en Madrid, calle cuyo nombre desean cambiar en la actualidad los concejales del PSOE. Causa escalofríos este paralelo, desde luego. No faltaron los intelectuales que apoyaron de manera activa y directa la práctica del terror. Fue el caso de Rafael Alberti y de su mujer, de Eduardo Zamacois, o del católico Bergamín.
Por otro lado, tampoco se lo ponían fácil a los que buscaban salvarse mediante el ingreso en la Asociación de Escritores Antifascistas. Claridad no dejaría de fustigar a todos aquellos que ya en 1934 no se habían sumado a la revolución o que habían escrito para el Diario de Madrid, El Sol, La Voz, Ahora o la Revista de Occidente. De manera similar, se enviaron desde Madrid a provincias listados de obras y autores a cuya destrucción había que proceder tanto en bibliotecas como en librerías. Entre los condenados por la inquisición frentepopulista se hallaban los escritores Enrique Jardiel Poncela, Carlos Arniches, Ramón Gómez de la Serna, Eduardo Marquina, Tomás Borrás, José Juan Cadenas, A. Fernández Arias, Joaquín Calvo Sotelo, Ignacio Luca de Tena, M. Morcillo, Pilar Millán Astray, José María Pemán, Jacinto Miquelarena, Adolfo Torrado, Ramón López Montenegro, Jesús J. Gabaldón, Pedro Mata, Alejandro McKimlay, Antonio Quintero y Felipe Sassone, junto con compositores como Moreno Torroba, Jacinto Guerrero o Rosillo, cuya música debía contener, presuntamente, corcheas antirrevolucionarias. No fueron, desde luego, los únicos músicos que tenían que temer.
Con ese ambiente, no puede extrañar que los intelectuales que pudieron hacerlo salieran del territorio controlado por el Frente Popular. Los que lo consiguieron, y no fueron, desde luego, escasos, recurrieron incluso a pedir un nombramiento oficial que les permitiera huir de la barbarie frente populista. Ése fue el caso del poeta Juan Ramón Jiménez, al que una patrulla de milicianos en busca de un tal Ramón Jiménez estuvo a punto de darle el paseo. Se salvó simplemente porque uno de ellos le introdujo un dedo en la boca y, al descubrir que no llevaba dentadura postiza, se dio cuenta del error. [3] Al fin y a la postre, valiéndose de influencias que no estaban al alcance de la mayoría de los españoles, el creador de Platero y yo decidió abandonar la España del Frente Popular para no regresar nunca. Un caso similar fue el de Fernando de los Ríos, que no tomó posesión como rector de la Universidad de Madrid y marchó a ocupar la Embajada de la España republicana en Estados Unidos. Jiménez Asúa, decano de la facultad de Derecho, logró igualmente que se le nombrara encargado de negocios en Praga. José Ortega y Gasset salió con su familia hacia Alicante el 2 de septiembre de 1936. En el tren iba a coincidir con Cipriano Rivas-Xerif, que partía a Ginebra para hacerse cargo del consulado llevando consigo las Memorias del presidente Azaña. Dicho sea de paso, a Ortega y Gasset le faltó tiempo al llegar al exilio para manifestar que si había firmado el Manifiesto de intelectuales se debía que había sido coaccionado y se encontraba sumido en un clima de terror donde los asesinatos estaban a la orden del día. El caso de Ortega es paradigmático porque, como los otros dos intelectuales que en 1931 habían fundado la Asociación al servicio de la República —Marañón y Pérez de Ayala—, se había desvinculado con asco de la España republicana. Por aquiescencia, por interés o por cobardía, nadie protestó en la zona del Frente Popular contra las detenciones, las torturas o los fusilamientos.
La situación en el otro lado presentó variaciones interesantes, pero también coincidencias con la zona del Frente Popular. Estuvieron los que se sumaron al alzamiento con entusiasmo y ya tenían una trayectoria intelectual notable (Manuel Machado, José María Pemán…), los que no fueron menores en su apoyo, aunque su valía intelectual quedaría demostrada en el futuro (Tovar, Ridruejo, Laín Entralgo, García Serrano…), los que se sumaron y se desilusionaron profundamente (Unamuno), los que consideraron más prudente plegarse (Baroja) y los que procedían de la otra zona y durante o al acabar la guerra civil no dudaron en unirse a los nacionales (Ortega y Gasset, Marañón, Menéndez Pidal…).
Sí, es cierto, en la zona alzada fue fusilado Federico García Lorca. Sin embargo como ha recordado recientemente su amigo José Bello [4], Lorca no era de izquierdas sino profundamente apolítico por más que algún hispanista lanar lleve difundiendo una versión muy distinta desde hace décadas. Esa circunstancia explica que su muerte fuera pasada sospechosamente por alto en la prensa de Madrid. El 31 de agosto apareció la noticia tomando como base una información publicada en el Diario de Albacete. Una semana después El Liberal informaría escuetamente: «Se dice que en Granada ha sido asesinado García Lorca». En un gesto de cierta valentía —a fin de cuentas nadie sabía en el fondo por qué habían matado al poeta— la Sociedad de Autores publicó una nota de protesta en la que no aparecían nombres. Era lógico, porque no pocos de sus miembros estaban ocultos a la sazón y no era cuestión de dar señales de vida en unos momentos en que semejante actitud podía significar el primer paso hacia la muerte. Con todo, algunos —que estaban en entredicho— pensaron que quizá era aquél el momento para buscarse un escudo frente a los paseos, como fue el caso de Jacinto Benavente. De manera significativa, la revista de Alberti no dedicó ningún número de homenaje a Lorca, ni reprodujo ninguna de sus obras ni siquiera mencionó su existencia. Actuaba así como César Falcón, que no lo mencionaría en su relato sobre el primer año de guerra. [5] Ramón Pérez de Ayala, uno de los republicanos desengañados con el Frente Popular, llegaría hasta el punto de acusar de la muerte de Federico García Lorca a Alberti, ya que éste había leído por radio unos versos injuriosos contra los alzados atribuyéndolos falsamente al poeta granadino y provocando así su detención. Las últimas investigaciones apuntan a que la causa del fusilamiento de Lorca no fue política, sino fruto de disputas personales. Habría muerto así como otros desdichados sobre cuya ejecución por mero rencor se tendió un velo de supuesta intencionalidad ideológica. Fuera como fuese, lo cierto es que el Madrid del Frente Popular distó mucho de sentirse afectado por el fusilamiento de García Lorca. En el periodo que quedaba de guerra ni reestrenó sus obras teatrales, ni reeditó su poesía, ni le dedicó una calle. De hecho, para la recuperación de la obra dramática del malogrado autor, habría que esperar a la posguerra. Tampoco es extraño, si se tiene en cuenta que el poeta había tenido la osadía de negarse a hablar o recitar en un banquete que se había dado a varios escritores franceses afines al Frente Popular [6], o que ya el mismo 18 de julio la prensa lo habría definido como «Niño mono, orgullo de mamá» [7], es decir, como uno de esos personajes que carecía de lugar en la Nueva España que tanto propugnaba Margarita Nelken.
De manera bien significativa, el número de intelectuales jóvenes resultó mayor en la denominada zona nacional, como también fue mayor el de las figuras que luego despuntarían. Se trata de una realidad que no puede quedar opacada por el olvido intencionado al que se les ha sometido con posterioridad. Y es que, posiblemente, ni siquiera la realidad del exilio hubiera sido tan diferente de haber ganado la guerra el Frente Popular. Miguel Hernández murió de enfermedad en prisión, al igual que sucedió con Julián Besteiro, pero no es seguro que alguno de ellos hubiera estado a salvo en una España sometida a la URSS. Por lo que se refiere a los republicanos, ciertamente algunos no regresaron a la España de Franco al acabar la guerra, pero —como es el caso de Sánchez Albornoz o Juan Ramón Jiménez— tampoco lo hubieran hecho de haber vencido el Frente Popular.
Finalmente, debo dedicar unas líneas a los intelectuales extranjeros en la guerra. De manera bien significativa, los que luego se convertirían en personajes notables —Hemingway, Ehrenburg, Malraux…— a la sazón no eran nada o eran muy poco intelectualmente hablando. Por añadidura, algunos de los más relevantes abandonaron sus posiciones izquierdistas a consecuencia de su paso por España. Tal fue el caso de Orwell —que se inspiró para 1984 en las actividades de los agentes soviéticos en la España del Frente Popular—, de Koestler —que escribiría en El cero y el infinito uno de los alegatos más sólidos contra el comunismo— o de Dos Passos —que descubrió en España la vileza a la que podían llegar los intelectuales de izquierdas.
Al fin y a la postre, y en contra de lo que afirma la propaganda, los intelectuales no apoyaron a la República contra el «fascismo». Por el contrario, quedaron divididos entre un bando y otro por razones no muy diferentes a las que sufrieron los ciudadanos de a pie. El miedo, la convicción ideológica, la zona geográfica influyeron tanto en su destino como en el de los españoles sencillos. Afirmar lo contrario no pasa de ser una mentira histórica.

Mentira 15
Carrillo no fue responsable de las matanzas de Paracuellos

El estallido de la guerra civil española y el influjo que tuvieron en ella las tácticas de agit-prop habituales de la Komintern tejerían el mito de que los intelectuales españoles, por no decir los de todo el mundo, se habían sumado al bando del Frente Popular. Según esa versión, la cultura y el arte estaban en uno de los dos lados y eran claramente opuestos al otro. La realidad fue, desde luego, muy diferente a esta pieza de propaganda que se sigue repitiendo a día de hoy; una pieza de propaganda que no pasa de ser una mentira histórica.
Durante el mes de noviembre de 1936 pocas dudas podía haber de que el sentir común de las fuerzas del Frente Popular era exterminar a los considerados enemigos de clase. Semejante visión no sólo no había nacido con la guerra civil o incluso en los últimos años. En realidad, se venía incubando al menos desde el siglo anterior y había tenido diversas manifestaciones, de las que la revolución de 1934 podía haber sido la más grave en España, pero, desde luego, no la única. De hecho, basta releer las publicaciones de la época para percatarse de que ese exterminio no sólo no se ocultaba como objetivo fundamental, sino que incluso se pregonaba y originaba comentarios jactanciosos. Las fuentes son, al respecto, muy tajantes. Así, Milicia Popular, el portavoz del Quinto Regimiento comunista, afirmaba a inicios de agosto de 1936: [8]
«En Madrid hay más de mil fascistas presos, entre curas, aristócratas, militares, plutócratas y empleados… ¿Cuándo se les fusila?». Y, unos días después, instaba al exterminio con las siguientes palabras: «El enemigo fusila en masa. No respeta niños, ni viejos, ni mujeres. Mata, asesina, saquea e incendia… en esta situación, destruir un puñado de canallas es una obra humanitaria, sí, altamente humanitaria. No pedimos, pues, piedad, sino dureza». [9] Mundo Obrero, por su parte, publicaba por las mismas fechas su «Retablo de ajusticiables», entre los que la gente de creencias religiosas disfrutaba de un siniestro lugar de honor, pero del que no se salvaba ni siquiera «esa cucaracha asquerosa» que no era otro que Niceto Alcalá Zamora, antiguo presidente de la República, que, prudentemente, había optado por el exilio. El periódico Octubre, en un número extraordinario de mediados de agosto [10], resultaba aún más explícito si cabe al afirmar: «A esta hora no debía quedar ni un solo preso, ni un solo detenido. No es hora de piedad. La sangre de nuestros compañeros tiene que cobrarse con creces».
El 3 de noviembre, a unos días apenas de las matanzas, el diario La Voz lanzaba un llamamiento significativo: «Hay que fusilar en Madrid a más de cien mil fascistas camuflados, unos en la retaguardia, otros en las cárceles. Que ni un “quinta columna” quede vivo, para impedir que nos ataquen por la espalda. Hay que darles el tiro de gracia antes de que nos lo den ellos a nosotros».
Si ésta era la opinión de los periódicos, no más moderada resultaba la de los políticos. José Díaz, secretario del PCE, podía afirmar: « ¡Democracia “para todos”» no! Democracia para nosotros, para los trabajadores, para el pueblo, pero no para los enemigos» [11] y, por su parte, Andreu Nin, el personaje más relevante del POUM, resultaba aún más explícito: « ¿Es que la clase obrera que tiene las armas en la mano, en los momentos presentes ha de defender la república democrática? ¿Es que está derramando su sangre para volver a la república del señor Azaña? No, la clase trabajadora no lucha por la república democrática». [12]
De mayor gravedad aún es que los encargados de velar por el orden público estuvieran comprometidos de manera directa en los asesinatos. Uno de esos ejemplos lo constituyó Margarita Nelken. El citado personaje no pertenecía al PCE, sino al PSOE, lo que no le impidió afirmar: «Pedimos una revolución… pero la propia revolución rusa no nos serviría de modelo, porque nos harán falta llamas gigantescas que se verán desde cualquier punto del planeta y olas de sangre que teñirán el mar». El día 6 de noviembre de 1936 Margarita Nelken se entrevistó con el director general de Seguridad, Manuel Muñoz Martínez, para instarle a que le diera la orden de entrega de los presos que iban a ser fusilados. Muñoz Martínez, de Izquierda Republicana, según consta por el testimonio de uno de los escribientes de la Dirección General de Seguridad llamado Jiménez Belles [13], dio a la diputada del PSOE un escrito para el director de la cárcel Modelo en el que se le ordenaba poner en sus manos a los presos que deseara y en la cantidad que estimara pertinente. El camino para los asesinatos en masa quedaba abierto y, trágicamente, no puede decirse que no fuera transitado con profusión.
Con todo, las responsabilidades por las matanzas apuntan más arriba, llegando hasta el propio Gobierno republicano. El 4 de noviembre se había producido una nueva remodelación gubernamental, en virtud de la cual los anarquistas —tan reacios por pura coherencia a entrar en órganos de gobierno— habían aceptado varias carteras ministeriales. El proceso había sido muy tenso porque la CNT había exigido cinco ministerios [14] y en contra de esta pretensión se habían alzado el socialista Largo Caballero y el presidente de la República, Manuel Azaña. Al fin y a la postre, Largo Caballero llegó a un acuerdo con la CNT sobre la base de la concesión de cuatro carteras y Azaña acabó cediendo. Así, entraron en el gabinete, Peiró en Industria, López Sánchez en Comercio, Montseny y García Oliver. Éste, apenas tomó posesión del cargo, hizo llamar al secretario técnico de Prisiones, el republicano Antonio Fernández Martínez, para hacerle saber que la población penal debía reducirse por métodos drásticos. La conversación entre el recién nombrado ministro de Justicia y el secretario técnico de Prisiones nos ha sido transmitida por uno de los funcionarios del ministerio llamado Manuel Guerrero Blanco: «… llamó el entonces Ministro de Justicia, García Oliver, de la FAI, al Secretario Técnico de Prisiones, el republicano Antonio Fernández Martínez, preguntándole cuál era la población penal en Madrid en aquellos momentos; éste le contestó que ascendía a la cifra de diez mil quinientos presos, replicándole García Oliver:
»—Serán quinientos.
»Sospechando la intención de la respuesta, dijo Fernández Martínez:
»—Desde luego son diez mil quinientos presos los que hay. »Y entonces García Oliver puso de manifiesto sus criminales propósitos, al insistir de la siguiente manera:
»—Habrá diez mil quinientos, pero dentro de muy pocos días solamente tienen que quedar quinientos —y añadió—. Está visto que usted o no me entiende o no quiere entenderme». [15]
Cargos importantes en la Administración procedentes del PSOE, de la CNT y de IR, por lo tanto, coincidían en los planes de exterminio de los presos. Por lo que se refiere a Fernández Martínez, fue cesado de su cargo sin que tal paso impidiera lo ya decidido. De hecho, sabemos que, en apenas unas horas, las palabras del ministro anarquista García Oliver se convirtieron en dramática realidad.
El clima de desmoralización en Madrid —bien lejano de la supuesta epopeya relatada por la propaganda de izquierdas— y la cercanía del Ejército nacional impulsaron al Gobierno del Frente Popular a tomar la decisión a inicios de noviembre de abandonar Madrid y trasladarse a Valencia. Así, mientras se encargaba al general Miaja de hacerse cargo de la defensa (con un notable respaldo soviético), se tomaban también las medidas para exterminar a los segmentos de la sociedad considerados no afectos al Frente Popular. Esta tarea — llamada «evacuación» con un eufemismo que después utilizarían los nazis durante el Holocausto— no se había concluido el 6 de noviembre, circunstancia que desesperaba al periodista y agente de la Komintern en España Mijaíl Koltsov [16] y que había llevado a Margarita Nelken a pedir la entrega de los presos al director general de Seguridad, quien, como ya hemos visto, accedió a ello. Sin embargo, la ejecución final de aquellos planes no acabaría quedando en manos de la diputada socialista, de la que pudo, empero, derivar la responsabilidad de las primeras horas así como las sacas iniciales, sino de un joven de las Juventudes Socialistas Unificadas que ingresó el 6 de noviembre de 1936 en el PCE y que se llamaba Santiago Carrillo. El citado personaje entró en la Junta de Defensa que se iba a encargar de regir Madrid a la marcha del Gobierno del Frente Popular en calidad de consejero de orden público. Lo hizo en un momento de especial relevancia, precisamente cuando el PCE había decidido llevar a cabo un programa de exterminio en masa con el que estaban de acuerdo otras fuerzas del Frente Popular. Aquel mismo día, Mijaíl Koltsov se entrevistó con el Comité Central del PCE [17] y les instó para que procedieran a fusilar a los presos que había en las cárceles de Madrid. La sugerencia —¿u orden?— fue acogida sin rechistar, lo que no puede causar sorpresa dado el grado de sumisión que el PCE, como el resto de los partidos comunistas de la época, manifestaba hacia los dictados de Stalin. Todavía el día 6 de noviembre, Enrique Castro Delgado se dirigió al Quinto Regimiento, convocó al comisario «Carlos Contreras» y le dijo: «Comienza la masacre. Sin piedad. La quinta columna de que habló Mola debe ser destruida antes de que comience a moverse. ¡No te importe equivocarte! Hay veces en que uno se encuentra ante veinte gentes. Sabe que entre ellas está un traidor pero no sabe quién es. Entonces surge un problema de conciencia y un problema de partido. ¿Me entiendes?
»Contreras, comunista duro, estaliniano, le entiende.
»—Ten en cuenta, camarada, que ese brote de la quinta columna sale hoy mucho para ti y para todos.
»— ¿Plena libertad? »—Ésta es una de las libertades que el Partido, en momentos como éstos, no puede negar a nadie». [18]
En la labor represora iba a tener un papel destacado el consejillo de la Dirección General de Seguridad. [19] Aunque las tareas estaban distribuidas entre los diferentes miembros, la decisión final la tomaba Santiago Carrillo. [20] Esta circunstancia —verdaderamente esencial— se traducía, por ejemplo, en que Serrano Poncela despachaba diariamente con éste en su oficina u, ocasionalmente, era Carrillo el que se desplazaba a la Dirección General de Seguridad para departir con aquél. Una parte esencial de las mencionadas reuniones giró en torno a las sacas de presos destinados a ser fusilados. Precisamente en la Dirección General de Seguridad se llevaba «un libro registro de expediciones de presos para asesinarlos». [21] De acuerdo con el comunista Ramón Torrecilla, uno de los miembros del consejillo, las expediciones de presos habrían sido entre veinte y veinticinco, de las que «cuatro [eran] de la cárcel Modelo, cuatro o cinco de la de San Antón, seis a ocho de la de Porlier, seis a ocho de la de Ventas… de la cárcel Modelo se extrajeron para matar alrededor de mil quinientos presos». [22] Los datos exactos de estas matanzas vamos a examinarlos a continuación.
El 7 de noviembre de 1936, mientras las columnas nacionales de Barrón y Tella avanzaban por Carabanchel y las de Yagüe y Castejón penetraban por la Casa de Campo, Santiago Carrillo se dedicaba, según señala en sus Memorias, a «la lucha contra la quinta columna». [23] Ya durante la noche anterior, tres agentes comunistas —entre ellos Torrecilla— se habían presentado en la cárcel Modelo y en San Antón para organizar las grandes sacas de presos a los que se iba a fusilar en masa. Se hallaban examinando las fichas y habían llegado más o menos a la mitad cuando se presentó Serrano Poncela y ordenó que los militares y burgueses saliesen de las galerías a las naves exteriores ya que los fascistas estaban avanzando y no se podía correr el riesgo de que fueran liberados para convertirse en su refuerzo. Ordenó, por lo tanto, que los prepararan porque iban a llegar unos autobuses para trasladarlos. En respaldo de este acto se hallaban las órdenes dadas por el socialista Ángel Galarza, el ministro de la Gobernación, para que así se hiciera. En «tono malicioso», Serrano Poncela añadiría que se trataba de una «evacuación… definitiva». [24]
Nadie se opuso a la orden de Serrano Poncela que, dicho sea de paso, muestra hasta qué punto las autoridades más altas del Frente Popular estuvieron implicadas en las matanzas. Torrecilla y sus acompañantes abandonaron la selección de fichas y entre las tres y las cuatro de la mañana se procedió a sacar a los presos de las naves y a atarles las manos a la espalda uno a uno y ocasionalmente por parejas. Eran varios centenares, en su mayoría, militares.
Serían sobre las nueve o las diez de la mañana, según la declaración de Torrecilla, cuando llegaron a la cárcel Modelo siete o nueve autobuses de dos pisos, pertenecientes al servicio público urbano, y dos autobuses grandes de turismo. En cada uno de los vehículos fueron introducidos sesenta o más detenidos con una custodia de entre ocho y doce milicianos. Finalmente, la expedición partió con algunos de los que habían llevado a cabo la selección de las fichas. Por lo que se refiere a Torrecilla, la vio partir y a continuación abandonó la cárcel. [25]
La declaración del policía Álvaro Marasa [26] sirve, además, para confirmar algo ya meridianamente claro, el hecho de que la selección de los presos que iban a ser asesinados y las órdenes para su extracción corrían a cargo de las autoridades de Orden Público con un respaldo directo y explícito del Gobierno del Frente Popular.
La primera tarea la desempeñaba Serrano Poncela, el subordinado directo de Carrillo, en colaboración con el consejo de la Dirección General de Seguridad y con autorización del ministro Galarza.
Por lo que se refiere a la metodología de las sacas, las fuentes son explícitas: «La expedición, en orden a quien la dirigía, se componía de dos momentos: entrega de presos, so pretexto de libertad, en que el agente mandado por Serrano Poncela se hacía cargo de ellos; fusilamiento de los mismos, en que el jefe de las milicias Federico Manzano o su delegado organizaban la matanza, la realizaban y cuidaban de que ningún detenido quedase con vida. El fusilamiento realizado, la misión de todos ellos había terminado y volvían a Madrid sin enterrar los cadáveres».
Las operaciones de exterminio comenzaron el día 7 de noviembre, hacia las cuatro de la mañana, cuando las milicias llegaron a la cárcel de San Antón y realizaron una saca de unos doscientos hombres. En Paracuellos, sobre las ocho de la mañana, habían sido fusilados en masa. [27] La metodología utilizada para realizar las matanzas fue, desde luego, minuciosa, y denota un meditado plan de exterminio. Los detenidos habían sido despojados de cualquier equipaje y atados con bramante de dos en dos o bien con las manos a la espalda. Al no llevar pertenencias consigo, eran conscientes de que los iban a asesinar. A bordo de una veintena de autobuses de dos pisos de la empresa municipal, llegaron hasta Paracuellos. Allí les obligaron a bajar y, tras dividirlos en grupos formados por un número de personas que iba de diez a veinticinco, se les ordenó caminar hasta las fosas colectivas que, como captó bien el diplomático Schlayer que las descubrió, habían sido preparadas para darles sepultura. [28] Una vez situados al borde de las zanjas, un grupo de treinta a cuarenta milicianos abría fuego sobre los reclusos. A continuación, se daba el tiro de gracia a los desdichados. Acto seguido, unos doscientos enterradores reclutados de entre los considerados «fascistas» en las poblaciones cercanas procedían a arrojar los cadáveres a las zanjas y a taparlos con tierra. [29] Sin embargo, las matanzas sólo acababan de empezar.
Resulta extremadamente difícil y complicado planificar el asesinato de miles de seres humanos. No es más sencillo ocultarlo. Precisamente por ello, a esas alturas, las noticias sobre los fusilamientos en masa se habían extendido más de lo que hubieran deseado los verdugos. Manuel Irujo, ministro del PNV en el Gobierno del Frente Popular, se puso en contacto con Matallana, colaborador militar del general Miaja, para aclarar las noticias que le habían llegado de los fusilamientos. Matallana le comentó a Irujo que Miaja no sabía nada de lo que le decía —lo que era una mentira absoluta puesto que, como mínimo, desde una entrevista que había mantenido con el cónsul Schlayer, en la tarde del 7 de noviembre, estaba al corriente de las sacas— y el peneuvista decidió ponerse en contacto con el ministro socialista Galarza. Éste le dijo a Irujo que, efectivamente, se habían producido fusilamientos, pero que se habían debido a la acción de familiares de las víctimas de los bombardeos realizados en Madrid por la aviación de Franco durante los primeros días de noviembre, víctimas que habrían ascendido a 142 muertos y 608 heridos en el primer bombardeo, y 32 muertos y 382 heridos en el segundo. Todos los datos proporcionados por Galarza a Irujo eran rotundamente falsos. De hecho, precisamente del 1 al 6 de noviembre de 1936 no hubo bombardeos sobre Madrid ni, lógicamente, víctimas. El día 7 sí se produjo un bombardeo que, de manera bien significativa, causó un muerto. Desde luego, no podían haber sido los familiares de las víctimas de unos inexistentes bombardeos los que habían llevado a cabo los fusilamientos de millares de personas.
El 11 de noviembre de 1936 Santiago Carrillo dictó y firmó una orden de la consejería sobre la organización de los servicios de investigación y vigilancia. En ella se daba carta de naturaleza legal a lo que era una realidad desde hacía varias jornadas, el que Serrano Poncela, delegado de Orden Público, era un simple delegado de la consejería cuya titularidad ostentaba Carrillo. No contaba éste a la sazón con menos de cinco mil hombres para llevar a cabo sus funciones de represión. Sin lugar a dudas, este dato numérico es de la mayor importancia si tenemos en cuenta que, a la sazón, en torno a Madrid se libraba una encarnizada batalla en la que todos los efectivos que pudieran movilizar ambos bandos se podían considerar pocos. Incluso, en tan difíciles circunstancias, las autoridades republicanas consideraron que podían destinarse cinco mil hombres a tareas represivas. Semejante visión de la guerra —guerra de clases, no lo olvidemos— tendría claros ejemplos a lo largo de todo el siglo XX. Había comenzado ya en 1917 con los bolcheviques, continuado ahora con los frente-populistas españoles, y durante la Segunda Guerra Mundial se perpetuaría con los agentes de Stalin y de Hitler, para los que el denominado frente interno tenía tanto valor como el bélico.
Ese mismo día 11 tuvo lugar una reunión de la Junta de Defensa. En el curso de la misma, Carrillo recabó —y le fue confirmada— la autoridad sobre los traslados de presos. Además, reconoció que la «evacuación» de los presos había tenido que ser suspendida por «la actitud adoptada últimamente por el cuerpo diplomático». Ahora iba a reanudarse bajo su directa supervisión.
El 12 de noviembre, Carrillo pronunció un discurso incendiario en Unión Radio [30], donde afirmó, entre otras cosas, que «la quinta columna» estaba en camino de ser aplastada y que los restos que de ella quedaban en los entresijos de la vida madrileña estaban «siendo perseguidos y acorralados con arreglo a la ley, con arreglo a todas las disposiciones de justicia precisas; pero sobre todo con la energía necesaria». [31] Sin embargo, por mucho que Carrillo hiciera referencia a la ley, lo cierto es que lo único que se estaba aplicando era la «justicia revolucionaria» de la que tan devotos eran los frente-populistas. No resulta por ello extraño que el cuerpo diplomático distara mucho de creerse la versión oficial de las autoridades del Frente Popular.
La verdad resultaba tan difícil de ocultar que la Junta de Defensa acabó publicando en la prensa del 14 de noviembre una nota en la que calificaba de «infamia» los rumores sobre los fusilamientos y, a continuación, afirmaba que «ni los presos son víctimas de malos tratos, ni menos se debe temer por su vida». [32]
Difícilmente se podría concebir una mentira más cínica destinada además a cubrir la práctica continuada de asesinatos en masa. Aunque semejante comportamiento encajaba a la perfección con los métodos soviéticos.
Sin embargo, la falsedad de la Junta no iba a engañar al cuerpo diplomático. De hecho, los lugares de extracción de las víctimas de los nuevos fusilamientos en masa fueron diversos y ponen de manifiesto un deseo de no dejar ningún recinto penitenciario libre de su tributo de asesinados. De Porlier se realizaron siete sacas desde el 18 de noviembre al 3 de diciembre. Fueron sacados 37 presos el 18 de noviembre, 253 el día 24, 24 el 25, 44 el 26, 24 el 30, 19 el 1 de diciembre y 73 el 3 de diciembre. Las órdenes de excarcelación fueron firmadas por Serrano Poncela, el subordinado directo de Santiago Carrillo, y los presos fueron entregados a Andrés Urresola y a Álvaro Marasa. Todavía el 4 de diciembre se llevarían a cabo otras dos sacas, de las que una llegó sin víctimas a Alcalá de Henares y otra terminó en una nueva matanza en Paracuellos.
En el caso de la cárcel de Ventas, el inicio de la segunda oleada de asesinatos emanó de una orden de 18 de noviembre firmada por el subdirector general Vicente Giraute. Como en ocasiones anteriores, no fueron pocos los presos — superaron los trescientos— a los que se dio orden de libertad tan sólo para encubrir que se les llevaba, como a varios miles antes que a ellos, al matadero de Paracuellos. No obstante, una cosa era la realidad y otra —bien diferente— la propaganda. Mientras que la técnica del exterminio en masa continuaba siendo la misma que la seguida a inicios de noviembre, ahora la Junta de Defensa pretendió dar a los actos un aspecto de legalidad e instituyó unos tribunales populares que, antes de la ejecución, condenaban a los destinados a la muerte. Hasta qué punto semejantes actos no pasaron de ser una farsa puede desprenderse del hecho de que tan sólo en la cárcel de San Antón, donde comenzaron el 21 de noviembre, en tres días llegaron a celebrarse mil ochocientos juicios. [33] La justicia denominada revolucionaria no pasaba de ser, como en tantas ocasiones antes y después en la Historia, un cruento simulacro del que sólo brotaban sentencias condenatorias para personas a las que se había decidido arrancar la vida.
El 27 de noviembre llegaron a San Antón nuevas órdenes de Serrano Poncela de puesta en libertad de más reclusos. Según el método habitual, el día siguiente, esos detenidos, incluidos en dos sacas, terminaron también siendo asesinados en Paracuellos. [34]
El día 29 de noviembre tuvo lugar una nueva saca en el curso de la cual fue asesinado, entre otros muchos, Arturo Soria Hernández, hijo del urbanista creador de la Ciudad Linea1. [35] El 30 se efectuaría la última saca de San Antón. Cuando concluyeron, finalmente, las matanzas de aquellos días, millares de madrileños habían sido asesinados por las fuerzas de la Junta de Defensa cuya Consejería de Orden Público se hallaba dirigida por el comunista Santiago Carrillo. [36]
El mes de noviembre de 1936 acabó con el final de las sacas que desembocaban en matanzas en masa. Si así fue no se debió en absoluto ni a que la política de exterminio de los organismos del Frente Popular hubiera concluido ni tampoco al hecho de que el Gobierno hubiera decidido, siquiera por razones políticas, poner fin a unos crímenes que privaban de cualquier legitimidad, real o supuesta, a su causa. El final de los asesinatos vino vinculado a la acción individual de un hombre en el que primaron la nobleza de sentimientos y la humanidad por encima de cualquier planteamiento ideológico. Se trataba del anarquista Melchor Rodríguez. [37] La última saca realizada por Serrano Poncela había tenido lugar el 3 de diciembre. Con la llegada de Melchor Rodríguez este tipo de matanzas concluyó y sólo volvió a producirse una masiva cuando, tras un bombardeo de la aviación de Franco sobre Guadalajara, los frente-populistas asaltaron la prisión y asesinaron a la práctica totalidad de los 320 recluidos.
La carrera represiva de Carrillo y sus colaboradores sufrió, desde luego, un golpe de muerte con la llegada de Melchor Rodríguez. La reorganización de la Junta de Defensa de Madrid, llevada a cabo el 1 de diciembre de 1936, le había mantenido en su puesto, al igual que al general Miaja, pero escasa efectividad tuvo esa circunstancia a partir de la toma de posesión de la delegación de prisiones por parte de Rodríguez. Serrano Poncela dejó de firmar órdenes de sacas [38] ante las disposiciones del delegado anarquista, y Carrillo, limitado en el ejercicio de sus funciones represoras, a finales de diciembre abandonó la Junta de Defensa. Le sustituyó José Cazorla, un antiguo chofer que no dejaría de colisionar en su ánimo exterminador con Rodríguez.
Sobre la responsabilidad ejecutora de Carrillo no tenía entonces duda ninguno de los que supieron lo que estaba sucediendo —como no la han tenido después los familiares de los asesinados ni los estudiosos del tema—, ya formara parte del cuerpo diplomático, como Félix Schlayer, o de las autoridades republicanas. Al respecto, no deja de ser significativo que el nacionalista vasco Galíndez, en sus memorias del asedio de Madrid, dejara de manifiesto sobre quién residían las responsabilidades. En 1945 escribiría: «El mismo día 6 de noviembre se decide la limpieza de esta quinta columna por las nuevas autoridades que controlaban el Orden Público. La trágica limpieza de noviembre fue desgraciadamente histórica; no caben paliativos a la verdad. En la noche del 6 de noviembre fueron minuciosamente revisadas las fichas de unos seiscientos presos de la cárcel Modelo y, comprobada su condición de fascistas, fueron ejecutados en el pueblecito de Paracuellos del Jarama. Dos noches después otros cuatrocientos. Total 1020. En días sucesivos la limpieza siguió hasta el 4 de diciembre. Para mí, la limpieza de noviembre es el borrón más grave de la defensa de Madrid, por ser dirigido por las autoridades encargadas del orden público». [39]
El testimonio de Galíndez no está desprovisto de inexactitudes, como la de calificar de «fascistas» a los asesinados cuando lo cierto es que un número bien considerable de ellos nada tenía que ver con el fascismo y eran simples militares, sacerdotes ordinarios e incluso republicanos históricos sin contar al millar de niños y menores de edad. También es un tanto sospechosa la manera en que
minimiza el número de muertos al hacer referencia únicamente a las matanzas del 6 y 8 de noviembre y, como hemos tenido ocasión de ver, al situar la decisión de llevar a cabo los fusilamientos en el primer día citado. Sin embargo, difícilmente puede ser más claro a la hora de designar las responsabilidades. De hecho, el PNV, que contaba con dos checas en Madrid [40] estaba más que al corriente de la represión llevada a cabo en la zona controlada por el Frente Popular. No sólo eso. Hay que decir que incluso Irujo, el peneuvista que formaba parte del Gobierno frentepopulista, protestó por las matanzas que se estaban llevando a cabo aunque, también esto es cierto, ni las denunció ni tampoco dimitió en señal de protesta por los crímenes.
Estos datos —junto con la responsabilidad directa y esencial de Carrillo en millares de crímenes— han sido confirmados de manera irrefutable tras la apertura de los archivos de la antigua URSS. Al respecto, existe un documento [41] de enorme interés emanado del puño y letra de Gueorgui Dimitrov, factótum a la sazón de la Komintern o Internacional Comunista. El texto, de 30 de julio de 1937 [42], está dirigido a Voroshílov y en él le informa de la manera en que prosigue el proyecto de conquista del poder por el PCE en el seno del Gobierno del Frente Popular. Todo el documento reviste una enorme importancia, pero nos vamos a detener en la cuestión de las matanzas realizadas en Madrid que Dimitrov menciona en relación con el peneuvista Irujo: «Pasemos ahora a Irujo. Es un nacionalista vasco, católico. Es un buen jesuita, digno discípulo de Ignacio de Loyola. Estuvo implicado en el escándalo bancario Salamanca-Francia. Actúa como un verdadero fascista. Se dedica especialmente a acosar y perseguir a gente humilde y a los antifascistas que el año pasado trataron con brutalidad a los presos fascistas en agosto, septiembre, octubre y noviembre. Quería detener a Carrillo, secretario general de la Juventud Socialista Unificada [43], porque cuando los fascistas se estaban acercando a Madrid, Carrillo, que era entonces gobernador, dio la orden de fusilar a los funcionarios fascistas detenidos. En nombre de la ley, el fascista Irujo, ministro de Justicia del Gobierno republicano, ha iniciado una investigación contra los comunistas, socialistas y anarquistas que trataron con brutalidad a los presos fascistas. En nombre de la ley, ese ministro de Justicia puso en libertad a cientos y cientos de agentes fascistas detenidos o de fascistas disfrazados. En colaboración con Zugazagoitia, Irujo está haciendo todo lo posible e imposible para salvar a los trotskistas y sabotear los juicios que se celebran contra ellos. Y hará todo lo que pueda para que se les absuelva. Este mismo Irujo estuvo en Cataluña en los últimos días con su jefe Aguirre, el famoso presidente de la famosa república vasca. Mantuvieron reuniones secretas con Companys para preparar la separación de Cataluña de España. Están intrigando en Cataluña donde afirman: os espera el mismo destino que a la nación vasca; el Gobierno republicano sacrificó a la nación vasca y también sacrificará a Cataluña».
El retrato de Irujo que Dimitrov realizó en este informe no resulta ciertamente amable. De él se nos dice que era hipócrita, corrupto y desleal al colaborar con los nacionalistas catalanes en la preparación de la secesión de Cataluña. Sin embargo, lo que más parece irritar a Dimitrov es que era «un auténtico fascista», una calificación extensible, al fin y a la postre, a todo aquel que no estuviera dispuesto a someterse a los dictados de Moscú. En el caso de Irujo, esa conducta se expresaba en dos cuestiones esenciales para los soviéticos. Una, que estaba intentando detener la purga de aquellos elementos de izquierda que no podían ser controlados por Stalin, y que se estaba llevando ya a cabo. Otra, especialmente importante para nuestro estudio, que intentaba que el peso de la ley cayera sobre el comunista Carrillo que era el que había dado la orden de las matanzas sucedidas en Madrid. Ni que decir tiene que Irujo no consiguió ninguno de sus objetivos, en el seno de un Gobierno que, crecientemente, se hallaba controlado por las decisiones de Moscú y que se encaminaba hacia un modelo de dictadura similar al que se impuso en los distintos países del Este de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. No es menos cierto que tampoco denunció lo sucedido ni adoptó medidas de protesta o de repulsa pública. [44]
Mantuvo, por el contrario, su puesto en el Gobierno y, a la vez, celebró reuniones con los nacionalistas catalanes para descuartizar España. Ciertamente, el PNV tenía un conjunto de prioridades obvio.
No menos claro —y también aparecido tras el desplome de la antigua URSS — resulta el testimonio de Stepanov, otro de los agentes de Stalin en España, que se refiere a las tareas de represión de Carrillo de la siguiente manera:
«Durante la operación de Brunete, tras ella y durante la operación de Belchite, los anarcosindicalistas llevan a cabo una verdadera campaña de provocación contra el Gobierno y contra el Partido Comunista; además, tienen en calidad de consejeros militares a Guarner y Asensio. Entre los caballeristas y los anarcosindicalistas se ha concluido evidentemente un acuerdo de actuaciones conjuntas. Defienden a los poumistas, llevan a cabo una campaña a favor suyo en la prensa y envían un memorándum especial a favor de los poumistas a los miembros del Gobierno y a las direcciones de todos los partidos y, también a todas las redacciones de los periódicos. Se multiplican los escándalos del poder judicial. Bajo la dirección inmediata del Ministro de Justicia, Irujo, el poder judicial pone en libertad a miles de fascistas que estaban en las cárceles. Y, por el contrario, arrestan a una serie de comunistas (vg. en Murcia), provocan la persecución judicial contra muchos comunistas (incluso también contra Carrillo, Secretario General de las Juventudes Socialistas Unificadas) por la represión arbitraria de fascistas en otoño de 1936. Estos escándalos fueron presentados como “normalización del orden público”».
Los testimonios no pueden ser más claros e irrefutables. El cuerpo diplomático (Schlayer, etc.); los agentes soviéticos (Stepanov); la Komintern (Dimitrov); las autoridades republicanas y la clase política (Irujo) supieron siempre que Carrillo había tenido una parte determinante en el asesinato de millares de personas indefensas, recluidas en las prisiones de Madrid y llevadas a Paracuellos para su holocausto. Intentaron justificar semejantes acciones e incluso las elogiaron dentro de una cosmovisión exterminacionista como la del comunismo. Sin embargo, no negaron que Carrillo fuera culpable. Haberlo hecho habría constituido —sigue constituyendo— una mentira histórica.

Bibliografía
A la espera de que se publiquen los trabajos de José Manuel Ezpeleta sobre la represión en Madrid y las matanzas de Paracuellos, en lo que, con seguridad, será una aportación definitiva, la obra más completa sobre el tema es César Vidal, Paracuellos-Katyn, Libros Libres, Madrid, 2005. En este texto se aportan, por ejemplo, los datos emanados de los archivos de la antigua URSS, los procedentes de fuentes no utilizadas hasta la fecha e incluso un listado de los asesinados en Paracuellos, que es mínimo ya que no aparecen consignados, lógicamente, los cadáveres sin identificar.
La obra de Gibson, Paracuellos, cómo fue, Plaza y Janés, Barcelona, 1983 — que no pasa de ser un mediocre reportaje periodístico—, está muy superada y buena parte de sus conclusiones ya han aparecido como erróneas a la luz de la documentación exhumada desde que se publicó por primera vez hasta la fecha. Gibson no es un historiador y cultiva una peculiar metodología consistente en sumar entrevistas, a los datos exhumados de las hemerotecas, como fuentes esenciales de sus obras. No extraña, por lo tanto, que los resultados expuestos en sus libros acaben siendo tan deficientes. En el caso de Paracuellos, por ejemplo, la documentación soviética —que Gibson ignoraba y que tampoco ha incorporado en la reciente reedición de su libro— no deja lugar a duda sobre la responsabilidad directa y principal de Carrillo en los fusilamientos. También sabemos ahora que los agentes soviéticos —conocemos hasta el nombre de los pilotos— intentaron derribar el avión con el representante de la Cruz Roja que llevaba pruebas de las matanzas a Suiza, en un momento muy delicado internacionalmente para el Gobierno del Frente Popular. Incluso hasta la identificación de la mayoría de los asesinados es segura y, por cierto, el número de víctimas dobla al calculado por Gibson hace más de veinte años. Ni uno de estos datos —por citar tan sólo algunos botones de muestra— han sido incluidos por Gibson en la reciente reedición de su obra. Las razones pueden ser meramente de incompetencia científica —ya hemos mencionado antes su pobre metodología— pero no pueden descartarse los prejuicios ideológicos. Gibson no sólo ha desempeñado cargos públicos en las listas electorales del PSOE sino que, además, hace unos meses afirmó en una entrevista en la prensa escrita que comprendía los fusilamientos de Paracuellos. Cuando alguien se manifiesta comprensivo con el genocidio, no vamos, desde luego, por el buen camino.

Mentira 16
Franco ganó la guerra gracias a la ayuda extranjera

A mediados de la década de los setenta del siglo XX, el estudio de la guerra civil española produjo algunos de sus frutos más logrados y rigurosos. Sin embargo, tras la victoria electoral del PSOE a inicios de la década siguiente buena parte de la historiografía dedicada al tema se desplazó hacia lo que Stanley Payne ha denominado la custodia de la llama de lo políticamente correcto, en lugar de al estudio en profundidad del tema. La llegada al poder de Rodríguez Zapatero implicó una profundización en tan deplorable trayectoria, dando paso a una utilización propagandística de la guerra civil desprovista del menor atisbo de análisis crítico. Semejante comportamiento ha venido ligado a la difusión de mitos que, de manera bien reveladora, no fueron propalados ni siquiera por los vencidos de la guerra civil. Uno de ellos es la afirmación de que Franco ganó la guerra gracias a la ayuda extranjera, lo que no pasa de ser una flagrante mentira histórica.
En abril de 2006 algunos medios de comunicación españoles publicaron un manifiesto titulado «Con orgullo, con modestia y con gratitud» en el que llevaban a cabo una reivindicación de la Segunda República. El texto era una repetición de una mitología republicana que no hubieran respaldado —de hecho, no lo hicieron— los principales protagonistas del drama español acaecido entre 1931 y 1939. Que este manifiesto fuera suscrito por gente del mundo del espectáculo o de las artes tenía una cierta coherencia, teniendo en cuenta cómo, históricamente, nunca han faltado miembros de tan honrosísimas ocupaciones que apoyaran públicamente las peores atrocidades que el mundo ha conocido, desde Lenin a Mao pasando por Mussolini, Hitler o Stalin. Más notable es que entre los firmantes se encontraran autores de libros de Historia de los que, si bien muy escorados ideológicamente, se espera un mínimo rigor científico. [45]
El citado panfleto afirmaba, entre otros dislates, que la victoria de Franco «sólo fue posible gracias a la ayuda de los regímenes fascista y nazi que preparaban una invasión de Europa que acabaría provocando una guerra mundial y, aún más decisivamente, gracias a la culpable indiferencia de las democracias, que, antes de convertirse en víctimas de las mismas potencias en cuyas manos habían abandonado a España, eligieron parapetarse tras el hipócrita simulacro de neutralidad que representó el comité de No Intervención de Londres». Semejante lectura del conflicto no pasa de ser una patética reproducción de la interpretación propagandística de la Komintern, tras la invasión de la URSS en el verano de 1941. Subrayémoslo bien: de la propagandística, porque las interpretaciones de uso interno fueron muy diferentes, por ejemplo, en el informe Stepanov; y después de la invasión de la URSS, porque, nada más acabar la guerra civil española, Stalin suscribió un acuerdo con Hitler que permitió a ambos dictadores repartirse Europa, prepararse para el siguiente asalto y considerar como el peor enemigo no al otro Estado totalitario sino a las democracias occidentales. Recordemos, por ejemplo, que cuando Hitler atacó Francia y Gran Bretaña, las órdenes de la Komintern —la misma Komintern que organizó las Brigadas Internacionales para combatir en España— fueron no combatir contra la invasión alemana porque se trataba de una guerra entre potencias imperialistas, e incluso sabotear el esfuerzo de guerra de las democracias contra los nazis. [46]
Esa visión de la Komintern —y no es de extrañar— no fue la de los vencidos, siquiera porque muchos habían acabado concibiendo una profunda aversión a Stalin y al PCE. El anarquista Diego Abad de Santillán, por ejemplo, no atribuyó la victoria de Franco a la ayuda internacional. De hecho, escribió al año siguiente de concluido el conflicto [47] que la pérdida de éste se debió a: «a) la política franco-británica de la no intervención… unilateral; b) la intervención rusa en nuestras cosas; c) la patología centralista del Gobierno ambulante de Madrid-Valencia-Barcelona-Figueras». En resumen, la guerra se había perdido por el abstencionismo de las democracias occidentales, pero también por lo que Abad de Santillán consideraba, como anarquista, auténticas bestias negras: la acción comunista y el intento de organización del Gobierno central (bien limitado en sus resultados) que sólo podía interpretar como «patología centralista». Algo similar encontramos en otra obra, publicada en 1941, debida a Julián Gorkín [48], un importante dirigente del POUM. Tampoco Gorkín pensaba que Franco hubiera ganado la guerra gracias a la ayuda internacional. Más bien afirmaba que se había perdido por la acción directa de Stalin (que había enviado el material militar «tarde y con pobreza») y de los comunistas («que lo administraban conscientemente mal») sumada a la disposición del dictador soviético a pactar con Hitler. No dejaba de ser un punto de vista curioso el de atribuir la derrota a la potencia que más había ayudado al Frente Popular, pero lo cierto es que la versión de Gorkín coincidía, en cuanto a la atribución de responsabilidades, con la de los comunistas arrepentidos Jesús Hernández, ministro republicano y factor esencial en la caída de Prieto [49]; Enrique Castro [50] y Valentín González El Campesino [51]. Para todos ellos, la derrota debía atribuirse no a Hitler y a Mussolini o a la pasividad supuesta de Gran Bretaña y Francia, sino, de manera principal, a Stalin. Esa misma opinión fue la de importantes socialistas —tan enfrentados por tantas otras cosas— como Largo Caballero [52] y Besteiro [53]. Este último, llegó incluso a la conclusión de que Stalin era mucho peor que Franco. Para la misma Pasionaria, la derrota había arrancado, no de la intervención de Alemania e Italia a favor de los alzados, sino de la falta de unión del Frente Popular, especialmente «tanto más que los nacionalistas vascos y los anarquistas… no participaban en el Frente Popular». Aunque, en teoría, la Pasionaria no pretendía minimizar el papel de los partidos republicanos en la guerra civil, sin embargo, su conclusión no podía resultar más tajante:
«Y sobre todo, lo que la guerra mostró de manera exhaustiva, es que sin la unidad de la clase obrera, la dirección de la revolución democrática cae inevitablemente en manos de la burguesía, que frena esta revolución, que no la lleva hasta el fin, que incluso la transforma en instrumento contra el proletariado». [54]
Ciertamente, en algunos análisis de los vencidos, sí se concedió un cierto papel a la intervención extranjera en favor de los alzados pero, de manera bien significativa, en ningún caso tal y como aparece citada en el Manifiesto pro-republicano que hemos citado al principio de esta mentira. Por ejemplo, José Antonio de Aguirre, el presidente del Gobierno vasco [55], atribuyó la derrota al «frío egoísmo de las cancillerías [que] condenó a muerte a quienes entonces eran los únicos que estaban defendiendo con las armas en la mano los ideales democráticos», a la ayuda germano-italiana y, de manera muy especial, al «compromiso de Münich» que acabó con cualquier posibilidad de resistencia de la República. De manera bien significativa, Aguirre no dice ni una palabra de la política desleal de los nacionalistas vascos hacia el Frente Popular. Por su parte, Francisco Ayala [56] señaló cuatro razones fundamentales para la derrota: la intervención ítalo-germana, la negativa de Francia e Inglaterra a entregar a la República «aquellas armas que por un tratado previo estaban obligadas a venderle», la intervención soviética dotada del «mismo frío cinismo que el Eje Roma-Berlín» y la «desprevenida inocencia» de España.
Finalmente, entre los vencidos, hay que señalar a un tercer grupo de personajes que intentó realmente profundizar en la totalidad de causas de la derrota de la República sin caer, al menos no de manera tan explícita y parcial, en discursos de tipo apologético. El primero de ellos fue un político: Manuel Azaña. En su obra La revolución abortada. [57], el presidente de la República señaló como causas de la derrota el hundimiento del Gobierno republicano en septiembre de 1936; la intervención internacional en favor de los alzados; el sectarismo de los gobiernos vasco y catalán que impidieron un mando único, rivalizando con el Estado en el funcionamiento de los servicios públicos relacionados con la guerra y la industria; y el «efecto paralizante» provocado por el «derrame sindical». Esto, según Azaña, fue lo que más ayudó a los alzados, después de los alemanes e italianos, en la medida en que destrozó el orden anterior sin crear a cambio uno nuevo. De esa manera, se aceptaba que los derrotados eran, en no escasa medida, responsables de su derrota y que las dificultades que habían impedido la victoria del Frente Popular habían sido de orden internacional, pero también técnico, es decir, militar e industrial.
Con todo, y tiene lógica que así sea, entre los personajes que captaron con mayor profundidad las causas de la derrota del Frente Popular se encuentran un ministro de Defensa (Indalecio Prieto) y un militar (Vicente Rojo). Es cierto que ambos fueron vencidos, pero no es menos cierto que Prieto desempeñó su papel de manera comparativamente competente y que Rojo fue el mejor militar del
Ejército popular de la República. El primero, al caer el frente del Norte —un hecho que implicaba que el Frente Popular ya no podría ganar la guerra militarmente—, hizo públicas las causas de aquel desastre. [58] Las mismas, que con escasos matices podían extrapolarse a las razones de la derrota final, eran las siguientes:
  1. Antagonismos políticos terriblemente perjudiciales en estas circunstancias y a cuyo conjunto corrosivo ha dado en denominarse con gran justeza “la sexta columna”.
  2. Intromisiones de la política en el Mando militar, privándole de libertad, quebrantando su prestigio y, a veces, destruyendo sus planes. A una decisión política, a la cual se ha aludido antes, fueron debidas las consecuencias más graves del desordenado repliegue de Santander.
  3. Insuficiente solidaridad entre las regiones afectadas por la lucha, dejando que deleznables resentimientos pueblerinos llegaran a tomar carta de naturaleza en el propio Ejército.
  4. Desconocimiento de la verdadera naturaleza de sus funciones por parte de los comisarios que, mediante injerencias intolerables, incluso anularon órdenes del Mando.
  5. Apartamiento del ejército combatiente de personal excesivo de entre el movilizado para dedicarlo a funciones pseudoindustriales, auxiliares o burocráticas, y el cual, al ser incorporado a filas a última hora y en momentos críticos, constituyó una rémora en vez de un refuerzo.
  6. Conducta errónea de la retaguardia, consintiendo que cobrara influencia en ella el enemigo.
  7. Cultivo de recelos injustificados en torno a los Mandos, bajo sospecha de que reveses inevitables son fruto de la traición, y el afán de sustituir aquéllos, sin darse cuenta de que la enorme complejidad de una guerra moderna no permite eliminar su dirección técnica, que forzosamente han de asumir los militares profesionales, debiendo quedar reservada la política a la misión de trazar las líneas generales de la campaña, pero sin inmiscuirse en la ejecución de los planes».
La síntesis de estas causas, como se ve, es la falta de mando único cuya conveniencia reclaman todos, pero que casi nadie acepta. [59]
La descripción de Prieto es enormemente interesante. Señala como causas de la derrota la división partidista inexistente en el bando nacional (1), el peso excesivo de la política en las operaciones, también desconocida en el caso del enemigo (2, 4 y 7), la desgracia que significó tener a los nacionalistas vascos como aliados (3), la corrupción, que suele mencionarse poco, pero que causó un enorme daño al Frente Popular (5) y el número de españoles que, estando en la zona controlada por el Frente Popular, simpatizaban, sin embargo, con los nacionales, una circunstancia curiosa si se tiene en cuenta que Prieto desplegó una extraordinaria labor represiva en la retaguardia con la colaboración de los agentes de Stalin. De manera bien significativa, porque Prieto contaba con datos abundantes al respecto, no menciona ni la intervención de Alemania e Italia — sabía que la de la URSS era muy superior— ni una supuesta inferioridad material, porque hasta finales de 1937 la diferencia en este sentido era favorable a la España dominada por el Frente Popular. Prieto sabía, y no se equivocaba, que la responsabilidad esencial de la derrota se hallaba en los propios derrotados.
No debería extrañar que Vicente Rojo llegara a conclusiones muy similares. Así, en la minuta de una entrevista sostenida entre éste y Matallana en Valencia del 16 al 19 de noviembre de 1938 [60], justo en la época en que Negrín llegaba a un acuerdo con la URSS para implantar una dictadura sometida a Stalin al final de la guerra, el militar afirmaba:
«… Es preciso llegar a la unidad política o pedir la paz, porque de lo contrario sobrevendrá el caos.
—La guerra es posible sostenerla y ganarla con las siguientes condiciones:
  1. Unidad absoluta en lo político y en la dirección de la guerra.
  2. Disciplina absoluta en el frente y en la retaguardia.
  3. Organización de los abastecimientos y garantía de los mismos.
  4. Importación urgente de armamentos.
  5. Reorganización militar y social.
—Si esto no es posible por falta de personas, por falta de medios, por desavenencias políticas o por lo que sea, liquidar el conflicto evitando el caos, con una de las fórmulas siguientes:
  1. Conversaciones previas para entrega de las personas responsables.
  2. Preparación de la entrega de poderes.
  3. Evacuación de la masa responsable para evitación de represalias.
  4. Secreto en las decisiones que conduzcan a la liquidación»
Rojo había llegado a las mismas conclusiones que Prieto aunque mantuviera más tiempo que él la fe en la victoria del Frente Popular. La derrota no cabía atribuirla a la intervención germano-italiana sino, sustancialmente, a los mismos vencidos, que habían sido incapaces de alcanzar unos objetivos conseguidos por Franco antes de que acabara 1936. En realidad, si los alzados de 1936 vencieron se debió a un conjunto de causas, mucho más prosaicas, pero también más reales y efectivas que la ayuda extranjera. Éstas podrían sintetizarse de la siguiente manera:

1. La superación de la inferioridad material inicial
Como señaló muy lúcidamente el socialista Indalecio Prieto al comenzar la guerra, la superioridad con que contaba el Frente Popular determinaba de manera casi matemática su victoria sobre los alzados. Éstos, quizá con la excepción de Franco, nunca pensaron en el desencadenamiento de una guerra civil. Las directrices emanadas del general Mola, y las esperanzas de los otros generales alzados, apuntaban al triunfo de un golpe de Estado, que debería decidirse apenas en unas horas, si se alcanzaba la victoria en Madrid o, en unos días, si había que marchar sobre la capital para que ésta cayera. El golpe hubiera podido ser abortado con relativa facilidad en esos momentos, dada la abultada superioridad en hombres y material del Frente Popular. Si no fue así, se debió, fundamentalmente, a dos razones: el afán de la revolución —o revoluciones— que, desde el PSOE a la CNT, pasando por el POUM o el PCE, eran el objetivo político esencial desde hacía décadas; y la firmeza de los alzados en seguir combatiendo y no desmoralizarse dando ejemplo de una tenaz gallardía que se manifestó de manera especial en episodios como Oviedo, Huesca o el Alcázar de Toledo. Mientras que un bando pensó que no sólo la superioridad material se hallaba de su parte, sino también la moral, y que además contaba con el respaldo del «pueblo» al que pretendía representar de manera exclusiva, el otro, que, como veremos, daba enorme importancia a los factores morales, sabía que la victoria derivaría de aspectos esencialmente militares. Mientras que un bando creía en la victoria de sus respectivas utopías, el otro estaba convencido de que debía contener la marea revolucionaria si deseaba no sólo salvaguardar su libertad religiosa y la unidad de España, sino incluso sobrevivir físicamente.
Hasta finales de 1937 el Frente Popular contó con una superioridad técnica y material indiscutible derivada de sus propios medios y de los proporcionados por la URSS, principalmente, y por otras naciones, de manera secundaria. Sin embargo, dividido en partidos empeñados en llevar a cabo utopías incompatibles, sin capacidad ni voluntad de controlar a los nacionalistas vascos y catalanes, y desprestigiado ante Gran Bretaña por la represión llevada a cabo, sobre todo en Madrid, no supo aprovecharla. Tras la pérdida del Norte, la posibilidad de una victoria sobre los nacionales se fue alejando más hasta hacerse imposible después de la terrible derrota en el Ebro.

2. El mejor empleo de la ayuda extranjera<
Constituye un tópico muy extendido el de afirmar que mientras que el Frente Popular careció del material militar, especialmente de ayuda extranjera, para ganar la guerra, los nacionales sí contaron con el suficiente. La afirmación no deja de ser una tautología ya que no cabe duda de que si un bando ganó y otro fue vencido, es que al vencedor le bastó y al derrotado le resultó insuficiente. Esta línea de razonamiento es la seguida, por ejemplo, por Gerald Howson en su libro Armas para España [61], una obra elogiosamente comentada por Santos Julia [62], pero a cuyo carácter verdaderamente deplorable desde todos los puntos de vista ya hemos dedicado sobradas páginas. [63] Baste recordar las repetidas sandeces de Howson al señalar, por ejemplo, que en España cada duque o marqués poseía «un castillo, un palacio, tres casas solariegas, una casa en Madrid, un piso en Montecarlo, dos aeroplanos privados y seis Rolls-Royce»; [64] que el pueblo de las aldeas vivía en chamizos que en 1931 estaban en condiciones peores que «en el 431 de la era cristiana»; [65] que esa población española rural había sido pagana ¡hasta su conversión al cristianismo ya en el siglo XX! [66] y creía «que los animales, aves e insectos del campo nacían espontáneamente de los elementos ambientales de la tierra, el aire y el agua»; [67] que el Ejército español tenía en 1931 ochocientos generales; [68] que la Legión estaba formada por «ex presidiarios españoles cuyas penas se habían conmutado por el servicio militar»; [69] que era la «tercera parte extranjera del ejército»; [70] que antes de 1936 no había habido socialistas en gobiernos españoles [71] o que la revolución de 1934 —que justifica— costó «cuatro mil vidas». [72] No extraña que los datos de Howson resulten, una y otra vez, erróneos. Por ejemplo, reduce el número de aparatos enviados por la URSS al Frente Popular a 657, cuando no fueron menos de 923, o afirma que los I-152 no participaron en la guerra [73], cuando lo cierto es que sí efectuaron misiones de guerra.
Por lo que se refiere a fusiles, ciertamente el Ejército popular de la República recibió modelos que habían sido proyectados en su casi totalidad en la última década del siglo XIX o la primera del siglo XX, es decir, algo similar al Ejército nacional, que recibió de Italia un modelo de 1891 y de Alemania uno de 1898. Pero, además, el Ejército popular de la República contaba con los Mosin-Nagant soviéticos que eran excelentes —aunque Howson no sepa que la diferencia entre el antiguo y el moderno era sólo que las medidas ya no se calculaban en arshin sino en sistema métrico decimal— y con otras armas ambicionadas por el Ejército nacional. Entre éstas se hallaban las ametralladoras Maxim Mod. 1910, los fusiles ametralladores Maxim-Tokarev, los fusiles ametralladores Bergmann MG 15nA, alemanes, y Browning Wz 28, polacos. La ametralladora francesa Saint-Étienne Mod. 1907 de la que dice que fue retirada del frente occidental en 1914 —probablemente confundiéndola con la Puteaux Mod. 1905 ya que la Saint-Etienne continuó usándose hasta los primeros tiempos de la Segunda Guerra Mundial— fue aún más usada por los nacionales que por el Ejército popular. Finalmente, hay que señalar que el fusil ametrallador Chauchat Mod. 1915 no era bueno, como señala Howson al indicar que, según Jasón Gurney, los interbrigadistas británicos los «tiraron a la basura la primera mañana de la batalla del Jarama». [74] Muy sobrados de material debían estar los interbrigadistas, porque el Ejército nacional lo siguió usando hasta el final de la guerra.
No más acertados son los juicios de Howson en lo que al material de artillería se refiere. [75] Se escandaliza así de que el Ejército popular estuviera armado con «sesenta tipos distintos de piezas de artillería» [76], pasando por alto que la artillería nacional empleó 74 modelos diferentes más otros 25 de costa. No más atinado está cuando califica de «prehistóricos cañones de campaña franceses» [77] a los Saint Chamond, que en 1939 se consideraban armamento suficiente para intentar una recuperación de Gibraltar. Pasa por alto, además, que del material artillero enviado por Alemania e Italia al Ejército nacional tan sólo las tres baterías del Grupo experimental —septiembre de 1938— eran modernas, ya que las restantes eran anteriores o contemporáneas a la Primera Guerra Mundial. Finalmente, por lo que se refiere a la escasez de proyectiles —otro de los tópicos utilizados por Howson— nunca hubiera debido ser un problema grave, ya que el Frente Popular tenía organizada la fabricación en su territorio. Cuestión diferente es si la gestión de esa necesidad se llevó a cabo con competencia o con torpeza.
Dejando a un lado el libro deplorable de Howson, debemos señalar, por ejemplo, que en términos de carros de combate el Frente Popular contó con una «abrumadora superioridad cualitativa». [78] La diferencia fue tan extraordinaria a favor del Ejército popular de la República que sólo se fue nivelando cuando, a medida que avanzaba la guerra, el Ejército nacional se fue apoderando de los carros enemigos. Baste decir al respecto que, en septiembre de 1938, la Agrupación de Carros de Combate nacional disponía de 64 carros Panzer I y 32 T-26 capturados, es decir, el 33 por ciento era material soviético cogido al enemigo. En noviembre, la proporción de material soviético capturado era aún mayor, casi un 39 por ciento. Por no referirse a la Agrupación de Carros del Sur del Ejército nacional, que estaba armada en un cien por cien con efectivos capturados al Ejército popular de la República.
Por lo que se refiere al material aeronáutico, también la República contó con una clara superioridad durante buena parte de la guerra. No sólo los aparatos proporcionados por la URSS eran superiores técnicamente a los alemanes o italianos, sino, además, más numerosos.
Esa superioridad del enemigo la fue equilibrando el Ejército nacional gracias a diversos expedientes. Uno fue, como ya hemos mencionado, la captura de material enemigo y es que, en medida no escasa, el Ejército nacional pudo abastecerse gracias a ello. La interceptación de envíos como los del Sylvia, el Eugenia Cambanis, el Virginia S y el Ellinico Vouono permitió a los nacionales surtirse de material indispensable que iba destinado al Frente Popular. Súmese, además, el perdido en los diferentes enfrentamientos por el Ejército popular de la República. De hecho, no deja de ser significativo que, hacia el final del conflicto, entre un 25 y un 30 por ciento del Ejército nacional estuviera equipado con material capturado al enemigo, hasta el punto de que, por una cruel ironía de la Historia, el Ejército popular era uno de sus grandes proveedores.
Pero a esa circunstancia se unió otra que dice mucho de lo sucedido en ambos bandos. Los nacionales apresaron veintidós [79] Aero A.101 que transportaba el Hordena y que Howson califica de «vetustos y prácticamente inservibles». [80] A juzgar por las palabras del inefable Howson, los aviones carecían de valor y, de hecho, los aparatos de ese tipo que llegaron a las manos de los republicanos sólo fueron utilizados de manera fugaz en Belchite para, acto seguido, verse relegados a misiones de reconocimiento marítimo en el seno del Grupo 71. Pues bien, a diferencia de lo hecho por sus adversarios, la Aviación nacional los utilizó en la campaña de Vizcaya, en la detención de la ofensiva del Ejército popular sobre la Granja-Segovia, en la batalla de Brunete, en las campañas de Santander y Asturias, en la del cierre de la bolsa de Mérida y en la contención de la ofensiva contra Peñarroya. Todavía el 28 de marzo de 1939, dos días antes de acabar la guerra, se usaron en una misión en el sector de Aranjuez. Como ha señalado muy acertadamente A. Mortera Pérez, «la moraleja de todo esto es que, cuando llegaba a manos nacionales —bien por captura, bien por adquisición— un tipo de material anticuado o desgastado, éstos, en vez de postergarlo entre lacrimógenas quejas o acerbas críticas, se limitaban a repararlo, ponerlo en servicio y tratar de sacarle así el mayor rendimiento posible». [81] Y es que, al final, la conclusión a la que se llega al examinar las cifras escuetas y exactas del material empleado por ambos bandos es que, con el que dispuso, el Frente Popular pudo ganar la guerra, y que la derrota no puede achacarse a un desnivel de suministros.

3. La baza diplomática
De no menor importancia en la derrota y victoria finales fue la baza diplomática. Sin embargo, una vez más, hay que atribuirla en no escasa medida a las acciones llevadas a cabo por los respectivos gobiernos. El Gobierno del Frente Popular no fue abandonado por las democracias como suele repetirse de manera tópica e inexacta. De hecho, el Gobierno francés del Frente Popular simpatizaba abiertamente con el del Frente Popular español e, incluso en las épocas en que la
frontera con Francia estaba formalmente cerrada, siguieron llegando a la España frentepopulista entregas de armas. [82] Por su parte, Gran Bretaña había llegado a la conclusión, antes del estallido de la guerra, de que el Frente Popular avanzaba en la dirección de un sistema similar al soviético y no estaba dispuesta a apoyar semejante eventualidad. La propaganda posterior hablaría de la lucha entre la democracia y el fascismo, pero, de manera bien significativa, la guerra civil española no fue vista así por las potencias de la época. Para Alemania, se trataba de una lucha entre los blancos —el nombre que dieron desde el principio del conflicto al bando nacional— y los rojos, similar a la vivida con anterioridad por naciones como Rusia o Finlandia. Sus enemigos intentarían homologar a Franco con Hitler o Mussolini, pero el Führer sufrió especialmente el carácter blanco del régimen de Franco y el que el sector azul de la Falange —el único con similitudes con los fascismos— pesara tan poco. Durante la Segunda Guerra Mundial, Hitler se plantearía incluso la posibilidad de dar un golpe de Estado en España que derribara a Franco e implantara una verdadera dictadura fascista. Para la URSS, se trataba de una oportunidad de extender la revolución mediante la creación de una dictadura similar a la que, después de la Segunda Guerra Mundial, conocería el Este de Europa. Sin embargo, no fue tan ingenua como para pensar que se enfrentaran en los campos de España los partidarios de la democracia y los del fascismo. Sin duda, desde la perspectiva de la Komintern, el bando nacional era fascista, pero también lo habían sido los socialdemócratas alemanes o las democracias occidentales si se terciaba. Cuando concluyó la guerra en España, Stalin no tuvo ningún problema en pactar con Hitler el reparto de Europa oriental y en ordenar que los partidos comunistas en Occidente sabotearan el esfuerzo de guerra de las democracias contra el nacionalsocialismo alemán.
Las democracias como Estados Unidos o Gran Bretaña no simpatizaban con ninguno de los dos bandos, pero no pudieron dejar de percibir el peligro comunista como algo mucho peor que la implantación de una dictadura autoritaria. Las noticias sobre matanzas como las de la cárcel Modelo de Madrid o las de Paracuellos no pudieron ser neutralizadas mediante inventos propagandísticos como el de la supuesta matanza en masa en Badajoz. Era obvio que los alzados fusilaban y que se veían episodios de horror en la zona de España que controlaban. Sin embargo, no estaban desencadenando una revolución como la soviética, precisamente la revolución que las legaciones diplomáticas podían observar con verdadero espanto en ciudades como Madrid y Barcelona, donde la represión frentepopulista se cobró más de veinte mil vidas durante la guerra. Entre la revolución al estilo soviético y la contrarrevolución optaron por la neutralidad benevolente hacia la segunda. Dicho sea de paso, sería el mismo comportamiento que seguirían después de la Segunda Guerra Mundial y durante la Guerra Fría.
Al fin y a la postre, los intercambios comerciales con el «área de la libra y el dólar» fueron para Franco tanto o más importantes que los llevados a cabo con Alemania e Italia. La suma del factor revolucionario y del económico explica sobradamente la política británica durante la guerra civil española. Ya a finales de 1936, el Almirantazgo británico —que conocía las matanzas de oficiales de marina perpetradas por los simpatizantes del Frente Popular— se pronunció repetidamente en favor de reconocer el derecho de beligerancia de los alzados, lo que equivalía a considerar a ambos bandos como similares ante el derecho internacional. [83] De hecho, hacia finales de noviembre de 1936, se reconoció de manera tácita el derecho de Franco a imponer un bloqueo. Se decidió, incluso, que si los buques de Franco hundían barcos británicos y tales acciones se debían «a la buena fe», semejantes actos no serían considerados «piratería». [84]
Si la baza diplomática de las democracias —con la excepción de Francia— acabó basculando en contra del Frente Popular por su política revolucionaria, no mejores fueron las consecuencias de su alianza con la URSS. La Academia de Ciencias de la URSS dio unas cifras de ayuda al Frente Popular —sin incluir las Brigadas Internacionales— que aparecen recogidas en el texto ruso de Solidarnost narodov s Ispanikoy respublikoy. [85]
«806 aviones de combate (mayormente cazas), 362 tanques, 120 autos blindados, 1555 piezas de artillería, cerca de 500.000 fusiles, 340 lanzagranadas, 15.113 ametralladoras, más de 110.000 bombas de aviación, cerca de 3 400 000 proyectiles de artillería, 500.000 bombas de mano, 826 millones de cartuchos, 1500 Tm de pólvora, lanchas torpederas, estaciones de reflectores para la defensa antiaérea, camiones, emisoras de radio, torpedos y combustibles. No todos estos pertrechos de guerra llegaron a su destino, porque, como ya hemos indicado, algunos buques soviéticos y de otras naciones, fletados con esta finalidad, fueron hundidos por los piratas italianos o conducidos a puertos que estaban en poder de los sublevados».
Ciertamente, Franco necesitaba tan imperiosamente la ayuda de Alemania e Italia como el Frente Popular la de la URSS, pero negoció de manera incomparablemente mejor las condiciones. En el caso de la Italia fascista y de la Alemania nacional-socialista, Franco logró evitar la entrega de bases en territorio nacional —algo en lo que seguiría insistiendo Hitler durante la Segunda Guerra Mundial—, pactó condiciones razonables de pago (en contra de las imposiciones pretendidas por Alemania) y mantuvo la independencia de su régimen. Difícilmente hubiera podido ser más distinta la forma de actuar del Frente Popular. Se ha insistido repetidamente en que Stalin estafó a España y que no puso interés en que el Frente Popular ganara la guerra. Como ha resumido magníficamente A. Mortera Pérez [86], Stalin cobró el material de guerra al Frente Popular considerablemente más barato de lo que Franco lo recibía de sus suministradores, y siguió enviando material en cantidades importantes cuando la guerra estaba ya perdida —después del Ebro— pues sus agentes habían pactado con Negrín la transformación de la República en una dictadura comunista. Lejos de tratarse de un paso obligado, el envío del oro del Banco de España a la URSS vino motivado por la cercanía ideológica entre el Frente Popular y un régimen totalitario que, a la sazón, había exterminado a millones de seres humanos y mantenía recluidos a varios millones más en una red inmensa de campos de concentración. Hacia la URSS marcharon unas reservas que no debieron salir de España o que podían haber sido enviadas a una nación más fiable, y no puede resultar extraño que un personaje tan carente de escrúpulos como Stalin aprovechara la situación. Franco no estaba dispuesto a convertir España en una nación sometida a Alemania e Italia y así lo dejaría de manifiesto durante la Segunda Guerra Mundial. Por el contrario, un sector importante del Frente Popular —como después lamentarían amargamente algunos de sus componentes — sí deseaba ansiosamente la colaboración con Stalin e incluso la conversión de España en una nación de características similares a la suya, fiscalizada por agentes de Moscú. Aunque no se conocieran todos los detalles, esas circunstancias pesaron de manera considerable en contra del Frente Popular y, siquiera de manera indirecta, a favor de Franco. Algo similar sucedería con un factor esencial para entender la guerra y para comprender su desenlace.

4. El factor religioso y moral
Otro factor que tuvo una considerable relevancia en la victoria final de Franco fue el que podríamos denominar religioso y moral. De manera cruenta, el aspecto religioso estuvo íntimamente ligado con la persecución emprendida por uno de los bandos, una persecución que tiene claros paralelos en la guerra civil rusa y en la guerra de los Cristeros en México. Si los diversos segmentos en que estaba fragmentado el Frente Popular creían en la justicia de sus respectivas causas no siempre coincidentes y no pocas veces incompatibles, los distintos sectores del rebelde estaban unidos por uno muy concreto: la necesidad de evitar una revolución que no sólo pretendía despedazar España sino también aniquilar la religión mediante una persecución terrible. Así, los muertos eran «caídos por Dios y por España». Combatían para salvar a la nación de su despedazamiento por parte de los nacionalistas catalanes y vascos y de la implantación de una dictadura de izquierdas, así como del exterminio de la Iglesia católica. Sin embargo, el evitar la quema de iglesias, el saqueo de conventos y el asesinato de sacerdotes y religiosas fue, más que ninguna otra, la circunstancia que dio coherencia a las masas de un bando ideológicamente muy variado, y la repetición de este aspecto en los estudios del general Casas de la Vega constituye una muestra de atinado acierto. Por ello, no resulta chocante que en muchas de las unidades combatientes la formación ideológica real estuviera más conectada con el páter que con elementos cercanos a la Falange o al Requeté. Una vez más, el Frente Popular sólo recogió las consecuencias de sus actos. Su persecución contra los católicos —la más terrible del siglo XX contra los fieles de esta Iglesia— colocó a la aplastante mayoría de los fieles de esta religión de todo el mundo a favor del bando de Franco ya que no podían permanecer indiferentes. La victoria del Frente Popular sería el final de un proceso de exterminio. Aunque sólo fuera por eso, la guerra debía ganarla Franco. El efecto que estas circunstancias tuvo en las opiniones públicas de países como Irlanda, Francia y, especialmente, Estados Unidos distó mucho de ser insignificante y, desde luego, pesó, junto con otros factores, sobre los gobiernos, para que no ayudaran a la República. Al respecto, no deja de ser significativo que México, el único país que junto con la URSS ayudó oficialmente a la República, hubiera protagonizado una terrible persecución religiosa tan sólo unos años antes.

5. La conservación de la mentalidad militar y la unidad de mando
A lo anterior hay que añadir que, lejos de subordinar lo militar a lo político — como recomendaba, por ejemplo, Clausewitz—, Franco hizo todo lo contrario. Así supo mantener la cadena del mando, se ocupó desde el inicio de la formación, de acuerdo con principios específicamente castrenses, de sus hombres, atendió a aspectos logísticos de enorme importancia y fue articulando un ejército que en 1939 superaba el millón de hombres. Se puede objetar que todo lo hizo guiado por un espíritu escasamente creativo (tardó más que la República en modificar la unidad básica) y demasiado convencional. Pese a todo, los resultados fueron muy positivos. Lejos de distraerse, como sus adversarios, con luchas internas referentes al modelo político o a la prioridad de la revolución sobre la victoria o viceversa, captó desde el principio que lo único que importaba era obtener el triunfo militar. Esa unidad de mando, ese principio elemental del enfoque militar, no se dio en el bando del Frente Popular. Tampoco existió —y resultó fatal— la unión política y administrativa.
El Frente Popular contó con una superioridad material y numérica muy abultada hasta finales de 1937. Contó igualmente con militares brillantes, como Vicente Rojo, pero nunca logró ni la unidad de mando ni una articulación central. Al fin y a la postre, la derrota final del Frente Popular —una derrota vinculada a factores militares— fue responsabilidad obvia del propio Frente Popular. Sin embargo, no sería justo atribuir sólo a sus torpezas y errores la derrota. En ella tuvo una importancia esencial el propio Franco como supieron ver desde el principio los generales que decidieron otorgarle el mando único.
Aunque Franco tardó en sumarse al Alzamiento, no pasó mucho tiempo antes de que la guerra civil se convirtiera en «su» guerra. En julio de 1936 vio con enorme claridad que sería larga y dura y decidió pedir ayuda a Inglaterra, Italia y Alemania. En agosto y septiembre, con una acusadísima carencia de medios y una notable inferioridad de condiciones, fueron sus columnas las que llevaron a cabo las acciones más espectaculares de los sublevados y lograron unificar a los distintos focos rebeldes salvo alguna excepción. Antes de finalizar el mes, se había convertido en el Generalísimo de los ejércitos alzados, pero también en su suprema autoridad política. La unidad de mando quedaba así conseguida.
Durante los meses siguientes —tras liberar el Alcázar en Toledo— llegó a las puertas de Madrid. El Ejército popular de la República podría haberlo aplastado, dada su enorme superioridad numérica y material. No lo consiguió y aunque aprovecharía propagandísticamente el haberlo contenido a las afueras de la ciudad, no pudo privarlo de la iniciativa militar. De hecho, durante los meses sucesivos, el Ejército popular no pudo ir más allá de concluir las sucesivas batallas en tablas, con la excepción de la derrota italiana de Guadalajara, muy aireada por la propaganda, pero de escasa relevancia militar.
Con la elección de desplazar el centro de gravedad militar al norte republicano, Franco dio un vuelco a la guerra que resultaría verdaderamente decisivo. A pesar de su inferioridad numérica y material, Franco no sólo logró tomar Vizcaya, Santander y Asturias, sino que además aniquiló las ofensivas de diversión republicanas.
Franco decidió entonces efectuar una nueva ofensiva sobre Madrid que le permitiera concluir la guerra. Para evitar tal posibilidad, la República lanzó la ofensiva de Teruel. Se produjo entonces un proceso que se repetiría vez tras vez durante la guerra civil. Franco detuvo, primero, la ofensiva republicana y después la transformó en una contraofensiva de consecuencias terribles para el adversario. En esta ocasión, el quebranto sufrido por las fuerzas republicanas pudo aprovecharlo Franco rompiendo el frente de Aragón y partiendo en dos la España del Frente Popular, en la que fue, quizá, la ofensiva más brillante de la guerra.
Al término de aquella ofensiva, Franco, en contra del parecer de sus generales, en lugar de dirigirse contra Cataluña, cargó sus esfuerzos ofensivos sobre Valencia. La decisión se ha discutido, pero, posiblemente, fue acertada. Tanto que para evitarla, el Ejército popular de la República llevó a cabo el paso del Ebro. Después de las primeras jornadas, y a pesar de la incomprensión de sus generales o del propio Mussolini, Franco demostró controlar la situación. Como señalaría al abandonar una reunión, «no me comprenden. En treinta y cinco kilómetros tengo encerrado al ejército rojo». Tenía razón y, de hecho, supo mantener una notable serenidad durante la batalla. Mientras discurría la misma,
y a pesar de los juicios agoreros, Franco se empleó en tareas de gobierno, como el inicio del programa de obras de transformación del puerto de Pasajes; la puesta en marcha del plan de subsidios familiares para los trabajadores; la reorganización del Instituto Nacional de Previsión; la aparición del Instituto Social de la Marina, la promulgación de la ley de reforma del bachillerato o la constitución del Tribunal Supremo… De manera bien significativa, de los veinte magistrados que lo integraban en 1936, trece se habían reincorporado a su puesto en la España nacional. [87] El paralelo con la España del Frente Popular —donde Negrín pactaba la conversión de la República en una dictadura de partido único controlada por Stalin— salta a la vista. El Ebro concluyó con una nueva victoria de Franco que, pocos meses después, se convirtió en definitiva.
Se puede objetar —con razón— que Franco no era Napoleón. Sin embargo, fue muy superior a sus adversarios al menos en cuatro aspectos. En primer lugar, porque, desde una situación de enorme inferioridad —que en algunos asuntos como el de los carros de combate casi duró toda la guerra— supo equilibrar materialmente el conflicto y acabar consiguiendo la superioridad; en segundo lugar, porque supo hacer un mejor uso de sus recursos; en tercer lugar, porque supo plantear mucho mejor la baza diplomática y, en cuarto lugar, porque, en paralelo, mantuvo la unidad política y militar de sus fuerzas y supo construir un Estado. Es cierto que las deficiencias manifestadas por el Frente Popular facilitaron en parte la labor de Franco, pero si el Ejército nacional hubiera adolecido de las mismas, hubiera perdido la guerra. Ésas fueron las verdaderas razones de la victoria de Franco en la guerra civil española. Señalar que ésta última se debió sustancialmente a la ayuda extranjera no pasa de ser una mentira histórica.

Bibliografía
Por paradójico que parezca, no son muchos los estudios monográficos sobre la guerra civil dedicados a sus aspectos militares. He intentado ofrecer una síntesis del tema en César Vidal, La guerra que ganó Franco, Planeta, Barcelona, 2006. También deben tenerse en cuenta obras como la Historia del Ejército Popular de la República, La Esfera de los Libros, Madrid, 2006, de Ramón Salas Larrazábal, la Historia general de la guerra de España, Rialp, Madrid, 1986, de los dos hermanos Salas Larrazábal, o la Historia actualizada de la Segunda República y de la Guerra de España, Fénix, Getafe, 2003, de Ricardo de la Cierva. De especial relevancia son también los artículos que aparecen en la Revista Española de Historia Militar y que, debidos a historiadores como Lucas Molina o A. Mortera Pérez, por citar sólo a dos, están zanjando de manera documentada y definitiva no pocos aspectos historiográficos relacionados con asuntos militares de la guerra civil. A Mortera Pérez, por ejemplo, le debemos un extraordinario artículo sobre G. Howson que deja de manifiesto no sólo los deplorables prejuicios y palpable desconocimiento del británico sino también el papanatismo ignorante de los que, como Santos Juliá, aplaudieron en España su obra Armas para España, Ediciones Península, Barcelona, 2000.

Mentira 17
McCarthy cayó por su paranoia anticomunista

La figura del senador Joseph McCarthy aparece asociada en la mentalidad popular con el episodio conocido como «caza de brujas». De manera repetida, se le ha relacionado con la persecución sufrida por algunos cineastas de Hollywood y con una paranoia anticomunista carente de fundamento. La realidad, sin embargo, es que esto no pasa de ser una mentira histórica.
Aunque suele ser habitual identificar en los medios de comunicación el Comité de Actividades Antiamericanas con el senador McCarthy y con la búsqueda de comunistas en Hollywood, la realidad histórica es que los tres elementos tuvieron una vida independiente que sólo se cruzó de manera ocasional.
El Comité de Actividades Antiamericanas fue creado por la Cámara de Representantes de Estados Unidos, en 1938, para investigar las actividades de agentes extranjeros en ese país.
Durante sus primeros arios, su principal preocupación fue, lógicamente, la lucha contra el fascismo y el nacionalsocialismo alemán.
A la sazón, su presidencia recayó en el senador demócrata Martin Dies, que no dudó en acusar de deslealtad a sectores nada reducidos del funcionariado gubernamental.
La actividad de Dies recibió un considerable respaldo, en parte, porque pertenecía al partido del presidente Roosevelt y, en parte, porque no interfería con los dictados políticamente correctos.
Sin embargo, a pocos se les escapaba que el fascismo y el nacionalsocialismo no eran las únicas amenazas totalitarias que se cernían peligrosamente sobre las democracias.
A decir verdad, el socialismo soviético era anterior a los regímenes ya citados y, antes que Hitler, ya había establecido una red de campos de concentración o había utilizado el gas como medio para eliminar a poblaciones civiles.
No resulta por ello extraño que el peligro comunista ya hubiera sido percibido a la sazón.
En el caso de Hollywood, semejante circunstancia se había producido ya durante la Segunda Guerra Mundial por personajes de la talla de John Wayne, Clark Gable, Gary Cooper o Cecil B.
de Mille.
Sin embargo, y en contra de lo que se afirma repetidamente, la vigilancia de tan inquietante fenómeno no pasó por el Comité de Actividades Antiamericanas sino por una organización creada en 1944 por los profesionales más competentes del cine llamada Alianza para la Preservación de los Valores Americanos.
Si deseamos ser objetivos hay que señalar que razones para actuar así no les faltaban.
De hecho, películas como Mission to Mosco.
(1944) habían defendido los procesos de Moscú de 1937-1938 dentro de la más pura ortodoxia estalinista.
Ni con la lucha en Hollywood contra la infiltración comunista ni con la creación de la citada asociación tuvo nada que ver McCarthy.
El mismo Comité de Actividades Antiamericanas también tardó un tiempo en ocuparse de la influencia comunista en la industria cinematográfica.
Hubo que esperar hasta 1947, bajo la presidencia del senador demócrata J.
Parnell Thomas, para que iniciara una investigación sobre el tema.
De todos es sabido que la misma terminó con la detención de un grupo de actores y escritores conocidos como los «Diez de Hollywood».
Suele ser menos conocido que éstos se encontraron sin apoyo por la sencilla razón de que eran sobrada y sabidamente culpables de las imputaciones que se formulaban contra ellos.
Por ejemplo, el actor Sterling Hayden efectivamente militaba en el PCUSA en 1946.
Películas como La ley del silencio (On the waterfront, 1954) de Elia Kazan, de hecho, venían a mostrar lo que opinaba la mayoría de los artistas cinematográficos: que testificar ante el comité era un deber cívico.
Si se tienen en cuenta las purgas que los regímenes comunistas estaban realizando en esa época en media Europa, no cuesta comprender hasta qué punto las acusaciones de que Estados Unidos era un país fascista —que aparecen por ejemplo en la película Tal como éramos (The way we were)— donde no existía libertad resultan un verdadero disparate histórico y un claro ejercicio de hipocresía.
McCarthy, dicho sea de paso, seguía sin aparecer.
De hecho, en 1948 y 1949, la gran estrella del comité fue Richard Nixon, el futuro presidente, que demostró una extraordinaria habilidad en la investigación sobre Alger Hiss, un siniestro personaje al servicio del espionaje soviético.
La entrada de McCarthy en este torbellino iba a ser posterior y demuestra hasta qué punto el hecho de atribuirle a él la denominada caza de brujas es no sólo inexacto históricamente sino injusto.
Joseph Raymond McCarthy había nacido en 1908 en Grand Chute, Wisconsin.
Tras estudiar en la Marquette University, ejerció la abogacía en su Estado natal hasta que fue nombrado juez de un tribunal, en el que prestó servicio hasta 1939.
Durante la Segunda Guerra Mundial combatió en la Marina y sólo durante la posguerra se dedicó a la política con un discurso no sólo conservador sino también católico.
En 1946 fue elegido por primera vez senador por el partido republicano, pero hasta febrero de 1950 no adquiriría un verdadero relieve al pronunciar firmes denuncias sobre la infiltración comunista en la Administración norteamericana.
Aunque la propaganda posterior ha insistido en que McCarthy era un paranoico que veía comunistas donde había sólo gente de carácter liberal o incluso indiferente, la desclasificación de documentos en los archivos soviéticos —como el archivo Venona— ha puesto de manifiesto que, si acaso, el senador se quedó muy corto en sus apreciaciones.
De hecho, el 14 de abril de 1996, Nicholas von Hoffmann, uno de los autores más políticamente correctos del espectro americano, reconocía en el Washington Post que McCarthy «estaba más cerca de la verdad que sus furiosos adversarios» y confesaba con pesar que «los rojos estaban debajo de la cama mientras los liberales mirábamos hacia otro lado».
A fin de cuentas, concluía Von Hoffmann, «el triunfo más importante del Kremlin ha sido la influencia del grupo procomunista que hemos padecido en el interior mismo de nuestro Departamento de Estado».
Eso fue exactamente lo que McCarthy señaló —aunque de manera burda y mal perfilada— en febrero de 1950.
Se trató únicamente del inicio.
Durante algo más de dos años, McCarthy se convirtió en un verdadero flagelo de infiltrados comunistas y, por lo que sabemos actualmente, no se equivocó una sola vez por más que sus adversarios demostraran ocasionalmente notables dotes interpretativas y una mayor pericia utilizando los medios de comunicación.
Tampoco debe sorprendernos porque si en algo han destacado los comunistas a lo largo del siglo XX ha sido en la utilización de la propaganda, la agitación y la subversión.
Lamentablemente para las naciones sometidas al socialismo real, el comunismo no mostró esa misma competencia en la gestión de la economía o en la resolución de problemas materiales básicos.
En 1953, siendo presidente del subcomité de investigaciones del Senado, McCarthy entró en un terreno especialmente sensible, que se convirtió en sumamente resbaladizo al afirmar en abril de 1954 que el secretario de Defensa encubría actividades llevadas a cabo por agentes extranjeros.
McCarthy pensaba ir aún más lejos.
Había llegado a su conocimiento la Operación Keelhul, un vergonzoso acuerdo en virtud del cual Eisenhower, antiguo jefe supremo de las fuerzas aliadas en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, había dejado en manos de los ejércitos soviéticos a millares de anticomunistas rusos y húngaros aun a sabiendas de que serían deportados e incluso fusilados.
No sólo lo conocía sino que además estaba dispuesto a sacarlo a la luz pública pidiendo explicaciones por tan miserable comportamiento, mantenido éste por un personaje que, por aquel entonces, era presidente.
McCarthy, ciertamente, podía ser tosco y poco sutil, pero dejaba de manifiesto una honradez verdaderamente extraordinaria.
En su labor pública estaba dispuesto a enfrentarse con gente de su propio partido, sin excluir al presidente de la nación.
Quizá no se trató de una forma de actuar prudente, pero debe reconocerse en él una gallardía al alcance de muy pocos políticos.
La respuesta del republicano Eisenhower fue inmediata.
Presionó al senador Everett Dirksen para que abandonara la colaboración con McCarthy, preparó dossiers contra ayudantes del senador, como Cohn y Schine, movilizó a medios afines para denigrarlo y, finalmente, llegó a un acuerdo con un ambicioso político del partido demócrata llamado Lyndon B.
Johnson para iniciar la confrontación contra su compañero de filas.
De la noche a la mañana, McCarthy no sólo se convirtió en la encarnación del mal sino que, además, se vio sometido a una investigación llevada a cabo por el Senado.
Su finalidad no era otra que destruirlo en términos políticos y evitar que salieran a la luz datos comprometedores para el presidente y la Administración.
Como tantos otros procesos de linchamiento público, la operación estaba dotada de una enorme cobertura mediática.
McCarthy —que ya era un alcohólico en aquella época— fue exculpado de los cargos en su contra y, a decir verdad, no podía ser de otra manera.
Sin embargo, el Senado le censuró por los métodos que había empleado en sus investigaciones.
Su calvario estaba sólo empezando.
Mientras los periódicos recogían sangrantes caricaturas suyas, comenzaron a difundirse rumores sobre su supuesta —y falsa— homosexualidad.
Ni siquiera el hecho de que adoptara a una niña —cuyo padrino fue el cardenal Spellman— logró limpiar una imagen definitivamente dañada.
Sus últimos años fueron los de una sombra política cada vez más alterada psicológicamente.
Su caída, sin embargo, se había debido al hecho de que sus investigaciones mostraban el punto que había alcanzado la influencia comunista en la Administración de Estados Unidos, sin hacer reparos en nadie.
Atribuir su desgracia al hecho de que sus tesis fueran erróneas o a su paranoia anticomunista no pasa de ser una mentira histórica.

Mentira 18
Allende fue un demócrata

La figura de Salvador Allende es uno de los iconos de la izquierda del siglo XX. De creer su propaganda, Allende fue un demócrata progresista que se enfrentó con las oligarquías nacionales y el imperialismo yanqui; y su proyecto, reformista y democrático, habría sido finalmente abortado por la alianza letal de la reacción y el Gobierno de Estados Unidos. No puede negarse que esta imagen propagandística ha sido efectiva y que sobrevive hasta el día de hoy. Como descripción histórica, sin embargo, no pasa de ser una gigantesca mentira.
EN 1933, el mismo año en que Hitler llegaba al poder y las derechas derrotaban electoralmente a las izquierdas en España, un doctor en Medicina, nacido en Valparaíso en 1908, fundó con un pequeño número de amigos el Partido Socialista de Chile.
Se llamaba Salvador Allende, y cuatro años después fue elegido para la Cámara Baja del Congreso.
Dos años más tarde se convirtió en ministro de Sanidad de un Gobierno presidido por Aguirre Cerda.
A la sazón, Allende era un verdadero entusiasta de las tesis eugénicas que el nacionalsocialismo alemán pretendía implantar en Alemania.
En armonía con esa circunstancia, desarrolló planes para la esterilización forzosa de enfermos, a la vez que dejaba por escrito declaraciones de marcado carácter racista y antisemita que hubieran hecho las delicias de Hitler.
Como tantas realidades históricas sobre Allende, ésta fue ocultada durante años por los encargados de crear una imagen efectiva desde un punto de vista propagandístico, pero falaz históricamente.
En 1945 Allende fue elegido senador, una ocupación que desempeñaría durante un cuarto de siglo, convirtiéndose en 1968 en presidente del Senado.
Sin embargo, si la carrera legislativa de Allende había resultado un éxito, no podía decirse lo mismo de sus intentos por acceder a la cumbre del poder ejecutivo.
Desde 1952 no dejó de cosechar fracaso tras fracaso, hasta que, frente a las elecciones de 1970, sus posibilidades de victoria parecieron mayores que nunca al enarbolar la bandera de la denominada «vía chilena al socialismo».
En otras palabras, la llegada a un sistema socialista derivaría de la puesta en práctica de una serie de medidas legislativas impecablemente legales y democráticas.
Por añadidura, las opciones de centro y derecha que podían oponerse a Allende en las elecciones de ese año no se encontraban en su mejor momento.
El Gobierno de Eduardo Frei, partidario de la denominada «revolución en libertad», había llevado a cabo un programa claramente reformista que incluyó la legalización de los sindicatos campesinos y un aumento del presupuesto educativo.
Sin embargo, la inflación había crecido hasta un 35 por ciento y, sobre todo, resultaban escasas las posibilidades de presentar un frente unido contra Allende.
Frei, que habría sido un rival de peso, no podía presentarse a un segundo mandato por imperativo de la Constitución.
Los demócrata-cristianos veían como candidato ideal a Radomiro Tomic, antiguo embajador en Washington.
Éste era partidario de una política aún más escorada a la izquierda que la de Frei —Allende llegó a decir que en algunos puntos su programa era más avanzado que el propio— y las derechas no deseaban apoyarlo.
A diez meses de las elecciones, el candidato de éstas era Jorge Alessandri, un antiguo presidente que ya había vencido a Allende años atrás.
Frente a esa derecha dividida se hallaba dispuesta una múltiple opción de izquierdas que iba del partido socialista de Allende a otros cinco partidos, entre los que se encontraba el comunista.
Para éstos, el programa de Allende —reforma agraria, nacionalización de la industria del cobre y mejora de la sanidad— no iba mucho más allá que el presentado por Tomic.
Allende era consciente de que las posibilidades de victoria eran ahora mayores que nunca y puso todo su empeño en forjar una coalición de izquierdas que pudiera derrotar a las divididas derechas.
Así, a inicios del verano de 1970, nació la Unidad Popular (UP) con Allende como cabeza de lista.
La posibilidad de que Allende obtuviera una victoria electoral inquietó — como veremos, no sin razón— al Gobierno de Estados Unidos.
El 25 de marzo el Comité de los Cuarenta, una rama del CNS presidido por Kissinger, aprobó un plan para «evitar la victoria electoral de Allende».
El 18 de junio, el mismo comité procedió a discutir el denominado Plan Korry, cuyo nombre derivaba del apellido del embajador norteamericano en Chile.
Éste preveía la entrega de fondos a las fuerzas contrarias a Allende y, en el caso de que eso no evitara su triunfo electoral y resultara vencedor por mayoría relativa, la concesión de medio millón de dólares que permitiera cambiar la orientación del voto en el Congreso chileno.
El dinero de la CIA y de las multinacionales fue empleado a conciencia en actividades que iban desde la utilización de periodistas de más de una treintena de países para escribir artículos y reportajes contrarios a Allende a la difusión de rumores sobre el colapso económico que se produciría de vencer la UP o las pintadas alusivas a las matanzas que se desencadenarían en el caso de una derrota de las derechas.
El 4 de septiembre de 1970 tuvieron lugar las elecciones.
Tomic quedó el tercero con un 28 por ciento de los sufragios.
Por lo que se refiere a Alessandri y Allende, sus resultados fueron muy igualados.
Mientras que el primero obtuvo el triunfo en Santiago, el segundo consiguió una ventaja mayor en el campo.
Finalmente, Allende ganó las elecciones por unos treinta y nueve mil votos de diferencia.
El 7 de septiembre la CIA redactó un documento donde se valoraba la victoria de Allende.
El texto remachaba que Estados Unidos no tenía «intereses vitales en Chile» y que el equilibrio militar no quedaba «alterado significativamente».
Sin embargo, insistía también en el impacto psicológico.
Éste significaba un retroceso de Estados Unidos y un avance «de las ideas marxistas».
Al día siguiente, el Comité de los Cuarenta se reunió para decidir la línea que debía adoptar la política de Estados Unidos en Chile.
Kissinger dio instrucciones directas a la embajada en Santiago para que estudiara las posibilidades de éxito de un golpe militar en Chile que, «apoyado u organizado con la ayuda de Estados Unidos», impidiera la llegada de Allende a la presidencia.
Cuatro días más tarde, sendos informes procedentes de la embajada en Santiago y de la CIA señalaban que la perspectiva de un golpe era impensable en la medida en que los militares ni deseaban ni podían tomar el poder y, además, Estados Unidos carecía de recursos suficientes para presionarlos.
El 14 de septiembre el Comité de los Cuarenta volvió a reunirse para buscar una alternativa al golpe.
Así nació el proyecto conocido inicialmente como Gambito de Frei y, posteriormente, como Track I.
De acuerdo con el mismo, se intentaría bloquear la llegada de Allende a la presidencia mediante la reinstauración —ilegal— en ella de Eduardo Frei.
Éste debía disolver el Congreso, dimitir de la presidencia e invitar a las fuerzas armadas a controlar el poder.
Con posterioridad, se convocarían nuevas elecciones a las que ya sí podría presentarse Frei y de las que debería emerger como vencedor.
El Gambito de Frei contaba con demasiados puntos débiles.
De entrada, Frei podía disentir profundamente de Allende, pero era, en cualquier caso, un hombre respetuoso de la Constitución, que difícilmente se plegaría a quebrantarla.
Por lo que se refiere a los militares, era también dudoso que estuvieran dispuestos a tomar el poder y, una vez en él, a abandonarlo para convocar nuevas elecciones.
Pero aun en el supuesto de que esto sucediera, nada hacía pensar que Allende perdería los nuevos comicios.
Finalmente, se optó por una variación que, en apariencia al menos, respetaba la letra de la Constitución chilena aunque, en la práctica, viciara el resultado electoral.
Dado que Allende no había obtenido una mayoría absoluta, la elección del presidente chileno quedaba en manos del Senado y de la Cámara de Diputados que, lógicamente, votaban al que había obtenido mayor número de sufragios, pero que, en teoría, podía optar por otro de los candidatos.
Ambas cámaras contaban en conjunto con doscientos escaños, por lo que Allende necesitaba un mínimo de ciento uno para asegurarse la elección, pero la UP tenía 83 escaños, mientras que la Democracia Cristiana contaba con 78 y el Partido Nacional con 39.
Partiendo de esa base, el proyecto norteamericano pretendía que los diputados de la Democracia Cristiana y del Partido Nacional no votaran a Allende, el candidato más votado, como era costumbre sino que otorgaran su apoyo al segundo, Alessandri.
Éste dimitiría a continuación y se convocarían nuevas elecciones, a las que podría concurrir Frei como rival de Allende.
El plan no era imposible y hubiera triunfado de no ser por la oposición del propio Frei, su pieza clave.
El 9 de octubre la Democracia Cristiana anunciaba que sus votos serían para Allende con lo que éste contaría con el apoyo suficiente para llegar a la presidencia.
El 19 de octubre el derechista Alessandri adoptó la misma postura y pidió a los miembros de su partido que votaran a Allende.
El 15 de septiembre, once días después de la victoria electoral de Allende y apenas veinticuatro horas después de la negativa de Frei a apoyar una alteración fundamental del comportamiento de las cámaras para impedir el acceso de aquél a la presidencia, se celebró una reunión de enorme trascendencia en el Despacho Oval de la Casa Blanca.
Se trató de una reunión de acceso muy restringido —el presidente Richard Nixon, Henry Kissinger y Richard Helms, el director de la CIA— de la que se informó también a John Mitchell, el fiscal general de la presidencia.
Su finalidad era analizar la política que había que seguir en relación con el futuro de Chile, y, a la vez, buscar una alternativa que permitiera mantener al margen a la embajada norteamericana en este país, al Comité de los Cuarenta y a los departamentos de Estado y Defensa.
Las instrucciones que Nixon le dio a Helms no pudieron ser más claras.
Consistían en organizar «un golpe de Estado militar en Chile que impidiera la llegada de Allende a la presidencia».
Este plan —denominado Track II— contaría con Kissinger y Thomas Karamessines como enlaces entre Helms y la Casa Blanca.
El 16 de septiembre Helms convocó una reunión de su equipo más directo para dar cumplimiento a las instrucciones presidenciales.
El 18 se entrevistó con Kissinger y Karamessines y, tras recibir su visto bueno, puso en marcha un programa conspirativo de enorme coherencia quizá por su misma sencillez.
Kissinger y Karamessines mantuvieron un absoluto secreto.
El 22 de septiembre, en el curso de una reunión del Comité de los Cuarenta en la que se analizó el fracaso de Track I, no se hizo la más mínima referencia al nuevo plan.
De hecho, de no ser porque el Informe Church dejaría años después al descubierto los entresijos de la conspiración, es más que posible que Kissinger hubiera silenciado la misma también en sus Memorias.
En las semanas siguientes se produjeron no menos de veintiún encuentros entre funcionarios de Estados Unidos e instancias militares y policiales chilenas.
Sin embargo, Track II contaba con enormes posibilidades de fracasar también y la causa era muy similar a la que había provocado el abortamiento del Gambito de Frei.
Para que la conspiración pudiera concluir con éxito antes de que se llevara a cabo la votación presidencial en las cámaras legislativas de Chile, la CIA necesitaba la aquiescencia del general René Schneider, el comandante en jefe del ejército chileno y éste era un convencido constitucionalista.
El 3 de noviembre Allende fue instaurado en su cargo.
Con un Gobierno de quince miembros, de los que cuatro pertenecían a su partido socialista y tres al comunista, Allende inició lo que denominó la «vía chilena hacia el socialismo».
En el área agraria aceleró el proceso reformador iniciado por Frei y procedió a expropiar un millón cuatrocientas mil hectáreas en los seis primeros meses de mandato.
En la laboral, el salario mínimo aumentó en un 35 por ciento, una medida demagógica que tuvo funestas consecuencias precisamente para los más desfavorecidos de la sociedad.
Al mismo tiempo, el 12 de noviembre el Gobierno anunció que desistía de las acciones legales emprendidas por delitos contra la seguridad del Estado, lo que benefició especialmente a los terroristas de extrema izquierda del MIR.
Con ese trasfondo de demagogia, benevolencia hacia el terrorismo de izquierdas y falta de respeto hacia la propiedad privada, el 21 de diciembre de 1970 Allende propuso una enmienda constitucional que autorizaba la nacionalización de la industria chilena del cobre.
La medida podía ser acusada —y así fue— de intento de marxistizar al país, pero la verdad es que la idea de la nacionalización había sido acariciada por otras fuerzas políticas chilenas.
De hecho, Frei había logrado, en 1969, mediante pactos con las multinacionales, la devolución de una parte de la riqueza minera, y el demócrata cristiano Radomiro Tomic también había anunciado en su programa la nacionalización total.
Partiendo de esta base no resulta extraño que la enmienda para la nacionalización del cobre fuera aprobada por unanimidad por el Congreso chileno —un congreso en el que Allende estaba en minoría— el 11 de julio de 1971.
La expropiación fue acompañada de compensaciones, de las que se excluyó a la Kennecott y a la Anaconda por los beneficios obtenidos en el pasado.
El siguiente paso de Allende fue asaltar la banca e intentar controlar la administración de justicia, ya que una justicia independiente podía ser un obstáculo formidable para su proyecto de desmontar el sistema constitucional.
El 31 de diciembre Allende anunció su proyecto de nacionalización de la banca y, en enero de 1972, creó los tribunales populares siguiendo el modelo cubano.
Por si fuera poco, en una nueva señal de benevolencia hacia los terroristas de izquierdas, ese mismo mes anunció que éstos quedaban indultados.
No puede sorprender que cuando, el 5 de febrero, anunció que no era el presidente de todos los chilenos no fueran pocos los que le dieran la razón temerosos —o jubilosos— de que Allende fuera un Castro chileno.
Las medidas de Allende eran dudosamente legales y, desde luego, su gestión no incluía contener a los que desbordaran el marco constitucional si su impulso era de izquierdas.
Cuando el 2 de marzo de 1971 el MCR, rama del MIR, tachó la reforma agraria de burguesa y realizó un llamamiento para ocupar las fincas sin reserva ni indemnización, Allende no se opuso e incluso el 17 del mismo mes comentó en una entrevista a Regis Debray que para llevar a cabo sus planes estaba dispuesto a reformar la administración de justicia, algo, dicho sea de paso, que ya había comenzado a hacer.
En cualquier caso, el anuncio no pudo ser más oportuno porque sólo dos días después la Cámara de Diputados dictaminó que la manera en que Allende estaba llevando a cabo la nacionalización de la banca era contraria a la ley.
Al control de la banca y de la justicia, Allende quiso además sumar el de los medios de comunicación.
Durante ese mismo mes de marzo, la asamblea de periodistas de izquierda solicitó la nacionalización de la prensa y, en septiembre de 1971, el Gobierno vetó la extensión de los canales de TV a provincias.
Si la libertad de expresión y la independencia de la justicia estaban claramente amenazadas no podía suceder menos con la propiedad privada.
En mayo, el Gobierno de Allende dio un nuevo salto revolucionario —e ilegal— al promulgar el «decreto de requisición de empresas textiles» y sancionar la ocupación de fábricas por parte de los trabajadores sin ningún tipo de trámite legal.
A mediados del mes siguiente, Eduardo Frei instó a Allende a que disolviera las bandas armadas mientras la justicia invalidaba una tras otra las medidas tomadas por el Gobierno.
Por supuesto, el presidente no escuchó ninguna de las voces, embarcado en un proceso abiertamente revolucionario que en septiembre se caracterizó sobre todo por la ocupación violenta de fincas agrícolas.
Aparte del descoyuntamiento del orden constitucional y de un verdadero caos social, las medidas de Allende tuvieron entre otras consecuencias que la ayuda del Banco Interamericano de Desarrollo se redujera en un 95 por ciento y el Banco Export-Import, que previamente había autorizado créditos, los suprimiera por completo.
Además se bloqueó la venta de repuestos y herramientas destinadas a los medios de producción, con lo que en pocos meses los vehículos que no podían circular por esta razón ascendían a varios millares.
Por si fuera poco, el precio del cobre en el mercado internacional se redujo a la mitad.
La inflación ascendió a un 160 por ciento (la más alta del mundo industrializado) y corrió en paralelo con una espantosa escasez de bienes alimenticios y de consumo que, cuando se intentó controlar desde una mayor intervención estatal, provocó el florecimiento del mercado negro.
La reacción popular ante un sueño utópico convertido en espacio de tan pocos meses en pesadilla no se hizo esperar.
En diciembre de 1971 se produjo en Santiago la denominada «marcha de las ollas vacías», en el curso de la cual cinco mil amas de casa de clases altas y medias recorrieron la ciudad protestando por la carestía y haciendo ruido con cucharas y perolas después ante el despacho del presidente.
Era sólo un anticipo de lo que le esperaba al Gobierno de la UP al año siguiente.
En 1972 las huelgas y las manifestaciones anti-allendistas se multiplicaron, erosionando poderosamente al Gobierno.
Sus protagonistas eran decenas de miles de ciudadanos de a pie a los que la crisis económica estaba empujando a una situación desesperada.
Ése fue el caso de los mineros de la mina de cobre de Chuquicamata, o del carbón, de los envasadores de refrescos, de los fabricantes de electrodomésticos, o de los cincuenta mil propietarios de pequeños comercios de Santiago, cuya manifestación en agosto concluyó de manera violenta.
En paralelo, proseguían las ocupaciones ilegales de fábricas y el MIR se consideraba tan fuerte como para enfrentarse a tiros a las unidades de policía.
La respuesta de Allende no fue obligar a los delincuentes a enfrentarse con la ley.
Por el contrario, legitimó el uso de la violencia cuando, por ejemplo, el 30 de agosto, afirmó en un discurso que «la juventud debe poner atajo a los fascistas» y que «si hubiera una guerra civil la ganaríamos».
La escalada de las huelgas llegó a su punto álgido cuando, unos días después de la requisa ilegal de seis fábricas (cuatro de aceite y dos de textiles), los miembros de la Confederación Chilena de Propietarios de Camiones, temiendo una nacionalización del transporte, fueron a la huelga el 10 de octubre.
Los comercios cerraron al no recibir los bienes de consumo y las fábricas por falta de materias primas.
Al mismo tiempo, el transporte se colapsó.
En la práctica, la huelga significó la paralización del país.
Allende no estaba dispuesto a recurrir a la ley para evitar el uso de la violencia por parte de la izquierda, pero ahora respondió a la huelga decretando la ley marcial en un área de quinientos kilómetros en torno a Santiago y estableciendo una precaria red de transporte sostenida por camiones militares.
No sólo eso.
La huelga fue declarada sediciosa y se procedió a la detención de los dirigentes sindicales.
El Gobierno había recuperado el control y Allende se sintió lo suficientemente fuerte como para realizar en diciembre de 1972 un viaje oficial por México, la URSS, Argelia y Cuba, donde afirmó su identificación con las dictaduras comunistas.
Ésta llegó a ser tan considerable que la misma URSS temió las consecuencias.
En documentos recientemente desclasificados aparece la reticencia del embajador soviético en Chile a secundar los planes de Allende para crear una Cuba en los Andes, fundamentalmente por los costes que la dictadura de Castro ya significaban para la URSS.
Con todo, los créditos y ayuda militar recibidos de la dictadura comunista por Allende fueron muy considerables.
La política de Allende y la oposición cada vez mayor contra la misma tuvieron como consecuencia una rápida polarización de la opinión pública.
Mientras amplios sectores de izquierdas la apoyaban —considerando que había que mantener la lucha contra el imperialismo y las clases altas—, otros fueron adoptando una actitud acentuadamente contraria.
Incluso muchos reformistas se preguntaban si había sido sensato en tan breve plazo aumentar el salario mínimo en un 35 por ciento, si era posible esperar inversiones cuando se acosaba a terratenientes y empresarios, si podría esperarse ayuda internacional cuando se expropiaban las compañías norteamericanas y, sobre todo, si era tolerable que la democracia chilena estuviera siendo sustituida a ojos vista por una dictadura como la cubana.
En marzo de 1973 tenían que celebrarse los comicios que permitirían renovar la mitad del Senado y toda la Cámara de los Diputados.
Dado que todos los sondeos electorales preveían un fuerte retroceso para Allende, las fuerzas de la derecha llegaron a acariciar la idea de obtener una mayoría de dos tercios que permitiera desplazar de la presidencia a un presidente socialista que no había dejado de quebrantar el ordenamiento jurídico desde su toma del poder y que, además, no ocultaba su benevolencia hacia el terrorismo de extrema izquierda.
No faltaban razones para mantener un cierto optimismo al respecto.
Pese a todo, los resultados electorales fueron interpretados por muchos como un refrendo de la política de Allende, que alcanzó un 43,4 por ciento de los sufragios, es decir, una cifra superior a la que lo llevó a la presidencia de Chile, y un aumento neto de ocho escaños que le situaba muy cerca de la mayoría.
A pesar de todo, durante los meses siguientes menudearon los conflictos sociales y en ellos se vieron involucrados crecientemente las fuerzas armadas.
A la muerte del general Schneider, Eduardo Frei —aún presidente en funciones— había nombrado como nuevo comandante en jefe de las fuerzas armadas al general Carlos Prats, un militar convencido como su antecesor de la supremacía del poder civil sobre el militar, y Allende había confirmado el nombramiento al acceder a la presidencia e incluso lo envió a la URSS para negociar los términos de un acuerdo con Aleksei Kosyguin.
No resulta extraño que, en aquellos momentos, Prats fuera el blanco de las iras del sector del ejército que se iba desplazando cada vez más en favor de una solución armada.
El 22 de agosto las esposas de trescientos oficiales se manifestaron ante la vivienda de Prats para mostrar su repulsa por el apoyo que había estado proporcionando a Allende hasta la fecha.
Prats tardó apenas veinticuatro horas en dimitir, convencido de que un importante segmento del ejército ya no obedecería sus órdenes.
Le sustituiría el general Augusto Pinochet.
La situación que atravesaba el país era extraordinariamente tensa y cuando, a finales de junio de 1973, el diputado socialista Mario Palestro afirmó que la UP estaba formando milicias para practicar «la violencia revolucionaria» y que, en su momento, irían «al barrio alto y los que serían fusilados no serían obreros ni campesinos» la tensión, de manera lógica, se agudizó.
El 23 de agosto, de manera comprensible y harto justificada, la Cámara de Diputados aprobó un proyecto de acuerdo que invitaba a Allende y al Gobierno a «restituir la normalidad democrática del país» y a poner «término a todas las situaciones de hecho que infringen la Constitución y las leyes».
Una vez más, Allende desoyó la voz de la legalidad.
Cuando el último día de agosto, el Colegio de Abogados emitió un informe señalando que, de acuerdo con el artículo 43.4 de la Constitución, Allende estaba incapacitado para el ejercicio de su mandato, la respuesta fue fulminante.
Allende pensó en convocar un referéndum para el 11 de septiembre con el propósito de que si la mayoría de los sufragios se inclinaba por él, disolvería el Congreso y convocaría unas nuevas elecciones.
La solución propuesta por el socialista volvía a mostrar el desprecio por la legalidad que había caracterizado a Allende y a sus partidarios y resultaba totalmente inaceptable en la medida en que desbordaba totalmente lo contenido en la Constitución.
Se trataba de un mero plebiscito para ocultar lo evidente.
De hecho, el referéndum ilegal hubiera podido servir para que Allende disfrutara siquiera de una apariencia de legitimidad para continuar manteniendo las riendas del Gobierno en sus manos.
Durante los últimos tiempos, la resistencia social frente al proceso revolucionario desencadenado por Allende había ido creciendo, ahora a ella iba a sumarse el ejército.
Una serie de circunstancias especiales iba a favorecer la puesta en funcionamiento de un mecanismo que abortara la revolución de Allende.
La principal, sin lugar a dudas, era que septiembre era un mes en el que las fuerzas navales chilenas y norteamericanas llevaban a cabo unas maniobras conjuntas denominadas Operación Unitas.
Con ese telón de fondo, los militares partidarios del golpe no sólo podrían movilizar a sus fuerzas sin provocar sospechas sino que además contarían con la ayuda directa de Estados Unidos.
El domingo, 9 de septiembre, anclaron en la región más septentrional del país diversos navíos de guerra norteamericanos.
Aquella noche, el general Augusto Pinochet, comandante en jefe del ejército; el general Gustavo Leigh, de aviación y el vicealmirante José Toribio Merino al mando de la zona naval de Valparaíso, se intercambiaron una nota en la que se señalaba como día D el martes 11 a las seis de la mañana.
El lunes 10 de septiembre, a las cuatro de la tarde, un conjunto de barcos de guerra chilenos abandonaron Valparaíso para encontrarse con cuatro navíos norteamericanos anclados frente a la costa del país.
Apenas unas horas más tarde, el convoy aprovechó la oscuridad de la noche para regresar al puerto.
El desembarco de las tropas golpistas fue seguido por el control de las comunicaciones, la detención —en arresto domiciliario— del almirante Moreno y el confinamiento de sospechosos en los barcos.
Hacia las tres de la madrugada Valparaíso estaba firmemente en manos de los rebeldes.
La acción de Valparaíso tuvo paralelos en todo el territorio nacional.
Una tras otra, las regiones militares se sumaron a la ejecución del golpe, deteniendo o ejecutando desde las primeras horas a las personas que se consideraban sospechosas de allendismo.
La resistencia fue muy débil en todo el país si exceptuamos Santiago.
Se trataba de una circunstancia que debería llevar a reflexión sobre el apoyo real con el que contaba Allende, pero que, de manera comprensible, ha sido orillada.
En este caso, la oposición al golpe provino directamente del propio Allende.
Despertado poco más tarde de las seis de la mañana por las noticias de que las fuerzas militares se dirigían hacia el palacio de la Moneda, inmediatamente se aprestó a defenderlo.
A las siete, llegó al enclave con su guardia personal — veinte hombres— y telefoneó a su esposa para indicarle que seguramente no volverían a verse.
A las nueve, aprovechando que dos de las veintinueve emisoras de radio de Santiago no habían caído en manos de los golpistas, se dirigió al pueblo de Chile por última vez.
En este mensaje final insistió en su respeto continuo a la Constitución y las leyes —lo que no dejaba de ser una falsedad descarada— y deploró la traición de los militares a su juramento de lealtad.
En el mismo se dejaba traslucir también que no esperaba detener el golpe, pero que confiaba en la tendencia de la Historia hacia el progreso y en la imposibilidad de parar los procesos sociales.
Allende estaba obviamente decidido a convertirse en un mártir, pero los golpistas no deseaban otorgarle esa baza final.
Apenas unos minutos después de que concluyera su proclama, Allende recibió la llamada del vicealmirante Patricio Carvajal ofreciéndole la salida del país para él y su familia si se rendía de manera inmediata.
Allende se negó con una firmeza absoluta y los golpistas emitieron un comunicado señalando que el palacio de la Moneda sería atacado por la aviación a las once del mediodía.
En realidad, la incursión aérea tuvo lugar apenas unos minutos antes de la doce y fue realizada por dos Hunter Hawk.
A continuación, el regimiento de blindados número 2, el mismo que el 29 de junio había intentado derribar a Allende, atacó el palacio.
Lo que se produjo entonces fue una defensa suicida del presidente socialista y cuarenta y dos leales frente a varios centenares de soldados que contaban con apoyo de blindados y de aviación.
Allende no sobrevivió a la lucha y no tardaron en circular las versiones más atrabiliarias sobre su muerte.
La cuestión, en términos históricos, quedó zanjada hace mucho tiempo.
Como señalarían después su amante, la comunista conocida popularmente como la Payita, y su médico personal, Allende se suicidó.
Así acababa el experimento de creación de una Cuba andina.
Las razones de su fracaso y, especialmente, del golpe que lo abortó son diversas, como hemos podido ver.
Por un lado, se hallaba la carencia de naturaleza democrática de Allende manifestada en su voluntad clara de aniquilar el sistema constitucional chileno en su vía hacia el socialismo.
Con un centro y una derecha que fiaban aún en la vía de la legalidad y que no contaban con milicias armadas —como la UP— Allende hubiera podido consumar sus proyectos de mediar dos condiciones de carácter internacional como eran la abstención de Estados Unidos y el apoyo decidido de la URSS.
Sin embargo, en 1973, Estados Unidos no estaba dispuesto a tener un nuevo Castro en el continente y la URSS tenía ya demasiados problemas internos como para aceptar una nueva hemorragia económica padecida a causa de la dictadura cubana.
Así, a diferencia del dictador cubano, Allende se vio solo frente al ejército sin haber podido articular una fuerza armada suficiente (como la que había estado al servicio de Castro).
El resultado fue el triunfo del golpe, la terrible represión subsiguiente y el advenimiento de una dictadura que, al fin y a la postre, y también por razones internacionales, se auto-concluiría dejando paso a una transición democrática.
Sin embargo, todo ese drama hubiera podido evitarse si Allende hubiera respetado la ley, si no hubiera quebrantado las más elementales reglas democráticas, si no hubiera mostrado una clara benevolencia hacia el terrorismo de extrema izquierda, si no hubiera buscado vez tras vez el alineamiento con las dictaduras socialistas y si no hubiera ido erosionando todos y cada uno de los mecanismos de una sociedad libre, todo ello con la finalidad de implantar su modelo socialista y utópico.
Al final, esa conducta fue la que acabó provocando una reacción de defensa anti-revolucionaria.
Y es que afirmar que Allende fue un demócrata no pasa de ser una gran mentira histórica.

Mentira 19
Ariel Sharon provocó la segunda intifada

El 28 de septiembre de 2000 Ariel Sharon visitaba la explanada del Templo en Jerusalén. De manera inmediata, los palestinos se lanzaron a una campaña de violencia armada en Jerusalén, Gaza y Cisjordania. Acababa de comenzar la segunda intifada y, en apenas unas horas, no pocas voces culpaban de su estallido a Sharon. El propio presidente francés, Jacques Chirac, calificó la visita de Sharon como «provocación irresponsable». La frase se repetiría durante los días siguientes en los medios de comunicación hasta adquirir la característica de un dogma. Sin embargo, la afirmación de que Sharon provocó la segunda intifada es una mentira histórica.
Durante el verano de 2000 las expectativas sobre una conclusión del proceso de paz en Oriente Medio llegaron a su punto máximo en las denominadas conversaciones de Camp David.
Con una generosidad sin precedentes, el dirigente israelí Ehud Barak no sólo estaba dispuesto a la devolución del 97 por ciento de los territorios ocupados sino que, además, había aceptado la partición de Jerusalén, a la que denominaba Al Quds siguiendo la terminología árabe.
Es dudoso que Barak dispusiera de suficiente respaldo político —no digamos social— para aquel ofrecimiento, pero seguramente pensaba que la firma del acuerdo de paz allanaría cualquier obstáculo.
No contaba, desde luego, con que Arafat no siguiera el camino de la paz.
Sin embargo, eso fue lo que hizo.
Como le señalaría a uno de sus colaboradores más cercanos, Arafat contemplaba la situación desde la perspectiva de lo que había acontecido siglos atrás con los enclaves cruzados en Tierra Santa.
Durante doscientos años los cruzados se habían mantenido mal que bien en aquellos territorios, pero, al fin y a la postre, habían tenido que abandonarlos.
Israel tan sólo llevaba cincuenta.
Quizá habría que esperar otro siglo y medio para expulsar a los judíos, pero, en cualquier caso, ¿por qué llegar a un acuerdo cuando, en último término, los árabes volverían a apoderarse de todo? Puede decirse que el razonamiento de Arafat era discutible, pero, desde luego, no fue de escasa importancia.
De hecho, constituyó toda la base dialéctica de su rechazo a la oferta de Camp David.
Por otro lado, hay que reconocer que Arafat era consecuente consigo mismo.
En un discurso pronunciado en 1994 en una mezquita de Johannesburgo, Arafat había dejado de manifiesto que no pensaba respetar los acuerdos de Oslo relativos al proceso de paz en Oriente Medio.
Se trataba —había afirmado apelando al Corán— de un paso que se había visto obligado a dar a causa de la situación de debilidad en que se encontraban los palestinos.
Sin embargo, los acuerdos eran reversibles, y no tenía la menor intención de respetarlos en el futuro, cuando cambiara la situación.
Es muy posible que ya en Camp David Arafat estuviera convencido de que si los israelíes habían cedido tanto en tan poco tiempo, un empujón más podía terminar de doblegarlos, sobre todo si la opinión pública internacional se alineaba con la causa palestina.
De hecho, mientras tenían lugar las conversaciones de Camp David, se mantenían en Gaza y Cisjordania campamentos para niños en los que los palestinos los entrenaban para la guerra siguiendo las técnicas propias de grupos terroristas.
No se trató de un fenómeno aislado, sino de unas veinte mil criaturas —algunas de edad muy temprana— a las que se adiestró en estancias de tres semanas de duración.
No son pocos los ejércitos de todo el mundo que no proporcionan a sus soldados de reemplazo un entrenamiento de esa calidad.
También es verdad que, en esos casos, las naciones en cuestión no esperan entrar en guerra a corto plazo.
Sin embargo, Arafat sí estaba decidido a desencadenar esa guerra.
Ya en agosto de 2000, un mes antes del estallido de la segunda intifada, Al Fatah estaba trasladando armamento a Gaza y Cisjordania, valiéndose entre otras vías del túnel de Rafah.
La cuestión ahora se reducía a encontrar el mejor momento para provocar el conflicto de manera tal que la responsabilidad recayera sobre Israel, precisamente la parte que más había cedido en el proceso de paz y que seguía abierta a la posibilidad de concluirlo en breve plazo.
El 27 de septiembre —el mismo día que el soldado israelí David Birri, miembro de una patrulla mixta de vigilancia, era asesinado por su compañero palestino— Ehud Barak comunicó de manera personal a Arafat que, al día siguiente, Ariel Sharon iba a visitar la explanada del Templo.
Barak esperaba que Arafat pudiera plantear alguna objeción, pero el dirigente palestino no dijo absolutamente nada.
Cualquiera hubiera pensado que no tenía ningún inconveniente y, efectivamente, en armonía con su actitud, el día 28 Ariel Sharon se dirigió hacia la explanada del Templo.
Alentados por proclamas que afirmaban que Sharon iba al enclave sagrado con la intención de profanar las mezquitas o incluso a derribarlas, millares de palestinos se lanzaron sobre el lugar y, acto seguido, iniciaron una oleada de violencia en la que hicieron uso no sólo de piedras sino también de cócteles Molotov y armas automáticas.
La violencia desencadenada por los palestinos incluía a agentes de las fuerzas de seguridad de Arafat, y pronto dejó al descubierto una organización que nada tenía que ver con los estallidos espontáneos.
El propio Arafat puso de manifiesto lo que había en su corazón al instar a los niños palestinos a enfrentarse con los soldados israelíes.
En declaraciones emitidas por la cadena Palestinian Media Watch, el dirigente palestino afirmó en relación con «el niño que coge la piedra frente al tanque» que «¿acaso no es un gran mensaje cuando este niño se convierte en mártir?… estamos orgullosos de ellos».
Por supuesto, cuando se le preguntó en alguna rueda de prensa sobre el tema lo negó acaloradamente… al tiempo que se colocaba a los niños en la vanguardia de los destacamentos que atacaban a los israelíes, cuya retaguardia estaba formada por palestinos armados que disparaban a matar.
Este aspecto verdaderamente esencial del conflicto quedó pronto sepultado por las imágenes tomadas por un cámara palestino que trabajaba para France 2 y que mostraban la muerte de un niño también palestino llamado Mohammed alDura (véase próximo capítulo).
A partir de ese momento —tan sólo dos días después— todo el conflicto giró en torno a la supuesta brutalidad israelí volcada en el asesinato de criaturas.
En algunas naciones, como Francia, llegó a presentarse la segunda intifada como un conflicto colonial en que los israelíes representaban el papel de los franceses y los palestinos el de los insurgentes argelinos.
En otros casos, se estableció un paralelo entre el Holocausto y la situación vivida en Gaza y Cisjordania, identificando a los israelíes con los nacional-socialistas y a los palestinos con los judíos.
Se trataba, desde cualquier punto de vista, de verdaderos disparates, pero no por eso fueron menos propalados por las izquierdas (incluidos los miembros del movimiento antiglobalización como José Boyé), los filo árabes y los neonazis, ni menos creídos por sectores importantes de la opinión pública internacional.
De manera bien significativa, mientras en las dos primeras semanas de la intifada morían doscientas personas, en el mismo periodo de tiempo, en el Ramadán, doscientos ochenta argelinos hallaron la muerte en enfrentamientos civiles.
Pues bien, los sucesos de Argelia —musulmanes matando a musulmanes — recibieron en Francia, antigua potencia colonial, una cobertura mediática diez veces inferior.
En otras naciones ni siquiera se llegó a ese ridículo porcentaje.
Poco puede extrañar que, aprovechando la coyuntura, Arafat pusiera en libertad el 12 de octubre a los terroristas de Hamás.
Los consideraba aliados e iba a utilizar su colaboración sin ningún escrúpulo moral.
Como indicaría Georges Mariou, un antiguo corresponsal de Le Monde en Israel, los palestinos estaban manifestando un «odio absoluto».
Ni siquiera los actos más repugnantes de barbarie debilitaron esa versión falsa de los hechos.
Por ejemplo, cuando dos soldados israelíes se perdieron en su camino a Ramallah y cayeron en manos palestinas, cuando uno de sus captores telefoneó por el móvil a la esposa de uno de los cautivos anunciándole que iban a matar a su marido y cuando una multitud enfurecida los linchó, pocos medios de comunicación se hicieron eco del episodio, a pesar de la abundancia de imágenes disponibles.
Algo aún peor sucedió cuando dos niños israelíes de doce y trece años, Ilera Rosenberg y Naftali Lanskarot, fueron conducidos a una cueva de Tekoa por los palestinos, que procedieron a su mutilación y posterior lapidación hasta causarles la muerte.
Como en el caso del linchamiento de Ramallah, la repercusión fue escasa y quedó sepultada por las imágenes de Mohammed al-Dura o las reproducidas por Libération de un policía israelí que supuestamente acababa de golpear salvajemente a un palestino.
La realidad era que el sujeto maltratado era un estudiante judío-americano llamado Tuvia Grossman al que el policía —que era druso— defendía de sus atacantes palestinos, pero ¿qué más daba? Fuera como fuese, a quien no se podía culpar de lo que sucedía era a Arafat.
A fin de cuentas —argumentaban muchos—, ¿no se debía toda aquella violencia a la provocación intolerable de Ariel Sharon? Fue la Comisión Mitchell —aceptada tanto por palestinos como por israelíes— la primera que cuestionó semejante versión de los hechos.
Tras examinar los datos exhaustivamente, la Comisión Mitchell llegó a la conclusión de que la segunda intifada estaba preparada con antelación y que la visita de Sharon a la explanada del Templo tan sólo había constituido el pretexto para darle inicio.
Las conclusiones a las que había llegado la Comisión Mitchell iban a verse corroboradas de manera bien significativa por las propias autoridades palestinas.
Imad al Faludji, uno de los ministros del gobierno palestino de Arafat, sería el encargado de descubrir la verdad sobre los orígenes de aquel estallido de violencia.
El 5 de diciembre de 2000, en Beirut, Al Faludji señaló ante una enfervorizada audiencia que «la intifada fue preparada desde el regreso de Arafat de las conversaciones de Camp David».
No sólo eso.
Al Faludji se jactó de la manera en que la Autoridad Palestina había colocado en una pésima situación al Estado de Israel.
Como sucedería con los combates de Yenín, los dirigentes palestinos habían fabricado dos mensajes dirigidos a públicos diferentes.
Ante los occidentales, se presentaban como las víctimas inocentes e inermes de una agresión imperialista —un tópico falso que encontró un eco innegable—, pero, ante su gente, reconocían con orgullo la verdad, es decir, que todo obedecía a planes bien ideados cuya única finalidad era aniquilar a Israel.
Por supuesto, semejante política vino unida a una represión interna para acabar con los disidentes.
Por ejemplo, el palestino Sari Nuseiba, que se declaró en contra de lo que estaba sucediendo, recibió enseguida las amenazas del grupo terrorista Hamás.
Por pereza, por prejuicios o por ignorancia, no fueron pocos los medios de comunicación que hicieron el juego a Arafat y a los terroristas.
Por ejemplo, el periodista Bernard Langlois de la cadena francesa Antenne 2 comparó lo que estaba sucediendo con la Solución Final llevada a cabo por Hitler, naturalmente identificando con éste al Estado de Israel.
De manera bien reveladora, Langlois perdió su empleo tiempo después, pero no por este dislate impropio de un profesional serio sino por haber hablado con ligereza de la muerte de la princesa Grace de Mónaco.
El episodio difícilmente puede ser más elocuente.
Cuesta trabajo no llegar a la conclusión de que la cadena estaba más preocupada por ciertas noticias propias de la prensa del corazón que por transmitir una información veraz y objetiva sobre Oriente Medio.
La verdad era que un Arafat nada decidido a concluir el proceso de paz — más bien todo lo contrario— había desencadenado de manera premeditada una ofensiva violenta contra Israel.
Pero, para millones de personas, el culpable de todo era Sharon y su supuesta provocación; provocación que no pasaba de ser una hábil mentira histórica.

Bibliografía
Las memorias del presidente Clinton han dejado establecido para la posterioridad cómo la actitud de Arafat fue la causa fundamental —en realidad, única— del fracaso del proceso de paz. Al parecer, el presidente Clinton se sorprendió de lo sucedido, pero esa circunstancia tan sólo indica que su conocimiento sobre Oriente Medio era, como mínimo, ingenuo y, muy posiblemente, deplorablemente deficitario. El documental Décryptage ha recogido las declaraciones de Arafat y Al Faludji a las que hago referencia en este capítulo. Pero no se limita a ellas. En él aparecen igualmente imágenes del entrenamiento para actividades terroristas que reciben los niños palestinos en campamentos de verano (7 de julio de 1998); programas infantiles en que criaturas de escasa edad gritan consignas violentas o entonan canciones de destrucción de Israel; e incluso las fiestas infantiles en las que los niños aparecen disfrazados de terroristas suicidas con cartuchos de dinamita fijados al cuerpo. Se trata de una educación para el odio cuyas amargas consecuencias se perciben en toda su crudeza actualmente.

Mentira 20
El ejército israelí mató a Mohammed al-Dura

El 1 de octubre de 2000 los aparatos de televisión y las primeras páginas de los diarios de todo el mundo mostraron a un niño palestino de doce años, llamado Mohammed que era protegido por su padre Yamal, pero resultaba muerto pocos instantes después. De manera inmediata, las imágenes fueron consideradas como prueba irrefutable de la maldad israelí, se afirmó que las tropas israelíes habían matado a Mohammed al-Dura y el niño fue elevado a la categoría de mártir en todo el mundo árabe. En distintos países árabes se emitieron tiradas de sellos con la imagen de Mohammed al-Dura, mientras que en Irak una de las calles principales de Bagdad era renombrada con el nombre del niño y en Marruecos se le dedicaba un parque. En uno de sus mensajes posteriores a los atentados del 11-S y a la intervención en Afganistán, Bin Laden afirmó, incluso, que Bush no debía «olvidar la imagen de Mohammed al-Dura y sus compañeros musulmanes de Palestina e Irak». El mito había sido creado. Sin embargo, la realidad fue muy diferente y es que afirmar que los soldados israelíes mataron a Mohammed al Dura es una terrible —e interesada— mentira histórica.
Durante el verano de 2000 Arafat había llevado a un punto muerto las conversaciones de paz en Oriente Medio e inmediatamente dio orden de que se procediera a trasladar armas a Gaza y Cisjordania para dar inicio a una revuelta armada que obligara a Israel a realizar más concesiones.
El pretexto para el desencadenamiento de la violencia por parte de la Autoridad palestina fue la visita de Ariel Sharon a la explanada del Templo el 28 de septiembre de 2000 (véase capítulo anterior).
El 30, entre los lugares donde se produjeron incidentes violentos se hallaba una encrucijada cerca de la población de Netzarim en Gaza, donde vivían sesenta familias israelíes.
Tres días antes, una bomba puesta en una acera había matado a un soldado israelí.
En aquella época la encrucijada era un simple cruce de dos carreteras, en una de cuyas esquinas había un taller abandonado, dos edificios de oficinas de seis pisos conocidos como las «torres gemelas» y otro más de dos plantas.
En este último había establecida una patrulla del ejército israelí con la misión de garantizar la seguridad de los israelíes hasta sus domicilios.
En diagonal con la intersección se encontraba un edificio pequeño y un paseo lateral bordeado por una pared de cemento.
Fue precisamente aquí donde Mohammed al-Dura y su padre fueron objeto de los disparos fatales.
Las otras dos esquinas de la encrucijada no tenían edificios y en una de ellas había un vertedero que recibía el nombre popular de la Pita, por su forma parecida a este tipo de pan.
Durante buena parte del día, la Pita estuvo ocupada por policías palestinos de uniforme que llevaban rifles automáticos.
Al inicio de la mañana del viernes, 30 de septiembre, una multitud de palestinos se reunió en la encrucijada de Netzarim acompañados por un número notable de reporteros de Reuters, AP France 2 y otras agencias.
El hecho de que estuvieran allí casi todo el día y de que no dejaran de filmar se tradujeron en la existencia de no escaso material gráfico.
Las tomas no tienen, desde luego, desperdicio.
Junto a jóvenes palestinos que bromean, se ríen y aparentan estar divirtiéndose en aquel escenario, abundan las escenas de manifestantes que gritan y arrojan piedras y cócteles Molotov.
Se percibe además que algunos de los civiles palestinos portan pistolas y rifles y que los usan, una acción que también llevan a cabo los policías palestinos de la zona denominada la Pita.
Sin duda, este tipo de acciones fueron las que provocaron que algunos soldados israelíes dispararan también, dado que sus órdenes eran utilizar las armas de fuego sólo en caso de ser objeto de ataque.
El examen del metraje filmado permite llegar a la conclusión de que algunas de las escenas son montajes llevados a cabo por los palestinos con propósitos propagandísticos.
Por ejemplo, en una de las películas se contempla a un palestino que parece haber sido herido en una pierna.
Dos segundos después, de manera sorprendentemente eficaz, llega una ambulancia y recoge al herido… que, en la toma llevada a cabo por otra televisión, salta tranquilamente del vehículo tan sólo unos minutos más tarde.
La aparición de Mohammed al-Dura y su padre se produce en las tomas en torno a las tres de la tarde.
El dato, que se desprende de las sombras, aparece confirmado por comentarios posteriores del padre y de algunos de los presentes.
Como ya hemos indicado, el número de periodistas en la zona no era escaso, pero Mohammed al-Dura y su padre sólo aparecen en las tomas de un cámara de France 2, el palestino Talal Abu Rahma.
Los Al-Dura están agazapados tras un cilindro —que es denominado como barril en algunos informes— y con la espalda contra la pared.
Ocultos tras el cilindro, los Al-Dura dan la impresión de protegerse de un fuego que procedería de una perspectiva diagonal, es decir, del lugar donde se hallaban los soldados israelíes.
Aunque algunos relatos insisten en que los dos palestinos fueron objeto de fuego durante cuarenta y cinco minutos, lo cierto es que la escena que ha llegado a nosotros apenas dura unos instantes.
Yamal mira en torno suyo, mientras Mohammed se esconde detrás de él.
Se oye un tiroteo y aparecen en el muro cuatro impactos de proyectiles justo a la izquierda de la pareja.
El padre comienza a gritar y se produce nuevamente el ruido de los disparos.
Mohammed es alcanzado y cae sobre su padre con la camisa ensangrentada.
Yamal también recibe un impacto y su cabeza se mueve temblorosa.
En ese momento concluye la filmación.
Si el cámara palestino de France 2 tiene más imágenes sobre lo sucedido, lo cierto es que nunca las ha entregado.
Así, se da la circunstancia de que mientras tenemos constancia de otros palestinos que son evacuados —alguno en claro montaje como ya hemos indicado—, no tenemos ninguna de si Mohammed y su padre fueron recogidos y trasladados.
A partir de ese momento, los datos no encajan.
Es más, proporcionan una desagradable sensación de irrealidad.
El informe de un hospital cercano señala que un muchacho ya muerto fue ingresado el 30 de septiembre con dos heridas de bala en el torso, pero indica como hora de entrada la una del mediodía, es decir, al menos dos horas antes de que se filmara la escena.
También contamos con un reportaje del entierro —en el que intervienen millares de palestinos— de un muchacho envuelto en la bandera palestina y con el rostro descubierto.
Se parece mucho a Mohammed al-Dura, y quizá lo sea, pero las sombras indican que son las doce del mediodía.
Es decir, el entierro habría tenido lugar una hora antes del supuesto ingreso en el hospital y al menos tres horas antes de la muerte.
Se mire como se mire, no parece verosímil.
Sin embargo, la inverosimilitud ya había cobrado carta de naturaleza.
Mientras el New York Times publicaba la declaración de Yamal en el sentido de que su hijo había sido asesinado por soldados israelíes, el cámara palestino de France 2, Talal Abu Rahma afirmaba lo mismo en Weekend All Things Considered de la NPR.
Sin embargo, una vez más, las versiones presentaban incongruencias.
Mientras Rahma insistía en que los disparos venían de «enfrente de ellos» y afirmaba que «cualquiera que estuviera disparando, tenía que verlos», el padre indicaba que los disparos habían venido de detrás y, cuando se le señaló que en esa situación no se hallaba ningún israelí, respondió molesto que no cabía duda de quién había matado a su hijo.
El martes, 3 de octubre, el ejército israelí decidió zanjar la cuestión, que estaba causando un enorme daño a su imagen en el plano internacional.
El general Yom-Tov Samia indicó que el muchacho había muerto en el fuego cruzado mantenido entre palestinos e israelíes, y que estos últimos podían haber sido los autores del disparo aunque, en tal caso, la muerte no había sido buscada sino accidental.
En una línea semejante se manifestó Ariel Sharon que, tras calificar los hechos de «tragedia real», señaló que la culpa la tenía el que había instigado a los palestinos a llevar a cabo acciones violentas, es decir, Yasir Arafat.
Los palestinos, sin embargo, habían encontrado un mártir que podían enarbolar ante la opinión pública y no fueron pocos los medios que inmediatamente lo colocaron a la altura de los judíos exterminados en el gueto de Varsovia y que acusaron a los israelíes de nazis.
No se trataba, desde luego, de disparates inhabituales.
La investigación sobre la muerte de Mohammed al-Dura se iba a reabrir de manera inesperada.
En una de las clases que imparte en la academia militar israelí, Gabriel Weimann mostró diversas imágenes que se habían convertido en símbolo de la guerra, y entre ellas se encontraba la del niño palestino.
Al concluir, uno de sus alumnos se le acercó para decirle que él había estado en el lugar de los hechos y que no le cabía duda alguna de que los soldados israelíes no eran los causantes de la muerte.
La respuesta de Weimann fue que debía probarlo y asignó a una parte de su clase una investigación sobre el tema.
La primera anomalía que percibieron los estudiantes es que, aunque Mohammed y Yamal parecían preocupados por los disparos que venían de enfrente de ellos, el denominado barril estaba intacto.
¿Qué podía significar esta circunstancia? El resultado fue una segunda investigación sobre el tema realizada por el ejército israelí.
De manera bien significativa, no se habían conservado las balas que habían herido al muchacho y a su padre, en su momento no se había practicado autopsia alguna y la familia no estaba dispuesta a permitir su exhumación.
A pesar de todo, se podía llevar a cabo una reconstrucción de los hechos que reprodujera el muro de cemento, el barril y las posiciones que ocupaban los soldados israelíes.
Dos maniquíes colocados en la posición adecuada sustituían a los palestinos.
Los estudios se refirieron al ángulo de tiro, el barril, los impactos y el polvo.
Los resultados de la investigación fueron tajantes.
Los soldados israelíes no podían haber llevado a cabo los disparos que se veían en la película filmada por el cámara palestino de France 2.
De entrada, la línea visual entre los soldados israelíes y la pareja estaba cegada por el cemento.
No eran visibles y difícilmente hubieran podido ser un objetivo.
En segundo lugar, el barril proporcionaba una cobertura que no podía ser traspasada.
Contaba con un espesor de dos pulgadas y las pruebas de balística dejaron de manifiesto que las balas de M-16 utilizadas por el ejército israelí como mucho lograban penetrar de dos quintas a cuatro quintas partes de pulgada.
No más.
De hecho, las fotografías tomadas tras el tiroteo indican que el barril no recibió ningún impacto de bala.
Los impactos de bala no fueron menos reveladores al indicar el ángulo de tiro.
En la película aparecían en la pared de cemento, justo antes de la ráfaga fatal.
Pues bien, su forma redondeada y pequeña indicaba que el disparo tenía que haber sido de frente.
De haberse tratado de impactos causados por proyectiles israelíes, su forma hubiera sido alargada dado el ángulo de tiro.
La persona que había disparado sobre Mohammed y su padre tenía que estar situada en algún lugar a la espalda del cámara palestino de France 2, precisamente en la zona de la Pita ocupada por los policías palestinos.
Al llegar a ese punto, la investigación —que había determinado irrefutablemente que no habían sido soldados israelíes los que habían disparado contra los Al-Dura— se acercaba a un terreno político en el que el ejército decidió no entrar.
Su misión era determinar si los soldados israelíes podían haber causado la muerte aunque fuera de manera accidental —lo que resultaba obvio a esas alturas—, pero no averiguar quiénes habían sido los responsables.
Las hipótesis sobre lo sucedido aquel día son diversas y las preguntas se acumulan.
¿Se trató todo de un montaje como el del palestino supuestamente herido que saltaba de la ambulancia sano y salvo? De ser así, ¿los disparos fueron reales o ficticios? En caso de que fueran ficticios —lo que encajaría, por ejemplo, con los datos relativos al entierro—, ¿son ciertos los testimonios que apuntan a que Mohammed al-Dura sigue vivo, ya que después del disparo que, supuestamente, le causó la muerte, se mueve llevándose una mano a los ojos? En caso de que hubieran sido reales, ¿se trató de un acto, como tantos otros, llevado a cabo por los palestinos con fines propagandísticos y con la expresa intención de engañar a los medios de comunicación occidentales? De ser así, ¿aceptaron los palestinos asesinar a Mohammed al-Dura con la misma falta de escrúpulos con la que educan a los niños para cometer atentados suicidas o combatir contra los israelíes? En una obra reciente, el escritor francés Gérard Huber ha dejado de manifiesto que todo fue un montaje, e incluso cuestiona que Mohammed al-Dura muriera.
Desde luego, es innegable que existen muchas preguntas sin respuesta.
Quizá podrán ser resueltas en el futuro, o quizá no.
En cualquier caso, lo que resulta innegable es que la afirmación de que Mohammed al-Dura fue muerto por soldados israelíes es una sórdida e interesada mentira histórica.

Bibliografía
El libro de Gérard Huber Contre expertise d’une mise en scene resulta absolutamente indispensable para analizar el episodio de Mohammed al-Dura. Entre otras cosas, Huber ha señalado: «Es increíble la cantidad de gente que estaba filmando la batalla de Netzarim el 30 de septiembre de 2000. No se trataba únicamente de profesionales —algunos de los cuales no estaban a menos de diez metros del incidente de Al-Dura— sino también de los aficionados… los vídeos improvisados aparecen llenos de incongruencias. Se ve a niños sonriendo mientras las ambulancias van y vienen. Un “herido” palestino se desploma y dos segundos después una ambulancia se lo lleva al hospital. Da la sensación de que el conductor había sido citado, de que sabia con antelación dónde se iba a desmayar el palestino, o de que esperaba en la esquina fuera del enfoque preparado para aparecer en escena a una señal». Desde luego, no deja de ser significativo que en uno de los vídeos se pueda escuchar a un palestino que grita: «¡Se ha equivocado! ¡Tenemos que repetirlo todo otra vez!». El tema ha sido tratado más brevemente, pero de manera no menos sólida, en el reportaje Décryptag., donde se analizan también otros ejemplos de manipulación mediática en contra del Estado de Israel y los mecanismos psicológicos de la izquierda para sumarse a ellos. Aunque el documental incide especialmente en el caso de Francia, sus conclusiones son aplicables a España y otras naciones.
Notas:
[1]Claridad ., 11 de agosto de 1936
[2] Efectivamente el 7 de agosto se cesó a todos los consejeros del Banco Hipotecario; el 8 quedaron en suspenso todos los funcionarios del Tribunal de Cuentas; el 9 le tocó el turno a los empleados de Correos; el 16 a la Junta de Ampliación de Estudios; el 24 era cesado todo el personal subalterno y auxiliar de la Facultad de Medicina, etc. Ni siquiera el Comité de la Cruz Roja se salvó de la política de depuración del Frente Popular. Más detalles con referencias a personajes concretos en M. Vázquez y J. Valero, La guerra civil en Madrid., Madrid, 1978, pp. 108 y ss.
[3] La historia la cuenta María Teresa León, Memoria de la melancolía., Buenos Aires, 1970, p. 161, que apostilla: «¡Ah, qué Madrid éste!». De sobra lo sabía ella.
[4] Entrevista en La Razó., 27 de junio de 2006.
[5] Poco menos cauto sería Zamacois, que sólo le dedicaría dos líneas en su novela sobre la contienda.
[6] Testimonio ocular de este episodio en Guillermo de Torre, Tríptico del sacrificio., Buenos Aires, 1948.
[7] Heraldo de Madrid, 18 de julio de 1936.
[8]Milicia Popular , 5 de agosto de 1936.
[9] Milicia Popular , 21 de agosto de 1936.
[10]Octubre, 17 de agosto de 1936.
[11] J. Díaz, Tres años de lucha, Barcelona, 1939
[12] Nin, Los problemas de la revolución española, citado en D. Jato, Madrid, capital republicana, Barcelona, 1976, p. 325.
[13] AHN-CG 1530, Pieza 3, Ramo 4, folio 108. Declaración de Jiménez Belles.
[14]Juventud de 24 de octubre de 1936 señalaba esa exigencia y, dando un giro copernicano en la visión anarquista mantenida hasta entonces, afirmaba que «los traidores y fascistas encubiertos son quienes se oponen a la entrada de la CNT en el Gobierno».
[15] Testimonio de Manuel Guerrero Blanco, AHN-CG 1526 (2), Ramo 3, folio 34.
[16] M. Koltsov, Diario de la guerra de España, Madrid, 1978, pp. 191-193 y 208.
[17] Ibíd., pp. 191 y ss. I. Gibson, Paracuellos, pp. 54 y ss., ha puesto de manifiesto con notable claridad el desdoblamiento de personalidad que Koltsov realiza en su Diario entre él mismo y un tal Miguel Martínez —también el mismo Koltsov— cuando señala su papel en las matanzas de Paracuellos, sus contactos continuados con el socialista Álvarez del Vayo o sus relaciones privilegiadas con el Comité Central del PCE.
[18] E. Castro Delgado, Hombres…, p. 438 y ss.
[19] Estos serían Manuel Rascón Ramírez de la CNT, Antonio Molina Martínez del PCE, Manuel Ramos Martínez de la FAI, Félix Vega Sanz de la UGT y Arturo García de la Rosa de las Juventudes Socialistas Unificadas.
[20] I. Gibson, ob. cit., p. 49.
[21] Declaración de Ramón Torrecilla Guijarro reproducida en I. Gibson, ob. cit., p. 260.
[22] Ibíd., p. 260.
[23] S. Carrillo, Memorias, p. 20.
[24] Declaración de R. Torrecilla transcrita en I. Gibson, ob. cit., p. 262.
[25] Ibíd., p. 262.
[26] Declaración de Álvaro Marasa de 7 de noviembre de 1939 ante la Causa General.
[27] I. Gibson, Paracuellos: cómo fue, Barcelona, 1983, pp. 11 y ss.
[28] El alcalde de Paracuellos insistiría varias décadas después en el hecho de que las fosas no estaban abiertas con antelación cf.: I. Gibson, Paracuellos, pp. 13 y ss., sino que los cadáveres se habían acumulado y, posteriormente, se procedió a darles sepultura. La declaración del alcalde es obviamente un intento de asegurar que nadie en Paracuellos, incluido su padre, sabía nada de lo que estaba sucediendo (p. 13). Gibson afirmó (p. 14) que la mirada del alcalde le convenció de la veracidad de sus afirmaciones, pero lo cierto es que la realización de asesinatos masivos sin previamente proceder a cavar las fosas donde irían a parar los cadáveres no es verosímil y choca con la práctica habitual en este tipo de casos.
[29] Algunos de los sepultureros obligados llegarían a sobrevivir a la guerra y podrían prestar su testimonio de lo ocurrido. Tal fue el caso de Gregorio Muñoz Juan y de Valentín Sanz que serían alcalde y secretario del municipio de Paracuellos.
[30] Reproducido en ABC, 13 de noviembre de 1936, p. 13
[31] De manera nada extraña Carrillo omite en sus Memorias los tres hechos que acabamos de mencionar. R. de la Cierva, Carrillo, pp. 213 y ss.
[32] Reproducida en CG, p. 239.
[33] ] R. de la Cierva, ob. cit., p. 220.
[34] Entre los ciento trece muertos de la primera se hallaban, como ya hemos indicado, Pedro Muñoz Seca, Angel Cos-Gayón, Diego Mac Crohon, Gerardo, Javier y Ramón Osorio de Moscoso, Álvaro y Guillermo Sainz de Baranda y Carlos Súnico. En la segunda se hallaba un joven falangista de quince años llamado Ricardo Rambla Madueño, que llegó incluso a recibir el tiro de gracia junto a la zanja de Paracuellos pero al que la bala se le quedó alojada en la boca sin causarle la muerte. Huiría finalmente del lugar y, tras permanecer oculto tres días, llegaría a casa de su madre, que se ocupó de él. Al respecto, véase I. Gibson, ob. cit., pp. 145 y ss.; C. Fernández, ob. cit., p. 198; R. de la Cierva, ob. cit., pp. 221-222.
[35] El ayuntamiento de Madrid, siendo alcalde el socialista Enrique Tierno Galván intentaría años después ocultar el crimen refiriéndose a la muerte de Arturo Soria hijo «en extrañas circunstancias», una afirmación que provocaría en Luisa Soria Clavería, hija del asesinado, una solicitud de rectificación que nunca se produjo. Véase una descripción del incidente en R. de la Cierva, ob. cit., pp. 222 y ss.
[36] La responsabilidad de Carrillo en las matanzas ha sido afirmada por todos los que las han estudiado con rigor. Al respecto, puede verse: C. Vidal, Paracuellos-Katyn, Madrid, 2004; C. Fernández, Paracuellos: ¿Carrillo culpable?, Barcelona, 1983, p. 104; I. Gibson, ob. cit. (especialmente en lo relativo a la segunda oleada de sacas, aunque, recientemente, Gibson se ha distanciado de sus propias afirmaciones y ha declarado que «comprendía» los asesinatos en masa); R. Casas de la Vega, El terror rojo, y R. De la Cierva. Dada la contundencia de las pruebas y testimonios, resulta chocante la voluntad exculpatoria que se aprecia en J. Cervera, Madrid en guerra. La ciudad clandestina 1936-1939, p. 92, así como la manera en que pasa por alto algunos de los aspectos esenciales en este episodio.
[37] La figura de Melchor Rodríguez no ha sido objeto, a pesar de su interés histórico, de ninguna biografía hasta la fecha. Un resumen biográfico de su trayectoria puede encontrarse en Juan Antonio Pérez Mateos, Entre el azar y la muerte, Barcelona, pp. 55-72
[38] Años después, Carrillo afirmaría que se había procedido a destituir a Serrano Poncela por los excesos cometidos en el ejercicio de su cargo. Semejante aserto no es más que un intento de Carrillo de arrojar su responsabilidad sobre hombros ajenos. De hecho, no existe ninguna orden de destitución de Serrano Poncela.
[39] Jesús de Galíndez, Los vascos en el Madrid sitiado, Buenos Aires, 1945, pp. 66 y ss.
[40] Véase «Pistado de Checas», en el Apéndice I de C. Vidal, Checas de Madrid, Barcelona, 2003.
[41] RGVA, c.33987, i. 3, d. 1015, pp. 92-113.
[42] Se ha publicado en castellano una traducción del texto que, incomprensiblemente, se encuentra mutilada a pesar de proceder del texto de R. Radosh, M. R. Habeck y G. Sevostianov (eds.), España traicionada, Barcelona, 2002. Hemos optado, por lo tanto, por realizar nuestra traducción a partir del original.
[43] Así en el original ruso.
[44] En ese sentido su silencio sobre hechos tan graves recuerda al de Julián Zugazagoitia en sus memorias tituladas Guerra y vicisitudes de los españoles. Zugazagoitia reconoce la existencia de algunos excesos e incluso la ejecución de algunos presos pero deforma los hechos, insiste en acusar al enemigo de actos más terribles y, sobre todo, guarda un sospechoso silencio sobre el episodio de las sacas.
[45] Entre ellos se puede mencionar a Ian Gibson, que últimamente ha declarado que «comprende» los asesinatos en masa realizados por el Frente Popular en Paracuellos; a Santos Julia, que fue cargo público en los últimos —y peores tiempos— de la administración socialista de Felipe González; a Paul Preston, cuya biografía de Franco constituye un cúmulo de inexactitudes; o a Julián Casanova, autor de alguna obra de sesgo acentuadamente anticlerical.
[46] Véase C. Vidal, Las Brigadas Internacionales, Madrid, 2006.
[47] D. Abad de Santillán, Por qué perdimos la guerra, 1940, pp. 295-300.
[48] J. Gorkín, Caníbales políticos. Hitler y Stalin en España, México, 1941, pp. 48-56.
[49] ] J. Hernández, La grande trahison, París, 1953, pp. 149-153. Existen versiones en castellano de los testimonios de J. Hernández: Yo fui ministro de Stalin, México, 1953, y En el país de la gran mentira, Madrid, 1974.
[50] E. Castro Delgado, Hombres made in Moscú, Barcelona, 1963.
[51]Comunista en España y antistalinista en la URSS, México, 1952, pp. 32-37. No resulta casual que este libro fuera en realidad redactado por Julián Gorkín partiendo de diversas conversaciones con El Campesino.
[52] Véase especialmente Mis recuerdos, México, 1954, pp. 239-241.
[53] Especialmente revelador resulta, al respecto, el discurso redactado por él para anunciar la capitulación llevada a cabo por la Junta de Casado. El mismo aparece reproducido en S. Casado , Así cayó Madri.; Madrid, 1968, pp. 304-306.
[54] D. Ibarruri La Pasionaria, El único camino, París, 1965, pp. 482-484.
[55] J. A. de Aguirre, De Guernica a Nueva York pasando por Berlín, Buenos Aires, 1943, pp. 79-83.
[56] F . Ayala, España, a la fecha, Buenos Aires, 1965, pp. 30-33.
[57] Incluida en el volumen Causas de la guerra de España, Barcelona, 1986, pp. 93-104.
[58] Fueron publicadas en El Socialista, 30 de octubre de 1937.
[59] De especial interés también por hacer referencia a los entresijos del bando republicano resulta I. Prieto, Convulsiones de España, México, 1968, II, pp. 27 y ss.
[60] Reproducida en J. Aspizún, J. Cachinerp, J. Molina y J. Tusell, «Vicente Rojo: el final de la guerra civil», pp. 12-22 en Historia 16, 156, abril 1989.
[61] G. Howson, Armas para España. La historia no contada de La guerra civil española, Barcelona, 2000.
[62] S. Juliá, «Abandono y estafa de la República», El País, 20 de enero de 2001.
[63] Véase C. Vidal, La guerra que ganó Franco, Barcelona, 2006.
[64] G. Howson, ob. cit. p. 16.
[65] Ibíd., p. 16.
[66] Ibíd., p. 17.
[67] Ibíd., p. 119
[68] Ibíd., p. 18.
[69] Ibíd., p. 25.
[70] Ibíd., p. 37.
[71] Ibíd., p. 145.
[72] Ibíd., p. 19.
[73] Ibíd., p. 205, n. 18.
[74] Ibíd., p. 199.
[75] Howson además tiene la peculiaridad de excluir de ese epígrafe los cañones antiaéreos o antitanques.
[76] Howson, ob. cit., p. 350.
[77] Ibíd., p. 203.
[78] La expresión, totalmente ajustada a la realidad, es de A. Mortera Pérez, «Armas para España… pese a Howson», en REM, vol. II, marzo 2001, pp. 83 y ss. También J. Salas Larrazabal, «A vueltas con Howson… Aviones soviéticos para la República», REM, vol. II, mayo 2001, pp. 248 y ss.
[79] Veintitrés dice Howson en ob. cit., p. 299.
[80] Ibíd., p. 298.
[81] A. Mortera Pérez, ob. cit., p. 92.
[82] Ibíd., p. 86 menciona alguno de esos casos.
[83] FO 371/20586 W16561/9549/41.
[84] CAB 23/96, 30 de noviembre de 1938.
[85] Akademia nauk CCCP, Solidarnost narodov s Ispanikoy respublikoy, Moscú, 1974. Apartado «CCCP». Las cifras dadas por la Academia de Ciencias de la URSS se basaban además en diversos estudios, entre ellos uno publicado en 1971 en la Istorichesko-militarskaya gazeta, 7, p. 75.
[86] A. Mortera Pérez, «España… ¿traicionada?», en REM, vol. IX, julio-agosto, 2004. pp. 83 y ss. Ibid., vol. IX, septiembre, 2004, pp. 148 y ss.
[87] L. Suárez, Francisco Franco y su tiempo, t. II, p. 312.