Newton: una vida - Richard S. Westfall

Prólogo

Pocos hombres han existido cuya biografía necesite menos de una justificación. Isaac Newton fue uno de los grandes científicos de todos los tiempos y, en la opinión de muchos, no uno de los más grandes sino el más grande. Representó la culminación de la revolución científica de los siglos XVI y XVII, la transformación intelectual que creó la ciencia moderna y, como representante de esa transformación, ejerció una influencia en la configuración del mundo del siglo XX —para bien y para mal— superior a la de cualquier otra persona, considerada individualmente. No podemos comenzar sabiendo demasiado sobre este hombre; evitaré por tanto extenderme sobre lo obvio y no añadiré nada en justificación de mi libro.
La vida que aquí presento es una versión reducida de la extensa biografía, Never at Rest, que publiqué en 1980. Al reducir la extensión del trabajo, he intentado hacerlo más accesible al público general, reduciendo asimismo su contenido técnico. (En Isaac Newton: una vida hay muy pocas matemáticas. Invito a aquellos que sientan la falta no sólo de las matemáticas sino de otros detalles técnicos a consultar el trabajo más extenso.) Para facilitar las consultas, he conservado los títulos de los capítulos originales, y el contenido de los capítulos, como resúmenes, mantiene los mismos esquemas de organización. Los números de los capítulos no se corresponden entre sí, ya que, en el ejercicio de condensación, he eliminado dos de los quince que conformaban Never at Rest (capítulos 1 y 4). El capítulo 4 versaba sobre el desarrollo del método fluxional o calculo de Newton; un resumen de este tema aparece en el capítulo 3 del presente libro, «Anni mirabiles». Debería ser sencillo, por tanto, localizar cualquiera de los temas desarrollados con más profundidad. La presente edición tampoco incluye notas a pie de página. Cualquier persona interesada en averiguar la fuente de una cita en particular, podrá localizarla rápidamente en Never at Rest siguiendo el mismo procedimiento.
Desde la publicación de Never at Rest, he dejado a Newton por otros temas relacionados con la historia de la primera ciencia moderna y no he mantenido estrecho contacto con la erudición newtoniana. Aunque conozco el nuevo material de trabajo aparecido en este intervalo, creo que no he reflexionado sobre ello lo suficientemente como para intentar incorporarlo aquí. Por ello Isaac Newton: una vida no es un nuevo trabajo de erudición, sino una versión abreviada de Never at Rest. He incluido un solo tema que no aparece en el primer trabajo: los nuevos datos sobre el abuelo materno de Newton aportados por Kenneth Baird. (Véase «Some Influences upon the Young Isaac Newton», Notes and Records of the Royal Society, 41, 1986-1987, págs. 169-179, de K. A. Baird.) No me pareció que esta información de enorme interés requiriera un replanteamiento de mi introducción a la niñez de Newton y, por tanto, me limité a insertarla en el lugar más adecuado.
Durante el tiempo en el que estuve trabajando sobre Newton, recibí numerosas ayudas de distintas clases y procedencias. Expresé mi agradecimiento entonces, y me siento feliz de poder hacerlo de nuevo. Las becas de la National Science Foundation, la George A. and Eliza Gardner Howard Foundation, el American Council of Learned Societies y el National Endowment for the Humanities; también los periodos sabáticos con que me favoreció la Universidad de Indiana representan la mayor parte del tiempo que dediqué al estudio y a la redacción de esta obra, gran parte del cual transcurrió en Inglaterra, donde se encuentra el mayor archivo de papeles de Newton. Uno de esos años, tuve el honor y el privilegio de ser Visiting Fellow del Clare Hall de Cambridge. Asimismo, la National Science Foundation y la Universidad de Indiana ayudaron a financiar la adquisición de fotocopias de documentos de Newton. Los encargados de muchas bibliotecas me ofrecieron su ayuda con amable y extraordinaria entrega, muy especialmente (en relación a mis demandas) la Cambridge University Library, la Trinity College Library, la Widener Library de Harvard, la Babson College Library, la Indiana University Library y la Public Record Office. Debo la mayor parte del trabajo mecano-gráfico a las sucesivas secretarias que a lo largo de los años trabajaron en el Department of History and Philosophy of Science de la Universidad de Indiana, entre ellas, de manera especial, a Karen Blaisdell. La ayuda prestada por Anita Guerrini en la corrección de pruebas de Never at Rest fue de un valor inestimable, y el valor de su asistencia se extiende al presente volumen. No puedo expresar suficientemente mi agradecimiento a aquellos que he mencionado y a otros muchos que me han ofrecido su ayuda de otra manera. Puedo al menos intentar expresarlo y así lo hago.
Ningún autor puede tampoco olvidar a su familia. En 1980, señalé cómo me había embarcado en la biografía de Newton cuando mis hijos alcanzaban la edad de la conciencia y cómo llegaba a su fin cuando éstos completaban su educación y se hacían independientes. La totalidad de su experiencia íntima conmigo estuvo sazonada con la presencia adicional de Newton. Uno de los felices cambios producidos durante estos años intermedios fue el nacimiento de los dos nietos a quienes dedico este volumen, también doy las gracias a mis tres hijos por su continuo ánimo y por toda la alegría que han proporcionado a mi vida.
En el primer trabajo expresé un especial agradecimiento a mi mujer, como todo escritor casado seguramente debe hacer, y subrayé mi gratitud dedicándole el libro. En aquel tiempo, ella estaba terminando un libro suyo. En el momento de publicar esta condensación de Never at Rest, está terminando otro. Ha habido otros dos en el intervalo. Me gustaría pensar que su trabajo de erudición indica que en mi apoyo hay al menos una pequeña parte del apoyo que ella siempre me ha brindado.

Una explicación sobre las fechas

Debido a que Inglaterra no había aún adoptado el calendario gregoriano (al que consideraba una muestra de la superstición papista), antes de 1700 —año que Inglaterra trataba como bisiesto— mantenía un desfase con el continente de diez días y de once días después del 28 de febrero de 1700. Es decir, antes de 1700, el 1 de marzo en Inglaterra era el 11 de marzo en el continente, y el 12 de marzo a partir de 1700. No he creído ventajoso para este trabajo adoptar la incómoda notación 1/11 de marzo o similar. Todas las fechas se corresponden con las utilizadas por los individuos en cada acontecimiento particular; es decir, fechas inglesas para aquellos que se encontraban en Inglaterra y fechas continentales para aquellos que se encontraban en el continente, sin intentar hacer prevalecer unas sobre otras.
En Inglaterra, el nuevo año comenzaba oficialmente el 25 de marzo. Mucha gente se adhería devotamente a la práctica oficial; otra mucha escribía dos años (ej. 1671/2) durante el periodo que iba del 1 de enero al 25 de marzo. A lo largo de todo el trabajo, excepto en las citas, he anotado los años como si el nuevo año comenzara el 1 de enero.

Seis retratos de Isaac Newton

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Lámina 1. Newton a los cuarenta y seis años. Retrato de sir Godfrey Kneller, 1689. (Cortesía de lord Portsmouth y de los fideicomisarios del Legado Portsmouth.)


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Lámina 2. Nicolás Fatio de Duillier (Anónimo). Cortesía de la Biblioteca Pública de Ginebra.


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Lámina 3. Newton a los cincuenta y nueve años. Retrato de sir Godfrey Kneller, 1702. (Cortesía de los fideicomisarios de la National Portrait Gallery.)


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Lámina 4. Newton a los sesenta y siete años. Retrato de sir James Thornhill, 1710. (Cortesía de lord Portsmouth y de los fideicomisarios del Legado Portsmouth.)


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Lámina 5. Newton a los setenta y cinco años. Busto de marfil esculpido por David Le Marchand, 1718. (Reproducción autorizada por los fideicomisarios del British Museum.)


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Lámina 6. Newton a los ochenta y tres años. Retrato de John Vanderbank, 1726. (Cortesía de la Royal Society.)



Agradecimientos

Deseo agradecer el permiso de reproducción concedido por los fideicomisarios del British Museum para las fotografías del busto de marfil de Le Marchand (lámina 5); a la University of California Press, por la reproducción de su edición inglesa de los Principia (figura 9); a la Bibliothéque Publique et Universitaire de Ginebra, por la reproducción del retrato de Nicolás Fatio de Duillier (lámina 2); a los fideicomisarios de la National Portrait Gallery, por la reproducción del retrato de Kneller de 1702 (lámina 3); a la Neale Watson Academic Publications, Inc., por la reproducción de cuatro diagramas (figuras 2, 3, 6 y 7) del libro Forcé in Newton's Physics de Richard S. Westfall (Londres, 1971); a lord Portsmouth y a los fideicomisarios del Legado Portsmouth, por la reproducción del retrato de Kneller de 1689 (lámina 1) y el retrato de Thornhill de 1710 (lámina 4); y a la Royal Society, por la reproducción del retrato de Vanderbank de 1726 (lámina 6).
También deseo expresar mi agradecimiento al Babson College (por la Grace K. Babson Collection); a la Bodleian Library; a los Síndicos de la Cambridge University Library (por los Documentos Portsmouth y otros manuscritos); a la University of Chicago Library (por la colección Joseph Haller Schaffner); al Fitzwilliam Museum de Cambridge; a la Jewish National and University Library (por los manuscritos de Yahuda); al Director y al Consejo Rector del King's College de Cambridge (por los manuscritos de Keynes); al Director y Fellows del New College de Oxford; a la Royal Society; al Superintendente de la H. M. Stationery Office (por los derechos de reproducción de la corona de la Public Record Office), y al Director y Fellows del Trinity College de Cambridge, por el permiso para reproducir citas de manuscritos.
Obtuve permisos de la University of California Press para reproducir citas de la edición de Cajori de los Principia de Newton; de Cambridge University Press para las citas de Isaac Newton's Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, ed. de I. Bernard Cohén y Alexandre Koyré; de B. J. T. Dobbs, ed. de The Foundations of Newton's Alchemy; de A. R. y M. B. Hall, para Unpublished Scientific Papers of Isaac Newton; de H. W. Turnbull et al., eds. de The Correspondence of Isaac Newton y de D. T. Whiteside, ed. de The Mathematical Papers of Isaac Newton; de Dover Publications, Inc., para reproducir citas de la Opticks de Newton; de Harvard University Press, para Isaac Newton's Papers & Letters on Natural Philosophy, ed. de I. Bernard Cohén; de Oxford University Press, paraThe Background to Newton's «Principia» de John Herivel y The Religión of Isaac Newton de Frank Manuel; y por último de The Notes and Records Royal Society, para reproducir citar de «Short-writing and the State of Newton's Conscience, 1662» de R. S. Westfall. Deseo expresar mi enorme agradecimiento a todos ellos.

Capítulo 1
Un muchacho serio, silencioso y pensativo

Isaac Newton nació en las primeras horas del día de Navidad de 1642, en la mansión de Woolsthorpe, situada cerca del pueblo de Colsterworth, siete millas al sur de Grantham, en el condado de Lincolnshire. Debido a que Galileo —en cuyos descubrimientos gran parte de la carrera científica de Newton iba firmemente a apoyarse— había muerto aquel año, 1642 tiene una significación especial. No soy ni mucho menos el primero en señalarlo, y sin duda no seré el último. Nacido en 1564, Galileo había vivido casi ochenta años. Newton viviría casi ochenta y cinco. Entre ambos se extiende toda la revolución científica, cuyo núcleo está constituido por la combinación de sus trabajos. De hecho, sólo el obstinado protestantismo de Inglaterra permitió la unión cronológica. Al considerar que el papismo había contaminado fatalmente el calendario gregoriano, Inglaterra mantenía un desfase de diez días con el continente, donde la fecha de nacimiento de Newton era el 4 de enero de 1643. Podemos sacrificar el símbolo sin perder nada esencial. Lo único importante es que nació en un tiempo en el que pudo utilizar el trabajo de Galileo y de otros pioneros de la ciencia moderna como Kepler (que había muerto doce años antes) y Descartes (que aún vivía y se mantenía activo en los Países Bajos).
Antes de Isaac, la familia Newton no poseía ningún tipo de honores o de erudición. Teniendo en cuenta que ésta conoció un considerable crecimiento económico durante el siglo anterior al nacimiento de Isaac, podemos asumir que dicho crecimiento se produjo no sin esfuerzo o sin esa clase de inteligencia que hace fructífero el esfuerzo. Un Simón Newton —el primer miembro de la familia que destacó del anonimato rural— vivió en Westby, un pueblo situado a unas cinco millas al sudeste de Grantham, en 1524. Junto con otros veintidós habitantes de Westby, había alcanzado la condición de contribuyente en el subsidy[1] otorgado aquel año. Catorce de los veintidós, entre quienes se incluía Simón Newton, pagaban la contribución mínima de 4 peniques. Otros ocho pagaban contribuciones que oscilaban entre 12 peniques y 9 chelines 6 peniques, y uno de ellos, Thomas Ellis, uno de los hombres más ricos de Lincolnshire, pagaba más de 16 libras. A pesar de que los Newton habían mejorado su situación, resulta evidente que no ocupaban una posición muy elevada en el escalafón social, incluso en el pueblo de Westby. Si consideramos que, como media, un pueblo de Lincolnshire estaba formado por unas veinticinco o treinta casas, la contribución de Simón Newton indica que él y otras trece personas ocupaban los peldaños más bajos del escalafón de Westby. No obstante, su posición mejoraba y lo hacía a gran velocidad. Cuando, en 1544, se otorgó un nuevo subsidy, sólo cuatro hombres de Westby tuvieron el privilegio de pagar; dos de ellos llevaban el apellido Newton. Simón Newton había desaparecido, pero John Newton, presumiblemente hijo de Simón, y otro John Newton, presumiblemente hijo suyo, eran ahora, tras un hombre llamado Cony, los habitantes más ricos de Westby. En su testamento de 1562, el joven John Newton aún se calificaba a sí mismo de «labrador»; veintiún años más tarde, su hijo, un tercer John, murió como «pequeño terrateniente», un peldaño más alto en la escala social; y un hermano de la misma generación, de nombre William, también alcanzó esa categoría.
La genealogía de Newton ha sido elaborada con todo detalle, primero por el mismo Newton, y luego por esa clase de historiadores que se sienten atraídos por las personas importantes. Una lista de sus tíos, tíos abuelos y demás familiares, y la conexión de éstos con su persona, tienen menos interés que las implicaciones contenidas en el cambio de la posición de labrador a la de pequeño terrateniente. En Lincolnshire, los siglos XVI y XVII fueron testigos de una continua concentración de tierra y riqueza, concentración que, en consecuencia, trajo consigo un aumento de las distinciones económicas y sociales. Los Newton se encontraban entre la minoría que prosperó.
Westby está situado en un páramo calizo, la meseta de Kesteven, un trozo de tierra elevada que se abre paso en dirección a Lincoln, entre los grandes marjales que se extienden al este y las pantanosas tierras bajas del valle de Trent al oeste. La meseta se había considerado siempre como un camino apropiado para viajar hacia al norte. Los romanos habían construido Ermine Street a lo largo de su parte septentrional, y la Great North Road de la Inglaterra medieval y de los primeros tiempos de la era moderna seguía el mismo camino hasta Grantham, donde se desviaba hacia el oeste en dirección a un paso más fácil por encima del Humber. Incluso hoy en día la principal carretera hacia el norte, cerca de la costa oriental de Inglaterra, cruza la meseta a lo largo del mismo camino. Woolsthorpe, donde Newton fue educado, se encuentra a menos de una milla de una de las más importantes vías públicas de su tiempo.
Si bien la meseta era un camino natural, no era un granero natural. La tierra era escasa y pobre. Gran parte del suelo cultivable sólo permitía una rotación de dos campos, lo cual dejaba a ésta en barbecho la mitad del tiempo. Había pocos terrenos cercados y grandes extensiones de yermos no cultivados se utilizaban generalmente como caminos para las ovejas. La lana de las ovejas constituía la base de la economía agrícola de la meseta. En compensación a la pobreza de la tierra, la meseta contaba con un número considerable de ellas. Aquellos que querían podían prosperar. Los Newton querían.
La historia se cuenta a partir de los detalles aportados por sucesivos testamentos. Desde John Newton de Westby, que dejó un testamento al morir, en el año 1562, cada generación, durante un siglo, dejó un testamento por el cual vemos cómo su riqueza había aumentado considerablemente. Mejor diríamos sus riquezas. Los Newton constituían también un prolífico clan. John Newton de Westby tuvo once hijos, de los cuales sobrevivieron diez. Su hijo Richard, el bisabuelo de Isaac, tuvo siete hijos, de los cuales sobrevivieron cinco. El abuelo de Isaac, Robert, tuvo once, de los cuales sobrevivieron seis. Ninguna herencia aumentaba y pasaba de unas manos a otras como una unidad. La herencia se veía constantemente dividida, pero la mayor parte de estas divisiones se enraizaban y fructificaban. Hacia la mitad del siglo XVIII, un número considerable de pequeños terratenientes de nombre Newton vivían esparcidos alrededor de Grantham, todos ellos descendientes del labrador John Newton de Westby. Sin duda, el hecho de que este John Newton hiciera una buena boda —casándose con Mary Nixe, la hija de un próspero labrador—, ayudó a su posición. También es cierto que debió hacer buen uso de la dote, ya que dejó muy bien situados a sus tres hijos. Los descendientes de uno de ellos, William, prosperaron incluso más que el resto. En 1661, uno de sus descendientes, otro John, se abrió camino en la jerarquía, convirtiéndose en sir John Newton, Bart. En 1705, Isaac Newton apremiaba a su hijo, también sir John Newton, Bart., para que corroborara su linaje. Poco antes de morir, John Newton de Westby compró una extensa finca de más de cien acres de terreno —sesenta de los cuales eran de tierra cultivable— para otro de sus hijos, Richard, en Woolsthorpe. Woolsthorpe se encontraba a unas tres millas al sudoeste de Westby, y Richard Newton fue el bisabuelo de Isaac Newton. Para dar una perspectiva de la posición económica de la familia, los bienes de los propietarios que vivían en el páramo en torno a 1590 —es decir, de los campesinos más ricos— tenían un valor medio de unas 49 libras. Según se desprende de su testamento, el labrador más rico que murió en Lincolnshire en esos años dejó una propiedad personal valorada en cerca de 400 libras. Muy pocas heredades de aquel tiempo llegaban a alcanzar las 100 libras. Richard Newton, cuyo padre le había legado una granja comprada por 40 libras, dejó bienes inventariados por valor de 104 libras; el inventario no incluía la tierra de la casa. Tampoco incluía un rebaño de cincuenta ovejas, número muy por encima de la media. Las ovejas representaban la medida de riqueza en el páramo. John Newton de Westby no sólo dejó magníficamente situados como pequeños terratenientes a sus tres hijos, sino que también casó a una hija con Henry Askew (o Ayscough) de Harlaxton. Los Ayscough eran una prominente familia de Lincolnshire; si bien no es clara la relación —si es que la había— que Henry Askew tenía con la rama principal de la familia, establecida mucho más al norte. No fue la única alianza entre ambas familias.
Robert Newton, el abuelo de Isaac, nació en torno a 1570. Heredó la propiedad de su padre en Woolsthorpe, a la cual añadió la casa de Woolsthorpe, que compró en 1623. La casa solariega no se hallaba en una situación próspera. Se había vendido en cuatro ocasiones a distintos propietarios durante el siglo precedente. No obstante, su valor se estimaba en 30 libras al año. Sumada a los bienes originales, la propiedad aseguraba a la familia una vida más que desahogada para un pequeño terrateniente medio de aquella época. En términos sociales, ésta debió procurar a Robert una posición aún más elevada. Se había convertido en lord de una casa y estaba legalmente capacitado para ejercer los poderes de una autoridad local, tales como presidir los registros y tribunales territoriales, todavía elementos de administración local con jurisdicción sobre infracciones menores y con poder para imponer multas, aunque no para llevar a alguien a prisión. El lord de una casa no era un labrador. En diciembre de 1639, legó toda la propiedad de Woolsthorpe al mayor y único superviviente de sus hijos, Isaac, y a Hannah Ayscough (o Askew), con quien Isaac se había casado. Isaac estaba lejos de ser un hombre joven. Había nacido el 21 de septiembre de 1606. Aunque se desconoce la edad de Hannah Ayscough, parece probable que tampoco ella lo fuera; sus padres se habían casado en 1609 y es muy posible que su hermano William fuera el William Askue matriculado en el Trinity College de Cambridge, en 1630. No obstante, la pareja no contrajo matrimonio enseguida y todo parece indicar que esperaron a obtener primero la herencia. Después de todo, Robert Newton tenía casi setenta años. Les hizo el favor en otoño de 1641 y la pareja se casó en el mes de abril del año siguiente.
El enlace con una Ayscough significó un nuevo avance en la progresión de los Newton. Hannah era la hija de James Ayscough, caballero de Market Overton, en el condado de Rutland. Como dote, aportó a su matrimonio una propiedad en Sewstern, Leicestershire, cuyo valor se estimaba en 50 libras anuales. Es difícil imaginar este enlace sin la recién adquirida dignidad de lord de una casa de Newton. Hannah aportó algo más que riqueza al matrimonio. Por primera vez, los Newton entraron en contacto con la cultura. Antes de 1642, ningún Newton de la rama de la familia de Isaac era capaz de escribir su propio nombre. Sus testamentos, llevados al papel por curas o escribanos, sólo contenían sus marcas personales. Isaac Newton, el padre de quien nos ocupa, no sabía firmar, igual que su hermano, quien le ayudó a hacer el inventario de sus posesiones. Por el contrario, cualquier Ayscough gozaba, al menos, de una educación. William, el hermano de Hannah (M. A. Cambridge, 1637), eligió una vocación para la cual el estudio era esencial. Ordenado en el clero de la Iglesia anglicana, en enero del mismo año en el que su hermana se casaba con Isaac Newton, le fue asignada la rectoría de Burton Coggles, situada dos millas al este de Colsterworth.
El curso de los acontecimientos hizo que toda la educación de Isaac corriese a cargo de los Ayscough. Sólo podemos especular sobre lo que hubiera sucedido de haber vivido su padre. El padre era ahora el lord de una casa, algo que su propio padre no había sido mientras éste crecía. Quizá hubiera visto la educación de su hijo como una consecuencia natural de su posición. Por otra parte, su hermano Richard, que era sólo un pequeño terrateniente y no el lord de una casa, no atendió a la educación de su hijo, que murió siendo analfabeto. Criado como un Ayscough, Isaac tuvo muy distintas expectativas. La presencia del reverendo William Ayscough, a sólo dos millas al este de distancia, debió ser un factor crítico. Más tarde, su intervención ayudó a que Isaac fuera a la universidad. Al margen de los distintos papeles que los Ayscough desempeñaron individualmente, todos ellos dieron por supuesto que el muchacho recibiría al menos una educación básica. Tenemos algunas razones para dudar de que los Newton hubieran hecho lo mismo.
Seis meses después de su matrimonio, en los primeros días del mes de octubre de 1642, Isaac Newton murió. Dejó tras de sí una hacienda, una mujer embarazada y una información prácticamente nula sobre su pasado. Sólo contamos con una breve descripción, facilitada un siglo y medio después de su muerte por Thomas Maude, quien aseguró haberla obtenido con gran esfuerzo de los antepasados de Newton, entre los descendientes de su medio hermano y medias hermanas, en torno a la parroquia de Colsterworth. Según Maude, Isaac Newton padre era «un hombre inculto, extravagante y débil». Es probable que fuera así; pero, si consideramos que Maude ni siquiera acierta a escribir su nombre y le llama John, nos sentimos poco inclinados a aceptar esta descripción. Con respecto a su hacienda, tenemos una información directa de ella a través de su testamento. Teniendo en cuenta que éste define la posición económica de Isaac Newton (hijo) en el momento de su nacimiento, merece cierto detenimiento. Además de sus grandes extensiones de tierra y de su casa, Isaac Newton, padre, dejó bienes y muebles valorados en 459 libras, 12 chelines y 4 peniques. Poseía 234 ovejas, cuando el número medio de un rebaño era de 35. Aparentemente, era dueño de 46 cabezas de ganado (éste se dividía en tres categorías, aunque la caligrafía poco legible del documento hace difícil su interpretación), asimismo un número varias veces superior a la media. En sus graneros había malta, avena, maíz (probablemente cebada, el principal cultivo del páramo) y heno, valorados en casi 140 libras. Teniendo en cuenta que el inventario fue redactado en octubre, estos datos representan, sin duda, la cosecha de 1642. Al colocar la avena (1 libra, 1 5 chelines) en una categoría diferente, y el maíz y el heno (130 libras) en otra, los hombres que llevaron a cabo el inventario hicieron difícil su interpretación. La avena y el heno hubieran representado el forraje para el invierno; probablemente, no así el maíz. El ganado (valorado en 101 libras) y las ovejas (valoradas en 80 libras) hubieran consumido el forraje durante el siguiente invierno, de forma que éste no constituye un producto final en el balance de sus bienes. Parte del producto final era la lana, y el inventario incluye lana valorada en 15 libras. Resulta poco probable que el esquileo de 1642, desde junio, estuviera todavía pendiente; en cualquier caso, 15 libras es una suma muy pequeña de dinero, cuando el valor medio del esquileo anual oscilaba entre una tercera y una cuarta parte del valor del rebaño. Naturalmente, la hacienda incluía también gran cantidad de equipos para el trabajo de la tierra y muebles para la casa. Asimismo, incluía derechos de pasto para las ovejas en los terrenos comunales. El valor de estos derechos es imposible de estimar, pero si tenemos en cuenta que la lana era el bien más preciado, los derechos de pastos debían tener un extraordinario valor. Sin embargo, igual que sucedía con el forraje, éstos seguían constituyendo una parte más de la riqueza anual. Con la distancia que nos separa de ese tiempo, es imposible determinar el valor total anual de la hacienda. Una estimación de al menos 150 libras parece razonable. Deberíamos añadir que el inventario podía haber sido inferior al valor medio a largo plazo de la hacienda. La década de 1620 había sido dura y los inventarios validados a lo largo de la década de los treinta vieron reducido, en consecuencia, su valor. No recuperaron por completo su antiguo nivel hasta, aproximadamente, 1660. Cuando volvió a casarse, la madre de Newton reservó para Isaac las rentas de los bienes paternos; entre los cuales aparentemente incluyó las tierras de Sewstern que había aportado en su dote. Por otra parte, su segundo marido añadió a sus bienes un nuevo terreno. Finalmente, Newton heredó la hacienda completa de su padre, junto con la tierra de su padrastro y algunas otras propiedades compradas por su madre. He hecho un resumen de sus bienes en términos financieros porque éste fue el único significado que tuvieron en la vida de Newton. Durante algún tiempo, la familia intentó que dirigiera la hacienda. Sin embargo, esto no llegaría a suceder, y la hacienda significó en su vida, únicamente, una seguridad económica. Cualesquiera que fuesen los problemas que aguardaban al niño todavía no nacido cuando se redactó el inventario, la pobreza no se encontraba entre ellos.
El único hijo de Isaac Newton nació tres meses después de la muerte de su padre, en la casa de Woolsthorpe, en las primeras horas del día de Navidad. El descendiente póstumo, un hijo, fue llamado como su padre, Isaac. Huérfano de padre y aparentemente prematuro, el bebé era tan pequeño que nadie pensó que pudiera sobrevivir. Más de ochenta años después, Newton contaría a John Conduitt, el marido de su sobrina, la leyenda familiar sobre su nacimiento. Conduitt nos cuenta:
Sir I. N. me dijo que le habían contado cómo, cuando nació, cabía en una jarra de cuarto y era tan débil que debía llevar un collarín alrededor del cuello para mantenerlo entre los hombros, y que tenía tan pocas probabilidades de sobrevivir que, cuando se envió a dos mujeres a lady Pakenham, de North Witham, en busca de algo para él, éstas se sentaron en la valla de un camino y dijeron que no tenía sentido correr mucho porque estaban convencidas de que el niño estaría muerto antes de su regreso.
Aparentemente, su vida estuvo pendiente de un hilo durante al menos una semana. No fue bautizado hasta el 1 de enero de 1643.
Tenemos poca información sobre los años subsiguientes. Conocemos, sin embargo, un acontecimiento de vital importancia que quebrantó la seguridad de la infancia de Newton, inmediatamente después de su tercer cumpleaños. Conduitt obtuvo el relato de los hechos de una tal Mrs. Hatton, Ayscough de soltera:
Mr. Smith, un clérigo de la vecindad, que poseía una rica hacienda, se había mantenido soltero hasta edad un tanto avanzada. Uno de sus feligreses le aconsejó que se casara. éste le contestó que no sabía dónde encontrar una buena esposa. El hombre le dijo que la viuda Newton era una mujer extraordinariamente buena. Pero, dijo Mr. Smith, ¿cómo podré saber si me acepta? No me importa pedírselo, aunque me rechace. Pero si usted se lo pide en mi nombre, le pagaré su día de trabajo. El feligrés estuvo de acuerdo. Ella respondió que pediría consejo a su hermano Ayscough. Entonces, Mr. Smith envió a la misma persona a Mr. Ayscough, con el mismo mensaje, y éste, después de consultarlo con su hermana, habló con Mr. Smith. Mr. Smith debía entregar a su hijo Isaac un terreno, siendo éste uno de los términos sobre los que insistió la viuda para acceder a casarse con él.
Barnabas Smith era el rector de North Witham, el siguiente pueblo en dirección sur, junto al curso del río Witham, y situado a una milla y media de distancia. Nacido en 1582, se había matriculado en Oxford en 1597, obteniendo el título de Bachiller en Artes (así se llamaba la graduación en aquel tiempo) primero, y el de Magister en Artes en 1604. La «edad un tanto avanzada» de Mrs. Hatton resta demasiada importancia al asunto; tenía sesenta y tres años cuando añadió el apellido «Smith» a la cadena de nombres de Hannah Ayscough Newton. Tampoco había vivido como soltero. Mr. Smith había enterrado a su mujer en el mes de junio de aquel año, y no había crecido la hierba sobre su tumba cuando decidió poner remedio a su viudedad.
No es mucho lo que sabemos del rector de North Witham. Si empezamos por la mejor parte, diremos que poseía libros. La habitación de Newton, en Woolsthorpe, contenía, en las estanterías que Newton había construido para ellos, doscientos o trescientos libros, en su mayoría ediciones de los Padres y tratados teológicos que habían pertenecido a su padrastro. Comprar libros con la intención de estudiar no es, sin duda, el único medio de obtenerlos. Uno podría heredar una biblioteca teológica, por ejemplo, si el padre de uno fuese un clérigo, como lo fue el padre de Barnabas Smith. En cualquier caso, tenía libros. Tal vez, incluso, pudo leer algo en ellos. En un enorme cuaderno, que comenzó a escribir en 1612, y bajo varios títulos teológicos concebidos en tono grandilocuente, Smith anotó algunos pasajes pertinentes entresacados de su lectura. Si estas notas representan la suma total de las horas dedicadas a su biblioteca, no resulta sorprendente que no dejara tras de sí una reputación de hombre culto. Tal cantidad de papel en blanco no era algo desdeñable en el siglo XVII. Newton lo llamó el «cuaderno baldío», y lo que Barnabas Smith había iniciado como un cuaderno lleno de lugares comunes de la teología, se convirtió en testigo del cálculo de Newton y de sus primeros pasos en la mecánica. Probablemente, la biblioteca marcó el inicio del viaje teológico de Newton hacia tierras que su padrastro no hubiera sido capaz de reconocer.
Smith debió ser un hombre fuerte, por no decir lujurioso; a pesar de que al casarse con Hannah Ayscough tenía sesenta y tres años, fue padre de tres hijos, antes de morir a la edad de setenta y uno. No parece que la posibilidad de que sus tres hijos se quedasen pronto sin padre, como le sucediera a su hijastro, le preocupase demasiado. Aparte de su vigor y de sus libros, ningún otro dato sobre su personalidad parece especialmente atractivo. Ocupaba la rectoría de North Witham porque su padre, el rector de South Witham, la había comprado para él en 1610, adquiriendo los derechos de sir Henry Pakenham, quien la dirigía. Al año siguiente, tras una visita del obispo de Lincoln, éste informó que el reverendo Mr. Smith tenía un buen comportamiento, no residía en la rectoría y no era hospitalario. En efecto, el padre de Barnabas Smith había adquirido una cómoda renta para su hijo. éste recibió la renta de North Witham durante más de cuarenta años. Durante los primeros treinta, según nuestras noticias, aceptó sin protestas las reglas arminianas de la Iglesia establecida. Con la guerra civil, llegaron los puritanos y el convenio. El reverendo Mr. Smith no vio alterada su forma de vida. La segunda guerra civil trajo a los independientes y el compromiso. En aquel tiempo, gran número de clérigos anglicanos de firmes creencias, prefirieron la expulsión a la conformidad, y muchos de ellos sufrieron verdadera pobreza. Pero éste no fue el caso del reverendo Mr. Smith. Cuando murió, en 1653, había sobrevivido con comodidad a todos los cataclismos de su época: un hombre obviamente flexible, más preocupado por la riqueza que por los principios. A pesar de que nunca hubo relación entre ambos, John Milton le conocía bien.

Anow of such as for their bellies sake
Creep and intrude, and climb into the fold?
Of other care they little reck’ning make,
Than how to scramble to the shearers feast,
nd shove away the worthy bidden guest;
Blind mouthes!

Tampoco la renta de North Witham constituía el principal recurso económico de Barnabas Smith. éste contaba con una renta independiente de unas 500 libras anuales «lo cual, en aquellos tiempos, representaba una rica hacienda…», escribió Conduitt en su ensayo, haciendo una declaración demasiado modesta de los hechos. Para Newton, la riqueza de su padrastro se tradujo en un considerable incremento de sus propias posesiones. Según nos informa Mrs. Hatton, parte del acuerdo matrimonial incluía un lote de tierra que pasaba a incrementar su patrimonio paterno. Años más tarde, Newton heredó de su madre otras tierras que ésta había comprado para él, sin duda gracias al patrimonio de su segundo marido. El testamento del tío de Newton, Richard Newton, sugiere una posición económica similar a la del padre de Newton. El testamento de Hannah Ayscough Newton Smith revela un nivel completamente diferente. Para los Newton, el matrimonio con una Ayscough había representado un avance en la escala social más que en la económica. El matrimonio con Mr. Smith significó un incremento del patrimonio. Por el contrario, privó a Newton de una madre. Su padrastro no tenía la menor intención de cargar con el niño de tres años. Isaac se quedó en Woolsthorpe con sus abuelos Ayscough. El reverendo Mr. Smith ordenó la reconstrucción de la casa de éstos. Podía permitírselo.
La pérdida de su madre debió ser un acontecimiento traumático en la vida de un niño de tres años que no había conocido a su padre. Había una abuela para sustituirla, sí, pero, significativamente, Newton nunca le dedicó ningún tipo de recuerdo cariñoso. Hasta su muerte pasó desapercibida. Más significativa, incluso, es la figura del abuelo. Hasta hace muy poco tiempo, todo el mundo pensaba que la abuela era viuda, ya que en los papeles de Newton no aparece ni una sola referencia a él. Ahora sabemos que también el abuelo estaba presente en la casa. También sabemos que correspondía al afecto de Isaac en igual medida; por ello, le excluyó completamente de su testamento.
Como veremos, Newton fue un hombre torturado, una personalidad extremadamente neurótica que se tambaleó siempre, al menos en su edad madura, al borde del colapso nervioso. No hay que hacer demasiados esfuerzos para creer que el segundo matrimonio y la partida de su madre contribuyeron enormemente al tormento interior del niño, un niño tal vez ya confundido por el hecho de no tener padre como los demás. Es más, tenemos datos para suponer que Isaac Newton y Barnabas Smith nunca aprendieron a quererse. Nueve años después de la muerte de su padrastro, en 1653, cuando Newton sintió la necesidad de escribir una lista de sus pecados, incluyó éste: «Amenazar a mi padre y a mi madre Smith con quemarlos a ellos y a su casa.» Probablemente, todos los niños mantienen duros enfrentamientos con sus padres, y es posible gritar este tipo de pueriles amenazas como resultado de una frustración. Sin embargo, la escena debió quedar profundamente grabada en la conciencia de Newton para recordarla nueve años más tarde. En lo que concierne a Barnabas Smith, sus acciones hablan por él con suficiente claridad. Durante más de siete años y medio, hasta su muerte, y mientras el niño de tres años se convertía en uno de diez, se negó a llevarlo a vivir a la rectoría de North Witham.
La casa de Woolsthorpe se levanta en el lado oeste del pequeño valle del río Witham, un poco más abajo de la meseta de Kesteven y sus casas, en dirección a la ciudad de Grantham. Construida con la misma piedra caliza gris sobre la que se levanta la meseta, la casa tiene la forma de una gruesa letra T, en la cual la cocina está situada en el trazo más largo y el vestíbulo principal y la sala se encuentran en la cruz formada por los dos trazos. La entrada, de alguna forma descentrada y situada entre el vestíbulo y la sala, mira hacia las escaleras que conducen a dos dormitorios del piso superior. Allí nació Newton y allí se encontraba la habitación que ocupó hasta su adolescencia. Aparte del hecho de que acudió a las escuelas de los pueblos vecinos de Skillington y Stoke, es poco lo que sabemos de su infancia. En los alrededores vivía gran cantidad de tías, tíos y primos de diferentes edades. A través de los testamentos, conocemos la existencia de dos tíos Newton, uno en Colsterworth y otro en Counthorpe, a tres millas de allí; aparentemente, ambos con hijos de parecida edad a la de Isaac. Tres tías casadas, todas con niños, vivían en el vecino Skillington. También había Dentons, Vincents y Welbys, parientes algo más lejanos de la familia Newton. Al menos, se mantenía cierta relación con ellos; en el affidávit de 1705 que acompañaba y justificaba su linaje, declaró que su abuela Ayscough «conversaba a menudo con [su] tío abuelo, Richard Newton» en Woolsthorpe. También había Ayscoughs. Su abuela había crecido en aquella región y, además de su hija Hannah, había otra hija casada, Sarah, sin mencionar al reverendo William Ayscough, que vivía a dos millas de distancia. Sin embargo, la infancia de Isaac parece haber sido solitaria. No es posible rastrear en su vida posterior ningún lazo que le uniera a alguno de sus numerosos parientes. Una infancia solitaria fue el primer capítulo de una larga carrera hacia el aislamiento.
En agosto de 1653, el reverendo Barnabas Smith murió y la madre de Newton regresó a vivir a Woolsthorpe. El siguiente periodo fue tal vez un alegre interludio para el niño de diez años que había recobrado a una madre. Quizá su alegría se viera un poco ensombrecida por la existencia de un medio hermano y dos medio hermanas que reclamaban su atención —uno de los niños no llegaba al año y otro acababa de cumplir los dos— y, probablemente, la acaparaban. El hecho es que no lo sabemos. Sólo sabemos que el interludio fue corto. En menos de dos años, Isaac fue enviado a la escuela primaria de Grantham.
Según el propio testimonio de Newton, éste ingresó en la escuela de Grantham a la edad de doce años. El considerable número de anécdotas referidas a este periodo hace alusión a su progreso académico y a sus aficiones fuera del programa escolar. Al no informarnos sobre la naturaleza de sus estudios, asumimos que, al igual que cualquier otro niño en una escuela primaria de aquel tiempo, estudiaría latín y más latín, un poco de griego hacia el final y ningún nivel de aritmética o matemáticas que merezca la pena ser mencionado (ése era el habitual programa de estudios de una escuela primaria de aquel tiempo, y ése, debemos asumir, fue el que siguió Newton en la escuela de Grantham; programa respetado y dirigido por Mr. Stokes, quien tenía fama de ser un buen maestro). El absoluto silencio que rodea a una cuestión tan vital por parte de los coleccionistas de anécdotas, sugiere sin duda que la educación de Newton no fue diferente a la de cualquier otro niño, y algunos de los fragmentos que nos quedan de la newtoniana, confirman esta suposición. En 1659, Newton compró un pequeño libro de bolsillo (o cuaderno, como diríamos ahora), en cuya primera página y bajo un pareado en latín, fechó su firma con un «Martij 19, 1659». Si asumimos que esto significa 1659/60, el cuaderno pertenece al periodo de su regreso a Woolsthorpe. Newton dedicó la mayor parte del cuaderno a «Utilissimum prosodiae supplementum». Más tarde, en la Colección Keynes del King’s College, aparece una edición de Píndaro con la firma de Newton y fechado en 1659. La Colección Babson cuenta con una copia de las Metamorfosis de Ovidio, fechada ese mismo año.
Para el lector del siglo XX, rodeado de la obra de matemática moderna y del material cultural que ésta ha generado, resulta difícil creer que el hombre que descubrió el cálculo, cuatro años después de abandonar la escuela primaria, estuviera, como parece probable, apenas introducido en la floreciente cultura matemática de la cual resultaría el cálculo. Nada parece sugerir tampoco que estudiara filosofía natural. Sin embargo, la escuela primaria de Grantham fue de gran ayuda para Newton. Los trabajos matemáticos de los que se alimentaría años después estaban, sin excepción, escritos en latín; igual que la mayor parte de sus fuentes en el campo de la filosofía natural. Más tarde, su conocimiento del latín —que escribiría con la misma fluidez que el inglés— le permitió entrar en contacto con la ciencia europea. Un poco de aritmética —que bien pudo haber asimilado en un solo día— difícilmente hubiera compensado un nivel deficiente en latín.
Otro aspecto importante de una escuela primaria del siglo XVII era la Biblia. Estudiada en las lenguas clásicas, apoyaba el programa básico de estudios y reforzaba la fe protestante de Inglaterra. En el caso de Newton, el estudio bíblico, probablemente unido a la biblioteca del reverendo Smith, le hizo zarpar en un viaje hacia extraños mares teológicos.
En Grantham, Newton vivía con el boticario Mr. Clark, cuya casa se levantaba en la High Street, junto a la George Inn. En la casa vivían también tres hijastros de Mr. Clark, que llevaban el apellido Storer del primer marido de su esposa: una niña, cuyo nombre se ha perdido, y dos niños, Edward y Arthur. Parece claro que Newton no se entendía bien con los niños. Entre los incidentes que tristemente recuerda en 1662, encontramos: «Robar racimos de cerezas a Edward Storer» y «Negar haberlo hecho.» También recordaba: «Irritación hacia Mr. Clark por un trozo de pan con mantequilla.»
Hasta donde sabemos, Newton había crecido en un ambiente de cierto aislamiento junto a sus abuelos. Era diferente a otros niños, y resulta comprensible que no pudiera entenderse con ellos fácilmente. Parece ser que, dándose cuenta de su superioridad intelectual, los niños de la escuela le odiaban. Sólo a uno de ellos, Chrichloe, recordaba años más tarde con simpatía. William Stukeley, un joven amigo de Newton, que reunió alguna información sobre éste en sus años de residencia en Grantham, en el siglo XVIII, llegó a la conclusión de que los niños le encontraban demasiado astuto y creían que se aprovechaba de ellos gracias a una rapidez mental superior a la suya. Quizá uno de los incidentes que Newton rememora en 1662 ayude a comprender el rechazo de unos niños que ya le eran hostiles: «Poner un alfiler en el sombrero de John Keys en el día del Señor para pincharle.»
Las anécdotas que Stukeley recogió en Grantham, en la década de 1720, parecen subrayar la hipótesis de que Newton prefería la compañía de las muchachas. Para Miss Storer —varios años más joven que él— y sus amigas, construyó muebles de muñecas, demostrando una gran habilidad y delicadeza en el manejo de la herramienta. En realidad, parece que entre Newton y Miss Storer se produjo una especie de romance cuando ambos se hicieron un poco mayores. Fue la primera y última experiencia romántica con una mujer en su vida. El romance de un adolescente que prefiere la compañía de las niñas no parece destinado a durar. éste no lo hizo. Aunque Newton recordaba a Mrs. Vincent (su nombre de casada) como una de sus dos únicas amistades en Grantham, sólo Mrs. Vincent habla de su romance. La mayor parte del tiempo, Newton fue su propia compañía. Fue siempre «un muchacho serio, silencioso y pensativo», recordaba Mrs. Vincent, «nunca salía a jugar con otros niños».
En los primeros tiempos de la estancia de Newton en Grantham, sucedió algo que le atormentó profundamente y que no fue capaz de olvidar. Ni siquiera había tenido tiempo de afirmar su poder intelectual. Fuera por la deficiente formación que había recibido en las escuelas de aquellos pueblos o porque se encontraba de nuevo solo y asustado, el caso es que había sido relegado al último banco, e incluso en éste ocupaba uno de los últimos puestos. Una mañana, de camino a la escuela, el niño que ocupaba el puesto inmediatamente superior al suyo le dio una fuerte patada en el estómago. Debía tratarse de Arthur Storer. Los niños se comportan como niños, sí, pero una patada en el estómago requiere cierta provocación. Seguramente, ya se habían producido varias escenas desagradables como la del pan y la mantequilla, los racimos de cerezas y otras que bien podemos imaginar. Aunque jugaba con las niñas, Newton sabía lo que tenía que hacer. Según el relato de Conduitt:
Tan pronto como terminaron las clases, retó al niño a una pelea y salieron juntos al patio de la iglesia. El hijo del maestro se acercó a ellos, mientras peleaban, y empezó a dar palmadas en el hombro de uno y a guiñar el ojo al otro, para azuzarles. Aunque sir Isaac no era tan fuerte como su antagonista, tenía mucho más empuje y resolución, y golpeó al otro hasta que declaró que no pelearía más, ante lo cual el hijo del maestro le pidió que le tratara como a un cobarde y le restregara la nariz contra el muro. Sir Isaac, entonces, le agarró por las orejas y estampó su cara contra un lado de la iglesia.
No contento con golpearle físicamente, insistió en derrotarle también en el terreno académico; una vez encauzado, Newton se convirtió en el primer alumno de la escuela. Su progresión dejó un rastro tras de sí, y todos los bancos que ocupó fueron grabados con su nombre. Los bancos no han sobrevivido, pero un alféizar de piedra aún conserva su firma.
En el tiempo en que Stukeley recogía anécdotas, el genio de Newton era sobradamente reconocido. Lo que todo el mundo en Grantham recordaba sobre él eran «sus extraños inventos y su extraordinaria inclinación hacia los trabajos mecánicos». En la buhardilla de la casa de Clark, Newton llenó su habitación de herramientas, gastando en ellas todo el dinero que su madre le daba. Mientras los demás niños se dedicaban a jugar, él hacía objetos de madera, no sólo muebles de muñecas sino también, y de forma especial, maquetas. Durante su estancia en aquel lugar, se construyó un molino de viento al norte de Grantham. Si bien los molinos de agua eran comunes en aquella región, no sucedía lo mismo con los de viento, y los habitantes de Grantham acostumbraban a caminar hasta allí para observar su construcción, como forma de entretenimiento. A diferencia de ellos, el joven escolar Newton analizó la construcción con tanto detenimiento que fue capaz de reproducirla en una maqueta; una pieza artesanal tan buena como el original, que funcionó cuando la colocó sobre el tejado. Newton mejoró el original: equipó su modelo con una noria tirada por un ratón al cual espoleaba, bien con una cuerda atada a su cola o con un poco de maíz, que colocaba delante del animal. Llamaba al animal su molinero. Newton se construyó un vehículo. Un carro de cuatro ruedas accionado por una manivela que él movía, sentado en su interior. Construyó una linterna de «papel arrugado» para guiarse hasta la escuela en las oscuras mañanas de invierno. La linterna, que podía doblar sencillamente en su bolsillo durante el día, ofrecía otras posibilidades; atada a la cola de una cometa, en la noche, «asustó extraordinariamente a los habitantes de la vecindad durante algún tiempo, y fue objeto de no pocas discusiones entre los campesinos que se acodaban junto a sus jarras de cerveza los días de mercado». Por fortuna, Grantham no fue asolado por el fuego.
Newton dedicaba tanto tiempo a la construcción de maquetas que, con frecuencia, desatendía su trabajo escolar y retrocedía algunos puestos; cuando esto sucedía, volvía a los libros y en poco tiempo recuperaba la posición perdida. Stokes le reconvenía con indulgencia, pero nada podía mantenerle alejado de sus inventos. Ni siquiera durante el sabbat, aunque mientras trabajaba en ellos sentía remordimiento. Ahora sabemos que Newton encontró muchos de estos artefactos en el libro de John Bate, The Mysteries of Nature and Art (Los misterios de la naturaleza y el arte). En otro cuaderno de Grantham —en él consta que lo compró por 2 peniques en 1659— Newton tomó bastantes notas sobre el libro de Bate acerca de la técnica del dibujo, la captura de pájaros, la fabricación de tintas de distintos colores y otros temas. Aunque sus notas no lo recogen, la mayor parte de sus trabajos de Grantham, incluido el molino de viento, están descritos en este libro. Quizá el genio adolescente de Newton se cohíbe un poco ante el libro de Bate. No obstante, su genio no se cuestiona, y el hecho es que encontró un libro capaz de alimentar sus intereses naturales. Algunas de estas historias tienen un cierto toque de extravagancia, y resultan muy extrañas ya que no vuelven a estar presentes en su vida. A esta distancia, se observa también en él un patético intento de ganarse la amistad de sus compañeros por medio de estos procedimientos. Newton construyó también linternas para ellos, y ¿quién duda de que éstos participaran en la historia del meteoro artificial? Cuando hacían volar sus cometas, Newton estudiaba sus propiedades para determinar sus proporciones ideales y los puntos más adecuados para ajustar las cuerdas. Aparentemente, sus esfuerzos fueron vanos; sólo pudo convencerlos de la superioridad de su ingenio y, de esta forma, les hizo sentir aún más alejados de él. Como dice Conduitt, incluso cuando jugaba con los niños, seguía ejercitando su mente. Newton contó al conde de Pembroke que su primer experimento tuvo lugar el día de la muerte de Cromwell, cuando una gran tormenta barrió Inglaterra. Saltando primero a favor del viento y luego en contra, y comparando sus saltos con los de un día de calma, midió la «fuerza de la tormenta». Les dijo a los niños que la tormenta era un pie más fuerte que nadie que hubiera conocido, y ante la perplejidad de éstos, les señaló las marcas que medían sus pasos. Según una versión de la historia, utilizó hábilmente la fuerza del viento para ganar un concurso de saltos (de nuevo, la superioridad de su conocimiento le hacía sospechoso).
Hubo otros pasatiempos en Grantham. Entre ellos, los relojes solares. Aparentemente, los relojes habían llamado ya antes su atención; existe uno en la iglesia de Colsterworth que, supuestamente, trazó Newton a la edad de nueve años. Los relojes solares significaban mucho más que habilidad en el manejo de las herramientas; representaban un reto intelectual. Llenó la casa del pobre Clark con relojes: su propia habitación, otras habitaciones de la casa, el vestíbulo…, cualquier lugar por donde entrara el sol. Clavó puntas en las paredes para marcar las horas, las medias, e incluso los cuartos, y ató a éstas cuerdas con ruedas para medir las sombras en días sucesivos. Llevando una especie de almanaque, aprendió a distinguir los periodos del Sol, de forma que conocía los equinoccios y los solsticios, incluso los días del mes. Al final, la familia y los vecinos iban a consultar «los cuadrantes de Isaac». De esta manera, la majestad de los cielos y la uniformidad de la naturaleza se mostraron ante él de una forma inolvidable. Según Conduitt, al final de su vida aún continuaba observando el Sol. Miraba las sombras de todas las habitaciones que frecuentaba y, si se le preguntaba, miraba las sombras y no el reloj para dar la hora.
Newton alcanzó también un gran dominio del dibujo y, una vez más, la casa de Clark soportó el peso de su entusiasmo. Más tarde, un inquilino de la buhardilla contó que las paredes estaban cubiertas de dibujos al carboncillo de pájaros, animales, hombres, barcos y plantas. También dibujó retratos de Carlos I, John Donne y de su maestro Stokes. Asimismo, había varios círculos y triángulos en las paredes: una imagen más cercana al Newton que conocemos, que todos los retratos, pájaros y barcos juntos. Y en casi todas las pizarras, atestiguando su identidad como en los bancos de la escuela, su nombre, «Isaac Newton», labrado de forma indeleble.
Con tanto labrar, tanto dibujo, tantos cuadrantes solares, tanto fisgoneo en la tienda y tantas escenas agrias a cuenta del pan, Mr. Clark, el boticario, debía soñar con la partida de su precoz invitado. Aquello sucedió a fines de 1659. Newton iba a cumplir diecisiete años. Era hora de que se enfrentara a la realidad de la vida y aprendiera a dirigir su hacienda. Su madre le hizo volver a Woolsthorpe con esta idea. El intento fue un desastre desde el principio. Según nos cuenta un rendido Conduitt, su mente no podía soportar «trabajos tan inferiores». Su madre encargó a un sirviente de confianza que le enseñara los asuntos de la granja. Si se le ponía a guardar ovejas, se dedicaba a construir en un arroyo la maqueta de un molino de agua provisto de ruedas motrices, diques y conductos. Mientras tanto las ovejas se perdían en los maizales de los vecinos y su madre tenía que pagar los daños causados. En los registros del tribunal del señorío de Colsterworth consta que, el 28 de octubre de 1659, Newton fue multado con la cantidad de 3 chelines 4 peniques «por dejar que sus ovejas rompieran las vallas de 23, furlongs», al igual que con 1 chelín por cada una de otras dos sanciones, «por dejar que sus cerdos entraran en los campos de maíz» y «por estar en mal estado la valla que delimita sus tierras». En los días de mercado, cuando él y su sirviente iban a la ciudad a vender los productos de la granja y a comprar suministros, Newton sobornaba al sirviente para que le dejara solo al volver la primera esquina, y dedicaba el día a construir artilugios o a la lectura de un libro, hasta que el sirviente le recogía en el camino de vuelta a casa. Si por casualidad iba a la ciudad, corría directamente a su antigua habitación de la casa de Clark, donde le esperaba una colección de libros, y de nuevo el sirviente se hacía cargo del negocio. Para ir a Woolsthorpe desde Grantham había que subir la colina de Spittlegate, situada al sur de la ciudad. Era costumbre desmontar del caballo y guiarlo a pie por la inclinada ladera. En una ocasión, Newton estaba tan abstraído en sus pensamientos que olvidó volver a montar, y llevó al caballo de las riendas todo el camino hasta su casa; en otra ocasión (o, tal vez, en otra versión de la misma historia), el caballo perdió la brida y llegó solo a casa, mientras Isaac caminaba, con la brida en la mano, sin darse cuenta de que el caballo había desaparecido. Al parecer, el criado aguantaba todo esto. Mientras Newton se olvidaba hasta de las comidas, él se desesperaba por enseñarle las cosas una y otra vez.
Entretanto, otros dos hombres veían los esfuerzos de Mrs. Newton desde una perspectiva diferente. Su hermano, el reverendo William Ayscough, reconocía las dotes del muchacho e instaba a su hermana a que le enviase de nuevo a la escuela para preparar su ingreso en la universidad. El maestro, Mr. Stokes, insistía aún más. Se quejaba a la madre de Newton del enorme error que supondría enterrar tanto talento en trabajos rurales, más aún cuando el intento estaba abocado al fracaso. Incluso se ofreció a enviar los 40 chelines de cuota de ingreso que debían pagar los muchachos no residentes en Grantham, y se llevó a vivir a Newton a su propia casa. Al parecer, Clark había tenido ya bastante. En otoño de 1660, cuando Carlos II aprendía a adaptarse a los requerimientos del trono, en el norte del país tenía lugar un acontecimiento de mayor trascendencia. Isaac Newton regresaba a la escuela primaria de Grantham con la perspectiva de ingresar más tarde en la universidad.
La información que poseemos al respecto indica que los nueve meses que pasó en su casa fueron una pesadilla. La lista de sus pecados, redactada en 1662, habla de una tensión constante: «Negarme a ir al patio a requerimiento de mi madre.» «Pegar a muchos.» «Enfadarme con mi madre.» «Con mi hermana.» «Pegar a mi hermana.» «Reñir con los criados.» «Llamar mujerzuela a Dorothy Rose.» Su comportamiento debía de ser insufrible. En Grantham, había empezado a darse cuenta de lo delicioso que podía ser el estudio. Su naturaleza irremediablemente intelectual le había apartado de los demás niños, pero tampoco había sido capaz de negarla para ganarse su favor, igual que un león no puede renunciar a su melena. Sin embargo, nada más empezar a entregarse al estudio, había sido llamado a la granja con la intención de que pasara su vida entre ovejas y paladas de estiércol. Su interior se rebelaba contra ese destino y la fortuna se puso de su parte. Gracias a la intervención de Stokes y de William Ayscough iba a gozar del estudio después de todo. Ni los sesenta y cinco años transcurridos, ni el tono grandilocuente de Conduitt, hacen que el relato de este último empañe el entusiasmo del primero.
Su genio empezó a desarrollarse rápidamente y a brillar con más intensidad. Según él mismo me contó, tenía un talento especial para escribir versos […] Cualquier tarea que acometía, la realizaba con la intensidad que le era propia, y excedía las expectativas más optimistas que su maestro se había creado.
Cuando Newton estuvo dispuesto para partir, Stokes colocó a su discípulo favorito frente a la escuela y, con lágrimas en los ojos, pronunció un discurso en su honor, animando a los demás a que siguieran su ejemplo. Según Stukeley, de quien Conduitt tomó la historia, también había lágrimas en los ojos de los niños. ¡Podemos imaginarlo!
Los niños de Grantham no eran los únicos en ver a Newton como un enigma o un extraño. Para los criados de Woolsthorpe su personalidad era simplemente incomprensible. Hosco por un lado, y despistado por el otro, incapaz siquiera de recordar la hora de comer, era a sus ojos un loco y un vago. éstos «se alegraron mucho de que se fuera, y declararon que sólo tenía talento para la universidad».

Capítulo 2
El estudiante solitario

Newton partió para Cambridge en los primeros días del mes de junio 1661. No había en su vida nada que ambicionara más. Aunque regresaría a Woolsthorpe varias veces en el transcurso de los dieciocho años siguientes, incluyendo dos largas visitas durante la epidemia, cuando abandonó aquel lugar —la idiotez de la vida rural, como la llamó después un comentarista— lo hizo espiritualmente de una vez y para siempre. Tres cortos años bastaron para hacer imposible la idea de un regreso, aunque hicieron falta otros tres años, quizá algo más, para que su permanencia en Cambridge estuviera garantizada. Según sus notas, se detuvo en Sewstern, seguramente para comprobar el estado de sus propiedades en aquel lugar y, después de pasar la segunda noche en Stilton, tras bordear los Great Fens, llegó a Cambridge el 4 de junio, presentándose en el Trinity College al día siguiente. Si los procedimientos establecidos en los estatutos se seguían, el sénior dean[2] y el jefe de departamento debían examinarle para determinar si estaba o no preparado para asistir a las conferencias. Aunque debemos decir que no existe ningún documento que registre más que el veredicto, Newton fue admitido «inmediatamente». Después de comprar un candado para su pupitre, una jarra de cuarto de galón y tinta para llenarla, un cuaderno, una libra de velas y un orinal, se dispuso a recibir cualquier cosa que Cambridge pudiera ofrecerle.
Ser admitido en un college[3] no equivalía a ser admitido en la universidad. Muchos retrasaban su matriculación en la universidad, y un número considerable de ellos, no interesados en obtener un título académico —único sentido de la matriculación— conseguían evitarlo. Newton sí quería graduarse. El 8 de julio, junto a varios estudiantes que acababan de ser admitidos en el Trinity College y en otros colleges, juró que preservaría las prerrogativas de la universidad con todas sus fuerzas, que respetaría el rango, el honor y la dignidad de ésta hasta su muerte, y que los defendería con su voto y su consejo; y para atestiguarlo, pagó su cuota y vio cómo su nombre se inscribía en el registro de la universidad. Se había convertido en miembro absoluto de ésta.
No es extraño que Newton eligiera ingresar en el Trinity, «el college más famoso de la universidad», según la opinión de John Strype, futuro historiador eclesiástico y, en aquel tiempo, estudiante no graduado del Jesús College. Al parecer, además de la reputación del college, algunos factores de índole personal pudieron influir en la elección de Newton. El reverendo Mr. Ayscough, su tío, había estudiado en el Trinity y, según el relato que Conduitt obtuvo más tarde de Mrs. Hatton, Ayscough de soltera, el reverendo Mr. Ayscough persuadió a la madre de Newton para que le enviara al Trinity. Stukeley oyó decir en Grantham que Humphrey Babington, el hermano de Mrs. Clark y fellow[4] del Trinity, fue responsable de esta elección. El doctor —escribió Stukeley— «parecía sentir una simpatía especial hacia él, probablemente movido por su propia inteligencia». Existen ciertos datos que hacen suponer una conexión entre Newton y Babington. «La criada de Mr. Babington», una de las mujeres que hacían las camas y limpiaban las habitaciones del college, aparece dos veces en las notas que Newton redactó cuando era estudiante; y, más tarde, haciendo referencia al tiempo que estuvo en su casa durante la epidemia, escribió que había pasado parte de aquel periodo en el vecino Boothby Pagnell, cuya rectoría dirigía Babington. Como fellow de considerable antigüedad, en 1667 se convirtió en uno de los ocho fellows más antiguos que, junto al director, llevaban el control del college y disfrutaban de los mayores privilegios y, aún más, como un hombre que había demostrado gozar del favor real con dos decretos (es decir, órdenes del rey) inmediatamente después de la Restauración, Babington debía ser un poderoso aliado para un joven que no tenía ningún otro contacto en la universidad. Tanto la naturaleza del college como la naturaleza de los estudios de Newton hacían muy deseable la figura de un aliado, tal vez, incluso, indispensable. En cualquier caso, el 5 de junio de 1661, el college más famoso de la universidad admitía, sin saberlo, a quien habría de convertirse en su alumno más famoso.
Newton ingresó en la universidad como subsizar, estudiante pobre que pagaba su estancia con trabajos serviles para los fellows, los fellow commoners —estudiantes muy ricos que tenían el privilegio de comer en la mesa principal con los fellows del college— y los pensionistas, de familias acomodadas. Sizar y subsizar eran términos peculiares en Cambridge; el término oxoniense correspondiente, servitor, expresaba su posición sin ambigüedad. Igualmente lo expresaban los estatutos del Trinity College, que les llamaba «scholares pauperes, qui nominentur sizatores», y definían su condición haciendo referencia al deber cristiano de ayudar a los pobres. Los estatutos admitían la presencia de trece sizars mantenidos por el college, tres para servir al director y otros diez para servir a los diez fellows de mayor antigüedad; también definían a los subsizars como estudiantes admitidos bajo las mismas condiciones y sometidos a las mismas reglas que los sizars, pero los primeros pagaban por asistir a las conferencias (un precio inferior al que pagaban los pensionistas) y por su comida. Es decir, los subsizars eran sirvientes como los sizars —si bien su manutención no corría a cargo del college— y como éstos servían a fellows, fellow commoners y pensionistas, según los arreglos a los que llegaran. Esencialmente idénticos en términos de estatus, el sizar y el subsizar se encontraban en el punto más bajo de la estructura social de Cambridge, la cual era un reflejo de las distinciones establecidas por la sociedad inglesa.
Si esto era cierto, ¿por qué Newton era un sizar? Solamente encontramos una respuesta posible. Su madre, que había aceptado de mala gana la ampliación de sus estudios y, según un testimonio, le había dejado regresar a la escuela primaria sólo cuando le enviaron los 40 chelines de la cuota de ingreso, ahora le escatimaba una renta que fácilmente se podía permitir. Aunque los ingresos de la madre probablemente excedían las 700 libras anuales, las anotaciones de Newton reflejan que recibía, como máximo, 10 libras anuales. Existe otra explicación que no desdice la primera. Newton podía haber ido al Trinity como sizar de Humphrey Babington, quizá para atender los intereses de éste, que en aquel tiempo era residente en el Trinity durante cuatro o cinco semanas al año. Los pagos mencionados anteriormente hechos a «la criada de Mr. Babington» corroborarían esa hipótesis. En el siglo XVIII, los anales de la familia Ayscough informaban de que «la ayuda pecuniaria de algunos caballeros de la vecindad» permitieron a Newton estudiar en el Trinity. Como rector de Boothby Pagnell, Babington podría ajustarse a esa descripción. Más adelante, el apoyo de Babington (es decir, su influencia, no su dinero) podría haber sido crucial para Newton.
No podemos evitar hacernos una nueva pregunta. De producirse, ¿qué impacto tuvo en Newton el hecho de ser un sizar? Después de todo, era el heredero de un señorío. Si la casa misma no era grandiosa, la posición económica de su familia, gracias a la fortuna de Barnabas Smith, se situaba por encima de la de la clase acomodada. Newton estaba acostumbrado a que le sirvieran y no a servir. Según las notas que escribió en 1662, trataba bruscamente a los sirvientes de Woolsthorpe, y por su parte éstos se habían alegrado mucho de su marcha. Cuesta imaginar que los trabajos serviles no le mortificaran. Probablemente, su situación aumentara su natural tendencia al aislamiento. Ya en Grantham, Newton había tenido serias dificultades para relacionarse con sus compañeros. Si pensó que al relacionarse en Cambridge con una clase más alta las cosas cambiarían, se equivocaba. Allí estaban los mismos niños; lo único que había cambiado eran sus nombres. Y ahora, además, era su sirviente; debía llevarles el pan y la cerveza de la tienda y vaciar sus orinales.
Una de las anécdotas que nos quedan sobre sus relaciones con otros estudiantes indica que el aislamiento y el malestar de Grantham habían viajado con Newton hasta Cambridge, intensificados quizá por su posición servil. Más de medio siglo después, Nicholas Wickins, el hijo del compañero de habitación de Newton, John Wickins, repetía lo que su padre le había contado sobre su encuentro.
La intimidad de mi padre con él se produjo por puro accidente. El primer compañero de cuarto de mi padre era muy desagradable de trato. Un día, se fue a los paseos, donde se encontró con Mr. Newton, solitario y abatido. Cuando empezaron a hablar, se dieron cuenta de que la razón del malestar de ambos era la misma, y decidieron deshacerse de sus desordenados compañeros y formar un equipo; lo cual hicieron tan pronto como tuvieron ocasión, manteniendo esta alianza tanto tiempo como mi padre permaneció en el College.
Teniendo en cuenta que Wickins ingresó en el Trinity en enero de 1663, el encuentro al que se hace referencia debió tener lugar por lo menos dieciocho meses después de la admisión de Newton. Me inclino a creer que los paseos del Trinity debieron haber sido frecuentes testigos de una figura solitaria durante esos dieciocho meses, como lo serían treinta y cinco años más. A excepción de Wickins, Newton no hizo ninguna amistad entre sus compañeros que desempeñara un papel importante en su vida, aunque viviría con algunos de ellos en el Trinity hasta 1696. Incluso su relación con Wickins era ambigua. En correspondencia, cuando Newton se convirtió en el filósofo más famoso de Inglaterra, ninguno de sus compañeros dejó constancia de haberlo conocido alguna vez. El muchacho serio, silencioso y pensativo de Grantham había pasado a ser el estudiante solitario y triste de Cambridge.
Significativamente, creo, Wickins era un pensionista. Trinity era menos segregacionista que otros colleges. No prescribía distintas togas académicas para ellos, y existía la posibilidad de que un sizar se compinchara (es decir, compartiera una habitación) con un pensionista. A primera vista, parecería más lógico que Newton encontrara compañeros más afines entre el resto de los sizars. Normalmente, éstos eran los estudiantes más serios. Mientras sólo el treinta por ciento de los caballeros que ingresaban en Cambridge se graduaban, aproximadamente cuatro o cinco sizars alcanzaban el título de Bachiller en Artes. En conjunto, sin embargo, formaban un grupo laborioso, con escasa vocación, generalmente jóvenes de clase baja que se inclinaban hacia la carrera eclesiástica para mejorar su posición. Debido a que había ingresado en el Trinity a la edad de dieciocho años, Newton era uno o dos años mayor que la media, otro factor que le separaba de ellos. Independientemente de la sociedad y de la época que le toque vivir, no es fácil que un genio como el de Newton encuentre compañía. Quizá era más difícil para él encontrarla entre los sizars del Cambridge de la Restauración. Como en Grantham, era incapaz de ocultar su brillantez. «Cuando era joven y acababa de ingresar en la universidad», le contaba a su marido su sobrina Catherine Conduitt, «jugaba a las damas, y si le tocaba salir era seguro que ganaba la partida».
En el verano de 1662, Newton sufrió una especie de crisis religiosa. Al menos, se sintió impelido a examinar el estado de su conciencia el domingo de Pentecostés, a escribir una lista de sus pecados anteriores a esa fecha y a empezar otra para los pecados que cometiera de ahí en adelante. Esta formalidad no duró lo bastante como para llevar la segunda lista demasiado lejos. Para evitar que cayera en manos extrañas, anotó sus pecados en clave, utilizando el sistema taquigráfico de Shelton, el mismo que en aquel tiempo empleaba Samuel Pepys para escribir una crónica más vivaz y reveladora. Muchos de los incidentes que Newton recordaba con vergüenza pertenecían a Grantham y a Woolsthorpe, pero, algunos, también a Cambridge: «Maldecir, tener malos pensamientos, actos y sueños impuros.» No había guardado el día del Señor como debía: «Hacer tartas el domingo por la noche»; «Dejar salir el agua a chorros en el día del Señor»; «Bañarme en una tina en el día del Señor»; «Conversar ociosamente en el día del Señor y en otras ocasiones»; «Atender sin prestar atención a muchos sermones.» No había amado a su Dios y Señor con todo su corazón, toda su alma y toda su mente: «Pensar más en el dinero y el placer que en el Señor»; «No buscar refugio en él»; «No vivir de acuerdo a mi fe»; «No amarlo por El mismo»; «No desear Sus sacramentos»; «No temerlo y ofenderlo»; «Temer al hombre más que a él»; «Descuidar la oración.»
Apoyándose en esta confesión e interpretando las listas de palabras del cuaderno de Morgan, el profesor Frank Manuel concluye que Newton sufría «un sentimiento de culpa, duda y desprecio de sí mismo. La escrupulosidad, el autocastigo, la austeridad, la disciplina y la laboriosidad de una moralidad que, a falta de una palabra más apropiada, podría llamarse puritana, quedaron grabados en su carácter desde edad muy temprana. La figura de un censor había crecido en su interior, y vivió siempre bajo la mirada atenta de ese Juez». Los gastos de Newton antes de graduarse parecen ajustarse al juicio de Manuel. Si se permitía de vez en cuando tomar cerezas, marmolet, natillas, e incluso un poco de vino en alguna ocasión, se sentía obligado a registrarlo en su Otiosi et frustra expensa, opuesto a su impensa propria, en el cual incluía ropa, libros y material académico. Consideraba otiosi incluso la cerveza y el ale, aunque nosotros las juzguemos propria si pensamos en el agua de la que se disponía.
Mientras tanto, junto con los problemas de la vida diaria, estaban los estudios. En 1661, el programa de estudios de Cambridge —establecido casi un siglo antes por estatuto— se encontraba en avanzado estado de descomposición. Los estudios, en Cambridge, no habían roto el molde que había prevalecido durante siglos y cuyo modelo principal era Aristóteles. En su formulación inicial, se había hecho eco de las posiciones más avanzadas de la filosofía europea. En 1661, la filosofía europea había avanzado y el academicismo aristotélico representaba un retraso intelectual mantenido en parte por el mandato legal de un programa de estudios convertido en ley y, en parte, por la presencia de hombres interesados en continuar un sistema al que habían ligado sus vidas. El vigor intelectual había desaparecido hacía mucho tiempo. Se había transformado en un ejercicio repetido mecánicamente, sin entusiasmo.
Una de las primeras compras de Newton en Cambridge fue un cuaderno, y probablemente fue en éste donde anotó los frutos de sus lecturas basadas en el programa establecido. En realidad, no terminó ninguno de los libros que empezó a leer. Había encontrado otras lecturas. Quizá la lectura de la historia no debería considerarse como una actividad alternativa, figurando con frecuencia en algunos de los programas de estudio que los preceptores prescribían. En cualquier caso, entre sus primeras adquisiciones en Cambridge se encuentran dos libros de historia: Chronicles (Crónicas), de Hall y Four Monarchies (Cuatro monarquías), de Sleidan. Aunque, entre las notas que escribió antes de graduarse, no figura ninguna referencia a estos libros, en términos cronológicos permanecen estrechamente ligados a sus estudios sobre las profecías, uno de sus principales intereses. Según una conversación que tuvo con Conduitt casi al final de su vida, durante un breve periodo, alrededor de 1663, se interesó por la astrología judicial. La astrología nunca formó parte del programa de estudios. La fonética y un lenguaje filosófico universal tampoco tenían nada que ver con los estudios establecidos, aunque estos temas —al menos la idea de un lenguaje universal— constituían vivos focos de interés intelectual en aquel tiempo. Existía cierto número de esquemas válidos para un lenguaje universal, basados, según expresión de Newton «en la naturaleza misma de las cosas, igual para todas las naciones». En algún momento de su carrera universitaria, Newton se encontró con esta literatura, y se interesó especialmente por el Ars signorum, de George Dalgarno (1661). A esta lectura se unió su interés por la fonética, tal vez derivado del estudio del sistema taquigráfico de Shelton. Otros temas reclamaron pronto su atención y dejó a un lado el lenguaje universal, idea que nunca volvió a retomar.
Con frecuencia, como sucede en el caso del libro de John Wilkins, Essay Toward a Real Character and a Philosophic Language (publicado en 1668, después de la incursión de Newton en este campo), el concepto de un lenguaje universal era asociado a la crítica de la filosofía aristotélica, la cual se pensaba no expresaba la naturaleza «real» de las cosas. El ejercicio adolescente de Newton no incluía esta crítica. Formulado en términos aristotélicos, reflejaba la única filosofía en la que había sido introducido. Sin embargo, esto no se prolongó durante mucho tiempo. En el centro del cuaderno donde anotó los frutos de su estudio —un cuaderno empezado por ambos extremos—, aparecen alrededor de cien páginas vacías. Dos páginas dedicadas a la metafísica de Descartes interrumpen bruscamente al aristotelismo de los textos que había estado leyendo. Varias páginas más adelante, escribió el título «Quaestiones quaedam philosophicae» y continuó con una serie de encabezamientos, bajo los cuales decidió tomar notas sobre una nueva línea de lecturas. Cierto tiempo después, escribió un lema sobre el título «Amicus Plato amicus Aristóteles magis amica veritas». Independientemente de la verdad que puedan encerrar las páginas que siguen a continuación, en ellas no aparece nada de Platón o de Aristóteles. A lo largo de «Quaestiones» aparecen notas sobre Descartes, cuyos trabajos Newton asimiló con una intensidad que había estado ausente en su estudio de Aristóteles. También había leído el epítome y la traducción de Pierre Gassendi llevada a cabo por Walter Charleton, y quizá algo del mismo Gassendi. Había leído el Diálogo de Galileo, aunque, aparentemente, no conocía sus Discursos. Había leído a Robert Boyle, Thomas Hobbes, Kenelm Digby, Joseph Glanville, Henry More, y, sin duda, a otros autores. Veritas, la nueva amistad de Newton, no era otra sino la philosophia mechanica.
No es posible garantizar la fecha en que Newton inicia las «Quaestiones», aunque existen indicios para pensar que no sería mucho después de 1664. De la misma forma, no es posible asegurar de dónde procedía su estímulo, ya que todo lo que conocemos sobre Cambridge nos hace suponer que, como institución, no debía conducir a Newton hacia la nueva filosofía. Un testimonio de aquella época indica que la influencia de Descartes se respiraba en el aire, de modo que el consejo de un preceptor apenas sería necesario. Roger North, un estudiante universitario de Cambridge en el periodo 1667-1668, cuyo preceptor, su hermano, no quería ser molestado y le había dejado seguir sus propias inclinaciones, «encontró tal alboroto hacia Descartes, tantas barreras y prohibiciones hacia sus escritos, que parecía como si éste hubiera impugnado los mismos Evangelios. Y, sin embargo, existía una tendencia general a utilizarlo, especialmente en el sector más vivo de la universidad…». Las notas de Newton indican que también él encontró dificultades alrededor de la figura de Descartes y decidió investigar. Más allá de Descartes estamos abocados a la especulación, pero no es difícil imaginar el proceso por el cual Newton fue conducido de un autor a otro hacia un mundo del pensamiento totalmente nuevo. Al fin había encontrado lo que había ido a buscar a Cambridge. Sin dudarlo, lo abrazó como algo propio. La laxitud de la universidad le favorecía. Su preceptor, Benjamín Pulleyn, seguramente se alegraba de no ser molestado, y Newton podía continuar con sus intereses sin interferencias.
Newton escribió cuarenta y cinco encabezamientos para organizar el fruto de sus lecturas, empezando por temas generales como la materia, el espacio, el tiempo y el movimiento, siguiendo con el orden cósmico, después, con una serie numerosa de propiedades táctiles (tales como la raridad, la fluidez, la suavidad), seguida por cuestiones sobre el movimiento violento, propiedades ocultas, luz, colores, visión, sensación en general, y concluyendo con una miscelánea de temas que no parecen en absoluto haber estado en la lista inicial. Bajo algunos de los encabezamientos, nunca llegó a escribir nada; bajo otros, era tanto lo que encontraba que debía continuar sus anotaciones en otro lugar. El título «Quaestiones» describe con precisión el tono siempre interrogador de su trabajo. Las cuestiones, sin embargo, se formulaban en el marco de ciertas limitaciones. Indagaban sobre detalles de la filosofía mecánica; no cuestionaban el conjunto de la filosofía. Newton había abandonado el mundo de Aristóteles para siempre.
Producto de su nueva visión del mundo fue su interés temporal por el movimiento perpetuo. La filosofía mecánica imaginaba un mundo en constante movimiento. Newton, el chapucero de Grantham, pensó en varios artefactos —en efecto, molinos de agua y viento— para extraer corrientes de materia invisible. Por ejemplo, se inclinó a creer que la gravedad (la pesadez) era causada por el descenso de una sutil materia invisible que afectaba a todos los cuerpos y los hacía caer. «Si los rayos de la gravedad son detenidos por reflexión o refracción de éstos, entonces el movimiento perpetuo puede estar formado de una de estas dos maneras.» Newton dibujó bosquejos de inventos, parecidos a los molinos, que la corriente de materia invisible haría girar. Análogos inventos se proponen bajo el encabezamiento dedicado al magnetismo.
La mayoría de las anotaciones que aparecen en las «Quaestiones» eran derivativas, apuntes sobre las lecturas de Newton. Las «Quaestiones» anuncian con fuerza los problemas sobre los que iba a focalizarse su carrera científica y su método de estudio. Con respecto a este último, el título «Quaestiones», que describe no sólo el conjunto de los encabezamientos, sino también su contenido, nos habla del activo espíritu inquisitivo que subyace en el procedimiento de investigación experimental de Newton. Muchas de las preguntas se dirigían a los autores que leía, cuyas opiniones no se limitaba a registrar pasivamente. La teoría de la luz de Descartes le suscitó varias objeciones.
La luz no puede producirse por presión, ya que entonces veríamos por la noche tan bien o mejor que durante el día. Veríamos una luz brillante por encima de nosotros porque somos presionados hacia abajo […] No podría haber refracción ya que la misma materia no puede ejercer presión en dos direcciones. Un pequeño cuerpo interpuesto no nos impediría ver. La presión no arrojaría sombras tan definidas. El Sol no podría ser eclipsado. La Luna y los planetas brillarían como soles. Un hombre que anduviese o corriese vería en la noche. Cuando un fuego o una vela se apagase y al mirar en otra dirección, veríamos una luz. Oriente brillaría por el día y occidente por la noche, en razón al flujo que lleva, o vórtice, una luz brillaría desde la Tierra, puesto que la materia sutil parte desde el centro. Ha de haber una mayor presión en el lado de la Tierra a partir del 1 [Sol] o, de otro modo, no se movería en equilibrio sino a partir del 1; por tanto, las noches serían más claras.
Estas penetrantes preguntas se dirigían realmente hacia la explicación cartesiana de la luz. Bajo el encabezamiento «Sobre la materia celestial y las órbitas», añadió algunas más, señalando que, según la teoría cartesiana, los eclipses serían imposibles, ya que los cuerpos sólidos podían transmitir la presión en el vórtice, igual que la materia fluida de los cielos. Cada uno de los enunciados de estas páginas era un experimento implícito, la observación de un fenómeno crítico que debía aparecer si la teoría fuera cierta. Cuando estudió las teorías de los colores, procedió de la misma forma. ¿Surgen los colores de las mezclas entre la luz y la oscuridad? Si así fuera, una página impresa —letras negras sobre un papel blanco— aparecería coloreada a cierta distancia: otro experimento implícito. Algunos de los experimentos eran formulados explícitamente. Descartes había relacionado las mareas con la presión ejercida por la Luna sobre la materia fluida del pequeño vórtice que rodeaba la Tierra. En un libro de Boyle, Newton encontró un plan para probar la teoría, poniendo en correlación las mareas con la lectura de barómetros, los cuales debían registrar la misma presión. Inmediatamente, comenzó a pensar en otras consecuencias que debían derivarse de la teoría.
Obsérvese si el agua del mar no asciende durante el día y desciende por la noche debido a la presión desde el 1 (Sol) sobre el agua de la Tierra por la noche, etc. Compruébese también si el agua está más alta por las mañanas o por las tardes, para saber si la P [Tierra] o su vórtice ejerce mayor presión en su movimiento anual […] Compruébese si los flujos y reflujos marinos son mayores en primavera u otoño, en invierno o verano, en razón al afelio y perihelio de P. Si la Tierra sacada del centro de sus vórtices por la presión de la Luna no causa un paralaje mensual en Marte, etc.
Nada indica que Newton hubiese llevado a cabo ninguna de estas observaciones. En cualquier caso, si la esencia del procedimiento experimental reside en las preguntas que se plantean sobre las consecuencias que deben derivarse de una teoría, Newton, el científico experimental, nació con las «Quaestiones». En 1664, ese método de investigación había sido muy poco empleado. El ejemplo de Newton fue determinante para que el procedimiento experimental transformase la filosofía natural en ciencia natural.
Al interesarse en la luz y en la visión —para lo cual algunas formas de experimentación no requerían más equipo que sus propios ojos—, Newton se lanzó hacia adelante con poca idea de las consecuencias. Para probar el poder de la fantasía, miraba al Sol con un solo ojo, hasta que todos los cuerpos pálidos vistos con ese ojo parecían rojos y los oscuros azules. «Una vez que el movimiento de los espíritus de mi ojo había decaído casi por completo, de forma que las cosas comenzaban a parecer normales, cerraba ese ojo y aumentaba mi fantasía de ver el Sol.» En su ojo aparecían varios tintes y, cuando volvía a abrirlo, los cuerpos pálidos volvían a aparecer rojos y los oscuros azules, como si hubiera estado mirando el Sol. Newton concluyó que su fantasía era capaz de excitar los espíritus de su nervio óptico, de la misma forma en que lo hacía el Sol. Estuvo a punto de arruinar sus ojos, y tuvo que encerrarse durante varios días en la oscuridad, antes de poder librarse de sus fantasías del color. Newton abandonó el Sol después de esta experiencia, pero no sus ojos. Más o menos un año después, cuando desarrollaba su teoría sobre los colores, introdujo un punzón entre su ojo y el hueso, tan cerca de la parte posterior del ojo como pudo —según sus propias palabras— para alterar la curvatura de la retina y observar los círculos coloreados que aparecían al presionar. ¿Cómo consiguió no quedarse ciego? Tan cerca del descubrimiento, Newton no podía detenerse a valorar el precio que podía pagar.
El contenido de las «Quaestiones» anticipa también gran parte del futuro Newton. Los pasajes «Sobre el movimiento» y, especialmente, «Sobre el movimiento violento», marcan su introducción a la ciencia mecánica. Este último pasaje —un ensayo, en realidad— ataca a la explicación aristotélica del movimiento de un proyectil, y concluye con la idea de que el movimiento continuo de un proyectil, después de separarse del proyector, se debe a su «gravedad natural». Esta «gravedad» hace referencia a una doctrina atomista que dota a cada átomo de una movilidad inherente, llamada gravedad, por la cual se mueve. La doctrina era similar, aunque de ningún modo idéntica, a la teoría medieval del ímpetu, que luchó por fidelidad de Newton con el principio de la inercia durante veinte años. Newton estudió el orden cósmico y el sistema de vórtices de Descartes. En otro punto del cuaderno, con una caligrafía que se corresponde con las últimas notas de sus «Quaestiones», Newton tomó algunos apuntes de la Astronomía Carolina, de Thomas Streete, la cual le introdujo de hecho en la astronomía kepleriana. Reflexionó sobre la causa de la gravedad (esto es, de la pesadez) y señaló que la «materia» que hace que los cuerpos caigan, debía actuar sobre sus partículas más internas y no simplemente en sus superficies. Como ya he mencionado, la luz y los colores ocupaban una parte considerable de las «Quaestiones»; en sus páginas, Newton registró el análisis central hacia cuya demostración estaba orientado todo su trabajo sobre óptica: que la luz ordinaria del Sol es heterogénea y que los colores se forman, no a partir de la modificación de la luz homogénea —como sostenía la teoría predominante—, sino de la separación o análisis de la mezcla heterogénea en sus componentes.
Aunque el sistema inquisitivo es el predominante en las «Quaestiones», puede percibirse vagamente cómo una incipiente filosofía natural va tomando forma. Si bien Descartes se cita con mucha frecuencia, su influencia no domina finalmente las «Quaestiones». Dos sistemas más desafían su autoridad. Por una parte, la filosofía atomista de Gassendi —conocida por Newton en aquella época a través de la Physiologia de Charleton— ofrecía un sistema mecánico rival. Más que ninguna otra cosa, las «Quaestiones» eran un diálogo en el cual Newton sopesaba las virtudes de los dos sistemas. Aunque no parece que alcanzara un veredicto final, resulta claro que ya entonces se inclinaba hacia el atomismo. Después de desplegar los argumentos vigentes contra un plenum, Newton optó por los átomos, aunque no, o al menos inicialmente, por los átomos de Gassendi. Ya he citado las objeciones de Newton hacia la concepción de la luz de Descartes y hacia su explicación de las mareas, y he indicado cómo sostenía una visión diferente sobre la causa de la gravedad (pesadez). La materia y la luz eran las más importantes; rechazar las opiniones de Descartes sobre estos dos temas iba a romper la cohesión de su filosofía natural sin posibilidad de retorno. En sus discusiones sobre la luz y el color, es evidente que Newton sostenía la concepción corpuscular. Descartes pudo haberlo introducido en la filosofía mecánica, pero Newton se sumó rápidamente al atomismo.
Existe también la posibilidad de que la obra de Henry More guiara a Newton hacia la filosofía mecánica. El nombre de Descartes aparece con tanta frecuencia en sus escritos que es imposible que le pasara desapercibido. Independientemente de a quién descubriera antes, More representaba la segunda corriente de pensamiento que atemperaba el entusiasmo de Newton por Descartes. Los puntos de vista de More ejercieron una fuerte influencia en el ensayo original sobre los átomos que Newton escribió en las «Quaestiones». Sin embargo, más tarde, Newton tachó el ensayo y no fue aquí donde la posición de More fue vital. Como el resto de los platónicos de Cambridge, Henry More estaba preocupado por la posible exclusión de Dios y del espíritu de la naturaleza física implícita en la filosofía mecánica. Si en un principio había dado la bienvenida a Descartes como a un aliado de la religión, a medida que avanzaba en su sistema de la naturaleza, se sentía más y más alarmado sobre sus implicaciones. En Hobbes, vio estos peligros expuestos con toda claridad. More se esforzaba por restaurar al espíritu en la operación constante de la naturaleza. Una preocupación similar aparece tentativamente en las «Quaestiones», de forma especial en las cuatro últimas anotaciones —«Sobre Dios», «Sobre la creación», «Sobre el alma» y «Sobre el dormir y los sueños»—, que parecen apuntes posteriores añadidos al conjunto original de los encabezamientos. Su papel en el pensamiento de Newton estaba destinado a crecer, diluyendo y modificando sus primeros puntos de vista mecanicistas.
Mientras tanto, la filosofía natural no era el único descubrimiento de Newton. También descubrió las matemáticas. Igual que sucede con la filosofía natural, contamos con las notas originales de Newton para seguir el curso de su desarrollo. Asimismo, disponemos de cierto número de testimonios: algunos de ellos, en palabras propias de Newton —entre los cuales, el más importante data de 1699—; otro en el memorándum de Conduitt sobre una conversación con Newton, el 31 de agosto de 1726; y otro, en un memorándum de Abraham DeMoivre, de noviembre de 1727, poco después de la muerte de Newton. El primero de ellos está escrito treinta y cinco años después de los acontecimientos que describe. No obstante, parece un testimonio razonablemente consistente, y razonablemente concordante con los apuntes sobre lecturas de Newton.
4 de julio de 1699. A resultas de consultar unas notas sobre mis gastos en Cambridge, de los años 1663 y 1664 [Newton escribía mientras repasaba algunas de sus primeras notas], encuentro que, en el año 1664, un poco antes de Navidad y siendo sénior sophister, compré las Miscellanies de Schooten y la Geometría de Descartes (habiendo leído esta geometría y las Clavis de Oughtred más de medio año antes), tomé prestados los trabajos de Wallis y, como consecuencia, escribí estas anotaciones a partir de Schooten y Wallis, en invierno, entre los años 1664 y 1665. En ese tiempo encontré el método de las series infinitas. Y, en el verano de 1665, viéndome obligado a abandonar Cambridge por la epidemia, calculé el área de la hipérbola en Boothby, Lincolnshire, de cincuenta y dos cifras por el mismo método.
Según el memorándum de Conduitt, todo empezó con la lectura de unos libros sobre astrología judicial (un hecho que DeMoivre sitúa en la Feria de Sturbridge, en 1663). Siendo incapaz de estimar una cifra, compró una copia de Euclides y utilizó el índice para localizar los dos o tres teoremas que necesitaba. Al parecerle obvios, «despreció un libro tan insignificante…». El relato de DeMoivre coincide con el de Conduitt, excepto en el hecho de que, según él, Newton siguió avanzando en Euclides hacia proposiciones más difíciles, tales como el teorema de Pitágoras, el cual le hizo cambiar de opinión y leer todo Euclides dos veces. Ese temprano estudio de Euclides no coincide con las notas de Newton, ni con lo que le contó a Conduitt sobre este asunto. También Pemberton dejó testimonio de cómo Newton lamentaba no haber prestado más atención a Euclides antes de dedicarse a Descartes.
Compró la Geometría de Descartes y la leyó por sí mismo [Conduitt se expresa en lenguaje muy similar al del relato de DeMoivre]. Cuando había leído 2 o 3 páginas, se sintió incapaz de seguir adelante. Empezó de nuevo y avanzó 3 o 4 páginas más, hasta llegar a otro punto difícil. Volvió a empezar y avanzó un poco más. Y continuó así hasta convertirse en dueño de todo su significado, sin haber recibido ningún tipo de ayuda o tenido un aprendizaje.
Ambos testimonios coinciden en ver a Newton como un autodidacto en matemáticas, igual que lo había sido en filosofía natural. Casi veinte años más tarde, cuando, al recomendar a Edward Paget para el puesto de maestro en matemáticas en el Christ’s Hospital, enumeraba las cualidades de éste, Newton debió recordar su propia experiencia. Paget entendía las distintas ramas de las matemáticas, dijo, «lo cual indica el carácter de un verdadero genio matemático, que ha aprendido éstas según su propia inclinación, con su propio esfuerzo y sin ayuda de un profesor».
En la universidad, se impartían aún menos matemáticas que filosofía natural; no es de extrañar que no subsistan relatos de estudiantes excitados por la Geometría de Descartes. Sin embargo, existe una curiosa coincidencia en el tiempo que ha sido generalmente ignorada. La cátedra lucasiana de matemáticas —que Newton ocuparía pronto— se creó en 1663, y el primer catedrático que tuvo este caigo, Isaac Barrow, pronunció sus conferencias inaugurales en 1664, a partir del 14 de marzo. Contrariamente a lo que muchos creen, Barrow no fue el preceptor de Newton, y no existe evidencia de que existiera ninguna familiaridad entre ellos en aquel tiempo. No obstante, Newton mencionó, al menos en dos ocasiones, que había asistido a dichas conferencias y, aunque éstas no le hubieran dirigido hacia Descartes, dada la predilección de Barrow por las matemáticas, y aunque Barrow no ejerció una influencia importante en él, esta predilección pudo haber estimulado su interés por las matemáticas. Uno se pregunta también, quién en Cambridge pudo prestarle una copia de Wallis, si no se trataba de Barrow. En cualquier caso, la coincidencia en el tiempo es tan grande que es difícil no creer en algún tipo de conexión entre las conferencias y el repentino interés de Newton.
Las propias notas de Newton coinciden con los relatos de Conduitt y de DeMoivre, en los cuales se advierte cómo éste se introduce directamente en el análisis moderno sin un aprendizaje solvente en geometría clásica. Asimismo, coinciden en la importancia concedida a Descartes. La segunda edición latina de Franz van Schooten de la Geometría, rica en comentarios adicionales, fue su texto básico, complementado con las Miscellanies de Schooten, los trabajos de Viéte, el álgebra de Oughtred (el Clavis mencionado por Newton) y la Arithmetica infinitorum de Wallis. En apenas un año, sin ayuda de nadie, asimiló todo el conocimiento sobre análisis del siglo XVII y comenzó a explorar nuevos territorios.
La entrega de Newton a sus nuevos estudios no estaba exenta de peligros. Si quería llevarlos a buen término, debía ganar una plaza segura en Cambridge, y este tipo de recompensas no se obtenía por sobresalir en el terreno de las matemáticas o de la filosofía mecánica. Las fellowships[5] del Trinity iban a parar a aquellos estudiantes que habían sido primero elegidos para disfrutar de una de las sesenta y dos scholarships[6] subvencionadas por el college. Durante sus primeros tres años de universidad, Newton no se había distinguido en ningún campo. El Trinity otorgaba veintiuna becas, de unas 4 libras anuales, cada una. El libro de registros del college no indica qué criterios de selección se seguían. Es difícil imaginar que la promesa de un futuro académico brillante no figurara entre éstos, aunque la necesidad económica debía constituir un factor decisivo. Baste decir que Newton no aparecía entre los diez —prácticamente la totalidad de los alumnos de Pulleyn— que recibieron becas en 1662 y 1663.
Muchos mecanismos de funcionamiento del college actuaron para reducir sus posibilidades de conseguir una scholarship. Las estadísticas indican que los sizars tenían menos probabilidades que los pensionistas, especialmente cuando el cupo de inscripción estaba lleno y existía una gran demanda de becas, como sucedía en la década de 1660. Las influencias y los contactos eran características esenciales del sistema de patronazgo, lo cual perjudicaba a aquellos que carecían de patronos en puestos relevantes, siendo los sizars los más afectados por esta política. Las posibilidades de Newton decrecieron aún más debido al privilegio que ostentaba el grupo de estudiantes de Westminster, el cual recibía automáticamente, y año tras año, al menos una tercera parte de las scholarships, y con éstas, los puestos más altos en la escala de antigüedad. Durante todo el siglo, más de la mitad de los fellows del Trinity provenían de Westminster School, y aproximadamente ésa es la proporción de alumnos elegidos scholars[7] en 1664. Ese año de 1664 se enfrentaba a una crisis. El Trinity convocaba elecciones para las scholarships sólo cada tres o cuatro años. Las elecciones de 1664 eran las únicas que se celebrarían durante su carrera de estudiante. Si Newton no conseguía ser elegido entonces, toda esperanza de una residencia permanente en Cambridge se desvanecería para siempre. Decidió entonces abandonar los estudios emprendidos y seguir un curso que de ningún modo estuviera enmarcado en la escala de valores del college.
Quizá, la proximidad de las elecciones —que tendrían lugar en el mes de abril— y sus correspondientes exámenes, explican el de otra forma anómalo resultado de las notas de Newton sobre el programa establecido. Volvió a tomar el peripatético Physics de Magirus, que había abandonado, y consiguió abrirse camino a través de dos capítulos más. De la misma forma, empezó la Rhetoric de Vossius y la Ethics (ética) de Eustaquio de San Pablo, y, de la misma forma, no pudo terminar ninguno de los dos libros. En los tres casos, las notas hacen pensar en alguien que prepara un examen en el último minuto. El propio testimonio de Newton, según Conduitt, indica que su preceptor, Pulleyn, pudo haber reconocido la brillantez de su alumno e intentó ayudarle para que formara parte de la lista de Isaac Barrow, el único hombre del Trinity preparado para juzgar su competencia en los estudios heterodoxos en los que se había comprometido. El gesto estuvo a punto de coronar el desastre, ya que Newton había sido heterodoxo incluso en su heterodoxia.
Cuando quiso aspirar a una plaza de scholar su tutor[8] le envió al Dr. Barrow, entonces profesor de matemáticas. El Dr. Barrow le examinó de Euclides —autor que sir Isaac había desatendido y de cuya obra no sabía nada o muy poco— y nunca le preguntó nada sobre la geometría de Descartes que dominaba. Sir Isaac era demasiado modesto para mencionarlo él mismo, y el Dr. Barrow no podía imaginar que alguien hubiera leído aquel libro sin dominar primero a Euclides; de modo que el Dr. Barrow se formó una opinión indiferente de él, aunque fue nombrado scholar.
El resultado final es cierto: el 28 de abril de 1664, Newton fue favorecido con una scholarship. Es inevitable hacerse una pregunta: ¿Cómo se explica esta decisión? La explicación quizá sea la más obvia. El genio de Newton brillaba por encima de la mediocridad que le rodeaba, incluso en los estudios que había abandonado. Esta explicación, sin embargo, no se corresponde con el relato que Newton hace de la opinión que Barrow —el líder intelectual del college— se había formado de él. La realidad de Cambridge en 1664 sugiere otra explicación más plausible, y ésta es que Newton contaba con un defensor poderoso en el college. Existen buenas razones para creer en la existencia de ese defensor. En 1669, como nuevo fellow, fue nombrado preceptor de un fellow commoner. La preceptoría de fellow commoners era un negocio lucrativo, normalmente reservado a fellows importantes. Como posibles responsables de este nombramiento aparecen dos candidatos. A pesar de la historia, uno es el mismo Barrow. No es imposible que Newton se confundiera al juzgar la impresión que le había causado. En cualquier caso, no deja de ser especulación. Lo que no es especulación es que, en 1668-1669, Barrow estaba lo suficientemente familiarizado con el trabajo de Newton como para mandarle la Logarithmotechnia de Mercator, pensando que le ayudaría a anticipar parte del mismo. En 1669, consiguió la cátedra lucasiana para Newton —a la que él mismo había renunciado— y, en 1675, la intercesión de Barrow parece decisiva en la obtención de una dispensa real para Newton. El segundo y más probable candidato es Humphrey Babington. Recordemos las notas de Newton, a través de las cuales sabemos que empleó a «la criada de Mr. Babington». Recordemos que durante la epidemia menciona haber estado al menos un tiempo en Boothby, no lejos de Woolsthorpe, donde Mr. Babington era rector. Mr. Babington era también el hermano de Mrs. Clark, con quien Newton se había alojado en Grantham. Y, lo que es más importante, se iba a convertir en sénior fellow, uno de los ocho fellows de mayor categoría en la escala de antigüedad que dirigía el college junto con el director. Además, el college no podía olvidar que tenía buenas relaciones con el rey, y que había obtenido decretos a su favor en aquellos años. Cuando, más tarde, Babington se convirtió en tesorero del college, Newton redactó tablas reales para ayudarle a renovar arrendamientos del college, y ambos continuaron siendo asociados en varios asuntos académicos hasta la muerte de Babington. No obstante, debido al hecho de que Babington era residente sólo cuatro o cinco semanas al año en aquel tiempo, las probabilidades de que influyera en esta decisión no son muy grandes. Cuatro años antes, el reverendo William Ayscough y Mr. Stokes habían rescatado a Newton del olvido rural. Alguien volvió a desempeñar ese papel en abril de 1664, y todo apunta a que ese alguien fue Humphrey Babington.
Con su elección, Newton dejó de ser un sizar. Ahora recibía los gastos de manutención del college, una pensión de 13 chelines y 4 peniques al año, y un salario de la misma cantidad. Y, lo que es más importante, se aseguraba al menos cuatro años de estudios sin interferencias, hasta 1668, cuando obtendría su título de Magister en Artes, con la posibilidad de prolongar indefinidamente este plazo y obtener una fellowship. La amenaza había sido salvada, y podía entregarse por completo a los estudios que había iniciado. La capacidad para el éxtasis y la total entrega a un interés dominante que Newton había demostrado como estudiante de primer grado, encontró en ese momento en su temprana madurez, su completa manifestación intelectual. El carácter experimental que sugieren sus primeras notas inacabadas desapareció y fue sustituido por el estudio apasionado de un hombre poseído. Así lo recordaba su compañero de cuarto, Wickins, quien seguramente le observaba con la misma incomprensión de los sirvientes de Woolsthorpe. Una vez concentrado en su trabajo, se olvidaba de comer. Su gato engordó bastante a base de la comida que dejaba en la bandeja. (Ninguna de las peculiaridades de Newton asombraba tanto a sus contemporáneos; sin duda, la comida no era algo que pudiera tratarse a la ligera.) Se olvidaba de dormir. A la mañana siguiente, Wickins le encontraba satisfecho por haber descubierto alguna proposición y completamente despreocupado por haber perdido una noche de sueño. «En el año 1664, se sentaba con frecuencia a observar la aparición de un cometa, durante largo tiempo.» Newton contó a Conduitt «que empezó a sentirse trastornado y que aprendió a irse a la cama a buena hora». Parte de esta historia es cierta: registró sus observaciones sobre el cometa en las «Quaestiones». El resto es completamente falso, como Conduitt sabía por experiencia personal. Newton nunca aprendió a irse a la cama temprano una vez que un problema se había apoderado de él. Incluso cuando era un anciano, los sirvientes tenían que llamarle media hora antes de que la cena estuviera lista, y cuando bajaba, si acertaba a ver un libro o un papel, podía dejar que la cena esperara durante horas. Tomaba las gachas o la leche del desayuno con los huevos fríos que habían sido cocinados para la cena. Conduitt observó a Newton mucho después de sus años de creatividad. La tensión de la búsqueda, que le consumía en 1664 y en los años que siguieron, aumentaron al límite todas las posibles neurosis que arrastraba desde Woolsthorpe. Se sintió «trastornado» más de una vez, y no sólo por la observación de cometas.
Su descubrimiento del nuevo análisis y la filosofía natural, en 1664, marcaron el comienzo de la carrera científica de Newton. Consideró las «Quaestiones» lo suficientemente importantes como para confeccionar más tarde un índice temático, que complementaba su organización inicial. Newton abandonó el viejo mundo del aristotelismo académico y zarpó hacia el nuevo. La travesía fue rápida.

Capítulo 3
Anni mirabiles

Las matemáticas dominaron la atención de Newton, más que ninguna otra cosa, durante los meses que siguieron a su descubrimiento del nuevo mundo de la ciencia, aunque no anularon completamente otros intereses. En algún momento de este periodo, encontró tiempo para componer las «Quaestiones», en las cuales digería la filosofía natural en curso, con la misma eficacia con que asimilaba las matemáticas. El resto de los matemáticos y filósofos naturales de Europa ignoraban la mera existencia de un joven llamado Isaac Newton. Para los que le conocían —sus compañeros del Trinity—, constituía un enigma. Los primeros brotes de su genio florecieron en soledad y silencio ante sus propios ojos entre 1664 y 1666, sus anni mirabiles.
Además de su dedicación a las matemáticas y a la filosofía natural, la universidad también le demandó parte de su tiempo y atención. Estaba previsto que comenzara el Bachillerato en Artes en 1665, y los reglamentos exigían que durante el periodo académico de la Cuaresma respetara la práctica de estar de pie in quadragesima. La escena adquiere un tinte surrealista en nuestra imaginación: discusiones medievales yuxtapuestas al doloroso parto del cálculo. Una investigación sobre la curvatura, fechada el 20 de febrero de 1665, coexiste con sus ejercicios cuadragesimales, y en sus distintos apuntes sobre su desarrollo matemático, la expansión del binomio está encuadrada en el invierno de 1664 a 1665. Durante el tiempo en que Stukeley fue estudiante en Cambridge, más de treinta años después, oyó decir que cuando Newton intentó obtener su Bachillerato en Artes «tuvo que presentarse por segunda vez —o perder dinero, como dicen— lo cual se considera vergonzoso». La historia plantea algunos problemas. Antes de que los ejercicios hubieran sido llevados a cabo, la junta directiva había aprobado su graduación, y Newton firmó su título con el resto de los candidatos. Si la historia tiene algo de cierto, debería servir para exámenes anteriores del college. En cualquier caso —como señala Stukeley— no parece extraño ya que Newton no estaba demasiado implicado en el programa oficial. Una vez más, la laxitud de la universidad jugó a su favor. Newton comenzó el Bachillerato en Artes principalmente porque la universidad había dejado de creer en su propio programa y no contaba con la convicción necesaria para hacerlo valer.
En el verano de 1665, gran parte de Inglaterra —también Cambridge— se vio afectada por un gran desastre. «Dios Todopoderoso, en su justa severidad, había querido —según el Emmanuel College— visitar esta ciudad de Cambridge con la peste.» Aunque Cambridge no podía saberlo e hizo poco por aplacar la severidad divina en los años siguientes, la visita de dos años fue la última ocasión en que Dios quiso castigarla de esta forma. El 1 de septiembre, el gobierno de la ciudad canceló la Feria de Sturbridge y prohibió toda reunión pública. El 10 de octubre, la junta directiva de la universidad interrumpió los sermones en Great St. Mary’s y las clases en los colegios públicos. De hecho, hacía mucho tiempo que los colleges habían hecho las maletas y se habían marchado. El Trinity había expuesto la siguiente conclusión por escrito: «Todos los fellows y estudiantes que se dirigen ahora al campo a causa de la peste, recibirán las mismas asignaciones en concepto de gastos de manutención del mes próximo.» Los libros del gerente permiten entender con claridad que el college, aunque se había adelantado a la universidad, iba por detrás de muchos de sus residentes, que se habían marchado precipitadamente, y, por tanto, no contaba con ingresos para cubrir el último mes del trimestre del verano. Durante ocho meses, la universidad estuvo casi desierta. A mediados de marzo, tras seis semanas en las que no se notificó ninguna defunción, la universidad invitó a regresar a sus miembros. En junio, se hizo evidente que la visita no había concluido; se produjo un segundo éxodo y sólo en la primavera de 1667 la universidad pudo reanudar con normalidad sus actividades.
Muchos de los estudiantes intentaron continuar los estudios siguiendo a sus preceptores a algún pueblo vecino. Los estudios de Newton eran completamente independientes y había confirmado su independencia con un reciente título de Bachiller en Artes, por lo cual no tenía ninguna razón para seguir a Benjamín Pulleyn. En su lugar, regresó a Woolsthorpe. Su partida debió producirse antes del 7 de agosto de 1665, porque no recibió la asignación extra que debía serle concedida en esa fecha. Según sus notas, regresó el 20 de marzo de 1666. Newton recibió su asignación extra por gastos de manutención en 1666 y, consecuentemente, debió partir para su hogar en junio. Según sus notas, también, regresó a últimos del mes de abril de 1667.
Los años de la epidemia fueron muy fructíferos en la vida de Newton. Este periodo aparece en sus notas sobre matemáticas. La historia de la manzana, situada en el campo, implica su estancia en Woolsthorpe. En otro testimonio lleno de notas, escrito unos cincuenta años más tarde, en conexión con la controversia del cálculo, Newton menciona de nuevo los años de la epidemia.

A comienzos de 1665, descubrí el método de las series aproximativas y la regla para reducir cualquier dignidad de todo binomio en dichas series. En el mes de mayo del mismo año, descubrí el método de las tangentes de Gregory & Slusius, y, en noviembre, obtenía el método de las fluxiones. En enero del año siguiente, desarrollé la teoría de los colores, y en mayo, había comenzado a trabajar en el método inverso de las fluxiones. Ese mismo año, comencé a pensar en la gravedad extendida a la órbita lunar y (habiendo descubierto cómo estimar la fuerza con la cual [un] globo, que gira dentro de una esfera, presiona la superficie de ésta) a partir de la regla de Kepler, según la cual los tiempos periódicos de los planetas guardan una proporción sesquiáltera de sus distancias con respecto al centro de sus órbitas, deduje que las fuerzas que mantienen a los planetas en sus órbitas deben [ser] recíprocas a los cuadrados de sus distancias de los centros alrededor de los cuales giran: por lo cual, comparé la fuerza necesaria para mantener la Luna en su órbita con la fuerza de gravedad en la superficie de la Tierra, y descubrí que éstas eran muy parecidas. Todo esto corresponde al periodo de 1665-1666, los años de la epidemia. Porque en aquel tiempo, me encontraba en la plenitud de mi ingenio, y las matemáticas y la filosofía me ocupaban más de lo que lo harían nunca después.
Este testimonio y otros, relacionados con las matemáticas y con la historia de la manzana, crearon el mito de un annus mirabilis asociado a Woolsthorpe. Según unos, el ocio derivado de sus vacaciones forzosas de la vida académica y sus obligaciones le permitió tener tiempo para reflexionar. Según otros, su regreso al seno materno significó un estímulo psicológico vital. Es imposible probar ninguna de las dos teorías. Si recordamos la escasa felicidad de ese año de 1660 que Newton pasó en su casa, nos sentiremos uno poco escépticos a la hora de aceptar la segunda. Puede ser relevante el hecho de que lo último que hizo antes de regresar a Cambridge, fue arrancar 10 libras extras del cerrado puño de su madre. En cualquier caso, los años de la epidemia pasados en Woolsthorpe no interfieren en su desarrollo. Intelectualmente, Newton abandonó Cambridge más de un año antes de que la epidemia le alejara de allí físicamente. En la primavera de 1665, antes del brote de la epidemia, dio pasos importantes hacia el cálculo y, ya de regreso, durante el mes de mayo de 1666, escribió dos importantes documentos. De la misma forma, su carrera como físico se desarrolló sin interferencias a partir de las «Quaestiones quaedam philosophicae». Si enfocamos nuestra atención sobre los archivos de sus estudios y comparamos la continuidad de su desarrollo con la importancia que la epidemia o Woolsthorpe pudieron tener, esta última se desvanece considerablemente. El año de 1666 no fue más mirabilis de lo que lo habían sido 1665 y 1664. El milagro reside en el increíble programa de estudios —llevado a cabo en privado y continuado en solitario— de un joven que asimiló un siglo de conocimientos y se colocó a la cabeza de las matemáticas y la ciencia europeas.
Si miramos atrás, desde comienzos de 1666, resulta difícil creer que Newton trabajara solamente en el campo de las matemáticas durante los dieciocho meses precedentes. Cuando alcanzó la celebridad, alguien preguntó a Newton sobre la forma en que había descubierto la ley de la gravitación universal. «Pensando en ello constantemente», fue su respuesta. No puede ofrecerse un mejor retrato, no sólo de su vida, dedicada por entero al pensamiento, sino de su forma de trabajo. Vista desde lejos, la vida intelectual de Newton parece inimaginablemente rica. ésta abarcó nada menos que toda la filosofía natural —explorada desde distintas posiciones ventajosas—, desde la física matemática hasta la alquimia. En el campo de la filosofía natural, dio una nueva orientación a la óptica, a la mecánica y a la dinámica celeste, e inventó la herramienta matemática que ha permitido a la ciencia moderna explorar los caminos por él trazados. También intentó sondear la mente de Dios y sus eternos designios para el mundo y la humanidad, tal y como se describía en las profecías bíblicas. Cuando analizamos la grandiosa aventura de Newton minuciosamente, más que una mezcla homogénea ésta nos parece el resultado de la combinación de piezas pequeñas. Su carrera fue episódica. Cuando pensaba en algo, pensaba en ello continuamente; es decir, exclusivamente, o casi exclusivamente. Lo que acaparó su atención en 1664, hasta el punto de anular todo lo demás, fueron las matemáticas.
John Conduitt, el marido de la sobrina de Newton y su futuro biógrafo, aprovechaba la menor ocasión para lanzarse a un lenguaje grandilocuente. No obstante, una de sus descripciones, referente a los comienzos de la carrera de Newton, merece transcribirse aquí: «Empezó por los estudios más intrincados, como un caballo salvaje que debe ser domado en tierras aradas y en los caminos más difíciles o, de otra forma, sería incontenible.» Newton navegaría por extraños mares del pensamiento, aventuras especulativas de las que más de un explorador del siglo XVII nunca regresaría. La disciplina impuesta a su fértil imaginación por las matemáticas marcó la diferencia entre el extravagante capricho de la fantasía y el descubrimiento fructífero. El hecho de que las matemáticas concentraran su atención casi al principio, fue de una importancia trascendental.
Las notas supervivientes de sus primeros estudios de matemáticas contienen distintas anécdotas que explican cómo se lanzó directamente a la Geometría de Descartes y al análisis moderno. Casi con seguridad, esto sucedió en 1664, probablemente en la primavera o el verano. Su primer vehículo fue la esencial segunda edición en latín de la Geometría de Descartes, de Schooten, rica en comentarios adicionales, junto con sus lecturas de álgebra, especialmente la contenida en los trabajos de Viéte. Asimismo, Newton entró enseguida en contacto con las matemáticas de los infinitésimos, representadas por John Wallis. Resulta casi imposible determinar el orden de estos conocimientos a partir de las notas. Tampoco podemos ver de qué forma el orden cronológico pudo influir en los resultados. Lo importante es la voracidad con la que digería todas las matemáticas que encontraba en su camino. William Whiston señaló más tarde que, en matemáticas, Newton «podía ver a veces por intuición, incluso sin demostración…». Whiston tenía en mente una proposición de los Principia, pero un análisis de la educación autodidacta de Newton en matemáticas obliga a emitir un juicio similar. Pasados seis meses desde su iniciación a las matemáticas, algunas de sus lecturas se transformaron, casi imperceptiblemente, en investigaciones originales. En un año, había asimilado todo el conocimiento en análisis del siglo XVII, y había comenzado a seguir su propio camino hacia un análisis más refinado.
De los maestros que leía, Newton tomó dos de los problemas centrales hacia los cuales se dirigía el nuevo análisis —como se llamaba—, dibujando tangentes a curvas (lo que nosotros hemos aprendido a llamar diferenciación) y hallando las áreas bajo curvas (lo que ellos llamaban cuadraturas y nosotros conocemos por integración). En la Geometría de Descartes, encontró un método para dibujar una tangente a una curva en un punto dado, buscando la normal a la curva, la cual es perpendicular a la tangente en ese punto. Newton dominó este método rápidamente, dándose cuenta, de una manera muy típica de él, de patrones generales en ecuaciones similares. Su primer éxito fue ampliar el procedimiento de Descartes al hallazgo de los centros de curvatura —o encorvadura, en su terminología— y, después, a los puntos de máxima y mínima curvatura. En cuadraturas, dependía principalmente del método de los infinitésimo que había encontrado en los trabajos de John Wallis. Podía cometer errores, pero no tardaba mucho en encontrarlos y corregirlos a medida que avanzaba en la comprensión del nuevo análisis.
En el invierno de 1664-1665, o alrededor de esa fecha, la continua necesidad de Newton de organizar su aprendizaje le llevó a confeccionar una lista de «Problemas». Inicialmente, escribió doce, uno de los cuales fue suprimido más tarde. El uso de tintas diferentes demuestra que añadió nuevos problemas en varias ocasiones, hasta que la lista quedó ampliada a veintidós, divididos en cinco grupos. El primer grupo incluía la mayor parte de los problemas de geometría analítica que había estudiado hasta entonces: hallar los ejes, diámetros, centros, asíntotas y vértices de las líneas; comparar su «encorvadura» con la del círculo; hallar su «encorvadura» máxima y mínima; hallar las tangentes a líneas encorvadas (es decir, curvas), etc. El tercer grupo estaba fundamentalmente orientado hacia los problemas de las cuadraturas que la lectura de Wallis le había planteado: hallar líneas cuyas áreas, longitudes y centros de gravedad fueran susceptibles de ser halladas; comparar las áreas, longitudes y centros de gravedad de líneas cuando fuese posible; hacer lo mismo con el área, el volumen, y la gravedad de los sólidos, etc. Algunos de los problemas eran mecánicos y uno de ellos trataba una curva como el camino trazado por el final de la línea y, perpendicular a x, según la línea se mueve a lo largo de x. En ambos casos, los problemas se encaminaban hacia características distintivas de su matemática y su mecánica. En conjunto, los «Problemas» contienen gran parte del programa que ocuparía a Newton durante 65.
El primer paso importante, más allá de sus mentores —que fechó en varias ocasiones y remitió al invierno de 1664-1665—, fue la extensión del uso que hacía Wallis de las series infinitas para evaluar áreas en lo que nosotros conocemos por teorema del binomio. En este punto, recurrió también a un nuevo concepto, la fracción decimal, que podía ser utilizada para evaluar una cantidad como pi, con la precisión deseada, extendiendo el número de decimales. Deberían tratarse cantidades calculadas por medio de la expansión del binomio en series infinitas, explicó más tarde, «como si se estuviera resolviendo la ecuación en números decimales, bien por división o por extracción de raíces, por la resolución analítica de potencias de Viéte. Esta operación puede continuarse a placer, cuanto más lejos, mejor. Y, de cada término que surja de esta operación, puede deducirse una parte del valor de y». Satisfecho con su nuevo descubrimiento, calculó varios logaritmos a partir de las áreas bajo una hipérbola equilateral hasta cincuenta y cinco decimales. Añadiendo el teorema del binomio —a partir del cual podía expresar una cantidad difícil que deseaba elevar al cuadrado (o integrar), como la de un área equivalente a un logaritmo, por una serie infinita que podía elevar al cuadrado término a término— a los métodos establecidos para elevar al cuadrado potencias simples y polinomios, Newton completó un método con el cual podía hallar el área bajo prácticamente todas las curvas algebraicas conocidas entonces por los matemáticos.
Sus cálculos mostraban continuamente patrones. La cuadratura de

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es

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¿No podríamos entonces utilizar este patrón para «mostrar la naturaleza de otra línea encorvada que pueda ser elevada al cuadrado»? En la primavera de 1665, Newton comenzó a explorar seriamente las posibilidades a las que podía conducir este camino relacionando los patrones que él había observado a la hora de calcular tangentes con los patrones similares, pero invertidos en los métodos de cuadraturas. Seguramente, en aquel tiempo, no hacía demasiado uso de la cama. Más de una mañana Wickins debió descubrir una figura tensa, inclinada sobre unos símbolos incomprensibles, ignorante y despreocupada de haber pasado una noche sin dormir. Sus esfuerzos fueron recompensados por el descubrimiento del teorema fundamental del cálculo. De pronto se vio que los problemas de las tangentes y las cuadraturas estaban inversamente relacionados entre sí (véase figura 1).
Si el cálculo no había nacido, en verdad, había sido concebido. Newton había recibido su título de Bachiller en Artes —si es que lo llegó a recibir— casi un mes antes. En el plazo de un mes, había dejado de ser un estudiante y avanzado mucho más allá de lo imaginable en el campo de las matemáticas. Por entonces, había aprendido todo lo que los libros podían enseñarle. De ahora en adelante, sería un investigador independiente y exploraría reinos desconocidos hasta entonces para el hombre.
Un aspecto esencial de su investigación fue una nueva forma de aproximación a las cuadraturas y a las tangentes. Antes, de la mano de Wallis, había considerado las áreas como sumas estáticas de infinitésimos. Ahora, comenzó a tratarlas cinéticamente, como áreas barridas por una línea en movimiento. Newton no estaba satisfecho con la base infinitesimal sobre la cual se apoyaba su método de tangentes. En el otoño de 1665, empezó a extender su aproximación cinemática a las áreas también a la generación de curvas, así como a tratarlas como el locus de un punto en movimiento bajo condiciones definidas. A partir de la idea del movimiento, Newton creó el término fluxional, con el que siempre haría referencia a su método. Las «líneas infinitamente pequeñas» que los cuerpos describen en cada momento, son las velocidades con las cuales se describen. El cociente de las velocidades de y y x, en un punto cualquiera de la curva, define la tangente en dicho punto. La idea de la velocidad comportaba una tercera e invisible variable: el tiempo. En este punto, el concepto de tiempo absoluto se introdujo intrincadamente en las matemáticas de Newton, y encontró la razón de ser permanente de su pensamiento. El concepto del movimiento constantemente variable —el cual aparece intuitivamente para superar la discontinuidad de los indivisibles— nunca dejó de espolear la imaginación de Newton. Al final, sin embargo, buscaría otra base más rigurosa para su cálculo.

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Figura 1. Teorema fundamental del cálculo

En aquel tiempo, sin duda, Newton descuidaba sus comidas. Después de trabajar de manera febril, el 13 de noviembre se sintió preparado para registrar el nuevo método en un documento titulado «Encontrar las velocidades de los cuerpos a través de las líneas que describen». Una vez cumplimentado el trabajo, la luz se apagó, y lo hizo de forma tan repentina y absoluta que parecía que Newton hubiese apagado una vela. Pasaron seis meses durante los cuales —si podemos confiar en la memoria que nos queda de ese tiempo— no movió un solo dedo en el campo de las matemáticas. En mayo, algo volvió a despertar su interés y dedicó tres días a la ampliación de su idea del movimiento, la cual quedó registrada en dos documentos separados, fechados entre el 14 y el 16 de mayo. La luz volvió a apagarse y, una vez más, algo reavivó su interés en octubre, momento en el que reunió todas sus ideas y escribió un ensayo más definitivo. La luz volvió a apagarse por tercera vez. Parecía como si la resolución satisfactoria de los problemas que se había planteado, hubiera agotado su interés por las matemáticas. No faltaban otras interesantes cuestiones que llamaban su atención. Por lo que sabemos, Newton apenas dedicó tiempo a las matemáticas en los dos años siguientes.
Los tres documentos de 1666 exploran el método basado en el movimiento. Con títulos similares se expresan los dos siguientes: «Para resolver problemas del movimiento son suficientes las siguientes proposiciones.» El último de éstos, conocido como el opúsculo de octubre de 1666, contiene el enunciado definitivo del método fluxional de Newton, lo que nosotros conocemos por cálculo infinitesimal.
El opúsculo de octubre de 1666 era una obra de extraordinario virtuosismo, que hubiera dejado sin aliento a los matemáticos de Europa, con una mezcla de admiración, envidia y temor reverente. Pero sólo uno de los matemáticos de Europa, Isaac Barrow, conocía vagamente la existencia de Newton, y parece muy poco probable que en 1666 tuviera la menor idea de la obra que Newton acababa de llevar a cabo. El hecho de que fuera un desconocido no altera otro, y es que este joven, que aún no había cumplido los veinticuatro años, se había convertido, sin la ayuda de nadie, en el primer matemático de Europa. Y el único que realmente importaba, el mismo Newton, conocía perfectamente el puesto que ocupaba. Había estudiado a los maestros reconocidos. Conocía sus limitaciones. Los había aventajado a todos y con creces.
El opúsculo de 1666 era consecuencia de los trabajos que llevó a cabo en 1665. En mi opinión, 1665 fue un año crucial en el conocimiento de sí mismo de Newton. Casi desde el despertar de su conciencia, había experimentado su diferencia de los demás. Ni en Grantham, ni en Cambridge había sido capaz de relacionarse satisfactoriamente con sus compañeros. Los sirvientes de Woolsthorpe le habían despreciado. Su insaciable ansia de saber le había separado siempre de los demás. Ahora, por fin, tenía una prueba palpable de que su búsqueda no había sido producto de una ilusión. En 1665, al darse cuenta del enorme alcance de su descubrimiento en matemáticas, Newton debió sentir cómo el peso del genio recaía sobre sus hombros, el terrible peso que, junto al aislamiento que llevaba implícito, soportaría durante más de sesenta años. A partir de entonces, no parecen repetirse los fútiles e intermitentes esfuerzos que había hecho —en Grantham y antes de graduarse— para congraciarse con sus compañeros. Newton consideró que la relación con su compañero de cuarto, Wickins —la única relación estrecha que mantenía—, era suficiente, y se abandonó, como siempre había deseado, a las imperiosas demandas de la Verdad.
Aunque abandonó las matemáticas a fines de 1666, Newton no había, ni mucho menos, terminado con el método que había creado. Resulta significativo que nunca intentara publicar el opúsculo de 1666. Al retomarlo intermitentemente en años posteriores, se dedicó en primer lugar a los fundamentos del método. Sus descripciones del método —en el tiempo de la controversia con Leibniz— indican lo mucho que había avanzado en ese respecto durante casi cuarenta años de revisiones periódicas. él no deseaba ser conocido por lo que había escrito en 1666, aunque su inspiración proviene directamente de ese primer opúsculo. Asimismo, extendió su método a recalcitrantes problemas, tales como las ecuaciones afectadas, que no podía resolver en 1666, y abordó otras áreas de las matemáticas. No obstante, según sus palabras, las matemáticas no volvieron a interesarle con la misma intensidad. Su gran periodo de creatividad matemática había llegado a su fin. La mayor parte de sus actividades como matemático girarían en torno a sus trabajos de 1665. Años más tarde, le diría a Whiston «que ningún viejo (excepto el Dr. Wallis) ama las matemáticas…». Cierto, todavía no era un viejo. Pero otros temas fascinantes clamaban por la atención de alguien consciente de su genio.
Newton no era un hombre que pudiera quedarse a medias en un proyecto. Cuando reflexionaba sobre algo, lo hacía de manera constante. Tras haber pensado continuamente en las matemáticas durante un año y medio, había llegado a un nuevo método por el cual podía resolver los problemas que la lectura de matemáticos anteriores a él le habían planteado. Ahora, otros intereses representados en las «Quaestiones» podían reclamar su atención. Y una vez que esto sucedía, pensaba en ellos con la misma intensidad con que había pensado en las matemáticas.
Uno de estos intereses era la ciencia de la mecánica. El ensayo de las «Quaestiones» titulado «Sobre el movimiento violento», le había introducido en la mecánica. En este ensayo expuso una doctrina, según la cual una fuerza inherente a los cuerpos los mantiene en movimiento. En los Principios de Descartes y en el Diálogo de Galileo confrontó la concepción radicalmente diferente del movimiento que hoy llamamos —utilizando el lenguaje que más tarde el mismo Newton haría familiar— el principio de la inercia. También en Descartes encontró dos problemas —los referidos a la mecánica del impacto y del movimiento circular— cuyas respuestas contenían imperfecciones. éstos se convirtieron en el foco de su investigación.
Una temprana exploración en mecánica —registrada en el Cuaderno baldío— llevaba el título de «Sobre la reflexión», término este último por el cual Newton se refería al impacto. El pasaje estaba imbuido de un tono seguro, ausente en las «Quaestiones». Había dejado de ser el estudiante que se planteaba preguntas y comenzó a proponer soluciones alternativas. Sin duda, Newton basó exactamente su tratamiento del cuadrado en la concepción del movimiento de Descartes.
Axioma: 100 Todas las cosas perseveran naturalmente en el estado en que se encuentran, a menos que sean interrumpidas por una causa externa. De ahí, un cuerpo puesto en movimiento mantendrá la misma celeridad, cantidad y determinación de su movimiento.
Sin embargo, no dijo una sola palabra sobre la ley del impacto de Descartes, que completaba su discusión sobre el movimiento. Ni siquiera se molestó en refutarla. En su lugar, se lanzó directamente a su propio análisis del impacto, basado en una nueva concepción de la fuerza. Descartes había analizado el impacto en términos de la fuerza inherente a un cuerpo en movimiento, lo que él llamaba la «fuerza del movimiento de un cuerpo». Por contraste, Newton razonó que si un cuerpo persevera en su estado, a menos que una causa externa actúe sobre él, debe existir una correlación rigurosa entre la causa externa y el cambio que produce. De esta forma, se llegaba a una nueva aproximación a la fuerza, en la cual un cuerpo era tratado como el sujeto pasivo de fuerzas externas que actuaban sobre él, en vez de como vehículo activo de la fuerza que causaba un impacto en otros. Más de veinte años de paciente, si bien intermitente, reflexión harían que de este razonamiento inicial surgiera toda su dinámica.
Aunque todas las posibilidades implícitas en este razonamiento no hicieron su inmediata aparición en el joven que se introducía entonces en la ciencia de la mecánica y comenzaba a luchar con la nueva concepción del movimiento, consiguió llevar este razonamiento lo suficientemente lejos como para darse cuenta de que dos cuerpos cualesquiera aislados de influencias externas constituyen un sistema único cuyo centro común de gravedad se mueve inercialmente, independientemente de que se influyan entre sí. La conclusión es idéntica al principio de la conservación del momentum, que continúa siendo hoy la base del análisis del impacto.
Por otra parte, la complejidad asociada a la mecánica del movimiento circular —el segundo problema planteado por Descartes— tendió a reforzar su idea original de una fuerza inherente a los cuerpos. A través de Descartes y de la experiencia común, Newton convino en que un cuerpo en movimiento circular tiende constantemente a separarse del centro, como una piedra que tira de su cuerda mientras se la hace girar rápidamente. Este alejamiento aparece como una tendencia inherente a un cuerpo en movimiento, la manifestación, en el movimiento circular, de la fuerza inherente que mantiene un cuerpo en movimiento. Con objeto de reducir la tendencia al alejamiento a medidas cuantitativas, Newton recurrió a su reciente análisis del impacto. Imaginó un cuadrado que circunscribía una trayectoria circular, y un cuerpo que seguía una trayectoria recta en el interior del círculo, rebotando en los cuatro puntos en los cuales el círculo tocaba el cuadrado exterior (véase figura 2). A partir de la geometría del cuadrado, podía comparar la fuerza de un impacto —en el cual la componente del movimiento del cuerpo perpendicular al lado que golpea se invierte— con la fuerza del movimiento del cuerpo, y después, la fuerza de las cuatro reflexiones —la fuerza total en un circuito— con la fuerza del movimiento del cuerpo. A continuación, generalizó el resultado a polígonos con creciente número de lados.
Entonces, si el cuerpo fuera reflejado por los lados de un polígono equilateral circunscrito de un número infinito de lados (esto es, por el círculo mismo), la fuerza de todas las reflexiones es a la fuerza del movimiento del cuerpo como las de esos lados (esto es, el perímetro) al radio.

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Figura 2. La fuerza de un cuerpo moviéndose en un círculo derivada de un impacto.

En una revolución completa, la fuerza total F es al movimiento del cuerpo mv como

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o

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Para ver la significación del resultado, conviértase la fuerza total de un cuerpo en una revolución en la «fuerza por la cual tiende a separarse del centro» en cada instante, dividiendo cada lado de la ecuación por el tiempo de una revolución, 2 π r/v. La división conduce a

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la fórmula que todavía utilizamos en la mecánica del movimiento circular.
La fórmula de la tendencia de un cuerpo a separarse del centro, para la cual Huygens acuñó el nombre de «fuerza centrífuga», dio a Newton los medios para atacar el problema que había encontrado en el Diálogo de Galileo. Se trataba de ofrecer un argumento en contra del sistema copernicano, demostrando que la rotación de la Tierra no arroja los cuerpos al aire porque la fuerza de la gravedad, medida por la aceleración de los cuerpos que caen, es mayor que la fuerza centrífuga que surge de la rotación. La solución de Newton, escrita confusamente en un trozo de pergamino —cuyo anverso había sido utilizado por su madre para un contrato de arrendamiento—, estaba estrechamente unida a las investigaciones en mecánica del Cuaderno baldío. Todo lo que necesitaba añadir a su nueva fórmula del movimiento circular, era el tamaño de la Tierra y la aceleración de la gravedad. En ambos casos, utilizó las cifras que había encontrado con la solución al problema ofrecida por Galileo, en la traducción del Diálogo de Salisbury, aparecida en 1665. Newton llegó a la conclusión de que «la fuerza de la Tierra desde su centro es a la fuerza de gravedad como 1 a 144 aproximadamente [en una proporción aproximada de 1 a 144]». Pero ¿por qué aceptar la cifra de Galileo para la aceleración de la gravedad? De pronto, se dio cuenta de que su medida de la fuerza centrífuga ofrecía una nueva posibilidad; podía utilizarla para medir g indirectamente por vía de un péndulo cónico. Para llevar a cabo esta medida —una de las primeras demostraciones de la inteligencia experimental de Newton— utilizó el único cronómetro con el que contaba, el Sol, junto con un péndulo cónico de 81 pulgadas de longitud, inclinado en un ángulo de 45 grados. El experimento reveló que un cuerpo, empezando desde el reposo, cae 200 pulgadas por segundo, una cifra muy aproximada a la que hoy nosotros aceptamos, pero casi dos veces mayor a la que encontró en el Diálogo de Galileo. De ahí, volvió a sus cálculos y dobló el cociente de la gravedad y la fuerza centrífuga.
Algún tiempo más tarde, en un papel que parece corresponder a los años inmediatamente posteriores a su carrera de estudiante, Newton volvió a los mismos problemas. En esta ocasión, calculó con mayor elegancia el conatus centrífugo sustituyendo el impacto por la geometría del círculo (véase figura 3). Cuando un cuerpo se mueve en un movimiento circular uniforme, el tiempo es proporcional a la longitud del arco. Teniendo en cuenta que un cuerpo se moverá en línea recta si no es forzado a moverse en un círculo, Newton estableció que la tendencia centrífuga para un movimiento breve es igual a la distancia que separa a la tangente del círculo. Cuando el arco era «muy pequeño», Newton podía aplicar el cociente conocido de esta separación respecto al arco para calcular la fuerza instantánea, y con la fuerza, podía calcular la distancia que recorrería un cuerpo en línea recta, a partir de un punto empezando desde el reposo, en el tiempo de una revolución. Newton utilizó la teoría de Galileo —según la cual las distancias recorridas en un movimiento acelerado uniforme, a partir de un punto empezando desde el reposo, varían en proporción a los cuadrados de los tiempos—, interpretando implícitamente la cinemática de Galileo en términos dinámicos. Su conclusión, que en el tiempo de una revolución la fuerza centrífuga haría recorrer a un cuerpo una distancia igual a (2π²r), es matemáticamente equivalente a la primera fórmula derivada del impacto. De nuevo, comparó la fuerza centrífuga en la superficie de la Tierra a la gravedad; y, esta vez, como no redondeó su conocimiento más preciso de g, llegó a un cociente ligeramente mayor, 1:350.
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Figura 3. La fuerza de un cuerpo moviéndose en un círculo derivada de su desviación de la tangente
Ya antes había llegado tan lejos. Ahora, estaba preparado para dar un paso más adelante. Newton comparó la «tendencia de la Luna a separarse del centro de la Tierra» con la fuerza de gravedad en la superficie de la Tierra. Descubrió que la gravedad es más de 4.000 veces mayor. Asimismo, sustituyó la tercera ley de Kepler (según la cual los cubos de los radios medios de los planetas varían como el cuadrado de sus periodos) en su fórmula de la fuerza centrífuga: «La tendencia a separarse del Sol [descubrió] debe ser recíproca a los cuadrados de las distancias al Sol.» Aquí hizo su aparición la relación del inverso del cuadrado, apoyándose a partes iguales en la tercera ley de Kepler y en la mecánica del movimiento circular. Para entender el alcance de este enunciado, debemos reflexionar sobre el cociente previo entre la gravedad y la tendencia de la Luna a separarse de la Tierra. Había hallado un cociente de 4.000:1, aproximadamente. Debido a que estaba utilizando 60 radios terrestres como la distancia a la Luna, el cociente exacto de acuerdo con la relación del inverso del cuadrado debía haber sido 3.600:1. Es difícil creer que Newton no hacía referencia a este papel cuando decía que había encontrado que la fuerza que mantiene a la Luna en su órbita y la fuerza de la gravedad eran «muy parecidas».
¿Qué hace uno entonces con la historia de la manzana? Cuenta con demasiados testimonios como para ignorarla. Según la versión de Conduitt —una de las cuatro versiones que existen—:
En el año de 1666, volvió a marcharse de Cambridge […] a casa de su madre, en Lincolnshire, y mientras meditaba en un jardín, le vino al pensamiento la idea (suscitada por la caída al suelo de una manzana) de que el poder de la gravedad no se limitaba a una cierta distancia de la Tierra, sino que este poder debía extenderse mucho más allá de lo que normalmente se creía. ¿Por qué no hasta la Luna?, se dijo a sí mismo. Y si esto era así, ese hecho debería influir en su movimiento y, quizá, retenerla en su órbita; lo que le llevó a calcular cuál sería el efecto de esa suposición. Pero, al no contar con libros, y tomando la estimación en curso entre geógrafos y navegantes —antes de que Norwood midiera la Tierra— de que un grado de latitud, sobre la superficie de la Tierra, equivalía a 60 millas, su cálculo no coincidía con su teoría, y se inclinó a creer que, junto a la fuerza de la gravedad, podía existir una mezcla de esa fuerza, que la Luna tendría si fuera arrastrada por un vórtice…
No hace falta decir que esta anécdota —recordatorio de la asociación judeo-cristiana de la manzana con el conocimiento— continúa repitiéndose. Junto con el mito del annus mirabilis y con el memorándum de Newton en el que explica cómo descubrió que la fuerza que retenía a la Luna en su órbita y la gravedad eran, «muy parecidas», esta historia ha contribuido a la idea generalizada de que Newton llegó a la gravitación universal por una suerte de iluminación en 1666, y que llevó consigo los Principia casi completos durante veinte años, hasta que Halley le arrancó el secreto y se lo ofreció al mundo. Visto de esta forma, y si volvemos la mirada a los documentos que acreditan sus primeros trabajos en el campo de la mecánica, la historia no se sostiene. La historia vulgariza la gravitación universal, tratándola como si fuera una idea brillante. Una idea brillante no puede dar forma a una tradición científica. Lagrange no llamó a Newton el ser más afortunado de la historia por haber tenido una iluminación. La gravitación universal no se rindió ante el primer esfuerzo de Newton. Newton dudó y perdió el hilo de su razonamiento, temporalmente desconcertado por complejidades abrumadoras, considerables ya en el campo de la mecánica y multiplicadas por siete en el contexto global. Después de todo ¿qué había en ese papel que revelara la relación del inverso del cuadrado? Ciertamente, no la idea de la gravitación universal. El papel sólo hablaba de una tendencia a separarse, y para Newton, el filósofo mecánico, una atracción a distancia era en todo caso inadmisible. Resulta revelador que Conduitt introdujera la idea del vórtice. No obstante, Newton debía pensar en algo cuando comparó la fuerza centrífuga de la Luna con la gravedad, y todo parece indicar que fue la caída de una manzana lo que puso en marcha esta idea. Aunque no nombró explícitamente esa fuerza, algo debía retener a la Luna para mantenerla en órbita. Algo debía retener a los planetas. Por otra parte, Newton recordaba tanto el incidente como el cálculo, de forma que, más de cincuenta años después, continuaban representando un acontecimiento importante en su desarrollo. Una idea flotaba al borde de su conciencia, una idea todavía no formulada, no consolidada, pero lo suficientemente sólida como para no desaparecer. Era un hombre joven. Tenía tiempo para pensar en ello con la dedicación que un asunto de esa magnitud requería.
El movimiento y la mecánica no eran los únicos temas de la filosofía natural que despertaban el interés de Newton. Tan importantes eran a sus ojos los que más tarde llamó «notables fenómenos de los colores». Los fenómenos de los colores se habían convertido en un importante tema de la óptica al menos por dos razones. Lo que nosotros llamamos aberración cromática aparecía en todas las observaciones telescópicas, coloreando las imágenes y confundiendo su foco. Por el contrario, los colores concentraban en gran medida las distintas posiciones de la filosofía aristotélica y la mecánica de la naturaleza. No es nada sorprendente que los colores se encontrasen entre las «Quaestiones quaedam philosophicae», reunidas por el joven filósofo mecánico en Cambridge. Newton había encontrado este tema en Descartes, en Experiments and Considerations Touching Colors de Boyle (1664) y en Micrographia de Hooke (1665). Insatisfecho con sus explicaciones sobre los colores —como demuestran sus notas—, decidió ponerse manos a la obra.
Después del pasaje de las «Quaestiones», Newton volvió a los colores probablemente en 1665, utilizando las páginas vacías que se encontraban al final de su conjunto original de encabezamientos. Existen buenas razones para creer que la teoría de los colores que aparece en la Micrographia de Robert Hooke le sirvió de estímulo. Su inmediato rechazo de la teoría de Hooke, marcó el comienzo de cuarenta años de antipatía mutua entre dos hombres incompatibles. Como había sucedido con la mecánica, no volvió a conformarse con hacerse preguntas. Formuló una teoría alternativa. Hooke proponía que «el azul es la impresión en la retina de un pulso oblicuo y confuso de luz, cuya parte más tenue precede a la parte más intensa». El rojo es la impresión de «un pulso oblicuo y confuso» en orden inverso. En la primera página de su nuevo conjunto de notas, Newton rechazó los dos asertos fundamentales de la teoría de Hooke: que la luz consiste en pulsos y que los colores surgen de impresiones confusas. «Cuanto más uniformemente el globo mueve los nervios ópticos, más cuerpos parecen colorearse de rojo, amarillo, azul, verde, etc. Y cuanto menos uniformemente lo hace, más cuerpos blancos, negros o grises aparecen.» Si Hooke era el destinatario inmediato del aserto, hay que decir que había en juego mucho más que la teoría de Hooke. Al igual que otros filósofos mecánicos, Hooke se había limitado a aportar un mecanismo para explicar la vigente teoría de los colores aparentes (fenómenos tales como el arco iris y las franjas coloreadas vistas a través de prismas y telescopios). La teoría había sido terriblemente fácil de mecanizar. Había utilizado una escala de colores que también era una escala de fuerza y que iba del rojo brillante (considerado pura luz blanca con la menor proporción de oscuridad) al azul opaco, el último paso hacia el negro (considerado como la completa extinción de la luz por la oscuridad).
La propuesta del recién nombrado Bachiller en Artes implicaba una relación completamente diferente entre la luz y el color. La luz blanca, la luz ordinaria del Sol, es una mezcla confusa. Componentes individuales de la mezcla —que él consideraba corpúsculos y no pulsos—, causan sensaciones de colores individuales cuando se separan de la mezcla e, individualmente, inciden en la retina. Newton ya había hecho el dibujo de un ojo que miraba a través de un prisma las franjas coloreadas de un margen contenido entre el negro y el blanco. De ambos lados de este margen partían dos rayos que seguían distintos caminos a través del prisma, según se refractaban a distintos ángulos, y emergían a lo largo de la misma línea incidente en el ojo. «Nótese que los rayos que se mueven lentamente se refractan más que aquellos que lo hacen rápidamente.» Aunque su mejor comprensión de estas implicaciones haría que modificase algunos detalles, este comentario contiene el razonamiento sobre el que Newton basaría su trabajo en el campo de la óptica. Por otra parte, su razonamiento fundamental en el campo de la dinámica se había producido menos de un año antes; ambos menos de dos años después de que hubiera retomado seriamente la filosofía natural. Newton poseía una gran agudeza para reconocer el punto crítico por el cual había que comenzar a trabajar en un problema.
Más que sobre una observación, Newton comenzó a trabajar sobre una idea. Bajo el diagrama del prisma y el ojo, había una tabla, con la que trató de adivinar los colores que aparecerían en las fronteras de varias combinaciones distintas al blanco y al negro. Enseguida, la complejidad de ordenar mentalmente los rayos lentos y rápidos reflejados desde distintas franjas a lo largo de la frontera, excedía en dificultad a los pulsos de Hooke. Con la misma rapidez con que se había producido el primer razonamiento, surgió un experimento simplificador. Si bien las «Quaestiones» tienen un carácter orientado hacia la experimentación, hasta la investigación de los colores ésta aparece de una forma implícita y no explícita; se planteaban preguntas, pero no se realizaban experimentos. En ese punto, el periodo de adolescencia llegó a su fin y Newton, el científico experimental, alcanzó la madurez.
De este experimento se deduce que los rayos que producen el azul se refractan más que los rayos que producen el rojo. Si una mitad [un extremo] del haz abe es azul y la otra roja, y se coloca una sombra o un cuerpo negro entre ambas, al mirar el haz a través de un prisma, una mitad del haz aparecerá más alta que la otra, y no en una línea directa, en razón a la distinta refracción de los dos colores.
La idea quedó provisionalmente confirmada. Newton nunca olvidó este experimento y continuó citándolo como uno de los soportes básicos de su teoría del color.
No obstante, en el tiempo en que llevó a cabo el experimento, la teoría apenas existía. Se trataba sólo de una idea prometedora, apoyada en un único experimento. Sus implicaciones son obvias para nosotros, que contamos con la ventaja de haberlas digerido a lo largo de trescientos años. Newton tenía que abrirse camino a través de una tradición de dos mil años de antigüedad que parecía contener los dictados del sentido común. El concepto de rayos lentos y rápidos fue formulado dentro del contexto de una filosofía mecánica, y comportaba las usuales connotaciones de debilidad y fuerza. Este concepto le inclinó a pensar en términos de un sistema de dos colores, azul y rojo. Asimismo, le inclinó a imaginar mecanismos por los cuales el «poder elástico» de las partículas de un cuerpo determinaba qué parte del movimiento de un rayo se reflejaba; «entonces ese cuerpo puede ser más claro o más oscuro en proporción a la mayor o menor virtud elástica de las partes de ese cuerpo». Estas ideas volvían a la aceptación de que los colores surgen a partir de la modificación de la luz, lo cual estaba en contra de su principal razonamiento.
Quizá fue en ese momento cuando consideró la posibilidad de fabricar artefactos para pulir las lentes elípticas e hiperbólicas, de lo cual hace mención en su documento de 1672. La investigación partía de la declaración de la ley sinusoidal de la refracción que aparece en La Dioptrique de Descartes. Habiéndose extendido el uso del telescopio a principios del siglo XVII, la experiencia había demostrado que las lentes esféricas no refractan rayos paralelos —tales como los de los cuerpos celestes— en un foco perfecto. En La Dioptrique, Descartes había demostrado que las lentes hiperbólicas y elípticas lo harían, dada la ley sinusoidal de la refracción. Pulirlas era otra cuestión. Las superficies esféricas no presentan ningún problema. Siendo simétricas en todas las direcciones, la variación y el giro constante de una lente ajusta las lentes y la forma en que éstas se pulen entre sí, de forma que una superficie esférica siempre resultará. Por otro lado, el pulimento de una superficie elíptica o hiperbólica es realmente complicado; éste era el problema que el constructor de maquetas de Grantham debía afrontar, si bien ahora contaba con un profundo conocimiento de los conos. Newton diseñó algunos modelos, y, al hacerlo, probablemente reflexionó sobre el significado de su primer experimento con el prisma y el haz rojo y azul. La demostración de Descartes había asumido la homogeneidad de la luz. ¿Qué pasaría si Newton conseguía pulir lentes elípticas e hiperbólicas? Seguiría sin obtener un foco perfecto porque la luz no es homogénea; los rayos azules se refractarían más que los rojos. En mi opinión, en ese momento Newton comenzó a darse cuenta del alcance de su experimento y de la idea que éste implicaba. Dejó de trabajar en lentes no esféricas y no volvió a retomarlas. Más tarde demostró que la aberración cromática introduce más errores en las lentes que la aberración esférica. Dejando a un lado las lentes, enfocó su atención en una investigación experimental sobre la heterogeneidad de la luz y su papel en la producción de colores. Presumo que esta investigación fue llevada a cabo en 1666 y es a ésta a la que hace referencia más tarde. Sólo así llegó a «tener la teoría de los colores» en todo el sentido de la frase.
Newton registró los resultados de su investigación en un ensayo que tituló «Sobre los colores»; dicho ensayo se inscribe en un nuevo cuaderno en el cual amplía algunos temas de las «Quaestiones». Ahora que los objetivos de su trabajo estaban más focalizados, se dedicó a clasificar fenómenos del color conocidos —que había encontrado en Boyle y en Hooke— que mostraban la separación de la luz en sus componentes. De esta forma, las láminas delgadas de oro aparecen amarillas por un lado, en la luz reflejada, y azules por el otro, en la luz transmitida; con una solución de lignum nephriticum (madera nefrítica, cuyas infusiones se utilizaban en aquel tiempo con fines medicinales) los colores se invierten. En ambos casos, la transmisión de varios rayos y la reflexión de otros separa la luz en sus componentes. Newton estaba convencido de que todos los cuerpos sólidos se comportarían como el oro si fuera posible obtener de éstos muestras lo suficientemente finas, y de que la solución de lignum nephriticum aparecería azul por todos los lados si fuera lo suficientemente densa como para no permitir el paso de la luz. A pesar de utilizar las observaciones de que disponía para avanzar en su teoría, Newton se basó principalmente en sus propios experimentos con el prisma. Guiado por su ingenio, el prisma se convirtió en un instrumento de precisión con el cual diseccionaba la luz en sus componentes elementales. Ninguna otra investigación del siglo XVII revela mejor el poder de un estudio experimental, animado por una potente imaginación y controlado por una lógica rigurosa.
Entre los autores que Newton había leído, tanto Boyle como Hooke habían empleado variaciones de la proyección de un espectro prismático de Descartes para examinar los colores. Newton vio que podía utilizar el mismo experimento para probar su propia teoría, imponiendo cuidadosamente ciertas condiciones en su realización. Si era cierto que la luz era heterogénea y que rayos distintos se refractaban con distintos ángulos, un rayo redondeado a través de un prisma debería proyectar un espectro alargado. No obstante, requeriría una distancia suficiente para expandirse. Los rayos son entes ideales; en la experimentación actual, debía utilizarse un rayo físico, y uno lo suficientemente grande como para ofrecer efectos visibles. Si la pantalla se colocaba cerca del prisma —como en experimentos anteriores— no aparecería la elongación esperada. Descartes había recibido su espectro en una pantalla colocada a sólo unas pulgadas de distancia del prisma. En el experimento de Hooke —que utilizó una profunda cubeta llena de agua en vez de un prisma—, la distancia entre la refracción y la pantalla era de dos pies. Aparentemente, Boyle utilizó el suelo y, de ahí, contaba con una distancia de separación de quizá cuatro pies. Newton proyectó su espectro en una pared situada a veintidós pasos de distancia. Donde los primeros investigadores habían visto una mancha de luz coloreada en sus dos bordes, Newton veía un espectro cinco veces más largo que ancho. Su comentario de 1672 sugiere cierta casualidad y un elemento de sorpresa en esta observación, tan accidental como la que el cuñado de Pascal hizo de un barómetro en la cima del Puy de Dome. Newton había diseñado su experimento para probar exactamente lo que quería probar. Si el espectro no hubiera sido alargado, su prometedora idea hubiera sido refutada en su segundo paso y no hubiera podido transformarla en una teoría.
Si bien es cierto que no se había refutado a sí mismo, estaba lejos de haber probado nada, como muy bien sabía. Lo que propuso fue una reorganización total de la relación entre la luz y el color. Mientras la opinión generalizada consideraba la luz blanca simple, y los colores, modificaciones de ésta, Newton sostenía que la luz que provoca las sensaciones de los colores individuales es simple, y que la luz blanca era una mezcla compleja. No es fácil desmontar opiniones largo tiempo aceptadas. Las objeciones posibles eran muchas y tendrían que obtener una respuesta. A través de distintas pruebas, demostró, por ejemplo, que la elongación no podía haber sido causada por irregularidades del cristal.
La objeción más importante era matemática. Teniendo en cuenta que el Sol cubre un ángulo visual de 31 minutos, el haz incidente en el prisma no estaba compuesto por rayos paralelos. Según la ley sinusoidal de la refracción, los rayos incidentes en distintos ángulos se refractan con distintos ángulos. ¿Podía el espectro alargado ser un producto inesperado de la ley sinusoidal? Newton utilizó varios artilugios para conseguir un haz compuesto por rayos lo más paralelos posibles, aunque sabía que sólo una demostración teórica podría hacer frente a la objeción. No se trataba de un ejercicio difícil para un matemático de su talla. Cuando el rayo central de un haz incidente de luz homogénea, contenido en un ángulo de 31 minutos, se refracta igualmente en ambas caras de un prisma, emerge como un haz contenido en un ángulo de 31 minutos. Da la casualidad de que una refracción igual en cada cara es también la condición de la refracción mínima, de forma que, para obtenerla, Newton sólo tenía que girar el prisma hasta que el espectro alcanzaba su posición más baja en la pared. Su primera proyección registrada de un espectro hacía notar que los rayos se refractaban de la misma forma en ambas caras del prisma. Junto a la distancia de proyección, una refracción igual en ambas caras era una condición presente en el experimento inicial. El espectro alargado estaba muy lejos de haber sido observado por casualidad.
Aunque la demostración matemática añadió un rigor necesario a la evidencia del espectro, Newton encontró un nuevo experimento que parecía confirmarlo con no menos rotundidad. Igual que la teoría final, el experimento no apareció en un destello de inspiración, sino que se desarrolló en varias etapas, hasta que, dándose cuenta de su trascendencia, Newton lo llamó el experimentum crucis. En su forma inicial, no estaba bien definido y era poco consistente. Newton colocó simplemente un segundo prisma en el espectro expandido a cinco o seis yardas del primero. Los rayos azules sufrieron una mayor refracción que los rojos. En ninguno de los dos casos la segunda refracción alteró su coloración; el azul continuó siendo azul y el rojo continuó siendo rojo. En 1666, no fue más allá. Sólo después se dio cuenta del potencial demostrativo que podría obtener si perfeccionaba el experimento.
Una vez en completa posesión del concepto de análisis, Newton acometió otros experimentos para ilustrarlo. Podía analizar la luz del Sol en sus componentes orientando un prisma hacia el ángulo crítico, donde los rayos azules —los más refrangibles— comenzaban a reflejarse en la segunda cara, mientras los rayos rojos todavía se transmitían a través de ésta. Obtuvo la misma separación a partir de una fina película de aire atrapada entre la unión de dos prismas. Al darse cuenta de que era necesario demostrar que podía reconstituir el blanco, proyectó los espectros de tres prismas uno sobre otro, de forma que se solapasen sin coincidir. En el centro, donde incidían todos los colores, el espectro combinado era blanco. Pegó un papel a la cara de un prisma con varios cortes paralelos en los bordes. Por cada corte, en una pantalla colocada cerca del prisma, aparecía una línea de color. A medida que alejaba la pantalla, el centro del espectro se volvía blanco, pero, si la alejaba aún más, sin ninguna otra manipulación experimental, el espectro completo volvía a hacer su aparición.
Unos siete años más tarde, después de la publicación de su primer documento en las Philosophical Transactions, Newton replicó a una crítica del científico alemán Christiaan Huygens con un sermón metodológico.
A mi entender, Mr. Huygens utiliza un mecanismo erróneo para examinar la naturaleza de los colores mientras continúa combinando aquellos que ya han sido combinados, como hace en la primera parte de su carta. Quizá, pronto se contentará con descomponer la luz en colores como puede hacer el arte, y luego, tal vez, con examinar las propiedades de esos colores aparte, y después, con analizar los efectos producidos al volver a juntar dos o más, o todos ellos, y, finalmente, con separarlos de nuevo para ver qué cambios ha operado en los mismos la reunificación. ésta sería una tediosa y ardua tarea si se hace con propiedad, pero no me quedaría satisfecho de otra manera.
Sin duda, Huygens, el decano de la ciencia europea, no disfrutó con la conferencia de un desconocido catedrático de Cambridge. En cualquier caso, aporta una descripción justa del procedimiento de Newton al desenmarañar las implicaciones de su idea central.
Quedaba otro tema por resolver: los colores de los cuerpos sólidos. Newton elaboró su teoría de los colores a partir de experimentos realizados con prismas. La mayor parte de los colores que vemos, sin embargo, están asociados a cuerpos sólidos. A menos que pudiera responder por ellos, su teoría se vería extremadamente limitada. Por supuesto, desde el inicio de su razonamiento, contaba con una idea general acerca de los colores de los cuerpos sólidos. La reflexión también puede separar la luz blanca en sus componentes. Un cuerpo refleja unos rayos más que otros, y esa disposición hace que tenga el color de aquellos que mejor refleja. Su razonamiento sobre los colores nunca se desvió de esa posición. No obstante, en el comienzo, el enunciado expresaba una idea sin fundamento empírico y sin contenido cuantitativo. El ensayo «Sobre los colores» aportó cierto fundamento empírico. Al pintar manchas rojas y azules en un trozo de papel e iluminarlas con «azul prismático» y «rojo prismático», ambas manchas tenían el color de la luz incidente, pero la mancha azul era más débil con la luz roja, y el rojo más débil con la luz azul. «Nótese que cuanto más puros son Rojo/Azul, menos visibles resultan con rayos Azules/Rojos.» Más tarde, al entender mejor el carácter inmutable de los rayos, añadiría nueva evidencia empírica.
El contenido cuantitativo era un problema más difícil. Era absolutamente esencial. Tras sus experimentos con espectros prismáticos, el análisis por refracción podía expresarse en rigurosos términos cuantitativos. El color dejó de ser un fenómeno completamente subjetivo porque estaba unido de manera invariable a un grado dado de refrangibilidad. Por el contrario, con los colores reflejados no había seguido un tratamiento cuantitativo similar, y los colores reflejados constituyen la abrumadora mayoría de los fenómenos del color en el mundo. No obstante, había percibido una señal. En la Micrographia de Hooke, encontró descripciones de colores en una variedad de cuerpos finos y transparentes: en cristal de Rusia (o mica), en burbujas de jabón, en la escoria de los metales, en el aire contenido entre dos trozos de cristal. El mismo Newton había observado los colores en una película de aire entre dos prismas, tanto con la luz transmitida como con la luz reflejada. El «plato de aire (ef) es un cuerpo muy reflectante», escribió, y, más tarde, indicó que los colores de los cuerpos sólidos están relacionados con los colores de las películas delgadas y transparentes. Incluso, descubrió un método para llevar a cabo una operación ante la cual Hooke había reconocido su impotencia: medir el grosor de las películas en las que aparecen los colores. Cuando una lente de curvatura conocida se presionaba sobre un trozo de cristal plano, entre ambos se constituía una fina película de aire. Alrededor del punto de contacto aparecían círculos de color. Utilizando la geometría del círculo —exactamente la misma proposición que había utilizado para calcular la fuerza centrífuga—, halló el grosor de la película a partir de la curvatura de la lente y la medida del diámetro de los círculos. «Sobre los colores» contenía la primera observación de Newton de los anillos de Newton.
Examinándolo de cerca, los anni mirabiles parecen menos milagrosos que el annus mirabilis del mito newtoniano. Al término de 1666, Newton no contaba todavía —ni en el campo de las matemáticas, de la mecánica o de la óptica— con los resultados que han hecho su memoria imperecedera. Lo que había hecho en estos tres campos era sentar fundamentos —unos más elaborados que otros— sobre los cuales podía trabajar con certidumbre; pero, al término de 1666, nada estaba terminado e, incluso, la conclusión de la mayor parte de sus trabajos ni siquiera estaba próxima. Lejos de disminuir la estatura de Newton, un juicio como éste la eleva, ya que nos hace contemplar su obra como un drama humano forjado con lucha y fatiga en vez de como un cuento de revelación divina. «No me aparto un instante del problema», dijo, «y espero hasta que los primeros albores se abren lentamente, poco a poco, y llega la luz con toda su claridad.» En 1666, a fuerza de no apartarse un instante de los problemas, vio cómo los primeros albores se abrían lentamente. Aún deberían transcurrir años de constante concentración para que viera la luz con toda su claridad.
Desde cualquier punto de vista, al margen del mito newtoniano, los logros de los anni mirabiles son sorprendentes. En 1660, un muchacho de provincias se desesperaba por alcanzar un mundo de aprendizaje que aparentemente le estaba vetado. Por fortuna, éste se había extendido ante él. Seis años más tarde, sin más ayuda que los libros que había encontrado por sí mismo, se había convertido en el mayor matemático de Europa y en un igual del mayor filósofo natural. La misma importancia tenía el hecho de que reconocía su propia capacidad porque comprendía el significado de sus logros. Newton no se medía simplemente con las autoridades del Cambridge de la Restauración, se medía con los líderes de la ciencia europea cuyos libros había leído. En 1672, dirigiéndose a la Royal Society, pudo decir con completa seguridad que era responsable «del más extraordinario, si no del más trascendental, descubrimiento de cuantos jamás se habían hecho en torno al funcionamiento de la naturaleza».
El paralelismo entre Newton y Huygens, en el campo de la filosofía natural, es notable. Trabajando dentro de la misma tradición, observaron, en muchas ocasiones, los mismos problemas y llegaron a conclusiones similares. Más allá de la mecánica, también se llevaban a cabo investigaciones paralelas en el campo de la óptica. Casi al mismo tiempo, y estimulados por el mismo libro, la Micrographia de Hooke, pensaron en métodos idénticos para medir el grosor de delgadas películas coloreadas. Ningún otro filósofo natural llegó siquiera a acercarse a su nivel. El mismo año de 1666, Huygens era aclamado por Luis XIV por continuar el renombre de su Académie Royale des Sciences. No había ocasión para que un joven, que trabajaba en el aislamiento y acababa de ser elevado a la dignidad de Bachiller en Artes, pudiera sentirse avergonzado de sus logros, aunque, en su presunción, el Rey Sol no le hubiera coronado de laureles.

Capítulo 4
Catedrático lucasiano

Poco después de su regreso de Woolsthorpe, a fines de abril de 1667, el magnífico funeral de Matthew Wren, obispo de Ely, escoltado por toda una comunidad académica engalanada de acuerdo a su rango, debió recordar a Newton que sólo ocupaba el primer peldaño de la jerarquía universitaria y que otros se vislumbraban inmediatamente delante de él. En sólo unos meses, debería enfrentarse a la elección de las fellowships, el primer paso para avanzar en esta jerarquía, y también el más importante. Igual que había sucedido con la scholarship, tres años antes, el futuro de Newton dependía de esta elección. ésta determinaría si podía permanecer en Cambridge, libre para continuar con sus estudios, o, por el contrario, debía volver a Lincolnshire, probablemente a la vicaría rural que sus conexiones familiares le hubieran proporcionado, donde, sin libros y con las distracciones de obligaciones triviales, bien podría haber iniciado su decadencia. Sus posibilidades eran reducidas. El Trinity no había celebrado elecciones en tres años, y, en aquella ocasión, sólo había nueve plazas para cubrir. La falange de los scholars de Westminster contaba con sus ventajas habituales. El papel creciente que tenía la influencia política —por la cual, aquellos que tenían acceso a la corte ganaban decretos reales en los que se apoyaba su elección— era notable. Para el resto, todo dependía de la elección del director y de ocho sénior fellows y el aire se llenaba de rumores sobre influencias. Los candidatos debían sentarse en la capilla durante cuatro días, en la última semana de septiembre, y ser examinados viva voce por los sénior fellows, la decadente encarnación de un programa que Newton había ignorado sistemáticamente a lo largo de casi cuatro años. ¿Cómo podría un antiguo subsizar, fuera cual fuese su capacidad, romper tal desequilibrio? Si también él contaba con la figura de un protector, podía tener algo más que vagas esperanzas. En 1667, Humphrey Babington alcanzó el rango de senior fellow. Ni en los papeles de Newton, ni en los testimonios que de aquel tiempo nos quedan, aparece el menor indicio de tensión ante el acontecimiento que se avecinaba. Newton gastó 1 libra y 10 chelines en herramientas —entre las que se incluía un torno— como las que debía haber anhelado en Grantham. No eran las compras de un hombre que piensa seriamente en abandonar un lugar en el plazo de un año. Además, Newton invirtió generosamente en tela para una toga de bachiller, que más tarde podría transformarse en la de un magister: ocho yardas y media de «Woosted Prunella» y cuatro yardas de forro, por las cuales pagó casi 2 libras en total. El 1 de octubre, por la mañana, sonó una campana que llamaba a los seniors a las elecciones. La campana volvió a sonar a la una del día siguiente para llamar a aquellos que habían sido elegidos: sonó para Newton.
Ahora, por fin, el camino estaba libre. La elección significaba pasar a ser miembro permanente de la comunidad académica y poder continuar libremente los estudios que de forma tan prometedora —como, al fin, había entendido— había comenzado. Bien es cierto que aún le quedaban dos pasos que remontar. En octubre de 1667, sólo se había convertido en un minor fellow[9] del college, aunque su progresión hacia el estatus de major fellow[10] se produciría automáticamente al conseguir su título de Magister en Artes nueve meses después. Los ejercicios para la consecución del título eran completamente pro forma; nadie era rechazado. El paso final se produciría en cualquier momento durante los siete años siguientes. Excepto los titulares de dos fellowships específicas, los sesenta fellows del college debían ordenarse en la Iglesia anglicana a los siete años de recibir el título de Magister en Artes. Poco después de las dos de la tarde del 2 de octubre de 1667, Newton se convierte en fellow del College of the Holy and Undivided Trinity y jura: «Abrazaré la verdadera religión de Cristo, con toda mi alma […] y, también, haré de la teología tema de mis estudios y me ordenaré cuando llegue el momento prescrito por los estatutos, o renunciaré a mis cargos en el college.» El requisito final no planteaba más obstáculos a un joven serio y devoto que el grado de Magister.
Después de convertirse en Magister en Artes, Newton vivió en el Trinity durante veintiocho años. Aquellos años coincidieron en parte con el periodo más desastroso de la historia del college y de la universidad. Cualesquiera que fueran sus expectativas iniciales, no encontró un círculo afín de fellow scholars. Filósofo en búsqueda de la verdad, se encontró a sí mismo entre funcionarios en busca de un cargo. éste fue el continuo telón de fondo de toda su vida creativa.
Conocemos algunas anécdotas de su vida en el college que hablan de ello. Muchas de ellas nos llegan de Humphrey Newton (ningún parentesco con quien nos ocupa), quien sirvió a Newton como amanuense durante cinco años, en torno a 1680, en Cambridge. Fue éste un periodo único de la vida de Newton, ocupado como estaba en la composición de los Principia. Quizá deberíamos tener un poco de precaución al considerar la remembranza que hace Humphrey como típica, aunque la capacidad de abstracción de Newton cuando estaba obsesionado por un problema no se reduce a los Principia. Cambridge está repleto de historias sobre la abstracción de Newton, como William Stukeley —estudiante de Cambridge a principios del siglo XVIII y posterior amigo de Newton— nos relata.
Como cuando iba al hall a la hora de la cena y se abstraía de tal forma que cuando iba a comer algo ya habían retirado el mantel. Algunas veces, en los días que tenía que vestir sobrepelliz, iba a la iglesia de St. Mary, en vez de a la capilla del college, o se presentaba en el hall para cenar vestido de esta guisa. O cuando tenía amigos invitados en su habitación, entraba en su estudio a buscar una botella de vino y, al ocurrírsele una idea, se sentaba a la mesa y olvidaba a sus amigos.
El caótico caudal de recuerdos de Humphrey Newton contiene anécdotas similares.
Siempre estaba ocupado en sus estudios y muy raras veces hacía visitas. Tampoco las recibía, exceptuando a dos o tres personas: Mr. Ellis del Keys, Mr. Lougham [llamado Laughton en otra epístola) del Trinity, y Mr. Vigani, un químico, en cuya compañía encontró gran placer una noche en que éste vino a verle. No le conocí ninguna clase de distracción o pasatiempo —salir a tomar el aire, pasear, jugar a los bolos— ni ninguna otra clase de ejercicio. Consideraba una pérdida de tiempo todas las horas que no dedicaba al estudio, tarea que hacía de forma tan concentrada que apenas abandonaba su habitación, excepto durante el curso académico, cuando leía en las escuelas, debido a su cargo de catedrático lucasiano […] En muy raras ocasiones iba a cenar al hall, salvo en algunos días públicos, y en aquellas ocasiones, si alguien no le llamaba la atención, se presentaba con aspecto descuidado, con los zapatos gastados, las medias caídas, vestido con el sobrepelliz y el pelo revuelto.
«Respondía a las preguntas con gran agudeza», añadió Humphrey en su segunda epístola, «pero raramente las planteaba.» En cinco años, Humphrey sólo vio reír a Newton en una ocasión. Había prestado a un conocido una copia de Euclides. El conocido le preguntó sobre el uso que podría proporcionarle su estudio. «Lo cual le hizo mucha gracia a sir Isaac.»
No es difícil reconocer en estas anécdotas al hombre que, inconscientemente, bosquejaba su propio retrato en sus papeles, un hombre poseído por el deseo de saber. De la misma forma, no es difícil reconocer su situación en el Trinity: de aislamiento o, mejor, de alienación. Es cierto que Stukeley hace alusión a amigos que le visitan en su habitación, y Humphrey Newton menciona los nombres de tres de ellos. Estas referencias, sin embargo, apenas sí varían la impresión ofrecida anteriormente. Newton raras veces abandona su habitación. Prefiere comer allí solo. Cuando cena en el hall no resulta un compañero genial; por el contrario, se sienta en silencio, nunca inicia una conversación, tan aislado en su propio mundo que no parece que esté allí. No se reúne con los fellows en la bolera de césped. Apenas hace visitas. Ninguno de los fellows que le visitan pertenecen al Trinity. Por los tres, sabemos que Newton rompió con Vigani porque «contó una historia disoluta acerca de una monja…». Su amistad con Laughton y Ellis no fue lo suficientemente estrecha como para, una vez que Newton abandonó Cambridge, mantener correspondencia, ni de un lado ni del otro.
El 18 de mayo de 1669, Newton escribió una carta a Francis Aston, un fellow del Trinity a quien le había sido concedida una autorización para viajar al extranjero y se disponía a partir. Según la carta, Aston le había pedido consejo sobre el viaje y Newton le contestó generosamente. El grueso de la carta era un consejo mundano sacado de un discurso que aún se encuentra entre los papeles de Newton: «Resumen de un manuscrito de sir Robert Southwell sobre el viaje.» Aston debía adaptarse a las maneras de la compañía en la que se encontrase. Debía hacer preguntas pero no discutir. Debía alabar lo que veía y no criticarlo. Debía darse cuenta de los peligros que comporta una ofensa en el extranjero. Debía observar varias cosas sobre la economía, la sociedad y el gobierno de los países que visitase. En uno de los últimos párrafos, Newton añadía una serie de averiguaciones que deseaba que Aston hiciese, en su mayoría relacionadas con la alquimia y basadas en la obra Symbola aureae mensae duodecim nationum de Michael Maier (Fráncfort, 1617). La carta dirigida a Aston se cuenta entre las más elocuentes de la correspondencia de Newton. No por su contenido —con su aire prestado de mundanería—, la carta misma es más risible que elocuente. Dicha carta se encuentra hoy en día entre los papeles de Newton, lo cual sugiere que, dándose cuenta de lo ridículo que resultaba ese aire de mundanería —basado en la estancia de un mes en Londres y en un ensayo de Southwell—, decidió no enviarla. La elocuencia de la carta reside en su unicidad. Se trata de la única carta personal, de todo el corpus de la correspondencia de Newton, dirigida o recibida por un compañero de Cambridge. Debido a su singularidad, matiza el retrato de un ser aislado que ofrecen las anécdotas de Stukeley y de Humphrey Newton.
Lo mismo sucede con las declaraciones que nos quedan, recogidas en la segunda década del siglo XVIII. Thomas Parné, Bachiller en Artes en 1718, recogió material para una historia del college, entre el cual se incluían los recuerdos de fellows de más edad, como George Modd. Parné registró particulares sobre Ray, Pearson, Barrow, Thorndike y Duport. Newton era un hombre famoso cuando Parné elaboraba su trabajo, mucho más famoso que los hombres mencionados anteriormente, pero en estas notas sólo se encuentran tres referencias a su persona: su nombre (sin ningún otro comentario), a la cabeza de la lista de los escritores; las fechas de sus elecciones al Parlamento y su última tentativa fallida de elección, y una breve anécdota sobre sus despistes. Por la misma época, James Paine, elegido para una fellowship en 1721, transcribió una conversación con Robert Creighton, quien había sido un fellow desde 1659 hasta 1672. Creighton recuerda a Pearson, Dryden, Gale, Wilkins y Barrow; no hace ninguna mención a Newton. Tampoco lo hace Samuel Newton (ninguna relación con quien nos ocupa), quien, como archivero y auditor del college durante todo el ejercicio de fellow de Newton, no registra su nombre en el diario que mantenía, hasta la elección de Newton al Parlamento, en 1689. Sin duda, Samuel Newton llenaba su diario con acontecimientos, más que con referencias a determinados individuos. En cualquier caso, parece evidente que Newton no sobresalía en la vida del college.
Dos historias sugieren que, por su parte, el resto de los fellows —al margen de lo que les divirtieran sus despistes— le observaban con temor reverente. En 1667, cuando la flota holandesa invadió el Támesis, Newton demostró tener una especie de poder profético.
Sus cañones podían escucharse desde Cambridge, siendo la causa conocida por todos; pero el acontecimiento sólo fue interpretado por la sagacidad de sir Isaac, quien anunció con aplomo que habíamos sido vencidos. Pronto se confirmó la noticia. Los curiosos preguntaban cómo había podido saberlo, y sir Isaac satisfizo su curiosidad con el siguiente razonamiento: había prestado cuidadosa atención al sonido; se dio cuenta de que éste era cada vez más intenso, lo cual significaba que se encontraban cada vez más cerca, lo que hacía deducir que los holandeses salían victoriosos de la contienda.
Cuando caminaba por el jardín de los fellows, «si ocurría que se habían recubierto los paseos con nueva gravilla, era seguro verlos llenos de los esquemas que sir Isaac hacía con un palo. Los fellows pasaban cuidadosamente por un lado, sin pisarlos, y los esquemas permanecían allí bastante tiempo».
Hasta donde sabemos, Newton sólo estableció tres relaciones en el Trinity, todas ellas bastante escurridizas. Con John Wickins —el joven pensionista a quien conoció en un paseo solitario por el college— compartió su habitación hasta que Wickins renunció a su fellowship, en 1683, por la vicaría de Stoke Edith. En apariencia, Newton cortó toda comunicación efectiva con Wickins, una vez que éste abandonó el Trinity y, curiosamente, sabemos muy poco sobre la más estrecha de sus relaciones, mantenida a lo largo de veinte años cruciales de su vida. Además de su relación con Wickins, hubo otras dos —las mantenidas con Humphrey Babington y con Isaac Barrow— de las cuales sabemos aún menos.
La alienación de la sociedad académica jugaba a favor de Newton. La trivialidad creciente de la vida de los fellows podía aprisionar a un hombre prometedor y destruirle. Inclinado hacia el estudio de forma apasionada, Newton se separó de sus iguales, se encerró en sí mismo y se dedicó por completo a la búsqueda del conocimiento. Los archivos del college demuestran que abandonó éste en raras ocasiones. En 1669 (lo cual, en los archivos del college, significa los doce meses que terminaban con la festividad de San Miguel, el 29 de septiembre de 1669) Newton permaneció en el college las cincuenta y dos semanas completas; en 1670, cuarenta y nueve y media; en 1671, cuarenta y ocho; en 1672, cuarenta y ocho y media. Cuando abandonaba el college, normalmente era para hacer un viaje a su casa. Una década más tarde, Humphrey Newton descubrió que apenas atendía el servicio religioso de la mañana porque estudiaba todos los días hasta las dos o las tres. Por la misma razón, apenas interrumpía sus estudios para atender el servicio religioso de la tarde, aunque iba a la iglesia de St. Mary los domingos. «Creo que escatimaba el poco tiempo que dedicaba a comer y a dormir», observó Humphrey Newton. El reverendo John North —director del college desde 1677 hasta 1683 y residente en éste durante un tiempo antes de esa fecha— quien se imaginaba un scholar, «creía que si sir Isaac Newton no se hubiera empleado en llevar a cabo sus experimentos, se hubiera matado estudiando».
La laxitud del sistema, que ya le había ayudado en su etapa de universitario, continuaba favoreciéndole. Si dicho sistema no exigía nada de fellows como George Modd o Patrick Cock —contemporáneos de Newton que vegetaron en el college durante cuarenta años, sin enseñar ni acometer ningún tipo de investigación—, tampoco le exigía nada a él. El uso que Newton hacía de su tiempo podía molestar a los demás, pero el sistema era esencialmente tolerante. No podía demostrarse que el estudio implacable de una fellowship cuya misión, se suponía, era fomentar el estudio, fuera más subversivo que el trazar dividendos distraídamente. Con el apoyo del que gozaba, Newton podía dedicarse por completo a aquello que deseaba. Para continuar así, sólo debía evitar tres pecados imperdonables: el crimen, la herejía y el matrimonio. Resguardado con Wickins en la fortaleza ortodoxa del Trinity College, no era probable que sacrificara su seguridad por ninguno de éstos.
Junto a los tres temas de los anni mirabiles, un nuevo asunto comenzó a ganar proporciones en su interés. Sus cuentas muestran que en 1669, en Cambridge, gastó 14 chelines en «vasos», y 15 chelines más, en Londres, por el mismo material. También en Londres hizo otras compras.

Por Aqua Fortis, sublimado, aceite de perla [¿sic-per se?] 
Plata pura, antimonio, vinagre de vino, plomo blanco, 
Alumbre de nitrato, sal de tártaro, 3 [mercurio]2. 0. 0
Un horno0. 8. 0
Una placa de horno0. 7. 0
Mezclador0. 6. 0
Theatrum chemicum1. 8. 0

También pagó 2 chelines por el transporte de este material a Cambridge. El «Theatrum chemicum» hace referencia a una inmensa recopilación de tratados alquímicos, publicados por Lazarus Zetzner en 1602, que acababan de ser ampliados a seis volúmenes. En la habitación que compartía con el eterno sufridor Wickins, se hacía algo más que trabajo de ebanistería. Años más tarde, Newton le contó a Conduitt que Wickins —que era más fuerte que él— solía ayudarle con su hervidor, «porque tenía varios hornos en su propia habitación para llevar a cabo experimentos químicos». Cuando, en torno a 1670, el pelo de Newton se volvió cano, Wickins le dijo que se debía a su concentración. Newton, a quien Humphrey Newton vio reír una sola vez, se burlaría diciendo que era «el experimento con plata rápida, que hacía tan a menudo, el que había hecho que tomara ese color».
Mientras tanto, la química no constituía su único tema de estudio. En 1669, los acontecimientos volvieron a llamar la atención de Newton sobre su método fluxional y le obligaron a ponerlo sobre la mesa de trabajo. Aunque no lo publicó, al menos lo dio a conocer. Hacia el final de 1668, Nicholas Mercator publicó un libro, Logarithmotechnia, en el cual dio una serie para el logaritmo (1 + x), la cual había deducido simplemente dividiendo 1 entre (1 + x) y elevando al cuadrado la serie, término a término. Como el mismo título sugiere, se dio cuenta de que las series ofrecían un medio simplificado para calcular logaritmos. Algunos meses más tarde —no sabemos la fecha exacta, pero, a través de los datos de que disponemos, todo apunta a que fue en los primeros meses de 1669—, John Collins envió una copia del libro a Isaac Barrow, en Cambridge. Collins era un empresario matemático que basaba su negocio en el fomento de su estudio favorito. En aquel tiempo, trabajaba como distribuidor de información, e intentaba por medio de su correspondencia mantener a la creciente comunidad matemática de Inglaterra y Europa al tanto de los últimos avances. Sin duda, éste fue el motivo por el que Collins envió una copia del trabajo de Mercator al catedrático lucasiano de matemáticas. A fines de julio, Collins recibió en respuesta una carta que le informaba de que un amigo de Barrow en Cambridge, «con un don especial para estas cosas, le había traído el otro día unos papeles en los que había desarrollado métodos para calcular las dimensiones de las magnitudes parecidos al que Mr. Mercator emplea para la hipérbola, pero más generales…». Barrow no se equivocaba al pensar que este documento complacería a Collins, y prometió enviarlo en su siguiente carta. Unos diez días más tarde, Collins recibió un documento con el título De analysi per aequationes numero terminorum infinitas (Sobre el análisis por series infinitas). A fines de agosto, supo quién era su autor. «Su nombre es Mr. Newton; un fellow de nuestro college, y muy joven (éste es sólo su segundo año como Magister en Artes), pero de un genio extraordinario y una gran habilidad en estas cosas.»
Entre otras cosas, el episodio nos informa de que Barrow y Newton mantenían contacto en aquel tiempo. En realidad, parece ser que lo mantenían desde antes: Collins haría notar más tarde que Newton había llegado a un método general de series infinitas «más de dos años antes de que Mercator publicara nada a este respecto, y comunicó este hecho al Dr. Barrow, quien en conformidad había atestiguado lo mismo». Lo que demuestra que cuando Barrow recibió el libro de Mercator, se dio cuenta de la implicación de éste en el trabajo de Newton y se lo enseñó.
El episodio sirvió también para confrontar a Newton con la enorme ansiedad que comportaba el proyecto de una publicación. Al describir estos acontecimientos, algunos años más tarde, tras la aparición del libro de Mercator dijo: «Comencé a prestar menos atención a estas cosas, sospechando que, bien él conocía la extracción de las raíces al igual que la división de las fracciones o, al menos, que entre quienes perseguían el descubrimiento de la división alguien averiguaría el resto [de la expansión del binomio] antes de que yo alcanzara la edad madura para escribir.» Dejemos a un lado las cláusulas finales y más importantes; éstas provocaron posteriores reflexiones sobre su reacción inicial. Lo que encontró en el libro de Mercator fue la mitad del descubrimiento que le había puesto en marcha cuatro años antes. Si Mercator lo había hecho para la hipérbola, ¿no podría él hacerlo para el círculo (esto es, la serie para (1 — x2)1/2, «la extracción de raíces»)? Además, Mercator había aplicado la expansión de las series a las cuadraturas. En el caso de Newton, su orgulloso avance se extendía más allá de la puerta que Mercator había abierto. A través de la correspondencia de Collins sabemos que otros entendieron la pista publicada. Lord Brouncker proclamó haber descubierto una serie para el área del círculo. James Gregory trabajaba en la consecución de una. Más de una vez, el mismo Mercator proclamó tener una. Parece poco probable que Newton tuviera noticia de estas proclamas, aunque muy bien podía intuirlas ya que sabía que las series infinitas estaban en el aire y que otros matemáticos trabajaban en esa idea. Apresuradamente, escribió un tratado —extraído de sus primeros papeles— a través de cuya generalidad (en contraste con la serie única de Mercator) demostraría su prioridad. Con la misma premura, se lo llevó a Barrow, quien propuso obviamente enviárselo a Collins. Al enfrentarse a las implicaciones que este paso llevaría consigo, la prisa de Newton se desvaneció de repente. Hasta entonces, había trabajado en solitario, consciente de sus logros, pero a resguardo de la crítica profana. Newton había puesto en conocimiento de Barrow parte de su trabajo, pero Barrow era miembro de la cerrada sociedad del Trinity e, incluso, el único capaz de entender el contenido del documento. Lo que ahora se abría ante Newton tenía mucho más alcance y, aparentemente, dio un paso atrás, asustado, demasiado consciente de su juventud y de lo que ésta comportaba. En su carta del 20 de julio, Barrow estaba en posesión de su documento, pero no había sido autorizado para mandarlo. Sólo podemos imaginar lo que sucedió durante los días siguientes, aunque su carta del 31 de julio nos ofrece más que una pista.
Le envío los papeles de mi amigo, como le prometí […] Le rogaría que después de estudiarlos —para lo cual puede tomar el tiempo que necesite— me los volviera a remitir, pues éste fue el deseo que expresó cuando le pedí permiso para enviárselos. También le rogaría que me diera acuse de recibo tan pronto le fuera posible, ya que, al enviarlos por correo, temo por su seguridad, y desearía atender su petición con prontitud.
Sólo cuando la respuesta entusiasta de Collins aplacó sus temores, Newton accedió a que Barrow divulgara su nombre y dio permiso para que Brouncker leyese el documento. Todas estas idas y venidas se reducen al miedo aprensivo de un hombre que sabía que estaba a la cabeza de los matemáticos de Europa.
Como igualmente sugieren el título y las circunstancias de su composición, De analysi versaba principalmente sobre las series infinitas en su aplicación a las cuadraturas, aunque trataba de relacionarlas con el método general de las fluxiones. Con el envío del documento a John Collins, en Londres, el anonimato de Newton comenzó a perderse. A pesar de ser, como mucho, un matemático mediocre, Collins podía reconocer el genio cuando se tropezaba con él. Collins recibió De analysi con el entusiasmo que merecía. Antes de satisfacer la demanda de Barrow y devolver el documento, hizo una copia del mismo. Collins mostró la copia a otros, y escribió sobre el contenido del tratado a una serie de personas con las que mantenía correspondencia: James Gregory, en Escocia; René de Sluse, en los Países Bajos; Jean Bertet y el caballero inglés Francis Vernon, en Francia; G. A. Borelli, en Italia; Richard Towneley y Thomas Strode, en Inglaterra. Años más tarde, cuando tuvo acceso a los papeles de Collins, Newton quedó sorprendido por la enorme circulación que había tenido el documento. «Mr. Collins no tuvo ningún reparo en comunicar a matemáticos capaces lo que había recibido de Mr. Newton…», escribió de forma anónima en el supuestamente imparcial Commercium epistolicum. Mientras tanto, Collins y Barrow querían editarlo como apéndice a las conferencias que Barrow estaba a punto de publicar sobre óptica. Esto era más de lo que Newton podía tolerar. Se echó atrás. Una carta de Collins indica que hicieron algo más que sugerir esta posibilidad; Collins pensó que Newton acabaría «accediendo». Estaba equivocado. Newton impidió la publicación de su método, lo que significó el primer episodio de una larga historia de repliegues similares. De esta forma, el recelo de Newton sembró las semillas de rencorosos conflictos.
De analysi, sin embargo, tuvo cierta repercusión en la vida de Newton. Cuando hizo entrega de este documento a Barrow, éste contemplaba la posibilidad de renunciar a su cargo de catedrático lucasiano de matemáticas. La cátedra —creada apenas cinco años antes como legado de Henry Lucas— era la primera fundada en Cambridge desde que Enrique VIII crease las cinco cátedras regias en 1540. Junto a la cátedra Adams de árabe —creada en 1666— elevó el número de este tipo de cargos universitarios a ocho. Era la única cátedra en la que se trataban las matemáticas y la filosofía natural, por otra parte apenas presentes en el programa. En comparación con otras, Lucas dotó esta cátedra generosamente. Con un estipendio de, aproximadamente, 100 libras —generadas por las rentas de unas tierras compradas en Bedfordshire— se convertía, tras la dirección de los grandes colleges y las dos cátedras de teología (normalmente ocupadas por directores del college), en el dulce más codiciado del patronazgo de una institución que tanto tenía que ver con éste. El 29 de octubre de 1669, el dulce fue a recaer en manos de un joven y oscuro fellow de peculiares hábitos, que, en apariencia, no tenía contactos en el Trinity College.
Existen varias historias acerca de la renuncia de Barrow y la designación de Newton. Una de estas versiones sostiene que Barrow reconoció la superioridad de Newton en el campo de las matemáticas y renunció a esta plaza en su favor. Con franqueza, si consideramos las normas de vida imperantes en la universidad de la Restauración, resulta bastante difícil aceptar esta versión. Otra más reciente, más en armonía con aquellos tiempos, sugiere que a la sazón Barrow maquinaba para conseguir una posición más elevada. Es de sobra conocida, creo, la ambición de Barrow. Sólo hay que recordar su sistemática contribución a los volúmenes que publicaban los discursos de despedida de la universidad — ¡sin mencionar su extensión!— para darse cuenta de cómo era ésta. Un año después de su renuncia, fue nombrado capellán del rey; y, tres años más tarde, director del college. No obstante, ninguna regia le obligaba a renunciar a su cátedra lucasiana antes de solicitar una promoción, o —por dispensa real— a ocupar las dos plazas al mismo tiempo. No es fácil obviar una tercera versión de su renuncia. Barrow se consideraba un teólogo y no un matemático: renunció para dedicarse a su verdadera vocación. Siendo como era la sociedad del siglo XVII (es decir, no tan distinta de la sociedad del siglo XX), esta razón no era del todo incompatible con la otra. Sí existe un acuerdo en aceptar el hecho de que Barrow designó a Newton como su sucesor. Así lo atestiguó Collins e, igualmente, lo haría Conduitt más tarde.
De acuerdo a los estatutos, cada semana, durante los tres trimestres académicos, el catedrático lucasiano debía impartir «Geometría, Astronomía, Geografía, óptica, Estática y alguna otra disciplina matemática», y cada año, debía entregar a la biblioteca de la universidad copias de diez de sus conferencias. En el Cambridge de la Restauración, la realidad tendía a separarse —extraordinariamente a veces— de las demandas de los estatutos. La imposición de acudir a las conferencias era para los estudiantes un artículo más en una lista sistemáticamente ignorada. Hacia 1660, el sistema de enseñanza basado en la tutoría de los colleges se había apoderado por completo de la universidad. Siendo catedrático de griego, Barrow se había quejado de la poca asistencia que registraban sus conferencias, queja de la que se hacían eco otros catedráticos. Aunque no tenemos información sobre la primera experiencia de Newton, sabemos cuál fue la situación con la que Humphrey Newton se encontró quince años más tarde. «Cuando Newton impartía sus conferencias —recordaba— eran tan pocos los que iban a escucharle, y menos aún los que le entendían que, a menudo, a falta de oyentes, leía para las paredes.» Uno de los hechos más relevantes del periodo de catedrático lucasiano de matemáticas de Newton, es la escasez de referencias a su enseñanza. Durante cuarenta años, después de 1687, fue el intelectual más famoso de Inglaterra y, sin duda, recordar sus conexiones con él debía ser muy alentador para los antiguos estudiantes de la universidad. Incluso William Whiston, quien se convirtió en su discípulo y sucesor, apenas podía recordar haberle escuchado alguna vez. Hasta donde sabemos, sólo dos estudiantes más dijeron haber sido sus alumnos.
Los archivos indican que Barrow ya había reducido —de tres trimestres a uno— la frecuencia de sus clases. Newton continuó este programa. Poco después de su designación, impartió un curso de conferencias en el trimestre de la Cuaresma de 1670. Más tarde, y cada año, hasta 1687, ofreció otra serie de conferencias durante el trimestre de San Miguel (o, al menos, hizo entrega de manuscritos fechados en ese tiempo). Después de 1687, siguiendo las pautas entonces habituales, mantuvo su posición como una sinecura durante catorce años, cinco de los cuales ni siquiera residió en Cambridge. De sus ausencias del Trinity durante el periodo anterior, se deduce que sólo impartía conferencias un trimestre al año. Aunque no abandonaba el college con frecuencia, cuando lo hacía, viajaba tanto durante el curso académico como durante las vacaciones. Sabemos que pasó dos semanas en Londres menos de un mes después de su designación. Tampoco cumplía estrictamente con la obligación de entregar copias de diez de sus conferencias al año. En total, hasta 1687, hizo entrega de cuatro manuscritos que supuestamente contenían los cursos anuales de sus conferencias. Los cuatro manuscritos han levantado cierta polémica y es difícil saber con seguridad sobre qué versaban éstas. Parece muy probable que las conferencias, hasta 1683, se correspondan en algo con el contenido de los manuscritos. A comienzos de 1684, éstas pudieron haber abordado los Principia, pero sus manuscritos resultan meros borradores de trabajo que, seguramente, entregaba como la forma más fácil de cumplir el expediente.
Como materia de su primer curso de conferencias, Newton eligió, no el tema de De analysi, en realidad no eligió ningún tema relacionado con las matemáticas, sino con la óptica. Newton había necesitado estímulos externos para componer De analysi. Durante los dos años siguientes, volvió a dedicar gran parte de su tiempo a las matemáticas, aunque, de nuevo, movido por estímulos externos. Personalmente, los temas que entonces le ocupaban eran la óptica y la teoría de los colores. En sus anotaciones se registra la compra de tres prismas, poco después de febrero de 1668, probablemente durante una de las ferias del verano. La carta más antigua de la que tenemos noticia —fechada el 23 de febrero de 1669—, describe su primer telescopio reflectante y hace referencia indirecta a su teoría de los colores. Por tanto, hay razones para creer que Newton había reanudado su investigación sobre los colores antes de su designación, y que había elegido la óptica como tema de sus conferencias por ser el que entonces le ocupaba fundamentalmente. Dos o tres años antes, había escrito un borrador sobre su teoría de los colores. Ahora, el problema le obsesionaba y no podría abandonarlo hasta su resolución. Volviendo a su investigación incompleta de 1666, desarrolló todas las implicaciones de su idea central y dio forma a la teoría de los colores que publicaría más de treinta años después en su óptica.
Al mismo tiempo que clarificaba su teoría, Newton fortalecía su base experimental. En 1666, había empezado a emplear de forma imperfecta un segundo prisma para refractar partes separadas del espectro expandente. Ahora, mejoró el experimento de forma tal que podía refutar sin concesiones la teoría de la modificación. Newton colocó el segundo prisma a mitad de camino de la habitación, con su eje perpendicular al primero, de forma que todo el espectro incidiera sobre éste. Si —como la teoría de la modificación podría argüir— al igual que la coloración la dispersión era una modificación introducida por el prisma, el segundo prisma debería proyectar el espectro en un cuadrado. Por el contrario, el resultado era un espectro inclinado en un ángulo de 45 grados. Esta mejora llevó consigo otras. Newton colocó el segundo prisma paralelo al primero, cubriendo su cara a excepción de un pequeño agujero que permitía colores individuales aislados del resto del espectro, y comparó las cantidades de sus refracciones. De esta forma, se dio cuenta de la importancia que tenía la incidencia de un ángulo fijo demostrable en el segundo prisma. Para probarlo, utilizó dos tablillas con pequeños agujeros: una, colocada inmediatamente después del primer prisma, y otra, inmediatamente antes del segundo. Debido a que las tablillas estaban en una posición fija, los dos agujeros definían el camino del haz que se proyectaba en el segundo prisma, también en posición fija tras el segundo agujero (véase figura 4). Girando el primer prisma ligeramente sobre su eje, Newton podía transmitir —bastante bien, aunque no perfectamente aislado del resto— cada extremo del espectro en el segundo prisma. Como esperaba, los rayos azules se refractaban más que los rojos. Ningún haz sufría una nueva dispersión. Fue este experimento al que Newton llamaría más tarde su experimentum crucis.

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Figura 4. El experimentum crucis.

También en 1669, Newton amplió extraordinariamente su demostración experimental según la cual el blanco es solamente la sensación causada por la mezcla heterogénea de rayos. A los breves experimentos de 1666 —en los cuales proyectó espectros solapados entre sí— añadió uno, en el cual una lente recogía un espectro divergente y lo devolvía al blanco. Si interceptaba los rayos divergentes delante del foco, obtenía un espectro alargado y reducido de tamaño. En el foco, el espectro desaparecía convertido en un punto blanco. En el lado opuesto del foco el espectro reaparecía invertido (véase figura 5). Más allá de la lente, no se producía ningún cambio en la luz. Cuando el espectro confluye en el foco, los colores se funden en el blanco. Debido a que los rayos individuales mantenían su identidad, los colores reaparecían al volverse a separar más allá del foco. Newton sabía que las impresiones que actuaban en la retina duraban un segundo aproximadamente. A continuación, pensó que todos los elementos de la mezcla heterogénea que produce la sensación del blanco no necesitan estar presentes de inmediato. Newton colocó una rueda más allá de la lente, de forma que los gruesos radios interceptaran colores individuales del espectro convergente. Cuando hacía girar la rueda lentamente, en el foco aparecía una sucesión de colores. Cuando la hacía girar, con la suficiente rapidez como para que el ojo dejara de distinguir la sucesión, el blanco volvía a hacer su aparición.
Por lo que a la teoría de los colores se refiere, las Lectiones opticae —que Newton probablemente compondría a fines de 1669 y durante 1670— se concentraban en los fenómenos prismáticos. En estas páginas no se abordaba la explicación de los colores de los cuerpos sólidos que Newton había bosquejado en su ensayo «Sobre los colores». Presumo, por tanto, que la investigación que se convirtió en la base de dicho trabajo, y contenida en un documento que llevaba por título «Sobre los círculos coloreados entre dos cristales contiguos», databa como muy pronto de 1670.

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Figura 5. La reconstitución de la luz blanca con una lente.

Newton empleó la técnica sugerida en 1666. Colocó una lente de curvatura conocida en una pieza de cristal plana, lo cual provocó la aparición —al descender la mirada sobre el aparato— de una serie de anillos coloreados. En 1666, utilizó una lente con un radio de curvatura de 25 pulgadas. Ahora, utilizó una lente con un radio de 50 pies, lo cual incrementó casi cinco veces el diámetro de los anillos. Lo que Newton esperaba de estas medidas nos dice mucho sobre el hombre. Al medir con un compás y el ojo desnudo, esperaba una exactitud de menos de una centésima parte de una pulgada. En apariencia, no dudó en registrar un círculo con 23 ½ centésimas de diámetro, y el siguiente con 34 1/3. Cuando aparecía una pequeña divergencia en sus resultados, se negaba a ignorarla y la analizaba sin descanso hasta descubrir que las dos caras de sus lentes diferían en curvatura. La diferencia estribaba en una medida menor a una centésima de pulgada en el diámetro del círculo interior y de unas dos centésimas en el diámetro del sexto. «Pero a menudo me lo ponían difícil», añadiría, apesadumbrado, tras eliminar satisfactoriamente el error. Al aplicar sus medidas a la geometría de los círculos, Newton podía establecer la periodicidad de los anillos.
El documento sobre los círculos coloreados encaja en muchos de los intereses de Newton. La dificultad de poner en contacto una lente convexa con una lámina plana de vidrio le obsesionaba y aparece en todas sus especulaciones posteriores como uno de los fenómenos clave para entender la naturaleza de las cosas. Un experimento, en el que sustituyó por agua el aire contenido entre dos cristales, le ofreció una experiencia de primera mano sobre la acción capilar, aunque ya antes, como resultado de sus lecturas, había tomado notas en las «Quaestiones» a este respecto. Newton consiguió una película de agua dejando que una gota «se deslizase lentamente» entre los cristales. A partir de los distintos resultados de dos experimentos —en uno de los cuales los cristales estaban mucho más apretados entre sí—, concluyó que el lento deslizamiento del agua alteraba la curvatura del cristal, porque el agua tiene menos incongruencia con el cristal que el aire. La congruencia y la incongruencia eran conceptos que había encontrado en la Micrographia de Hooke, y también éstos tendrían gran importancia en las futuras especulaciones de Newton. Lo mismo sucedería con el éter, al cual aludió en varias ocasiones, como había hecho en el ensayo de 1666. Ya en aquel tiempo, había hecho mención de las características principales de la interpretación mecánica de los fenómenos ópticos. «Las superficies del cristal o de cualquier cuerpo pelúcido suave no son la causa», declaró, «del reflejo de la luz, sino, más bien, la diversidad de éter en el cristal y el aire, o en otros cuerpos contiguos.» Newton hablaba de pulsos en el éter, en conexión con finas películas. Las referencias a los pulsos —contenidas en su explicación mecánica de los anillos periódicos— también aparecen en su documento sobre los círculos coloreados. Los pulsos no eran luz. Más bien eran vibraciones en el éter, puestas en marcha por el empuje de un corpúsculo de luz en la primera superficie de una película lo que determinaba que el corpúsculo fuera o no capaz de penetrar la segunda superficie y así se transmitiera o, de otra forma, se reflejase.
Newton consiguió establecer que la proporción de los pulsos del púrpura, en un extremo del espectro, y los del rojo, en el otro, era 9:14 o 13:20. Esta proporción se convirtió en la base empírica del tratamiento cuantitativo de los colores en cuerpos sólidos de Newton. Los cuerpos están compuestos de partículas transparentes cuya densidad determina los colores que reflejan. Con el prisma, había demostrado que la luz del sol ordinaria es una mezcla heterogénea de rayos, cada uno de ellos con su propio grado inmutable de refrangibilidad. «Y lo que se dice de su refrangibilidad, vale para su reflexibilidad; es decir, sobre su disposición a ser reflejados, en mayor o menor grosor de láminas delgadas o burbujas, es decir, que aquellas disposiciones son también inherentes a los rayos e inmutables.» En consecuencia, todos los fenómenos de los colores se derivan de procesos de análisis, bien de la refracción o la reflexión que separan los rayos individuales de una mezcla. En 1666, Newton trazó y llevó a cabo su programa sobre las refracciones. Sólo alrededor de 1670 resolvió los detalles sobre los colores de los cuerpos sólidos.
En 1670, el trabajo creativo de Newton en el campo de la óptica llegó a su fin. Había resuelto las implicaciones de su idea inicial y sentía que había satisfecho los problemas que se había planteado. Aunque dedicaría gran parte de su tiempo a la exposición de su teoría —primero en 1672, y más tarde, en los años noventa— y aún llevó a cabo cierta experimentación, si bien de menor importancia, su interés por este tema se había agotado. El asunto no volvió a llamar su indivisible atención.
Durante este mismo periodo, de buen o mal grado, Newton trabajó también en las matemáticas. Dos hombres persuasivos y entusiastas —Isaac Barrow y John Collins— habían descubierto su talento y se negaban a dejarle tranquilo. Barrow le implicó en la publicación de sus dos grupos de conferencias. La relación no era unilateral. Barrow permitía a Newton que utilizara su gran biblioteca matemática. Asimismo, Barrow le puso a trabajar en tareas matemáticas. En el otoño de 1669, sugirió que Newton revisara y anotara el Álgebra de Gerard Kinckhuysen, que acababa de ser traducido del alemán al latín. Fue también Barrow quien, un año más tarde, le puso a trabajar en una revisión y ampliación de De analysi. El periodo que va de 1669 a 1671 es el más intenso de la relación entre los dos hombres. Newton también complacía a este scholar mayor que él, en beneficio de su propia carrera. Barrow ya había demostrado ser un protector poderoso. Newton aún necesitaría su ayuda una vez más.
John Collins resultó un moscardón más insistente. Había sido la última fuente del Álgebra de Kinckhuysen, que había hecho traducir del holandés para cubrir la falta de una buena introducción al tema. Ni que decir tiene que Collins no iba a dejar que su nuevo descubrimiento escapara a su red de comunicación. El intercambio de Newton y Collins marca el inicio del grueso de su correspondencia conocida.
Las «Observaciones sobre Kinckhuysen», que Newton completó y envió a Collins en el verano de 1670, sirvieron para aumentar su fama entre un limitado círculo de matemáticos. John Wallis, a quien Collins no le había enseñado De analysi por su reputación de plagiario, sí oyó hablar de las anotaciones; sugirió que Newton podía publicarlas como un tratado propio. Towneley deseaba vivamente ver el volumen de Kinckhuysen «con esos magníficos comentarios de Mr. Newton». James Gregory —un matemático que se aproximó a la altura de Newton— continuó su correspondencia con Collins sobre el método de la expansión de los binomios en series infinitas de Newton.
Comprendiera o no el alcance de esta publicidad, tan pronto como presintió las consecuencias de los halagos de Collins, la inquietud de Newton —apaciguada al principio por el placer del reconocimiento— volvió a intensificarse. Esta inquietud ya era evidente en su carta del 18 de febrero de 1670. Collins le había pedido permiso para publicar una fórmula sobre anualidades que le había enviado Newton. Newton había accedido: «… pero sin mi firma. Pues no veo nada deseable en el reconocimiento público, suponiendo que fuera capaz de conseguirlo y mantenerlo. Seguramente, esto haría que se me conociera más, algo que no me interesa en absoluto.» Ya había empezado a defenderse de las sugerencias que le hacían para que publicara De analysi. En ese momento, también comenzó a desprenderse del asfixiante abrazo de Collins. En su carta del 18 de febrero, Newton informó a Collins de que había conseguido una forma de calcular las series armónicas con logaritmos, pero no la incluía porque estos cálculos eran «fastidiosos». Collins no volvió a saber de él hasta julio.
Cuando, finalmente, Newton envió a Collins las «Observaciones sobre Kinckhuysen» en julio, las acompañó de una carta llena de timidez defensiva. Confiaba en haber cumplido con los deseos de Collins, y dejaba enteramente en sus manos que la publicara o no. «Pues le aseguro que he escrito lo que le envío, no tanto con el objeto de verlo publicado, sino para satisfacer sus deseos de que revisara el libro. Tan pronto como haya leído estas páginas, se habrá cumplido mi objetivo al escribirlas.»
Solamente me queda una observación que hacer [añadió] con relación al título —en el caso de que publique estas modificaciones sobre el autor—, ya que podría resultar poco elegante e injuriosa para Kinckhuysen la aparición de un libro basado por completo en él y que contiene tantas alteraciones sobre su trabajo. Creo que esto se resolvería si, después de las palabras [nunc e Bélgico Latine versa] se añadiera [et ab alio Authore locupletata.] o algo similar.
¡No «aumentado por Isaac Newton», sino «aumentado por otro autor»! Otros podrían desear ver sus magníficas observaciones. El mismo Newton se preocupaba de que su nombre no apareciera.
Estimulado por el recibo de las anotaciones, Collins se apresuró a escribirle, haciendo notar que, como él, pensaba que el tratamiento que Kinckhuysen hacía de los números sordos era insuficiente. Collins adjuntaba tres libros y le pedía que eligiera la exposición sobre números sordos que le pareciera mejor para incluir en el volumen. Con muestras de gran cansancio, Newton le pidió que le devolviera el manuscrito. éste le fue devuelto de inmediato con una carta repleta de preguntas y la promesa de una nueva publicidad; «su esfuerzo», le aseguraba a Collins, «será reconocido por algunos de los Grandes más eminentes de la Royal Society a quienes debe conocer inmediatamente…» Hablar así a un hombre que acababa de decirle lo poco que le interesaba darse a conocer era una torpeza. Pasaron dos meses antes de que Newton contestara. El 27 de septiembre informó a Collins de que había pensado en componer una introducción al álgebra completamente nueva.
Pero, considerando que, a causa de varios entretenimientos, tardaría tanto tiempo en hacerlo que agotaría su paciencia, que existen varias introducciones al álgebra publicadas y la publicación de mis garabatos podría hacerme aparecer como un ser ambicioso en busca de notoriedad, he preferido dejarlo pasar sin alterar demasiado lo que le envié con anterioridad.
Collins no volvió a ver el manuscrito. Tampoco supo nada de Newton durante diez meses.
Aunque Collins había juzgado mal a Newton inicialmente, ahora se dio cuenta de que trataba con un hombre extraordinario no sólo como genio matemático. Al silencio de Newton respondió con el suyo y, en diciembre, describió a James Gregory sus relaciones con Newton. Gregory estaba ansioso por conocer el método general de las series infinitas de Newton. Collins le dijo que Newton le había comunicado una serie individual, pero no el método general, aunque creía que había escrito un tratado sobre ello. Collins le había enviado el problema de las anualidades, confiando en conocer el método general. Como contestación, Newton le había enviado sólo la fórmula; «como observo precaución en compartirlo, o, al menos, renuencia a hacerlo, desisto y no le molesto más…»
Pero Collins no podía renunciar a la misión que se había impuesto y desistir para siempre. En julio de 1671, le escribió una carta ligera sobre matemáticas y la edición de Kinckhuysen, la cual se vendería mejor si llevaba la firma de Newton. También le enviaba una copia del nuevo libro de Borelli. Newton le respondió con deliberada descortesía y le sugirió que no le volviera a enviar más libros. Sería suficiente con que le informara sobre aquello que se publicaba. Sí mencionó, en cambio, que había querido visitar a Collins con ocasión del nombramiento de chancellor de la universidad del duque de Buckingham, pero que una enfermedad le había impedido viajar a Londres. De mala gana, parece, añadió también que había revisado su introducción a Kinckhuysen durante el invierno.
Y, en parte, apremiado por el Dr. Barrow, comencé un nuevo método del discurso de las series infinitas, decidiendo ilustrarlo con tales problemas, ya que puede ser más aceptable que la invención misma de trabajar con tales series. Pero, habiendo sido interrumpido por otros asuntos en el campo, no he tenido tiempo de volver a estos pensamientos y me temo que no podré hacerlo antes del invierno. Pero, ya que me dice que no es un tema urgente, confío en hallar el humor necesario para completarlos antes de la impresión de la introducción, porque si debo aparecer en la cubierta del libro, preferiría añadir algo que pudiera llamar mío y fuera susceptible de ser reconocido por artistas, igual que el otro por aprendices.
El nuevo discurso metodizado, conocido como el Tractatus de methodis serierum et fluxionum (Tratado de los métodos de las series y las fluxiones) —aunque, en realidad, Newton no le puso ningún título—, era la exposición más ambiciosa sobre el cálculo fluxional que Newton había llevado a cabo hasta entonces. Trabajando sobre De analysi y el tratado de octubre de 1666, produjo una exposición de su método dirigida al círculo de artistas matemáticos con quienes se había relacionado hasta entonces sólo de forma pasiva, con la lectura de sus obras.
A pesar de su brillantez, lo más destacable de De methodis, en relación a los papeles con los que se vincula, es el hecho de que Newton nunca lo completó. De sus cartas se desprende que comenzó el tratado en el invierno de 1670-1671. Un viaje a su casa, en la primavera, interrumpió su trabajo, y cuando escribió a Collins, el 20 de julio de 1671, dijo que no había vuelto a estos papeles ni esperaba hacerlo antes del invierno. «Confío en hallar el humor necesario para completarlos…» Ya que Newton era propenso a este tipo de comentarios —maniobras defensivas con las que se protegía de la crítica, aparentando falta de interés—, deberíamos hacer una pausa antes de tomar el comentario seriamente. El manuscrito aparece apoyarle, sin embargo, revelando un esfuerzo inicial interrumpido, un nuevo intento con el que avanzó un poco más, y un abandono final. En mayo de 1672, Newton informó a Collins de que había escrito la mitad del tratado el invierno anterior, pero que había resultado más largo de lo que esperaba. No estaba hecho; «probablemente» podría completarlo. En julio, no sabía «cuando procedería a terminarlo». En realidad, nunca lo hizo.
Sin duda, la renuencia de los libreros de Londres a publicar libros de matemáticas —con los que habitualmente se perdía dinero— influyó en la dilación de Newton. Sin embargo, no es posible aceptar este factor como determinante. La Royal Society subvencionó la publicación de la Opera de Horrox, en 1672. Los Workes, de Edmund Gunther, fueron reeditados al año siguiente. En 1674, Barrow publicó una nueva edición de sus conferencias y, en años sucesivos, procedió a la publicación de Data y Elements de Euclides, y de la obra de Arquímedes y de Apolonio. Continuamente aparecían otros trabajos matemáticos, si bien de naturaleza rudimentaria. Si Collins hubiera puesto sus manos en De methodis de Newton, hubiera removido cielo y tierra para publicarlo, igual que haría Edmond Halley con otro tratado, quince años más tarde. No fue la situación crítica del sector editorial, más bien fue Newton el responsable de que no se publicara un libro que hubiera transformado las matemáticas. Newton nunca devolvió a Collins sus anotaciones sobre Kinckhuysen, y, finalmente, vetó la edición comprando la parte de interés del librero Pitts por 4 libras. Más allá de las tentadoras insinuaciones expuestas sin más en un par de cartas, Collins nunca vio el tratado principal. La tensión no resuelta o irresoluble que agitaba a Newton, y con la que respondía a la promesa del reconocimiento, se disparó ante el temor a la crítica y actuó para aniquilar la obra maestra de su tratado.
En cualquier caso, su interés en éste no era excesivo. Como le había dicho a Collins, no estaba de humor para completarlo. Casi toda la actividad matemática de Newton, durante el periodo 1669-1671, se debe a estímulos externos: a Barrow (armado con el trabajo de Mercator) y a Collins. Sus intereses personales habían seguido su camino. En 1675, Collins, quien confesaba no haber sabido nada de él en casi un año, informó a Gregory de que Newton estaba «volcado en la práctica y el estudio de la química, y tanto él como el Dr. Barrow empezaban a pensar que las especulaciones matemáticas llegan a su fin, si no estaban ya acabadas…».
Sin embargo, Newton ya no podía retirarse al anonimato de su santuario. Una corriente irresistible —que no permitiría mantener su talento oculto— le empujaba hacia adelante. Si no eran las matemáticas, sería otra cosa. Fue un producto de sus manos, más que una obra de su cerebro, lo que colocó al artesano de Grantham frente a la comunidad científica europea. Aunque —contrariamente a la idea largo tiempo aceptada— ahora sabemos que la teoría de los colores de Newton no le llevó a abandonar completamente la esperanza de construir telescopios refractantes, en cualquier caso sí construyó un telescopio reflectante. Moldeó y pulió el espejo a partir de una aleación de su propia invención, construyó el tubo y la montura, y estaba orgulloso de su trabajo manual. Aún se sentía orgulloso cuando, casi sesenta años después, le hablaba de él a Conduitt. «Le pregunté», escribió Conduitt, «a quién se lo había encargado y me dijo que lo había hecho él mismo. Cuando le pregunté dónde había conseguido las herramientas, me dijo que las había hecho él mismo, y, riendo, añadió que si hubiera tenido que confiar en otras personas para que le hicieran sus herramientas u otras cosas, nunca hubiera hecho nada…» El telescopio tenía unas seis pulgadas de largo, pero aumentaba casi cuarenta veces en diámetro, lo cual, como Newton admitiría, era más de lo que podía hacer un refractor de seis pies. Más tarde, construyó un segundo telescopio. «Cuando los construí», confesó en óptica, «un artista de Londres trató de imitarlos, pero, al pulirlos de una forma distinta a como yo los había hecho, se quedó muy atrás…» El catedrático lucasiano era incapaz de refrenar los continuados sermones que dedicaba a los artesanos de Londres sobre los secretos de su trabajo.
Mientras tanto, le resultaba imposible no mostrar lo que había creado. Su carta de febrero de 1669 —la más antigua que se conserva— es una descripción de éste, hecha a un destinatario desconocido como resultado de una promesa hecha a Mr. Ent, a quien presumiblemente había mostrado o mencionado el telescopio. Cuando se encontró con Collins en Londres, a fines de 1669, le habló del telescopio, capaz, según su testimonio, de aumentar 150 veces. Newton debió haberlo mostrado en Cambridge. En diciembre de 1671, Collins transmitió a Francis Vernon que Mr. Gale (un fellow del Trinity) le había escrito sobre este particular desde Cambridge. En enero, Towneley preguntaba ansiosamente sobre el mismo, y Flamsteed había oído hablar de él desde Londres y a través de un familiar que había estado recientemente en Cambridge. Quizá Collins nunca había informado a los eminentes Grandes de la Royal Society sobre los logros matemáticos de Newton, pero éstos oyeron hablar del telescopio y pidieron verlo a fines de 1671. Casi cuando el año tocaba a su fin, Barrow se lo envió.
A su llegada, el telescopio causó gran sensación. A primeros de enero, Newton recibió una carta de Henry Oldenburg, el secretario de la sociedad.
Sir:
Me complace decirle que la razón por la que una mano desconocida le dirige esta carta es la de celebrar su ingenioso artefacto. Ha sido usted muy generoso al compartir con los filósofos de esta sociedad su invención del telescopio contráctil. Habiendo sido examinado y aplaudido por nuestros más eminentes especialistas en la ciencia y la práctica de la óptica, éstos consideran necesario poner a salvo esta invención de usurpadoras manos extranjeras Es por ello por lo que dichos especialistas han elaborado un esquema de este primer ejemplar enviado por usted, en el cual se describen todas las partes del instrumento, junto con sus efectos, comparándolo con un cristal ordinario pero mucho más grande, y han enviado dicho esquema y descripción, a través del secretario de la Royal Society (a la cual fue usted propuesto como candidato por el señor obispo de Sarum) [SethWard], en carta solemne, a París, a Mr. Huygens, con el objeto de prevenir la usurpación de dichos extranjeros, quienes pueden haberlo visto aquí, o tal vez, con usted, en Cambridge, ya que es demasiado frecuente que los nuevos inventos y artefactos sean arrebatados de sus verdaderos creadores por intrusos. No obstante, no se creyó oportuno enviarla sin notificárselo a usted antes, y enviarle el mencionado informe aquí elaborado y en el cual puede usted añadir o cambiar cualquier cosa que crea conveniente. Le rogaría que, una vez haya terminado de revisarlo, y con las alteraciones que crea oportunas, me lo devolviera a la mayor brevedad posible.

Sir
su humilde servidor,
Oldenburg
Cumpliendo su palabra, la Royal Society envió una descripción del instrumento a Huygens. Tan preocupados estaban sus miembros por asegurar la reputación de Newton, que incluso enviaron un informe general, redactado el 1 de enero. Huygens no se mostró menos complacido que ellos; lo llamó «el maravilloso telescopio de Mr. Newton…». La Royal Society contrató a Christopher Cock, un constructor de instrumentos de Londres, para que construyera un telescopio reflectante de cuatro pies de longitud, y, más tarde, uno de seis pies, aunque ambos constituyeron un fracaso por la falta de espejos adecuados. Después de proponer a Newton, la sociedad procedió a su elección el 11 de enero.
La danza ritual que había llevado a cabo con Collins dio comienzo de nuevo. Los elogios parecían hacerle rebosar de alegría.
Me sorprendió, al leer su carta [contestó a Oldenburg], el extremo cuidado que han puesto en asegurarme una invención que, hasta ahora, había tenido en tan poco valor [¡sic!]. Ya que la Royal Society considera que dicha invención es merecedora de su patronazgo, debo confesar que es más mérito de ésta que mío, quien no había deseado su comunicación y podría haberla mantenido en el anonimato, como ha permanecido durante algunos años.
A pesar de su pretendida indiferencia, Newton aceptó que la sociedad enviara una descripción a Huygens y sugirió que la sociedad se asegurase de que el último entendía que el telescopio eliminaba los colores de la imagen; ofreció voluntariamente instrucciones sobre su mantenimiento y, en sus dos cartas siguientes, envió información sobre aleaciones que había ensayado para espejos. Newton aceptó de inmediato la publicación de la descripción sin sugerir mínimamente que apareciera sin su firma.
Me siento muy satisfecho por el honor que me hace el obispo de Sarum al proponerme candidato [terminaba su primera respuesta a Oldenburg] y confío en que esta candidatura culmine con mi elección como miembro de la sociedad. Si esto sucediera, intentaría testimoniar mi gratitud transmitiendo los logros de mis pobres y solitarios esfuerzos en apoyo de sus planteamientos filosóficos.
La Royal Society no podía adivinar que la frase final contenía una promesa oculta. Newton la reveló el 18 de enero, e informó a la sociedad: «Les propongo que consideren y sometan a examen el informe sobre un descubrimiento filosófico que me indujo a la construcción del mencionado telescopio, y que estoy seguro les complacerá mucho más que la comunicación de ese instrumento, ya que a mi juicio se trata del hallazgo más extraordinario, si no el más importante de los hasta ahora hechos en las operaciones de la Naturaleza.» La danza ritual no había acabado, sin embargo. Como había sucedido con Collins, la divulgación de su descubrimiento no resultó tan sencilla. Una semana y media más tarde, aún no lo había enviado, y se vio compelido a ejecutar los pasos finales. Newton escribió una carta en la que expresaba su necesidad de «encontrar algunas horas libres» para enviar el informe. Wickins necesitaba esas horas libres tanto como Newton, quien le puso a trabajar en la copia del documento. No obstante, la suerte había sido echada. Era demasiado tarde para dar marcha atrás. Finalmente, el 6 de febrero de 1672, Newton envió un informe sobre su teoría de los colores a Londres. Por el momento, prevaleció el polo positivo. Apoyado en el éxito de su telescopio, Newton se introdujo públicamente en la comunidad de los filósofos naturales, a la que había pertenecido hasta entonces en secreto.

Capítulo 5
Publicación y crisis

El documento sobre los colores que Newton envió a la Royal Society a principios de 1672, en forma de carta dirigida a Henry Oldenburg, no contenía nada nuevo desde el punto de vista de Newton. La ocasión brindada por el telescopio había llegado en un momento oportuno. Durante el invierno y a instancias de éste, Newton había estado revisando las conferencias de Barrow para su publicación No le pareció demasiado importante detenerse a escribir un resumen de su propia teoría apoyada en tres experimentos prismáticos que consideraba muy apremiantes. Newton creyó relevante incluir una discusión especial sobre cómo el descubrimiento le había llevado a idear el telescopio reflectante. La constante correspondencia que provocó su documento inicial —que afectó intermitentemente a su tiempo y su conciencia durante los seis años siguientes— supuso una sola ampliación a su óptica: su introducción a la difracción y un breve estudio sobre ésta. Al margen de la difracción, todo su empeño en el campo de la óptica consistió en la exposición de una teoría ya elaborada.
La constante discusión obligó a Newton a clarificar algunas cuestiones. En 1672, no había separado completamente el concepto de la heterogeneidad del concepto corpuscular de la luz, y se permitió asegurar que, gracias a su descubrimiento, no podía «discutirse por más tiempo […] que la luz sea un cuerpo». No podía estar más equivocado. Una semana después de la presentación del documento, Robert Hooke escribió una crítica que confundió la corpuscularidad con el argumento central, y procedió a combatirla con cierta aspereza. La lección no fue desperdiciada. Aunque siguió creyendo en la concepción corpuscular, Newton aprendió a insistir en que la esencia de su teoría de los colores residía solamente en la heterogeneidad. No obstante, se trataba de un problema de clarificación y exposición, y no de una alteración de su teoría. El hecho de que seis años de discusiones no produjeran ningún cambio en su óptica —que, publicada finalmente en 1704, no contenía esencialmente otras conclusiones que las alcanzadas a fines de la década de los sesenta—, testimonia la intensidad y el rigor de sus primeras investigaciones.
La polémica que siguió al documento nos dice más sobre Newton que sobre la óptica. Había permanecido encerrado, durante ocho años, en una titánica lucha con la verdad. Un genio como el de Newton exigía un precio. Ocho años de comidas sin probar y noches sin dormir, ocho años de éxtasis continuo, en los que se enfrentó directamente a la Verdad en terrenos a los que nunca antes había llegado el espíritu humano, terminaron por pasar su factura. El temor a que la estupidez le distrajera de las nuevas batallas que ya estaba librando en otros campos, significó la gota final. En 1672, Newton había vivido con su teoría durante seis años, y ahora le parecía obvia. Sin embargo, para todos los demás, parecía rechazar el sentido común y resultaba difícil de aceptar. Su incapacidad de reconocer la fuerza de sus demostraciones, condujo rápidamente a Newton a la distracción. Newton no estaba preparado para nada más que no fuese la inmediata aceptación de su teoría. La continua necesidad de defender y explicar lo que para él había quedado establecido, le llevó a una crisis personal.
Sin duda, la respuesta inicial no parecía presagiar la crisis que seguiría. Casi antes de que la tinta de su documento del 6 de febrero se hubiera secado, Newton recibió una carta de Oldenburg. Impregnada de un tono elogioso, le informaba de que su documento había sido leído en la Royal Society, donde «fue recibido con singular atención y reconocimiento poco común…». La sociedad había ordenado que se publicara inmediatamente en las Philosophical Transactions, si Newton daba su aprobación. En el alivio de Newton, tras la lectura de la carta de Oldenburg, se adivina la tensión que le había causado la decisión de enviar el documento.
Siempre creí un gran honor convertirme en miembro de esa honorable sociedad, pero ahora me siento aún más honrado por el privilegio. Pues créame, sir, que no sólo estimo un deber particular con sus miembros en la promoción del conocimiento real, sino un gran privilegio el que, en vez de exponer discursos a una multitud censora y llena de prejuicios (responsable de la frustración y la pérdida de muchas verdades), pueda dirigirme libremente a tan juiciosa e imparcial asamblea.
Newton aceptó la publicación del documento con la ligera vacilación que nunca podía eludir.
Consecuentemente, el documento apareció en las Philosophical Transactions el 19 de febrero de 1672. Junto a la descripción de su telescopio —incluido en el siguiente número—, fue el responsable de la reputación de Newton en el mundo de la filosofía natural. Oldenburg se encargó de dar publicidad a ambos temas en su intensa correspondencia con filósofos naturales de toda Europa. Las respuestas obtenidas indican que ninguno pasó desapercibido. El telescopio captó inmediatamente el interés de los más importantes astrónomos: Cassini, Auzout y Denis, en París, y Hevelius, en Dánzig. Al enviarle las Philosophical Transactions, Oldenburg llamó especialmente la atención de Huygens sobre el documento de los colores. Huygens contestó que «la nueva teoría […] le parecía muy interesante». Bien es cierto que, más tarde, Huygens expresó ciertas reservas sobre la teoría; pero, mientras tanto, en abril, Newton recibió lo que sólo puede entenderse como un elogio de quien era considerado líder de la ciencia europea. Un joven astrónomo, John Flamsteed —que pronto se convertiría en el primer Astrónomo Real— hizo algunos comentarios sobre el documento, aunque no alcanzaba a comprenderlo demasiado. Un joven científico alemán residente en París, Gottfried Wilhelm Leibniz —entonces desconocido, pero tan decidido a abrirse camino en la filosofía natural como estaba destinado a hacerlo— dio muestras de haberlo visto. Towneley informó a Oldenburg de que Sluse le había pedido que lo tradujera al francés para poder leerlo. En cuanto a Towneley, encontró el documento «tan admirable» que presionó para que se publicara una traducción al latín de la que pudieran beneficiarse los filósofos de toda Europa. Como consecuencia del telescopio y del documento sobre los colores, Newton comenzó enseguida a recibir copias de libros de Huygens y Boyle. Nunca más podría volver al anonimato de sus primeros años en Cambridge. De una vez y para siempre, se había instalado en la comunidad de los filósofos naturales europeos y entre sus líderes.
Newton no vio todos los comentarios que sobre su teoría de los colores Oldenburg y otros recibieron. Pero sí vio lo suficiente como para agradecer su magnífica acogida. Sin embargo, los elogios no fueron unánimes. Newton había dado fin al documento con una aparente invitación al comentario y a la crítica: «De forma que si existe algún defecto o problema de expresión, tenga la oportunidad de corregirlo o de reconocer mis errores, si los hubiera cometido.» ¡Ay!, dos semanas más tarde, recibió una extensa crítica de Robert Hooke —reconocido como la mayor autoridad en este tema de Inglaterra—, un comentario condescendiente que daba a entender que el mismo Hooke había llevado a cabo todos los experimentos de Newton, mientras negaba las conclusiones a las que éste había llegado. Inicialmente, Newton prefirió ignorar el tono de Hooke.
Recibí su carta del 19 de febrero [escribía Newton a Oldenburg], y, después de considerar las observaciones de Mr. Hooke sobre mi tratado, me siento satisfecho al comprobar que nada de lo que dice tan sagaz crítico afecta a ninguna de sus partes. Ya que sigo pensando de la misma forma y sé que sometido a críticas más severas se comprobará la validez de mi exposición. Recibirá usted mi respuesta muy pronto.
La crítica, sin embargo, debió inflamarle más de lo que dejó traslucir en un principio. Oldenburg no recibió la respuesta con la anunciada prontitud, sino al cabo de tres meses; y cuando llegó, su tono era mucho menos sereno.
Mientras tanto, aparecieron otros comentarios y críticas. Sir Robert Moray, el primer presidente de la Royal Society, propuso cuatro experimentos (que denotaban su falta de comprensión del problema) para probar la teoría. Más significativas fueron las objeciones del jesuita francés Ignace Gastón Pardies, profesor del College de Louis-le-Grand y miembro respetable de la comunidad científica parisina. éste señaló que para ciertas posiciones del prisma, la ley sinusoidal de la refracción podía explicar el espectro divergente porque todos los rayos del Sol no incidían en la cara del prisma con el mismo ángulo; y cuestionaba el experimentum crucis basándose igualmente en la incidencia desigual. De hecho, en el primer documento, Newton había respondido correctamente a ambas objeciones. No obstante, la carta de Pardies era el comentario inteligente de un hombre obviamente conocedor de la óptica. La carta estaba escrita en un tono respetuoso, aunque Pardies cometió el error de comenzarla haciendo referencia a la «hipótesis muy interesante…» de Newton. También Hooke denominó varias veces «hipótesis» la teoría de los colores de Isaac Newton. Newton comenzó a actuar.
Me complace [terminaba su respuesta a Pardies, con evidente malestar] que el Reverendo Padre llame hipótesis a mi teoría, si a su juicio ésta no ha sido probada satisfactoriamente. Pero mi propósito era muy diferente, y mi trabajo no parece contener sino ciertas propiedades de la luz que, una vez descubiertas, no considero difíciles de probar. Si no supiera que son ciertas, preferiría rechazarlas como vana y vacía especulación que aceptarlas como mi hipótesis.
Pardies no deseaba iniciar una disputa. Se disculpó respetuosamente y aceptó la explicación de Newton sobre por qué la incidencia desigual de los rayos del Sol en el prisma no podía explicar la divergencia del espectro. Sin embargo, lanzó una nueva pregunta: ¿no podía el reciente descubrimiento de Grimaldi, la difracción, explicar la divergencia?
En respuesta a esto [contestó Newton], debe observarse que la doctrina que he explicado y que concierne a la refracción y a los colores, sólo consiste en ciertas propiedades de la luz y no contempla ningún tipo de hipótesis por las cuales estas propiedades puedan ser explicadas. Porque, a mi juicio, el método más seguro y apropiado de filosofar consiste en, primero, preguntarse constantemente por las propiedades de las cosas y establecer dichas propiedades por medio de experimentos, para, después, proceder más lentamente hacia la elaboración de hipótesis que las expliquen. Estas hipótesis deberían emplearse sólo para la explicación de las propiedades de las cosas, no para su determinación, a menos en la medida en que puedan proporcionar experimentos. Si la posibilidad de las hipótesis es poner a prueba la verdad y la realidad de las cosas, no veo cuál pueda ser la certeza obtenible en ninguna ciencia, ya que se pueden formular numerosas hipótesis que den la impresión de superar nuevas dificultades. Es por ello por lo que creo aquí necesario poner a un lado todas las hipótesis, no siendo mi propósito…
Como demuestra su ulterior correspondencia, la discusión sobre los colores significó para Newton su primera oportunidad importante de explorar los problemas del método científico. Pardies se mostró satisfecho con las nuevas explicaciones de Newton, aunque no existe evidencia de que aceptara la teoría.
Durante todo este tiempo, la crítica de Hooke sobre el documento de febrero y la necesidad de darle respuesta planeaba sobre su cabeza. Probablemente Hooke y Newton estaban fatalmente destinados a la confrontación. Newton había concebido su teoría de los colores en reacción a la de Hooke. Por su parte, Hooke se consideraba a sí mismo como la máxima autoridad en el campo de la óptica y se resentía de la aparición de un intruso. Cuando el telescopio de Newton asombró a la Royal Society, envió un memorándum en el cual hablaba de un descubrimiento basado en la refracción que perfeccionaría a placer todo tipo de instrumentos ópticos, yendo mucho más allá de la invención de Newton. Desafortunadamente, ocultó el descubrimiento en una clave. Su aproximación al documento sobre los colores fue muy similar: con un pomposo tono de autoridad que hubiera sido irritante para una persona menos sensible que Newton. Es difícil imaginar a dos científicos más diferentes. Aunque muy dotado, Hooke era más plausible que brillante. Tenía ideas sobre todo y no dudaba un momento en publicarlas. Por el contrario, Newton estaba obsesionado por el ideal del rigor y apenas podía convencerse a sí mismo de que algo estuviera listo para su publicación. Más tarde, Hooke confesó que había tardado tres o cuatro horas en escribir sus observaciones sobre el documento de Newton. Tuvo motivos para lamentar esta prisa. Newton empleó tres meses en elaborar su respuesta. Puede ser relevante el hecho de que Hooke estaba tan enfermo de tuberculosis que, avanzado el año, no pensaba que pudiera sobrevivir.
Hooke envió su crítica a la Royal Society el 15 de febrero, una semana después de que se leyera el documento de Newton. Newton tuvo una copia de ésta el 20 de febrero. Hooke aceptaba los experimentos de Newton, «demostrados por centenares de pruebas», pero no la hipótesis por la cual los explicaba. «Ya que todos los experimentos y observaciones que he llevado a cabo hasta ahora y, aún más, los experimentos que él alega me parecen probar que la luz no es sino un pulso o movimiento propagado a través de un medio homogéneo, uniforme y transparente; y que el color no es sino la perturbación de esa luz […] por la refracción de ahí…» El peso de la crítica de Hooke era la confirmación de su propia versión de la teoría de la modificación, tal y como la había publicado en la Micrographia. Hooke protestó también contra el abandono de Newton de los telescopios refractores. «La verdad es que la dificultad de eliminar esa inconveniencia del desdoblamiento del rayo y, consecuentemente, del efecto de los colores, es muy grande, pero no insalvable.» Hooke aseguró que ya la había superado en microscopios, pero que había estado demasiado ocupado como para aplicar su descubrimiento a los telescopios. Como verdadero filósofo mecánico, Hooke seguía remitiéndose a imágenes plásticas, como la de los rayos desdoblados, para expresar su teoría de los colores. Veía la teoría de Newton en términos similares, esencialmente como una exposición de la hipótesis corpuscular, y aseguró a Newton que resolvería los fenómenos de la luz y los colores, no sólo a través de su propia hipótesis, sino de otras dos o tres, todas ellas diferentes a la de Newton. Hooke no supo abordar en absoluto la demostración experimental de Newton sobre la heterogeneidad.
Aunque en un principio Newton prometió responder inmediatamente, planeó una respuesta que requería más tiempo. Al margen de cualquier otra cosa que contuviera la crítica de Hooke, ésta reafirmaba contundentemente la teoría de la modificación de los colores. Newton decidió aprovechar la oportunidad que se le brindaba para elaborar una exposición en profundidad de su propia teoría del análisis. En sus Lectiones opticae halló el soporte experimental que había omitido en su breve documento inicial. Tampoco se detuvo ahí, y elaboró también una exposición sobre los fenómenos de las películas delgadas relativos a los colores de los cuerpos y la heterogeneidad de la luz; algo más que un primer borrador del «Discourse of Observations» de 1675 y segundo libro de la óptica, ya que muchos de sus pasajes aparecerían publicados treinta años más tarde sin la menor alteración. Lo que Newton esbozó en los primeros meses de 1672 fue un tratado sobre la óptica que, en ocasiones, contenía una exposición más breve de todos los elementos de su último trabajo, a excepción del libro II, parte IV (los fenómenos de las láminas gruesas), el libro III (su breve exposición de la difracción) y las Cuestiones.
Al incluir el primer esbozo de su «Hipótesis de la luz» (1675), contenía un material análogo a algunas de las Cuestiones. Publicado en 1672, el pequeño tratado hubiera hecho avanzar treinta años la ciencia de la óptica.
Sin embargo, no se publicó. En marzo, le dijo a Oldenburg que aún no lo había terminado y, en abril, volvió a postergarlo. Quizá por aquel entonces buscaba una excusa para no enviarlo. Dos años antes, se había negado a que su nombre apareciera junto a una fórmula de anualidades, por miedo a perder el anonimato que tanto deseaba preservar. El telescopio y el documento sobre los colores demostraron que su miedo era fundado A principios de mayo, cuatro meses después de enviar el telescopio a Londres, había recibido doce cartas y contestado a once sobre el telescopio y los colores. Sin duda esto no representaba un peso agobiante, pero el deseo de reducir sus relaciones tampoco se veía cumplido. Al discutir los acontecimientos de la primavera, cuatro años más tarde, Newton le dijo a Oldenburg: «Las frecuentes interrupciones que se originaron por las cartas de varias personas (llenas de objeciones y otros asuntos) me disuadieron considerablemente de la idea [de publicar las óptica Lectures], e hicieron que me acusara a mí mismo de imprudencia, porque, persiguiendo una sombra, había sacrificado mi paz, un asunto de vital importancia.» Si Newton buscaba una excusa, la carta del 2 de mayo de Oldenburg se la ofreció. Oldenburg le presionaba para que omitiera los nombres de Hooke y de Pardies en sus respuestas y hablara sólo de sus objeciones, «ya que los miembros de la Royal Society deberían perseguir solamente el descubrimiento de la verdad y el desarrollo del conocimiento, y no el deshonrar a personas por sus limitaciones o errores». Otro punto de la carta, en el que dice que «algunos comienzan a otorgarle más peso [a su teoría de los colores] que al principio», pudo aumentar su descontento con la sugerencia. ¿Le había engañado Oldenburg sobre la recepción obtenida por su documento? En un principio, Newton aceptó la petición, aunque le irritó claramente. Después de darle vueltas durante dos semanas, se sintió más que irritado.
No entiendo su deseo de mantener al margen el nombre de Mr. Hooke, ya que los contenidos de mi respuesta descubrirían a su autor, a menos que los omitiera en su mayor parte e integrara el resto en un nuevo método, sin respetar la hipótesis sobre los colores descrita en su Micrographia. Esto originaría nuevas objeciones que, a su vez, requerirían otra respuesta, distinta a la que he escrito. Y no sé si debería decepcionar a aquellos que esperan recibir mi respuesta a estas objeciones que ya me han mandado.
Había decidido —continuó— no enviar todo lo que había preparado, aunque todavía pretendía incluir un discurso sobre «los fenómenos de los cuerpos chapados», en el cual mostraba que los rayos difieren en reflexibilidad tanto como en refrangibilidad, y relaciona los colores de los cuerpos con el grosor de sus partículas.
Unos días más tarde, en estado de gran agitación, escribió a Collins agradeciéndole el ofrecimiento de publicar sus conferencias sobre óptica.
Pero ahora he cambiado de parecer sobre este asunto; al descubrir por el poco uso que he hecho de la imprenta, que no recuperaré mi libertad hasta no haber terminado con ello, lo cual espero se produzca tan pronto haya cumplido con la parte que me corresponde.
Newton no podía quitarse el asunto de la cabeza y, después de un párrafo dedicado a su trabajo matemático, volvió a ello.
Considero un gran honor ser miembro de la respetable Royal Society, y me gustaría hacer algo por ser merecedor de éste. únicamente, me perturba un poco verme privado de la libertad de expresión que confiaba en poder disfrutar y de la cual no puedo hacer uso por más tiempo sin ofender a algunas personas a las que siempre he respetado. Si bien esto no debería ser causa de conflictos, ya que no he hecho uso de esa libertad en mi propio provecho.
Cuando finalmente envió su respuesta, el 11 de junio, Newton había eliminado el discurso sobre las películas delgadas y la mayor parte del material de sus Lectiones. Lo que sí envió fue un argumento sobre el tema del análisis versus modificación. Aunque no tan conocido como el documento de febrero, la respuesta a Hooke ampliaba con brillantez el uso de los fenómenos prismáticos para apoyar la teoría de los colores. De la misma forma, presentaba un argumento ad hominem. Lejos de omitir el nombre de Hooke, Newton lo citó en la primera línea de su respuesta, así como en la última y en más de otras veinticinco ocasiones. Prácticamente, compuso un estribillo con el nombre de Hooke. Los sucesivos borradores de varios pasajes tuvieron tres y cuatro versiones, cada cual más ofensiva que la anterior.
Debo confesar [decía en la versión final del primer párrafo] que nada más recibir esas Consideraciones, me sentí un poco turbado al ver a una persona tan preocupada por una hipótesis, alguien de quien particularmente esperaba un examen despreocupado e indiferente de mi proposición […] La primera cosa que se percibe es menos agradable para mí y comienzo por ella por ese motivo. Mr. Hooke se preocupa de reprocharme que haya dejado a un lado la idea de mejorar ópticas basadas en la refracción; pero sabe muy bien que un hombre no debe prescribir reglas para los estudios de otros, especialmente cuando no comprende la base sobre la cual éste trabaja.
Después de aclarar ese punto, Newton volvió a las consideraciones de Hooke sobre su teoría.
Y éstas consisten en atribuirme una hipótesis que no es mía; en sostener una hipótesis que, en sus partes principales, no contradice mi proposición; en admitir la mayor parte de mi discurso sólo basándose en esa hipótesis, y en negar la verdad de algunas cosas que un examen experimental hubiera evidenciado.
Antes de opinar que la teoría de Hooke era «no sólo insuficiente, sino en algunos aspectos ininteligible», Newton demostró a Hooke cómo reconciliar la hipótesis ondulatoria de la luz con su teoría de los colores. Newton incluso instruyó a Hooke —quien se había jactado de poder perfeccionar instrumentos ópticos en general— sobre la forma de mejorar observaciones microscópicas —principal jurisdicción de Hooke—, por el uso de luz monocromática. ¡Un gran golpe para la pretendida perfección de Hooke en el campo de los instrumentos refractores!
En una carta explicatoria a Oldenburg de la misma fecha, Newton asumía que Hooke no podría objetar nada a su respuesta ya que había evitado «expresiones oblicuas e indirectas…». Es decir, empleó la espada en vez del estoque. Donde las observaciones de Hooke habían sido de irritante paternalismo, la respuesta de Newton se volvió malignamente insultante: una carta llena de odio y de rabia. El documento marcó el tono de sus relaciones con Hooke de forma indeleble. La Royal Society se abstuvo de publicar la crítica de Hooke por miedo a que pareciera irrespetuosa hacia Newton, y permitió que el primero soportara la humillación de, primero, escuchar la lectura de su respuesta en una reunión y, después, de verla publicada en las Philosophical Transactions.
Hooke no era el único responsable de la irritación de Newton. El intercambio de palabras, la necesidad de ampliar y explicar lo que para él era perfectamente obvio, le molestaba. El 19 de junio, le pidió a Oldenburg que no publicara «nada más concerniente a la teoría de la luz, hasta no haberla sopesado en profundidad». El 6 de julio, pidió también que no se publicara la segunda carta de Pardies, aunque se aplacó cuando Oldenburg le dijo que ya estaba en la imprenta. En su carta del 6 de julio, intentó modificar la cuestión, de forma que terminara con la discusión.
No puedo creer en la efectividad de determinar la verdad por el examen de los distintos medios por los cuales pueden explicarse los fenómenos, a menos que existiera una forma de enumerar perfectamente todos esos medios. Usted sabe que el método correcto de averiguar las propiedades de las cosas es el de deducirlas a través de la experimentación. Puedo decirle que la teoría que propongo se me impuso, no por inferir una cosa por el hecho de no poder ser de otra forma, es decir, no por deducirla simplemente como una confutación de suposiciones contrarias, sino extrayéndola de experimentos de resultados positivos y directos. Por tanto, la forma de examinarla sería la de considerar los experimentos con los que pretendo probar determinadas partes de la teoría, o la de llevar a cabo otros experimentos que puedan derivarse de la misma.
Newton procedió entonces a reducir su teoría a ocho preguntas que podían ser respondidas por medio de experimentos. Que toda objeción derivada de una hipótesis quedara al margen, que se demostrara la insuficiencia de sus experimentos o que se crearan nuevos experimentos que le contradijeran. «Porque si los experimentos que propongo son incorrectos, no será difícil mostrar sus errores, y si son válidos, al probar la teoría, invalidarán cualquier objeción.»
Obviamente, Newton quería decir que los experimentos que ya había enviado respondían a sus ocho Cuestiones. Desafortunadamente, la Royal Society quiso que se llevaran a cabo los experimentos que la probaran, y Oldenburg, con toda la delicadeza de un ternero recién nacido, le pidió a Newton que señalara algunos. Su respuesta no llegó hasta el 21 de septiembre, y en ésta se limitó a decir que estaba ocupado en otras cosas. Oldenburg no supo nada más de él aquel otoño. Tampoco la otra persona con quien mantenía correspondencia, Collins, supo nada de él hasta que, en diciembre, recibió un extenso comentario sobre las observaciones de Gregory en relación a los telescopios. Newton le explicaba a Collins que había escrito «tantos garabatos […] porque el discurso de Mr. Gregory parecía encaminado a su publicación». Finalmente, en enero, Oldenburg consiguió que Newton respondiera a una cuestión sobre el inverosímil tema de la sidra («Un licor que, como usted, deseo que se propague por toda Inglaterra»). Ciertamente, la sidra se convirtió más tarde en uno de los temas centrales de su correspondencia; un asunto libre de carga emocional, al margen de su contenido en alcohol.
Sin entender su silencio, inmediatamente después de su respuesta, Oldenburg envió a Newton una nueva crítica del mismo Huygens. éste era el cuarto comentario que Newton recibía de Huygens, y cada uno de ellos era menos entusiasta que el anterior. Cuando el documento hizo su aparición, Huygens lo encontró «muy interesante». En el verano, aún lo encontraba «muy probable», aunque dudaba de lo que Newton decía sobre la magnitud de la aberración cromática. Newton envió una breve explicación. En otoño, Huygens pensaba que las cosas podían ser de otra forma, y sugería que Newton debía contentarse con dejarlo pasar como una hipótesis muy probable. «Es más, si fuera cierto que desde su origen algunos rayos son rojos, otros azules, etc., quedaría la gran dificultad de explicar, por medio de la filosofía mecánica, en qué consiste la diversidad de los colores.» Oldenburg remitió el comentario a Newton. Newton no contestó. De todos los filósofos naturales de Europa, era Huygens quien sometía la teoría de Newton a su examen más riguroso. En enero de 1673, envió su cuarto y más profundo comentario. Era también el más crítico.
Veo cómo Mr. Newton insiste en sostener su nueva teoría sobre los colores. En mi opinión, la objeción más importante que puede hacérsele es que es posible que existan más de dos clases de colores. Por mi parte, creo que una hipótesis que explicara mecánicamente y por la naturaleza del movimiento los colores amarillo y azul, sería suficiente para el resto, ya que los demás, siendo sólo más intensos (como se observa gracias a los prismas de Mr. Hooke) producen el rojo oscuro o intenso y el azul, y que el resto de los colores pueden ser compuestos con estos cuatro. Tampoco entiendo por qué Mr. Newton no se contenta con los dos colores —amarillo y azul—, puesto que sería mucho más fácil encontrar una hipótesis por el movimiento, que pueda explicar estas dos diferencias, que no tantas diversidades como existen en otros colores. Y llegando a esta hipótesis, no nos ha señalado cuál es la naturaleza de la diferencia de los colores, sino este accidente (ciertamente importante) de su distinta refrangibilidad.
Una vez más, la filosofía mecánica y su demanda de imágenes plásticas explicativas obstruía la comprensión del descubrimiento de Newton: que la luz es heterogénea.
Newton esperó dos meses más para responder, y sólo lo hizo para indicar que la carta privada que Huygens había enviado a Oldenburg no demandaba una respuesta suya. Sin embargo, si Huygens esperaba una respuesta y pretendía «que éstas fueran hechas públicas» satisfaría su deseo, estando Huygens de acuerdo «en que podría tomarme la libertad de publicar nuestro intercambio, si surgiera la ocasión». Por si acaso no había sido ya lo suficientemente brusco, Newton añadió algo más para Oldenburg.
Sir, deseo que me facilite los trámites para dejar de ser miembro de la Royal Society. Mi renuncia se debe a que, a pesar de honrar esa institución, no veo cómo puedo serle útil, ni puedo tampoco (en razón a la distancia) beneficiarme de la ventaja de participar en sus asambleas.
Ante la amenaza de su renuncia, Oldenburg intentó persuadirle y le ofreció liberarle de las «molestias de enviar sus pagos cuatrimestrales». Newton, que deseaba evitar complicaciones, más que multiplicarlas, no insistió y lo dejó pasar. En abril, le envió a Huygens una respuesta, basada de nuevo en el tema de las hipótesis explicativas. No podía contentarse con dos colores porque los experimentos demostraban que otros colores eran igualmente primarios y no podían obtenerse del amarillo y el azul. Tampoco era más fácil formular una hipótesis para dos «a menos que fuera más fácil suponer que sólo existen dos tamaños y grados de velocidad o fuerza de los corpúsculos etéreos o pulsos, en vez de una variedad indefinida, lo cual ciertamente sería una muy difícil suposición». Nadie se sorprende de que las ondas del mar y de la arena de la playa revelen una variedad infinita. ¿Por qué los corpúsculos de los cuerpos brillantes deberían producir sólo dos clases de rayos?
Pero no es mi propósito analizar la forma en que los colores pueden ser explicados hipotéticamente. Nunca fue mi intención demostrar en qué consiste la naturaleza y la diferencia de los colores; sólo he querido señalar de facto las originales e inmutables propiedades de los rayos que las revelan, y dejar que otros expliquen la naturaleza y la diferencia de esas propiedades por medio de hipótesis mecánicas, lo cual no creo que sea muy difícil.
Newton continuó debatiendo sobre los distintos temas suscitados por Huygens y, aunque evitó el tono deliberadamente insultante que había empleado en su respuesta a Hooke, no fue capaz de contener su vehemencia. Ciertamente, el hecho no pasó desapercibido para Oldenburg. «Puedo asegurarle», escribió a Huygens, «que Mr. Newton es un hombre de gran franqueza, alguien que no toma a la ligera las cosas que tiene que decir.» Para Huygens, que no estaba acostumbrado a que se dirigieran a él como a un escolar delincuente, el hecho tampoco pasó desapercibido. «Viendo que sostiene su doctrina con cierta vehemencia», respondió, «no deseo continuar la disputa.» Huygens se permitió algunos comentarios mordaces en un tono de gélida arrogancia. Después de una carta de alguna forma más contenida de Newton, el intercambio llegó a su fin. Aunque Huygens tenía sobrados motivos para sentirse ofendido, reconocía la calidad de su oponente y decidió abstenerse. La misma carta que contenía su respuesta, adjuntaba una lista de científicos ingleses a quienes Oldenburg debía hacer entrega de su recientemente publicado Horologium oscillatorium. Newton se encontraba entre ellos. Más exactamente, Huygens podía dejarse convencer —incluso cuando la heterogeneidad de la luz planteaba dificultades que nunca superó— por la forma específica en la cual había formulado su teoría ondulatoria de la luz.
Oldenburg le había mencionado la amenaza de Newton de abandonar la Royal Society a Collins, quien, a su vez, se lo mencionó a Newton.
Supongo que nadie ha sido injusto conmigo [Newton le escribió en mayo], ya que no ha sucedido nada que yo no esperase. Aunque me hubiera agradado no ser objeto de descortesía en otros asuntos. Es por ello por lo que confío en que no encuentre extraño que, para evitar incidentes de esa naturaleza en el futuro, decline hacer comentarios sobre algo que pertenece al pasado.
Cuando Collins le mostró esta carta, Oldenburg le pidió a Newton que «olvidara las injusticias» cometidas contra él por miembros de la Royal Society. Después de todo, toda asamblea tenía miembros que adolecían de falta de discreción.
Olvidaré las injusticias de las que habla [le escribió Newton]. Pero debo recordarle, como hice con anterioridad, que no deseo ocuparme más de asuntos relacionados con la filosofía. Por ello, confío en que no tome a mal que rechace acometer cualquier trabajo de esta índole, y, aún más, le agradecería que apoyara esta determinación no enviándome más objeciones u otras cartas filosóficas que puedan concernirme.
Oldenburg no recibió ninguna otra carta de Newton en dieciocho meses.
También Collins vio su correspondencia interrumpida. En el verano de 1674, Newton acusó el recibo de un libro sobre artillería, e, incluso comentó su contenido. «Si tiene ocasión de hablar con su autor», añadió, «le agradecería que no mencionara mi nombre, ya que no tengo intención de involucrarme más en este asunto.» A fines de 1675, Collins le dijo a Gregory que no había visto ni escrito a Newton en un año: «No quiero molestarle, ya que está volcado en la práctica y el estudio de la química, y tanto él como el Dr. Barrow empiezan a pensar que las especulaciones matemáticas llegan a su fin, si no están ya acabadas.» La relación epistolar entre Collins y Newton no volvió a reanudarse.
Oldenburg y Collins habían representado el puente de conexión entre Newton y el mundo ilustrado, fuera de Cambridge. Aunque había tenido muchas oportunidades de cartearse directamente con hombres de la talla de Gregory y Huygens, Newton no quiso aprovecharlas, y eligió comunicarse con otros a través de estos dos intermediarios, quienes monopolizaron totalmente su correspondencia. Al cortarles un acceso directo a su persona, Newton pretendía reconquistar su soledad anterior. Sin embargo, después de las publicaciones de 1672, el regreso era imposible. La copia del Horologium que Huygens le hizo llegar, evidenciaba esta imposibilidad. Boyle confirmó este hecho al enviarle, en septiembre de 1673, una copia de su libro sobre efluvios. No obstante, por el momento, una pequeña dosis de crítica había bastado para, primero, encolerizarle y, después, llevarle al aislamiento.
En 1676, la correspondencia matemática que Oldenburg había llevado a cabo con la ayuda de Collins, como parte de su programa de comunicación filosófica, incluyó a Newton. El inicio de la correspondencia se remontaba a los primeros meses de 1673, cuando un joven filósofo alemán, Gottfried Wilhelm Leibniz, visitó la Royal Society. A comienzos de 1673, Leibniz era todavía un aprendiz en el campo de las matemáticas, pero avanzaba a pasos de gigante hacia las posiciones más destacadas. Leibniz hizo de las matemáticas el tema central de su correspondencia con Oldenburg, iniciada durante una visita a Londres en la cual fue elegido miembro de la Royal Society. Oldenburg, que no era un matemático, solicitó la ayuda de Collins para mantener este intercambio. Por supuesto, Collins había asumido la tarea de mantenerse en contacto con los líderes de los matemáticos británicos, especialmente con Gregory y con Newton.
Leibniz alcanzó las ideas fundamentales de su cálculo diferencial —virtualmente idéntico al método fluxional de Newton— durante el otoño de 1675. En aquel tiempo, desarrolló la notación característica en la cual todavía se expresa el cálculo. Todo esto ha quedado demostrado, no por declaraciones de Leibniz, sino a través de sus manuscritos, igual que ha sucedido con la invención de Newton del método fluxional. Resulta dudoso que Newton supiera de la existencia de Leibniz a fines de 1675, aunque es posible que oyera mencionar su nombre en la Royal Society, a principios de ese año, en relación a un amargo intercambio entre Oldenburg y Hooke sobre el reloj de resortes de Huygens. Hasta donde nos es dado conocer, Newton tampoco sabía que Collins había enviado algunos informes sobre sus logros matemáticos —en los que se incluía material de sus cartas y de su De analysi— a Leibniz, a través de Oldenburg. él era el único responsable de ello. Había abortado repetidamente cualquier comunicación y se había mantenido al margen, cuando otros se mostraban ansiosos por discutir y aprender. Años más tarde, después de que estallara una amarga disputa, al saber Newton lo que Collins había enviado, sacó sus propias y siniestras conclusiones. Lo que, en cualquier caso, se desprende con claridad de la correspondencia, es que, a fines de 1675, el periodo crítico del desarrollo de Leibniz, éste sólo había recibido algunos de los resultados de Newton, sin sus demostraciones, y que estos resultados se limitaban a las series infinitas. Sin duda, las series infinitas conformaban una parte esencial del método fluxional, pero Leibniz no conocía sus ramificaciones más importantes.
En 1676, Newton supo quién era Leibniz y participó en aquella relación epistolar. Leibniz escribió a Oldenburg en mayo y le pidió demostraciones de dos series. Tanto Oldenburg como Collins presionaron a Newton para que respondiera. La demanda llegó en un mal momento. Una nueva vía de correspondencia ponía en tela de juicio su teoría de los colores, y Newton no podía evitar que este tema le agitara en gran medida. No obstante, accedió a esta petición y, el 13 de junio de 1676, terminó una carta para Leibniz. Una vez más, prefirió no entrar en comunicación directa. Newton dirigió la carta a Oldenburg, quien remitió una copia a Leibniz el 26 de julio.
Newton escribió dos cartas para Leibniz en 1676. Cuarenta años más tarde, las citaría como pruebas contra éste en la disputa de la prioridad, y las tituló: la carta anterior y la carta posterior, la Epístola prior y la Epístola posterior. Respondiendo en primer lugar a la pregunta de Leibniz sobre la base de las dos series, hizo uso de sus De analysi y De methodis, y presentó una exposición general de las series, en la cual incluía su teorema del binomio e ilustraciones de su aplicación. Si, hasta entonces, Leibniz había considerado a Newton uno más entre los matemáticos ingleses, la Epístola prior le sacó de su error. Tampoco se contuvo al expresar su admiración. «Su carta», escribió a Oldenburg tan pronto la recibió, «contiene más ideas nuevas y admirables sobre el análisis que la suma de numerosos y gruesos volúmenes publicados sobre esta materia […] los descubrimientos de Newton son dignos de su genio, sobradamente manifiesto en sus experimentos ópticos y en su tubo catadióptrico [el telescopio reflectante).» Leibniz continuó con su carta y le enseñó a Newton que también él sabía una o dos cosas sobre las series infinitas para exponer su método general de transformaciones —como lo llamaba— y plantearle algunas cuestiones concretas.
Las nuevas preguntas de Leibniz originaron la Epístola posterior. Sin embargo, antes de que Newton pudiera escribirla, Leibniz viajó a Londres en octubre y permaneció allí diez días. Durante su estancia, mantuvo contacto con Collins y éste mostró sus archivos al deslumbrante huésped. Leibniz leyó De analysi y una versión más completa del trabajo de Gregory que le había sido enviado, un documento llamado la Historióla que incluía la carta de Newton sobre las tangentes. Aunque tomó notas sobre este último trabajo, no hizo lo mismo con las proposiciones fluxionales de Newton que aparecen al final del De analysi, ni con el método de máximos y mínimos de Gregory. Sus notas se concentraron sobre las series infinitas, tema en el que creía que los matemáticos ingleses podían instruirle. La ausencia de notas sobre el cálculo fluxional implica que no vio nada que ya no conociera. Cuando, tras la partida de Leibniz, Collins se dio cuenta del alcance de su indiscreción, no informó a Newton de lo que le había mostrado al matemático alemán. Aparentemente, a partir del contenido del Commercium epistolicum, Newton supo sólo más tarde que Leibniz había visto De analysi. Por su parte, Leibniz prefirió no mencionarlo.
Ya antes de la visita de Leibniz, Collins había quedado muy impresionado por la respuesta a la Epístola prior, y volvió a presionar a Newton para que publicara su método. Obsesionado por las últimas críticas sobre los colores, Newton no lo creyó oportuno.
Considero su consejo como un acto de particular amistad [escribió], siendo, como creo, censurado por algunos por un puñado de cartas aparecidas en las Transactions sobre temas que nadie hubiera publicado sino apoyados en un discurso pormenorizado. Me gustaría poder retractarme de lo que he hecho, aunque de ello he aprendido algo, y es que es mejor para mí dejar reposar lo que escribo hasta que caiga en el olvido.
El temor expresado por Collins de que el método de Leibniz resultara más general no le conmovió en absoluto, y con serena confianza le describió el alcance de su método:
[…] no existe ninguna línea curva que pueda expresarse por una ecuación de tres términos, aunque las cantidades desconocidas se afecten en ella, unas a otras, o los índices de sus dignidades sean cantidades sordas […] pero, en menos de la mitad de un cuarto de hora, puedo decir si puede elevarse al cuadrado o cuáles son las cifras más sencillas con las que puede compararse, sean estas cifras secciones cónicas u otras. Y por medio de un método directo y breve (me atrevería a decir que el más breve permitido para un método general) puedo compararlas […] ésta puede sonar una afirmación atrevida, ya que es difícil decir si una cifra puede o no ser elevada al cuadrado o comparada con otra, pero para mí es más que clara considerando la fuente de la cual la he extraído…
Mientras tanto, una semana después de que Leibniz abandonara Londres para dirigirse a Hannover, Newton terminó su segunda respuesta a las cuestiones planteadas por éste en su Epístola posterior. Wickins transcribió la copia enviada a Londres, probablemente su último trabajo como amanuense de Newton. La carta comenzaba con un pasaje autobiográfico en el cual Newton relataba su descubrimiento del teorema del binomio y los distintos planes frustrados relativos a su publicación, un pasaje muy valioso en un hombre no demasiado dado a revelar datos personales. El modelo de la carta le remitía una y otra vez al De methodis y a su método fluxional, sobre el cual debatía de forma exasperantemente incompleta. Más incluso que la Epístola prior, la segunda carta era un verdadero tratado de las series infinitas, pero, por dos veces, cuando se acercaba al método fluxional, daba marcha atrás y ocultaba pasajes críticos en anagramas.
Leibniz no recibió la Epístola posterior hasta el siguiente mes de junio. Igual que con la anterior, Oldenburg había reconocido su importancia y se negó a enviarla hasta que supo que Leibniz se había establecido en Hannover y tenía por delante una carrera digna de confianza. El 11 de junio de 1677, inmediatamente después de recibirla, Leibniz redactó una respuesta llena de elogios. En ella, le comunicaba la esencia de su cálculo diferencial, planteaba cuestiones que sólo un experto podía formular y, virtualmente, imploraba la continuidad del intercambio. Un mes más tarde, cuando pudo digerir la carta, volvió a escribir. En agosto, Oldenburg le advirtió que Newton estaba preocupado por otros asuntos. En septiembre, Oldenburg murió. Ambas cartas de Leibniz le fueron remitidas a Newton. Es imposible que no entendiera la trascendencia de su contenido. Quizá el largo retraso había levantado sus sospechas, aunque no existe evidencia para pensar que su actitud posterior tuviera su origen en los acontecimientos de 1677. El hecho es que Newton había tomado su decisión cinco años antes. No existen razones para creer que hubiera comunicado a un matemático alemán, con quien nunca se había encontrado, lo que se había resistido a entregar a Collins para su publicación cinco años antes. Sin el intermedio de Oldenburg, Newton no respondió y la relación epistolar quedó interrumpida.
Una desagradable paranoia saturaba la Epístola posterior. El pasaje autobiográfico insistía en la urgencia por publicar de Collins y Oldenburg, y Newton ocultaba dos pasajes vitales en anagramas. Dos días después de enviarla, volvió a escribir a Oldenburg: «Le ruego que ninguno de mis documentos matemáticos se impriman sin mi expreso consentimiento.» Seguramente, Leibniz no era por aquel entonces el objeto de su paranoia. Parece más razonable pensar que Newton estaba obsesionado con su correspondencia sobre los colores y que su frustración influyera en su respuesta a Leibniz. Con ello, sembró las semillas de una infinita confusión. En 1676, Leibniz no había publicado su cálculo, ni lo había comunicado. Una comunicación libre y abierta por parte de Newton le hubiera conducido, inmerecidamente, a un cruel dilema. Antes de haber dado a conocer el resultado de su trabajo, habría sabido que otro matemático había desarrollado antes que él un método esencialmente igual al suyo. Ya que la correspondencia pasaba a través de Oldenburg, la noticia hubiese sido pública. Sólo podemos especular sobre lo que en ese caso habría sucedido, y creer que el resultado habría significado un menor descrédito del que finalmente significó para ambos. En lo que concierne a Newton, la carta le hubiera asegurado lo que sus fútiles encubrimientos le cercenaron, el derecho indiscutible de su prioridad en la invención del cálculo.
Mientras tanto, la óptica se negaba a dejarle tranquilo. En el otoño de 1674, Oldenburg recibió una carta de Francis Hall (o Linus, como latinizó su nombre) —un jesuita inglés, catedrático del colegio inglés de Lieja— en la que éste criticaba el documento original de Newton y ponía en tela de juicio su experimento básico. La carta inauguró un extenso intercambio con Linus y sus alumnos, que duró hasta 1678 y resultó ser el más exasperante para Newton. Después de recibir una segunda carta en noviembre, Newton redactó unas instrucciones explícitas sobre la forma en la que el experimento debía realizarse, citaba a todos aquellos que habían confirmado su descripción y pedía a la Royal Society que lo llevara a cabo en una reunión, si aún no lo había hecho. Animado por la admiración que su primera comparecencia en una reunión de la sociedad había despertado, en la primavera, añadió algo más: la promesa de enviar nuevos documentos sobre los colores. Llegó el turno, entonces, de su premeditada y rutinaria actuación. Dos semanas y media más tarde, el 30 de noviembre, todavía no había enviado los documentos porque, al revisarlos, «se le ocurrió escribir otro pequeño borrador para acompañarlos». Quizá el exceso de trabajo de Wickins, como amanuense, contribuyó al retraso. El envío del 7 de diciembre, contenía finalmente dos artículos: un «Discurso de las Observaciones» —prácticamente idéntico a las partes I, II y III del libro II de la óptica, publicado casi treinta años más tarde— y una «Hipótesis explicativa de las propiedades de luz tratadas en mis distintos escritos».
El primero de estos dos datada de 1672, aunque Newton pudo haber revisado la primera versión y haberle dado su forma final en 1675. En muchos aspectos, la «Hipótesis de la luz» tampoco era nueva. Newton había comenzado a esbozarla en 1672, como parte de su réplica a Hooke, y parte de su contenido ya había aparecido en su ensayo «Sobre los colores» en 1666. Es necesario que leamos el comentario de Newton sobre este tema, en una carta introductoria dirigida a Oldenburg.
Sir.
Con anterioridad, me había propuesto no escribir nunca una hipótesis sobre la luz y los colores, por miedo a verme envuelto en vanas disputas, pero confío en que mi decisión de no contestar nada que parezca una controversia a menos que pueda hacerlo según mis propios intereses, me defienda de ese temor. Es por este motivo por lo que considerando que dicha hipótesis ilustraría apropiadamente los papeles que prometí enviarle y habiendo contado con un poco de tiempo libre esta pasada semana, no he dudado en escribir lo mejor que he podido en tan breve plazo un rápido esbozo de mis ideas, sin preocuparme de que éste sea considerado probable o improbable, siendo mi única intención hacer más inteligible lo que envié anteriormente. Por las tachaduras y la interlineación se dará cuenta de que ha sido hecho con prisa y de que no he tenido tiempo de transcribirlo.
Por primera vez, Newton se había decidido a revelar sus ideas sobre la constitución última de la naturaleza. No era una tarea que pudiese hacer a la ligera.
En la introducción a la «Hipótesis», igual que en la carta introductoria, Newton insistía en que sólo la enviaba para ilustrar sus escritos sobre óptica. Newton no la asumía; no se preocupó de que las propiedades de la luz que había descubierto pudiesen ser explicadas por esta hipótesis, por la de Hooke o la de otro. «Debo dejar claro que nadie debe confundir éste con el resto de mis discursos, medir la certidumbre de uno por el otro, o creerme obligado a contestar las objeciones que este documento origine. Porque es mi deseo no involucrarme en disputas tan molestas e insignificantes.» No obstante, resulta bastante difícil reconciliar la «Hipótesis» con los comentarios negativos de Newton. Por una razón: el escrito presentaba mucho más que una explicación de los fenómenos ópticos. Por otra parte, se percibía el entusiasmo. En el escrito, Newton había adoptado el papel que más le atraía, no el de un científico positivo, sino el de un filósofo natural que confrontaba la naturaleza en toda su extensión. Durante diez años, había contemplado el orden de las cosas en soledad. Ahora, mostraba parcialmente a una audiencia limitada las conclusiones a las que había llegado tras diez años de especulación. Ni la pretendida indiferencia ni las duras palabras sobre disputas insignificantes podían oscurecer la trascendencia de su empresa.
Por lo que se refiere a la luz, la «Hipótesis» presentaba una filosofía mecánica de gran ortodoxia. Newton relacionaba las reflexiones y las refracciones con la existencia de un éter universal, más enrarecido en los poros de los cuerpos que en el espacio libre, cuya presión hacía que los corpúsculos de luz variaran de dirección. Un mecanismo de vibraciones en el éter explicaba los fenómenos periódicos de las películas delgadas.
Pero, la «Hipótesis de la luz» contenía mucho más que una explicación de los fenómenos ópticos. La primera parte presentaba un sistema general de la naturaleza, basado en el mismo éter. Todos los fenómenos cruciales que habían hecho su aparición en las «Quaestiones», una década antes, volvían a hacerlo en la «Hipótesis», bien para ser explicados por mecanismos etéreos o para ofrecer analogías ilustrativas. Por ejemplo, la presión del éter explicaba la cohesión de los cuerpos, y la tensión de la superficie iluminaba un mecanismo etéreo.
Debido a que el éter se condensaba continuamente en cuerpos tales como la tierra, según la «Hipótesis», existe una corriente constante y descendente que actúa sobre los cuerpos grandes y los arrastra consigo. Newton amplió explícitamente esta explicación de la gravedad al Sol, y sugirió que el movimiento resultante del éter mantenía a los planetas en órbitas cerradas. El pasaje contiene la primera alusión conocida del concepto de gravitación universal en sus escritos. Newton no dudó en referirse al mismo cuando, en 1686, Hooke le acusó de plagio.
Sin embargo, la «Hipótesis de la luz» no pretendía ser únicamente un sistema mecánico de la naturaleza. Si bien mostraba una perdurable influencia de la filosofía mecánica, era un documento ambiguo en el cual aparecían vestigios de otras influencias que habían empezado a tomar cuerpo en la concepción de la naturaleza de Newton. Una de las características que lo distinguían era el papel prominente desempeñado por los fenómenos químicos, ausentes en las «Quaestiones», diez años antes. éstos resumen las nuevas influencias que le harían avanzar en los años siguientes más allá de su posición de 1675. Volveré a hacer referencia a ellos en un contexto diferente.
A pesar de su anunciada intención de evitar discusiones, los nuevos documentos precipitaron inmediatamente a Newton a una nueva ronda de correspondencia, a explicaciones y, enseguida, a la controversia. Los documentos fueron leídos en la Royal Society de inmediato. La «Hipótesis» fue leída del 9 al 16 de diciembre y —después de un receso por la Navidad y de dos reuniones monopolizadas por discusiones originadas por la «Hipótesis»— el «Discourse of Observations», del 20 de enero al 10 de febrero. Igual que sucediera con el documento de 1672, los escritos causaron gran sensación. La Royal Society pidió permiso para publicar el «Discurso» de inmediato, pero Newton se negó.
También se produjo cierta polémica, especialmente por parte de Hooke. Deliberada o inconscientemente, Newton le había aludido con bastante frecuencia en la «Hipótesis», tanto en la introducción —que justificaba todo el trabajo con una referencia a la crítica de Hooke de 1672— como en la discusión sobre la difracción en la conclusión. Ni que decir tiene que, al concluir la lectura de la «Hipótesis», Hooke se levantó para asegurar que «la mayor parte de su contenido estaba en su Micrographia, de la cual Mr. Newton sólo había desarrollado un poco algunos particulares».
Sin pensar demasiado en la provocación que había lanzado, Newton se lanzó, furioso, a la carga. Debido a que la carta de Oldenburg, en la cual se comentaba el incidente, no ha sobrevivido, no sabemos exactamente qué fue lo que Newton oyó, y, por lo mismo, qué fue lo que pasó exactamente. En realidad, ninguna de las cartas de Oldenburg a Newton ha sobrevivido, circunstancia un tanto sospechosa, ya que Hooke creía que Oldenburg —con quien se llevaba a matar— había fomentado deliberadamente el conflicto. Incluso los archivos de la Royal Society no guardan de ello un relato independiente. Oldenburg se encargaba de ellos. No es difícil creer que se produjera algún incidente. Hooke tenía una personalidad difícil y tenía razones para sentirse agraviado por Newton. Lo que la «Hipótesis» vertía sobre sus heridas era más un fluido embalsamador que un bálsamo. Y para el dolor, recibía ahora una dosis extra de hiel. La hipótesis de la luz de Hooke —aseguraba Newton— no era más que un encaje de bolillos sobre la de Descartes. La suya era totalmente diferente, hasta el punto de que los experimentos —nuevos para Hooke— sobre los que Newton basaba su tratamiento sobre las películas delgadas echaban por tierra todo lo que Hooke había dicho sobre el tema. Cuanto más escribía, más feroz se volvía Newton. Es cierto que había estudiado los colores en las películas delgadas a partir de Hooke. Sin embargo, Hooke había confesado que no sabía cómo medir el grosor de las películas, «y, por tanto», dijo, «ya que tuve que resolverlo por mí mismo, supongo que me permitirá que haga uso de lo que me molesté en averiguar». Tres semanas dando vueltas al tema, llevaron a encolerizar aún más a Newton. Al principio, se había sentido inclinado a conceder que había tomado la idea de las vibraciones del éter de Hooke. Ahora, se retractó también de eso: era una idea común. «Me gustaría que Mr. Hooke señalara qué es lo que he tomado de su Micrographia, no sólo la suma de mi hipótesis (que es lo que insinúa), sino cualquiera de las partes que la componen: pero, en ese caso, confío en que pueda señalar qué es lo que es suyo.»
La manipulación de la primera carta de Newton tiende a confirmar la sospecha de Hooke de que Oldenburg había echado leña al fuego. Aunque Oldenburg leyó un pasaje de ésta a la Royal Society, el 30 de diciembre, no leyó el comentario sobre Hooke ni informó a éste sobre ella. Hooke se enteró por sorpresa en una reunión, el 20 de enero. En ese punto, decidió tomar las riendas del asunto, y ese mismo día escribió directamente a Newton. Hooke temía que Newton hubiese sido mal informado sobre él, una «práctica siniestra» que ya antes se había utilizado en su contra. Quiso dejar claro que desaprobaba las disputas, que abrazaba la verdad viniera de quien viniese y que valoraba las «excelentes disquisiciones» de Newton, que iban más allá de todo lo que él había hecho. Finalmente, proponía una relación epistolar en la que ambos pudieran discutir problemas filosóficos en privado. «Creo que esta forma de argüir es la más filosófica de las dos, porque, aunque confieso que la colisión entre dos competidores difíciles de rendirse puede producir luz, cuando pasa por las manos e intereses de otros, más que luz, produce un calor contaminante que no sirve sino […] para calentar berzas [sic].»
Newton contestó a Hooke de igual manera, llamando a Hooke «un verdadero espíritu filosófico». «No hay nada que desee evitar tanto en materia de filosofía como las disputas», convino con él, «aún más las disputas impresas…» Después de aceptar su ofrecimiento de mantener una correspondencia privada, alabó la contribución de Hooke a la óptica. «Descartes dio un paso significativo. Usted ha añadido numerosos y nuevos caminos, especialmente al considerar filosóficamente los colores de las láminas delgadas. Si he ido un poco más lejos, ha sido apoyándome en los hombros de unos gigantes.» Sentimientos demasiado elevados para la humana realidad. La falta de afecto era evidente por ambos lados. Ninguno hizo nada por comenzar la correspondencia filosófica que ambos decían desear, y su antagonismo básico permaneció inmutable.
Otra de sus relaciones epistolares se negaba a desaparecer, la iniciada por Linus y responsable de sus dos escritos de diciembre. Aquel mismo mes, una carta de Lieja, escrita por John Gascoines —alumno de Linus—, informaba a Oldenburg y a Newton de que Linus había muerto, pero también de que Gascoines pretendía defender el honor de su profesor. En junio, mes de la Epistola prior, llegó una nueva carta de un tercer corresponsal, Anthony Lucas, otro jesuita inglés a quien Gascoines había reclutado para que le ayudara a combatir en una lucha que excedía sus fuerzas. Lucas comenzó por admitir el único punto hasta entonces en liza: un prisma proyecta un espectro alargado perpendicularmente al eje del prisma; aunque su espectro no tenía las mismas proporciones que el de Newton. Lucas procedió entonces a relatar los resultados de otros nueve experimentos que había llevado a cabo para poner a prueba la teoría de Newton. Lejos de confirmarla, los resultados parecían negarla. A lo largo de cuatro años de discusiones, Newton había retado a sus oponentes a que aportaran experimentos y no hipótesis. Sin embargo, no respondió a los experimentos de Lucas con nada que se pareciera a una respuesta razonada. La continuidad de la correspondencia le volvía cada vez más nervioso e irracional. Newton se convenció a sí mismo de que los de Lieja (papistas, por supuesto) conspiraban para involucrarle en una eterna disputa y arruinar su crédito. Se negó a discutir sobre los experimentos de Lucas, pero insistió en que Lucas discutiera los suyos.
Lo que se discute es la verdad de mis experimentos [estalló]. Mi teoría depende de ésta y, lo que es más importante, el crédito de la precaución, exactitud y fidelidad de mis informes…
«Veo que me he convertido en un esclavo de la filosofía», exclamaba a Oldenburg desesperado, «pero si consigo liberarme del asunto de Mr. Linus, estoy decidido a decirle adiós para siempre, excepto a lo que haga para mi satisfacción personal o deje que se publique a mi muerte. Porque estoy persuadido de que un hombre que no se abstenga de publicar algo nuevo, se convierte en un esclavo de su defensa.» Debemos recordar que cuando Newton escribía esto, la «esclavitud» de la que hablaba consistía en cinco réplicas a Lieja; en total, catorce páginas impresas, en el periodo de un año. Recordemos también que había terminado su Epístola posterior menos de un mes antes. Cuando, en febrero de 1677, llegó una tercera carta de Lucas, Newton decidió responder de manera diferente y comenzó a planear un volumen sobre óptica, que incluiría sus documentos y la correspondencia que había generado. Un incendio se desató en su habitación, destruyendo parte de sus papeles. Aunque, por corto tiempo, intentó conseguir nuevas copias, finalmente abandonó el proyecto.
Catorce años más tarde, Abraham de la Pryme, un estudiante del Johns, recordaba en su diario una historia que había escuchado.
Febrero [1692]. Debo relatar lo que he oído hoy. Hay un tal Mr. Newton (…]fellow del Trinity College, que es muy conocido por su saber, siendo un excelente matemático, filósofo, adivino, etc. […] pero, de todos los libros que ha escrito, había uno sobre la luz y los colores, establecido sobre miles de experimentos, cuya redacción le había llevado veinte años y que le había costado centenares de libras. Con tan mala fortuna que, justo cuando estaba a punto de concluirlo, el libro que valoraba tanto y del que tanto se hablaba, se perdió de la siguiente forma. Una mañana de invierno, habiéndolo dejado con otros papeles sobre su mesa de trabajo, mientras iba a la iglesia, la vela que desafortunadamente había dejado encendida, de alguna manera prendió fuego a otros papeles, quemando el mencionado libro y consumiéndolo por completo, al igual que otros valiosos escritos y, lo que es más extraordinario, sin atacar a nada más. Pero, cuando Mr. Newton volvió de la iglesia y vio lo que había sucedido, enloqueció por completo, y quedó tan afectado que no pudo recuperarse en un mes. Gran parte de su sistema de la luz y los colores, que había enviado mucho tiempo antes del infortunio, puede encontrarse en su correspondencia con la Royal Society.
La historia de De la Pryme se asocia comúnmente a la reconocida crisis de Newton del otoño de 1693, y tiende a ser apoyada por una historia que oyó Huygens, en la cual el fuego también estaba presente. Sin embargo, las notas de De la Pryme están fechadas más de dieciocho meses antes de la crisis de 1693, y el tiempo que utiliza en el último párrafo no parece situar el incendio en un pasado reciente. Las notas pueden hacer referencia al fuego que —según otro conjunto de evidencias— impidió una publicación sobre óptica en el invierno de 1677-1678. Existe un vacío en la correspondencia de Newton que va del 18 de diciembre al mes de febrero; aunque, en cualquier caso, su correspondencia en ese periodo era muy escasa. Al menos dos veces, en su anterior correspondencia con Hooke y Huygens, había perdido parcialmente el control de sí mismo dominado por la vehemencia, y el tono de sus cartas a Lucas implica una absoluta falta de control, compatible con un colapso. Igual que sucedería en 1693, durante la década de 1670 Newton se encontraba en un estado de aguda tensión intelectual, no sólo por verse obligado a responder a objeciones planteadas a su óptica, sino por otros estudios más importantes para él, unos estudios que le excitaban extraordinariamente. Existe otro paralelismo con 1693 que puede ser relevante. La crisis de su relación con Fatio de Duillier se añade a la decisión de Wickins de abandonar el Trinity.
Al descartar la idea de publicar, Newton escribió dos cartas más a Lucas, ambas el mismo 5 de marzo de 1678; la primera, para contestar a las dos primeras de Lucas, y la otra, para responder a la tercera (de febrero de 1677). Ni siquiera las primeras cartas que escribió —siendo tan furiosas como eran— podían preparar a Lucas para el caudal de paranoia que arrojó sobre él.
¿Acostumbran los hombres a provocar disputas? ¿O, estoy obligado a satisfacerle? Parece ser que proponer objeciones no le parece suficiente, a menos que quiera insultarme por mi incapacidad para contestar a todas ellas o dude de su propio juicio para elegir la mejor. Pero ¿cómo sabe que no las creí demasiado insignificantes para responder, y que si consiento en responder a una o dos de las mejores es sólo por su insistencia? ¿Cómo sabe que no existían otras razones de prudencia que me hacían rechazar la idea de discutir con usted? Pero me abstengo de explicar estas cosas, que no creo constituyan un tema que se deba discutir, y he preferido hacerle estas sugerencias sólo en una carta privada, como hice en mi anterior respuesta a su segunda carta. Confío en que considere lo poco inclinado que me siento a explicar sus procedimientos en público y, en el futuro, le ruego que actúe generosamente conmigo de la misma forma.
Arrogante y brutal, las dos cartas dejaron bien claro que sólo la humillación pública de sus antagonistas podía satisfacer a Newton…, cartas odiosas, si no fuera porque nuestro conocimiento de las circunstancias nos hacen simpatizar con la angustia de su autor.
Antes de romperse definitivamente, la correspondencia produjo un último espasmo. En mayo, Newton acusó recibo de una carta de Lucas, aunque, probablemente, no la contestó. Avanzado el mes, oyó decir que otra carta le esperaba en Londres.
Mr. Aubrey:
Tengo entendido que tiene usted una carta de Mr. Lucas para mí. Le ruego que se abstenga de enviarme nada más de esa naturaleza.
De esa forma, Newton dio por terminada su correspondencia sobre los colores. Oldenburg estaba muerto; había interrumpido su correspondencia con Collins. Newton se aisló todo lo que pudo. Entre junio de 1678 y diciembre de 1679, y hasta donde nos es dado conocer, sólo escribió dos cartas: una (que no ha sobrevivido) a Arthur Storer y otra a Robert Boyle. Al final de su vida, Newton recordaba este retiro como una decisión consciente, y creía que había marcado una etapa en su vida. «Hace casi cincuenta años», le escribió a Mencke en 1724, «que, en aras de una vida tranquila, decidí no mantener relaciones epistolares sobre temas matemáticos y filosóficos, al descubrir que tienden a provocar disputas y controversias…»

Capítulo 6
Rebelión

La repetida protesta de Newton de que estaba inmerso en otros estudios estuvo siempre presente en su correspondencia de la década de 1670. Ya en julio de 1672 —sólo seis meses después de que la Royal Society descubriera en él a un hombre extraordinariamente dotado para la óptica—, escribió a Oldenburg expresándole sus dudas de que hiciese más ensayos con los telescopios, «encontrándome deseoso de continuar otros asuntos». Tres años y medio más tarde, postergó la redacción de un tratado general sobre los colores por unas obligaciones no especificadas: «Algunos asuntos propios que, en este momento, ocupan casi todo mi tiempo y atención.» Aparentemente, esos otros asuntos no eran las matemáticas porque, más tarde, en 1676, confiaba en que la segunda carta para Leibniz fuera la última. «Ya que, teniendo otras preocupaciones en la cabeza, considerar estas cosas, en este momento, representa una molesta interrupción para mí.» No sólo estaba preocupado, estaba casi frenético de impaciencia. «Sir», terminaba la carta, «tengo mucha prisa. Suyo…» Prisa ¿por qué? Sin duda, no por las diez conferencias en álgebra que supuestamente dio en 1676. Tampoco por sus alumnos o por sus deberes académicos, porque no tenía ni los unos ni los otros. Sólo la persecución de la Verdad podía abstraer a Newton hasta el punto de que se resintiera de la interrupción de una carta. Newton volvía a encontrarse en un estado de éxtasis. Si las matemáticas y la óptica habían perdido su capacidad de dominarle, era porque otros estudios las habían suplantado.
Uno de los estudios era la química. Collins mencionó dos veces su ensimismamiento en cartas a Gregory. Años después, cuando conversaba con Conduitt sobre sus primeros años en Cambridge, el mismo Newton mencionó que Wickins le había ayudado en sus «experimentos químicos». Su interés en esta materia se desarrolló un poco más tarde que su interés por la filosofía natural. Cuando redactó las «Quaestiones quaedam philosophicae», a mediados de la década de 1660, apenas registró nada que pudiera llamarse química, a pesar de que Robert Boyle era una de las principales fuentes de su nueva filosofía mecánica. No obstante, al ampliar sus notas bajo una serie de encabezamientos de las «Quaestiones» en un nuevo cuaderno, la química empezó a aparecer, y las notas indican que Boyle supuso su introducción al tema. La habilidad de Newton para organizar lo que aprendía, de forma que podía recuperarlo, era un importante aspecto de su genio. Años más tarde, en un documento que preparaba para la Casa de la Moneda, describió un proceso para refinar oro y plata con plomo que había registrado en aquel tiempo, y utilizó parte de las notas redactadas cincuenta años antes.
No todas las anotaciones del glosario químico que compuso en aquel tiempo se reducen a una química directa y prosaica, o «química racional», como la llaman quienes pretenden que Newton no dejó tras de sí una vasta colección de manuscritos alquímicos. Newton registró numerosas anotaciones sobre el mercurio, incluyendo el mercurio sublimado que «abre» el cobre, el estaño y la plata, pero no el oro. «Sin embargo, quizá», añadió, «pueda haber procesos de sublimación (como los que resultan de sublimar un sublimado común y sal de amonio, bien molidos juntos) que, además de operar notablemente en otros metales, actúen también sobre el oro.» Una de las anotaciones describe el menstruum peracutum de Boyle, que disolvía el oro e, incluso, arrastraba consigo un poco de oro en la destilación. Boyle otorgó al menstruum peracutum una significación alquímica; las notas de Newton implican que él también lo hizo. El antimonio y su poder para purificar el oro hacen su aparición. Igual que con la refinación del oro por el plomo, Newton empleó más tarde su conocimiento de refinación por el antimonio en el documento de gran carga emocional que redactó cuando el modelo de su sistema de acuñación fue impugnado en el juicio del pyx, un procedimiento para asegurar la calidad en la Casa de la Moneda, en 1710. Su primer glosario también incluía instrucciones para hacer régulo de antimonio, régulo de Marte y «Regulus Martis Stellatus», la estrella régulo de Marte que pronto ocuparía un lugar prominente en un marco explícitamente alquímico.
De igual forma, el cuaderno químico cambió de carácter. A las notas sobre Boyle, sucedieron otras sobre la Pyrotechny Asserted (Declaración sobre pirotecnia) de George Starkey. Starkey era el seudónimo de Eirenaeus Philalethes, cuyos numerosos tratados en alquimia ejercieron una enorme influencia sobre Newton. Una de las últimas partes del cuaderno —añadida, quizá, una década después del conjunto inicial— llevaba el encabezamiento: «Del trabajo con el 1 [oro] común.» Newton extrajo el contenido de sus notas del comentario de Philalethes sobre Ripley.
No contamos con garantías sólidas para fechar con precisión la inmersión de Newton en la alquimia. Ciertos datos apuntan al año 1669. La conclusión de su trabajo en el campo de la óptica, antes de que fuera designado titular de la cátedra de Lucas, pudo ayudar al surgimiento de una nueva pasión intelectual. La impaciencia de la que dio muestras en la década de 1670, sobre las cuestiones planteadas a la teoría de los colores, viene en parte de su total dedicación a un nuevo trabajo de investigación.
El orden en el que se desarrolló el cuaderno químico de Newton resulta significativo. Newton no tropezó con la alquimia, descubrió su absurdidad y se encaminó hacia una química seria y «racional». Más bien, comenzó con la química seria y la abandonó con bastante rapidez por lo que consideraba mayor profundidad de la alquimia. Las últimas notas, atribuidas a Boyle, hacían referencia a su Essay of… Effluviums (Ensayo de… efluvios), de 1673. Una receta de autoría desconocida para la fabricación del fósforo (que comenzaba de esta impresionante forma «Tómese un barril de orina») —derivada, sin duda, de la investigación sobre el fósforo llevada a cabo por Boyle a comienzos de la década de 1680, pero una receta aislada para una sustancia nueva y poco común— constituye un tema diferente extraído de notas sobre una lectura continuada. El mismo Boyle estaba profundamente implicado en la alquimia y, una vez trabaron conocimiento, los dos hombres mantuvieron una correspondencia sobre este tema hasta la muerte de Boy le en 1691. Mientras tanto, la lectura que empezó con Boyle en los años sesenta, derivó claramente hacia autores alquímicos, alrededor de 1669. Sus notas señalan que, en su viaje a Londres de ese año, compró la gran colección de escritos alquímicos Theatrum chemicum, en seis pesados volúmenes en cuarto. Newton también compró dos hornos, material de vidrio y productos químicos. Probablemente un maestro del Arte introdujo a Newton en esta materia. Existen pruebas de la existencia de adeptos en Cambridge en ese tiempo. No obstante, no nos sentimos obligados a buscar un maestro alquímico. Newton ya había demostrado que podía abrirse camino en varias materias sin ayuda de nadie. Contando con colecciones como la del Theatrum chemicum, su descubrimiento independiente de la alquimia pudo ser bastante fácil.
Cualquiera que fuese su origen, existen pruebas concluyentes que demuestran cómo la actividad alquímica de Newton incluyó su entrada en la sociedad extraordinariamente clandestina de alquimistas ingleses. Su lectura de la alquimia no se redujo a la palabra impresa. Entre sus manuscritos se encuentra un grueso muestrario de tratados alquímicos, no impresos en su mayoría y escritos, al menos, por cuatro manos diferentes. El hecho de que Newton copiara cinco de los tratados y algunas recetas, hace pensar que la colección le había sido prestada para su estudio, aunque, por alguna razón, no la devolvió. A fines de la década de 1660, Newton copió la «Exposition upon Sir George Ripley’s Epistle to King Edward IV» («Exposición sobre la epístola al rey Eduardo IV de sir George Ripley») de Philalethes, a partir de una versión que difiere de las publicadas, aunque ésta coincide con dos manuscritos que hoy se encuentran en la British Library. Diez años antes de su publicación, Newton tomó muchas notas de un manuscrito de Philalethes, titulado «Ripley Revivid» («Ripley revivido») y durante los siguientes veinticinco años continuó recibiendo gran número de manuscritos alquímicos que copió personalmente.
Estos manuscritos ofrecen los aspectos más intrigantes de su carrera como alquimista. ¿De dónde venían? Los manuscritos de Philalethes circularon inicialmente entre el grupo de alquimistas asociado a Samuel Hartlib, en Londres. Hartlib había muerto mucho antes de que Newton se introdujera en la alquimia, pero éste pudo haber mantenido contacto con discípulos del grupo. El hecho de que William Cooper —quien tenía una tienda con el símbolo del pelícano en Little Britain— publicara «Ripley Revivid» y al menos otros dos de los tratados que Newton copió, hace pensar que el contacto se produjo a través de él. Robert Boyle había conocido al círculo de Hartlib y a Philalethes-Starkey, aunque parece claro que Newton no entró en contacto con Boyle hasta 1675. Uno de los manuscritos copiados concluía con cartas fechadas en 1673 y 1674, dirigidas por A. C. Faber al Dr. John Twisden, e incluía notas de Twisden, en éstas y en el manuscrito. Faber (A. D. mejor dicho que A. C.) era un médico de Carlos II que había publicado un tratado sobre oro potable. Twisden, también médico en Londres, conocido por su defensa de la medicina galénica, no parece un alquimista clandestino, pero las notas que se le la atribuyen son las de un serio practicante. Existe, al menos, la posibilidad de que, en lo concerniente a este documento, se produjera un contacto personal y una transmisión directa. En otro manuscrito, «Manna», con distinta caligrafía a la de Newton, éste añadió dos páginas de notas y variantes de lecturas «extraídas de un manuscrito dirigido a Mr. F. por W. S., 1670, y a él por Mr. F., 1675». La catedrática B. J. T. Dobbs cree razonablemente que «Mr. F.» era Ezequiel Foxcroft, un fellow del King’s que murió el mismo año de 1675. Foxcroft, el sobrino de Benjamín Whichcote, pariente por matrimonio de John Worthington, y amigo de Henry More (todos los platonistas de Cambridge), tradujo el tratado rosacruz «La boda química», que fue publicado quince años después de su muerte. Newton lo leyó y tomó notas sobre el mismo en aquel tiempo. Fuera o no Ezequiel Foxcroft «Mr. F.», el misterio de los manuscritos alquímicos permanece sin resolver. El hombre que se aislaba de sus colegas del Trinity y renunciaba a mantener correspondencia con otros filósofos de Londres, estaba aparentemente en contacto con alquimistas de quienes recibía manuscritos.
Este misterio no puede ser ignorado. Los manuscritos perviven: tratados alquímicos no publicados y copiados por Newton, cuyos originales son desconocidos. A excepción de las poco reveladoras referencias a Twisden, Faber, «W. S.», y «Mr. F.», no existen pruebas tangibles que expliquen por qué medios llegaron a ponerse en contacto. En marzo de 1683, un tal Fran. Meheux escribió a Newton desde Londres sobre el éxito de un tercer alquimista, identificado sólo como «él», al extraer tres tierras, del primer agua. La carta de Meheux evidencia una correspondencia fluida entre ambos, pero las cartas han desaparecido. Meheux y «él» se asemejan a las sombras. En 1696, un personaje sin nombre e igualmente fantasmagórico —un londinense conocido de Boyle y de Edmund Dickinson (famoso alquimista a quien Carlos II había protegido) — visitó a Newton en Cambridge para discutir sobre temas alquímicos. No se trató de un encuentro casual: el hombre fue a Cambridge para encontrarse con él. Newton guardó memoria de su conversación en un memorándum. La alquimia fue el tema inicial de la correspondencia que mantuvo con Boyle a partir de 1676. Su amistad con John Locke y Fatio de Duillier estaba relacionada con la alquimia, aunque se iniciara con ambos a fines de los años ochenta. Aparte de eso, nada más. Una de las mayores pasiones de su vida —según se desprende de un gran conjunto de documentos que se extiende a lo largo de treinta años—, una actividad que incluía el contacto con círculos alquímicos —como atestiguan sus copias de tratados no publicados—, permaneció y aún permanece prácticamente oculta para los demás.
Los propios manuscritos de Newton establecen el hecho de que, en torno a 1669, comenzó a leer profusamente literatura alquímica. Sus notas sobre estas lecturas han pervivido, y, si bien no es posible fecharlas con precisión, sin duda pertenecen al periodo de los últimos años de la década de 1660 y, quizá, a 1670-1671. En su reciente estudio sobre los inicios de Newton en la alquimia, B. J. T. Dobbs sostiene que Newton sondeó «la gran totalidad de literatura de vieja alquimia [es decir, anterior al siglo XVII], como nunca se había hecho hasta entonces». Newton también estudió a los alquimistas del siglo XVII —especialmente a Sendivogius, a D’Espagnet y a Eirenaeus Philalethes— con la misma intensidad. Gran parte de la atención que Newton dedicó a la alquimia se produjo más tarde. He desarrollado un concienzudo estudio cuantitativo de los manuscritos alquímicos que dejó tras de sí, y los he dividido en tres grupos cronológicos. Alrededor de una sexta parte del total —con creces más de un millón de palabras dedicadas a la alquimia— parece pertenecer al periodo anterior a 1675. Como era habitual en él, Newton compró un cuaderno en el cual escribió doce títulos generales y una serie de subtítulos, con el objeto de organizar los frutos de sus lecturas (títulos como «Conjunctio et liquefactio», «Regimen per ascensum in Caelum & descensum in terram» y «Multiplicado»). En esta ocasión, no desarrolló su plan más allá de un pequeño número de entradas. Su posterior Index chemicus compensaría ampliamente este primer vacío. Mientras tanto, continuó avanzando en sus lecturas con gran rapidez.
Independientemente de lo que la alquimia significara para él, Newton estuvo siempre convencido de que los tratados que leía estaban relacionados con los cambios sufridos por las sustancias materiales. Su objetivo era penetrar en la frondosa jungla de imágenes para encontrar el proceso común a todas las grandes exposiciones del Arte. Sostener esto no es decir que la química que perseguía fuese aceptada por las academias científicas de su tiempo, ni que los científicos del siglo XX lo acepten como química. En cualquier caso, Newton entendía que los procesos químicos —no la experiencia mística expresada en el idioma de los procesos químicos— eran los elementos constitutivos del Arte. De esta forma, su lectura de la literatura alquímica corrió paralelamente a la experimentación del laboratorio. Los progresos hechos en el laberinto de su trabajo alquímico son correlativos a las notas experimentales que perviven junto a los manuscritos alquímicos.
La mayor parte de sus notas experimentales corresponden a 1678 y a fechas posteriores. Algunas de las que aparecen en su cuaderno químico no están fechadas, aunque todo parece indicar que pertenecen a fines de la década de 1660 y a principios de la de los setenta. Sus primeros experimentos —basados en Boyle e influidos quizá también por Michael Maier— estaban dirigidos hacia la extracción del mercurio a partir de varios metales. En el mundo intelectual de la alquimia, el mercurio —no el mercurio común, sino el mercurio de los filósofos— constituía la primera materia común de la cual estaban formados todos los metales. Liberarla de su forma fija incluida en los metales, limpiarla de impurezas contaminantes, significaba vivificarla y prepararla para la Obra. Las dos imágenes que aquí nos encontramos —las imágenes de la purificación y la vivificación, que incluían la generación por el masculino y el femenino— impregnaban la literatura alquímica que Newton leía. Sus notas de laboratorio revelan sus intentos de extraer el mercurio de los filósofos por diversos procedimientos, igual que su experimentación con métodos alquímicos más poderosos como la llevada a cabo con la estrella régulo de Marte, régulo de antimonio hecho con hierro.
A través de otros testimonios, de sus propias anotaciones y de sus experimentos con sustancias alquímicamente significativas, entendemos con claridad que Newton dedicó una gran atención a la alquimia a fines de la década de 1660 y a principios de la de 1670. Sólo podemos especular sobre sus objetivos. Como todo el mundo sabe, la alquimia perseguía la fabricación del oro. Sin embargo, en el vasto conjunto formado por sus manuscritos alquímicos, nada indica que Newton estuviera dominado por esa finalidad, «la fabricación del oro», en el sentido vulgar de la frase. A pesar de que Newton no era indiferente a la riqueza material, el dinero nunca fue la causa de que olvidara sus comidas o se abstrajera. La Verdad y sólo la Verdad le dominaba. También la Verdad era la finalidad del Arte para las grandes figuras y los memoriales de la tradición alquímica, los hombres y los trabajos que Newton estudiaba. Como Elías Ashmole insistía en el prólogo a su Theatrum chemicum britannicum, la fabricación del oro era el uso menos importante al cual los adeptos aplicaban su conocimiento.
Porque los que aman la sabiduría por encima de la riqueza terrenal, realizan operaciones más altas y excelsas. Y, ciertamente, aquel para quien todo el curso de la naturaleza queda abierto, no goza tanto con la posibilidad de fabricar oro y plata, o que los demonios se sometan a él, sino con la de ver abrirse los cielos, ascender y descender a los ángeles de Dios, y su propio nombre inscribirse en el libro de la vida.
La tradición filosófica de la alquimia había considerado siempre su conocimiento como la posesión secreta de unos elegidos, separados de la vulgar masa, tanto por su sabiduría como por la pureza de sus corazones. En el tiempo en el que Newton se volvió seriamente hacia la alquimia, había concluido dos investigaciones de importancia capital; no podía dudar de su derecho a pertenecer a una elite intelectual. Tenemos menos datos para saber qué era lo que Newton pensaba sobre la pureza de su corazón, pero ese tipo de convicciones están presentes en la historia de la humanidad.
A excepción del concepto de un conocimiento secreto para unos elegidos, todas las características se aplicaban también a la filosofía mecánica que Newton acababa de abrazar. No obstante, las dos filosofías diferían sensiblemente en la naturaleza de la verdad que ofrecían. En la filosofía mecánica, Newton había encontrado una aproximación a la naturaleza que separaba de forma radical el cuerpo y el espíritu, eliminaba el espíritu de las operaciones de la naturaleza y sólo explicaba éstas a través de la necesidad mecánica de partículas de materia en movimiento. En contraste, la alquimia representaba la encarnación esencial de todo lo que la filosofía mecánica rechazaba. La alquimia veía la naturaleza como vida y no como máquina, explicaba los fenómenos por la fuerza del espíritu, y sostenía que todas las cosas se generan por la copulación de principios masculinos y femeninos. Entre las «Opiniones notables» que reunió unos diez años más tarde, Newton incluyó el argumento de Effararius el Monje, según el cual la piedra se componía de cuerpo, alma y espíritu; es decir, cuerpo imperfecto, fermento y agua.
Porque un cuerpo muerto y pesado es un cuerpo imperfecto per se. El espíritu que purga, ilumina y purifica el cuerpo es el agua. El alma que da vida al cuerpo imperfecto cuando no la tiene, o lo eleva a un plano superior, es el fermento. El cuerpo es Venus y femenino; el espíritu es Mercurio y masculino; el alma es el Sol y la Luna.
En una colección posterior de «Opiniones esclarecedoras y conclusiones notables», Newton incluyó una expresión de origen desconocido sobre el concepto de generación sexual a la cual aludía Effararius en su frase final.
Un mercurio doble es la primera, única e inmediata materia de todos los metales, y estos dos mercurios son los dos espermas femenino y masculino, el sulfuro y el mercurio, fijos y volátiles, las Serpientes que se enrollan en el caduceo, los Dragones de Flammel. Nada surge de un esperma masculino o femenino aislados. Para la generación y para la primera materia, ambos deben unirse.
Newton encontró en la alquimia otra idea irreconciliable con la filosofía mecánica. Donde esa filosofía insistía en la inercia de la materia, de forma que sólo la necesidad mecánica determina su movimiento, la alquimia sostenía la existencia de principios activos en la materia como agentes primarios de los fenómenos naturales. Principalmente, sostenía la existencia de un agente activo: la piedra de los filósofos, el objeto del Arte. Todo tipo de imágenes se aplicaban a la piedra y todas ellas expresaban un concepto de actividad completamente opuesto a la inercia de la materia mecánica caracterizada únicamente por la extensión. Flammel la llamaba «el rey más poderoso e invencible»; Philalethes, el «milagro del mundo» y «el sujeto de las maravillas». El autor de Elucidarius insistía en que «es imposible expresar [sus] infinitas virtudes…». En Sendivogius y Philalethes, la actividad a veces adoptaba la forma específica de una atracción, y la llamaban imán. Reformadores filosóficos como Descartes habían trabajado explícitamente para eliminar conceptos «ocultos» de la filosofía natural, tales como las atracciones; habían inventado vórtices de distintas materias invisibles para explicar el hecho aparente del magnetismo. No Sendivogius ni Philalethes. Para ellos, el imán ofrecía una imagen de la operación de la naturaleza. «Llaman plomo a un imán», anotó Newton en sus primeros apuntes sobre Sendivogius, «porque su mercurio atrae a la semilla de antimonio como el imán atrae al cálibo.» Y, de nuevo, anotó que «nuestra agua» se extraía del plomo «por la fuerza de nuestro cálibo, que se encuentra en el vientre de Ares». En una nota, Newton explicaba lo que esto significaba, «la fuerza de nuestro sulfuro se encuentra oculta en el antimonio».
Creo necesario ver el interés de Newton por la alquimia como una manifestación de rebelión contra los límites impuestos por el pensamiento mecanicista a la filosofía natural. Si la persecución de la Verdad constituía la esencia de su vida, no hay ninguna razón para creer que se hubiera podido contentar para siempre con su primera pasión. La filosofía mecánica se había rendido a su deseo, quizá demasiado fácilmente. Insatisfecho, continuó con su búsqueda y encontró en la alquimia y en las filosofías afines, una nueva pasión, o una infinita variedad de ellas, nunca completamente reductibles. Si otras le hastiaban, ésta sólo estimulaba el apetito que ella misma alimentaba. Newton vivió con ella más de treinta años.
Quizá rebelión sea una palabra demasiado fuerte, y debería hablar más bien de una rebelión parcial. Newton nunca abandonó por completo su primera pasión; nunca dejó de ser un filósofo mecánico, en su sentido más estricto y trascendente. Siempre creyó que las partículas de materia en movimiento constituían la realidad física. Sin embargo, así como los más persuadidos filósofos mecánicos insistían en que sólo las partículas de materia en movimiento constituían la realidad física, Newton creyó desde muy temprano que estas categorías eran demasiado limitadas para expresar la realidad de la naturaleza. En su odisea intelectual, la alquimia ensancha sus miras y le ofrece categorías adicionales que enriquecen y completan las estrechas miras mecanicistas. Su fama imperecedera nace de su poder para asimilar todas las posibilidades que se mostraban ante él.
La convicción que se encuentra en los documentos alquímicos de Newton de los primeros años de la década de 1660, según la cual la ciencia mecánica debía ser completada por una filosofía natural más profunda, capaz de sondear los principios activos presentes en las partículas en movimiento, volvió a repetirse en la «Hipótesis de la luz» de 1675, aunque la veló considerablemente, quizá a causa del público. En apariencia, la «Hipótesis» presentaba una cosmología mecánica basada en un éter universal, durante trescientos años considerada la expresión representativa de la filosofía mecánica del siglo XVII. No obstante, contenía elementos extraños, un poco menos extraños tras la lectura de la «Vegetación de los metales», uno de sus primeros documentos alquímicos. La «Hipótesis» hace referencia varias veces a un «principio secreto de insociabilidad», según el cual los fluidos y los espíritus no se mezclan con unas cosas y sí con otras. También aparecen los principios activos. Newton imaginaba la condensación del éter en los cuerpos que fermentan y arden, y su exhalación en vapores, de forma que toda la Tierra «hasta su mismo centro, puede encontrarse en un estado de incesante transformación».
Porque la naturaleza es una perpetua trabajadora circulatoria, que genera fluidos de los sólidos y sólidos de los fluidos, cosas fijas de las volátiles y volátiles de las fijas, sutiles de las densas y densas de las sutiles; hace ascender algunas cosas y forma los jugos terrestres superiores, los ríos y la atmósfera, y, por consecuencia, y por compensación de lo anteriormente expuesto, descender otras.
No nos sorprende que la «Hipótesis» se haya llamado recientemente una cosmología alquímica.
No mucho después de escribir su «Hipótesis», Newton leyó en las Philosophical Transactions un informe de «B. R.» sobre un mercurio especial que calentaba el oro cuando se combinaba con el primero. B. R. pedía consejo sobre la conveniencia o no de publicar la receta del mercurio. Por lo que sabemos, Newton fue el único que contesto a Robert Boyle, al entender correctamente que se trataba de B. R. Lo más interesante de la carta a Boyle es el hecho de que la escribiera. Al mismo tiempo que trataba desesperadamente de terminar con su correspondencia sobre óptica y matemáticas, redactó de forma voluntaria una carta sobre alquimia, que parece un esfuerzo por iniciar una correspondencia. Existe evidencia de que ésta se vio continuada, siendo la única correspondencia de sus años de silencio que podemos confirmar y de la que tenemos noticia; y, por ello, después de su carta inicial, una correspondencia directa, sin intermediarios.
Si, como sugiere la evidencia del manuscrito, la intensa actividad de Newton en la alquimia se redujo por un tiempo después de los primeros años de la década, no le faltaron otros intereses. Sus documentos muestran cómo en ese tiempo comenzó a interesarse por un nuevo campo de estudio, la teología. Quizá sea equivocado llamarlo «nuevo». Al margen de que sea posible especular sobre la lectura de la biblioteca de su padrastro, existen sólidas pruebas de su temprano interés por la teología. Cuatro de los diez libros que compró poco después de su llegada a Cambridge —como sabemos por sus notas y por la fecha que acompaña a su firma— versaban sobre teología. Sin embargo, no ha sobrevivido ningún conjunto de manuscritos teológicos anterior a 1672. En aquel tiempo, Newton completaba su cuarto año como Magister en Artes y fellow del Trinity. En los tres años siguientes, debía ser ordenado en el clero anglicano o enfrentarse a la expulsión del colegio. El comienzo de un serio estudio teológico pudo derivarse de la proximidad de la conclusión de ese plazo. Cualquiera que fuese la causa, el hecho en sí mismo no puede negarse. Tampoco creemos que se entregara a la teología de mala gana, ya que el tema le absorbió rápidamente como había sucedido antes con otros. Sus notas revelan un profundo compromiso. Existen muy pocas fechas seguras relacionadas con los manuscritos y, cuando se trata de localizarlas cronológicamente, uno se echa atrás, principalmente por la incertidumbre que provoca la caligrafía. En cualquier caso, no es difícil asegurar que, al menos durante un tiempo, cuando Newton expresaba impaciencia ante las interrupciones causadas por la correspondencia óptica y matemática, durante la década de 1670, su preocupación era la teología. Newton anotó una serie de referencias teológicas en el borrador de su carta del 4 de diciembre de 1674, en la que informaba a Oldenburg de que tenía la intención «de no ocuparse más del fomento de la Filosofía».
Resulta imposible fechar con precisión la mayor parte de los manuscritos, igual que resulta imposible garantizar su orden. Por otra parte, es seguro que el modelo organizativo, tan habitual en Newton, estaba presente en los primeros. Newton escribió en un cuaderno una serie de títulos que resumían la teología cristiana: «Attributa Dei», «Deus Pater», «Deus Filius», «Incarnatio», «Christi Satisfactio & Redemptio», «Spiritus Sanctus Deus», y otros parecidos. Aparentemente, pretendía utilizar el cuaderno para sistematizar su estudio de la Biblia; las referencias que anotaba, la base de su gran conocimiento de los textos sagrados, provenía, casi totalmente, de las Sagradas Escrituras. Aunque la lista de encabezamientos parece irreprochablemente ortodoxa, las entradas de Newton bajo éstos sugieren que ciertas doctrinas —que tenían la capacidad de alejarle de la ortodoxia— habían empezado a fascinarle. En su lista original, dedicó un folio a «Christi Vita», y en la siguiente, a «Christi Miraculi». Cuando una entrada anterior invadía el terreno de la primera, la unía a la segunda y no escribía nada bajo la suma de los encabezamientos. Newton dejó cinco folios completos —o diez páginas— para el título «Christi Passio, Descensus et Resurrectio», y dos folios —o cuatro páginas— para «Christi Satisfactio & Redemptio». No llegó a llenar más de dos de las diez páginas que había reservado para el primero, ni una de las cuatro que había reservado para el segundo. El título que había abarcado sus dos páginas de anotaciones era «Deus Filius». Bajo éste, Newton reunió pasajes de la Biblia que definían la relación del Hijo de Dios con el Dios Padre. De la Epístola a los Hebreos I, citó los versos 8-9, donde se dice que Dios colocó a Cristo a su mano derecha, le llamó Dios y por haber amado la rectitud le dijo: «Te ungió Dios, el Dios tuvo, con óleo de alegría más que a tus compañeros.» Frente a las dos palabras que había subrayado, Newton insertó una nota marginal: «Por ello el Padre es Dios del Hijo [cuando el Hijo es considerado] como Dios.» Una entrada posterior refuerza el significado de la nota.
Con relación a la subordinación de Cristo, ver Hch. 2, 33, 36; Fil. 2, 9, 10; I Pe. 1,21; Jn. 12, 44; Rom. 1, 8 y 16, 27; Hch. 10, 38 y 2, 22; I Cor. 3, 23, y 15, 24, 28 y II. 3, 2; Cor. 22, 23.
Bajo «Deus Pater» ya había anotado media página de referencias sobre ese mismo tema, incluyendo tres que comenzaban a sonar de forma bastante significativa:
Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre. I Tim. 2, 5.
Cristo es la cabeza de todo varón, y el varón es la cabeza de la mujer, y Dios es la cabeza de Cristo. I Cor. 11, 3.
Éste será grande y será llamado Hijo del Altísimo. Le. 1, 32.
El subrayado «Altísimo» es de Newton. La reiterativa implicación, en los dos encabezamientos, de una distinción real entre Dios Padre y Dios Hijo sugiere que casi el primer fruto del estudio teológico de Newton fue dudar sobre el estado de Cristo y la doctrina de la Trinidad. Si la proximidad de la fecha de su ordenación había obligado a Newton a comenzar sus lecturas teológicas, la lectura misma comenzó a amenazar su ordenación.
En el otro extremo del cuaderno, Newton anotó un nuevo grupo de encabezamientos bajo los cuales tomó apuntes sobre otras lecturas teológicas, en su mayoría sobre los primeros Padres de la Iglesia. La naturaleza de los encabezamientos (por ejemplo, «De Trinitate», «De Athanasio», «De Arrianis et Eunomianis et Macedonianis», «De Haerisibus et Haereticis»), junto con un par de citas de estos padres al final de los encabezamientos del otro extremo, implican firmemente que esta parte del cuaderno estaba relacionada con sus nuevas lecturas, las cuales respondían a su necesidad de explorar las preguntas surgidas. El contenido de las notas dejó una huella perdurable en la vida de Newton. Para facilitar su acceso a estas notas, escribió un índice, y una serie de entradas posteriores (según se desprende de las distintas caligrafías) demuestran que volvió a ellas. Las convicciones que se vieron reforzadas mientras recopilaba sus notas permanecieron inalterables hasta su muerte.
La entrada más larga, «De Trinitate» («Sobre la Trinidad»), ocupaba nueve páginas. El pasaje estaba más relacionado con el estudio que con el debate. Newton volvió a los trabajos de los hombres que habían formulado el trinitarismo —Atanasio, Gregorio Nacianceno, Jeremías, Agustín y otros—, para obtener una información correcta sobre la doctrina. Sus «Observaciones sobre los trabajos de Atanasio», y otras anotaciones, tenían la misma finalidad. Su interés iba más allá de la doctrina. Newton quedó fascinado por Atanasio, el hombre, y por la historia de la Iglesia en el siglo IV, cuando se produjo un apasionado y encarnizado conflicto entre Atanasio y sus seguidores a resultas del cual se produjo la escisión entre, por un lado, los que pasaron a convertirse en cristianos ortodoxos, y por el otro, Arrio y sus seguidores, quienes negaban la Trinidad y la condición divina de Cristo. Newton también leyó extensamente sobre éstos. Una vez en marcha, Newton se dispuso a dominar todo el corpus de la literatura patrística. Además de los mencionados anteriormente, Newton citaba en su cuaderno a Ireneo, Tertuliano, Cipriano, Eusebio, Eutiques, Sulpicio Severo, Clemente, Orígenes, Basilio, Juan Crisóstomo, Alejandro de Alejandría, Epifanio, Hilario, Teodoro, Gregorio de Niza, Cirilo de Alejandría, León I, Victorino Afer, Rufino, Manencio, Prudencio y otros. Parecía conocer todos los trabajos de prolíficos teólogos como Agustín, Atanasio y Orígenes. No había un solo escritor patrístico importante cuyos trabajos no devorara. Y, siempre, su mirada iba dirigida a los problemas relacionados con la naturaleza de Cristo y la naturaleza de Dios.
Newton comenzó a obsesionarse con la idea de que un impresionante engaño —que comenzó en los siglos IV y V— había pervertido la legalidad de la antigua Iglesia. Este engaño se basaba principalmente en las Sagradas Escrituras; Newton comenzó a creer que éstas habían sido corrompidas para apoyar el trinitarismo. Resulta imposible saber cuándo esta convicción hizo presa de él. Las mismas notas originales testimonian la existencia de dudas desde muy temprano. Lejos de silenciarlas, dejó que éstas le poseyeran. «Porque hay tres que tienen un lugar en el cielo, el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo: y estos tres son uno.» Así rezaba I Juan 5, 7, que leía en su Biblia. «No reza de la misma forma en la Biblia siria», descubrió Newton. «Tampoco en Ignacio, Justino, Ireneo, Tertuliano, Orígenes, Atanasio, Nacianceno, Didimo, Crisóstomo, Hilario, Agustín, Beda y otros. Quizá, Jeremías sea el primero en rezar de esta forma.» «E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en la carne…» Ésta es la versión ortodoxa de I Timoteo 3, 16. La palabra Dios es obviamente crítica hacia la utilidad del verso en apoyo del trinitarismo. Newton descubrió que las primeras versiones no contenían esta palabra, y sólo rezaban «grande es el misterio de la piedad que fue manifestado en la carne». «Y lo que es más, en los siglos IV y V», anotaba, «este pasaje no se citaba en contra de los arríanos.»
Las corrupciones de las Sagradas Escrituras llegaron relativamente tarde. La primera corrupción de la doctrina —que obligó a la corrupción de las Escrituras para apoyarla— tuvo lugar en el siglo IV, cuando el triunfo de Atanasio sobre Arrio impuso la falsa doctrina de la Trinidad en el cristianismo. Capital para el trinitarismo era el adjetivo homoousios, utilizado para sostener que el Hijo es consustancial (homoousios) al Padre. Newton se inclinaba a llamar «homusianos» a los atanasios. En un primer borrador sobre la historia de la Iglesia en el siglo IV, Newton describía cómo los oponentes de Arrio, en el Concilio de Nicea, quisieron basar su argumentación únicamente en las citas bíblicas, rechazando el arrianismo y afirmando sus propias convicciones, según las cuales el Hijo es el eterno e increado logos. En cualquier caso, el debate les llevó a sostener que el Hijo era homoousios con el Padre, aunque esa palabra no se encuentra en las Escrituras. «Es decir, cuando los Padres fueron incapaces de sostener la posición de Alejandro [el obispo de Alejandría, que había condenado a Arrio como hereje] desde las Escrituras, antes que dejar de condenar a Arrio prefirieron desertar de las Escrituras.» Eusebio de Nicomedia había introducido el término homoousios en el debate como consecuencia intolerable y claramente herética de la posición anti-arriana.
De esta forma, puede verse que los padres tomaron la palabra, no de la tradición, sino de la carta de Eusebio, y, aunque la explicaba como consecuencia de la doctrina de Alejandro —que él pensaba tan alejada del sentido de la Iglesia que ni siquiera ellos mismos podían admitirla— la eligieron por ser contraria a Arrio.
Atanasio sostenía que el uso ortodoxo del término homoousios no comenzó en el Concilio de Nicea, sino que podía encontrarse, por ejemplo, en los escritos del padre Dionisio de Alejandría en el siglo III. Un estudio concienzudo reveló a Newton que Atanasio había manipulado deliberadamente a Dionisio para dar a entender que aceptaba un término que de hecho, consideraba herético. Otros Padres antiguos habían sido manipulados también. Por ejemplo, se habían «introducido clandestinamente» algunas palabras en las epístolas de Ignacio, en el siglo II, para darles un sabor trinitario. Atanasio había manipulado también la proclamación del Concilio de Sárdica con el mismo propósito.
A los ojos de Newton, adorar a Cristo como un Dios era una idolatría: para él, el pecado capital. La «Idolatría» había aparecido en la lista original de títulos de su cuaderno teológico. Si la Iglesia antigua había establecido la adoración a un solo y verdadero Dios, la terrible perversión que había triunfado en el siglo IV, conducía a la cristiandad a la idolatría. «Si la transubstanciación no existe», escribió a comienzos de los años setenta, «la idolatría pagana nunca fue tan negativa como la romana, como incluso los jesuitas confiesan algunas veces». Newton creía que el papa de Roma había ayudado e inducido a Atanasio, y que la idólatra Iglesia romana era el resultado directo de su corrupción de la doctrina.
Al final —y el final no tardó mucho en llegar—, Newton se convenció de que a la capital corrupción de la doctrina había seguido una corrupción universal de la cristiandad. La concentración del poder eclesiástico en las manos de la jerarquía había reemplazado a la organización política de la antigua Iglesia. La perversa institución monástica brotaba de la misma fuente. Atanasio había apoyado a Antonio, y los «homusianos» habían introducido a los monjes en el gobierno eclesiástico. En el siglo IV, el trinitarismo había profanado todos los elementos de la cristiandad. Aunque no lo dijo, obviamente creía que la reforma protestante no había tocado fondo en el origen de la infección. En el Cambridge de los años setenta, este tema era ciertamente espinoso. No es difícil entender por qué Newton se impacientaba con las interrupciones derivadas de temas menores como la óptica y las matemáticas. Newton se había comprometido a reinterpretar la tradición central de toda la civilización europea. Mucho antes de 1675, Newton se había convertido en un arriano, en el sentido original del término. Reconocía a Cristo como un mediador divino entre Dios y la humanidad, subordinado al Padre que le había creado.
Sus nuevas convicciones probablemente influyeron en su relación con Cambridge. Al margen de la tendencia de su personalidad y posición al aislamiento, sus convicciones heréticas, en una sociedad de dócil ortodoxia, lo acentuaron extraordinariamente. Cambridge era la tolerancia misma en el campo de la actuación, pero esa tolerancia no se extendía a las creencias. Sabiendo que cualquier discusión acarreaba el peligro de la ruina, Newton eligió el silencio. Resulta significativo que, con una excepción, ninguno de sus documentos teológicos estén escritos en la caligrafía de Wickins. Esa excepción —una interpretación anti-católica de la Revelación que Wickins copió para él— no podía en sí misma levantar dudas sobre su ortodoxia. Nada parece indicar que Wickins sospechara nunca la transformación que se estaba operando frente a él. Newton puso tanto celo en ocultar sus puntos de vista que sólo hoy tenemos pleno conocimiento de ellos.
Uno de los puntos del credo arriano —según el cual sólo el Padre tiene el poder de predecir los acontecimientos futuros— señala una nueva dimensión de los primeros estudios teológicos de Newton, la interpretación de las profecías. El interés de Newton por las profecías, Daniel y la Revelación de san Juan el Divino, se conoció a raíz de la publicación de sus Observaciones sobre las profecías, poco después de su muerte. Se ha aceptado siempre que este trabajo fue una obra tardía, como lo fue el tratado publicado. Sin embargo, su primer cuaderno teológico está lleno de referencias a las profecías. Ya en los años setenta, creía que la esencia de la Biblia era la profecía de la historia de la humanidad, más que la revelación de verdades sobre la vida eterna que excedían a la razón humana. Ya en aquel tiempo creía en lo que más tarde sostendría sobre la Revelación: «No existe un libro, en todas las escrituras, tan recomendado y celosamente guardado por la providencia como éste.» Newton puso en práctica su creencia escribiendo su primera interpretación de la Revelación mientras estaba embarcado en sus primeros estudios teológicos. Resultó ser mucho más que un interés pasajero. Su primer discurso contiene numerosos añadidos que nos hablan de la frecuencia con que volvió sobre éste. Newton escribió muchas revisiones de este trabajo y, seguramente, fue en una de estas en la que trabajaba cuando murió, cincuenta años más tarde.
El tratado original se abría con una introducción, en la que insistía sobre la importancia capital de las profecías.
Después de haber buscado el conocimiento en los textos proféticos [comenzaba], me he sentido obligado a comunicarlo en beneficio de otros, recordando a aquel que escondió su talento en un paño. Porque estoy persuadido de que ello será muy beneficioso para quienes creen que, para un sincero cristiano, no es suficiente con permanecer sentado ante los principios de la doctrina de Cristo —como los hechos de los apóstoles, la doctrina del bautismo, las curaciones por medio de las manos, la resurrección de los muertos y el juicio final— sino dejar que estos y otros principios continúen avanzando hacia la perfección, hasta que maduren y sean capaces de discernir entre el bien y el mal. Heb. 5, 12.
Los fracasos pasados no debían desalentar la tarea de comprender estos escritos. Dios otorgó las profecías para la edificación de su Iglesia. Éstas no eran cosas del pasado. Habían sido escritas para edades futuras. Cuando el tiempo llegase, su significado sería revelado en toda su plenitud. Que la gente aprendiera del ejemplo de los judíos, que tan caro habían pagado no haber reconocido al Mesías prometido. Si Dios estaba en contra de los judíos, lo estaría más con los cristianos que no supieran reconocer al Anticristo. «Ved entonces que no es ésta una especulación vana, no un asunto indiferente, sino un deber capital.» El cuidado nunca era suficiente. El Anticristo venía a seducir a los cristianos, en un mundo de muchas religiones, de las cuales sólo una podía ser verdadera «quizá, ninguna de las que conocéis», y se debía ser cauteloso a la hora de buscar la verdad. Podemos percibir ya que la interpretación de Newton de las profecías no estaba desvinculada de su arrianismo.
De hecho, el arrianismo —o quizá su victorioso oponente, el trinitarismo— fue la llave de la interpretación de Newton. El interés por las profecías había sido común en la Inglaterra puritana, donde había surgido un modelo de interpretación protestante de la Revelación, en el cual, inevitablemente, la Iglesia romana interpretaba el papel de la Bestia. Aceptando los principales trazos de la interpretación protestante, Newton alteró su significado para encajar su nueva percepción del cristianismo. La Gran Apostasía dejó de ser el romanismo y pasó a ser el trinitarismo.
La interpretación de Newton difería de otra forma de las de la mayoría. La mayor parte de los estudiosos de las profecías buscaban en ellas la comprensión de los acontecimientos contemporáneos. No era éste el caso de Newton. Con el paso de los años, Newton mostró cierto interés —aunque no intenso— por la fecha de la segunda llegada, que nunca situó en las postrimerías del siglo XVII. Tampoco he encontrado evidencias de que intentara relacionar la historia política de Inglaterra con las profecías. Más bien, concentró su atención en el siglo IV, el siglo crucial en la historia de la humanidad, en el que la Gran Apostasía sedujo a los hombres, separándoles de la adoración al único y verdadero Dios.
En la Revelación —como la entendía Newton— la apertura de los seis primeros sellos, que representaban periodos sucesivos de tiempo, estaba relacionada con la historia de la Iglesia hasta su definitivo establecimiento dentro del imperio, en el reino de Teodosio. El séptimo sello, en el que se incluían las siete trompetas (que también representan periodos sucesivos de tiempo), comenzó en el año 380. Hasta su conclusión, con el sonido de la séptima trompeta, retrata «la misma y continuada Apostasía […] Y, ciertamente, tan notables son los tiempos de esta Apostasía que, desde el capítulo cuarto, todo el Apocalipsis parece haber sido escrito por esta razón». Hasta entonces, aunque formuladas por Atanasio, las doctrinas trinitaristas habían sido profesadas sólo por un escaso número de obispos guiados por el papa. En aquel tiempo, sin embargo, Teodosio se convirtió en su defensor y, en el año 381, convocó el Concilio de Constantinopla para ratificarlo.
El año 381 es pues, sin duda, el momento en el que esta extraña religión occidental, que ha reinado desde entonces, comenzó a extenderse por el mundo. Y, de esta forma, la tierra y sus moradores comenzaron a adorar a la Bestia y a su imagen, que es la Iglesia del imperio occidental y su representante, el anteriormente citado Concilio de Constantinopla…
La sola idea del trinitarismo —la «falsa religión infernal»— bastaba para que Newton montara en cólera. Con él había llegado el regreso a la idolatría de una forma más degradada; no la majestuosa adoración de reyes y héroes muertos en templos magníficos, sino «la sórdida adoración en sepulcros de las Divinidades Cristianas […] la adoración de indignos y despreciables plebeyos en sus podridas reliquias». La nueva adoración se acompañaba de supersticiones de todas clases, avivadas y extendidas por monjes con historias ficticias de falsos milagros. «Idólatras», Newton tronaba contra ellos en el aislamiento de su habitación, «blasfemos y fornicadores espirituales…» Pretendían ser cristianos, pero el demonio sabía «que superaban a todos los demás, la clase de gente más vil y miserable… [la] peor clase de hombres que hasta entonces había reinado en la faz de la tierra…». Las seis primeras trompetas y las seis primeras plagas que se correspondían con éstas presentaban sucesivas invasiones del imperio —«como furias enviadas por la cólera de Dios para azotar a los romanos»—, repetidos castigos para unos apóstatas que adoraban falsos dioses.
Como delata la pasión con la que Newton se expresa, su primer tratado sobre las profecías era un documento muy personal. A su juicio, el triunfo del trinitarismo había violado los límites de la doctrina, y había ganado su dominio aliándose con bajos instintos humanos, como «la codicia y la ambición…».
Resulta claro, por tanto, que no unas personas aisladas, sino la totalidad del clero comenzó entonces a envanecerse y a tener como meta más el poder y la grandeza que la piedad y la igualdad, transgrediendo su oficio pastoral y exaltándose ellos mismos sobre el magistrado civil, sin importarles la malvada naturaleza de sus prerrogativas, ni sus consecuencias; unas prerrogativas que no conocían límites a su ambición, salvo la imposibilidad y los edictos imperiales.
Detrás del elemento específicamente anti-católico de la denuncia de Newton, es posible ver una condena mucho mayor. El Cambridge de la Restauración facilitaba un ejemplo más familiar de la codicia y la ambición en la Iglesia. En su vida diaria, Newton ya se había separado de los aspirantes a clérigos que le rodeaban. Abrazando el arrianismo había expresado su desprecio hacia las creencias de éstos. Ahora, en sus estudios proféticos, justificaba su rebelión apelando al curso sagradamente ordenado de la historia de la humanidad. Si estudiáis las profecías, los hombres os llamarán fanáticos y heréticos, les advertía.
Pero al mundo le gusta ser engañado, no entiende, no considera nunca la igualdad y se guía siempre por el prejuicio, el interés, los elogios del hombre y de la autoridad de la Iglesia en la que vive; como evidencia el hecho de que todas las partes se adhieran a la Religión en la que se han inmerso. Y, sin embargo, en todas partes, igual que sabios y cultos hay locos e ignorantes. Hay muy pocos que deseen entender la religión que profesan, y aquellos que estudian para entenderla, lo hacen más con fines mundanos o para defenderse, que para examinar la verdad y elegir y profesar la religión que entienden como verdadera […] No os escandalicéis, pues, de los reproches del mundo y contempladlos más bien como una señal de la verdadera Iglesia.
Por la verdadera Iglesia —a quien se dirigían las profecías—, Newton no entendía a todos los que se llamaban a sí mismos cristianos «sino a un grupo, un escaso número de personas aisladas, elegidas por Dios, no guiadas por el interés, la educación o las autoridades humanas, capaces de dedicarse seria y sinceramente a buscar la verdad». No hay duda de que Newton se colocaba a sí mismo entre esos elegidos. Algunas de las descripciones de ese grupo están impregnadas de experiencia personal. «Considerad», escribía en el primer borrador de su interpretación, «las apostasías de la Iglesia judía, especialmente en el reino de Ajab, un tiempo en el que la parte impoluta de la Iglesia había llegado a tal grado de desintegración que Elías se consideraba a sí mismo el único ser crítico que en ella quedaba.» Aislado en sus habitaciones del hedonismo y la trivialidad del Cambridge de la Restauración, Newton se preguntaba si no sería un nuevo Elías, y como éste, el único conocedor de la verdad.
La tensión recorre toda la obra. Por una parte, tenía un aroma milenarista. Por fin se revelaba el significado de las profecías, y, por tanto, el fin debía estar cerca: los santos sellados, que negaban a la Bestia, volverían a ocupar su puesto al frente de la Iglesia. Por otra parte, Newton estaba lejos de identificarse lo más mínimamente con el verdadero cristianismo apostólico. La cronología interna que había elegido con resolución, situaba el día de la trompeta final a dos siglos de distancia. En este punto, fue explícito. El comienzo del periodo crítico de 1.260 años había llegado, no en el año 380 —con el comienzo del séptimo sello— sino con la conclusión de la cuarta trompeta, cuando la apostasía alcanzó su cénit, en el año 607. Cualquiera que fuese el desdén de Newton por la sociedad que le rodeaba —quizá debido a su desdén—, no creía que la conversión estuviera cerca.
Existe una tensión aún mayor entre su propia pasión y su desapasionado método. Apenas nos sorprende que un hombre cuyo primer paso en cualquier clase de estudio era organizar metódicamente su conocimiento, quisiera proceder con la Revelación de la misma forma. Newton se quejaba de los intérpretes que «sin aplicar el menor método previo al Apocalipsis […] deforman las partes de la Profecía, separándolas de su orden natural según su deseo…». Newton quería certidumbre y no fantasías particulares, pues sólo entonces podría la Biblia ser una regla clara de la fe. Su «método» sería la llave de su análisis. En primer lugar, establecería las reglas de la interpretación. Luego, daría una clave para interpretar las profecías, con lo cual desaparecería esa libertad con la que muchos pasajes habían sido deformados con fines particulares. En tercer lugar, compararía las partes de la Revelación unas con otras, y las estudiaría a través de los caracteres internos impresos en ellas por el Espíritu Santo, lo que llamaba: abrir escritura por escritura. No podemos olvidar que este intérprete de las profecías había entrenado su mente en la dura escuela de las matemáticas. No fue accidental que procediera con un estilo matemático en su exposición y comenzara por diez «Proposiciones» generales (más tarde, llamadas «Posiciones»), seguidas de un mayor número de proposiciones específicas generadas para construir un argumento demostrativo. Newton creía haber alcanzado la certeza que buscaba. La frase original con la que iniciaba su tratado comenzaba: «Después de haber buscado y, por la gracia de Dios, obtenido el conocimiento…»
Sin embargo, había un problema apremiante que no podía esperar al fin del siglo XIX, el lugar más próximo en el cual la cronología interna de la interpretación de Newton situaba la segunda llegada. En 1675, Newton debía ordenarse en la Iglesia anglicana o renunciar a su fellowship. En la laxitud general del Trinity, la ordenación era una regla a cumplir. Durante la década precedente, Newton había deseado afirmar su ortodoxia bajo juramento en cuatro ocasiones, para completar sus obligaciones universitarias. Para seguir siendo un fellow del Colegio de la Santa e Indivisible Trinidad, debía afirmar su ortodoxia, una vez más, en la ordenación. En 1675, sin embargo, la misma santa e indivisible Trinidad se cruzó en su camino. «Cualquiera que adore a la Bestia y a su imagen, y reciba su señal en la frente o en la mano», le decía la Revelación, «beberá la sangre y la cólera de Dios…» Newton no dudaba de la verdad literal de la Palabra. No podía aceptar la ordenación.
Estaba en juego mucho más que la fellowship. Si bien Newton despreciaba la sociedad del Trinity, el material de apoyo que el colegio proveía, en un lugar que aseguraba su acceso al mundo del conocimiento, era el pilar de su existencia. Quizá hubiese podido mantener su cátedra sin la fellowship y permanecer en Cambridge, aunque no conozco ningún caso como ése. El problema era el secreto. Se harían preguntas. En sí misma, la ordenación no implicaba obligaciones, ni compromisos eclesiásticos. ¿Por qué alguien con una posición como la de Newton, alguien que deseaba permanecer en Cambridge, célibe, iba a renunciar a una fellowship de 60 libras al año sin ningún motivo? O mejor, ¿qué podía concluirse sobre las verdaderas razones que llevaban a un hombre en tal posición a renunciar a la ordenación? Se harían preguntas. Preguntas era exactamente lo que Newton debía evitar. La herejía llevaba consigo la pérdida de su cátedra, como más tarde supo William Whiston. La herejía particular de Newton llevaba consigo el ostracismo de la sociedad educada, como también aprendió Whiston. Es imposible predecir cuáles habrían sido las consecuencias para Newton de haber sido etiquetado como un leproso de la moral, en 1675. Mientras se aproximaba a la recta final, su carrera se enfrentó a otra crisis.
De hecho, había un medio de escapar. Cualquier estatuto podía alterarse por medio de una dispensa real. A fines de 1674, Francis Aston, el fellow a quien Newton escribió en 1668, intentó obtener una dispensa para evitar la ordenación. Una carta de Barrow —entonces director del Trinity— al Secretario de Estado, Joseph Williamson, del 3 de diciembre de 1674, presentaba las alegaciones del colegio en contra de la dispensa. Ésta destruiría la sucesión y subvertiría la principal finalidad del colegio, que era la formación de clérigos. Estaba seguro de que los sénior fellows se negarían a aceptarla. Aston no obtuvo una dispensa. Contamos con el borrador de una carta de Newton a «sir Alexander», que indica cómo Newton estuvo involucrado en el intento de Aston. Sir Alexander era probablemente sir Alexander Frazier, médico y confidente de Carlos II, cuyo hijo, Charles Frazier, obtuvo una fellowship en el Trinity, en 1673. En la carta, Newton agradecía a sir Alexander que le hubiera incluido en la propuesta para una dispensa, la cual, dijo, había sido fuertemente rechazada por el colegio. El subdirector se opuso con firmeza y los seniors se sumaron a esta oposición. Decían que otorgar una dispensa ponía obstáculos a la sucesión (casi la misma frase utilizada por Barrow), y, además, no deseaban alejarse tanto de los estatutos fundamentales del colegio.
A principios de 1675, Newton había perdido toda esperanza. En enero, escribió a Oldenburg para pedir que la Royal Society le eximiera de sus pagos, lo que Oldenburg le había ofrecido dos años antes. «Porque se acerca el tiempo en que deba dejar mi fellowship y, con la reducción de mis ingresos, deberé reducir mis gastos.»
El cielo se despejó en el último momento. Menos de un mes después de su carta a Oldenburg, Newton viajó a Londres. El 2 de marzo, el secretario, Mr. Coventry, alegando que Su Majestad deseaba «apoyar y estimular a los hombres cultos que son y serán elegidos para ocupar la mencionada cátedra», envió el borrador de una dispensa al Procurador General para conocer su opinión. El 27 de abril, la dispensa se hizo oficial. Según se desprendía de ésta, el catedrático lucasiano quedaba exento de tomar los votos sagrados, a menos «que él mismo lo desee…».
No sabemos nada de los factores que rodearon estos acontecimientos. La presencia de Humphrey Babington entre los sénior fellows no pudo haber obstaculizado los propósitos de Newton. No obstante, parece más plausible que fuera Isaac Barrow quien rescatara a Newton del temido olvido. Una dispensa era una actuación real, y Barrow era quien sabía lo que acontecía en la corte. Aunque en su carta a sir Alexander, Newton decía que hacía causa común para ganar una dispensa, la carta de Barrow al Secretario Williamson, en diciembre, sólo menciona a Aston. En la carta a sir Alexander sobre su propuesta, Newton decía concretamente que el director «la recibió amablemente…». Sólo podemos especular sobre lo que pasó entre Barrow y Newton. Barrow estaba profundamente comprometido con la Iglesia, y es difícil creer que aceptara un argumento sobre el arrianismo. No es difícil creer, por el contrario, que aceptara el argumento de que Newton no tenía vocación para el ministerio. Barrow reconocía el mérito de Newton y valoraba el conocimiento. Es más, hubiera reconocido que Newton, en contraste con Aston, no habría sentado un precedente. Como catedrático lucasiano, era único. La dispensa se otorgaba a perpetuidad, no a Isaac Newton, fellow del colegio, sino a la cátedra lucasiana. Fue, probablemente, el último servicio que Barrow prestó a su protegido.
Una vez más, antes de que llegara a estallar, la crisis que amenazaba la carrera científica de Newton se diluyó. Por fin, a pesar de una gran herejía que le hubiera convertido en un paria, había superado el obstáculo final y se encontraba seguro en su santuario. Había demostrado una nueva faceta de su genio: podía tener su pastel y comerlo también.

Capítulo 7
Años de silencio

A fines de 1676, absorto en la teología y la alquimia, y perturbado por la correspondencia y la crítica en el terreno de la óptica y las matemáticas, Newton se había separado completamente de la comunidad científica. Oldenburg murió en septiembre de 1677, sin haber sabido nada de Newton durante más de medio año. Newton concluyó su intercambio con Collins por el contundente sistema de no escribir. Un año más le llevó terminar con la correspondencia sobre óptica, pero lo consiguió a mediados de 1678. Tan pronto como le fue posible, se apartó de la política de la comunicación pública —que comenzó con su carta a Collins en 1670— y se retiró a la tranquilidad de su santuario académico. Tardó casi una década en volver a emerger.
Humphrey Newton esbozó algunas facetas de la vida de Newton a fines de la década de 1680. A Newton le gustaba dar una vuelta por su jardín, sobre el cual se sentía «muy interesado […] no soportando ver una sola mala hierba en él…». Su interés, sin embargo, no llegaba al extremo de ensuciarle las manos, y tenía a un jardinero para hacer ese trabajo. Era descuidado con el dinero y tenía una caja llena de guineas —unas mil, creía Humphrey— junto a la ventana. Humphrey no estaba seguro de si se trataba de descuido o de una treta para probar la honestidad de los demás, principalmente la de Humphrey. En invierno adoraba las manzanas y, algunas veces, le gustaba tomar un pequeño membrillo asado. Por otra parte, el relato no sugiere apenas la ociosidad. El Newton a quien Humphrey encontró estaba inmerso en un estudio incesante, hasta el extremo de que escatimaba tiempo a la comida y al sueño. En cinco años, Humphrey le vio reír una sola vez, y John North, director del Trinity de 1677 a 1683, temía que Newton se matara estudiando.
Éstos fueron años desastrosos para el college. En 1675, aún demasiado pronto para reconocer el declive en términos numéricos, Isaac Barrow comprometió al college en la construcción de una extravagante biblioteca. La magnífica estructura Wren se convirtió en ornamento de toda la universidad —como deseaba Barrow—, pero el peso económico paralizó el college durante dos décadas, hasta su terminación en 1696. Los dos nefastos sucesores de Barrow en el puesto de director dejaron el college a la deriva en el momento en que éste más necesitaba de un liderazgo fuerte. La extraordinaria longevidad de los seniors de ese tiempo hizo que una especie de senilidad general reinara entre aquellos que podrían haber suplido las carencias de los directores. A fines de la década de 1680, la crisis económica originada por la biblioteca había creado un caos económico en todo el college, y los dividendos empezaron a descender.
Los problemas del college tuvieron que afectar a Newton. Éste no abandonó completamente la vida académica y, por ejemplo, votó en varias elecciones universitarias. Sólo a través de los archivos del college, sabemos que hizo una contribución a la biblioteca y prestó dinero para ayudar a su financiación. Newton vivía en el Trinity, pero nunca le entregó su corazón.
A fines de la primavera de 1679, murió la madre de Newton. Según la versión que le fue contada a Conduitt, su hijo Benjamin Smith enfermó de una fiebre maligna en Stamford. La madre fue a atenderle y se contagió de la fiebre. Newton, entonces, fue a atender a su madre,
[…] pasaba noches enteras sentado junto a ella, le daba él mismo las medicinas, curaba sus ampollas con sus propias manos y hacía uso de su extraordinaria destreza manual para aliviar el dolor producido por el terrible remedio que se emplea habitualmente en las curas de esa enfermedad, con mayor entrega de la que nunca había demostrado en sus experimentos más interesantes.
A pesar de sus cuidados, la madre murió. Una entrada del registro parroquial de Colsterworth guarda memoria de su muerte. «Mrs. Hannah Smith, viuda, fue enterrada en lana, el 4 de junio de 1679.» El amor filial es una cualidad atractiva por razones diversas, algunas morales y otras psicoanalíticas. Confío en que no sea demasiado cínico citar que, durante los doce años que siguieron al regreso de Newton a Cambridge, después de la epidemia, no se le conocen más que tres visitas a Woolsthorpe. Probablemente, otras tres ausencias de Cambridge correspondan a visitas a su hogar. Se conocen expresiones más firmes de amor filial.
La muerte impone exigencias prácticas, y la muerte de su madre comportó —al margen de los años de la epidemia— la estancia más larga de Newton en Woolsthorpe desde que fuera devuelto a su casa de la escuela primaria veinte años antes. Newton era el heredero y el albacea, y poner sus asuntos en orden le llevó prácticamente el resto de 1679. En 1679, dedicó casi el mismo tiempo a su hacienda que el que había dedicado a su madre en todas sus visitas de los doce años precedentes. Según los archivos administrativos del Trinity College, además del verano, Newton estuvo ausente durante casi cuatro meses a partir de la festividad de San Miguel de 1679. La mayor parte de este tiempo, lo pasó en Woolsthorpe. Parte del problema venía, probablemente, de Edward Storer, uno de los hijastros del boticario Clark, con quien Newton había vivido en Grantham. Edward Storer y sus hijos fueron arrendatarios de Newton, al menos, ocho años más tarde, y sus malas relaciones habían empeorado a lo largo de un arriendo de duración no especificada.
No mucho después, Newton sufrió una nueva pérdida. En 1683, tras un largo periodo de no residencia, durante el cual fue al college sólo una o dos semanas al año, Wickins decidió renunciar a su fellowship. En marzo de 1683, visitó el college durante tres semanas; pero, aunque continuó siendo fellow pasada la festividad de San Miguel, nunca volvió al Trinity. Probablemente, Wickins ya había sido admitido en la rectoría de Stoke Edith, de Hereford. La familia Foley —uno de cuyos miembros se había casado con la hermana de John North, director del Trinity College— administraba los bienes. Existen razones para creer que North les recomendó a uno de sus fellows —que seguramente andaba al acecho. Al menos en esto, North no se equivocó. Un Wickins ocupó la rectoría de Stoke Edith, bajo el patronazgo de un Foley, durante más de un siglo. Sin duda, fue su decisión de casarse y tener descendencia la que llevó a Wickins a renunciar a su fellowship.
La relación entre Newton y Wickins sigue siendo un misterio. De una amistad de veinte años, sólo conocemos la anécdota de su encuentro como universitarios y los servicios que Wickins prestó a Newton como amanuense, testificados éstos por la caligrafía de gran número de documentos. El silencio que sigue a la partida de Wickins envuelve al misterio y lo convierte en un enigma. Tras la muerte de Newton, Robert Smith, del Trinity, escribió al hijo de Wickins, Nicholas, para pedirle información sobre Newton. Nicholas Wickins contestó que su padre —que había muerto antes— se había propuesto, en una ocasión, reunir todo lo que poseía sobre Newton. Había transcrito en un cuaderno tres breves cartas, tan poco relevantes, que Nicholas no se molestó en enviarlas, y contaba también con cuatro o cinco cartas breves, en las cuales Newton apenas si escribía más que sobre dividendos y rentas. No decía nada sobre fechas, pero la mayor parte del segundo grupo debió corresponder al periodo anterior a 1683. Nicholas continuaba relatando la historia del encuentro entre Newton y su padre, y añadía tres anécdotas superficiales más que había oído contar. La carta concluía relatando cómo Newton había repartido Biblias entre los pobres de la parroquia de Stoke Edith —él mismo y a través de su padre—, lo cual constituyó en apariencia su único vínculo desde 1683. La carta tiene un tono extraño, como si alguien —Wickins o su hijo— ocultara algo. No puedo imaginar cómo una estrecha amistad de veinte años puede dejar tan pocos rastros, si no es por una ruptura. El borrador de la única carta de Newton a Wickins con la que contamos, breve hasta el punto de resultar ruda, nos habla de algún tipo de barrera que no podía franquear. Escrita en algún momento entre 1713 y 1719, respondía a una nueva petición de Biblias que serían distribuidas en Stoke Edith. Newton escribió que las enviaría a través del patrono[11] de Wickins, Thomas Foley, desmarcándose del intento de Wickins de mantener un intercambio amistoso. «Me alegra saber que gozas de buena salud y confío en que así sea por muchos años. Respetuosamente…» Newton partió del Trinity el mismo día en que Wickins lo abandonó definitivamente, el 28 de marzo de 1683. Regresaría el 3 de mayo y volvería a ausentarse durante otra semana el 21 de mayo. No tenemos ninguna idea de adonde fue.
Más tarde, aquel mismo año, consiguió traer a un joven de su propia escuela de Grantham, Humphrey Newton, para que viviera con él y trabajara como su amanuense. Según Stukeley, quien conversó con Humphrey en 1727 y en 1728, éste se encontraba «bajo la tutela de sir Isaac…». Esto sugiere la posición de sizar, aunque Humphrey Newton nunca fue admitido en el Trinity. En los cinco años siguientes, compartiendo la habitación de Newton, como Wickins había hecho antes, copió numerosos escritos; los primeros, en su mayoría, sobre teología y matemáticas. Aproximadamente un año después de su llegada, una visita de Edmond Halley puso en marcha una investigación que aseguraría la inmortalidad de Humphrey. Fue Humphrey quien transcribió la copia a partir de la cual se imprimieron los Principia. Años más tarde, cuando se casó, siendo ya anciano, llamó a su hijo Isaac, tras la muerte de su «querido amigo fallecido…».
El estudio teológico ocupó gran parte del tiempo de Newton durante sus años de silencio. A fines de la década de 1660, comenzó una historia de la Iglesia —concentrándose en los siglos IV y V— que repetía los temas de su interpretación de la Revelación. Por supuesto, Atanasio desempeñaba el papel de villano. Algunos pasajes funcionaron como primeros borradores de su tratado de aquel mismo periodo —«Cuestiones Paradójicas sobre la moral y los actos de Atanasio y sus seguidores»— en el cual, Newton, virtualmente, sentaba a Atanasio en el banquillo de los acusados y le imputaba una letanía de pecados demasiado larga para enumerar aquí. En estos documentos, la evidente pasión de su primera interpretación de la Revelación alcanzó un nuevo nivel de intensidad, ya que Newton intentaba demostrar, no sólo que Atanasio era el autor de «toda la fornicación» —es decir, del trinitarismo, «el culto a tres Dioses iguales»— sino también que Atanasio era un hombre depravado, capaz incluso de llegar al asesinato para conseguir sus fines.
Aunque se ha escrito mucho sobre la influencia del platónico de Cambridge, Henry More, sobre Newton, y se ha especulado sobre su contacto en Cambridge —sobre la base de que ambos compartían un mismo origen, Grantham—, es muy poco lo que sabemos a ciencia cierta sobre sus relaciones. No obstante, sí sabemos que Newton citó la contribución de More a la comprensión de la Revelación en el comienzo de su propio estudio, y también sabemos que ambos hombres discutieron sobre el tema de la profecía. Fue basándose en esta misma discusión, sobre la cual More trazó uno de los retratos más reveladores de Newton. Muchas personas repitieron las anécdotas de un Newton que descuidaba sus comidas. Sólo More supo captarle en un estado de éxtasis. En su carta a John Sharp, de 1680, mencionaba el gran entendimiento entre Newton y él con respecto a la Revelación.
Pues, tras su lectura de la Exposición del Apocalipsis que le di, vino a mi habitación, donde me pareció, no sólo que aprobaba mi Exposición, como coherente y perspicaz de principio a fin, sino que (por su expresión, de ordinario melancólica y pensativa, pero entonces enormemente luminosa y alegre, por la satisfacción que declaró le había causado), de alguna forma, estaba transportado.
More continuaba describiendo las partes de desacuerdo, y no dudó en titular la identificación que hacía Newton de las siete plagas con las siete trompetas de «muy extravagante». Asumía que Newton comprendería su error cuando leyera su exposición más detenidamente. En este respecto, More desestimó la tenacidad de Newton. Nada en la carta indica que Newton hubiese sugerido en privado su idea de la gran apostasía. Los dos hombres debieron mantener cierta intimidad. Cuando More murió, seis años más tarde, Newton fue una de las cinco personas fuera de la comunidad del Christ’s College a quien legó un anillo fúnebre.
En el tiempo en que Humphrey estuvo con él, Newton acometió también una nueva aventura teológica, que se convirtió, a partir de entonces, en el vehículo de sus heterodoxas opiniones teológicas. Por sus implicaciones, «Theologiae gentilis origines philosophicae» («Los orígenes filosóficos de la teología gentil»), eran más radicales que cualquiera de las afirmaciones arrianas que había escrito durante la década de 1670. Los «Origines» empezaban argumentando que todos los pueblos antiguos adoraban a los mismos doce dioses, bajo nombres diferentes. Los dioses eran ancestros divinizados —de hecho, Noé, sus hijos y sus nietos—, aunque, al pasar la religión de un pueblo a otro, cada uno la utilizó para sus propios fines e identificó a los dioses con sus propios y más antiguos reyes y héroes. No obstante, había características comunes que distinguían a los dioses correspondientes de todos los pueblos antiguos.
El número doce se derivaba de los siete planetas, los cuatro elementos y la quintaesencia. Newton argumentaba que los pueblos habían identificado a sus ancestros más eminentes con los objetos más eminentes presentes en la naturaleza. Incluso en el siglo XVII, Galileo bautizó a los recién descubiertos satélites de Júpiter con el nombre de sus benefactores. De la misma forma, en los primeros tiempos de la sociedad los humanos identificaron a sus más importantes ancestros con los cuerpos celestes, asumieron que sus almas transmigraban a esos cuerpos y dotaron a sus almas de poderes divinos. De ahí, como proclama el título del tratado, la teología gentil tuvo su origen en la filosofía natural. El capítulo I aseguraba lo mismo: «La teología gentil era filosófica y dependía de la astronomía y de la ciencia física del sistema del mundo». A menudo, la llamaba «teología astronómica», o de forma parecida.
Egipto era el hogar originario de la teología gentil. Allí se había establecido Noé después del diluvio, y fue desde Egipto desde donde los hijos de Noé partieron para establecerse en otras tierras, cuando lucharon por la herencia y se separaron. En un principio, los egipcios desarrollaron una teología sideral que volvía la mirada sobre sus propios ancestros. Enseñaron esta teología a otros pueblos con quienes compartían los mismos ancestros, pero éstos remodelaron a los dioses para elevar su autoestima.
Newton estaba convencido de que la teología gentil representaba un alejamiento de la religión verdadera.
No puede creerse, sin embargo, que la religión comenzara con la doctrina de la transmigración de las almas y la adoración a las estrellas y los elementos, porque había otra religión más antigua que todas éstas, una religión en la que el fuego de los sacrificios ardía incesantemente en medio del lugar sagrado. Porque el culto vestal fue el más antiguo de todos.
Newton citaba datos constatados para probar que aquel mismo culto había sido el más antiguo en Italia, Grecia, Persia y Egipto, entre otros lugares. Cuando Moisés instituyó una llama perpetua en el tabernáculo, restauró el culto original «libre de las supersticiones introducidas por los egipcios». Aquél había sido el culto de Noé y de sus hijos. A su vez, Noé lo había aprendido de sus ancestros. Sin duda, se trataba del culto verdadero e instituido por Dios. «Ahora bien, la razón fundamental de esta institución era que el Dios de la naturaleza debía ser adorado en un templo que imitase la naturaleza, en un templo que fuera, por así decirlo, un reflejo de Dios. Todo el mundo acepta que un sanctum [lugar sagrado] con un fuego en el centro era un emblema del sistema del mundo.» Sin embargo, los seres humanos se sienten «siempre inclinados a las supersticiones». Los egipcios corrompieron el verdadero culto a Dios, creando dioses falsos de sus ancestros, y otros pueblos se aprestaron a aprender de ellos estas prácticas degeneradas.
El falso culto recibía otro nombre: la idolatría. Para Newton, la idolatría representaba el pecado capital. Si el culto verdadero se llevaba a cabo en un sanctum que representaba la creación de Dios, la corrupción implicaba también una corrupción de la filosofía natural; éste era el razonamiento de Newton. El templo original, con el fuego en el centro e iluminado por siete lámparas que representaban los planetas, simbolizaba el mundo.
Aceptaron que el firmamento era el verdadero templo de Dios y, por ello, que Prytanaeum [Sanctum] era el nombre digno de este Templo que enmarcaron lo mejor que pudieron para que representase todo el sistema celeste. Una creencia religiosa que no puede ser más racional […] De forma que había un modelo de la primera institución de la religión verdadera que proponer a la humanidad, en el marco de los antiguos Templos, el estudio del marco del mundo como Templo verdadero del gran Dios que adoraban […] De forma que la primera religión fue la más racional de todas, hasta que las naciones la corrompieron. Porque no existe ningún medio (sin la revelación) de llegar al conocimiento de una Deidad si no es en el marco de la naturaleza.
La astronomía geocéntrica acompañó a la propagación de la falsa religión. No es casualidad que Ptolomeo fuese egipcio.
Hasta aquí, era posible fijar los «Origines» en un marco cristiano ortodoxo. Sin embargo, los ortodoxos hubieran encontrado inadmisibles otros elementos del tratado. Aunque admitía el relato de Moisés, Newton lo contrastó con otros testimonios antiguos, como el cronista fenicio Sanchuniathon y el Chadean Berossus, colocándolo al mismo nivel que el testimonio pagano. Más significativa era la forma en que minimizó implícitamente el papel de Cristo, un paso muy fácil para un arriano. En vez del representante de un nuevo perdón, Cristo era un profeta —como Moisés lo había sido antes que él— enviado para recordar a la humanidad el verdadero y original culto a Dios. Al revisar los «Origines», Newton escribió una serie de encabezamientos para sus capítulos, el último de los cuales fue para el capítulo II. «Cuál era la verdadera religión de los hijos de Noé antes de que se corrompiera con el culto a los falsos Dioses. Y cómo la religión cristiana no era más verdadera y no se volvió menos corrupta.» Sobre esta base, el trinitarismo, con su culto a los santos y mártires y, ciertamente, con su culto a Cristo como Dios, adquiría un nuevo significado. ¿Qué era el trinitarismo sino la última manifestación de la tendencia universal de la humanidad hacia la superstición y la idolatría? A través de Atanasio, Egipto volvía a desempeñar su nefario papel de corruptor de la verdadera religión. Al universalizar la experiencia cristiana de los cuatro primeros siglos, Newton le negaba un papel único en la historia de la humanidad. La religión cristiana, correctamente entendida, no era más verdadera que la religión de los hijos de Noé, la cual fue fundada sobre el reconocimiento de Dios a través de su creación.
Quizá no resulta del todo sorprendente que Humphrey Newton recordase a un hombre que, a pesar de lo que sabemos sobre su profundo compromiso teológico, no se preocupaba demasiado por las formas establecidas del culto público. Aunque, normalmente, iba a St. Mary los domingos, raras veces atendía los servicios religiosos. El servicio religioso matutino coincidía con su sueño, y el vespertino con su estudio, «de forma que apenas reconocía la Hora del Rezo». Tampoco resulta sorprendente que se guardara los «Origines» para sí mismo, y que su misma existencia sólo hoy se haya conocido, casi trescientos años después de que se escribieran.
La teología no fue la única ocupación de Newton durante esos años. Los manuscritos que han pervivido testimonian que la alquimia competía con la teología para ganar su atención. Newton continuó recibiendo manuscritos alquímicos no publicados para copiar, y una carta de 1683, de Francis Meheux, nos facilita una de las pruebas más explícitas de su contacto con los círculos alquímicos. Newton hizo más que leer sobre la alquimia, realizó también numerosos experimentos, y dejó tras de sí anotaciones experimentales que se extienden desde 1678 —con una interrupción a fines de la década de 1680— hasta casi su partida de Cambridge. Su experimentación impresionó profundamente a Humphrey Newton. A partir de algunos manuscritos supervivientes, sabemos que Humphrey copió extensos manuscritos matemáticos y teológicos para Newton. También fue él quien transcribió la totalidad de los Principia, cuya composición le mantuvo ocupado, al menos, durante la mitad de su estancia en Cambridge. Ninguna de las dos primeras actividades mencionadas figuran entre los recuerdos de Humphrey, y sólo le dedica dos líneas a los Principia. Sin embargo, las actividades relacionadas con la química dejaron honda huella en su memoria. Recordaba que Newton dormía muy poco,
[…] especialmente en primavera y otoño, cuando acostumbraba a pasar seis semanas en su laboratorio —el fuego encendido prácticamente día y noche—, levantado toda una noche —como yo hice otra— hasta terminar sus experimentos químicos, en los cuales trabajaba con la mayor precisión, rigor y exactitud. No sabría decir cuáles eran sus fines, pero el sufrimiento y la diligencia de aquellos tiempos me hacen pensar que perseguía algo que estaba más allá del Arte y la Industria humanos.
Se empleaba «con gran placer y satisfacción» en su laboratorio, añadió Humphrey. Newton construyó y remodeló sus propios hornos. El laboratorio estaba «muy bien equipado con materiales químicos, como cuerpos, destiladores, cabezas, crisoles, etc., de los cuales hacía muy poco uso, a excepción de los crisoles, en los cuales fundía sus metales». Algunas veces, aunque no muy a menudo, miraba en un «viejo libro mohoso», que Humphrey creyó que se trataba de De metallis [De re metallica], de Agrícola, «siendo la transmutación de los metales su principal designio [de Newton], y en cuyo propósito el antimonio era un ingrediente fundamental». Aunque la escasez de referencias a Agrícola entre los documentos de Newton sugiere que Humphrey extrajo este detalle de un famoso trabajo que pensó era apropiado, las numerosas anotaciones experimentales de ese tiempo que Newton nos dejó apoyan los elementos principales de su relato.
En la primavera de 1681, la experimentación de Newton alcanzó un clímax. En medio de sus notas experimentales —que escribía en inglés— escribió dos párrafos en latín que, obviamente, no eran notas experimentales y sí parecen interpretaciones de éstas. Las imágenes mitológicas coinciden con las empleadas en los manuscritos alquímicos. Los párrafos están impregnados de un aire exultante. Casi es posible escuchar cómo el triunfante ¡eureka! resuena a través del jardín.
10 mayo 1681. He comprendido que la estrella de la mañana es Venus y que es la hija de Saturno y de una de las palomas. 14 mayo. He comprendido 9 [¿el tridente?].
15 mayo. He comprendido «verdaderamente existen ciertas sublimaciones del mercurio» como también otra paloma: es un sublimado extraído de impurezas de sus cuerpos blancos, deja heces negras en el fondo lavado por la solución, y el mercurio vuelve a sublimarse a partir de los cuerpos lavados hasta que las heces desaparecen completamente del fondo. No es un sublimado muy puro —* [¿sal sófica de amonio?].
La siguiente nota experimental, que aparece antes del segundo párrafo interpretativo, utilizaba «B sófica [sal de amonio]», en lo cual me apoyo para interpretar el símbolo —*.
18 mayo. He perfeccionado la solución ideal. Es decir, dos sales iguales levantan a Saturno. Luego él levanta la piedra y unido al maleable Júpiter [aunque uno quiera decir «estaño» aquí, Newton escribió Jove, en vez de insertar el símbolo 6] también fabrica —* [¿sal sófica de amonio?] y una proporción tal que Júpiter empuña el cetro. Después, el águila levanta a Júpiter. De ahí, Saturno puede ser combinado sin sales, en las proporciones deseadas, de forma que el fuego no predomine. Por último, el mercurio se sublima y la sal sófica de amonio golpea el yelmo, y el menstruo lo levanta todo.
Una entrada en el otro conjunto de notas de laboratorio de Newton —también en latín y fechada, sin año, el «10 julio»— parece pertenecer a los mismos experimentos decisivos de 1681. «He visto la sal sófica de amonio. No se precipita con sal de tártaro.» A partir de entonces, Newton utilizó principalmente sal sófica de amonio, a la cual representaba de distintas formas, como «B prep» (sal de amonio preparada) y distinguía a veces, en su experimentación, de la sal de amonio vulgar. En 1682, contrastó «B preparada con b [antimonio]» con «B sin b», y, en una ocasión, se refirió al «león verde (o nuestra B)».
En algún momento, tachó los dos párrafos triunfantes de mayo, lo cual probablemente significa que el triunfo se había disuelto en el fracaso. No obstante, la desilusión no parece que fuese completa, ya que continuó empleando sal sófica de amonio en su experimentación. Y, diez años más tarde, cuando escribió su tratado alquímico más importante, utilizó todas las imágenes que aparecen en estos párrafos.
En 1684, Newton introdujo con dificultad, entre dos líneas de sus notas experimentales, otra nota exultante. «Viernes, 23 mayo. He hecho que Júpiter vuele sobre su águila.» En mayo de 1684, Humphrey Newton ayudaba a atender los hornos. «No puedo recordar nada extraordinario en el transcurso de sus experimentos», le contaba a Conduitt, «y si sucedió, su actitud serena e, incluso, templada no me permitió reconocerlo.» Newton tenía una forma propia de expresar su exaltación; se gritaba a sí mismo sus eurekas. Sin embargo, podríamos pensar que la imagen de Júpiter volando sobre su águila, cerca del extremo este de la iglesia del Trinity, hubiera atraído la atención de Humphrey; o que hubiese notado que Newton estaba tan excitado con sus experimentos que —como revelan sus notas— olvidó qué día de la semana era.
A fines de la década de 1670, tras responder a la carta de Robert Boyle sobre un mercurio especial, en las Philosophical Transactions, Newton comenzó a mantener una correspondencia directa con él. A fines de 1676, Boyle envió dos copias de su reciente libro a través de Oldenburg: una para Newton y otra solicitada para Henry More. Newton envió inmediatamente una carta de agradecimiento a través de Oldenburg, pues no tenía la dirección de Boyle. Tres meses más tarde y, de nuevo, rompiendo con su natural reticencia hacia este tipo de actuaciones, escribió voluntariamente un comentario sobre otro artículo de Boyle en las Philosophical Transactions. En algún momento, antes del 28 de febrero de 1679, su evidente esfuerzo por establecer una correspondencia obtuvo sus frutos. Aunque la carta de esa fecha es la primera que se conserva, hace referencia a una comunicación anterior. Desde su publicación, en el siglo XVIII, y en sucesivas reediciones, la carta de Newton se ha considerado como un ejemplo típico del funcionamiento de la filosofía mecánica. De hecho, demuestra que Newton había ido más allá de la posición de la filosofía mecánica ortodoxa, y su contenido sugiere que la alquimia desempeñó un papel fundamental en este avance.
Probablemente, el libro que Boyle envió a Newton, a fines de 1676, era Mechanical Origine of Qualities (Experimentos, notas, etc., sobre el origen mecánico o la producción de propiedades particulares diversas). La carta de 1679 de Newton, comentaba implícitamente algunos de los argumentos centrales del libro, argumentos sobre la disolución, precipitación y volatilización de sustancias.
Honorable sir:
Me he retrasado tanto en enviarle mis ideas sobre las propiedades físicas de que hemos hablado que, si no fuera porque me siento obligado por una promesa, me avergonzaría de enviárselas finalmente. Lo cierto es que mis nociones sobre cosas de esta índole están tan poco elaboradas que no me siento satisfecho, y me resulta difícil mostrar a los demás algo que no considero digno, especialmente en el campo de la filosofía natural, donde no existen límites para la especulación.
Newton terminaba la carta diciendo:
«Podría discernir fácilmente si en estas conjeturas existe algún grado de probabilidad, lo cual es mi única aspiración. Por mi parte, siento tan poca inclinación por cosas de esta naturaleza que, si no me hubiera movido su aliento, creo que nunca las hubiera llevado al papel.»
Para juzgar la seriedad de estas desaprobaciones, nos remitimos al hecho de que escribió cuatro mil palabras sobre ideas que apenas le atraían.
En su libro, Boyle citaba muchas reacciones químicas en las cuales aparecía el calor. Los químicos —decía— asociaban el calor a violentos rechazos entre sustancias; y, como filósofo mecánico, lo relacionaba con el movimiento entre las partículas de las sustancias. En 1679, como testifican sus notas experimentales, Newton había tenido experiencias de primera mano con dichas reacciones. De forma indirecta, se preguntó junto con Boyle por la causa del movimiento entre las partículas de sustancias previamente frías. Él mismo se explicaba el movimiento por una «tendencia […] de los cuerpos a separarse unos de otros…». Cuando una partícula se separa de un cuerpo en disolución, se acelera por el principio de repulsión «de forma que la partícula se separa violentamente del cuerpo y, sometiendo al líquido a una brusca agitación, engendra y produce ese calor que a menudo encontramos en las soluciones de los metales». Newton explicaba los fenómenos de la tensión superficial y la expansión del aire —que le habían fascinado desde su iniciación a la filosofía natural— por el mismo principio de repulsión. En ciertas condiciones, los cuerpos también tienden a aproximarse unos a otros, y argumentaba que esta tendencia produce la cohesión de los cuerpos. Newton explicaba ambas tendencias a partir de mecanismos internos del éter, con cuyo postulado comenzaba la carta. No obstante, el mismo término «tendencia» se dirigía hacia una explicación radicalmente diferente.
La carta se ocupaba principalmente de las causas de la solubilidad y la volatilidad, dos de las propiedades sobre las cuales Boyle había basado su tratado. Los químicos —argumentaba Boyle— generalmente atribuían la solubilidad a una cierta simpatía entre la sustancia en cuestión y su menstruo. Como filósofo mecánico, era incapaz de entender qué podía ser aquella simpatía, a menos que fuera únicamente un problema de tamaños y formas de partículas y poros. Newton no utilizó la palabra simpatía, sino que afirmó que «existía un cierto principio secreto en la naturaleza, según el cual los líquidos son asociables a algunas cosas e inasociables a otras». Newton negó expresamente que éste tuviera nada que ver con el tamaño (y, por tanto, con la forma) de poros y partículas. Tal principio ya había sido mencionado en su «Hipótesis de la luz». Su existencia y su papel en la naturaleza constituían el argumento central de su carta a Boyle. Por deducción, la inasociabilidad entre el éter y los cuerpos densos era la causa de la raridad del éter en los poros de los cuerpos, la base de su explicación de los principios de atracción y repulsión, y de la nueva explicación de la gravedad que ofrecía al final de la carta. La base del secreto principio de la asociabilidad, a su vez, era totalmente química. Es decir, justificaba su aserto por fenómenos químicos. El agua no se mezcla con el aceite, pero sí con el espíritu del vino y con las sales. El agua penetra la madera, pero no el mercurio. El mercurio penetra en los metales, pero no en el agua. El agua fuerte disuelve la plata, pero no el oro; el agua regia disuelve el oro, pero no la plata. De esta forma, ilustraba por fenómenos químicos el principio de mediación por el cual sustancias inasociables son susceptibles de mezclarse. El plomo fundido no se mezcla con cobre, ni con régulo de Marte, pero con la mediación del estaño se mezcla con ambos. Con la mediación de los espíritus salinos, el agua se mezcla con los metales; es decir, los ácidos (agua impregnada de espíritus salinos) disuelven los metales. Newton empleaba los mismos argumentos —el principio de la repulsión y el principio de la asociabilidad— para explicar la volatilización y, en el camino, hacía algunos comentarios sobre exhalaciones metálicas de la tierra y partículas metálicas como elementos constitutivos del verdadero aire permanente. La carta a Boyle se abría con cinco suposiciones sobre el éter que parecían hablar en términos típicos de la filosofía mecánica. Sin embargo, al centrarse en el principio de la asociabilidad, se transformó en un aserto sobre la insuficiencia de la filosofía mecánica de la naturaleza en la explicación de los fenómenos químicos.
Mientras tanto, estrechamente unido a la carta a Boyle de 1679, Newton comenzó a escribir un tratado que, a partir del título de uno de sus dos capítulos, es conocido como «De aere et aethere» («Sobre el aire y el éter»). Por su contenido, parece corresponderse con un esfuerzo por exponer los mismos fenómenos en forma de tratado sistemático. Mientras la carta a Boyle comenzaba con el postulado de un éter, «De aere» comienza con la observación de fenómenos del aire, principalmente su capacidad de expansión; uno de los decisivos fenómenos que había acaparado la atención de Newton en el periodo 1664-1665. La ausencia de presión externa permite que el aire se expanda. El calor hace que se expanda. La presencia de otros cuerpos también es causa de expansión. Para justificar este último aserto, Newton señala los fenómenos capilares, los cuales surgen de las diferencias de presión «porque el aire tiende a evitar los poros o intervalos entre las partes de estos cuerpos…». Ciertamente, descubrió que en general los cuerpos tienden a evitarse, y se justificaba citando, entre otras cosas, el fenómeno de la tensión superficial. Podían ofrecerse varias explicaciones de estos fenómenos, continuó.
Pero, como es igualmente cierto que el aire evita los cuerpos y que los cuerpos se repelen mutuamente, deduzco que el aire se compone de partículas de cuerpos que evitan el contacto y que se repelen entre sí con una fuerza bastante grande.
Sólo en estos términos —argüía— podía entenderse la enorme expansión que realiza el aire hasta llenar mil veces los volúmenes normales,
[…] lo cual parecería casi imposible si las partículas de aire estuvieran en contacto; pero, si por algún principio que actuase desde una distancia [las partículas] tendieran a repelerse mutuamente, la razón nos dice que cuando la distancia entre sus centros se doblase, la fuerza de repulsión se reduciría a la mitad; cuando se triplicase, una tercera parte, etc.
Igual que en su carta a Boyle, continuó discutiendo sobre la generación de aire a través de varios procesos de la naturaleza.
En un momento preciso, Newton comenzó a especular sobre las posibles causas que explicaban la repulsión entre los cuerpos. Newton tachó el párrafo, seguramente porque el capítulo I pretendía ser únicamente una exposición de los fenómenos y quería reservar esta discusión para otro lugar. La tercera explicación posible que ofrecía, antes de concluir el pasaje, tenía un aire familiar. «O puede ser que la naturaleza de los cuerpos no sólo tenga un núcleo duro e impenetrable, sino también una esfera circundante de una materia extraordinariamente fluida y tenue que admita con dificultad la penetración de otros cuerpos.» Es decir, el hermafrodita alquímico —sulfuro rodeado de su mercurio— ofrecía un modelo de interpretación de la propiedad universal según la cual todos los cuerpos actúan unos sobre otros en la distancia.
El capítulo 2 del tratado llevaba el título «De aethere», y en él Newton comenzó a discutir sobre la generación de éter por la ulterior fragmentación de las partículas aéreas en trozos más pequeños. Aparentemente, pretendía utilizar el éter —como había hecho en su carta a Boyle— para explicar lo que en ésta había llamado la tendencia a la repulsión. En primer lugar, comenzó a enumerar las razones que garantizaban la existencia del éter. Newton citó los efluvios eléctricos y magnéticos, y el espíritu salino que atraviesa el cristal y hace que los metales calcinados en recipientes sellados aumenten su peso. También citó el hecho de que, en un recipiente en el que se ha hecho el vacío, un péndulo se detiene casi al mismo tiempo que uno al aire libre. Ya en las «Quaestiones», Newton había pensado que este experimento demostraba la presencia de un medio resistente en el recipiente, y lo había señalado como prueba de la existencia del éter en la «Hipótesis de la luz». Newton no avanzó mucho en el capítulo del éter. Después de algunas líneas —en medio de una frase, mediada la página— se detuvo, y no volvió a retomarlo. Existen varias posibilidades para explicar por qué Newton interrumpió el tratado. Pudo haberle llamado Mr. Laughton; pudo haber ido a cenar y haber olvidado el documento a su vuelta; o pudo haberse detenido a reflexionar sobre el mismo argumento y haberse dado cuenta de que se involucraba en una regresión infinita, por la cual haría falta un nuevo éter que explicase el éter que explicaba las propiedades del aire, y un tercer éter que explicase el segundo, y así sucesivamente.
También pudo haber comenzado a pensar más profundamente en la evidencia del experimento del péndulo. Newton había creído que el éter resistía el movimiento de los cuerpos en una forma diferente a la del aire. El aire sólo encuentra la superficie de un cuerpo, mientras que el éter también penetra sus poros y golpea contra todas sus superficies internas. Newton había aceptado el experimento del péndulo en el vacío del Spring of Air (Origen del aire) de Boyle; uno de los primeros libros sobre la nueva filosofía natural que leyó. ¿Podía este tema ser más complicado de lo que había pensado en un principio? ¿Podía mejorar el experimento del péndulo y hacerlo más concluyente? En los Principia, Newton describió ese experimento mejorado, del cual hizo un relato de memoria al haber perdido el documento original. No fechó el experimento, pero el mismo tuvo que llevarse a cabo después de 1675, cuando citó el primero en la «Hipótesis»; y si mi cálculo a la hora de fechar «De aere et aethere» es correcto, el experimento no se realizó, al menos, hasta 1679. Si el experimento se hubiese llevado a cabo en 1685, en relación con la composición de los Principia, es difícil creer que hubiera perdido el documento. Debió impresionarle profundamente porque recordaba todos sus detalles. Newton construyó un péndulo de once pies de longitud. Para minimizar la resistencia externa, lo suspendió de un anillo que colgaba de un gancho de borde afilado. La primera vez que lo probó, el gancho no era lo suficientemente fuerte e introdujo una resistencia, girando hacia delante y hacia atrás. Newton tuvo el suficiente cuidado de darse cuenta y, por supuesto, de corregirlo con un gancho más fuerte. Como peso del péndulo utilizó una caja de madera hueca. Tiró de ella a un lado seis pies y marcó cuidadosamente los lugares a los que regresó en el primer, segundo y tercer balanceo. Para estar seguro, lo repitió varias veces. Después, llenó la caja de metal y, tras pesarla meticulosamente —operación en la cual consideró la cuerda que rodeaba la caja (la mitad de la longitud de la cuerda) e, incluso, el peso del aire contenido en la caja— determinó que la caja llena era setenta y ocho veces más pesada que la vacía. Naturalmente, el incremento de peso tensaba la cuerda; por lo cual la ajustó hasta que tuvo la misma longitud que la original. Tiró de la caja a un lado, hasta colocarla en el mismo punto de partida y contó el número de balanceos que necesitaba para alcanzar las marcas de la caja vacía. El péndulo necesitó setenta y siete balanceos para alcanzar cada marca sucesiva. Teniendo en cuenta que la caja llena tenía setenta y ocho veces más de inercia, la resistencia llena presentaba la relación 78/77 con respecto a la resistencia vacía. A través del cálculo, llegó a la conclusión de que esta relación correspondía a la resistencia de las superficies internas, que era 1/5.000 la resistencia de la superficie externa.
Este razonamiento [concluyó] se basa en la suposición de que la mayor resistencia de la caja llena surge de la acción de algún fluido sutil sobre el metal incluido en su interior. Pero creo que la causa es otra bien distinta. Porque los periodos de las oscilaciones de la caja llena son menores que los periodos de la caja vacía, y, por tanto, la resistencia de la superficie externa de la caja llena es mayor que la de la caja vacía en proporción a su velocidad y a la longitud de los espacios descritos en su oscilación. De ahí, la resistencia de las partes internas de la caja sería nula o completamente insignificante.
En su carta a Boyle, Newton había argumentado que los principios mecánicos son inadecuados para explicar todos los fenómenos. Ahora, había demostrado para su satisfacción que el éter, el deus ex machina en el que se sustentaban las filosofías mecánicas, no existía. Movido, a mi juicio, principalmente por los fenómenos que había observado en la experimentación alquímica, y estimulado por los conceptos que había encontrado en sus estudios alquímicos, en 1679, Newton parecía encontrarse al borde de una nueva ruptura con la filosofía mecánica que tendría mayores consecuencias en el futuro de su carrera.
Otros problemas sobre la filosofía natural continuaron suscitando el interés de Newton. Durante los años de silencio, no volvió a ellos de forma espontánea, más bien fueron otros los encargados de recordárselos. A pesar de su marcha atrás, varios hombres se dirigieron a él con preguntas, y normalmente las preguntas eran más estimulantes que una simple réplica. La carta de Newton a Boyle, de principios de 1679, era la respuesta a una de estas preguntas. «De aere et aethere» fue su respuesta personal más extensa. A fines de 1679, inmediatamente después de su regreso de Woolsthorpe, se encontró con una nueva intrusión; esta vez, una carta de Robert Hooke. Hooke, que escribía como sucesor de Oldenburg en el cargo de secretario de la Royal Society, invitaba a Newton a reanudar su anterior correspondencia. Además de pasarle algunos artículos informativos, pedía específicamente la opinión de Newton sobre su propia hipótesis, según la cual los movimientos planetarios se componen de un movimiento tangencial y «un movimiento atractivo hacia el cuerpo central…».
Hooke se refería a un párrafo notable con el cual había terminado su Attempt to Prove the Motion of the Earth (Intento de demostración del movimiento de la Tierra) (1674; nuevamente publicado en 1679 en sus Lectiones Cutlerianae). Allí había mencionado un sistema del mundo que intentaba describir, sistema que comportaba un concepto no muy alejado de la gravitación universal. Y lo que quizá era más importante, definía correctamente, como nadie había hecho hasta entonces, los elementos dinámicos del movimiento orbital. Hooke no decía nada sobre la fuerza centrífuga. El movimiento orbital resulta de la continua desviación de un cuerpo de su trayectoria tangencial por una fuerza dirigida hacia algún centro. Los documentos de Newton no revelan la misma comprensión del movimiento circular antes de esta carta. Siempre que había reflexionado sobre este tema, había hablado de una tendencia a alejarse del centro —lo que Huygens había llamado fuerza centrífuga—, y, como otros que hablaban en esos términos, había visto el movimiento circular como un estado de equilibrio entre dos fuerzas iguales y opuestas, una dirigida hacia el centro y otra en sentido opuesto. El enunciado de Hooke trataba el movimiento circular como un desequilibrio en el cual una fuerza desequilibrada desvía un cuerpo que, de otra forma, continuaría avanzando en línea recta. No era una lección insignificante la que Newton debía aprender.
En su respuesta, escrita el día después de su regreso a Cambridge, Newton comenzó por declinar la correspondencia ofrecida. Durante los seis últimos meses, los asuntos familiares de Lincolnshire le habían tenido tan ocupado que no había tenido tiempo para la especulación filosófica.
Además de eso, durante los últimos años he intentado encauzar mis esfuerzos hacia otros estudios alejados de la filosofía; de tal forma que llevo mucho tiempo trabajando a regañadientes en ese terreno, excepto quizá en algunas horas ociosas, como diversión […] Habiéndome, pues, despedido de la filosofía, y encontrándome actualmente dedicado a otros lemas, confío en que no interprete como descortesía hacia usted o hacia la R. Society que evite involucrarme en estos asuntos…
Pero le resultaba difícil dejarlo sin más, y se permitió sugerir un experimento orientado a revelar la rotación diurna de la Tierra. La objeción clásica contra la rotación diurna sostenía que los cuerpos en caída serían dejados atrás mientras la Tierra giraba por debajo de ellos; de ahí, deberían aterrizar hacia el oeste si la Tierra girase.

Figura 6. Dibujo de Newton sobre el camino recorrido por un cuerpo que cae sobre una tierra en rotación.
El experimento de Newton pretendía demostrar que, por el contrario, aterrizan hacia el este. La velocidad tangencial del extremo superior de una torre elevada es mayor que la de su base; por tanto, un cuerpo en caída debería estar ligeramente desplazado respecto al lugar inmediatamente debajo de su punto de partida. Consumado experimentador, Newton definía cuidadosamente los detalles de la prueba para asegurar su precisión. Asimismo, dibujaba una trayectoria que mostraba el camino como parte de una espiral que terminaba en el centro de la Tierra (véase figura 6).
Newton terminaba la carta diciendo que, ciertamente, comentaría la hipótesis de Hooke si la hubiera visto y que, con sumo placer, escucharía cualquier objeción a sus propias opiniones. «No obstante, habiendo desaparecido mi interés por la filosofía —de forma que me preocupa tan poco como a un comerciante la mercancía de otro, o a un campesino la enseñanza—, debo dejar constancia de mi rechazo a emplear tiempo, que podría dedicar a mis propios intereses y al bien de otros, en escribir sobre ella…»
La espiral era una tremenda equivocación. Al dibujar la curva completa, como si la Tierra no estuviera presente y ofreciera una resistencia, Newton convirtió implícitamente el problema de la caída en el problema del movimiento orbital, y mostró un cuerpo con una velocidad tangencial inicial cayendo hacia el centro de la atracción. Puede excusarse a Hooke por corregir el error. De la misma forma, expresó su convicción de que, bajo condiciones de no resistencia, un cuerpo que se dejase caer sobre una tierra en rotación no caería en el centro, sino que seguiría siempre una trayectoria similar a una elipse (véase figura 7). Hooke trataba explícitamente el problema como movimiento orbital haciendo referencia a «su teoría de los movimientos circulares, compuesta de un movimiento directo y uno atractivo hacia un centro».

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Figura 7. AFGH es la trayectoria elíptica de un cuerpo que no encuentra ninguna resistencia. La espiral interior AIKLMNOPC representa su camino en un medio resistente.
Al recibir la corrección, el anunciado placer de Newton por escuchar objeciones se evaporó como el rocío en agosto. Igual que le había sucedido a Hooke en 1672, la prisa le había traicionado y había sido sorprendido en su error. Podemos juzgar la honda impresión que la corrección de Hooke causó en él por el hecho de que, seis años y medio más tarde, recordaba en detalle el contenido de la correspondencia. Más de treinta años después, su memoria era todavía tan clara que intentó minimizar el error aludiendo que se trataba de «un negligente trazo de su pluma», que Hooke interpretó como una espiral. En aquel tiempo, sin embargo, sabía que el diagrama no era un negligente trazo de la pluma y, también, que en su carta lo había llamado explícitamente una espiral. Su respuesta, en la que aceptaba la corrección de Hooke, era tan seca como un trozo de panceta quemada. Sí, Hooke tenía razón: el cuerpo no descendería hacia el centro «sino que circularía ascendiendo y descendiendo alternativamente…». No obstante, Hooke se equivocaba sobre la elipse. En un breve pero poderoso argumento, Newton demostraba que bajo condiciones de una gravedad uniforme el cuerpo alcanzaría su punto más bajo en poco menos de 120 grados, y su altura original, en poco menos de 240. La carta terminaba ofreciendo a Hooke la oportunidad de corregir su último hallazgo. La corrección llegó.
Su cálculo [replicaba Hooke] de la curva descrita por un cuerpo atraído por un poder igual a todas las distancias desde el centro, como el de una bola rodando en un cono cóncavo invertido, es correcto, y las dos cifras [ápsides] no serán iguales a aproximadamente un tercio de la revolución. Pero creo que la atracción es siempre doblemente proporcional a la distancia del centro recíproco y, en consecuencia, que la velocidad es subdoblemente proporcional a la atracción; por lo que, como supone Kepler, es recíproca a la distancia.
El pasaje ha llamado tanto la atención como la alusión a la gravitación universal de su conferencia sobre el sistema del mundo. Si se analiza detenidamente, su aparente derivación de la ley del inverso del cuadrado se convierte en una falsa demostración, basada en una profunda confusión sobre la dinámica y el movimiento acelerado. Newton se dio cuenta y prefirió no contestar por tercera vez.
Más tarde, Newton señaló que había aceptado el reto de aquel intercambio de cartas, y demostró (en un documento que ha sobrevivido) que una órbita elíptica alrededor de un cuerpo atrayente situado en un foco, supone una atracción inversamente cuadrada. Si la relación del inverso del cuadrado había surgido inicialmente de la sustitución de la tercera ley de Kepler en la fórmula de la fuerza centrífuga bajo la asunción simplificadora de las órbitas circulares, la demostración de su necesidad en órbitas elípticas era mucho más difícil de lo que lo había sido una simple sustitución. De hecho, la demostración, que probablemente databa de principios de 1680, era una de las dos piedras angulares en las cuales descansaba el concepto de la gravitación universal. Newton ni siquiera consideró la posibilidad de enviárselo a Hooke. En 1680, tampoco él intentó ir más allá. Había perdido su interés por la filosofía y dedicaba su tiempo a otros estudios que le satisfacían más.
No obstante, al margen de la filosofía, la correspondencia con Hooke tuvo más implicaciones. Hooke planteó hacia el problema del movimiento orbital en términos de una atracción al centro, una acción a una distancia similar a las atracciones y repulsiones de corto alcance que Newton parecía decidido a aceptar en 1679. Tanto en sus cartas a Hooke como en su demostración de la elipse, Newton aceptó el concepto de atracción sin pestañear. Que nosotros sepamos, entre «De aere et aethere» —que he situado en 1679— y los documentos de 1686-1687, Newton no escribió ningún ensayo sobre el sistema de la naturaleza. No tenemos medios para determinar si, en el periodo 1679-1680, adoptó opiniones expresadas más tarde, y de ser así, si la propuesta de Hooke sirvió para cristalizar opiniones que comenzaban a tomar forma, o encontró el concepto de atracción de Hooke aceptable, porque ya antes habían tenido forma. Lo que sí sabemos es que, entre 1686 y 1687, Newton había refundido toda su filosofía de la naturaleza. En documentos escritos con los Principia, primero la proposición de una «Conclusio», y luego el mismo material en la proposición de un «Prefacio» —ninguno de los cuales apareció en el trabajo publicado—, Newton aplicó la acción a distancia a, virtualmente, todos los fenómenos de la naturaleza. La «Conclusio» empezaba haciendo notar que, además de los movimientos observables del cosmos, había otros movimientos no observables entre las partículas de los cuerpos.
Si alguien tuviese la buena fortuna de descubrir todos éstos, podría casi decir que habría dejado toda la naturaleza de los cuerpos desnuda, en cuanto a las causas mecánicas de las cosas se refiere. Es la parte de la filosofía que he desarrollado menos. Sin embargo, puedo decir brevemente que la naturaleza es simple en extremo y conformista consigo misma. Cualquier razonamiento que sostiene un gran movimiento es válido también para un movimiento menor. El primero depende de la gran fuerza atractiva de un cuerpo grande, y sospecho que el segundo depende de una fuerza más pequeña, todavía inobservada, de partículas insignificantes. Porque, de las fuerzas de la gravedad, del magnetismo y de la electricidad se desprende que existen varias clases de fuerzas naturales, y que podría haber aún más es algo que no puede negarse. Es bien sabido que los cuerpos grandes actúan mutuamente, unos sobre otros, por esas fuerzas, y no veo claramente por qué los pequeños no tendrían que actuar entre sí por fuerzas similares.
A continuación y en apoyo de su aserto, Newton redactó un primer borrador de lo que más tarde se conocería familiarmente por Cuestión 31 de la Óptica. En éste hicieron su aparición todos los fenómenos fundamentales que habían llamado su atención en 1664-1665 y desempeñado un papel en relación a los mecanismos etéreos de la «Hipótesis de la luz». Todos ellos probaban la existencia de fuerzas de atracción y repulsión entre partículas. El peso abrumador del argumento descansaba, sin embargo, en fenómenos químicos, como siguió sucediendo en la Cuestión 31. Newton aportó muchos ejemplos, los cuales se dividían en dos grandes categorías: reacciones que generaban calor y reacciones que revelaban afinidades. La primera repetía el argumento que le hiciera a Boyle en 1679, si bien ahora las atracciones proporcionaban el nuevo movimiento manifestado como calor. La segunda transformaba el principio secreto de la asociabilidad en atracciones específicas entre ciertas sustancias. Sin excepción, todos los fenómenos químicos que citaba estaban presentes en sus documentos alquímicos; unos entre sus propios experimentos, otros entre otros escritos y la mayoría de ellos en ambos. Algunos temas alquímicos, tales como el del papel de la fermentación y la vegetación en el proceso de transformación de sustancias, la peculiar actividad del sulfuro, y la combinación del activo con el pasivo, también se abrieron camino en la nueva exposición de la naturaleza de las cosas.
Newton entendía que estaba proponiendo una revisión radical de lo que llamaba «filosofía común…». Aunque las mismas palabras atracción y repulsión disgustarían a muchos, escribió en un borrador,
[…] por otra parte, lo que hemos dicho hasta ahora sobre estas fuerzas parecerá más lógico si se considera que las partes de los cuerpos verdaderamente se unen entre sí, y que partículas distantes pueden ser impelidas unas a otras por las mismas causas por las que se unen entre sí. No defino la forma de atracción, sino que, en términos ordinarios, llamo fuerzas atractivas a aquellas por las cuales los cuerpos son impelidos unos a otros, se unen y adhieren entre sí, cualesquiera que sean las causas.
El último enunciado parecía abrir de nuevo la puerta a los mecanismos etéreos de la filosofía común. Recordemos que fue escrito para aparecer en la conclusión de un tratado que contenía el experimento del péndulo destinado a refutar la existencia de un éter, y que también en su libro II presentaba un argumento continuado contra la filosofía cartesiana en particular y las filosofías mecánicas en general.
A mi juicio, en 1679-1680, la filosofía de la naturaleza de Newton sufrió una profunda transformación bajo la doble influencia de la alquimia y el problema cósmico de la mecánica orbital, dos compañeros muy distintos entre sí que hicieron causa común en el tema de la acción a distancia. Mientras siguió hablando de partículas de materia en movimiento, Newton continuó siendo, de alguna forma, un filósofo mecánico. De aquí en adelante, el principal agente de la naturaleza pasó a ser para él una fuerza que actuaba entre las partículas, más que una partícula misma en movimiento; lo que, en contraste con la cinética, ha sido llamado filosofía mecánica dinámica. En el reino de los fenómenos químicos, Newton nunca consiguió trasladar el concepto de fuerza más allá del nivel de la especulación general. No obstante, su documento de 1680 mostraba las posibilidades potenciales de la idea, cuando se aplicaba en un plano cósmico y se apoyaba en todos los recursos de las matemáticas de Newton. En 1680, sin embargo, el problema no llegó a dominarle y lo dejó a un lado.
La carta de Hooke no fue la última. Durante el invierno de 1680-1681, hizo su aparición un cometa, lo cual entrañó una nueva intrusión. Todos los astrónomos de Europa, con una sola excepción, creyeron que no un cometa sino dos habían hecho su aparición. El primero fue visto a primeros de noviembre, antes de la salida del Sol, y se desvaneció con la luz de la mañana al final del mes. Dos semanas más tarde, a mediados de diciembre, a primera hora de la tarde y alejándose del Sol, fue visto un nuevo cometa. A fines de diciembre, el segundo cometa era inmenso; tenía una cola cuyo ancho era cuatro veces el diámetro de la Luna y una longitud de más de setenta grados. «Creo que es el más grande que se ha visto nunca…», escribió un excitado John Flamsteed, astrónomo real, a un amigo de Cambridge. Flamsteed era el astrónomo que creía que los dos cometas eran el mismo, un solo cometa que al aproximarse al Sol había cambiado su dirección; una noción que marcaba una ruptura radical con la opinión universalmente aceptada.
Flamsteed sabía dónde buscar un interlocutor. Aunque había conocido a Newton en Cambridge en 1674, nunca había mantenido correspondencia con él y, ahora, se acercó a él a través de un amigo, James Crompton, un fellow del Jesús College. Mientras tanto, el cometa había despertado también la curiosidad de Newton. El 12 de diciembre, sólo cuatro días después de que fuera visto por primera vez, hizo una observación de éste y anotó algunos datos sobre su cola. Hasta su desaparición, en marzo, Newton lo observó casi diariamente y mantuvo un registro de los cambios producidos en su cola.
Desde Grantham, la majestad de los cielos había dejado una huella indeleble en la imaginación de Newton, y pronto volvió a dominarle. Esto sucedió durante algún tiempo en 1681. Además de su propio trabajo de observación, se dedicó a reunir sistemáticamente las observaciones de otros, y comenzó a leer toda la literatura que pudo encontrar: Hooke, Hevelius, Gottignies y Petit. Newton orientó sus esfuerzos hacia una reducción de las observaciones a una región del espacio. También escribió dos largas cartas a Flamsteed criticando su teoría. En contraste con su reticencia hacia Hooke, la extensión de las cartas y el hecho de que se las dirigiera directamente a Flamsteed y no a Crompton, nos indican de alguna forma su grado de interés.
Newton se negó a aceptar la nueva teoría de Flamsteed. Según ésta, el cometa no giró alrededor del Sol, sino que dio la vuelta antes de llegar. Newton se vio asaltado por numerosas y válidas objeciones, y las expuso con cierto detenimiento. No obstante, el principal interés de la carta se encuentra en algo que ésta no contenía. Sólo un año antes, Newton había resuelto la mecánica del movimiento orbital de un planeta que girase alrededor del Sol. En esta ocasión, no intentó aplicar los mismos principios al cometa. De ahí, la carta nos permite adivinar a grandes rasgos el desarrollo de su concepto de la gravitación universal. La opinión más generalizada sostenía que los cometas eran cuerpos extraños, no relacionados con el sistema solar ni gobernados por sus leyes. En sus escritos sobre los cometas, Hooke los excluía de la atracción entre los cuerpos cósmicos que postulaba. Según parece, Halley sostenía un punto de vista similar en 1680. La carta a Flamsteed implica con fuerza que también Newton lo hacía. Es decir, al margen de lo importante que fuese su demostración según la cual las órbitas elípticas implican una fuerza con el inverso del cuadrado, aparentemente Newton consideraba esta fuerza específica del sistema solar, el cual contenía cuerpos afines. Todavía no había formulado la idea de la gravitación universal.
Aunque Newton no continuó la correspondencia con Flamsteed, su interés por los cometas no desapareció. Cuando el cometa de 1682 —que ahora llamamos el cometa Halley— hizo su aparición, observó su posición y puso por escrito el resultado de sus observaciones. Poco después de 1680, recogía sistemáticamente información sobre todos los cometas conocidos y la clasificaba bajo una serie de encabezamientos; por ejemplo, aquellos opuestos al Sol. También revisó su opinión sobre la trayectoria de los cometas. En un conjunto de proposiciones sobre los cometas —junto con asertos como el de que el Sol y los planetas experimentan una gravitación hacia sus centros que decrece en relación al cuadrado de la distancia, o el que dice que la gravitación del Sol es mucho mayor que la de los planetas—, abandonó la teoría de las trayectorias rectilíneas de los cometas y aceptó la de las curvas. El punto de máxima curvatura coincide con el punto del perihelio. Si el cometa vuelve, el cometa es un «óvalo»; si no vuelve, es casi una hipérbola. Independientemente de su renuencia en la primavera de 1681, Newton vio en ese momento la aplicación de la dinámica orbital de los planetas a los cometas.
El renombre que el talento matemático de Newton alcanzó más allá de los muros de la universidad, también afectó a su aislamiento. En 1683, John Wallis publicó A Proposal about Printing a Treatise of Algebra, en la cual anunciaba que se proponía explicar el método de las series infinitas de Newton. En su Treatise of Algebra, aparecido en 1685, dedicó cinco capítulos a fragmentos de las dos Epistolae dirigidas a Leibniz en 1676.
Aún más importante —tanto por su contenido como por sus efectos— fue la carta de David Gregory, el sobrino de James Gregory, que recibió desde Edimburgo en junio de 1684.
Sir:
Aunque no tengo el honor de conocerle personalmente, me permito dirigirme a usted dada su posición en el mundo de la erudición, especialmente en un caso de esta naturaleza, como es el de presentarle humildemente un tratado publicado recientemente por mí, su heredero, que estoy seguro contiene datos nuevos para la mayor parte de los geómetras.
El trabajo que acompañaba la carta era Exercitatio geométrica de dimensione figurarum (Ejercicio geométrico sobre la medición de las figuras), una exposición del método de las series infinitas de su tío, con aplicaciones a las cuadraturas, volúmenes y similares. Gregory le dijo a Newton que, a través de las cartas de Collins a su tío, sabía que Newton había cultivado ese método y que el mundo había esperado largo tiempo para conocer sus descubrimientos.
Sir, me sentiría muy honrado si, dedicándome parte del tiempo que emplea en sus estudios de filosofía y geometría, me favoreciera con su opinión sobre el carácter de este ejercicio, lo cual valoraría justamente más que cualquier otra cosa en este mundo…
La carta de Gregory movió a Newton a la acción. Habiendo Gregory rectamente mencionado a Newton en su trabajo, la idea de plagio estaba descartada. No obstante, igual que había sucedido antes con el de Mercator, el libro de Gregory amenazaba con anticiparse a Newton, y éste respondió de la misma manera: proyectó un tratado en seis capítulos, con el título «Matheseos universalis specimina» («Especímenes de un sistema universal de las matemáticas»), en el cual se propuso incluir cartas que demostrarían su prioridad sobre James Gregory. También desde el principio, tuvo bien presente a Leibniz y señaló su intención de publicar la relación epistolar completa de ambos de 1676-1677. En los capítulos que escribió, Newton se olvidó virtualmente de Gregory y se dedicó a responder a Leibniz. Es por ello por lo que el «Matheseos» nos ofrece una aguda introspección a la personalidad de Newton. A pesar de haber manifestado su falta de interés, no había sido capaz de quitarse completamente al alemán de la cabeza. Gregory no representaba ninguna amenaza. Newton sabía que Leibniz sí la representaba, y el tratado, en el que contestaba a cuestiones planteadas hacía siete años, se caracterizó por un tono defensivo y polémico. Los seis capítulos proyectados se concentraron en las series infinitas. El capítulo 4 explicaba el método de fluxiones. Comenzó por traducir el anagrama fluxional de la Epístola posterior y terminó comparando el método fluxional con el cálculo diferencial de Leibniz, tal y como lo había establecido en su carta de 1677. Aunque la publicación definitiva del cálculo de Leibniz no había comenzado todavía, en 1682 había publicado una cuadratura del círculo que Newton citó más tarde contra él. Quizá Newton era consciente de ello durante la redacción de «Matheseos». Más probable parece que respondiera a la amenaza que había percibido en 1676-1677.
En el capítulo 4, Newton repitió también un reciente ataque hacia analistas modernos que aparece en sus documentos matemáticos, entre quienes se incluía Leibniz por implicación. Una fascinante frase indica la profundidad que había alcanzado su rechazo hacia Descartes, central en su ataque a los analistas. Después de explicar su método fluxional, se detuvo a reflexionar. «En estos asuntos sobre los que medité hace diecinueve años, comparando los hallazgos de y Hudde entre sí.» El silencio del espacio en blanco es ensordecedor. Sólo el nombre de Descartes cabía en él. Newton ni siquiera podía reconocer su deuda.
Newton dejó el «Matheseos» inconcluso y comenzó una revisión con el título «De computo serierum» («Sobre el cálculo de series»). También de ésta se cansó rápidamente, abandonándola a la mitad del tercer capítulo. Nunca retomó estas tareas.
En el continente, alguien más había reparado en la publicación del trabajo de Gregory. En julio, Otto Mencke, editor del Acta Eruditorum, escribió a Leibniz para decirle que, en Inglaterra, alguien había atribuido su cuadratura del círculo a Newton. Leibniz ya se había enfrentado con otro matemático alemán, Ehrenfried von Tschirnhaus, con relación a unos escritos sobre tangentes y máximos y mínimos, que Leibniz acusó de plagiarios. El mensaje de Mencke le urgió a escribir un documento sobre su cálculo diferencial que el Acta publicó en octubre. En el verano de 1684, Newton y Leibniz parecían destinados a colisionar, como efectivamente sucedió. La colisión se retrasó largo tiempo, sin embargo, a causa de una nueva interrupción. En agosto, Edmond Halley viajó de Londres para plantear una cuestión a la cual sólo Newton podía responder. Ninguna otra interrupción le afectó tan profundamente. La visita de Halley cambió el curso de su vida.

Capítulo 8
Principia

Los antecedentes de la visita de Halley a Cambridge, en agosto de 1684, se encuentran en una conversación del mes de enero anterior. Halley había estado meditando sobre la mecánica celeste de forma independiente. A partir de la tercera ley de Kepler, había concluido que la fuerza centrípeta hacia el Sol debía disminuir en proporción al cuadrado de la distancia de los planetas al Sol. El contexto de este enunciado implicaba que había llegado a la relación del inverso del cuadrado sustituyendo la tercera ley de Kepler por la fórmula de la fuerza centrífuga recientemente publicada por Huygens. No fue el único en hacer esta sustitución. Después de que Hooke se quejara de plagio en 1686, Newton recordó una conversación con sir Christopher Wren de 1677 en la cual habían considerado el problema de «determinar los movimientos celestes sobre principios filosóficos». Se había dado cuenta de que Wren había llegado también a la ley del inverso del cuadrado. Resulta claro que el problema que Hooke le planteó a Newton, en el invierno de 1679-1680, era compartido por muchos casi al mismo tiempo. Ciertamente, se trataba de la gran pregunta sin respuesta de la filosofía natural, la derivación de las leyes del movimiento planetario de Kepler a partir de principios de la dinámica.
Este mismo problema fue objeto de discusión por parte de Halley, Wren y Hooke en la reunión que mantuvieron en la Royal Society, en enero de 1684. Hooke sostuvo que podía demostrar todas las leyes del movimiento celeste a partir de la relación del inverso del cuadrado. Halley admitió que su intento por hacerlo había fracasado. Wren se mostró escéptico sobre la afirmación de Hooke. Hooke volvió a asegurar que contaba con la demostración, pero que pretendía mantenerla en secreto hasta que otros, en su fracaso por resolver el problema, aprendieran a valorarla. No sabemos qué fue lo que llevó a Halley hasta Cambridge. Si consideramos que dejó que transcurrieran siete meses, no resulta fácil creer que corriera allí, preso de la curiosidad, para presentarle el problema a Newton. No obstante, se encontraba en Cambridge en agosto y aprovechó la oportunidad para consultar a un hombre que sabía que era un experto en matemáticas.
Aunque Halley mencionaría la visita, el mejor relato que tenemos viene de Newton, según le informó de ésta a Abraham DeMoivre.
En 1684, el Dr. Halley fue a visitarle a Cambridge. Transcurrido un tiempo uno en compañía del otro, el doctor le pidió su opinión sobre cómo pensaba que sería la curva descrita por los planetas, suponiendo que la fuerza de atracción hacia el Sol fuese recíproca al cuadrado de su distancia de éste. Sir Isaac respondió inmediatamente que sería una elipsis. El doctor dio muestras de gran alegría y, sorprendido, le preguntó sobre cómo lo había sabido. Lo he calculado, contestó él. El Dr. Halley, entonces, le pidió que le mostrase enseguida su cálculo. Sir Isaac miró en sus papeles, pero no pudo encontrarlo. Sin embargo, le prometió que lo volvería a hacer y que se lo enviaría…
Podemos olvidarnos de la charada del documento perdido, tanto más cuando éste sobrevive entre sus papeles. Newton no actuaba a la ligera cuando se trataba de enviar cosas al extranjero. El repetido paso en falso de su correspondencia con Hooke sobre este mismo tema debió hacerle actuar de forma más precavida que de costumbre. Sin embargo, al prometer enviar la demostración a Halley, se comprometió a revisar el documento.
Según el relato que Newton le hizo a DeMoivre, debió alegrarse de contener cualquier vehemencia. Al revisar la demostración, se dio cuenta de que no funcionaba. Como descubrió después, un diagrama apresurado le había hecho confundir los ejes de la elipse con diámetros conjugados. No siendo alguien que pudiera rendirse fácilmente, volvió a empezar desde el principio y consiguió su objetivo. En noviembre y a través de Edward Paget, Halley recibió, de alguna forma, algo más de lo que esperaba: un pequeño tratado de nueve páginas con el título De motu corporum in gyrum (Sobre el movimiento de los cuerpos en una órbita). No sólo demostraba que una órbita elíptica produce una fuerza del inverso del cuadrado hacia un foco, también esbozaba una demostración del problema original: una fuerza del inverso del cuadrado produce una órbita cónica, la cual es una elipse en velocidades por debajo de un cierto límite. A partir de principios postulados de la dinámica, el tratado demostraba también las leyes segunda y tercera de Kepler. Derivando la trayectoria de un proyectil a través de un medio resistente, apuntaba a una ciencia general de la dinámica. Después de recibir De motu, Halley no esperó otros siete meses. Se dio cuenta de que el tratado suponía un paso adelante en la mecánica celeste tan enorme que podía constituir una revolución. Sin la menor dilación, viajó por segunda vez a Cambridge para discutir el tema con Newton; y el 10 de diciembre, informó sobre sus actividades a la Royal Society.
Mr. Halley informó de que se había encontrado recientemente con Mr. Newton en Cambridge, y de que éste le había mostrado un interesante tratado. De motu, el cual —a petición de Mr. Halley— le prometió que enviaría a la Royal Society para ser incluido en su registro.
Mr. Halley se mostró deseoso de que Mr. Newton cumpliera su promesa con el objeto de asegurar su autoría hasta el momento de su publicación. Mr. Paget se mostró de acuerdo con Mr. Halley.
Las cartas de Newton a Flamsteed indican que Halley no fue el único en darse cuenta de las implicaciones revolucionarias del tratado. Su copia tuvo tal demanda que Flamsteed —a quien Newton concedió el privilegio de leerla— tuvo que esperar un mes antes de poder verla.
La causa de que Halley tuviera que esperar tanto tiempo la corrección del tratado fue el proceso de trabajo que se desarrolló en Cambridge, un proceso típicamente newtoniano, no menos maravilloso por eso. El problema había hecho presa de Newton y no le dejaba tranquilo. Había en él esa misma majestad que años antes había despertado la admiración de un escolar en Grantham. A lo largo de los años, había sentido brevemente su llamada en varias ocasiones. Siendo estudiante, encontró la relación del inverso del cuadrado a partir de la tercera ley de Kepler. Estimulado por Hooke, extendió la validez de la fuerza del inverso del cuadrado para explicar la primera ley de Kepler. En agosto de 1684, Halley volvió a evocar ese mismo esplendor, y esta vez Newton se rindió totalmente a su fascinación. Más tarde, a Halley le gustaba decir que había sido «el Ulises responsable de este Aquiles», pero mientras estaba en Londres Halley no entendía lo que pasaba en Cambridge. Halley no arrancó los Principia a un Newton mal dispuesto. Lo único que hizo fue plantear una pregunta en un momento en el que Newton se encontraba receptivo a ella. La pregunta se adueñó de él como nada lo había hecho antes, y Newton no pudo defenderse de su influjo. De motu —el tratado que Halley recibió en noviembre— indicaba que el reto ya se había puesto en marcha. En un principio, el tratado contenía cuatro teoremas y cinco problemas relacionados con el movimiento en un espacio sin resistencia. Al entrever la posibilidad de ensanchar sus horizontes, Newton revisó sus hipótesis y definiciones iniciales para incluir la resistencia y añadió dos problemas sobre el movimiento a través de ese medio. Al mismo tiempo que Halley informaba a la Royal Society sobre De motu, Newton escribía a Flamsteed pidiéndole datos con los que precisar más sus demostraciones. «Ahora que trabajo sobre este asunto», le decía a Flamsteed en enero, «me gustaría conocer el fondo del problema antes de publicar mis escritos.» Para llegar al fondo del problema, se separó casi por completo del mundo. Desde agosto de 1684 hasta la primavera de 1686, su vida se redujo a los Principia. Newton escribió a Flamsteed en cuatro ocasiones para pedirle información, en diciembre de 1684 y enero de 1685 y, de nuevo, en septiembre. En febrero de 1685, respondió a una carta sobre De motu del secretario de la Royal Society, Francis Aston, su antiguo conocido del Trinity. En abril, Newton atendió la demanda de William Briggs y escribió una carta de contenido elogio con la cual Briggs encabezó la traducción latina de su New Theory of Vision. Las obligaciones familiares también hicieron que pasara un breve periodo de tiempo en Woolsthorpe en la primavera de 1685. Aparte de esta escasa lista de actividades conocidas, la mayoría de las cuales estaban relacionadas con los Principia, no hubo nada más. La investigación absorbió su vida por completo. Aparentemente, Newton continuó dando conferencias. William Whiston, que ingresó en el Clare en 1686, recordó haber escuchado una o dos de las conferencias de Newton, que no pudo entender. Sin embargo, los manuscritos que Newton entregó más tarde como conferencias, eran meros borradores de los Principia. Newton abandonó la experimentación alquímica que había constituido su principal actividad desde 1678.
Un perplejo Humphrey Newton observaba el comportamiento errático de un hombre transportado.
Tan concentrado, tan volcado en sus estudios que apenas comía, o, incluso, se olvidaba de comer. De forma que, al entrar en su habitación, encontraba su plato sin tocar, y, cuando se lo recordaba, me respondía: ¿Ah, sí?, y se dirigía hacia la mesa, donde tomaba uno o dos bocados de pie […] En raras ocasiones, cuando decidía cenar en el hall, tomaba el camino de la izquierda y salía a la calle; allí, se detenía, dándose cuenta de un error, y volvía rápidamente, de forma que, algunas veces, en vez de ir al hall, regresaba a su habitación […] Cuando, algunas veces, salía a dar una o dos vueltas [por el jardín], podía detenerse de repente, darse la vuelta y, después de correr escaleras arriba, como otro Arquímedes [sic] con un ερηκα, ponerse a escribir de pie en su mesa, sin ni siquiera concederse el tiempo de buscar una silla en la que sentarse.
A principios de febrero, algunos acontecimientos del exterior amenazaron su concentración. Carlos II murió dejando el trono a su hermano y heredero Jacobo II, un reconocido católico. En la mañana del 9 de febrero, vestida de gala, la universidad se reunió en las escuelas públicas y avanzó hasta Market Hill para la proclamación de Jacobo. Tan pronto Newton se hubo retirado a su habitación, el alcalde y el concejal de la ciudad, ataviados con sus brillantes galas y acompañados por los regidores, alguaciles y ciudadanos de Cambridge, aparecieron a caballo frente a la verja del Trinity —que se encontraba justo enfrente de su ventana— para proclamar a Jacobo una vez más. Pasaron dos años antes de que la crisis provocada por la sucesión afectara a Cambridge. Afortunadamente, el plazo de tiempo que necesitó fue de dos años.
Los Principia no sólo constituyeron el mayor logro de Newton, también significaron el punto crucial de su vida. Como sabemos por sus escritos, había llevado a cabo verdaderos prodigios en una serie de campos, pero también sabemos que no había terminado ninguno. En 1684, su mesa estaba cubierta de tratados matemáticos inconclusos. No había continuado sus prometedores y penetrantes análisis en el terreno de la mecánica. Sus investigaciones alquímicas sólo habían producido un caos de notas desorganizadas y ensayos inconexos. Si Newton hubiera muerto en 1684 y sus papeles hubiesen sobrevivido, sabríamos por ellos de la existencia de un hombre de genio. Sin embargo, en vez de alabarle como a una figura que modeló la inteligencia moderna, nos habríamos limitado a mencionarle brevemente, lamentando que no llegase a alcanzar la terminación de su proyecto. El periodo 1684-1687 dio fin a los años de las tentativas. Por fin, completaba sus empresas. Es cierto que, con su objetivo a la vista, la excitación del descubrimiento detrás y el fatigoso trabajo de los cálculos por delante, comenzó de nuevo a perder interés y a demorarse; pero, esta vez, la magnitud del tema le llevó a completarlo. La publicación de los Principia, por supuesto, no podía volver a moldear la personalidad de Newton, pero el alcance de su empresa le colocó ante el ojo público sin posibilidad de una nueva renuncia.
Los Principia dieron una nueva dirección a la vida intelectual de Newton, dominada durante más de una década por la teología y la alquimia; interrumpieron sus estudios teológicos, que no volvió a retomar en otros veinte años; y no terminaron con su carrera de alquimista, pero desviaron el rumbo de los conceptos alquímicos de un mundo privado de imaginería arcana a un inesperado y concreto reino del pensamiento, donde el rigor de la precisión matemática podía colaborar en la tarea de volver a dar forma a la filosofía natural. La investigación que se adueñó de la inteligencia de Newton, a fines de 1684, y la dominó durante los dos años y medio siguientes, transformó su vida tanto como el curso de la ciencia occidental.
Cuando comenzó, Newton no sabía dónde le conducía su trabajo o las obligaciones que éste iba a representar. Lo que le envió a Halley era un pequeño tratado principalmente relacionado con la mecánica orbital. Dicho tratado implicaba que las atracciones centrípetas del inverso del cuadrado son generales en la naturaleza porque aseguraba que tanto los satélites de Júpiter y Saturno, como los planetas alrededor del Sol, obedecían la tercera ley de Kepler y que los movimientos de los cometas están gobernados por las mismas leyes que determinan las órbitas planetarias. Las cartas de Newton a Flamsteed versan sobre estos temas. Newton quería conocer las observaciones de Flamsteed sobre los periodos de los satélites de Júpiter y las dimensiones de sus órbitas. Flamsteed señaló que, con seguridad, también éstos obedecían la tercera ley de Kepler. «Su información sobre los satélites de Júpiter me produce gran satisfacción», le aseguró Newton. También le pidió las coordenadas celestes exactas de dos estrellas de la constelación de Perseo. Visto desde la Tierra, el gran cometa de 1680-1681 había cruzado Perseo. Flamsteed se dio cuenta inmediatamente de que Newton había vuelto a tomar en consideración el cometa. Newton confirmó su sospecha. «Es mi intención determinar las líneas descritas por los cometas de 1664 y 1680, de acuerdo a los principios del movimiento observados por los planetas…»
De motu ya había incluido el tema que acabamos de exponer. Sin embargo, cuando Newton le pidió a Flamsteed información sobre las velocidades de Júpiter y Saturno según se aproximaban a su conjunción, apuntaba a una pregunta no planteada en De motu. Cada vez que Júpiter se acerca a su conjunción con Saturno, Saturno debería reducir la velocidad en su órbita, para volver a aumentarla al pasar la conjunción con Júpiter («en razón a la acción de Júpiter sobre él…»). La mutua influencia de Saturno y Júpiter implicaba la existencia de una atracción universal. Flamsteed se mostró escéptico. Cuando más próximos están uno del otro, Júpiter y Saturno están separados por una distancia cuatro veces el radio de la órbita terrestre. El éter, materia flexible, absorbería simplemente cualquier perturbación a esa distancia. No obstante, proporcionó a Newton la información exacta sobre el movimiento de Saturno y Júpiter en conjunción que quería conocer. Cada nueva pregunta ampliaba los límites de la investigación. En su respuesta de febrero a Aston, Newton se disculpaba por su retraso en el envío de la corrección del tratado. Su intención había sido terminarlo antes: «El examen de ciertas cosas me ha llevado más tiempo del esperado, gran parte del cual he gastado inútilmente.»
Cuando en septiembre volvió a escribir a Flamsteed para pedirle más datos sobre el cometa de 1680-1681, ya tenía una nueva pregunta. Flamsteed había publicado algunas observaciones sobre las mareas del estuario del Támesis, y Newton quería una información adicional sobre este tema, lo cual nos indica, si no a Flamsteed, una significativa ampliación del concepto de la gravitación. En contra de la idea de un estudio en constante expansión, podemos apreciar el sentido del comentario que Newton hiciera a Halley, en 1686, sobre un documento de los años sesenta, en el cual intentó calcular de qué forma la fuerza centrífuga debida a la rotación de la Tierra disminuye la gravedad. «No obstante, desarrollar correctamente este asunto comporta una dificultad mucho mayor de lo que pensé en un principio.» En esta mayor dificultad radicaba la diferencia entre De motu y los ulteriores Principia.
El primer problema serio que Newton afrontó fue la dinámica misma. Si el siglo XVII había avanzado con pasos de gigante en la mecánica, todavía tenía que coronar sus esfuerzos con una ciencia de la dinámica. Para escribir los Principia, Newton debía crear primero una dinámica que estuviese al mismo nivel que su tarea, y en ello empleó gran parte de los seis meses que siguieron a la redacción de De motu.
De motu comenzaba con dos definiciones y dos hipótesis. La definición 1 trataba sobre la lección relativa al movimiento circular que Hooke le había enseñado en 1679, con el fin de aportar una nueva palabra al vocabulario de la mecánica.
Llamo fuerza centrípeta a aquello que hace que un cuerpo sea impelido o atraído hacia algún punto observado como un centro.
Newton explicaría más tarde que había acuñado el término centrípeta, dirigido hacia el centro, en un consciente paralelismo con el término de Huygens centrífuga, que se separa del centro. Ninguna palabra caracteriza mejor los Principia que, más que ninguna otra cosa, era una investigación sobre las fuerzas centrípetas y su influencia en el movimiento orbital.
La definición 2 concernía al movimiento rectilíneo.
Y [llamo] la fuerza de un cuerpo o la fuerza inherente a un cuerpo a aquello que hace que persevere en su movimiento en línea recta.
La hipótesis 2 ampliaba la definición a una concepción general del movimiento.
Por su fuerza inherente, todos los cuerpos avanzan uniformemente en línea recta hasta el infinito, a menos que encuentren el obstáculo de una fuerza extrínseca.
La combinación de la definición y de la hipótesis que encontramos en el primer borrador es un sorprendente aserto que establecía el principio de la inercia como base de la ciencia moderna. Juntas, indican el alcance de la tarea que Newton afrontó en el otoño de 1684.
Han sobrevivido tres versiones de De motu. La segunda es simplemente una justa copia con la caligrafía de Halley, con pequeñas anotaciones que Newton expresó su intención de añadir. Por otra parte, la tercera versión contiene el comienzo de reelaboración de la dinámica de Newton. A las dos hipótesis originales, ligeramente alteradas, añadió tres más y, después, cambió el nombre «Hipótesis» en favor de uno nuevo, «Lex». De ahí que, en un principio, las leyes del movimiento de Newton fueran cinco. Desde su nueva posición, en cabeza de la lista, la Ley 1 afirmaba que un cuerpo se mueve uniformemente sólo por su fuerza inherente. En la Ley 2, Newton intentó definir la acción de la fuerza imprimida.
El cambio del movimiento es proporcional a la fuerza imprimida, y se produce según la línea recta en dirección de la cual se imprime dicha fuerza.
El punto capital de la dinámica de Newton se sitúa en la relación entre fuerza inherente y fuerza imprimida, lo que más tarde llamó (en su lucha por clarificarlo) «la fuerza inherente, innata y esencial de un cuerpo» y la «fuerza ejercida o imprimida en un cuerpo». El continuo desarrollo de su dinámica dependía de ambos conceptos.
La tercera versión de De motu contenía otro aspecto, un escolio al Problema 5 sobre «el espacio inmenso y verdaderamente inmóvil de los cielos». Igual que en el concepto de la fuerza inherente de los cuerpos —que sostenía que se trataba de la característica distintiva del verdadero movimiento—, el escolio reflexionaba sobre el rechazo de Newton hacia el relativismo de los físicos cartesianos. En su escrito anterior, «De gravitatione», había expresado que el principal absurdo del relativismo cartesiano residía en su consecuencia: «Un cuerpo en movimiento no tiene una velocidad determinada, ni una línea definida en su desplazamiento.» En su forma original, De motu no contenía ninguna referencia al espacio absoluto. No lo necesitaba. La fuerza inherente de los cuerpos definía acertadamente sus movimientos absolutos. Mientras las exigencias de una dinámica internamente consistente conducían de forma inexorable a Newton hacia el principio de la inercia, comenzó a insistir en el espacio absoluto. En revisiones de la tercera versión amplió considerablemente su breve enunciado, mientras continuaba su avance hacia el principio de la inercia. La creciente insistencia de sus aseveraciones apuntaban hacia el conocido escolio sobre el espacio y el tiempo absolutos que incluyó en sus Principia. Newton pudo haber capitulado ante Descartes sobre el movimiento. Con relación al relativismo, que, según el punto de vista de Newton, olía a ateísmo, continuó desafiándolo enérgicamente hasta su muerte.
En los escritos de dos revisiones que siguieron a la tercera versión de De motu, Newton dio forma final a la transformación de su dinámica. Por entonces, su trabajo se desarrollaba sobre el rigor de la lógica. Donde la tercera versión había definido cuatro términos, el primer escrito de sus revisiones definía, en un punto u otro, no menos de dieciocho. Muchos de ellos estaban relacionados con el espacio y el movimiento absolutos. Junto a éstos, y a medida que apuntaba hacia una dinámica cuantitativamente rigurosa, las alteraciones de las definiciones del movimiento transformaron su concepto de la fuerza inherente.
La fuerza inherente, innata y esencial de un cuerpo es el poder por el cual persevera en su estado de reposo o de movimiento uniforme en línea recta, y es proporcional a la cantidad del cuerpo. [Dicha fuerza] es ejercida proporcionalmente al cambio de estado, y en tanto es ejercida, puede llamarse la fuerza ejercida de un cuerpo…
En el segundo escrito de las revisiones, Newton introdujo un nuevo cambio en la definición de la fuerza inherente, allí donde la asignaba, no a un cuerpo, sino a la materia, como hizo en los Principia. Más tarde, sugirió otro nombre, vis inertiae, la fuerza de la inercia. Revisó la Ley 1 de la misma forma para sostener que un cuerpo, sólo por su fuerza inherente, persevera en su estado de reposo o de movimiento uniforme en línea recta. Es decir, la fuerza inherente dejaba de ser la causa del movimiento uniforme. Un añadido a su definición de la fuerza imprimida confirmaba el cambio. «Esta fuerza consiste sólo en la acción, y desaparece del cuerpo una vez la acción ha terminado.» Con las alteraciones de sus definiciones y la Ley Newton abrazaba de hecho el principio de la inercia. En los Principia mismos, eliminó la referencia a la fuerza inherente del enunciado de la primera ley, borrando las huellas del camino principal que le había llevado a ésta.
Una vez adoptó el principio de la inercia, el resto de su dinámica se acomodó rápidamente en su sitio. Se había apoderado de la esencia de su segunda ley veinte años antes y, mientras luchaba con la primera, nunca la había alterado. La fuerza imprimida altera el movimiento de un cuerpo; el cambio del movimiento es proporcional a ésta. En su proporcionalidad residía la posibilidad de una ciencia cuantitativa de la dinámica que coronaría y completaría la cinemática de Galileo.
El enunciado de la segunda ley implicaba una cantidad que ahora definía como cantidad de movimiento. A su debido tiempo, una nueva definición se hizo necesaria: cantidad de materia. «La cantidad de un cuerpo», decía, «se calcula a partir del volumen de una materia corpórea que, normalmente, es proporcional a su peso.» Al revisar las definiciones, separó ésta y la colocó a la cabeza de la lista.
La cantidad de materia es aquella que surge por la conjunción de su densidad y su magnitud. La cantidad de un cuerpo con el doble de densidad en el doble de espacio es cuatro veces mayor. Designo esta cantidad por el nombre de cuerpo o de masa.
Sin el concepto de masa —definido aquí, por primera vez, de forma acertada— la segunda ley, la ley de la fuerza, hubiese permanecido incompleta. Uno llamaba al otro. Juntos constituyeron la principal aportación de Newton a la dinámica.
No obstante, el concepto de masa significaba más que la mera cantidad de materia. Al revisar su primera ley del movimiento hacia el principio de la inercia, transfirió su versión revisada de la fuerza inherente de esa ley —donde se había convertido en un estorbo— al concepto de masa.
La fuerza inherente de la materia es el poder de resistencia por el cual cualquier cuerpo, según sus posibilidades, persevera en su estado de reposo o de movimiento uniforme en línea recta; es proporcional a dicho cuerpo y no cambia […] con la inactividad de la masa excepto en nuestra forma de concebirla. De hecho, un cuerpo ejerce esta fuerza sólo al producirse un cambio de su estado por efecto de otra fuerza imprimida sobre él, y su ejercicio es resistencia e ímpetu, sólo diferentes al ser comparados entre sí.
En el lenguaje clásico del siglo XVII, la materia es indiferente al movimiento. Leibniz arguyó que si la materia es completamente indiferente al movimiento, ninguna fuerza sería capaz de imprimir velocidad alguna a un cuerpo, y una ciencia cuantitativa de la dinámica sería imposible. Aunque Newton no ofreció ninguna exposición razonada al respecto, es evidente que actuó según las mismas consideraciones. Como actividad de resistencia evocada en cambios de estado, la masa establece la ecuación entre una fuerza imprimida y el cambio de movimiento que produce.
De esta forma, su dinámica final continuó enfocándose sobre la interacción entre la fuerza inherente y la fuerza imprimida, la forma original de la primera de éstas completamente transformada. Para reemplazar el paralelogramo de fuerzas, que relacionaba ambas en la versión original de De motu, concibió una tercera ley del movimiento que ha llegado hasta nosotros, con distinta redacción, como la tercera ley.
En la misma medida en que un cuerpo actúa sobre otro, experimenta una reacción contraria […] De hecho, esta ley se deriva de las definiciones 12 [la fuerza inherente de un cuerpo a perseverar en su estado de reposo o de movimiento uniforme] y 14 [la fuerza ejercida e imprimida sobre un cuerpo para cambiar su estado] por cuanto la fuerza del cuerpo ejercida para mantener su estado es la misma que la fuerza imprimida en el otro cuerpo para cambiar su estado; el cambio de estado del primer cuerpo es proporcional a la primera fuerza, y el del segundo cuerpo, a la segunda fuerza.
No podemos fechar con precisión las hojas que contienen las revisiones definitivas de la dinámica de De motu, pero parecen haber sido escritas en los primeros meses de 1685. Pocos periodos han tenido tantas consecuencias en la historia de la ciencia occidental como el de los tres a seis meses del otoño y el invierno de 1684-1685, tiempo en el que Newton creó la ciencia moderna de la dinámica. Mientras los invisibles mecanismos de la filosofía mecánica ortodoxa —como es el caso de los vórtices de Descartes— se habían separado continuamente de la precisión cuantitativa en favor de imágenes plásticas, el nuevo concepto de acción a distancia de Newton invitaba al procedimiento matemático. El primer estadio del trabajo de Newton en los Principia fue la creación de su dinámica, el instrumento que requería el resto de su tarea.
En aquellos primeros meses, tuvo lugar otro notable desarrollo. Un escolio de la tercera versión de De motu que contenía una correlación aproximada entre la órbita lunar y la aceleración de la gravedad terrestre hacía referencia a medios cuya densidad (o cantidad de materia sólida) es «casi proporcional a su peso…». Newton hizo un comentario parecido en su revisión a la tercera versión. La cantidad de un cuerpo se calcula «a partir del volumen de la materia corpórea que, normalmente, es proporcional a su peso». Casi proporcional, normalmente proporcional, si bien es cierto que las ideas de Newton ampliaban sus horizontes, frases como éstas indican que todavía no había llegado a su concepto final de la gravitación universal. En el segundo caso, incluyó incluso un ingenio práctico para comparar la materia sólida de dos cuerpos de igual peso: colgarlos de péndulos iguales; la cantidad de materia varía inversamente al número de oscilaciones realizadas en el mismo tiempo. Newton tachó el pasaje. En un espacio en blanco del reverso, escribió que el peso de los cuerpos pesados es proporcional a su cantidad de materia, como puede demostrarse de los experimentos con péndulos: «Cuando los experimentos fueron realizados cuidadosamente con oro, plata, plomo, cristal, arena, sal común, agua, madera y trigo, sin embargo, produjeron siempre el mismo número de oscilaciones.»
Ahora, por fin, todas las implicaciones de una idea hasta entonces sólo parcialmente explorada se abrían ante él. La igual aceleración en caída libre de todos los cuerpos pesados encontró su explicación; los péndulos ofrecieron una demostración del mismo fenómeno que era mucho más delicada, ya que en los balanceos sucesivos, se acumularían pequeñas diferencias y se harían manifiestas. En los cielos, la tercera ley de Kepler hacía lo mismo, a menos que se aceptase la difícil teoría de que los planetas eran exactamente iguales en masa. Los satélites de Júpiter eran verdaderos péndulos celestes. Su conformidad con la tercera ley de Kepler no sólo revelaba la proporcionalidad de sus masas con su atracción hacia Júpiter, sino que sus órbitas concéntricas alrededor de Júpiter demostraban que el Sol atraía igualmente a éstos y a Júpiter en proporción a la masa. De acuerdo a la tercera ley, los satélites de Júpiter debían a su vez atraer al Sol. En apariencia, todos los cuerpos del mundo atraían a todos los demás cuerpos. Sólo podemos imaginar la excitación que se apoderaría de la mente de Newton al ver cómo el principio de la gravitación universal se revelaba silenciosamente ante él. Trabajando sobre la mecánica orbital, su nueva dinámica cuantitativa le había llevado a una generalización más inclusiva que ninguna de las alcanzadas por la filosofía natural hasta entonces. Los Principia insistían repetidamente en que el tratamiento matemático de la atracción no afirmaba nada sobre su causa física. La primera vez que puso por escrito su descubrimiento, actuó con menos reservas; dijo que «las fuerzas proporcionales a la cantidad de materia surgen de la naturaleza universal de la materia…». Según parece, Newton llegó a este concepto muy pronto al mismo tiempo que su homónimo, Alderman Samuel Newton, proclamaba a Jacobo Estuardo rey de Inglaterra, frente a su ventana.
Sin duda, un descubrimiento tan grandioso requería una exposición que pudiera equipararse a éste. La dinámica de su creación facilitó el instrumento adecuado. Newton comenzó a desarrollar De motu basándose en una demostración sistemática de la gravitación universal. Sabemos muy poco del proceso, salvo que, apenas un año más tarde, el opúsculo de nueve páginas de noviembre de 1684 se había transformado en un tratado de dos libros cuya extensión era más de diez veces superior a la del primero.
El nuevo tratado recibió el nombre de De motu corporum (Sobre el movimiento de los cuerpos).
Aunque ignoramos en qué momento abordó este asunto, sabemos que la atracción de una esfera se convirtió pronto en uno de los principales problemas. La correlación de la órbita lunar con la aceleración de la gravedad asumía que la ley del inverso del cuadrado era aplicable, no sólo a la distancia de la Luna, sino también en la superficie de la Tierra. Todas las partículas de la vasta Tierra, extendiéndose en todas direcciones, más allá del horizonte, se combinan para atraer una manzana situada a unos cuantos pies por encima de su superficie, en Woolsthorpe o en Cambridge, con una fuerza dependiente, no de la distancia de la manzana a la superficie, sino de su distancia al centro de la Tierra. ¿Era ésta una noción creíble? Al menos no en la forma en que Newton se lo dijo a Halley en 1686.
Nunca extendí la proporción duplicada por debajo de la superficie de la Tierra y antes de cierta demostración que encontré el año pasado, había sospechado que dicha proporción aplicada tan abajo no sería lo suficientemente precisa […] Existe una objeción tan fuerte contra la precisión de esta proporción, que sin mis demostraciones […] ningún filósofo juicioso podría aceptarla.
De ahí lo significativo de la proposición XL de De motu corporum (correspondiente a la proposición LXXI, libro I), en la cual Newton demostraba que una capa esférica homogénea, compuesta por partículas que se atraen con el inverso del cuadrado de la distancia, ejerce una atracción sobre una partícula externa a ésta, independientemente de la distancia que las separe, inversamente proporcional al cuadrado de su distancia al centro de la esfera.
Como Newton se dio cuenta, la correlación entre la Luna y la manzana debía aportar mayor precisión que la ofrecida por un «casi», término que utilizó en su tercera versión de De motu. El cálculo que desarrolló entonces mostró una correlación correcta hasta la última pulgada (o una parte en cuatrocientas) de la aceleración de la gravedad, tal y como Huygens la había determinado.
Con la demostración de la atracción de una esfera, y con la correlación exacta entre el movimiento de la Luna y la aceleración calculada de la gravedad, la base lógica del concepto de la gravitación universal quedó asegurada. Newton era un hombre riguroso. Aunque su imaginación tendía a dispersarse, no podía aceptar la publicación de una idea tan vasta como la de la gravitación universal sin haber satisfecho antes su demostrabilidad. Hasta entonces, había probado la presencia de atracciones del inverso del cuadrado en el sistema solar; sin duda, la presencia de una única atracción del inverso del cuadrado. Y lo que es más, la Tierra debía atraer a la Luna para mantenerla en su órbita, y si las manzanas caían a la tierra, debía atraerlas a ellas también. ¿Con qué derecho podía extender la antigua palabra gravitas (pesadez), aplicada a la manzana, a la atracción que retenía a la Luna y a la atracción del Sol? Sólo la correlación del inverso del cuadrado entre la Luna y la manzana, sumada a una generosa interpretación del principio de la uniformidad, permitía el argumento. Junto con la proposición XI (según la cual las órbitas elípticas producen atracciones del inverso del cuadrado), la demostración de la atracción de una esfera era una de las dos piedras angulares sobre las cuales descansaba la ley de la gravitación universal.
El plan del primer De motu corporum comenzaba, tras las definiciones, leyes del movimiento y la exposición del método matemático de las potencias últimas, en el cual expresó el trabajo, con un grupo, de alguna forma agrandado, de proposiciones orbitales que habían formado la parte central del precedente De motu. Hasta entonces, la exposición había manejado el problema abstracto de los cuerpos en movimiento alrededor de centros de fuerza no especificados; los cuales, en términos de Newton, eran siempre cuerpos físicos. Según la tercera ley, los cuerpos de atracción central debían a su vez ser atraídos y movidos. De motu corporum comenzó entonces a considerar las complicaciones introducidas por las atracciones mutuas. En primer lugar, Newton trabajó con el problema de dos cuerpos que se atraen mutuamente. El sistema solar, sin embargo, estaba formado por muchos cuerpos: un Sol y seis planetas (según el conocimiento que, en el siglo XVII, se tenía de éste), tres de los cuales (de nuevo, según el conocimiento de aquel tiempo) tenían satélites. ¿Podían tantas atracciones mutuas dejar de afectar la dinámica orbital demostrada por los cuerpos simples? El problema de la multiplicidad de los cuerpos presentaba un reto más serio que el problema de los dos cuerpos, y un problema que Newton no podía ignorar. Había incluido en su jurisprudencia la explicación de la filosofía natural a partir del principio de la atracción. Por refinadas que fueran, las demostraciones abstractas eran una cosa. La filosofía natural se dirigía al mundo real, y el mundo real estaba formado por muchos cuerpos en movimiento, los cuales, en su totalidad —según la hipótesis de Newton— se atraían entre sí. Newton pensó que una solución demostrativa al problema excedía a sus posibilidades. (Ciertamente, ahora podemos demostrar que es imposible.) Sin embargo, sí encontró una herramienta analítica con la cual podía enfrentarse a la forma más simple del problema —tres cuerpos que se atraen entre sí— y cuyas conclusiones podría extender, con una argumentación plausible, a un sistema de muchos cuerpos.
El análisis, que aparece en la proposición XXXV (proposición LXVI, libro I), consideraba el caso de un gran cuerpo central, S (representado por Sol, el Sol), rodeado de dos planetas, P y Q. Se preguntó a sí mismo qué perturbaciones introduciría la atracción del planeta exterior Q en el movimiento del planeta interior P. Para responder a la pregunta, analizó la atracción de Q sobre P en dos componentes, uno radial, LM, y otro más perturbador, MQ (véase figura 8). Teniendo en cuenta que Q atraía tanto a P como a S, el efecto perturbador del componente MQ sería sólo aquella parte (MN) por la cual difería de la atracción acelerativa de Q sobre S (NQ). Si varios planetas, P, Q, R, etc., girasen en torno a un gran cuerpo central 5, concluyó, «el movimiento del cuerpo giratorio más próximo a éste, P, sería el menos perturbado por las atracciones de los demás, cuando el cuerpo grande fuese atraído y agitado en la misma proporción a los pesos y distancias, y ellos entre sí».
Y, de ahí, si varios cuerpos más pequeños girasen alrededor del grande, podría inferirse con facilidad que las órbitas describirán aproximadamente elipses, y las descripciones de las áreas serán más uniformes, si todos los cuerpos se atrajeran mutuamente y se perturbaran unos a otros en la misma proporción a sus pesos y distancias, y si el foco de cada órbita estuviera situado en el centro de gravedad común de todos los cuerpos internos […] que si el cuerpo más interno se encontrase en reposo, y fuera el foco común de todas las órbitas.

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Figura 8. El diagrama ha sido reconstruido a partir del texto, por analogía con el diagrama de la proposición LXVI. El diagrama original no ha sobrevivido.

En su origen, el análisis del problema de los tres cuerpos estaba únicamente dirigido al problema de múltiples planetas alrededor del Sol y al conflicto aparente entre la gravitación universal y las leyes de Kepler. Casi de inmediato, Newton se dio cuenta de que podía utilizarlo en sentido contrario, no para explicar por qué las órbitas pueden aproximarse tanto a las leyes de Kepler a pesar de la mutua atracción, sino para explicar la fuente de las perturbaciones observadas. En primer lugar, esto hacía referencia a la Luna. En el tiempo en que Newton había esbozado el libro II de De motu corporum, había redactado una nueva proposición dirigida a los sistemas, como el de la Tierra y la Luna, en los cuales los cuerpos de atracción central orbitan juntos. Al análisis de las fuerzas en juego, añadió veintiún corolarios adicionales para complementar el original. En su mayoría, éstos estaban dirigidos a los desajustes del movimiento lunar, pero el análisis podía extenderse más allá de éstos. Hagamos que la órbita de P represente un anillo continuo de partículas en vez de la órbita de un cuerpo único, y hagamos que su radio sea igual al radio de la Tierra. Cuando el anillo de partículas es un fluido, el análisis trabaja con las mareas. Sobre éstas, Newton redactó los corolarios 18 y 19. Cuando el anillo es sólido y está unido a la Tierra, el análisis arroja una deducción de la precesión. Los corolarios 20 y 21 versan sobre este fenómeno.
En contraste con el formato rigurosamente matemático del libro I, el segundo libro de la obra presentaba un ensayo prosaico del sistema newtoniano del mundo, basado en las proposiciones demostradas en el libro I y apoyado en éstas. Podemos fijar el tiempo de su composición, con relativa seguridad, en el otoño de 1685. A partir de los fenómenos observados del sistema heliocéntrico, Newton argumentó sobre la necesaria existencia de fuerzas atractivas que retenían a los cuerpos en órbitas cerradas, de fuerzas atractivas del inverso del cuadrado que mantenían la estabilidad de las órbitas en el espacio y sistemas que se ajustaban a la tercera ley de Kepler y, finalmente, de una única fuerza atractiva del inverso del cuadrado que surgía «de la naturaleza universal de la materia». La mayor parte del libro I parecía tender a esa conclusión.
A continuación, y basado en la proposición XXXVI, el libro II sugería brevemente que el principio de la gravitación universal podía dar respuesta a otros fenómenos observados. En un párrafo se afirmaba que podía explicar las anomalías observadas en el movimiento de la Luna; en otro, que predecía anomalías no observadas todavía. Dedicó algunos párrafos, faltos de detalles cuantitativos —como los párrafos dedicados a la Luna— a la precesión y a las mareas, y abordó una larga discusión cualitativa sobre los cometas que le llevó a la conclusión de que éstos se someten a las leyes del movimiento orbital desarrolladas por los planetas. No fue capaz, sin embargo, de crear un método que pudiese determinar correctamente la órbita de un cometa específico.
De hecho, el libro II no llegó a existir en la forma que acabamos de describir. En el proceso de su redacción, Newton introdujo un cambio lleno de nuevas posibilidades. Tan pronto como Humphrey hubo copiado el párrafo sobre las mareas, y antes de que pudiera continuar con el siguiente, Newton lo tachó y, en su lugar, comenzó a redactar una detallada discusión cuantitativa sobre las mareas, basada en la proposición XXXVI y en sus veintiún nuevos corolarios, convirtiendo el párrafo original en una discusión de dieciocho párrafos que tiene todos los elementos del que finalmente apareció en los Principia. Según se desprende del manuscrito del libro final, Newton se detuvo aquí por el momento.
Los dos libros —De motu corporum probablemente terminado en otoño de 1685— no constituían todavía los Principia. Aún se sentía dominado por la excitación de su búsqueda y se dejaba llevar por los nuevos horizontes que continuamente se desplegaban ante él. Lo que había escrito hasta entonces era un argumento, con algunas digresiones, para apoyar el principio de la gravitación universal. Ahora, comenzó a aplicarlo a una investigación de los movimientos terrestres y celestes que, naturalmente, concluiría en la ley de la gravitación universal, pero que, también, presentaría un sistema general de la dinámica, propondría sobre esta base un nuevo ideal de ciencia y demostraría la imposibilidad del rival sistema cartesiano.
A medida que Newton generalizaba su dinámica, reconocía la condición privilegiada de dos leyes de fuerza: las fuerzas que decrecen en proporción al cuadrado de la distancia y las fuerzas que aumentan en proporción a la distancia. Éstas, por sí mismas, eran compatibles con las órbitas elípticas. Sólo en ambos casos, las esferas compuestas por partículas atractivas producen fuerzas atractivas conforme a la misma ley de las partículas. En su trabajo de investigación sobre la estabilidad de las órbitas, aún descubrió otra notable analogía. Entre las leyes de atracción físicamente probables, sólo estas dos leyes producían órbitas cuyas líneas de ápsides no se movían. «Cuando escribí mi tratado sobre nuestro Sistema», escribió Newton al reverendo Richard Bentley pocos años más tarde, «tenía en consideración que, para gran número de personas, tales Principios podrían apoyar la creencia de una Deidad…» Según se desprende de su trabajo, parece más probable que estuviera pendiente de su principio más importante sólo en el proceso de escribirlo. Sólo dos leyes de la atracción —la ley del inverso del cuadrado y la ley proporcional a la distancia— son compatibles con un universo ordenado racionalmente. Dios se mostró a la altura de Newton en el terreno de la mecánica, cuando creó su cosmos basado en ésta.
En relación al cosmos, Newton no consideró que la ley de la atracción en proporción a la distancia fuera una candidata probable. En un universo infinito, está vinculada a las consecuencias imposibles de fuerzas infinitas, aceleraciones infinitas y velocidades infinitas. Es más, es un hecho empírico que, más que aumentar, las atracciones decrecen con la distancia: un testimonio más al buen sentido de Dios. Sin embargo, en la filosofía natural, la ley de la fuerza proporcional a la distancia desempeña un papel primordial en movimientos vibratorios tales como los de los péndulos.
Aunque la sección IX, basada en la estabilidad y el movimiento de los ápsides de las órbitas, contribuía a la generalización de la dinámica de Newton, trataba principalmente sobre un problema específico: la órbita de la Luna. Su concepción pertenecía al mismo periodo en el cual Newton había añadido el conjunto de corolarios a la proposición XXXVI (proposición LXVI, libro I) y en ésta comenzaba a aparecer un exacto relato cuantitativo, no simplemente de la mayor parte de los fenómenos del cosmos, sino también de las apreciables desviaciones de los modelos ideales. Las perturbaciones de la Luna representaban el primer objetivo del programa; y la progresión de la línea de ápsides de la Luna, en contraste con la virtual estabilidad de las órbitas planetarias, constituía el primer problema. La sección IX ofrecía un sofisticado análisis del efecto que las variaciones derivadas de la fuerza del inverso del cuadrado tienen en la estabilidad y el movimiento de los ápsides. Concretamente, derivó el efecto cuantitativo que la presencia del Sol tendría en la órbita de la Luna. El resultado debió parecerle una victoria y una derrota al mismo tiempo. Había conseguido explicar una característica notable del movimiento de la Luna —hasta entonces reconocido como un hecho observado que desafiaba una explicación— dentro del campo de acción de su dinámica celeste. El mero hecho de que publicase su análisis indica que consideraba el resultado como un hallazgo importante. Pero la cantidad obtenida, ¡ay!, era sólo la mitad de la progresión observada de los ápsides lunares. Podemos medir hasta qué punto Newton sintió la derrota por el hecho de que no pudo resignarse a reconocer la discrepancia. Sólo en la tercera edición, después de haber perdido la esperanza de corregirla, insertó un breve enunciado según el cual la progresión del ápside es unas dos veces más rápida.
Según su carta a Halley del verano de 1686, Newton terminó la ampliación de su libro I durante el invierno de 1685-1686. La misma carta indicaba que fue también en este periodo cuando amplió las veintidós proposiciones sobre los movimientos y los fenómenos de los medios resistentes. Cuando la extensión del libro comenzó a adquirir proporciones excesivas, decidió dividirlo en dos: el libro I, versaría completamente sobre los movimientos de los cuerpos en espacios libres de resistencias, y el libro II, sobre varios problemas de los medios resistentes. Una vez que juzgó que el libro I estaba preparado, se lo hizo copiar a Humphrey y envió el manuscrito a la Royal Society. Considerando su tarea casi terminada, Newton se relajó y, aquella primavera, volvió a la experimentación alquímica, después de haber ignorado su laboratorio durante todo el año 1685. En un famoso memorándum, escrito unos treinta años más tarde en conexión con la controversia del cálculo, Newton afirmó: «El Libro de los Principios fue escrito en unos 17 o 18 meses, de los cuales dos meses fueron empleados en viajes, hasta que el manuscrito fue enviado a la R. S. en la primavera de 1686. La brevedad del tiempo en que lo escribí, no hace que me avergüence de haber cometido algunos errores.» Quizá Newton asumió después la primavera de 1686 como el momento en que había dado fin a los Principia. La última frase indica que tenía un interés especial en reclamar el periodo de tiempo más corto posible, cuando lo cierto es que existen bastantes pruebas que demuestran cómo, después de aquella fecha, llevó a cabo importantes trabajos de los libros II y III.
Ya había comenzado a revisar el manuscrito de lo que sería el libro III. En el segundo párrafo, incluyó una corrección que hacía referencia a Robert Hooke. En su origen, el texto había expuesto únicamente que algunos filósofos contemporáneos llamaban la atención sobre los vórtices o sobre otros principios de impulso o atracción para explicar por qué los planetas abandonaban sus trayectorias rectilíneas y se limitaban a moverse en órbitas cerradas. Newton cambió el enunciado por: «Filósofos más recientes creen en los vórtices, como hacen Kepler y Descartes, o en otros principios de impulso o atracción, como es el caso de Borelli, Hooke y otros en nuestra nación.» En el contexto de los Principia, donde también se mencionaba un principio de atracción con ese propósito, la corrección sólo puede entenderse como un generoso reconocimiento a su deuda con Hooke.
El 21 de abril de 1686, Halley informó a la Royal Society de que el tratado de Newton estaba casi listo para su impresión. Una semana más tarde, Newton confirmó la promesa de Halley.
El Dr. Vincent presentó a la Sociedad [el libro de actas] un tratado manuscrito titulado Philosophiae naturalis principia mathematica, dedicado a la Sociedad por Mr. Isaac Newton, en el cual ofrece una demostración matemática de la hipótesis copernicana propuesta por Kepler, y explica todos los fenómenos de los movimientos celestes mediante la única suposición de una gravitación hacia el centro del Sol que decrece proporcionalmente a los cuadrados de las distancias que los separan. Se ordenó que se redactara una carta de agradecimiento a Mr. Newton; que se sometiera la publicación del libro a la consideración del consejo y que, mientras tanto, el libro quedase en manos de Mr. Halley, quien haría de éste un resumen para el consejo.
Podemos atribuir la descripción del contenido del manuscrito al hecho de que Halley había sido nombrado recientemente ayudante de la sociedad y escribía él mismo las actas.
Pasaron tres semanas. Nada sucedió. La Royal Society se hallaba en un momento de confusión en el que la falta de un oficial que presidiese las reuniones era con frecuencia causa de que éstas no se celebrasen. No se convocó ningún consejo para considerar el manuscrito de Newton. Cada vez más impaciente de que Newton obtuviera una respuesta, Halley tomó aparentemente la iniciativa y planteó la cuestión en la reunión de la sociedad del 19 de mayo. Aunque tales asuntos eran de la sola competencia del consejo, la sociedad votó, o, más bien, ordenó:
Que los Philosophiae naturalis principia mathematica de Mr. Newton sean publicados sin tardanza en edición en cuarto de caracteres legibles; que le sea escrita una carta para comunicarle la decisión de la sociedad y pedirle su opinión sobre la impresión, volumen, tamaño, etc.
Si la decisión fue verdaderamente obra de Halley, se arriesgó mucho al alentarla. Aunque criado en el seno de una familia rica, tras la muerte de su padre en 1684, Halley se encontraba en una situación de relativa penuria económica. Con una mujer joven, una familia y sin ingresos, había aceptado el humilde puesto de ayudante de la Royal Society, con un salario de 50 libras al año. Los empleados de baja categoría no suelen estar capacitados para acometer proyectos de gran importancia, no lo estaban en la Royal Society del siglo XVII ni en ningún otro lado. Antes de que terminara el año, la audacia de Halley casi le había costado su puesto.
Mientras tanto, el voto le permitió escribir oficialmente a Newton y comunicarle, en términos de encendido elogio, la decisión de la sociedad. También informó a Newton de que él se encargaría de la publicación, y se puso de inmediato manos a la obra pidiéndole que ampliara el tamaño de los diagramas. Halley deseaba escribir de inmediato, antes de que Newton oyera algo más de otras fuentes.
Hay una cosa más sobre la que debería informarle, a saber, que Mr. Hooke tiene algunas pretensiones sobre la invención de la regla según la cual la disminución de la gravedad es proporcional a los cuadrados de las distancias del centro. Dice que usted tomó la noción de él, aunque atribuye la Demostración de las Curvas derivadas de ésta a la entera invención de usted. Nadie mejor que usted conocerá lo que ello pueda tener de cierto, de la misma forma que nadie mejor sabrá lo que deba hacer con relación al asunto. Únicamente le comunico que Mr. Hooke parece esperar que le mencione en el prefacio, que es posible usted desee escribir. Le ruego perdone que sea yo quien le informe de este asunto, pero creí mi deber hacérselo saber de forma que pudiera actuar en consecuencia, estando completamente convencido de que nada sino el mayor candor imaginable puede esperarse de una persona que, entre todos los hombres, sería la menos necesitada de reputación.
El primer párrafo de la carta de Halley contenía todos los halagos que un hombre podría soñar en recibir. El segundo párrafo era otro asunto y, como era de esperar, la respuesta de Newton se concentró exclusivamente en éste. «Le agradezco que me haya escrito sobre Mr. Hooke», comenzó, «pues es mi deseo que entre nosotros prevalezca un buen entendimiento.» A pesar de los tres siglos que nos separan del acontecimiento, todavía podemos escuchar el suspiro de alivio de Halley al avanzar en la lectura de la carta. Molesto, tal vez, pero con la rabia contenida, Newton repasó los acontecimientos de 1679. La esperada crisis pasó en apariencia. Halley envió una prueba de la primera página para que Newton aprobara el tipo. No desaprovechó la ocasión para añadir algunos halagos con el objeto de aplacar cualquier resentimiento que todavía pudiese albergar. Había corregido las pruebas, le decía a Newton, aunque podía habérsele escapado algún error, pero cuando hubiera pasado su revisión, estaba seguro de que quedaría libre de erratas.
Halley se relajó demasiado pronto. La cólera de Newton requería tiempo para madurar completamente. Durante tres semanas se alimentó del alegato de Hooke mientras su furia iba en aumento. A fines de junio, estuvo preparado para volver a escribir, y lo hizo con un despliegue pirotécnico digno del ardiente joven que, en 1672, se lanzó sin freno sobre Hooke antes que tragarse la condescendencia de éste.
Con el objeto de que conozca la situación entre Mr. Hooke y yo [anunció sin más preámbulos a un perplejo Halley que había confiado en no volver a oír nada más del asunto], pasé a relatarle el contenido de nuestra relación epistolar hasta donde me era posible recordarlo […] Con esta carta, pretendía que entendiese el caso en todos sus detalles; pero, siendo éste un asunto baladí, me contentaré con hacerle un resumen de los puntos más relevantes: a saber, que yo nunca extendí la proporción duplicada por debajo de la superficie de la Tierra y que, antes de cierta demostración que descubrí el año pasado, sospechaba que no era lo suficientemente precisa tan abajo; y que, por tanto, en la teoría de los proyectiles nunca la usé ni consideré los movimientos celestes; y que, en consecuencia, de mis cartas sobre proyectiles y sobre las regiones en dirección al centro, Mr. Hooke no podía concluir que yo ignoraba la Teoría de los Cielos. Que lo que me dijo sobre la proporción duplicada era erróneo; es decir, que es válido de aquí al centro de la Tierra. Que no es justa su petición de que exprese por escrito mi ignorancia sobre la proporción duplicada celeste, sólo porque me acusara de ésta en el caso de los proyectiles, etc., basándose en datos erróneos. Que en mi respuesta a su primera carta, rehusé mantener una relación epistolar con él; le dije que había dejado a un lado la filosofía; le envié sólo el experimento de los proyectiles (un mero esbozo más que una descripción minuciosa) […] para hacer menos brusca mi respuesta; esperé no volver a oír nada más de él; me costó persuadirme de contestar a su segunda carta; no contesté a la tercera, ocupado en otros asuntos como estaba; no pensé más en los asuntos filosóficos que me imponían sus cartas y, por tanto, se entenderá que en aquel tiempo no pensara con demasiada claridad sobre el asunto.
Mientras continuaba con su letanía de quejas, Newton dejó claro que había dedicado algún tiempo a revisar sus papeles. Para apoyar la prioridad de su conocimiento de la relación del inverso del cuadrado, citaba su primer documento sobre la tendencia de los planetas y la Luna a alejarse, su carta a Oldenburg en ocasión a la recepción del Horologium de Huygens, y la sugerencia de su explicación a la gravedad en la «Hipótesis de la luz». Incluso si aceptaba haber tomado la ley del inverso del cuadrado de Hooke, esté sólo la habría adivinado, mientras él había demostrado su verdad. Eso en cuanto al pasado. Había decidido dividir el tratado en tres libros. El segundo era corto y sólo requería su transcripción. Había decidido suprimir el tercero. La tensión contenida de un año y medio de intensa y constante lucha estalló finalmente en un desahogo de rabia. «La filosofía es una dama tan insolentemente litigante que, para un hombre, tratar con ella es como entrar en pleitos legales. Me di cuenta de ello hace tiempo y, ahora, tan pronto me acerco a ella, escucho su advertencia.» Antes de que pudiera enviar la carta, recibió un informe, sin duda vía Paget, por el cual supo que Hooke estaba haciendo mucho ruido y pedía que se hiciera justicia. Más encolerizado aún, añadió una nota, todavía más larga que la carta, en la cual volvía a recitar sus quejas para edificación de Halley. Todo lo que Hooke había hecho era publicar la hipótesis de Borelli con su propio nombre, y ahora pretendía haberlo hecho todo salvo el monótono trabajo del cálculo.
¿No es bonito? Los matemáticos que averiguan, consolidan y hacen todo el trabajo deben contentarse con no ser sino meros y serviles calculadores, y otro que no ha hecho sino pretender y agarrarse ávidamente a todo debe, igual que los que le sigan, apropiarse de la invención con los mismos derechos de los que le precedieron.
Hooke no había dicho nada más de lo que le hubiera dicho cualquier matemático tras la publicación del trabajo de Huygens, y se había equivocado al extender la proporción duplicada al centro de la Tierra.
¿Por qué debería hacer mención de un hombre cuya pretendida autoría de una invención se basa en un error y me molesta con ello? Él cree obligarme contándome su Teoría, y yo creo no tener ninguna obligación, habiendo, como hice, corregido su error y creyendo que dio clases sobre una teoría que todo el mundo conocía, y de la cual yo tenía un conocimiento superior. ¿Es el comportamiento de un hombre que cree saber, y desea mostrarlo corrigiendo e instruyendo a otros, dirigirse a uno cuando está ocupado e, ignorando sus explicaciones, le presiona con discursos, le corrige basándose en errores, multiplica sus discursos y luego hace uso de ello, proclamando que le enseñó todo lo que dice, obligándole a reconocerlo, clamando que sería una injuria y una injusticia no hacerlo? Creo que usted le creería un hombre de extraño e insociable temperamento. En varios aspectos, las cartas de Mr. Hooke abundan en ese humor del que Hevelius y otros se quejaban…
Aparentemente, nada le irritaba más que la exigencia de un reconocimiento. En su carta, Newton hizo referencia al asunto en tres ocasiones. ¿Reconocer la prioridad de Hooke? Muy al contrario, volvió al borrador y embistió contra la referencia que había hecho a Hooke. Tachó el reconocimiento que hacía al concepto de atracción de Hooke en el segundo párrafo. Más adelante, en la discusión sobre los cometas había incluido una observación del «C1 [Clarissimus] Hookius»; un brutal trazo de su pluma redujo el «muy distinguido Hooke» al simple «Hooke». Al dar nueva forma al libro, dio un paso más y eliminó todo el pasaje, como hizo con otro que mencionaba una observación de Hooke.
En circunstancias difíciles, Halley demostró ser un diplomático bastante dotado. Su carta indica que no comprendió del todo bien lo que significaba la amenaza de Newton de suprimir el libro III. Recordando el manuscrito de dos libros que había visto, pensó que Newton pretendía simplemente separar la teoría de los cometas del sistema del mundo. Independientemente de qué fuera lo que entendió, no tenía la intención de guardar silencio mientras Newton castraba su obra maestra. Le persuadió con lisonjas, le halagó, le aseguró que la Royal Society estaba de su lado, le presionó para que no suprimiese el libro III, «lo que sería una pérdida irreparable para el mundo de la erudición…». Por sugerencia de Newton, se dirigió a Wren para preguntarle sobre una conversación mantenida en 1677, de la cual informó rotundamente a favor de Newton. Su relato sobre el encuentro que Newton mantuvo con Hooke y Wren, en enero de 1684, volvía a favorecerle. Ofreció un informe aún más detallado de los acontecimientos en la reunión en la que el doctor Vincent presentó el manuscrito, asegurándole que el comportamiento de Hooke no había sido tan negativo como el que se le había presentado a Newton. Cuando, como era habitual, los miembros de la sociedad se congregaron en un café después de la reunión, Hooke dijo que le había concedido la invención a Newton: «Pero consideré la opinión de todos que, si nada de esto había sido impreso públicamente, ni en los libros de la sociedad, usted debería ser considerado como el inventor […] no sé cómo se habrá conducido en privado, pero estoy seguro de que la sociedad estima en mucho el honor que le hace con la dedicatoria de tan notable tratado.» Finalmente, Halley no dudó en expresarse con franqueza.
Sir, debo rogarle nuevamente que no deje que su malestar nos prive de su tercer libro, el cual, según colijo de sus palabras, debería incluir la aplicación de su doctrina matemática a la Teoría de los Cometas, y otros interesantes experimentos, algo que agradaría a aquellos que se llaman a sí mismos filósofos sin matemáticas y que son, con mucho, la inmensa mayoría.
Tranquilizado por estos ministerios, la tormenta se aplacó. Cuando volvió a escribir, dos semanas más tarde, Newton lamentó haber escrito la nota a la primera carta e, incluso, admitió su deuda con Hooke en tres asuntos. Para terminar la disputa, añadió una revisión del escolio a la proposición IV. Se tardaría algún tiempo en encontrar un reconocimiento menos generoso. La proposición IV enunciaba la fórmula de la fuerza centrípeta en un movimiento circular, y el corolario VI mostraba que una fuerza del inverso del cuadrado continúa cuando los periodos y los tiempos se ajustan a la tercera ley de Kepler. El escolio señalaba que el caso del corolario VI se generaliza a los cuerpos celestes. A este enunciado añadía un comentario entre paréntesis: («como también han concluido, de manera independiente, nuestros compatriotas Wren, Halley y Hooke»). No sólo colocó el nombre de Hooke en último lugar, sino que añadió dos párrafos más, ambos destinados a la edificación de Hooke y a su propia justificación. Siempre diplomático, Halley alteró silenciosamente el orden de los nombres, de forma que en la publicación apareciese el de Hooke delante del suyo.
Después de una explosión más a fines de julio, Newton dejó en paz a Halley. Al no renunciar explícitamente a la posibilidad de suprimir el libro III, dejó también a Halley con la duda del material que le quedaba por recibir.
Mientras tanto, los Principia seguían su curso. Aunque Newton no lanzaba sus amenazas a la ligera, el trabajo le había impuesto unas exigencias que no podía dejar de cumplir. La comparación de los años 1672 y 1686 resulta instructiva. Al primer atisbo de críticas a su escrito sobre los colores, Newton comenzó a replegarse en su concha y terminó por romper todo contacto con el mundo erudito de Londres. La provocación de 1686 era mucho peor; el resultado, el contrario. Si Halley reconocía la importancia monumental del manuscrito, si la Royal Society le daba la bienvenida con igual entusiasmo, si Hooke decía que se trataba del descubrimiento sobre la naturaleza más importante jamás realizado desde la creación del mundo e intentaba atribuírselo, más aún comprendía su autor el alcance de su propio trabajo. Podía prorrumpir amenazas de ira, pero no podía mutilar su obra maestra. La acusación de plagio y su respuesta significaron como mucho un interludio, un momentáneo escape a la tensión del trabajo. Al terminar este interludio, volvió al trabajo como si nada hubiese sucedido.
Existía también un nuevo factor en la situación. Newton tenía un editor. La llegada del manuscrito de Newton, en abril de 1686, hizo que la Royal Society se enfrentara a un problema que no tenía precedentes. Un año y medio antes, ésta había urgido a Newton para que enviara su tratado De motu con el objeto de que fuera registrado y asegurarle así su autoría hasta el momento de su publicación. La sociedad, sin embargo, no era en sí misma una editorial, ni se había propuesto actuar como tal. De forma inesperada, había recibido un manuscrito dedicado, de obvia importancia, en un momento en que se hallaba virtualmente en bancarrota. El 19 de mayo, Halley hizo que la sociedad ordenara la publicación de los Principia. Pero las finanzas eran competencia del consejo y cuando éste se reunió, el 2 de junio, dejó tranquilamente que Halley se cociera en el caldo que él mismo había preparado. «Se ordenó que el libro de Mr. Newton fuera publicado y que Mr. Halley se encargara de los asuntos relacionados con la edición, corriendo él con los gastos, lo cual se comprometió a hacer.» Es comprensible la angustia personal que Halley tuvo que padecer para aplacar con éxito la furia de Newton contra Hooke. De hecho, él era su editor.
Según sabemos por el propio testimonio de Newton, la versión final del libro II concluyó en el otoño de 1686. Al ampliarlo para su publicación, Newton lo convirtió en un ataque a Descartes. Las secciones VI y VII exploraban la causa física de la resistencia, con el objeto de demostrar que el plenum cartesiano era totalmente incompatible con los fenómenos observados de la naturaleza. En caso de que la teoría de la resistencia no fuera suficiente, Newton concluyó el Escolio General sobre la resistencia, al final de la sección VI, con un informe sobre su experimento orientado a negar la existencia de un éter.
Tras infligir considerables heridas a la filosofía natural cartesiana, la sección IX descargaba el golpe de gracia con un ataque a la parte de la filosofía cartesiana que concernía más al contenido central de los Principia, la teoría de los vórtices. Manteniendo el tono utilizado en toda la obra, descargó su ataque en términos de un análisis matemático de las condiciones dinámicas del movimiento vortiginoso, una tarea que ningún cartesiano había llevado a cabo (véase figura 9). Dos conclusiones sin paliativos resultaron del análisis. Primero, un vórtice no puede mantenerse por sí mismo. Su continuidad en un estado estable requiere una constante transferencia de movimiento de una capa a otra, hasta que, en palabras de Newton, «es digerido y se pierde» en la infinitud del espacio. Por tanto, un vórtice sin una continua fuente de nueva energía —o, en términos de Newton, de nuevo movimiento— está condenado a desaparecer. En segundo lugar, los periodos de revolución varían en un vórtice en proporción al cuadrado del radio, mientras la tercera ley de Kepler, basada en los fenómenos celestes, exige una potencia 3/2. «Dejemos que los filósofos nos digan», concluía Newton, «cómo los fenómenos de la potencia 3/2 pueden ser explicados por la existencia de vórtices.»
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Figura 9. La dinámica de un vórtice.
En apariencia, el problema planteado a los filósofos no parece tan difícil, ya que todo el análisis dependía de una asunción arbitraria de la fricción entre capas infinitesimales del vórtice. Sin embargo, el problema que Newton planteaba a la teoría vortiginosa era más profundo. Un escolio con el que daba fin a la sección IX y al libro II lo formulaba en términos de las velocidades en una única órbita. La esencia del dilema reside en la incompatibilidad existente entre las relaciones de la velocidad de la segunda ley de Kepler y las de la tercera. Ninguna asunción sobre la fricción puede cambiarlo. Un mismo vórtice no puede ajustarse a las distintas variaciones de velocidad que requieren las leyes segunda y tercera de Kepler; «de forma que la hipótesis de los vórtices es completamente irreconciliable con los fenómenos astronómicos», concluía Newton, «y más que explicar los movimientos celestes, sólo sirve para confundir. La forma en que estos movimientos se producen en los espacios libres sin vórtices, queda expuesta en el primer libro, y trataré más detalladamente sobre ello en el siguiente.»
Mientras Newton trabajaba en el libro II, Halley contrató a un impresor, fijó el estilo del libro (incluyendo cosas como grabados en boj de los diagramas, que aparecerían en la misma página junto al texto) y puso el proceso de publicación en marcha. Casi al mismo tiempo, las irrefrenables dudas de Newton comenzaron a emerger. Sin ninguna razón aparente, pidió que el trabajo no fuese publicado antes de que terminara el trimestre de San Miguel. Con el embrollo de Hooke entre manos, Halley no tenía ninguna intención de contrariar los deseos de su autor. Así, el proyecto avanzó lentamente y, en octubre, sólo se habían imprimido trece páginas. La impresión se detuvo después durante cuatro meses. En febrero, Newton no había recibido más que once páginas para su corrección. La ignorancia sobre las intenciones de Newton y el convencimiento de Halley, por lo que sabía, de que el resto sería breve contribuyeron probablemente a esta interrupción. Después del torrente de cartas sobre Hooke, Halley no volvió a saber casi nada de él. Viajó a Cambridge en torno al 1 de septiembre. No debió averiguar más de lo que ya sabía por sus cartas, porque en el invierno no tenía la menor idea de lo que aún debía recibir de Newton.
Durante el mismo periodo en el que trabajaba en el libro II, Newton revisaba el libro final. En realidad, lo rehacía por completo.
En los libros precedentes [comenzaba en su nueva introducción] he expuesto los principios de la filosofía; principios no filosóficos, sino matemáticos: a saber, aquellos sobre cuya base podemos construir nuestros razonamientos en materia de investigación filosófica Estos principios son las leyes y las condiciones de ciertos movimientos, poderes o fuerzas fundamentalmente relacionados con la filosofía […] En consecuencia, demuestro el marco del Sistema del Mundo basándome en los mismos principios.
Newton insistió en la palabra matemáticos. En un principio, había redactado el libro final en unos términos populares, de forma que pudiera ser entendido por muchos,
[…] pero, después, considerando que aquellos que no hubiesen entendido correctamente los principios no podrían fácilmente discernir el alcance de las consecuencias, ni dejar a un lado los prejuicios a los que habían estado acostumbrados durante años, y para prevenir las disputas que podrían derivarse de ello, decidí reducir el contenido de este libro en forma de proposiciones de corte matemático, las cuales sólo podrían ser leídas por aquellos que previamente hubiesen dominado los principios establecidos en los libros precedentes.
Años más tarde, Newton contó una historia similar a su amigo William Derham. Aborrecía las disputas, decía. «Y por esta razón, y para evitar ser atormentado por pequeños matemáticos aficionados, me dijo, hizo intencionadamente abstrusos sus Principia…»
Todo el mundo ha aceptado que la refundición del libro III —del ensayo prosaico que constituía el libro II original al formato matemático que finalmente publicó— surgió del choque con Hooke. Hooke era el pequeño matemático aficionado; Newton le enseñaría qué era qué —y, por tanto, quién era quién— con el libro III, el clímax de la obra, en una forma que Hooke ni siquiera era capaz de seguir. Esta versión apenas coincide con los hechos. Es cierto, Newton rehízo el libro con un estilo matemático, de modo que el libro III continuó con la parafernalia de lemas y proposiciones. En relación al material del libro II original, no obstante, el cambio fue puramente cosmético. A través de la proposición XVIII (junto a algunas de las proposiciones posteriores) el libro III final no difería sustancialmente del primer borrador. El nuevo libro III comenzaba con la proposición XIX, la cual deducía el radio entre el eje de la Tierra y su diámetro en el ecuador. Incluía una teoría lunar muy desarrollada, en la cual Newton demostraba cuantitativamente numerosos desajustes de la Luna, y una deducción de la precesión de los equinoccios también cuantitativa. En una palabra, proponía un nuevo ideal para una ciencia cuantitativa, basada en el principio de la atracción, que no sólo respondería de la mayor parte de los fenómenos de la naturaleza, sino también de las desviaciones menores de la mayor parte de los fenómenos de sus modelos ideales. Considerando la trayectoria de la filosofía natural heredada, ésta era una concepción no menos revolucionaria que la misma idea de la gravitación universal. Newton había comenzado a intuir su posibilidad en el invierno de 1685-1686. Dicha posibilidad animaba los veintiún lemas añadidos a la proposición LXVI, la extensa discusión sobre las mareas (que incluyó en el libro III sin cambios significativos), el nuevo párrafo sobre la Luna, y la sección IX del libro I, sobre la estabilidad y el movimiento de los ápsides. Newton hizo todos estos cambios antes del episodio de Hooke. Si consideramos que su estado más irritable coincidía con la tensión que le producía la excitación del descubrimiento, podemos pensar que la relación que existe entre la explosión contra Hooke y la refundición del libro III es justamente la contraria a la aceptada por la mayoría. Es decir, la tensión que le producía la revisión pudo ser la causa de la explosión. Me resulta imposible creer que la amenaza de Newton de suprimir el libro III —pronunciada en el mismo momento en que comenzaba a medir el alcance del libro— fuese más que una expresión pasajera provocada por la exasperación.
La revisión del libro III contenía algo más: los cometas, finalmente, se rindieron a su asalto. Cuando escribió a Halley, en el verano de 1686, aún no había conseguido resolver este problema. Lo conseguiría en el transcurso de los nueve meses siguientes. Más tarde, le diría a Gregory que «esta discusión sobre los cometas era la más difícil de todo el libro». Era más difícil de lo que la mayoría de nosotros reconocemos: determinar a partir de observaciones hechas sobre la Tierra mientras se mueve en una órbita elíptica, la trayectoria cónica de un cometa que se mueve en un plano diferente. En su necesidad de encontrar un caso concreto para probar la validez de su teoría, consiguió determinar que el cometa de 1680-1681 se había movido en un plano inclinado en un ángulo de 61° 20 1/3' respecto a la elíptica. Localizando su perihelio, fijó el eje de su órbita y calculó su latus rectum. El cometa trazó una cónica (que trató como una parábola en la primera edición) la cual describía áreas iguales en tiempos iguales. Es decir, las leyes de la mecánica planetaria, basadas en la atracción del Sol, también gobernaban los movimientos del cometa de 1680-1681 y, por inferencia, los movimientos de todos los cometas.
A medida que los Principia radicalizaban su propuesta de un nuevo ideal científico, Newton comenzó a preocuparse por la recepción del concepto de atracción. Su primera intención fue sostener claramente su posición. En las primeras versiones de los libros I y II, había hablado directamente de atracciones y descrito la gravedad de los cuerpos cósmicos como una fuerza que surgía de la naturaleza universal de la materia. Había esbozado una «Conclusio» —similar a lo que más tarde publicó como Cuestión 31 de la Óptica— en la cual sugería la existencia de una gran variedad de fuerzas distintas entre las partículas de la materia. Hasta entonces, comenzaba, había tratado el sistema del mundo y los grandes movimientos que pueden ser fácilmente observados en éste.
Existen, sin embargo, innumerables movimientos locales que no pueden ser detectados por la extrema pequeñez de las partículas en movimiento, tales como los movimientos de las partículas de cuerpos calientes, de cuerpos en fermentación, en estado de putrefacción, de crecimiento, las que se encuentran en los órganos sensibles, etc. Si alguien tuviera la fortuna de descubrir todas éstas, me atrevería a decir que habría puesto al desnudo toda la naturaleza de los cuerpos en lo que concierne a las causas mecánicas de las cosas.
Por analogía con los movimientos macroscópicos y las fuerzas gravitacionales que los controlan, manifestó que similares fuerzas entre partículas causan los movimientos microscópicos. Como ya hemos visto en otra parte, Newton procedió entonces a citar los fenómenos; en primer lugar, los fenómenos químicos que había observado en su laboratorio y, luego, el resto de los fenómenos fundamentales que habían figurado en sus especulaciones durante veinte años y que parecían demandar una reestructuración de la filosofía natural en el concepto de las fuerzas. Newton suspendió la «Conclusio» e incluyó el mismo material en el borrador de un prefacio. Finalmente, suprimió ambos y, en el prefacio final, hizo mención a su creencia «en ciertas fuerzas por las cuales las partículas de los cuerpos, por causas hasta ahora desconocidas, son mutuamente impelidas unas a otras y se asocian en figuras regulares, o se repelen y separan unas de otras».
Newton tenía buenas razones para ser cauto. Recién destetado él mismo de la filosofía mecánica, sabía cómo otros recibirían el concepto de una atracción universal de todas las partículas de la materia. De esta forma, comenzó a protegerse. La línea sobre cuerpos impelidos por causas desconocidas del prefacio no era sino parte de un camuflaje más amplio en el cual repetía insistentemente que sus demostraciones matemáticas no presuponían ninguna clase de aseveraciones sobre la condición ontológica de las fuerzas. Este enunciado se sumó al segundo párrafo del original libro II. En su primera redacción, concluía proclamando la necesidad de una fuerza —que llamó fuerza centrípeta, en general— que apartara a los cuerpos de sus trayectorias rectilíneas y los mantuviese en órbitas cerradas. Ahora, añadió un nuevo enunciado.
Pero nuestro único propósito es descubrir la cantidad y propiedades de esta fuerza a partir de los fenómenos, y aplicar nuestros descubrimientos a algunos casos sencillos como los principios, con lo cual podríamos estimar, matemáticamente, los efectos que se siguen en casos más complejos […] Decimos, matemáticamente, para evitar toda cuestión sobre la naturaleza o calidad de esta fuerza, no siendo nuestra intención determinarla por ninguna hipótesis…
Newton se expresó de igual forma en el comienzo y en la conclusión de la sección XI. Podía haberse evitado el trabajo. Aunque hubiese proclamado cincuenta veces su renuncia a un hipótesis, o cincuenta veces cincuenta, no hubiese podido ahogar la cólera de los filósofos mecánicos.
Newton debió terminar el libro II en algún momento del invierno de 1686-1687. Mientras tanto, como ya hemos visto, el proceso de publicación se había interrumpido. Al margen de la parte de responsabilidad de Newton, la causa principal de esta interrupción fue una crisis de la Royal Society que afectó a Halley. El 29 de noviembre, el consejo decidió repentinamente someter a votación la continuidad de Halley en el cargo de ayudante, y la necesidad de convocar nuevas elecciones para el cargo. El 5 de enero, el consejo nombró un comité de investigación sobre sus actuaciones. No sabemos nada sobre lo que pudo fomentar este ataque. Superficialmente, al menos, parece responder a problemas políticos. Aunque no contamos con ningún tipo de evidencia sólida al respecto, existen razones para creer que fue el círculo de partidarios de Hooke el responsable del ataque a Halley; quizá por su papel preponderante en la adjudicación de los Principia a la sociedad, aunque es necesario añadir que en la correspondencia de Halley no aparece ningún tipo de insinuación de que Hooke dirigiera semejante vendetta.
Fuera este o no el caso, el comité del consejo leyó un informe favorable a Halley el 9 de febrero. Debió ser un día más tarde cuando escribió a Newton para pedirle la copia de una página del manuscrito que el impresor había perdido y le indicó su intención de dar un empujón a la publicación hasta terminarla. En su respuesta a Halley, el 13 de febrero, Newton le daba las gracias por «impulsar de nuevo la impresión…». El segundo libro estaba terminado. Halley podía tenerlo cuando quisiera.
La carta de Newton, junto a la posterior relación epistolar, es interesante por la luz que arroja sobre su relación con Halley. Hasta no recibirlo, a primeros de marzo, Halley no supo qué podía contener el libro II. Al no haber respondido Newton a su petición del verano anterior, Halley no sabía si habría un libro III, menos aún conocía su contenido. Sólo por esa información podemos apreciar la magnitud del riesgo asumido por Halley. Y sólo apreciando ese riesgo podemos apreciar el impacto que le causó el manuscrito de Newton. Aunque fue el primero en sentirlo, no fue el último en experimentar su poder.
Una vez Halley supo que el libro II estaba en camino, contactó con un segundo impresor para que lo compusiera mientras el primero terminaba el libro I. Según parece, esperaba el breve manuscrito que Newton le había prometido el verano anterior. Al recibirlo, a primeros de marzo, se encontró con un tratado casi tan largo como el primer libro y lleno, como el primero, de nuevos trabajos de investigación con los que nunca había soñado. Conteniendo el aliento, terminó por arriesgar una pregunta oblicua sobre el asunto que Newton había dejado en duda en el mes de junio.
En su segundo libro hace usted referencia al tercero, De systemate mundi, que basado en principios tan sólidos como el anterior está obligado a obtener universal satisfacción; si dicho libro está preparado, su impresión no comporta un tiempo excesivo y le parece conveniente enviarlo, intentaría hacer los dos juntos con la ayuda de una tercera persona, estando resuelto a no dedicarme a otra cosa hasta que el trabajo quede concluido y deseando liberarme de cualquier imputación de negligencia en un asunto en el que me siento tan honrado en participar y ofrecer a la admiración del mundo en siglos venideros.
De hecho, el libro III estaba virtualmente terminado, y sólo un mes más tarde Halley escribió a Newton para confirmarle que había recibido la tercera parte de su «divino Tratado…». Habiendo casi terminado el libro I el primer impresor, Halley no tuvo necesidad de contratar a un tercero y le entregó a éste el libro III.
Cuatro meses infernales siguieron para Halley. La decimoctava página del libro I —concerniente, en su mayor parte, a la difícil proposición XLV— sobre el movimiento de los ápsides, le causó «extraordinarios problemas», y temió que se vieran obligados a rehacerla. En abril, se excusó por no haber escrito a Wallis alegando su atención al libro de Newton; «las correcciones de la impresión me cuestan mucho tiempo y problemas». En junio, volvió a excusarse sobre lo mismo con idéntico argumento. Halley se sintió incluso obligado a escribir un «Anuncio» apologético, al final del número 186 de las Philosophical Transactions e inmediatamente después de su reseña sobre los Principia, explicando los motivos por los cuales la publicación aparecería con tres meses de retraso. Su devota entrega, que absorbió casi por completo un año de su tiempo, mereció un generoso reconocimiento en el prólogo. Por lo que sabemos, no parece que a Newton se le ocurriera nunca darle también las gracias. Halley expresó a Newton y a Wallis su confianza en terminar la edición en el trimestre de la Trinidad, esto es, hacia el 21 de junio. Se equivocó en dos semanas. El 5 de julio, anunció que el trabajo había finalmente llegado a su conclusión.
Honorable Sir:
He terminado finalmente su libro y confío en que éste sea de su agrado. La última errata llegó justo a tiempo de ser corregida. Cumpliendo su deseo, entregaré en su nombre copias a la Royal Society, Mr. Boyle, Mr. Paget, Mr. Flamsteed, así como a aquellas personas que tenga a bien comunicarme. Le ruego acepte 20 copias más con las que podrá obsequiar a sus amigos de la universidad.
Newton envió a Humphrey a Cambridge con los veinte ejemplares para sus conocidos y directores de colleges, «algunos de los cuales (particularmente el Dr. Babington del Trinity) dijeron que bien podrían estudiar durante siete años antes de entender algo del mismo». Un estudiante tuvo la última palabra. Cuando Newton se cruzó con él por la calle, pronunció la última bendición del Cambridge de la Restauración al genio que había albergado: «Ahí va el hombre que ha escrito un libro que nadie, ni siquiera él, comprende.»

Capítulo 9
Revolución

Antes de 1687, Newton no era ni mucho menos un hombre desconocido en los círculos filosóficos. El alcance que sus trabajos en física y matemáticas tuvieron en la década de 1680 hizo imposible que pudiera recuperar el aislamiento necesario a sus propios intereses. Sin embargo, nada había preparado al mundo de la filosofía natural para los Principia. La creciente perplejidad de Edmond Halley al leer sucesivas versiones del trabajo, se repitió innumerables veces con cada nueva entrega. Casi desde el momento de su publicación, incluso aquellos que rechazaron su idea central de acción a distancia reconocieron los Principia como libro que marcaba una época. Un momento crucial para Newton, quien, después de veinte años de investigaciones solitarias, había desarrollado y llevado a término los Principia, y un momento crucial también para la filosofía natural. Era imposible que la vida de Newton volviera a su cauce anterior.
Los rumores sobre la inminente aparición de una obra maestra habían recorrido Gran Bretaña durante la primera mitad de 1687. Para aquellos que no lo habían oído, una larga reseña, aparecida en las Philosophical Transactions, anunciaba la próxima publicación de los Principia. Aunque la reseña no estaba firmada, sabemos que fue Halley quien la escribió. A excepción del mismo Newton, nadie conocía el contenido del trabajo mejor que él. Halley insistía en la trascendencia del trabajo.
Este autor incomparable [comenzaba la reseña] —quien por fin ha accedido a darse a conocer— ofrece en este tratado el ejemplo más notable del alcance de los poderes de la mente; ha demostrado claramente cuáles son los Principios de la Filosofía Natural y derivado de tal forma sus consecuencias, que parece haber agotada su argumento, y dejado muy poco que hacer a los que vengan detrás.
Después de presentar un resumen de los Principia, Halley concluía la reseña con un nuevo elogio: «Puede decirse con justicia que nunca hasta ahora la capacidad y la laboriosidad de un hombre habían descubierto y demostrado de forma irrefutable, tantas y tan valiosas Verdades Filosóficas
La fama y la influencia de los Principia se extendió rápidamente entre los círculos matemáticos, como el formado en torno a David Gregory en Escocia. Al otro lado del canal, un refugio político, el mismo John Locke se dispuso a estudiar el libro. Al no ser un matemático, las demostraciones le resultaban impenetrables. Firme en el empeño, se dirigió a Christiaan Huygens para preguntarle si se podía fiar de las proposiciones matemáticas. Cuando Huygens le aseguró que podía hacerlo, se aplicó a la prosa y digirió la física sin las matemáticas. Locke se dio cuenta de que Newton era uno de los gigantes intelectuales de la época, se propuso conocerle a su regreso a Inglaterra, e incluyó una referencia admirativa hacia él en el prólogo a su Ensayo sobre el entendimiento humano (1690).
En Londres, el joven Abraham DeMoivre se topó con los Principia por casualidad, al encontrarse en la casa del duque de Devonshire cuando Newton fue a presentarle una copia (probablemente en 1688). DeMoivre vivía de la enseñanza de las matemáticas. A sus veintiún años, se creyó más que capaz de comprender el trabajo.
El joven matemático abrió el libro y, decepcionado por su aparente simplicidad, se persuadió a sí mismo de que iba a entenderlo sin dificultad. Pero quedó sorprendido al darse cuenta de que excedía en mucho los límites de su conocimiento y se vio obligado a reconocer que había tomado por matemáticas lo que no era sino el comienzo de un largo y difícil camino que aún debía recorrer. No obstante, compró el libro y, ya que sus clases le obligaban a viajar constantemente, arrancó las páginas para poder llevarlas en su bolsillo y estudiarlas en su tiempo libre.
Igual que Gregory, DeMoivre consiguió finalmente convertirse en discípulo del nuevo maestro.
El libro de Newton obtuvo tanta repercusión y reconocimiento en el continente como en Gran Bretaña. Durante la primavera y el verano de 1688, tres de los periódicos continentales de opinión más importantes publicaban reseñas sobre éste: la Bibliothéque Universelle de los Países Bajos, el Journal des Sgavans de Francia, y el Acta Eruditorum de Alemania. La reseña de la Bibliothéque Universelle, casi con toda seguridad escrita por John Locke, se limitaba a resumir el trabajo y a situarlo dentro de la tradición de la mecánica matemática. El Journal des Sgavans aseguraba que éste contenía «la mecánica más perfecta que nadie pueda imaginar», aunque continuaba haciendo enérgicas objeciones a la hipótesis física que planteaba, es decir, al concepto de la atracción. Sin ninguna duda, la más larga de las reseñas fue la aparecida en el Acta Eruditorum, un resumen de los Principia de ocho páginas, escritas en un tono de cálida admiración. Halley se había cuidado también de presentar copias a los filósofos más importantes de Europa. No era fácil que los Principia pasara inadvertidos.
El libro de Newton revolucionó Gran Bretaña. Casi inmediatamente, se convirtió en la ortodoxia predominante entre los filósofos naturales. Aunque nunca ignorado, su triunfo en el continente fue más lento. Su impacto puede medirse por la respuesta que obtuvo de dos figuras imponentes, Christiaan Huygens y Gottfried Wilhelm Leibniz, quienes recibieron copias enviadas por Newton y quienes, también, rechazaron su idea central. Huygens encontró el principio de atracción «absurdo». Por su parte, Leibniz se preguntaba, perplejo, por qué Newton no había procedido a encontrar la causa de la ley de la gravedad, que para él era debida a un vórtice etéreo que reduciría la atracción a una causa mecánica. A pesar de la mordacidad de sus críticas, ninguno de los dos podía ocultar la impresión que el trabajo les había causado. Huygens le dijo a su hermano que admiraba mucho «los bellos descubrimientos que había encontrado en el trabajo que le había enviado», y se propuso conocer a Newton cuando viajara a Inglaterra en 1689. Ambos acosaron a Fatio, amigo de ambos, con preguntas sobre Newton y su trabajo. Los temas suscitados por los Principia —atracciones, vórtices, la forma de la Tierra, el movimiento absoluto, la óptica, las matemáticas— salpicaron su correspondencia hasta la muerte de Huygens, en 1695. Titanes como Huygens y Leibniz no se convirtieron en discípulos de Newton. Sin embargo, al dominar su correspondencia, Newton demostró que los Principia le habían situado entre los líderes de la filosofía natural.
Otros filósofos continentales confirmaron esta posición. A fines de la década de 1690, el Dr. John Arbuthnot se encontró con el marqués de L’Hópital, un prominente matemático francés. L’Hópital denunciaba que ningún inglés podía demostrarle cuál era la forma de un cuerpo que ofreciese la menor resistencia a un fluido. Cuando Arbuthnot le mostró que Newton lo había hecho en sus Principia (según el relato que de ello hace Conduitt), exclamó, lleno de admiración:
¡Qué caudal de conocimiento hay en ese libro! Luego, le preguntó al doctor todo tipo de particulares sobre sir Isaac, incluso sobre el color de su pelo. ¿Come, bebe y duerme? ¿Es como los demás mortales? Y quedó sorprendido cuando el doctor le dijo que conversaba animadamente con sus amigos, que no se envanecía de nada y que se colocaba al mismo nivel que el resto de los hombres.
Mientras tanto, unos acontecimientos de naturaleza completamente distinta dieron a Newton otra clase de notoriedad que marcaría, aún más que los Principia, el resto de su vida, cuando no su papel en la historia. En 1687, siguiendo el protocolo de todo editor, Halley presentó una copia del nuevo libro a Jacobo II —quien había sucedido a su hermano Carlos en el trono dos años antes—, con una carta en la que se extendía especialmente en su tratamiento de las mareas, pensando que era un tema que interesaría a un antiguo comandante naval. Probablemente, Jacobo no reconoció el nombre del autor. Si se hubiera molestado en preguntar a sus consejeros, habría sabido que, en los cuatro meses precedentes, el catedrático lucasiano de matemáticas de Cambridge —mientras Halley cuidaba la edición del manuscrito completo— se había alistado, de forma irrevocable, en las filas de sus enemigos.
La crisis que se había ido fraguando poco a poco en la universidad estalló finalmente el 9 de febrero de 1687 en forma de un decreto por el cual Alban Francis, un monje benedictino, debía ser admitido como Magister en Artes sin exámenes ni juramentos. La universidad había recibido muchos decretos como éste en el pasado, y se había aprestado a conceder títulos a dignatarios católicos que la visitaban. Sin embargo, todo el mundo estuvo de acuerdo en que el caso del padre Francis era diferente. Al contrario que los visitantes, tenía la intención de residir en Cambridge y, como Magister en Artes, participar en los asuntos de la universidad. Nadie ponía en duda que, siguiendo los pasos del primero, otros padres esperaban el momento de aterrizar sobre la universidad para catolizarla. Si la universidad tenía que ofrecer resistencia, éste era el momento.
Atrapado entre la universidad y la corte, el vicecanciller, John Peachell, estaba fuera de sí. Abrumado por la ansiedad, escribió a su amigo Samuel Pepys —un consejero de Jacobo— para explicarle su postura. «Honorable Sir: me siento extraordinariamente afligido al pensar que, a pesar de mi total entrega a la persona del rey, a la corona y a la sucesión, por la providencia de Dios, mi actual posición pueda exponerme a su desaprobación…» Sabemos de otros que compartían la preocupación de Peachell. Si debemos creer a Gilbert Burnet, cuyo relato de estos asuntos es una de las primeras fuentes de información que tenemos, la evidente ansiedad que dominaba a Peachell animó a otros; «dependiendo del rey todos los ascensos de la Iglesia, aquellos que pretendían su favor no podían negarle su apoyo, o de otra forma pagarían las consecuencias.»
Los temores de Peachell nos ayudan a comprender los acontecimientos que tuvieron lugar el 11 de marzo, cuando, después de un tiempo de consultas y consideraciones, se produjo una reunión de la junta directiva de la universidad. El 11 de marzo, Newton se liberó casi completamente de los Principia. Halley tenía el manuscrito del libro II y Humphrey copiaba el libro III, que Newton enviaría a Londres en el plazo de tres semanas. Si estaba libre de los Principia también lo estaba de las preocupaciones que paralizaban a otros, pues hacía casi dos décadas que había dejado de pretender cualquier tipo de promoción. No sabemos nada de lo que sucedió en la reunión de la junta directiva de la universidad del 11 de marzo; lo que sí conocemos es el resultado. La nonregent house (compuesta por los Magister en Artes más antiguos) eligió a Isaac Newton —un fellow del Trinity, hasta entonces conocido principalmente por su retraimiento— como uno de los dos embajadores encargados de informar al vicecanciller de que seguiría siendo ilegal y poco seguro admitir al padre Francis sin mediar el juramento. Debemos asumir que, probablemente, Newton se atrevió a pronunciar en voz alta los temores compartidos allí donde consideraciones de prudencia enmudecían a otros. En abril, cuando un rey furioso y contrariado llamó a Peachell y a los representantes de la universidad a la Corte de la Comisión Eclesiástica, la junta directiva nombró a Newton (y a Humphrey Babington) entre las ocho personas encargadas de ese deber.
Newton se volcó en los preparativos de la audiencia. Sus papeles contienen una serie de documentos —copiados por Humphrey— relacionados con la defensa. El mismo Newton le dijo a Conduitt que había sido el único en prevenir a la universidad de un compromiso que hubiera supuesto la sumisión de ésta. Antes de que la delegación partiera para Londres, el canciller de Ely redactó un documento en el cual sus miembros aceptaban admitir al padre Francis, con la condición de que este hecho no sentara un precedente,
[…] con lo cual todos estuvieron de acuerdo. Pero, insatisfecho, él se levantó de la mesa, dio dos o tres vueltas y le dijo al beadle[12] quien […] estaba de pie junto al fuego: «Eso significa no enfrentarse al problema.» A lo cual, dijo el beadle: « ¿Por qué no va usted y les habla de ello?» Después de lo cual, volvió a la mesa y les dijo lo que pensaba, expresando su deseo de que el documento fuera mostrado al consejo…
Newton dio demasiadas razones morales como para que fuera rechazado. Un idéntico relato de Burnet —aunque en éste no aparece el nombre de Newton— da credibilidad a la historia.
El 21 de abril, mientras Halley supervisaba la publicación de los Principia, Newton y ocho de sus compañeros se encontraban ante la Comisión Eclesiástica, presidida por el célebre lord Jeffreys. En total, la delegación se presentó ante la comisión en cuatro ocasiones, el 21 y el 27 de abril, y el 7 y el 12 de mayo. Peachell fue destituido de sus cargos académicos y el resto fue convocado a una conferencia en la cual Jeffreys les advirtió de los destinos aún peores que podían aguardarles. Pero, como resultado, el padre Francis no obtuvo el título… y en ello no dejó de intervenir el hecho de que Newton se negara a ser amenazado.
Una vez que la revolución ratificó el valor de Newton, éste se encontró a sí mismo convertido en una de las figuras más relevantes de Cambridge. Cuando, el 15 de enero de 1689, la junta directiva se reunió para elegir a los dos representantes que debían participar en la convención fijada para poner orden en estos asuntos, Newton fue uno de los tres candidatos que se nombraron, y uno de los dos que salieron elegidos. A partir de entonces y hasta que renunció a su fellowship y a su cátedra, en 1701, fue invariablemente uno de los comisarios, nombrados por decreto del Parlamento, encargados de supervisar la recaudación de fondos para el gobierno en Cambridge. Las comisiones de tasas servían para medir el liderazgo de los ciudadanos de una ciudad o un condado, y el hecho de que Newton formara parte de ellas testimonia su creciente importancia.
Newton también comenzó a darse cuenta de que su nueva posición era incompatible con el aislamiento que había mantenido durante veinte años. Humphrey Newton recordaba que en sus «raros momentos de ocio», sus invitados eran principalmente directores de colleges. Debemos asumir que Humphrey hacía referencia al periodo posterior a la crisis de 1687. Cuando, en 1690, David Loggan publicó su Cantabrigia illustrata, Newton aparecía como el supervisor de la imprenta de Great St. Mary’s, y de esta forma se situaba en un círculo de hombres eminentes, entre los cuales se encontraban el duque de Lauderdale, el conde de Westmoreland, Francis North, Barón Guilford, los obispos de Ely y de Lincoln y Thomas Tenison, el futuro arzobispo de Canterbury. El encargo de su retrato al artista más cotizado del momento, sir Godfrey Kneller (lámina 1), en Londres, tampoco puede considerarse como el acto de un hombre retraído. El retrato de Kneller es la primera imagen de Newton que tenemos: una presencia cautivadora, una mezcla de instinto e inteligencia, captada cuando se encontraba en el momento álgido de sus facultades. Reconocemos al autor de los Principia fácilmente.
Newton se dirigió a Londres casi inmediatamente después de ser elegido para participar en la convención. Una nota de Robert Morrice indica que el 17 de enero —junto con sir Robert Sawyer, el segundo representante de Cambridge, y Mr. Finch, quizá el tercer candidato de Cambridge no elegido finalmente en las elecciones—, cenó, nada más y nada menos, con Guillermo de Orange. A excepción de seis semanas, entre septiembre y octubre, durante un aplazamiento, pasó en Londres el resto del año siguiente.
No es posible pretender que Newton desempeñó un papel relevante en las deliberaciones de la convención. Según una historia que sólo podemos catalogar de anecdótica, Newton habló una sola vez: sintiendo una corriente, pidió al ujier que cerrara una ventana. Lo que no es anecdótico es que ninguno de los informes del Parlamento que han sobrevivido guarde memoria alguna de su participación en los debates. Por lo que sabemos, Newton se mantuvo firme junto a la mayoría que declaró cómo Jacobo había renunciado a la corona en favor de Guillermo y María, el 13 de febrero.
Newton veía su papel principal en el Parlamento como una relación con la universidad. Durante los primeros meses de la sesión, envió al menos catorce cartas al vicecanciller, John Covel, con información sobre los procedimientos que afectaban a la universidad y asesoramiento sobre la actitud que la universidad debía adoptar frente a éstos. Sin embargo, sobre un asunto que ciertamente afectaba a la universidad —el convenio religioso— no dijo una sola palabra a Covel. Podemos asumir que Newton guardó igualmente silencio en el Parlamento; tenía gran experiencia en sujetar la lengua en estos asuntos. Tres encendidos proyectos de ley comparecieron ante el Parlamento: uno sobre la tolerancia al culto público de los disidentes, otro sobre el rechazo al Test Act de 1673, y otro más sobre la posibilidad de admitir en la Iglesia de Inglaterra a muchos disidentes ampliando su definición. Finalmente, sólo el primero se convirtió en ley. Las cláusulas de esta ley permitían que prácticamente todos los protestantes disidentes obtuvieran el privilegio legal del libre culto. Debido a que el Test Act —que exigía que todos los empleados públicos tomaran el sacramento según la Iglesia anglicana— siguió vigente, la igualdad civil no se produjo. Lo que más tuvo que afectar a Newton fueron las dos exclusiones que se hicieron a los privilegios de tolerancia; quedaban excluidos los católicos romanos y «cualquier persona que niegue, oralmente o por escrito, la doctrina de la Santa Trinidad, como queda reflejado en los anteriormente mencionados Artículos sobre la Religión [los treinta y un Artículos de la Iglesia de Inglaterra]». Las dos excepciones se parecían muy poco entre sí. Los ingleses protestantes creían que los católicos amenazaban la soberanía del Estado. A medida que el recuerdo de Jacobo se fue desvaneciendo, sus temores se desvanecieron también, y los católicos disfrutaron, si no por ley, sí de hecho, de esta tolerancia. Nadie consideraba a los arríanos una amenaza para el Estado. Éstos constituían más bien una amenaza para los fundamentos morales de la sociedad. Newton era muy consciente de que la gran mayoría de sus compatriotas detestaba las opiniones que él sostenía; más que detestarlas, las miraban con repugnancia, como una excreción que corrompía el aire que respiraban las personas decentes. Newton había vivido en silencio con esta idea durante quince años. El debate en el Parlamento —o la virtual falta de debate sobre una cláusula aceptada sin una seria reflexión— no pudo dejar de recordársela una vez más.
La heterodoxia de Newton le permitía fácilmente mantener su secreto. Al margen de los católicos, las leyes se referían principalmente al culto público. Newton no rendía culto en ninguna iglesia arriana. Tampoco existían. Mientras estuviera dispuesto a tomar ocasionalmente el sacramento de la Iglesia de Inglaterra, la ley no le obligaba a nada que tuviera que repudiar. Sólo en su lecho de muerte se atrevió finalmente a rehusar el sacramento. No obstante, Newton había recorrido una gran distancia desde 1674. Aquel año, había decidido renunciar a su fellowship antes de aceptar el estigma de la Bestia a través de la ordenación. En su defensa de la universidad, en 1687, y en su servicio al Parlamento, mientras pretendía mantenerse en la ortodoxia, Newton demostró que su conciencia se había fortalecido considerablemente. Pronto comenzó a granjearse una posición en Londres. Resulta evidente que no permitió la interferencia de sus convicciones religiosas. También es cierto que, hasta donde sabemos, Newton no buscó la reelección en el Parlamento en 1690. Se cree que el clima de creciente lucha partidista le llevó a renunciar. También es posible que el temor a que tuviera que debatir sobre temas sobre los que no deseaba pronunciarse influyera en esta decisión.
La experiencia parlamentaria no dejó huellas perceptibles en Newton. En cambió, su estancia en Londres sí lo hizo. Libre de las constricciones de la sociedad de Cambridge y animado por una nueva confianza personal, trabó nuevas relaciones ante las cuales su antigua reserva comenzó a diluirse. Una de éstas fue la de Christiaan Huygens. El hermano de Huygens, Constantino, había acompañado a Guillermo de Orange en la expedición a Inglaterra que derrocó a Jacobo. En junio de 1689, Christiaan fue a visitarle. El 12 de junio, durante su primera semana de estancia en Londres, Huygens asistió a una reunión de la Royal Society y ofreció un informe sobre su Tratado de la luz y su Discurso sobre la causa de la gravedad, que estaba a punto de publicar juntos. Newton estaba presente en la reunión. Es difícil creer que se encontrase allí por casualidad. Los dos volvieron a encontrarse de nuevo, al menos en dos ocasiones, y, antes de volver a su casa, Huygens recibió dos escritos de Newton sobre el movimiento a través de un medio resistente. En algún momento, también, discutieron sobre la óptica y los colores. Huygens le dijo a Leibniz que Newton le había hablado de «unos experimentos muy bellos» sobre el tema; seguramente, sus experimentos sobre películas delgadas, similares a los que el mismo Huygens había llevado a cabo, con menos perfección, veinte años antes. No obstante, su encuentro no se tradujo en una correspondencia continuada.
Esta correspondencia sí se derivó de otro encuentro. Aunque no estamos seguros del momento exacto en que Newton conoció a John Locke, el encuentro debió producirse durante 1689 y, probablemente, en la casa del conde de Pembroke. Sabemos que mantenían correspondencia con anterioridad al otoño de 1690 —fecha de la primera carta que ha sobrevivido—, y la fecha que aparece en otro documento implica que se conocían desde hacía más de medio año. El Newton de 1689 era un hombre diferente al Newton de la década de 1670. La conclusión y publicación de los Principia, y el ser consciente de su trascendencia, le dieron una nueva confianza. Nada nos revela mejor al nuevo Newton que su relación con Locke. Si había evitado mantener correspondencia con James Gregory, Huygens y Leibniz en los años setenta, ahora no sólo aprovechó esta oportunidad, sino que lo hizo con alacridad. Ambos compartían muchos intereses; en realidad, todos los grandes intereses de Newton a excepción de las matemáticas. Cada uno reconocía en el otro a un igual, en términos intelectuales. Las cartas que se cruzaron desde los años noventa, en las cuales intercambiaban puntos de vista sobre los temas que Newton había estudiado en soledad durante casi veinte años, marcaron una nueva etapa en la correspondencia de Newton. Sólo su intercambio con Boyle, en el campo de la química y la alquimia —del cual es muy poco lo que ha sobrevivido— ofrece un precedente.
La religión fue el tema dominante de su correspondencia y, aparentemente, también de la conversación que mantuvieron en su primer encuentro. Más tarde, Locke le dijo a su primo, Peter King, que conocía a muy pocas personas que tuvieran el conocimiento de la Biblia que poseía Newton. El 14 de noviembre de 1690 y en forma de dos cartas, Newton envió a Locke un tratado con el título An historical account of two notable corruptions of scripture in a Letter to a Friend (Un informe histórico sobre dos importantes corrupciones de las Sagradas Escrituras, en Carta a un Amigo). Las dos corrupciones eran los principales pasajes trinitarios de la Biblia: I Jn. 5, 7 y I Tí. 3, 16. Asimismo, Newton redactó una tercera carta sobre, aproximadamente, veintiséis pasajes adicionales, también corruptos, que apoyaban el trinitarismo. No sabemos si Locke la recibió alguna vez. Aunque Newton presentaba su discurso como la simple exposición de un fraude devoto y no como un discurso teológico, resulta difícil creer que, a fines del siglo XVII, alguien no lo entendiera sino como un ataque a la Trinidad. Es evidente que Locke y Newton tuvieron un rápido entendimiento y descubrieron que compartían opiniones similares e impronunciables. Por lo que sabemos, Newton no se había atrevido a discutir sus convicciones con nadie hasta entonces.
Ambos compartían también una aproximación racionalista hacia la religión, a la que Newton había dado forma recientemente en sus «Orígenes de la teología gentil». En su tratado sobre las corrupciones de las escrituras, Newton argumentaba que I Jn. 5, 7 tenía sentido sin el pasaje que se discutía, pero no con él.
Se dice que no nos corresponde determinar qué pertenece y qué no pertenece a las Escrituras. Lo admito en casos no controvertidos, pero no puedo aceptarlo en otros discutibles que deseo entender con claridad. En materia de religión, la tendencia de la parte ardiente y supersticiosa de la humanidad disfruta con los misterios y, por esa razón, prefiere lo que entiende menos. Tales hombres pueden hacer del apóstol Juan el uso que más les convenga, pero yo quiero honrarle pensando que escribió cosas con sentido, y sacando lo mejor de ese sentido: especialmente cuando me ampara tan gran autoridad.
El envío de este manifiesto arriano a Locke dice mucho de la confianza personal de Newton en 1690. Aún nos dice más el hecho de que se lo enviara en la misma mañana del debate del Parlamento, con el convencimiento explícito de que Locke lo enviaría a los Países Bajos, para que fuese traducido al francés, y haría que se publicase; de forma anónima, sí, pero el texto debía ser publicado. Entonces, como ahora, esos asuntos encontraban la forma de no permanecer en el secreto. Consiguientemente, Locke envió el tratado a Jean Le Clerc a Ámsterdam, aunque sin mencionar el nombre de su autor. Un año más tarde, Newton comenzó a darse cuenta del enorme riesgo que corría. Aunque su primera intención había sido bastante explícita, se mostró sorprendido al saber que Locke había enviado el manuscrito y le rogó que detuviera la publicación. Pagaría cualquier gasto que ello hubiera ocasionado. No se equivocaba. Le Clerc sabía quién era su autor y, cincuenta años más tarde, cuando el manuscrito fue encontrado en la Biblioteca Remonstrants de Ámsterdam, donde lo había depositado, fue publicado con el nombre de Newton. En 1692, una publicación como aquélla hubiera supuesto el ostracismo de Newton en Cambridge y en el seno de la sociedad.
A principios de 1692, aparece un nuevo tema en su correspondencia. «Tengo entendido», escribió Newton en la posdata de una carta, «que, igual que hizo conmigo, Mr. Boyle le puso al corriente de su proceso sobre la tierra roja y $ [mercurio] que, antes de su muerte, hizo llegar un poco de esa tierra a sus amigos.» A esta carta siguió una correspondencia comprometida con el secretismo y basada en la alquimia y en el intercambio de información que sobre esta materia llevaron a cabo Newton, Locke y Boyle. Gran parte de esta correspondencia se ha perdido.
Casi coincidiendo con el inicio de su relación con Locke, Newton hizo un nuevo conocimiento. Se trataba de Nicolás Fatio de Duillier (lámina 2). Brillante matemático suizo, que entonces tenía sólo veinticinco años, había viajado a Inglaterra dos años antes, después de una estancia en los Países Bajos donde había conocido a Huygens. Con él portaba una carta de presentación de Henri Justel, un erudito de París muy conocido en la Royal Society, que muy pronto nombró a Fatio miembro de la institución. Como amigo de Huygens, Fatio asistió a la reunión del 12 de junio de 1689, en la cual Huygens habló sobre la luz y la gravedad. Si no antes, al menos fue entonces cuando Fatio conoció a Newton. La atracción entre ambos fue inmediata Fatio formó parte del grupo que, junto con Huygens, el líder liberal John Hampden y Newton, se dirigió desde Hampton Court el 10 de julio para presentar una solicitud al rey en nombre de Newton. El 10 de octubre, pocos días después de su regreso para la segunda sesión del Parlamento, Newton le preguntó a Fatio si habría una habitación para él en el lugar donde Fatio residía. «Tengo la intención de ir a Londres la próxima semana y me agradaría mucho compartir el mismo hospedaje que usted. Llevaré mis libros y sus cartas conmigo.» Ya entonces los dos se encontraban muy próximos. En noviembre, Fatio —que cuando llegó a Londres era un cartesiano— se había convertido al newtonismo. Newton era (escribió a su amigo Jean Robert Chouet) «le plus honnéte homme que conocía y el matemático más capaz que jamás haya existido». Había descubierto el verdadero sistema del mundo, y lo había hecho de tal forma que aquellos que podían entenderlo no podían albergar la menor duda. El sistema cartesiano —que Fatio descubrió que era sólo «una idea vacía»— había terminado. Si Newton no hubiera ya enviado a Humphrey a casa antes de ir al Parlamento, su conocimiento de Fatio le hubiese impulsado a hacerlo.
Después de que el Parlamento fuera prorrogado, el 27 de enero de 1690, Newton permaneció en Londres una semana más. Hacia fines de febrero, Fatio le escribió para decirle que él y John Hampden planeaban visitarle en Cambridge, cuando Newton escribió que pensaba viajar a Londres. Esperaba recibir cualquier día la copia del Tratado sobre la luz que Huygens había enviado para Newton. Lo guardaría hasta que Newton le dijera que se lo remitiera. «Estando escrito en francés, quizá prefiera usted leerlo aquí, conmigo.» El libro de entradas y salidas del Trinity College indica que Newton partió el 10 de marzo y regresó el 12 de abril. El 13 de marzo, Fatio transcribió una revisión de la proposición XXXVII, libro II, de la copia de los Principia de Newton y, años más tarde, mencionó una lista de erratas hecha por Newton, que no tuvo tiempo de copiar aquel mes de marzo. Todo nos hace pensar que Newton pasó aquel mes en Londres con Fatio, quizá leyendo el Tratado de Huygens.
A principios de junio, Fatio viajó a los Países Bajos donde permaneció quince meses, la mayor parte del tiempo con Huygens en La Haya. Newton escribió a Locke en octubre, después de no haber tenido noticias de él en medio año. Cuando Fatio regresó, a primeros de septiembre de 1691, debió hacérselo saber a Newton inmediatamente, pues, en una carta dirigida a Huygens el 8 de septiembre, decía que se encontraría con Newton muy pronto, «ya que iba a ir allí en pocos días». Newton acababa de regresar a su casa después de haber pasado casi un mes en Londres parcialmente en la compañía de David Gregory y Edward Paget. El libro de entradas y salidas indica, sin embargo, que estuvo ausente del college entre el 12 y el 19 de septiembre. Newton no se molestó en ponerse en contacto con sus otros amigos de Londres. En octubre, Gregory le escribió para decirle que Fatio había regresado.
Aunque su correspondencia del siguiente año, hasta septiembre de 1692, no se ha conservado, las cartas de Fatio a Huygens hablan de un intercambio permanente y de, al menos, una visita en la cual Fatio vio algunos de los escritos matemáticos de Newton. Sabemos que Newton pasó en Londres gran parte del mes de enero de 1692. El 9 de enero, Pepys le hospedó en su casa. La carta del 14 de febrero de 1693, de Newton a Fatio, mencionaba una visita reciente de Fatio a Cambridge. Huygens y Leibniz vieron a Fatio como un intermediario a través del cual podían conocer las opiniones de Newton sobre las matemáticas, la gravedad y la luz. Pronto, Newton hizo que Fatio compartiera sus otros intereses —la teología heterodoxa, las profecías y la alquimia— y debieron pasar mucho tiempo conversando sobre estos temas, igual que hacían con las matemáticas y la física.
En mayo de 1690, Newton recibió una carta de Henry Starkey —a quien más tarde describió como su abogado— sobre un nombramiento gubernamental en Londres. Entre otros cargos, Starkey mencionaba los puestos de intendente, director e interventor de la Casa de la Moneda, «puestos muy buenos, que ellos [los titulares] desarrollan a su conveniencia…». No parece que la tosquedad de la información ofendiera a Newton. Un año más tarde, escribió a Locke para pedirle una carta con relación al «puesto de interventor de la Casa de la Moneda». De hecho, las conexiones políticas de Locke se convirtieron en el medio más importante de conseguir un nombramiento. Por su parte, Newton continuó buscando un cargo en Londres con todas sus fuerzas. Merece la pena recordar que, a principios de la década de 1690, el Trinity se encontraba inmerso en una crisis financiera. En 1688, 1689 y 1690 no pudo pagar ningún dividendo y, en los dos años anteriores, sólo pudo pagar la mitad. Un hombre prudente debía mirar por sus intereses.
El hecho de ser consciente de que se había convertido en el principal líder intelectual del país tuvo que animar a Newton a buscar una posición en la capital. Todo nos indica que disfrutaba con su nuevo papel de consultor científico tanto como en décadas anteriores había renegado de intrusiones menores en su tiempo. En el verano de 1694, por ejemplo, la audiencia reguladora del Christ’s Hospital le pidió consejo sobre la propuesta de una revisión del programa de estudios de su escuela matemática. Doce años antes, la recomendación de Newton fue determinante en la elección de Edward Paget como profesor de la escuela. Ahora, quizá en un esfuerzo por salvar una posición que estaba a punto de perder por hábitos negligentes y disolutos, Paget propuso una revisión del programa de estudios de la escuela. Sin embargo, no fue Paget sino la audiencia la que consultó a Newton, y éste dedicó mucho tiempo y esfuerzo a redactar varios borradores para responder.
Situado a la cabeza de los filósofos naturales ingleses por los Principia, Newton comenzó a ser cortejado por la generación más joven, que buscaba su apoyo. Siempre que estaba en Londres, Newton se encontraba con Edward Paget, aunque Paget estaba a punto de perder su posición. En una visita, durante el verano de 1691, Newton conoció a David Gregory, o, finalmente, Gregory conoció a Newton, después de dos intentos fallidos de establecer una correspondencia con él. Gregory fue el primero en darse cuenta de la ventaja potencial que implicaba contar con el favor de Newton, y desde el principio le aduló sin el menor reparo. Gregory prodigaba a Newton los halagos más desmedidos. «Adiós, noble Sir», concluía una carta —sin duda, orientada a su publicación— con una embrollada línea entresacada de Virgilio, «y continúe haciendo que la filosofía avance “más allá de los caminos del cielo y el sol”». (Al no verla publicada, no tuvo ningún reparo en enviar la misma línea a Huygens, dos años más tarde.) La adulación de Gregory era sin duda genuina. Incluso en sus memorandos personales, se refería a Newton sólo como «Mr. Newton» o, después de 1705, «Sir Isaac Newton». No obstante, Gregory también tenía una meta específica. Como resultado de la renuncia de Edward Bernard, la cátedra saviliana de astronomía de Oxford estaba vacante. Gregory buscó la recomendación de Newton para la cátedra. Al parecer, también Edmond Halley mostró su interés por este puesto. A pesar de su deuda con Halley —una deuda que no se podía pagar con dinero—, Newton no sólo se abstuvo de apoyar su solicitud, sino que apoyó a Gregory. Gregory obtuvo el cargo. El gesto no pasó desapercibido a otros jóvenes aspirantes. Tampoco para Gregory, quien continuó cortejando a Newton asiduamente.
No mucho antes de que abandonara Cambridge, otro joven aspirante, William Whiston, tuvo buen cuidado de entrar en contacto con él. Según su propio relato, Whiston escuchó una o dos de las conferencias de Newton sobre los Principia, cuando era universitario, pero no pudo entenderlas. A principios de la década de 1690, se propuso dominar la filosofía newtoniana y, en 1694, envió el manuscrito de su New Theory of the Earth para conocer la opinión de Newton. Según Whiston, éste contó con su aprobación. No sabemos nada más de otras consecuencias que esta relación pudo comportar, aunque es probable que Whiston discutiera sobre teología con Newton, quien empezaba a descubrir que otros podían compartir sus dudas sobre la ortodoxia trinitaria. En cualquier caso, no mucho después, Whiston se convirtió en el claro portavoz de unos puntos de vista virtualmente idénticos a los de Newton. En 1701, cuando finalmente Newton renunció a su cátedra lucasiana, se aseguró de que Whiston fuera nominado para sucederle en el cargo. Probablemente con este fin le había nombrado su delegado pocos meses antes.
En 1701, Newton había colocado a sus discípulos en dos de las tres cátedras que la universidad dedicaba a la ciencia y a las matemáticas. Poco después, conseguía para Halley la segunda cátedra saviliana de Oxford y situaba a otro discípulo en la nueva cátedra plumiana de Cambridge.
A pesar de que su vida adquiría una dimensión más abierta, Newton no abandonó sus intereses intelectuales. Por el contrario, los primeros años de la década de 1690 —sus últimos años en Cambridge— constituyeron un periodo de una intensa, casi maniática actividad intelectual. Arrastrado por el éxito de los Principia, Newton se lanzó a recoger los cabos sueltos de investigaciones anteriores y a darles una forma coherente, digna de su obra terminada. El esfuerzo constituyó su último gran trabajo intelectual.
Resulta interesante el hecho de que la teología no fuera uno de sus principales intereses durante ese periodo. Si analizamos sus escritos, veremos cómo los Principia interrumpieron el estudio que, junto con la alquimia, había ocupado su atención durante los quince años precedentes, y que no retomaría hasta pasadas dos décadas. Es cierto que algunos factores externos pudieron hacer que expresara sus opiniones teológicas, y existen buenas razones para creer que discutió sobre este tema con algunas personas de confianza —como Fatio, Halley y Whiston— que más tarde obtuvieron la reputación o fueron conocidos como arríanos. Pero lo que Newton dijera en aquellas discusiones provenía de su anterior conversión a la herejía, no de un estudio en curso.
En 1693, Newton inició una correspondencia casi teológica con Richard Bentley, un ambicioso y joven clérigo de extraordinaria inteligencia. Bentley fue elegido para pronunciar el primer grupo de conferencias en defensa de la religión que Robert Boyle había establecido en su testamento. A fines de 1692, mientras preparaba el manuscrito de sus conferencias basadas en gran medida sobre Newton para su publicación, se dirigió a Newton para pedir su ayuda en varios puntos. En total, Newton envió a Bentley cuatro cartas sobre el tema.
Cuando escribí mi tratado sobre nuestro Sistema [comenzaba la primera], creí que tales Principios podrían ayudar a los hombres a creer en la existencia de un Dios, y nada me agrada tanto la idea de que haya sido útil en ese propósito. Pero si mi trabajo ha sido de alguna utilidad para el público, debo decir que no lo he conseguido sino con esfuerzo y paciente reflexión.
Newton continuaba resumiendo los motivos por los cuales se había convencido de que el universo —tal y como lo conocemos— no podía haber resultado únicamente de una necesidad mecánica y requería la inteligencia de un Creador. «Todavía existe otro argumento que avala la existencia de Dios, y que considero muy importante», concluía enigmáticamente, «pero, hasta que los principios en los que se apoya no puedan ser mejor recibidos, creo más conveniente dejarlos reposar.» Hasta donde sabemos, Newton nunca explicó esta referencia. Probablemente, pensaba en el argumento del curso providencial de la historia vaticinado en las profecías.
Durante los primeros años de la década de 1690, Newton también pensó en ordenar sus conocimientos matemáticos para su publicación. Leibniz había comenzado a publicar su cálculo diferencial en el otoño de 1684, sin mencionar a Newton en ninguno de los documentos que sacó a la luz. La actitud de Leibniz puede ser excusada. Newton no había publicado nada en el terreno de las matemáticas, y una referencia a él no hubiera significado nada para la mayor parte de los matemáticos europeos. Sin embargo, si pensamos en la correspondencia de 1676, tampoco podemos decir que el silencio de Leibniz fuera una lección de generosidad. Tampoco podemos decir que fuera juicioso, como más tarde y con pesar debió repetirse Leibniz muchas veces. Aunque en los papeles de Newton no aparecen alusiones previas a las publicaciones de Leibniz, da la impresión de que Newton había almacenado en su interior un creciente resentimiento hacia él. De ello se explica que, cuando comenzó a escribir una carta sobre el desarrollo del binomio que Gregory le había solicitado en el otoño de 1691, se olvidara de Gregory, volviese de inmediato a la correspondencia de 1676 y empezase a redactar una defensa de su prioridad frente a Leibniz.
La carta se convirtió rápidamente en una exposición a gran escala del método fluxional de Newton, «De quadratura curvarum» («Sobre la cuadratura de las curvas»), que comenzaba con una narración del intercambio que había mantenido con Leibniz en 1676 y continuaba presentando un extenso conjunto de problemas que podían resolverse con el método fluxional, problemas semejantes a los que Leibniz dirigía su cálculo. Como si compitiera conscientemente, Newton desarrolló por primera vez una notación sistemática, como alternativa a la de Leibniz. Fue «De quadratura» la que adoptó la familiar notación de los puntos para las fluxiones, y experimentó con Q (por quadratura) como un sustituto del f de Leibniz (por summa), como un símbolo para la operación de elevar al cuadrado.
A fines de 1691, el círculo de amigos jóvenes que Newton tenía en Londres conocía su tratado. No obstante, el interés de Newton menguó a la misma velocidad con la que había crecido. En marzo, Fatio escribía a Huygens que el entusiasmo de Newton había cesado y que había empezado a creer que, tal vez, lo mejor sería evitar las confusiones que su publicación acarrearía. «Puedo asegurar que la no publicación de este tratado sería una enorme pérdida», añadía. «Es seguro que en el campo de la geometría abstracta no se ha publicado nunca nada tan bello como este escrito…» Finalmente, Newton publicó una versión reducida de su «De quadratura», como apéndice a su Optica.
También sus amigos de Londres se hicieron eco del asunto de la prioridad. El 18 de diciembre de 1691, Fatio planteó el tema a Huygens sin ambages.
Creo poder asegurar —por todo lo que he visto hasta ahora, entre lo cual incluyo documentos escritos hace muchos años— que Mr. Newton es sin lugar a dudas el primer autor del cálculo diferencial, y que lo conocía tan bien o mejor que Mr. Leibniz, es más, que lo conocía antes de que este último tuviera la menor idea del mismo, una idea que parece se le ocurrió cuando Mr. Newton le escribió sobre el tema. (Por favor, Sir, vea la página 235 [lema II, libro II] del libro de Mr. Newton.) Es más, nada me sorprende tanto como el hecho de que Mr. Leibniz no mencione nada de ello en el Acta de Leipzig [los escritos en los que publicó el cálculo diferencial].
En febrero, Fatio era más explícito.
Las cartas que Mr. Newton escribió a Mr. Leibniz hace 15 o 16 años hablan en términos mucho más positivos que la cita que le hice de los Principios lo cual, en cualquier caso, resulta bastante claro especialmente cuando queda de manifiesto en las cartas. No dudo de que, si fueran publicadas, afectarían al honor de Mr. Leibniz, ya que fue mucho tiempo después cuando éste publicó las reglas de su cálculo diferencial, y ello sin hacer justicia a su deuda con Mr. Newton. Y la forma en que lo hizo está tan alejada de lo que Mr. Newton lleva a cabo en este tema que, al compararlos, no puedo evitar sentir profundamente que su diferencia es la que separa un perfecto original de una mala copia llena de imperfecciones. Es cierto, Sir, que como bien ha adivinado Mr. Newton posee todo lo que Mr. Leibniz parecía poseer y todo lo que yo mismo poseía y que Leibniz no poseía. Pero él ha ido infinitamente más lejos que nosotros, tanto en relación a las cuadraturas, como en relación a la propiedad de la curva cuando ésta debe obtenerse a partir de la propiedad de la tangente.
Aunque Newton decidió evitar los sinsabores que la publicación de su tratado comportaría, el asunto de la prioridad no desapareció por completo. En el verano, John Wallis ofreció las páginas de su Opera próxima a aparecer para que Newton escribiera en ellas lo que quisiese. No mucho después, Wallis comenzó a importunar constantemente a Newton sobre Leibniz. Le contó que, desde Holanda, le había llegado la noticia de que «sus Nociones (de las Fluxiones) cosechaban allí un enorme aplauso, bajo el título de Calculus Dijferentialis, de Leibniz». Newton no se había olvidado de él. El sumario que envió a Wallis sobre su «De quadratura» se dirigía principalmente al matemático alemán. Comenzaba con la misma referencia a René de Sluse de la Epístola posterior, y traducía ambos anagramas. Al presentar resumidamente las soluciones de Newton a las ecuaciones fluxionales, en conexión con el segundo anagrama, pretendía dar a entender que, ya en 1676, Newton había desarrollado métodos que, en realidad, no aparecen en sus papeles hasta los años noventa. Newton pidió también a Wallis que incluyera su serie para el círculo, tal y como aparecía en la carta de 1676, junto a la serie para el círculo de Leibniz que también iba a aparecer en el volumen. Es evidente que Newton todavía tenía el asunto presente.
Lo mismo le sucedía a Leibniz. Huygens le había pasado algunas de las evaluaciones de Fatio sobre los conocimientos de Newton, aunque no sus comentarios sobre la prioridad de Newton, y matemáticos de toda Europa tuvieron noticia de su intención de publicar. Cuando estos planes se concentraron en una exposición de su método en la Opera de Wallis, éstos esperaron ansiosos su publicación y, por sus propios motivos, Leibniz entre ellos. En marzo de 1693, escribió a Newton una carta amable —en la que buscaba, como había hecho casi veinte años antes, entablar una correspondencia filosófica— pero también una carta nerviosa.
La deuda que nuestro conocimiento de las matemáticas y del conjunto de la naturaleza tiene con usted es enorme, y así lo he comunicado en público siempre que he tenido ocasión [comenzaba con algo menos que un candor absoluto]. Con sus series nos ha ofrecido un sorprendente desarrollo de la geometría; pero, con la publicación de su trabajo, los Principia, nos demostró que incluso aquello que habitualmente escapa al análisis, constituye un libro abierto para usted.
Leibniz continuó haciendo referencia a su propio trabajo en el terreno de las matemáticas. «Pero, para dar los últimos retoques, todavía espero algo grande de usted…» De las matemáticas pasó a los Principia y a lo que había oído sobre la óptica de Newton por parte de Huygens. En resumen, reconocía su largo silencio —aunque, de la misma forma, podía haberse quejado del de Newton— y lo excusaba diciendo que no había querido abrumar a Newton con sus cartas.
Algunos problemas personales pospusieron la respuesta de Newton hasta octubre, la cual comenzaba con una apología sobre el retraso. «Pues, aunque hago todo lo posible por evitar relaciones epistolares sobre filosofía y matemáticas, temía que nuestra amistad pudiera verse afectada por el silencio…» Lo temía aún más —continuaba— por cuanto Wallis acababa de incluir algunos nuevos puntos en su trabajo de próxima publicación, a partir de su primera correspondencia. A petición de Wallis, iba a revelar el método oculto antes en el anagrama, cuya traducción incluía en su carta (un favor limitado, si se tiene en cuenta que ya la había publicado en los Principia). «Confío sinceramente en no haber escrito nada que pueda desagradarle, y le ruego que me escriba en el caso de que algo merezca su censura, ya que valoro la amistad mucho más que los descubrimientos matemáticos.» Aunque respondía brevemente a otros comentarios de Leibniz, la carta era lo más escueta posible, y Leibniz no hizo nada por continuar la correspondencia.
La velada amenaza que contenía la próxima publicación no podía pasar desapercibida. En junio de 1694, Leibniz no había visto aún el volumen de Wallis y escribió impacientemente a Huygens para que se lo enviara tan pronto como fuera posible. Cuando finalmente lo recibió, en septiembre, expresó su decepción de que el trabajo contuviera tan poco sobre el problema inverso de las tangentes, aunque su decepción sonaba más a alivio. Los dos métodos eran similares —remarcaba— aunque el suyo era más claro. Todo lo que Newton presentaba sobre el problema inverso de las tangentes era un medio de expresar una ordenada dada por una serie infinita, lo cual había entendido a su tiempo, es decir, en 1676. En una palabra, la atención de Leibniz también se enfocaba hacia el tema de la prioridad y la publicación no parecía dañarle como había temido que hiciera. Johann Bernoulli entendió lo mismo. En carta a Leibniz, se preguntaba si Newton no habría de hecho saqueado las publicaciones de Leibniz para moldear el método que sólo ahora presentaba. Si la disputa potencial que vacilaba y estuvo a punto de estallar parecía apagarse, estaba muy lejos de desaparecer.
Tampoco lo estaba en Inglaterra. Entre los memorandos que Gregory redactó sobre sus conversaciones con Newton en el verano de 1694, se incluye una pregunta ominosa: « ¿De dónde viene el cálculo diferencial de Leibniz?» En otoño, esbozó un tratado sobre el cálculo en el cual pretendía probar cómo el cálculo de Leibniz se reducía al de Newton, el único que se había demostrado completamente. Tampoco Wallis deseaba dejar que el asunto se extinguiese. Decepcionado con lo que había podido publicar en los dos primeros volúmenes de su Opera, en 1695 comenzó a presionar a Newton para que le permitiera publicar las dos Epistolae completas. En mayo, envió a Newton las copias que había tenido de éstas desde los años setenta y le pidió que las corrigiera para su publicación; al no obtener respuesta de Newton, volvió a escribir en julio. Esta vez Newton hizo lo que le pedía. También agradeció a Wallis «su amable interés por hacer prevalecer sus derechos al publicarlas». Con el objeto de hacer notar que también él tenía interés, citaba el pasaje de una carta de Collins, del 18 de junio de 1673, para que se insertara como nota en referencia a Sluse. Si la Epístola posterior no era suficiente, la nota haría el resto del trabajo. La carta que citaba, de fecha anterior a la publicación del documento de Sluse, aseguraba que Newton se encontraba en posesión del método en aquel tiempo. «Me gustaría mucho ver la respuesta de Leibniz», comentaba Wallis a Halley.
Junto a los Principia y a las matemáticas, Newton volvió a la óptica a fines de los años ochenta y a principios de los noventa, después de un intervalo de casi dos décadas. Reunió todo su trabajo sobre la óptica en un solo volumen, pero, luego, decidió no publicarlo. Al reunir su legado filosófico tampoco se olvidó de la alquimia. Por el contrario, más de la mitad de sus extensos documentos alquímicos, interrumpidos durante dos o tres años por los Principia, surgieron en el periodo inmediatamente posterior a éste. Si juzgamos la cantidad de sus manuscritos sobre este tema, de los primeros años de la década de 1690, Newton dedicó más tiempo a la alquimia que al resto de sus intereses juntos.
Newton redactó un documento sobre alquimia, «De natura acidorum» («Sobre la naturaleza de los ácidos») que entregó a Archibald Pitcairne, amigo de Gregory, cuando éste visitó Cambridge a principios de marzo de 1692. Pitcairne también tomó largas notas sobre sus conversaciones, las cuales complementaron el corto ensayo. El principal valor de «De natura acidorum» reside en que nos explica en parte la forma en que Newton traduce las actividades de los principios alquímicos al vocabulario de las fuerzas. «Las partículas de los ácidos», aseguraba, « […] cuentan con una gran fuerza de atracción; su actividad consiste en esta fuerza, y por ella disuelven los cuerpos y afectan y estimulan los órganos de los sentidos.» También durante los primeros años de la década de 1690, Newton continuó escribiendo ensayos alquímicos. Fue durante este periodo cuando redactó su ensayo alquímico más importante, «Praxis», un tratado que utilizaba toda la imaginería de la tradición alquímica e introducía la mayor parte de las sustancias de su primera experimentación: la red, el roble, la sal sófica de amonio, las palomas de Diana, la estrella régulo de Marte. La «Praxis» alcanzaba su clímax con el alegato alquímico fundamental: «De esta forma puedes multiplicar hasta el infinito.»
Como se desprende de una referencia a la carta de Fatio de mayo de 1693, que añadió a un borrador, Newton debió componer la «Praxis» en la primavera y el verano de 1693, un periodo de gran tensión emocional. Quizá deberíamos interpretar lo extravagante de su aserto a la luz de esta tensión. Debemos recordar también que a sus primeras y grandes expectativas siguió en apariencia una gran desilusión, lo cual debió aumentar el grado de tensión de 1693. En 1681, Newton había tachado sus dos exclamaciones de éxito; no canceló literalmente su «Praxis», pero lo hizo implícitamente al abandonarla. Resulta tentador conectar la desilusión con el nefasto año de 1693, aunque los datos que tenemos de sus experimentos de 1695 y 1696 nos dicen que aquel año el desengaño no pudo ser completo, si es que comenzó entonces. No obstante, el hecho de que sufrió un desengaño, y que éste sobrevino no mucho después de 1693, no puede ser ignorado. Sólo he encontrado cuatro notas alquímicas —todas fragmentarias— que puedan fecharse con seguridad en el periodo que sigue al traslado de Newton a Londres. Mientras el resto de sus principales intereses continuó desarrollándose en su nueva residencia de Londres, Newton no volvió a dedicar a la alquimia un tiempo significativo. Continuó comprando libros alquímicos, pero, según nos informan los documentos que han sobrevivido, no hizo anotaciones de éstos. Más tarde, Conduitt puso por escrito un comentario nostálgico, según el cual «si hubiera sido más joven, hubiese vuelto a los metales». El comentario sugería el mismo y pequeño interés que evidenciaban los libros no leídos. Casi treinta años de intensa devoción por el Arte dejaron una huella indeleble en la inteligencia de Newton. Sin embargo, éstos llegaron a su fin.
Mientras tanto, en 1693, algo más que la alquimia de Newton llegó a su clímax. Éste fue el caso de sus relaciones con Fatio. Fatio visitó a Newton durante el otoño de 1692. Presumiblemente no mucho después de su marcha, Newton recibió una carta suya, fechada el 17 de noviembre.
Sir, no tengo apenas esperanzas de volverle a ver. A mi regreso de Cambridge contraje un grave catarro que ha afectado a mis pulmones. Ayer tuve un repentino dolor, probablemente causado sobre el diafragma por la rotura de una úlcera, o una vómica, en la parte más baja del lóbulo izquierdo de mis pulmones […]Esta mañana, mi pulso era bueno. Ahora (a las 6 de la tarde) es febril, como lo ha sido durante la mayor parte del día. Doy gracias a Dios de que mi alma se encuentra muy tranquila, lo cual se debe principalmente a usted […] Si tuviera menos fiebre, Sir, le diría muchas cosas. Si debo abandonar esta vida, desearía que mi hermano mayor, un hombre de extraordinaria integridad, me sucediera en su amistad.
Una respuesta desesperada llegó de inmediato.
Sir:
Anoche […] recibí su carta, y no puedo expresarle lo mucho que la misma me afectó. Le ruego que busque el consejo y la asistencia de los médicos antes de que sea demasiado tarde. Si necesita dinero, yo se lo proporcionaré. Confío plenamente en la descripción que me hace de las cualidades de su hermano y si mi amistad puede serle de alguna ayuda, se la ofreceré gustoso Rezo por su recuperación.
Su amigo afectísimo y más leal servidor,
Isaac Newton.
Fatio había dramatizado un resfriado en exceso. A la llegada de la carta de Newton se hallaba en vías de recuperación, y, de hecho, vivió sesenta y un años más.
No obstante, el catarro se prolongó durante largo tiempo. En enero, un teólogo suizo, a la sazón en Inglaterra, Jean Alphonse Turretin, informó a Newton de que la enfermedad de Fatio persistía, y, también a través de él, Newton envió a Fatio una propuesta radical.
Temo que el aire de Londres sea perjudicial para su enfermedad y, por ello, desearía que se trasladara aquí tan pronto como el tiempo le permita emprender un viaje. Creo que este clima le convendrá mejor. Mr. Turretin me dice que está usted considerando la posibilidad de regresar a su país este año. Cualesquiera que sean sus intenciones, no veo como podría usted incorporarse de la cama sin salud. Deseo que venga usted aquí, con el fin de que mejore y ahorre gastos hasta su total recuperación. Cuando se encuentre bien, podrá decidir mejor si regresar a su casa o permanecer aquí.
Fatio confirmó su intención de regresar a Suiza. El reciente fallecimiento de su madre hacía el viaje más urgente. Con la herencia que le dejaba —añadía— podría vivir varios años en Inglaterra, preferiblemente en Cambridge: «Iría allí si es ése su deseo y no sólo por motivos relacionados con mi salud o mis gastos; pero le agradecería que fuera más claro en su próxima carta.»
La correspondencia se prolongó durante el invierno y la primavera, centrada principalmente en la salud de Fatio y en las finanzas, y girando con cautela sobre la cuestión de su posible traslado a Cambridge. Con relación al ahorro de gastos, Newton mencionó su idea de «proporcionarle una ayuda que le permitiera vivir allí desahogadamente». Cuando le ofreció esa asignación, Newton llevaba siete años sin cobrar su salario completo del Trinity. Convencido de que Fatio se encontraba en la indigencia, le obligó a aceptar una suma extravagante por un par de libros y unos medicamentos que Fatio había dejado en Cambridge, y en mayo volvió a ofrecerle dinero. Sin embargo, más allá del asunto del dinero no podía ser más claro. Quizá Fatio lo intentó. «Sir, desearía», escribía en abril, «vivir toda mi vida, o la mayor parte de ésta, en su compañía, si fuera posible, siempre y cuando esto no sea gravoso para usted, o una carga para su hacienda o su familia.» Fatio continuaba mencionando que Locke le acababa de visitar y le había ofrecido que ambos se establecieran con él en el estado de Masham, en Essex. «Aunque creo que sus intenciones son buenas, piensa que mi presencia allí hará que usted se incline a visitarle antes.»
En mayo, la correspondencia de Fatio se volvió hacia la alquimia, un tema en el cual le había introducido Newton. Había conocido a un hombre que conocía un proceso por el cual el oro amalgamado con mercurio vegetaba y crecía. Con su habitual tono dramático, le pedía a Newton que quemara la carta tan pronto la hubiese leído. Menos impresionado, Newton guardó la carta, aunque insertó una referencia al proceso en su «Praxis». Dos semanas más tarde, la nueva amistad de Fatio había florecido tan bien como la materia en el cristal. Su amigo preparó también un medicamento a partir de su mercurio, el cual le había curado finalmente. El amigo le propuso entonces que se convirtieran en socios en el proceso de su producción. Fatio necesitaba dos años de estudios para alcanzar un título médico. Con el título en la mano y el medicamento, que era muy barato, podía curar a miles de personas gratis para darlo a conocer. Era bueno para la tuberculosis y la viruela, y limpiaba el cuerpo de atrabilis (bilis negra), la cual, se pensaba, era la causante de nueve de cada diez enfermedades. Podía hacer una fortuna. No obstante, había un pequeño obstáculo. Necesitaba entre 100 y 150 libras al año, durante al menos cuatro; y en una forma indirecta y dubitativa le sugirió a Newton que aquél era el momento de ayudarle económicamente. Fatio le pidió a Newton que fuera urgentemente a Londres para aconsejarle.
El 30 de mayo, Newton abandonó el Trinity por una semana. Con seguridad, se dirigió a Londres, preocupado tanto por el nuevo amigo de Fatio como por sus finanzas. Aparentemente, dejó el Trinity por otra semana a fines de junio, sin duda para ir de nuevo a Londres. Dos documentos más completan el pobre conocimiento que tenemos de ese verano crítico. El 30 de mayo, comenzó una carta dirigida a Otto Mencke, el editor del Acta Eruditorum, que dejó a un lado y no terminó hasta pasados seis meses. Newton realizó algunos experimentos en su laboratorio durante el mes de junio. Aparte de eso, no contamos con ninguna información en cuatro meses. Una carta dirigida a Samuel Pepys, el 13 de septiembre, rompe con su silencio.
Sir:
Poco después de que Mr. Millington me entregara su mensaje, me presionó para que le viera en mi siguiente visita a Londres. Yo me sentía reacio, pero me doblegué ante su insistencia sin considerar lo que hacía, ya que el estado de confusión en que me hallo me causa gran turbación, no he podido comer ni dormir bien durante los últimos meses, ni puedo recuperar la antigua firmeza de mi entendimiento. Nunca fue mi intención conseguir algo a través de usted o del favor del rey Jacobo, pero ahora creo que es mejor que abandone su amistad y que no vuelva a verle, ni a usted ni al resto de mis amigos, nunca más, y les deje tranquilos. Le ruego que me perdone por haber dicho que me gustaría verle de nuevo.
Su más humilde y obediente servidor,
Isaac Newton.
Tres días más tarde, esta vez desde una hospedería en Londres, escribió a John Locke.
Sir:
Creyendo que había usted intentado embrollarme con mujeres y con otros medios, me sentí tan afectado que cuando alguien me dijo que estaba usted enfermo y que no sobreviviría, respondí que mejor estaría muerto. Deseo que me perdone por esta falta de caridad. Convencido como ahora lo estoy que lo que hizo era justo, le ruego que me perdone por mis malos pensamientos y por manifestar que atacaba laraíz de la moralidad en un principio contenido en su libro de Ideas, que pretendía continuar en otro libro y que me hizo tomarle por un hobbista. Le ruego que me perdone también por decir o pensar que había un complot para venderme un cargo o para confundirme.
Su más humilde y desgraciado servidor,
Isaac Newton.
Dieciocho meses antes, la búsqueda de una posición en Londres había provocado pasajes paranoicos en la correspondencia de Newton a Locke. «Estando absolutamente convencido de que Mr. [Charles] Montague, por una vieja inquina que pensé había terminado, me miente», había escrito en enero de 1692, «he terminado con él, no voy a hacer nada y espero que milord Monmouth continúe siendo mi amigo.» Tres semanas más tarde, expresó su contento ante la continuada amistad de lord Monmouth y, a raíz de su última entrevista con éste, se excusó con exagerada preocupación por un imaginado desatino: una carta de rastrero servilismo que resulta embarazoso aceptar como producto de la pluma de Newton. Al dar marcha atrás a su ensayo sobre la corrupción de las Escrituras —que había entregado confidencialmente a Locke para su publicación un año antes— las mismas dos cartas marcaron el final de la euforia maníaca que poseyó a Newton tras los triunfos obtenidos por los Principia y la revolución. Ahora, en el otoño de 1693 —acertadamente llamado por Frank Manuel el año negro de Newton— se hundió en las profundidades de la depresión.
En el mes de mayo, un escocés llamado Colm le dijo a Huygens que Newton había tenido un ataque de locura que había durado dieciocho meses. Se pensaba que, además del exceso de estudio, un fuego, que había destruido su laboratorio y algunos de sus documentos, había contribuido a perturbar su mente. Los amigos le habían recluido hasta que recuperó suficiente consciencia como para reconocer de nuevo sus Principia, pero Huygens asumió que se había perdido para la ciencia. La historia del fuego de Huygens tiende a confirmar el pasaje citado anteriormente en el diario de Abraham de la Pryme, aunque las fechas obligan a un complicado reajuste en el tiempo, ya que la nota de Pryme data de febrero de 1692. En cualquier caso, Huygens repitió la historia a Leibniz, y ésta se extendió rápidamente por toda la comunidad europea de filósofos naturales. En el verano de 1695, John Wallis recibió un relato de Johann Sturm desde Alemania que rechazó bruscamente, según el cual la casa de Newton y sus libros habían ardido, y el mismo Newton se encontraba «tan perturbado desde entonces que se hallaba sumido en una lamentable situación».
La historia del fuego resulta de dudosa credibilidad. No obstante, las cartas a Pepys y Locke son sin duda auténticas, y es imposible negar que Newton atravesaba un periodo de perturbación mental, aunque no necesariamente como el que le fue descrito a Huygens, ni resulta probable que durara —en su fase más aguda— dieciocho meses. Imposible alabar lo suficientemente el comportamiento de Pepys y Locke. Al enfrentarse sin previo aviso a semejantes cartas, ninguno de los dos pensó en tomarlas como ofensas. Más bien, ambos asumieron de inmediato que Newton se encontraba enfermo y actuaba en consecuencia. A través de su sobrino, que era estudiante en la universidad, Pepys preguntó discretamente por John Millington —el fellow del Magdalene College a quien Newton mencionaba en su carta— y, en su momento, escribió directamente a Millington. Pepys cuestionaba la cordura de Newton. Después de la visita del sobrino de Pepys, Millington —quien le aseguró a Pepys que no había entregado ningún mensaje a Newton, y mucho menos el que Newton alegaba— había intentado ver a Newton pero no le había encontrado. Finalmente, le encontró en Huntingdon el 28 de septiembre,
 […] donde, por voluntad propia, y antes de que tuviera tiempo de hacerle cualquier pregunta, me dijo que le había escrito una carta muy desagradable, que le tenía muy preocupado; añadió que se hallaba preso de una gran agitación, que le había mantenido despierto durante cinco noches, y que deseaba aprovechar la ocasión para que le rogara su perdón y le transmitiera lo avergonzado que se sentía por haber sido tan grosero con una persona que le había honrado con su amistad. Ahora se encuentra muy bien y, aunque temo que se halle en un estado de cierta melancolía, creo que no hay razones para sospechar que su mente haya quedado trastornada…
Pepys esperó dos meses hasta que la lotería de Neale le ofreció la oportunidad de escribir. Tras una breve y noble referencia a la carta de Newton, le aseguró que se ponía a su disposición, y aprovechando la ocasión que se le brindada, se apresuró a interrogarle con el objeto de comprobar por sí mismo su estado mental. La respuesta le confirmó que la opinión de Millington era correcta.
Locke, que no tenía un sobrino a quien recurrir, esperó dos semanas antes de responder a principios de octubre.
He sido, desde que le conocí, tan devota y sinceramente su amigo, y he creído esta amistad tan recíproca, que no hubiera creído lo que usted mismo me dijo si hubiera venido de otra persona. Sin embargo, aunque no puedo dejar de sentirme extraordinariamente turbado por el hecho de que haya tenido tan equivocados e injustos pensamientos sobre mí, tras ver reparada la buena voluntad que siempre le he demostrado recibo su arrepentimiento como el mejor regalo que podía hacerme, ya que me da esperanzas de no haber perdido un amigo a quien tanto he valorado.
Newton respondió con una explicación muy parecida a la que había dado a Millington.
El pasado invierno, tras dormir demasiado junto al fuego, comencé a padecer insomnio y una agitación que este verano ha sido recurrente me trastornó por completo; de forma que, cuando le escribí, no había dormido más de una hora cada noche, durante quince días, y nada en absoluto durante cinco. Recuerdo haberle escrito, pero no puedo recordar qué es lo que le dije.
Avanzado el otoño, al contestar a cartas de Leibniz y Mencke que había recibido seis meses antes, Newton les dijo a ambos que había traspapelado sus cartas y que no había sido capaz de encontrarlas.
Con el paso de los años, se han desarrollado varias teorías para explicar el colapso de Newton. La variante de una vieja teoría, según la cual la causa del mismo era el profundo cansancio producido por la composición de los Principia, es la que me parece más plausible. Como ya he argumentado, los primeros años de la década de 1690 constituyeron un periodo de intensa actividad intelectual para Newton, en los cuales luchó por tejer los hilos de diversas tentativas y formar con ellos una tela coherente. La excitación intelectual siempre le había llevado al límite, cuando no le había hecho traspasarlo. Su colapso de 1693 no fue del todo diferente a su comportamiento de los años 1677-1678. Ninguno de estos episodios se aleja demasiado de la imagen de estudiante solitario y marginal que ya conocemos de sus años universitarios. Si 1693 representa un clímax, éste fue un clímax largo tiempo incubado. A los primeros años de la década de 1690 se añade la tensión derivada del evidente sentido de humillación que le produjo la busca de un cargo en Londres. Debemos añadir también las crecientes dudas que habían comenzado a asaltarle. En 1693, había dado marcha atrás a la publicación de su ensayo teológico, entorpecía planes para publicar trabajos en el campo de las matemáticas y la óptica, y comenzaba a dudar sobre la segunda edición de los Principia. En el terreno de la alquimia, el aparente clímax y la decepción del verano de 1693 no hicieron sino confirmar sus dudas. Es posible que también se produjera un incendio —otro incendio, a mi entender— y que éste aumentara el grado de gran tensión en el que ya se encontraba. Contamos con algunos documentos afectados por el fuego de los primeros años de la década de 1690, aunque es difícil ajustarlo satisfactoriamente al resto de los acontecimientos fechados.
Imposible, asimismo, dejar a Fatio fuera del relato. Newton no era el único que se encontraba en un estado de agitación. Fatio atravesaba un periodo de gran tensión personal y religiosa. La intuición de la crisis que se aproximaba se hizo casi palpable en la correspondencia que ambos intercambiaron a principios de 1693. Es muy poco probable que lleguemos a saber lo que sucedió entre los dos en Londres. En cualquier caso, su relación terminó de forma abrupta y nunca volvió a reanudarse. Fatio quien, desde su primer encuentro en 1689, había constituido el principal foco de su atención durante cuatro años, simplemente desapareció de la vida de Newton. La ruptura tuvo efectos devastadores para ambos. Newton consiguió superar su crisis, pero Fatio desapareció completamente de la escena filosófica. Durante un cierto número de años, dio vueltas en torno a los círculos intelectuales sin realmente pertenecer a ellos. En 1699, reapareció brevemente en la escena con un tratado matemático, el cual —con una referencia a Leibniz, probablemente encaminada a recuperar el favor de Newton— avivaba las débiles llamas de la disputa sobre la prioridad del cálculo. A principios del siglo XVIII pasó a formar parte de los fanáticos profetas camisards de Francia, y desapareció por completo de la comunidad de filósofos naturales, entre los que su estrella parecía destinada a brillar. Más allá del papel que desempeñó en reavivar la polémica del cálculo, no volvió a tener parte en la vida de Newton.
Cuando el colapso de Newton fue conocido por los historiadores, a principios del siglo XIX, Jean Baptiste Biot lo interpretó como un momento crucial de su vida, en el cual su actividad científica tocó a su fin y se inauguraron sus estudios teológicos. La interpretación no se sostiene en los términos en que Biot la presenta. Cuando David Gregory visitó a Newton, en mayo de 1694, su pluma no era lo suficientemente rápida como para tomar notas sobre los proyectos en los que Newton trabajaba o, al menos, pretendía plausiblemente estar trabajando. Los escritos matemáticos de Newton no nos dicen que se produjera una interrupción en 1693; algunos de los más significativos datan de los siguientes años. En 1694, retomó uno de los problemas más difíciles de los Principia, la teoría lunar. Es evidente que Newton poseía aún una clara mente científica para razonar sobre el problema más complejo. En lo que se refiere a la teología, ha quedado claro que su periodo de interés más intenso y prolongado sobre este tema es el de los quince años que preceden a los Principia. No obstante, una versión revisada sobre la tesis de Biot parece correcta. El año de 1693 fue testigo del clímax de intenso esfuerzo intelectual que siguió a los Principia, y si bien Newton no había perdido en absoluto su coherencia mental, después de 1693, es cierto que no volvió a acometer ninguna investigación de importancia. Había dejado de ser un hombre joven. La crisis de 1693 terminó con su actividad creadora. Newton dedicó los siguientes treinta y cuatro años de su vida a trabajar sobre los resultados de sus primeras obras, tanto en teología, como en el terreno de la filosofía natural y de las matemáticas, en la medida en que no se refugió en actividades administrativas para absorber su tiempo.
La posible excepción a lo anteriormente expuesto fue el trabajo de Newton sobre la teoría lunar, que ocupó su atención durante un año a partir del verano de 1694. Su esfuerzo cobra especial relevancia frente a los antecedentes de 1693. La Luna representaba el problema más complejo de sus Principia. La primera edición había representado un ataque al problema de los tres cuerpos y había supuesto un comienzo en el tratamiento cuantitativo de las múltiples perturbaciones de la órbita lunar —hasta entonces sólo conocidas parcial y empíricamente— dentro de la teoría de la gravitación. Ni él ni Halley habían quedado satisfechos. Ahora, intentó hacer su tratamiento más preciso, de forma que, como les dijo a Flamsteed y a Gregory, la discrepancia entre la teoría y la observación no sobrepasase los dos o tres minutos de arco. Fue un trabajo penosísimo. El problema de los tres cuerpos no admite una solución analítica general, y tenía que trabajar con una serie de correcciones que sólo con gran dificultad podían distinguirse unas de otras y ser definidas cuantitativamente. Más tarde, le dijo a Machin que «nunca le había dolido tanto la cabeza como cuando estuvo dedicado a sus estudios sobre la Luna».
Para completar la tarea, necesitaba observaciones que sólo Flamsteed podía proporcionarle. Fuera lo que fuese, Flamsteed no era un remedio para el dolor de cabeza. Tampoco era Newton una medicina para las dolencias de Flamsteed. Durante más de un año, dos hombres difíciles consiguieron contener su impaciencia y tratar el uno con el otro. Newton acosaba a Flamsteed para obtener las observaciones que necesitaba; Flamsteed, ocupado en su propio programa de observación, recibía las peticiones —que hacía todo por satisfacer— y el mismo número de interrupciones A medida que el problema lunar mismo comenzó a desconcertar a Newton, éste proyectó sus frustraciones y dolores de cabeza sobre Flamsteed y su renuencia a facilitarle las observaciones que necesitaba. Una furiosa carta de julio de 1695, en la cual intentó cargar a Flamsteed con la responsabilidad de su fracaso, marcó el final de su esfuerzo.
El fracaso parece confirmar su colapso de 1693. A fines de 1695, Newton entabló una intensa correspondencia con Halley sobre los cometas. Durante ocho años, el intercambio entre estos dos hombres había sido escaso. Tomando buena nota del triunfo que Gregory había cosechado a sus expensas, parece que Halley decidió cultivar su relación con Newton con mayor intensidad. Desde el punto de vista de Newton, la correspondencia no le abrió nuevos caminos significativos, ni compensó el desastre lunar.
Si bien no había conseguido colmar las enormes expectativas forjadas en los primeros años de la década de 1690, los conocimientos adquiridos por Newton durante esos años habían sido considerables. Había dado a la Óptica —el segundo de los dos pilares de su reputación científica— la forma en la que más tarde fue publicada. Había completado los dos escritos matemáticos que después publicó él mismo y consolidaron su reputación como matemático. No obstante, no había logrado elaborar la gran síntesis a la que había aspirado. El punto crítico de los Principia había llegado demasiado tarde. Newton tenía ahora más de cincuenta años, y sabía que su capacidad había comenzado a desvanecerse. Era demasiado tarde para coronar el triunfo de los Principia, y su santuario académico dejó de tener significado. Sin embargo, tenía otro as en la manga. Todavía no había recibido su recompensa por el triunfo de la Revolución Gloriosa.
Frente a esta trayectoria, podemos evaluar su decisión en 1696 —incomprensible para la mentalidad académica del siglo XX—, de abandonar Cambridge por un puesto burocrático, relativamente menor, en Londres. La idea no era nueva para él. A principios de la década de 1690, había perseguido un cargo infructuosamente. Ahora, cuando crecía el poder de su amigo Charles Montague, volvió a convertirse en una posibilidad. ¿Qué podía retenerle en Cambridge? Ciertamente, no la comunidad intelectual. Nunca la había encontrado allí, y se había mantenido al margen de sus compañeros. Londres le había proporcionado la primera experiencia real de una comunidad intelectual, y si el deseo de mantener este contacto tuvo algún papel en su decisión, la balanza debió inclinarse decididamente del lado de Londres. La ventaja que Cambridge supuso siempre para él fue el tiempo ininterrumpido del que pudo gozar para sus estudios. Al darse cuenta de que su energía creativa le abandonaba, la ventaja se desvaneció. En realidad sus fracasos de los años noventa pudieron haberle llevado a escapar de un ocio improductivo hacia una actividad concreta.
Lo que es igualmente significativo es que Cambridge le proporcionó una razón fundamental. Newton no se había separado tanto de la universidad como para no verse afectado por su ética. Para un profesor de la Restauración, la institución existía no para ser servida, sino para ser explotada con fines personales. A principios de la década de 1690, los compañeros de Newton en el Trinity se acercaban por fin al último grado de sénior fellows. Entre éstos, ni George Modd, Patrick Cock, Nicholas Spencer o William Mayor habían sido nunca tutores, obtenido una titulación superior o escrito una sola línea de investigación. No obstante, el sistema de antigüedad les había mantenido siempre al mismo nivel de Newton y comenzaban ahora a cosechar sus recompensas. Todos ellos disfrutaban de sustanciosos bienes en los alrededores de Cambridge como complemento a sus fellowships. Por turnos el college los nombraba para desempeñar funciones universitarias —tales como las de tasador o de escrutador de votos— que aportaban unas rentas adicionales. Habían utilizado la universidad para hacer fortunas y no habían dado nada a cambio. Newton se había mantenido resueltamente al margen de la lucha por conseguir ascensos eclesiásticos, pero hizo saber que entendía las costumbres establecidas cuando, silenciosamente y a partir de 1687, convirtió su cátedra en una sinecura. Ahora, demostraría a e aquellos que se habían divertido repitiendo anécdotas sobre el extraño fellow que vivía junto a la verja, que el ascenso eclesiástico no era la única ni la más lucrativa recompensa que podía obtenerse.
En Londres circulaban los rumores sobre un cargo. En noviembre de 1695, Wallis oyó que Newton iba a convertirse en el intendente de la Casa de la Moneda. En carta a Halley, del 14 de marzo de 1696, Newton volvía a negar categóricamente este hecho.
Y si el rumor de mi promoción en la Casa de la Moneda volviera a repetirse, con motivo de la muerte de Mr. Hoare, o por cualquier otra razón, le ruego que aclare a sus amigos que no persigo ningún puesto en la Casa de la Moneda, ni aceptaría el cargo de Mr. Hoare en el caso de que me fuese ofrecido.
Afortunadamente, Halley no tuvo que malgastar muchas fuerzas en negar dichos rumores. Coincidiendo con la carta de Newton, Montague completaba los arreglos para otorgarle, no el puesto de interventor de Hoare, sino el más importante, el de director. La fecha en la que Montague confirmó el nombramiento fue el 19 de marzo. Newton aceptó sin pensarlo dos veces. Después de haber vivido treinta y cinco años en el Trinity, se las ingenió para marcharse con todos sus efectos en menos de un mes, parte del cual lo pasó en Londres. Aunque siguió ocupando su cátedra y la fellowship, y disfrutando de sus rentas durante cinco años más, sólo volvió en una ocasión en una visita que duró media semana. Hasta donde sabemos, no escribió una sola carta a ninguna de las personas que conoció durante aquellos años.

Capítulo 10
La Casa de la Moneda

La institución a la que se trasladó Newton en la primavera de 1696 zozobraba a causa de diversas crisis. En efecto, la Casa de la Moneda era una institución dentro de una institución dentro de una institución, y las tres afrontaban sendas crisis. La reacuñación consumía toda la energía de la Casa de la Moneda. El Tesoro, del que la Casa de la Moneda era un departamento relativamente menor, consagraba idéntica energía a concebir recursos provisionales y maquinaria nueva con que subvenir a la abrumadora necesidad de fondos provocada por la guerra con Francia. La organización estatal inglesa y la instauración revolucionaria que la encarnaba se hallaban en precario equilibrio, pendientes del resultado de los esfuerzos del Tesoro. En 1696, no estaba claro que fueran a cubrirse los requerimientos financieros de la guerra. Si no se cubrían, si se llegaba a la quiebra nacional, la instauración revolucionaria se colapsaría sin duda ante una segunda restauración de los Estuardo. En las crisis más generales del Gobierno y sus finanzas, Newton no se implicó más allá de su interés como inglés comprometido con la revolución.
La crisis estrictamente monetaria, que complicaba la crisis financiera al alcanzar su punto culminante en el momento en que menos soportable resultaba, le ocupó casi por completo durante más de dos años. Mientras el deterioro de la acuñación en plata alcanzaba proporciones desastrosas, el Gobierno, dirigido por un buen amigo de Newton, Charles Montague, que era a la sazón canciller de Hacienda, empezó a considerar una reacuñación como único remedio eficaz.
En 1695, el Gobierno buscaba todo el asesoramiento que pudiera encontrar. En ausencia de un organismo de expertos reconocidos en tales asuntos, el Consejo de Regencia resolvió consultar a un grupo de intelectuales destacados y de financieros de Londres, «Mr. Locke, Mr. D’Avenant, Sir Christopher Wren, el Dr. Wallis, el Dr. Newton, Mr. Heathcote, Sir Josiah Child y Mr. Asgill, abogado». A la par que casi todos los demás, Newton respondió en otoño de 1695 con un breve ensayo «relativo a la enmienda de las monedas inglesas». Fue el parecer común de los consultados, que él compartía, admitir la necesidad de reacuñar. En diciembre, se tomó la decisión; el 21 de enero de 1696, la definitiva ley de reacuñación fue aprobada por el Parlamento. Al día siguiente se fundían en Hacienda las primeras monedas viejas. Así pues, la reacuñación fue tanto decidida como emprendida bastante antes de que Newton fuera nombrado director de la Casa de la Moneda. Tampoco su opinión sobre la reacuñación determinó la política, que difirió mínimamente de lo que él había recomendado. En ningún sentido fue Newton responsable de la reacuñación, aunque sí aceptó la responsabilidad de llevarla a efecto.
Montague fechó la carta en que le ofrecía el nombramiento a 19 de marzo. Newton acudió a Londres de inmediato. El libro de entradas y salidas da cuenta de que partió el 23 de marzo, y sabemos que se hallaba en Londres el 25 de marzo. No pasó mucho tiempo debatiéndose sobre su decisión; el refrendo de su nombramiento fue redactado aquel mismo día. Había acabado de empaquetar sus pertenencias el 20 de abril, día en que dejó el Trinity definitivamente. Le llevó casi tanto tiempo establecerse en Londres como le había llevado marcharse de Cambridge, pero el 2 de mayo estaba dispuesto para pronunciar el juramento especial exigido a todo el personal de la Casa de la Moneda. Cuatro días más tarde, en unión de Thomas Neale y Thomas Hall, el intendente a cargo de la reacuñación y su ayudante, firmó su primera comunicación oficial al Tesoro.
La decisión de Newton de supervisar personalmente la reacuñación fue una elección libre por la cual asumía una obligación que no era forzosamente competencia del director. Con los nuevos estatutos de la Casa de la Moneda, que habían sido instituidos en 1666, el intendente y el director se habían convertido en la verdadera autoridad. Los que precedieron a Newton en el cargo lo habían tomado como una sinecura.
Años más tarde, el duque de Halifax (título que iba a ostentar Montague) comentó no pocas veces que no hubiera podido sacar adelante la reacuñación sin las aportaciones de Newton. En su día, sin embargo, Montague le ofreció el puesto pensando en la sinecura en que se había convertido. Suponía, escribió, entre quinientas y seiscientas libras (una exageración deliberada) «y sus asuntos no son tantos que requieran más atención de la que le acomode prestarles». Tan sólo podemos especular sobre los motivos de Montague. Había trabado amistad con Newton en el Trinity College, del cual su primo era director en la década de 1680, y puede que cediera simplemente al impulso de satisfacer a un amigo. No obstante, la política de la Inglaterra revolucionaria no operaba en general sobre tales principios de amistad. La influencia política constituía la médula misma del poder. Montague acababa prácticamente de llegar a una posición de poder, y no parece probable que quisiera dilapidar caprichosamente una breva tan golosa como la dirección de la Casa de la Moneda. La Junta, de mayoría liberal, era conocida por todo lo contrario. ¿Qué beneficio esperaba sacar Montague del nombramiento de Newton? La mayor parte de los directores se sentaban en el Parlamento y, con otros titulares de puestos similares, daban su respaldo al Gobierno. Al menos en el caso de Newton no tenemos por qué situar sus expectativas en el plano servil de sizar. Había hecho públicas sus opiniones. También había optado con éxito a un escaño en el Parlamento en una ocasión anterior. En el libro de delegados del Trinity consta que pasó allí media semana en 1698, y se conserva su papeleta en las elecciones de aquel año. Podemos especular con que sondeara la posibilidad de presentarse como candidato en futuras elecciones. Al menos así lo hizo en las siguientes, en 1701, en las que fue reelegido. Se lo pensó mucho en 1702 y volvió a presentarse en 1705, año en que su derrota puso punto final a su carrera parlamentaria.
Cuando Montague le ofreció un puesto que no había de absorber gran parte de su tiempo, no tomó en cuenta la necesidad que tenía Newton de distraerse de la actividad intelectual, ni su incapacidad para hacer las cosas a inedias. Desde un principio, Newton se entregó en cuerpo y alma a la reacuñación. Thomas Neale, el intendente, era un aventurero de la política que se apuntaba a cualquier empresa que presentara visos de rendir un beneficio, desde el servicio de correos en las colonias americanas hasta las loterías concebidas para hacer más llevaderos los impuestos de guerra, y estaba demasiado distraído para prestar a la reacuñación la atención que requería; cuando llegó Newton, la reacuñación progresaba a duras penas, agravando las crisis de 1696 mientras el esfuerzo bélico empujaba al gobierno revolucionario casi al borde de la quiebra. La Casa de la Moneda estaba necesitada del liderazgo más enérgico e inteligente que pudiera encontrar. Es ilustrativo el hecho de que Halley, para quien Newton consiguió un empleo en la Casa de la Moneda de Chester, se quejase de que el trabajo era, en el mejor de los casos, pesado. Newton no sólo no formuló nunca una queja similar, sino que pugnó por hacer de su puesto, que para otros era provisional, uno permanente.
En la memoria que escribió sobre la reacuñación Hopton Haynes, un empleado de la Casa de la Moneda de quien Newton se convirtió en patrocinador, subrayaba que la habilidad de Newton para los números le permitió comprender el sistema de contabilidad de la Casa de la Moneda de inmediato. No cabe duda de que Haynes estaba en lo cierto, pero los dones que Newton aportó al cargo no se redujeron a la comprensión de las cuentas. Poseía una tendencia innata al orden y la clasificación. El primer paso que daba cada vez que acometía una labor intelectual nueva era elaborar un índice de algún tipo que le ayudara a sistematizar sus conocimientos. Esta misma tendencia le fue de gran utilidad en la Casa de la Moneda. Con la perspectiva que da la historia, la reacuñación aparece como una nimiedad en comparación con los Principia. Sea como fuere, Newton había hecho su elección. Era un administrador nato, y la Casa de la Moneda acusó el beneficio de su presencia.
Uno de los aspectos de la reacuñación que no había avanzado satisfactoriamente era la constitución de cinco casas de moneda regionales provisionales que acelerasen la difusión de la nueva moneda a través del reino. Cuando Newton llegó al cargo, las casas de moneda regionales llevaban un gran retraso, y el Tesoro presionaba lo indecible para forzar su constitución. Ésta fue una de las tareas en las que se volcó de lleno. El alcance de la contribución de Newton al éxito de su funcionamiento no puede demostrarse con precisión; la prueba de que algo tuvo que ver consiste fundamentalmente en una coincidencia cronológica. De hecho, empezaron a operar menos de tres meses después de su llegada, aunque no fue él la única persona de la Casa de la Moneda que tomó parte activa en la empresa.
A resultas de su energía, se encontró finalmente en posición de devolver a Halley parte de la deuda que había contraído con él. Cada una de las casas de moneda regionales precisaba su delegación completa de oficiales, que eran nombrados como delegados de los oficiales de la londinense Casa de la Moneda de la Torre. Newton dispuso la designación de Halley como supervisor de los delegados de la Casa de la Moneda de Chester, con un salario de 90 libras al año. Según había de descubrir Halley, el puesto llevaba aparejados dolores de cabeza por el doble del valor de esa suma.
Dentro de la Casa de la Moneda de la Torre todo era actividad frenética. Lord Lucas, el gobernador de la Torre, opinaba que las cinco de la mañana era una hora suficientemente temprana para abrir la verja; el Tesoro le ordenó que abriera a las cuatro. El trabajo proseguía hasta medianoche. Según Hopton Haynes, que escribió una relación histórica de la reacuñación, casi trescientos trabajadores se apiñaban dentro de los angostos límites de la Casa de la Moneda, y cincuenta caballos daban vueltas a los diez molinos que había en funcionamiento. Operaban nueve grandes prensas, cada una de las cuales batía, según cálculos de Newton, entre cincuenta y cincuenta y cinco veces por minuto, con lo que debía producir un estrépito increíble. Mediante heroicos esfuerzos la Casa de la Moneda consiguió elevar su producción hasta las 100.000 libras por semana durante el verano de 1696, y a fines de aquel año había acuñado 2.500.000 libras. Para entonces, conforme empezaba a paliarse la escasez monetaria, lo peor de la crisis había pasado. Haynes atribuyó a Newton parte considerable del mérito de tales resultados. Dado que al parecer fue Newton quien encargó las Brief Memories (Breves memorias) de Haynes, debemos manejar su testimonio con cautela. No obstante, es cierto que el director se lanzó a la tarea con enorme vigor.
Newton no tardó mucho en evaluar la realidad de la Casa de la Moneda. Había aceptado el puesto con la impresión de que el director poseía la máxima autoridad. Hacia junio entendió que no era así, y elevó al Tesoro una petición de incremento del salario. «El salario del director», se quejaba, «es tan insignificante en comparación con los salarios y emolumentos de los restantes oficiales de la Casa de la Moneda que no basta para respaldar la autoridad de su oficio.» Juzgaba asimismo al intendente, Neale: «Un caballero que andaba en deudas y de temperamento pródigo, y que por prácticas irregulares se insinuó en el oficio [de intendente]…», como observaba más adelante. Se había creado entre ellos cierta tensión al mismo tiempo que se dio curso a una investigación parlamentaria en 1697. En los documentos que redactó para el comité de la Cámara de los Comunes, Newton trató de nuevo de reafirmar la autoridad del director: «El director es […] por su oficio un magistrado y el único magistrado designado sobre las casas de moneda para hacer justicia entre los miembros de ella en cualquier asunto […] Los trabajadores (uno de los cuales es intendente del resto) son quienes funden, refinan, alean y vierten el oro y la plata normalizados en lingotes para su posterior acuñación.» En su origen, ningún trabajador era oficial por encima del resto, pero la reestructuración de 1666 otorgaba al intendente un salario más elevado que al director y le habilitaba para recibir y distribuir los ingresos de la Casa de la Moneda procedentes de la tasa de acuñación. El manejo de los fondos ponía a la Casa de la Moneda bajo control del intendente. En su informe, Newton abogó por el urgente restablecimiento de la situación anterior.
El intento de remodelar los estatutos de la Casa de la Moneda nunca llegó a fructificar. Adoptando una estrategia alternativa, Newton se propuso convertirse en intendente de hecho ya que no ostentaba el título. Siguiendo los métodos que había aplicado en empresas de naturaleza completamente diferente, acometió un estudio sistemático tanto de la historia de la Casa de la Moneda como de su funcionamiento presente que le aportara el respaldo de un conocimiento incontestable. Coleccionó ejemplares de proclamaciones y autorizaciones relevantes para la Casa de la Moneda que se remontaban hasta el reinado de Eduardo IV, en el siglo XV. Se cuidó de informarse de los asuntos personales de Neale, especialmente de su endeudamiento con James Hoare, un antiguo supervisor de cuentas de la Casa de la Moneda. Estudió pormenorizadamente las cuentas antiguas a fin de familiarizarse con los niveles de remuneración por diversos servicios. Examinó cada una de las operaciones de la Casa de la Moneda al detalle, registrando los diversos gastos que implicaba, tales como el coste de un crisol y el número de veces que podía usarse. «Mediante un experimento descubrí que una libra Troya de ½ corona blanqueada perdía 3 gr y ½ [al blanquear]», observó.
Se desprende de estos papeles un aspecto fascinante de los hábitos de Newton. Fue una característica invariable de todos los papeles que redactó en la Casa de la Moneda y contribuye a arrojar luz sobre sus otros escritos, entre los cuales es muy común que existan múltiples borradores. Newton era un copista obsesivo. Dos expertos en Newton, A. R. y Marie Boas Hall, han sugerido que era incapaz de leer con atención sin una pluma en la mano. Al confirmar este hábito con material que no requería pensamiento creativo alguno, los papeles de la Casa de la Moneda sirven para refrendarlo. Pese a tener un equipo de amanuenses a sus órdenes, Newton copió un informe de 1675 sobre el estado de la acuñación, y luego lo copió una segunda vez. Año tras año, desde 1659 hasta 1691, copió el registro de la cantidad acuñada, tanto en peso como en valor, tanto en plata como en oro; y volvió a copiarlo todo de nuevo por segunda vez. Tanta copia derivaba en parte de la convicción de que sólo podía fiarse plenamente de sí mismo. Tal como aconsejaba a los oficiales de las casas de moneda regionales en las instrucciones para sus cuentas, «no deis crédito al cómputo de empleado alguno ni a otros ojos que los vuestros». La cuestión iba, sin embargo, más allá de la confianza. Incluso una carta de poca importancia podía merecer de él dos borradores y dos copias en limpio.
Cuando se completó la reacuñación en el verano de 1698, Newton controlaba el funcionamiento de la Casa de la Moneda hasta el extremo de haber asumido virtualmente el título de intendente. Los lores comisionados le pidieron que se hiciera cargo de elaborar las cuentas finales de las casas de moneda regionales, algo de lo que normalmente se habría ocupado Neale. También llevó a cabo la tarea de redactar el informe final sobre la reacuñación, que debiera haber realizado Neale. Ciertamente los registros de Neale eran tan deficientes que él mismo no alcanzó a poner sus cuentas en orden antes de su muerte, acaecida a fines de 1699, y así quedaron como una tarea adicional para Newton, un símbolo de la auténtica situación en el seno de la Casa de la Moneda bastante antes de su muerte.
Según el registro de Newton, la Casa de la Moneda (incluidas las casas de moneda regionales) consiguió reacuñar 6,8 millones de libras entre los primeros meses de 1696 y el verano de 1698: casi el doble del total acuñado, medido en número de monedas, en los treinta años anteriores. Si bien no por culpa suya, todo quedó en nada. A pesar de la voluntad del Gobierno de imponer una brusca deflación a una economía que estaba al borde del colapso debido a la guerra, y corría riesgo de exponerse a un levantamiento social por sus injustas disposiciones, no hizo nada por corregir la infravaloración de base de la plata. Casi con la misma rapidez con que salía de la Casa de la Moneda, la nueva acuñación iba a parar a los crisoles de los orfebres. Durante el resto de la vida de Newton, la Casa de la Moneda acuñó plata únicamente en aquellas ocasiones en que las leyes especiales del Gobierno llevaban planchas y lingotes a la Casa de la Moneda, y aun entonces acuñaba muy poca cantidad. Al cabo de dos décadas, la Casa de la Moneda empezó a experimentar con cuartos de guinea, es decir, monedas de oro, para aliviar la escasez de unidades pequeñas. John Conduitt, marido de la sobrina de Newton y sucesor suyo en la Casa de la Moneda, daba cuenta, en sus «Observaciones» sobre la moneda en 1730, de que quedaba muy poca plata en circulación.
El cargo de director entrañaba una dimensión con la que tal vez Newton no hubiera contado en un principio. El director tenía entre sus atribuciones proceder al arresto y enjuiciamiento de los falsificadores. La primera reacción de Newton fue de horror ante la tarea. En el verano de 1696, según parece, escribió al Tesoro solicitando que se le eximiera de una labor «tan vejatoria y peligrosa». El trabajo correspondía más propiamente al Fiscal General. El Tesoro decidió proceder en sentido opuesto y autorizó fondos adicionales para la contratación de otro empleado.
Al no poder desentenderse de esa obligación, Newton se zambulló en ella con su acostumbrada meticulosidad. El profesor Manuel ha sostenido que la persecución de los acuñadores hizo que Newton expresara su agresividad reprimida y que considerara a los acuñadores un objeto socialmente aceptable sobre el cual vengarse indirectamente de su padrastro. En el contexto tanto de la época como de la carrera de Newton en la Casa de la Moneda, su cruzada contra los acuñadores parece muchísimo menos llamativa. Newton ejerció de director en el momento de máxima preocupación por la degradación de la moneda. La nueva legislación de la década de 1690 y la inmensa atención prestada al problema con anterioridad a su designación dejan claro que Newton no inventó la persecución de los acuñadores por un capricho de su propia psique atormentada. Por si fuera poco, el enjuiciamiento de los acuñadores prosiguió bajo otros directores después de que Newton fuera ascendido al puesto de intendente, aunque progresivamente desvinculado del mismo director ya que se fue profesionalizando cada vez más en manos de sus ayudantes especializados.
Lo que sí es cierto, como sostiene el profesor Manuel, es que Newton invirtió grandes dosis de energía en la labor. Para condenar a un acuñador hacía falta el concurso de los testigos. Newton fue la diligencia personificada a la hora de encontrarlos. Los registros que se conservan contienen nada menos que cincuenta y ocho declaraciones ante su persona en el lapso de dos meses, declaraciones tomadas en tabernas y en ambiente no tan salubre de Newgate y otras prisiones de Londres. Entre su correspondencia nos han llegado algunas de las innumerables cartas que se precisaban para trasladar prisioneros de una cárcel a otra con el objeto de contar con su presencia ante el tribunal, lo cual no es sino una pequeña muestra del número mucho mayor que debió de escribir. Newton se hizo con una comisión como juez de paz en todos los condados cercanos a Londres.
Sus informes demuestran que los agentes operaban en once condados. Compró ropas especiales para Humphrey Hall a fin de «cualificarle para conversar con una banda de destacados acuñadores con el objeto de descubrirlos». Los informes nombraban a veintiocho acuñadores a quienes procesó con éxito. Además incluían varios pagos por descubrimiento de acuñadores (en plural), más un pago a un hombre que procesó a veintiséis personas, además de diecisiete a las cuales condenó. Si se suman los nombres que aparecen en los libros del Tesoro, los papeles del Tesoro y los papeles del Patrimonio, hay pruebas de la persecución de un centenar de acuñadores, aunque por supuesto no realizadas personalmente por Newton en todos los casos.
De entre todos los acuñadores no hay ninguno más pintoresco ni ingenioso que William Chaloner, uno de aquellos a quienes los lores de justicia quisieron que interrogase Newton en el verano de 1696. Antes de que hubiera acabado con Chaloner, Newton había recopilado casi toda la historia de su vida, de la que daba cuenta en un memorándum al Parlamento. Chaloner, «un barnizador que vestía andrajos desastrados y desteñidos […] poco después de hacerse acuñador adoptó el hábito de un caballero». Emprendió su nueva industria hacia 1690, operando en un principio básicamente con moneda extranjera, que circulaba regularmente en la vida cotidiana de Londres. Auténtico artista entre los falsificadores, fue el inventor de un nuevo método de acuñación que a Newton le parecía el más peligroso de los que se habían ideado. También tenía olfato y sólo él, entre todos los sujetos ominosos y desagradables que menudeaban en el mundo de la acuñación, entrevió las posibilidades de jugar a dos bandas. Empezó no con la acuñación, sino con propaganda jacobita. En los primeros años de la década de 1690, implicó a una pareja de impresores en la edición de algunos manifiestos en favor del rey Jacobo y luego les delató por una recompensa de mil libras. En su terminología particular, que incluso sus socios habían de interpretar, «divirtió» (es decir, estafó) al rey mil libras. Impresionado por la facilidad de su ganancia, descubrió una maquinación para timar al banco y le divirtió 200 libras. Por desgracia, Chaloner carecía del sentido común necesario para comprender que no podía ejecutar el mismo truco para idéntico público eternamente. En febrero de 1696, justo antes de la llegada de Newton, hizo un tercer intento y presentó dos documentos al Consejo de Estado sobre los abusos cometidos en la Casa de la Moneda y los métodos de prevención de la falsificación. Poco después conoció a Newton al proponerle a uno de sus socios, Thomas Holloway, como persona idónea para ser su empleado especial en la persecución de acuñadores. No todo fue alegre engaño a las instituciones. Los infortunados impresores acabaron en el cadalso, y Chaloner maquinaba «desembarazarse por vía de horca» de dos socios acuñadores cuando éstos informaron sobre él bajo tortura.
Newton empezó a preocuparse seriamente por Chaloner en 1697, cuando éste decidió estafar al Parlamento. Chaloner declaró ante el comité que investigaba los abusos en la Casa de la Moneda que podía mejorar la acuñación, sin ningún aumento del coste, de una forma tal que impediría la falsificación. Desbocada ya su imaginación, propuso que le instalaran como supervisor de la Casa de la Moneda para controlar sus mejoras. También pensó en timar al Gobierno una vez más con la estratagema jacobita. Fue la gota que colmó el vaso. Unos lores de justicia escépticos por naturaleza escucharon sus acusaciones en junio y recabaron información adicional. En agosto, oyeron el testimonio de Newton acerca de las prácticas de acuñación en curso de Chaloner; a primeros de septiembre, encargaron a Newton que no permitiera a Chaloner, encarcelado por entonces, salir bajo fianza. De haber sabido Chaloner que el más alto consejo del Gobierno estaba viendo su caso de forma sistemática durante el verano de 1697 y expresando su deseo de ejecutarle por traición si se reuniese pruebas suficientes para condenarle, es posible que hubiera optado por no llamar la atención. Como no lo sabía, se precipitó hacia su destino. Siempre audaz, elevó una petición al Parlamento acusando a la Casa de la Moneda de intentar destruirle en venganza de su testimonio contra ellos en el anterior periodo de sesiones. El comité designado para investigar la petición incluía al secretario Vernon, a Montague y a Lowndes, todos ellos al tanto de las actividades de Chaloner. Chaloner no estaba al tanto de las suyas.
Le quedaba aún un acto por representar, pues obtuvo su liberación de la cárcel en algún momento a principios de 1698. Según supo Newton más tarde, gracias a una investigación diligente, sobornó al principal testigo de cargo, Thomas Holloway, y logró que huyera a Escocia. Un tal Henry Saunders le dijo a Newton que cuando visitó a Chaloner en Newgate para decirle que Holloway se había ido, «pareció lleno de contento e hizo befa del mundo». Tan pronto como se vio libre, organizó una pretenciosa empresa, o se sumó a una existente, para falsificar billetes de malta, uno de los nuevos diseños de papel moneda, emitido en relación al impuesto sobre la malta promulgado el año anterior. Ya en mayo, Montague y el secretario Vernon comenzaron a recibir pruebas acerca del plan. No era Newton, sino Vernon, quien había llegado a la convicción, el otoño anterior, de que Chaloner era demasiado peligroso para que anduviera suelto, así que orquestó su ruina y dictó el mandamiento final para su detención. Fue Newton, no obstante, quien selló su destino al tejer una red de pruebas en torno a él de la que no podría escapar. Cuando Holloway regresó a Londres desde Escocia, Vernon informó a Newton, quien le puso bajo custodia. Ya en 1698, en un borrador de su memorándum al Parlamento sobre la petición de Chaloner, Newton citaba a catorce testigos en su contra. A últimos de 1698 y primeros de 1699, tomó más de treinta declaraciones adicionales mientras iba reconstruyendo la trama tanto de la estafa de los billetes de malta como de actividades previas. Cuando Chaloner volvió a Newgate, Newton constituyó un círculo de espías que le informaran de cualquier estratagema de Chaloner.
Pese a la asistencia diaria de una pléyade de abogados y pese a una simulación de locura, Chaloner fue condenado por alta traición el 3 de marzo de 1699. Era un personaje bastante conocido y pudo permitirse abogados lo bastante buenos como para que el rey en persona escuchara su petición de perdón el 17 de marzo. Al afrontar el terrible castigo que mentes sanguinarias habían concebido para la alta traición, acabó por derrumbarse.
Muy clemente Sir
Voy a ser asesinado aunque tal vez podáis pensar que no, pero es cierto y me será dada la peor de las muertes que existe ante la faz de la Justicia si no soy rescatado por vuestra mano clemente.
Sir
Ruego consideréis mi juicio sin precedente: Io que ninguna persona juró haberme visto nunca en el acto de acuñar y no obstante debiera yo confesarlo […] 6. º Fue penoso para mí ser arrancado del lecho de enfermo de 5 semanas las 3 semanas últimas delirante de forma que no me hallaba aún presto para juicio ni en posesión de mis sentidos al ser juzgado. 7.º Lo que la señora Cárter juró en contra podría parecer pura malicia habiendo yo acusado hace tres años a su marido de falsificación y descubierto donde él y ella falsificaban y por lo cual está él ahora en Newgate pero deseo que quiera Dios Todopoderoso condenar mi alma para la eternidad si no era falsedad cada palabra que la señora Cárter y su doncella juraron sobre mí en lo tocante a acuñación y billetes de malta pues nunca tuve yo nada que ver con ella en acuñación ni fue nunca mi intención interesarme por billetes de malta ni hablé jamás con ella sobre tales cosas. La señora Holloway juró en falso en contra de mí. Oh deseo no ver jamás al gran Dios y lo mismo deseo si Abbot no juró en falso contra mí y que se me asesina. Oh el Señor todopoderoso sabe que se me asesina. Por ello humildemente ruego a Vuestra Merced que considere estas razones y que se me condena sin precedente y que os pluga hablar con el Señor Canciller para salvarme de ser asesinado. Oh amado Sir acceded a este acto gracioso. Oh el ofenderos ha traído esto sobre mí. Oh por amor de Dios si no de mí no permitáis que sea asesinado. Oh amado Sir nadie puede salvarme sino vos. Oh confío en que Dios conmoverá vuestro corazón con clemencia y piedad para hacer esto por mí.

Yo soy
Vuestro casi asesinado humilde servidor
W. Chaloner.
No iba a ser posible. No era cierto que el Gobierno que existía tan sólo para que Chaloner lo estafase fuera a ejecutar en él su impensable sentencia. De hecho, era cierto, y Newton no hubiera podido detener el implacable engranaje de la justicia aunque hubiese querido.
Jueves 23 de marzo [registraba Narcissus Luttrell en su Historical Relation].
Ayer siete de los criminales, condenados en las últimas sesiones del Oíd Baily, fueron ejecutados en Tyburn; Chaloner, por acuñar, acarreado en trineo; el señor John Arthur, por robar el correo, fue llevado en carreta; y otros cinco hombres por robo y latrocinio.
A Chaloner le esperaban más atenciones en Tyburn antes de que la muerte pusiera fin a su sufrimiento y a su carrera de acuñador.
Casi todo lo que sabemos de la vida cotidiana de Newton en Londres procede de una época posterior: un puñado de facturas varias, el inventario de sus bienes y muebles tras su muerte, las facturas pagadas por su testamentaría y los comentarios de John Conduitt, que vivió con él buen número de años. Aunque debiéramos guardar alguna cautela al utilizarlos, no hay razón para creer que Newton cambiara posteriormente sus costumbres en medida reseñable. El resumen de Conduitt encaja admirablemente con las pruebas. «Siempre vivió de manera elegante y con largueza, aunque sin ostentación ni vanidad, siempre hospitalario, y en ocasiones apropiadas ofrecía espléndidos agasajos.» Es decir, sin buscar magnificencia, vivía conforme a un estilo correspondiente a su nueva dignidad. Al resumir el inventario de sus bienes, Richard de Villamil, quien publicó el testamento de Newton, procuró trazar un perfil de espartano utilitarismo en el mobiliario de su casa. El inventario mostraba una casa bien amueblada, no obstante, y no veo como pueden juzgarse la calidad y el valor artístico del mobiliario como lo hizo Villamil a partir de descripciones desnudas como mesas y sillas y similares. Una factura que se conserva registraba la adquisición de cuatro paisajes para decorar las paredes y de doce platos de cerámica de Delft. El inventario, con tres fuentes, tres bandejas, una cafetera y dos candelabros (de plata maciza), cuarenta platos, un juego completo de cubertería de plata, cerca de diez docenas de vasos y seis docenas y media de servilletas, demostraba que tenía el equipamiento necesario para los espléndidos agasajos que mencionaba Conduitt. Para otras necesidades poseía no menos de dos orinales de plata, lo que nadie calificaría de utilitarismo espartano. Poseía ropas valoradas en sólo unas 8 libras y 3 chelines; pero, en el tiempo del inventario, hacía cinco años que Newton era un semi-inválido aquejado de incontinencia urinaria, lo cual pasaría factura a cualquier guardarropa. Según observaba Villamil, sentía debilidad por el color carmesí: tapicería carmesí, una cama de mohair carmesí con cortinas carmesíes, colgaduras carmesíes, un sofá carmesí. El carmesí era el único color mencionado en el inventario, y Villamil sugería con acierto que vivía en una «atmósfera carmesí». Con anterioridad a su tardía enfermedad, disponía al parecer de un carruaje; y mantenía a una plantilla de criados, seis en el momento de su muerte. Años antes, Newton se resentía de su condición servil de sizar. Todo conduce a creer que aprovechó entonces la oportunidad de adoptar el estilo de los mejores círculos de la sociedad londinense y que se complacía en ello.
En cuanto a su mesa, Conduitt informa de que siempre fue muy moderado en su dieta. Una nota hablaba de que se alimentaba de verduras, aunque otra negaba que se abstuviera de comer carne. Tal vez la información de Conduitt era concordante con el juicio del abad Alari, el instructor de Luis XV, que cenó con él en 1725 y encontró la comida execrable. Se quejó de que Newton era tacaño y servía vinos mediocres que le habían sido ofrecidos como obsequios. Puesto que los visitantes franceses hacían invariablemente comentarios del mismo tenor a propósito de la cocina inglesa, no podemos colegir demasiado de la dispepsia de Alari. Una factura que da cuenta de la entrega de un ganso, dos pavos, dos conejos y una gallina a la casa en el plazo de una sola semana nos recuerda que Conduitt aplicaba baremos del siglo XVIII al describir la dieta de Newton como moderada. Tras su muerte, su testamentaría saldó una deuda de 10 libras, 16 chelines y 4 peniques con un carnicero y dos más, por un total de 2 libras 8 chelines y 9 peniques con un pollero y un pescadero. Como contraste, debía al «frutero» únicamente 19 chelines y al tendero 2 libras 8 chelines y 5 peniques. Una factura de 7 libras y 10 chelines más o menos por quince barriles de cerveza vuelve a sugerir una templanza algo menos que heroica.
El traslado a Londres no modificó sus costumbres, especialmente su inclinación al estudio constante. Sus antiguos estudios, a su vez, se negaron a dejarle tranquilo. El 29 de enero de 1697, recibió el desafío de dos problemas remitidos por Johann Bernoulli. Uno de ellos lo había publicado Bernoulli originalmente en el Acta Eruditorum el anterior mes de junio —hallar el camino por el que un cuerpo pesado descendería más rápidamente desde un punto a otro que no estuviera directamente debajo— y había fijado un plazo de seis meses al desafío. Cuando llegó diciembre, no había recibido aún una respuesta satisfactoria, aunque había recibido una carta de Leibniz con, por un lado, la afirmación de que había resuelto el problema, y, por otro, el ruego de que se prolongara el plazo hasta Pascua y se volviera a publicar el problema por toda Europa. Al acceder al ruego de Leibniz, Bernoulli añadió un segundo problema. Hizo remitir copias de los problemas a las Philosophical Transactions y al Journal des Sgavans. Asimismo, mandó copias a Wallis y a Newton. Recordemos que, previamente en 1696, Bernoulli había expresado la opinión de que Newton había sacado de los papeles de Leibniz el método que publicó primeramente en las Opera de Wallis. Evidentemente, tanto Bernoulli como Leibniz interpretaron el silencio entre junio y diciembre en el sentido de que el problema había desconcertado a Newton. Se proponían ahora demostrar públicamente su superioridad. Por si el envío directo por correo no fuera lo bastante elocuente, Bernoulli incluyó una referencia apenas velada en el mismo anuncio. Leibniz y él publicarían sus soluciones en Pascua, afirmaba.
Si los geómetras examinan cuidadosamente estas soluciones, extraídas de lo que pudiéramos denominar un pozo más profundo, no nos cabe duda de que no podrán sino reconocer lo estrecho de los límites de la geometría común, y valorarán nuestros descubrimientos tanto más cuantos menos son los que plausiblemente puedan resolver nuestros excelentes problemas, sí, menos incluso entre los mismos matemáticos que se jactan de que, mediante los notables métodos que en tal modo encarecen, no sólo han penetrado en profundidad en los rincones secretos de la geometría esotérica, sino que asimismo han extendido extraordinariamente sus límites por medio de los áureos teoremas que (creían ellos) no eran conocidos de ninguno, pero que de hecho habían sido previamente publicados por otros hacía tiempo.
Fuera cual fuese el propósito de Bernoulli —y de Leibniz—, Newton consideró los problemas un desafío dirigido a él personalmente. Aceptó el desafío registrando por escrito el momento en que llegó. «Recibí el pliego de Francia, el 29 de enero de 1696/7.» Fechó una carta a Charles Montague, presidente de la Royal Society, en la cual consignaba las respuestas a ambos problemas, el 30 de enero. Su sensación de triunfo fue lo bastante grande como para que la historia se abriera camino, vía su sobrina Catherine, hasta la colección de anécdotas de Conduitt. «Cuando Bernoulli envió el problema en 1697, sir I. N. se hallaba en plena urgencia de la gran reacuñación. No llegó a casa hasta las cuatro de la Torre extremadamente cansado, pero no durmió hasta que lo hubo resuelto, lo que sucedió hacia las cuatro de la madrugada.» Además de la solución de Leibniz, Bernoulli recibió otras dos, una del marqués de L’Hópital, de Francia, y una anónima, de Inglaterra. Desengañado de la habilidad de Newton para las matemáticas, Bernoulli reconoció al autor por la autoridad que se desprendía del documento: «como se reconoce al león por sus garras», en su frase clásica.
Aun sin el estímulo de un desafío, Newton permitió también que la Luna le ocupara algo de tiempo. Ya en septiembre de 1697, una carta de Flamsteed indicaba que ambos habían discutido sobre la Luna en Londres. En diciembre del año siguiente, Newton visitó Greenwich, y Flamsteed empezó otra vez a suministrarle datos. Su relación alcanzó un punto culminante de nuevo a fines de 1698. Sometido a presión constante para que se justificara publicando, Flamsteed accedió aquel año a la petición de Wallis de que editara una relación de su supuesta observación del paralaje estelar en el último volumen de las Opera de Wallis, que debían aparecer en 1699. Según exponía el asunto a Newton más adelante, se valió de su relación «para acallar a algunas gentes atareadas que están siempre preguntando ¿por qué no publiqué?». De aquí que relatara sus logros como astrónomo real, un nuevo catálogo de las estrellas fijas, por ejemplo, y que rectificara las tablas solares. Asaltado como estaba por insistentes rumores, de los que no podía razonablemente dudar, sobre las protestas de Newton relativas a las observaciones lunares —incluyendo una historia según la cual Newton pretendía haber rectificado la teoría lunar con las observaciones de Halley—, Flamsteed añadió asimismo un párrafo sobre lo que había hecho él a ese respecto.
Asimismo había entrado en estrecha relación con el muy ilustrado Newton (por entonces el muy ilustrado catedrático de matemáticas de la Universidad de Cambridge), a quien había proporcionado 150 localizaciones de la Luna, deducidas de mis observaciones anteriores y de sus localizaciones en los momentos de las observaciones calculadas según mis tablas, y le había prometido otras similares en el futuro conforme las obtuviera, junto con mis cálculos, al efecto de perfeccionar la teoría horroxiana de la Luna, asunto en el cual espero que alcance un éxito comparable a sus expectativas.
Puesto que David Gregory, un colega de Wallis, se hallaba en Londres, Flamsteed envió el documento a Wallis a través de él. El 31 de diciembre recibió una carta de Wallis. Wallis había tenido noticia de un innominado corresponsal de Londres, un amigo tanto de Newton como de Flamsteed, que pidió a Wallis, sin especificar sus motivos, que no publicara el párrafo relativo a Newton. Flamsteed reconoció la mano de Gregory y observó en la carta que, a todas luces, no era amigo suyo. Escribió a Newton de inmediato.
Sir, mis observaciones incumben al rey y la nación en al menos 5.000 libras, yo he gastado más de 1.000 libras de mi propio bolsillo en construir instrumentos y contratar a un sirviente que me asiste hace ahora casi 24 años; me ha llegado el momento (y me hallo ahora dispuesto para ello) de mostrar al mundo que he hecho algo que pueda responder de este gasto. Y en consecuencia confío en que no me envidie el honor de haber dicho que le he sido útil en sus empeños por reformar la teoría de la Luna. Podría haber añadido las observaciones de las localizaciones de los cometas que le di anteriormente a los planetas superiores y refracciones al mismo tiempo que las Ss [lunas]. Pero pensé que esto parecería jactancia y, en consecuencia, me abstuve de ello.
No recibió respuesta. Escribió por segunda vez y tampoco tuvo noticia. El 7 de enero, escribió a Wallis que Newton parecía indiferente y que el párrafo podía mantenerse.
Se precipitó al escribir. La carta de Newton, fechada el 6 de enero, llegó tan pronto como hubo enviado la suya a Wallis. En ella, Newton se desprendía de la máscara de la amistad y embestía a Flamsteed con toda la brutalidad de que era capaz.
Sir:
Al oír ocasionalmente que había enviado una carta al Dr. Wallis acerca del paralaje de las estrellas fijas para su publicación, y que en ella me había mencionado al respecto de la teoría de la Luna, me inquietó verme públicamente traído a escena a propósito de algo que tal vez no será nunca apropiado para el público y que a resultas de ello el mundo aguarde algo que acaso jamás llegue a tener. No es de mi agrado verme publicado con cualquier ocasión, y mucho menos ser apremiado e importunado por extraños sobre asuntos matemáticos, o que nuestra propia gente piense que desperdicio mi tiempo con ellos cuando debiera ocuparme de los negocios del Rey. Por ello, quise que el Dr. Gregory escribiera al Dr. Wallis en contra de publicar la cláusula que se refería a dicha teoría y me mencionaba a propósito de ella. Puede hacer saber al mundo si gusta cuán bien provisto está de observaciones de toda clase y qué cálculos ha hecho por rectificar las teorías de los movimientos celestes: pero pueden darse casos en que vuestros amigos no deban ser publicados sin su aquiescencia. Por ello espero que disponga el asunto de forma que no sea yo en esta ocasión sacado a escena.
Soy
Vuestro humilde servidor
Is. Newton.
En su respuesta, Flamsteed hizo mención mordaz de la propia presteza de Newton para anunciar verbalmente su teoría lunar al mismo tiempo que objetó la sugerencia de que su propio trabajo, y también el de Newton, fuera trivial. Pero se plegó a lo inevitable y comunicó a Wallis que suprimiera «el ofensivo e inocente párrafo…».
Por aquel entonces, Newton era ya un hombre famoso, y los visitantes llegados a Londres desde el extranjero que tenían conocimientos de filosofía natural se proponían conocerle. Ninguna visita fue más significativa que la de Jacques Cassini en la primavera de 1698. Según Conduitt, que debía repetir lo que escuchara a Newton mucho después, Cassini le ofreció a Newton una cuantiosa pensión de parte de Luis XIV. Esto sólo podía estar en relación con su nombramiento para la Academia de la Ciencia, que estaba entonces siendo reestructurada. Newton rehusó. La reestructuración fijaba también ocho miembros extranjeros, de los cuales el rey nombraba tres y la academia elegía cinco. Si el relato de Conduitt es correcto, podemos entender por qué Luis decidió no incluir a Newton entre sus nombramientos de miembros extranjeros (Leibniz, Ehrenfried von Tschirnhaus, y un físico italiano relativamente desconocido, Domenico Guglielmini). Sí aceptó Newton su elección por la academia, no obstante, junto con Nicolás Hartsoeker, Ole Roemer y los dos Bernoulli.
Aunque con posterioridad a 1693 Newton no llegó nunca a reanudar una correspondencia tan íntima con Locke como antes habían mantenido, ambos siguieron en contacto. En el otoño de 1702, Newton visitó Oates y vio allí el comentario a la primera y segunda epístolas a los corintios que Locke acababa de ultimar. Como no tuvo tiempo de estudiarlo detenidamente, le pidió a Locke que le enviara una copia. Locke, al no recibir respuesta alguna, le escribió en marzo. Siempre a la espera de una respuesta, escribió por segunda vez a fines de abril y envió la carta a su primo Peter King, con la petición de que entregara la nota personalmente.
La razón por la que deseo que se la entregues tú mismo es que me placería descubrir la razón de su prolongado silencio. Tengo varias razones para creerle mi sincero amigo, pero es un hombre de trato agradable, y un poco demasiado inclinado a albergar sospechas donde no hay fundamento; por ello, cuando hables con él de mis papeles y de la opinión que le merecen, te ruego que lo hagas con toda la ternura del mundo, y que descubras, si puedes, por qué los ha guardado tanto tiempo y en silencio. Pero esto debes hacerlo sin preguntarle por qué actúo así y sin revelar en modo alguno que estás deseoso de saberlo […] Mr. Newton es un hombre muy valioso, no sólo por su maravillosa destreza en matemáticas, sino también en divinidad, y su gran conocimiento de las Escrituras, en el que sé de pocos que le igualen. Y por ello te ruego que manejes todo el asunto de modo que no sólo preserves la buena opinión en que me tiene, sino que la mejores; y guárdate bien de no forzarle en nada sino en lo que se sienta inclinado a hacer.
Estimulado por la visita de King, Newton escribió finalmente el 15 de mayo, disculpándose por su prolongado silencio y comentando pormenorizadamente Corintios I, 7-14, sobre cuyo significado disentía de Locke Al parecer, nunca volvieron a encontrarse.
De forma más bien inesperada, en la Casa de la Moneda también encontró Newton compañía teológica en la persona de Hopton Haynes. Newton puso a Haynes a trabajar en la redacción de una historia de la reacuñación. Las resultantes Brief Memories of the Recoinage (Breves memorias de la reacuñación), un panegírico de Newton, tiraban en gran medida de material hallado entre los papeles de Newton, que él debió facilitarle. Newton no vacilaba en pedir que se le devolvieran favores. En 1701, estaba trabajando en un informe sobre moneda extranjera y precisaba la copia de uno anterior, preparado en 1692, que podía obtenerse en la Oficina de Impuestos. Conforme a la práctica aceptada entonces, Haynes tenía también un empleo allí y Newton consiguió que él lo copiara. A la copia, Haynes agregó una nota personal que ayuda a esclarecer su relación.
Lamento no haber tenido la buena fortuna de verle ayer en la Oficina de Impuestos, aunque confío en que tendrá la bondad de mantener su buena disposición a favorecer mi pretensión, de producirse la ocasión.
Pero he recibido tales muestras ya de su amistad que no creo que pueda corresponder nunca a sus favores, y usted, me atrevo a decir, nunca esperará más compensación que mi gratitud, que no puedo sino afirmarme sus buenos oficios cuando se presente una ocasión favorable, con lo que acrecentaría extremadamente las muchas obligaciones que con usted he contraído.
Sir
Vtro. más obediente y más h. servidor
H. Haynes.
Una ocasión favorable se presentaría, de hecho, al año siguiente, cuando quedó vacante el puesto de pesador y contador. Newton favoreció las pretensiones de Haynes hasta el extremo de redactar seis borradores sucesivos de su recomendación. Ni que decir tiene, Haynes se convirtió en pesador y contador de la Casa de la Moneda; se mantuvo en el cargo hasta 1723 en que Newton aseguró su nombramiento como intendente aquilatados En 1714, Newton consultó a Haynes sobre el diseño de la medalla de la coronación del rey Jorge I. Haynes contrajo matrimonio alrededor de 1698 y, como Humphrey Newton, puso a su cuarto hijo, nacido en torno a 1705, el nombre de Newton.
Lo que sabemos de su relación teológica se limita a afirmaciones de Haynes y referencias a las afirmaciones de Haynes. Richard Barón, un abrasivo unitarista que describió a Haynes años más tarde como «el más celoso de los unitaristas» que hubiera conocido jamás, daba cuenta de que Haynes le había dicho que Newton sostenía idénticos puntos de vista. Ya en la época del Parlamento de la Convención, Newton había descubierto la posibilidad de discurrir discretamente en Londres sobre materias que quedaran sin tratar en Cambridge. Con Locke, con Fatio, con Halley y con Bentley, en diversas ocasiones y de diversos modos, intercambió sinceras opiniones teológicas. Próximo ya a trasladarse, parece que hizo lo propio también con un joven en Cambridge, William Whiston. Sin aventurarnos a imaginar las circunstancias, debemos suponer que Newton no tardó en reconocer en Haynes a alguien que mantenía puntos de vista similares, o que podía mantenerlos. Parece más que pura especulación que la protección otorgada por Newton a Haynes, como su protección a Whiston, derivara en buena medida de sus coincidencias teológicas. También parece más que pura especulación que ambos hombres aprendieran de Newton la mayor parte de su herejía.
En público, Newton prefirió disimular su heterodoxia. Consintió en ser nombrado coadministrador del Golden Square Tabernacle, una capilla fundada por el arzobispo Tenison para aliviar el hacinamiento en San Jaime, a cuya parroquia correspondía la casa de Newton de Jermyn Street. También le hicieron miembro de la comisión que había de acabar San Pablo, hasta que un día discutió con el arzobispo Wake por colgar o no cuadros en la catedral. Newton refirió que Wake «contó la historia de un obispo que dijo a propósito de ese tema que cuando esta nieve (señalando a sus cabellos grises) cayera, habría gran cantidad de mugre en las iglesias…». Según Catherine Conduitt, no volvió a asistir a más reuniones de la comisión.
Catherine Conduitt, que brindó la historia del obispo y muchas más a su marido, John Conduitt, era sobrina de Newton, de soltera Catherine Barton. Según Conduitt, vivió con Newton veinte años, antes y después de su matrimonio. Hija de la media hermana de Newton, Hannah Smith, casada con Robert Barton, clérigo en Northamptonshire, Catherine nació en 1679. Su padre murió en 1693, dejando a su madre casi en la indigencia, a juzgar por la carta de Hannah Barton a Newton en aquel momento; Newton obtuvo una renta anual para sus tres hijos alrededor de 1695. Una vez que se hubo instalado en la casa de Jermyn Street, dispuso que Catherine fuera a vivir con él. No hay pruebas de en qué momento se reunió ella con Newton, aunque una carta que Newton le remitió en agosto de 1700 parece sugerir, por su tono, que ya había pasado algún tiempo viviendo con él. Según todos los testimonios, Catherine Barton poseía un encanto sin límites y era una mujer de gran belleza e ingenio. Era el único miembro de la familia de Newton que al parecer compartía sus talentos, aunque, siendo mujer, debió ejercitar los suyos en ámbitos algo distintos. En terminología dieciochesca, la sobrina de Newton era la célebre e ingeniosa señora Barton.
Cuando Voltaire visitó Inglaterra en el tercer decenio del siglo XVIII, también él tuvo noticia de Catherine Barton, y de lo que Voltaire tenía noticia, tenía noticia Europa entera.
En mi juventud creía que Newton había hecho su fortuna por sus propios méritos. Suponía que la corte y la ciudad de Londres le habían nombrado intendente de la Casa de la Moneda por aclamación. De ninguna manera. Isaac Newton tenía una sobrina sumamente encantadora, Madame Conduitt, que conquistó al ministro Halifax. Fluxiones y gravitación no habrían servido de nada sin una bella sobrina.
Voltaire no se inventó la historia, y no fue forjada enteramente por la imaginación de nadie. Hacia 1703, si no antes, Halifax (tratamiento que ahora se daba Montague) había conocido a Catherine Barton, y en 1706 redactó su testamento. Dos días después de hacerlo, añadió un codicilo en el que legaba 3.000 libras y todas sus joyas a Catherine Barton «como una pequeña prenda del gran amor y afecto que desde hacía mucho sentía por ella». En octubre de 1706, añadió al legado una renta anual vitalicia de 200 libras, mediante adjudicación a nombre de Isaac Newton.
La biografía oficial de Halifax, encargada por su heredero y publicada poco después de su muerte, no pudo dejar de mencionar su relación.
Debo asimismo responder de otra omisión en el curso de esta historia, que se refiere a la muerte de lady Halifax; tras cuyo fallecimiento, su señoría tomó la determinación de vivir en adelante soltero, y reparó en la viuda [hermana, más bien] de cierto coronel Barton y sobrina del famoso sir Isaac Newton, para hacerla superintendente de sus asuntos domésticos. Pero como esta dama era joven, hermosa y alegre, aquellos dados a la censura hicieron circular sobre ella un juicio que ella en modo alguno merecía, pues era mujer de estricta honra y virtud; y aunque pudiera ser complaciente con su señoría en todo particular, la complacencia en ella de aquel noble par procedía enteramente de la gran estima en que tenía su ingenio y muy exquisito entendimiento…
Tres mil libras y todas sus joyas, más la renta anual, parece a todas luces un precio más alto del que el ingenio y el entendimiento habitualmente demandan.
El 1 de febrero de 1713, Halifax redactó un segundo codicilo de su testamento que revocaba el primero y lo reemplazaba por uno que no se quedaba corto en lo que se refiere a magnificencia. A Isaac Newton dejaba 100 libras: «En señal del gran honor y estima que siento por tan gran hombre.» A la sobrina de Newton, aquí llamada Mrs. Catherine Barton, le legaba 5.000 libras con la cesión de por vida de la guarda y casa del parque Bushey (parque real contiguo y situado al norte de Hampton Court) y todos sus accesorios, y, para permitirle mantener la casa y los jardines, el señorío de Apscourt en Surrey. «Estos dones y legados, se los dejo como prenda del sincero amor, afecto y estima que durante largo tiempo he tenido por su persona, y como pequeña recompensa por el placer y la felicidad que he hallado en su conversación.» Cuando Flamsteed supo del legado tras la muerte de Halifax, escribió con malevolencia a Abraham Sharp que había sido dado a Mrs. Barton «por su excelente conversación». Flamsteed estimó un valor de unas 20.000 libras por la casa y las tierras; es decir, valoraba el legado total en 25.000 libras o más, amén de la renta anual, toda una fortuna según los haremos de principios del siglo XVIII. Flamsteed comentaba también que se decía de Halifax que dejó un patrimonio total de 150.000 libras, generoso testimonio de lo que un mozo emprendedor podía conseguir en sólo cinco años de carrera.
El problema con el codicilo de 1713 es puramente de proporción. Si el legado de 1706 hace imposible creer en una relación platónica entre Halifax y la señora Barton, el último hace difícil creer que fuera ella una simple amante. Si no una amante, ¿qué? Si había existido un matrimonio secreto, tal como algunos han sostenido, ¿por qué se mantuvo en secreto? El motivo alegado —el temor de Halifax al ridículo por casarse con alguien de clase inferior— no es convincente. Incluso si lo aceptamos, ¿por qué ocultar el matrimonio tras su muerte, cuando el legado dejaba a su supuesta viuda expuesta a la difamación? Cuando Catherine Barton se casó con John Conduitt en 1717, se registró en presencia del novio, quien no podía ignorar su relación con Halifax, como soltera. Puesto que hay razones para dudar que fuera tanto esposa como amante, tal vez ocupara ella un estatus intermedio. Si tal cosa existe, yo no tengo noticia.
La cuestión aquí es el papel de Newton y su actitud para con el romance, que comenzó en sus primeros años de residencia en Londres. Ha existido el sentimiento de que su aquiescencia a la relación de su sobrina con Halifax —que claramente no era un matrimonio legal— debe de alguna manera empequeñecer su talla. El simple hecho de plantear la cuestión me parece a mí que implica la asunción de que Newton se encontraba en un plano moral distinto y más elevado que el de la sociedad en que vivía. Y, sin embargo, con todo su genio, era un ser humano igual que todos nosotros, enfrentado a disyuntivas morales similares en términos a los que no afectaban sus logros intelectuales. Su éxito en la Casa de la Moneda —en la administración de la reacuñación, en el manejo de los orfebres, en sus maniobras, sobre todo, para alcanzar la posición de intendente cuando comprendió que la dirección era una farsa— no sugiere una santidad ajena al mundo, fuera de contacto con la dura realidad. Sabía lo que era el compromiso. Su fingido conformismo religioso en aras de la aceptación social y el beneficio material no es absolutamente incomparable con la aquiescencia a una relación tan ventajosa. A ese respecto, sabía bien lo que era la atracción sexual; según todos los indicios, conocía la satisfacción que depara, o su necesidad fuera de los márgenes del sagrado matrimonio. El papel de Newton en la historia fue de liderazgo intelectual, no moral. Desde la perspectiva de fines del siglo XX, después de las barbaridades que hemos presenciado, las acusaciones contra él no parecen intolerablemente graves, pero aun en el caso de que pudiera probarse sin sombra de duda que Newton fue el mayor proxeneta de Londres, la enormidad de su influencia sobre la moderna intelectualidad permanecería inalterada. A mi entender al menos, el reconocimiento de su complejidad como hombre ayuda a comprender el precio que su genio imponía. Me resulta difícil conciliar los Principia con un santo de escayola.
El 23 de diciembre de 1699, murió Thomas Neale, el intendente de la Casa de la Moneda. A Newton no le había llevado mucho tiempo comprender las realidades de la Casa de la Moneda, y tampoco le llevó mucho más comprender que de su esfuerzo por invertir el desplazamiento de la autoridad real del director al intendente no iba a sacar nada en limpio. Mientras se ocupaba de la reacuñación, la disparidad entre los asientos de la autoridad formal y la real, por no mencionar la disparidad en su remuneración, debió resultarle cada vez más indignante. A pesar de que asumía pesadas cargas en la reacuñación, recibía el mismo salario —400 libras al año— que hubiera recibido en caso de actuar como los directores precedentes y no hacer nada. Neale hacía muy poca cosa, y dejaba todo en manos de su ayudante, Thomas Hall, y de Newton. No sólo recibía Neale su salario de 500 libras al año, sino que obtuvo, según los términos de su contrato, un beneficio fijo sobre cada libra acuñada. Aparte de su salario, Neale ganó más de 22.000 libras durante la reacuñación. Newton observó y digirió este hecho. Se instruyó a sí mismo en las operaciones de la Casa de la Moneda que debía conocer un intendente. Y esperó, pues Neale era un hombre viejo y achacoso.
A primera vista, se diría que Neale duró demasiado, pues Montague había sido descabalgado del poder cuando murió. Sólo nos cabe especular sobre por qué eso no tuvo importancia. Como indicaban los beneficios de Neale sobre la reacuñación, el cargo de intendente podía ser un estimable objeto de tráfico de influencias. No obstante, aun con Montague fuera del Ejecutivo, se permitió a Newton ocuparlo, y con bastante rapidez. Transcurridos tan sólo tres días desde la muerte de Neale, el 26 de diciembre, Luttrell se enteró de la noticia. «El doctor Newton, catedrático de matemáticas, es promovido de director a intendente de la Casa de la Moneda en sustitución de Mr. Neale, fallecido; y sir John Stanley sucede al doctor como director, puesto con una remuneración de 500 libras anuales.» Puede que el empleo por parte de Luttrell del título de «doctor» nos brinde el indicio más claro sobre la promoción de Newton. Reconocido como el principal intelectual de Inglaterra, era una figura por derecho propio, capaz de dictar el puesto que deseaba. Aunque Luttrell fechaba su noticia el 26 de diciembre, los registros de la Casa de la Moneda mostraban que Newton tomó posesión el 25 de diciembre, en cuyo caso el cargo fue un regalo de cumpleaños. La carta con la patente que confirmaba su nombramiento fue sellada finalmente el 3 de febrero de 1700.
Al valorar la designación de Newton como intendente, debemos tener presentes dos hechos. Primero, que el paso de director a intendente no tenía precedentes en la Casa de la Moneda y no se repitió. Segundo, que Newton conservaba aún en Cambridge tanto su fellowship como su cátedra. De hecho, tres años y medio habían bastado para convertirle en un funcionario. Lejos de querer volver a Cambridge, buscó la posición óptima con vistas a asegurar su permanencia en Londres. Finalmente, renunció a sus dos puestos en Cambridge en 1701, un año de gran actividad acuñadora en que percibió casi 3.500 libras como intendente, una suma que debió hacer aparecer los ingresos de Cambridge como desdeñables. Tres años y medio en Londres habían sido también tiempo suficiente para aprender las verdades de la vida política. Aun con su protector fuera de escena, fue capaz de asegurarse el cargo de intendente que deseaba. ¡Y hay quien se preocupa por el asunto de Catherine Barton con Halifax!
A partir del título, un contrato formal entre el intendente y el monarca, y de las cuentas anuales de Newton, es posible determinar los ingresos de Newton como intendente. A lo largo del periodo de veintisiete años en que fue intendente, sus beneficios totales por acuñación de oro y plata arrojaban una media de 994 libras anuales. A partir de 1703 y de forma continuada, al menos hasta 1717, pero probablemente por más tiempo, recibió 150 libras anuales por dirigir el almacenamiento y la venta de estaño. Durante siete años, de 1718 a 1724, ganó 100 libras adicionales, en cifras redondas, por acuñación de medios peniques y cuartos de penique de cobre. Recibía por añadidura un salario anual de 500 libras. Sabemos que recibió también donaciones e indudablemente recibió otros regalos de los que no tenemos noticia. No podemos siquiera estimar cuál pudo haber sido su valor. Según declaraciones que hizo en 1713, tenía ciertos gastos fijos en torno a las 180 libras anuales que no podía obviar. Los ingresos medios de Newton como intendente ascendían probablemente a unas 1.650 libras. Se daban enormes variaciones de un año a otro, desde 663 libras en 1703 (en que sus beneficios sumaron 13 libras) a 4.250 libras en 1715 (en que sus beneficios se dispararon hasta las 3.606 libras). La media conduce a engaño, pues en los veintisiete años de Newton como intendente están incluidos los once años de la guerra de Sucesión española, que depreciaron la moneda acuñada. Durante los dieciséis años restantes, sus ingresos como intendente rondaron un promedio de casi 2.150 libras, 2.250 libras durante los años en que se acuñó cobre. Para considerar sus ingresos con cierta perspectiva, recordemos que el salario del responsable del Tesoro en tiempos de Carlos II era de 8.000 libras anuales, aunque posteriormente se redujo un tanto. Ningún otro oficial recibía ni la mitad de esa cantidad. La mayoría de los oficiales contaban con diversos recursos de dudosa cualificación ética, como aquellos de los que debió valerse Montague al amasar su fortuna para incrementar sus ingresos reales. Al intendente de la Casa de la Moneda se le presentarían menos oportunidades en semejantes empresas. Newton hubiera desdeñado el involucrarse en ellas en cualquier caso.
Como he mencionado, 1701 fue un gran año para la Casa de la Moneda. Con un beneficio de 2.959 libras, los ingresos de Newton alcanzaron casi las 3.500 libras. Ya a comienzos de año, pasados cerca de cinco años de su partida de Cambridge, designó a William Whiston como su sustituto en la cátedra lucasiana con el disfrute de su retribución íntegra. El 10 de diciembre, Newton dimitía formalmente, permitiendo así a Whiston convertirse en su sucesor, y hacia las mismas fechas renunció asimismo a su fellowship del Trinity. Ocupaba entonces el puesto decimoprimero en el orden de antigüedad. Debió de lamentar muy pronto su decisión de renunciar a los ingresos de Cambridge, pues sus beneficios en la Casa de la Moneda cayeron rápidamente casi hasta cero. Durante cinco años, de 1703 a 1707, no llegaron ni a rondar las 100 libras. Sólo con la paz recuperarían el nivel que él debió prever al solicitar el cargo. En una época en la que 1.200 libras anuales para un hombre soltero se consideraban algo no ya holgado sino espléndido, los ingresos de Newton como intendente fueron siempre considerables, y, una vez finalizada la guerra, le aseguraban una vida de abundancia material, aun en las condiciones más dispendiosas de Londres.
Los estudios de la historia administrativa han apuntado al periodo aproximado en que Newton sirvió en la Casa de la Moneda como el momento de génesis del funcionariado profesional en Inglaterra. Señalan especialmente al Tesoro como centro de esa evolución. Las cuentas de la Casa de la Moneda no fueron las únicas que empezaron a llegar anualmente. En mi opinión, Newton merece ser reconocido como un funcionario destacado en la primera época de la creación de esta figura. Es indudable que no transformó la Casa de la Moneda, pero no lo es menos que la hizo operar con eficacia incomparablemente mayor que la que había demostrado en el pasado o volvería a demostrar durante un siglo.
El cargo implicaba una obligación más, u obligación potencial: ingresar en la Cámara de los Comunes, donde Newton podría prestar su apoyo al Gobierno o acaso a Halifax. Como ya he señalado, Newton visitó Cambridge en el año electoral de 1698, aunque no se presentó. En 1701 sí lo hizo. Fue elegido y sirvió en el Parlamento que se constituyó el 20 de diciembre. Al igual que antes en el Parlamento de la Convención, no se significó en nada. La muerte de Guillermo III condujo a una prórroga en mayo de 1702, a la que siguió poco después la disolución. Newton no se presentó formalmente a las siguientes elecciones ese mismo año. Se había desatado cierta polémica en torno a las primeras. El candidato derrotado, Anthony Hammond, había redactado un panfleto titulado Considerations upon Corrupt Elections of Members to serve in Parliament (Consideraciones sobre la elección corrupta de los miembros que han de servir en el Parlamento); aunque no contenía referencia explícita alguna a Cambridge, sí argumentaba que la Nueva Compañía de las Indias Orientales llevaba a cabo un amplio programa de corrupción electoral con el fin de asegurarse una política gubernamental favorable a sus intereses. A Halifax se le asociaba a la Nueva Compañía de las Indias Orientales, al haber presentado el acta para su incorporación en 1698. Tanto Newton como el público en general pudieron fácilmente haber visto en el panfleto de Hammond una acusación de ser él un lacayo a sueldo. Además insinuaba vagamente que grupos religiosos radicales podrían subvertir la Iglesia anglicana con la misma estratagema. En una carta a un amigo (probablemente Bentley) en el verano de 1702, Newton manifestaba que se negaba a acudir a Cambridge a presentarse abiertamente a la nueva elección. ¿Por qué no quería presentarse abiertamente? Acaso el tono de conformidad religiosa que la misma reina Ana inyectó a las elecciones con su discurso de clausura del Parlamento saliente tuviera algo que ver con su decisión. Un panfleto sobre las elecciones de 1702 del jacobita James Drake, que se refería específicamente a Cambridge y a Halifax como un cacique con gran influencia sobre la circunscripción, ponía en el centro de atención la cuestión de los hipócritas, pues no en vano estaban destruyendo la Iglesia mientras fingían ser verdaderos protestantes. El mensaje de Drake era más inquietante que el de Hammond. Newton corría instintivamente a protegerse cada vez que surgían argumentos semejantes.
Halifax, cuya suerte dependía de un bloque de apoyo en los Comunes, tenía en mente una actitud más agresiva, y se cuidó de preparar mentalmente a Newton para el siguiente emplazamiento. Llegó en 1705, y prevalecieron los deseos de Halifax. Newton desgastó considerablemente la calzada de Cambridge con tres visitas. Allí estuvo el 16 de abril, fecha en que la reina hizo una visita. En la última visita real a la universidad a la que él asistiría, Newton ocupó un puesto en la tribuna. «La universidad en pleno se alineaba a ambos lados del camino que parte del Emmanuel College, por donde la reina entró en la ciudad, a las Escuelas públicas», recordaba Stukeley, que era estudiante por aquellos días. «Su majestad cenó en el Trinity College, donde nombró caballero a sir Isaac, y después asistió al oficio nocturno en la capilla del King’s College […] El director hizo un discurso ante su majestad, y le obsequió con una Biblia ricamente ornamentada. A continuación, emprendió camino de vuelta entre las reiteradas aclamaciones de los estudiantes y los habitantes de la ciudad.» El «gran apoyo» de la reina a la elección de Newton fue su nombramiento como caballero, un honor otorgado no por su contribución a la ciencia, no por sus servicios en la Casa de la Moneda, sino a la mayor gloria de la política de partidos en las elecciones de 1705. Halifax, que había organizado la visita, la orquestó como un mitin político. Además de a Newton, la reina nombró también caballero al hermano de Halifax, y ordenó que la universidad le confiriera al mismo Halifax un doctorado honorífico. En un gesto no partidista, él le permitió a ella que nombrara también caballero a un viejo amigo de Newton, John Ellis, un simple académico que era por entonces vicecanciller de la universidad. Después de regresar a Londres, Newton volvió aún hacia el 24 de abril y permaneció allí, pidiendo el voto, hasta el 17 de mayo, día de la elección.
Las cosas no salieron bien, y toda la resolución de Newton no impidió que se sintiera perturbado. No sólo se quedó muy descolgado, en último lugar entre cuatro candidatos, sino que las desagradables circunstancias de 1701, con las que había temido enfrentarse en 1702, se repitieron en la forma que más podía haberle contrariado. Simón Patrick, obispo de Ely, describió la escena ante la Cámara de los Lores en diciembre de ese año cuando urgía a investigar la corrupción de la juventud — ¡por fanáticos anglicanos, nada menos!— en la universidad: «En la elección de Cambridge era vergonzoso ver a cien estudiantes o más, animados a aullar como colegiales y porteros y gritando, No a los fanáticos, No a la conformidad ocasional, contra dos caballeros de mérito que se presentaban candidatos.» La conformidad ocasional era la práctica aceptada por la que los disidentes podían optar a plenos derechos civiles recibiendo el sacramento en la iglesia establecida una vez al año. La iniciativa para derogarla, que fue promovida por los conservadores extremistas, fue un mazazo a la seguridad de Newton. Las cosas no pudieron haber ido de forma que le afectaran más. Todo el ánimo de Halifax no le movería a pasar por ello una segunda vez. El año de 1705 marcó el final de su carrera parlamentaria.
De todas formas sus obligaciones administrativas prosiguieron en la Casa de la Moneda. Con un flujo constante de referencias del Tesoro y abundantes memorandos en respuesta, el trabajo de la Casa de la Moneda incluía mucho más que la acuñación. Constituía el absorbente trasfondo de la vida de Newton en Londres. No obstante, con el estallido de la guerra de Sucesión española en 1702, sus exigencias se relajaron. Desde el 27 de mayo de 1703, la Casa de la Moneda no acuñó una sola moneda en nueve meses. Durante los seis años siguientes acuñó un total de setenta y cinco días. En tales circunstancias, Newton fue libre por fin, tras siete años dominado por las exigencias administrativas de su nueva institución, de considerar otras actividades.

Capítulo 11
Presidente de la Royal Society

La Royal Society, institución a la que Newton había dedicado sus Principia en 1687 —si bien la ignoró por completo en cuanto se trasladó a Londres— pasó por horas bajas durante los primeros años de su estancia en la capital. Sus miembros habían rebasado los doscientos a principios de la década de 1670, pero en aquel entonces apenas llegaban al centenar, y las reuniones, dedicadas fundamentalmente a toda clase de charlas misceláneas, desprovistas de la mínima seriedad científica, poco o nada recordaban los intereses que habían hecho posible la creación de la sociedad cuarenta años antes. La presencia de Robert Hooke, que no era por cierto el filósofo natural predilecto de Newton, bien podría haber provocado su ausencia en las reuniones semanales. Hooke sí asistía habitualmente a ellas.
Cuando Newton decidió hacer una de sus contadísimas apariciones para mostrar a los presentes «un nuevo instrumento de su invención», un sextante que podría ser de gran utilidad en la navegación, Hooke le recordó las antiguas antipatías entre ambos, al sostener que él había inventado el mismo artilugio treinta años antes. La muerte de Hooke, acaecida en marzo de 1703, supuso la desaparición de un obstáculo y abrió el camino a la elección de Newton como presidente, que tuvo lugar en la reunión anual del 30 de noviembre, día de San Andrés.
La oscuridad empaña el trasfondo de la elección presidencial de Newton. La selección de los cargos en la Royal Society ciertamente no estaba regida por las expresiones de la voluntad popular. Con toda probabilidad, el doctor Hans Sloane, secretario de la sociedad, se ocupó de las disposiciones preliminares. En la reunión del 30 de noviembre, poco faltó para que las cosas se torcieran. Newton no era un líder político cuya simple propuesta fuera suficiente para ser elegido presidente. Sólo veintidós de los treinta miembros presentes en la reunión votaron a favor de su inclusión en el consejo, un preliminar necesario para su elección como presidente. Una vez elegido miembro del consejo, sólo recibió veinticuatro votos de apoyo a su nominación presidencial.
Claramente, dentro de la Royal Society existía un grupo que no veía con buenos ojos la llegada del filósofo natural más eminente de Inglaterra al sillón presidencial. A decir verdad, tampoco se desvivieron por reelegirlo en el cargo al año siguiente, y la ausencia de un recuento de los votos que se detecta en el Libro de Actas de la sociedad durante los dos años siguientes da a entender con notable fuerza la persistente carencia de entusiasmo.
Sin que mediaran dos años desde la elección de Newton, la reina Ana le ordenó caballero en Cambridge.
Intendente de la Casa de la Moneda y presidente de la Royal Society, sir Isaac Newton se había convertido en un personaje de verdadero peso social. La atención que dedicó a su escudo de armas testimonia que él mismo reconocía claramente este hecho. Un año antes de su elección, había posado para un nuevo retrato pintado por Kneller (lámina 3), y con motivo de su elección fue retratado también por Charles Jervas. Una vez distinguido con el título, sir Isaac Newton aún fue retratado por sir James Thornhill (lámina 4) y por William Gandy. El rebelde de antaño había aceptado con todas las consecuencias la invitación que le cursó el sistema establecido para incorporarse de pleno a su marcha.
Newton no asistió a la reunión de la sociedad del 8 de diciembre, la primera tras su elección presidencial. El 15 de diciembre sí hizo acto de presencia, y de inmediato se hizo cargo de la situación. A la Royal Society aportó las mismas cualidades que había ejercido en la Casa de la Moneda, el talento administrativo y una incapacidad connatural de despachar perezosamente toda obligación que hubiese accedido a cumplir. En una historia de la administración de la Royal Society, sir Henry Lyons ha hecho hincapié en la suprema importancia que tuvo en los asuntos de la sociedad, durante este periodo, un liderazgo vigoroso y sostenido. Tras un interludio caracterizado por los presidentes absentistas, elegidos por su destacada posición política, la sociedad observó no sin sorpresa la aparición de un hombre que no en vano había consagrado toda su vida a los objetivos expresados por la propia sociedad y cómo éste se situó al timón, para dedicar toda su energía a la tarea de conducirla por un rumbo determinado. Newton expresó taxativamente su interés en regir el destino del consejo. Éste prácticamente nunca se reunió sin su presencia. Así como Montague había asistido a una reunión del consejo durante los tres años que duró su presidencia, y así como John Lord Somers no asistió a una sola durante sus cinco años de presidente, Newton dejó de presidir un total de tres reuniones durante los siguientes veinte años, hasta que los achaques de la edad comenzaron a hacer mella en él.
Una sociedad que había visto a su presidente en tres ocasiones durante los ocho años anteriores, de pronto le vio presente como mínimo en tres de cada cuatro reuniones. Newton participó con frecuencia en las discusiones celebradas en el transcurso de las reuniones. Su aportación a la Royal Society, en calidad de presidente, fue más administrativa que intelectual. No fue pura coincidencia que la fortuna de la sociedad comenzara a revivir considerablemente en el momento en que él se hizo cargo de tales asuntos.
La administración, de todos modos, llevaba aparejados ciertos asuntos de índole intelectual. Newton se había dado cuenta de que las reuniones carecían de contenidos serios, y accedió a la presidencia armado con un «Plan para la consolidación de la Royal Society», con el cual quiso subsanar esta deficiencia. «La filosofía natural», proclamaba en su «Plan», «consiste en descubrir el marco y las operaciones de la Naturaleza, reduciéndolas en la medida de lo posible a una serie de reglas y leyes generales […] para fijar estas reglas mediante la observación y los experimentos, deduciendo de ahí las causas y los efectos de las cosas…» A tal fin, podría ser conveniente que uno o dos, o quién sabe si tres o cuatro hombres expertos en las principales ramas de la filosofía fuesen dotados de pensiones anuales con la obligación de asistir a las reuniones semanales de la sociedad. Procedió a establecer las cinco ramas mayores de la filosofía natural, para cada una de las cuales, presumiblemente, quiso designar a un ponente: matemática y mecánica; astronomía y óptica; zoología (el término es nuestro); anatomía y fisiología; botánica; y, por último, química.
Newton manifestó explícitamente su intención de que la sociedad designase únicamente a hombres que hubiesen establecido una notable reputación en el terreno de las ciencias. Efectivamente, Newton propuso la ampliación de una institución que había comenzado dentro de la propia sociedad, el responsable de experimentos, para proporcionar sólidos materiales de trabajo en las sesiones semanales. El antiguo castigo de Newton, Robert Hooke, había ocupado ese puesto con cierta distinción durante muchos años, y por medio de sus esfuerzos pudo mantener a flote la sociedad cuando la informalidad y la chabacanería de sus miembros amenazó con embarrancar las sesiones en la más absoluta trivialidad. Newton no hizo mención de Hooke, pero su «Plan para la consolidación de la Royal, Society» es adecuado testimonio de su reconocimiento por lo que Hooke había hecho en bien de la sociedad. Una vez fallecido Hooke, su máxima prioridad fue hallarle un sustituto, a ser posible en plural.
Hizo algo más que sentarse a esperar. Encontró al sustituto de Hooke, Francis Hauksbee. Nada sabemos del origen y la formación de Hauksbee, ni tampoco sabemos cómo llegó a conocerle Newton. Sí sabemos, en cambio, que el 15 de diciembre de 1703, en la primera sesión que presidió Newton, Hauksbee hizo su primer acto de presencia en la Royal Society y que, aunque entonces no fuese miembro, llevó a cabo un experimento mediante su recientemente mejorada bomba de aire. Continuó asistiendo a las reuniones y, casi todas las semanas, realizaba un experimento público con su bomba de aire. En febrero, el consejo aprobó por mayoría pagarle 2 guineas por su actuación y, en julio,  antes de iniciarse el periodo de vacaciones de verano, se aprobó el pago de otras 5 guineas. Hauksbee continuó al servicio de la sociedad por espacio de diez años, ocupándose de aportar gran parte del contenido científico de las sesiones hasta su muerte en 1713. A pesar del «Plan» de Newton, la sociedad nunca le concedió un puesto oficial. Cada año, el consejo aprobó por mayoría la concesión de un salario, que fue de 15 libras en 1704-1705 y que, en otros años, alcanzó la cuantía de 40 libras, aunque ocasionalmente también se redujo esa cifra, cuando sus actuaciones no fueron tan satisfactorias como cabía esperar.
La naturaleza precisa de las relaciones de Hauksbee con Newton no puede ser definida con certeza. Visto aisladamente, Hauksbee no parece haber tenido una inmensa iniciativa intelectual.
Dedicó sus primeros dieciocho meses en la sociedad a diversos experimentos con su bomba de aire, lo cual denota una escasa imaginación, así como a repetir no pocos experimentos realizados anteriormente por Boyle y por otros. Más adelante sí emprendió nuevas líneas de investigación, especialmente en el campo de la electricidad y la acción de la capilaridad, y en estos experimentos sí ejerció una notable influencia en Newton. Por supuesto, ninguno de estos asuntos era hasta entonces desconocido para Newton.
No hay pruebas que nos indiquen hasta qué punto pudo haber guiado las nuevas aventuras de Hauksbee, aunque hemos de ser cautelosos a la hora de atribuir a Newton lo que no le corresponde. No hay motivos para pensar que él sugirió el montaje de un globo de cristal sobre un eje, inventando prácticamente la máquina de generar electricidad estática, aunque los efectos que Hauksbee produjo de esa forma sí estimularon poderosamente la imaginación de Newton. Las Philosophical Transactions recogieron un constante derroche de artículos experimentales redactados por Hauksbee, y en 1709 los recopiló en sus Physico-Mechanical Experiments (Experimentos de fisio-mecánica). A resultas de esta publicación, se convirtió en un científico de renombre por derecho propio.
En 1707, Newton parecía haber hallado transitoriamente a un segundo ponente que complementase a Hauksbee en las sesiones de la sociedad. El doctor James Douglas realizó con frecuencia disecciones en presencia de los miembros reunidos y, en julio de este año, el consejo aprobó la concesión de 10 libras por los servicios prestados. Por razones que no constan en las actas, el acuerdo con Douglas no llegó a concretarse. Aunque Douglas siguió participando activamente en las sesiones, no volvió a recibir ninguna otra compensación por sus esfuerzos.
No es posible pretender que a raíz de la elección de Newton las sesiones de la Royal Society de repente se transformaran en profundas discusiones científicas alimentadas por la ebullición de un fermento filosófico El apetito que la sociedad tenía por las monstruosidades parecía imposible de contentar. Entre una disección y
otra, el doctor Douglas mostró «un cachorro suficientemente nutrido, nacido con vida hacía diez días, aunque carente de boca»; una semana después llevó a la sesión su cráneo. En 1709, «fueron exhibidos cuatro gorrinos que habían crecido como uno solo, extirpados del vientre de una marrana, tras ser ésta sacrificada. Se ordenó a Mr. Hunt que diera al portador del prodigio tres medias coronas, y que preservara los fetos en licor de vino». Newton aportó su grano de arena a estas reflexiones misceláneas, que amenazaban con empantanar las discusiones científicas de más hondura, refiriendo a los miembros presentes en cierta ocasión la historia de un hombre que murió por beber brandy, y la de un perro del Trinity College que murió al ingerir veneno de Macasar. En otro momento, informó a la sociedad que «el cereal molido y calentado genera gusanos, supuestamente procedentes de los huevos depositados en el grano con anterioridad». No obstante, las sesiones semanales experimentaron constantes mejoras durante la presidencia de Newton.
Desde el momento más bajo, en la década de 1690, el número de miembros se incrementó de continuo, hasta llegar a duplicarse durante los años en que Newton desempeñó la presidencia. Sin duda, fueron muchos los factores que contribuyeron a esta renovada vitalidad, si bien el nivel de las sesiones, debidamente elevado, según fomentó activamente Newton, no fue el menor de todos ellos.
A medida que dedicaba sus energías a las innumerables y variadas minucias de la administración, Newton también recordó a la Royal Society cuál era su propósito fundamental, y lo hizo de la manera más eficaz posible. El 16 de febrero de 1704, desde el sillón presidencial, presentó ante los miembros la segunda de sus grandes obras, la Óptica. Al contrario que la impresión de los Principia, nada sabemos acerca de los detalles de la publicación de la Óptica. La elección presidencial de Newton pudo haber desempeñado un papel importante en su decisión de darla por fin a la imprenta. John Wallis llevaba ya cerca de una década intimidándole acerca del libro. Y más recientemente, David Gregory había retomado la reclamación, anotando el 15 de noviembre de 1702: «Newton nos prometió a Mr. Robarts, a Mr. Fatio, al capitán Hally y a mí mismo que publicaría sus Cuadraturas, su tratado sobre la luz y su tratado sobre las curvas de segundo género.» No llegaba a decir cuándo prometió hacerlo, de modo que su nombramiento como presidente bien pudo haber supuesto el estímulo crucial de su decisión. Newton no dedicó la Óptica a la sociedad, tal como había hecho con los Principia. No obstante, sí quiso identificar la obra con la sociedad, ya que permitió que la página de créditos recogiera el dato de que Samuel Smith y Benjamín Walford, impresores de la Royal Society, eran los editores del libro, al mismo tiempo que mencionaba a la sociedad en la «Nota» que hacía las veces de prefacio a la obra.
La elección presidencial de Newton no fue la única causa de que se publicara la Óptica en 1704, y tampoco fue la causa primordial. En la «Nota» describía sucintamente cómo había redactado la mayor parte de la obra muchos años antes.
«He demorado hasta ahora la impresión a fin de evitar enzarzarme en disputas sobre estas cuestiones, y aún la habría demorado por más tiempo de no haber sido por la insistencia de mis amistades.» Muy pocos miembros de la Royal Society pudieron pasar por alto esta velada referencia a Hooke, cuyo fallecimiento en 1703
supuso la desaparición de un grave obstáculo tanto a la presidencia de la sociedad como a la publicación de la Óptica.
La «Nota» contenía dos párrafos más, cada uno de los cuales hacía alusión a nuevos incentivos para la publicación de la obra. Uno de ellos mencionaba las «coronas de colores» que a veces aparecen como un halo en torno al Sol y a la Luna. La publicación de la Dióptrica de Huygens junto con sus demás obras póstumas, en 1703, había incluido una explicación de tales coronas. Aparentemente, Newton quiso afirmar la independencia de su propia explicación al respecto. De todos modos, más relevancia tiene el tercer párrafo que introducía los dos textos de tema matemático, «Tractatus de quadratura curvarum» («Tratado sobre la cuadratura de las curvas») y «Enumeratio linearum tertii ordinis» («Enumeración de las líneas de tercer orden»), que Newton incluyó a modo de apéndices a la Óptica.
Afirmaba que algunos años antes había prestado un manuscrito con algunos teoremas generales sobre la cuadratura de las curvas y que «como desde entonces se había encontrado con algunas cosas copiadas de ellos, en esa ocasión había querido hacerlo público…».
Lo que se había encontrado, en efecto, era un libro publicado en 1703 por George Cheyne con el título de Fluxionum methodus inversa (El método inverso de las fluxiones). Según refiere David Gregory en un memorándum del 1 de marzo de 1704: «Mr. Newton fue provocado por el libro del Dr. Cheyne a publicar sus cuadraturas y, con ellas, sus tratados de la luz y el color, etc.» La cuestión era en realidad mucho más compleja de lo que se deduce de la nota de Gregory. En su colección de anécdotas, Conduitt incluyó un relato que había oído contar a Peter Henlyn, según el cual Cheyne vino a Londres desde Escocia, el Dr. Arbuthnot se lo presentó a Newton y le habló acerca del libro que Cheyne había escrito, si bien no podía pagarse la impresión del mismo. Asimismo, Cheyne explicó más tarde que había presentado el manuscrito a Newton, el cual «no lo consideró intolerable». Tal como lo oyó contar Conduitt, Newton ofreció a Cheyne una bolsa de dinero; Cheyne se negó a aceptarla.
Los dos se vieron considerablemente confundidos por este callejón sin salida, y Newton se negó a volver a recibirle nunca más. Cheyne debió de llevarse un gran sobresalto al leer hasta qué punto alcanzaba el resentimiento de Newton a juzgar por su declaración de independencia en la «Nota».
Posiblemente, esto explique por qué Cheyne se dio enseguida de baja en la Royal Society y por qué optó por proseguir su carrera en el campo de la medicina, renunciando a las matemáticas y a la filosofía natural.
Por lo que respecta a los textos matemáticos, Newton meramente publicó una serie de exposiciones que había elaborado una década antes, en las cuales resumía un trabajo que se remontaba casi cuarenta años atrás. Además, como Leibniz y sus discípulos habían publicado a lo largo de los años anteriores un método idéntico a los conceptos básicos que se desglosan en «De quadratura», la aparición de este breve tratado en 1704 no constituyó un suceso notable en la historia de las matemáticas. Los textos comprendidos en él, sin embargo, sí marcaron una época para Newton. Por fin, tras más de treinta años de retraso y de evasivas, había publicado una obra matemática. Si ya era tarde para atajar la batalla contra Leibniz, al menos podría enseñar al mundo entero parte de la sustancia que respaldaba su reputación de matemático.
La situación, en lo que se refiere a la Óptica, repetía parcialmente la de los textos matemáticos. Por lo que respecta a nuestra comprensión del pensamiento científico de Newton, la Óptica no contenía ninguna novedad. Con muy contadas y mínimas excepciones, incluía trabajos que había terminado más de treinta años antes, y esas
excepciones pertenecían a comienzos de la década de 1680.
No obstante, al contrario que el método de fluxiones, la Óptica no había sido duplicada por ningún otro investigador. En 1704, eran muy pocos los hombres que habían digerido la importancia del texto publicado por Newton en 1672. Y de ahí que el impacto de la Óptica fuera virtualmente idéntico al de los Principia. Ciertamente, podría incluso haberlo sobrepasado, puesto que la Optica, escrita en prosa y no en ecuaciones geométricas, fue accesible al gran público que había visto vedado su acceso a los Principia. A lo largo del siglo XVIII, esta obra dominó el campo de la óptica con una autoridad casi tiránica, y ejerció sobre las ciencias naturales una influencia aún mayor que los Principia. Más de uno de los jóvenes contemporáneos de Newton, incluido su discípulo John Machín, dijeron a Conduitt que la Óptica contenía mucha más filosofía que los Principia. Es una obra que aún hoy continúa siendo uno de los dos pilares sobre los que se asienta la imperecedera reputación científica de Newton.
La Óptica que publicó Newton en 1704 no fue la Óptica que había previsto escribir a comienzos de la década de 1690. Esa obra había alcanzado su culminación en un libro IV, dedicado a la demostración de la existencia de fuerzas que actúan a distancia. Tal como le había ocurrido en otras ocasiones, al final se encogió ante la idea de exponer tanto saber en público. En la Óptica que de hecho dio a la imprenta, suprimió ese libro IV y centró la obra casi por completo en distintos problemas ópticos, como la teoría de los colores y el subsiguiente concepto de la heterogeneidad de la luz. No existe necesidad de repetir sus demostraciones en uno y otro sentido; bastará con señalar que constituyen un duradero legado a la ciencia de la óptica. Con un exceso de discreción, Newton insertó aseveraciones según las cuales la óptica exige la presencia de fuerzas que actúen a distancia, similares a la fuerza de la gravedad que postuló en los Principia. En el libro II señaló que el reflejo no puede ser provocado por la luz que incide en las partes sólidas de los cuerpos. El
reflejo de la luz desde el lado opuesto de un cristal, en el vacío, se manifiesta en contra de la teoría del impacto que explicaba el reflejo; la uniformidad del reflejo de una superficie, que sin duda exigiría una perfecta alineación de todas sus partículas, defiende su postulado con más capacidad de convicción.
Y este problema difícilmente puede resolverse de otro modo, si no es diciendo que la reflexión de un rayo se efectúa no en un único punto del cuerpo en que se refleja, sino mediante alguna facultad del cuerpo que a la sazón se difunde sobre la totalidad de su superficie, y por la cual actúa sobre el rayo sin que exista contacto inmediato. No en vano las partes de los cuerpos actúan efectivamente a distancia sobre la luz, tal como mostraremos más adelante.
Newton procedió entonces a sostener que los cuerpos reflejan y refractan la luz en virtud de una misma facultad, y a juzgar por una tabla en la que compara el poder de refracción con la densidad, tanto en los cuerpos en general como en el caso especial de los «cuerpos grasos, sulfúreos y untuosos», llegó a la conclusión de que la facultad de reflexión y de refracción se desprende de las partes sulfúreas que contengan los cuerpos. Por supuesto, el argumento asumía la concepción corpuscular de la luz.
El libro III, la todavía breve  investigación de Newton sobre la difracción, contenía la
demostración prometida anteriormente de que un cuerpo «actúa sobre los rayos de luz a considerable distancia, en la medida en que éstos lo atraviesen».
En un conjunto de dieciséis cuestiones, primera encarnación de las famosas cuestiones con que concluye la Óptica y sustitución de Newton para paliar el libro IV finalmente suprimido, prosiguió considerando las fuerzas en un contexto explícitamente especulativo. Las Cuestiones de 1704-1706 fueron la última gran publicación de Newton en lo que se refiere a trabajos científicos hasta entonces desconocidos, y la afirmación culminante del programa newtoniano sobre la filosofía
natural, antes de que la timidez de la edad y su progresiva domesticación, paralela a su asentamiento social en la comodidad de la autoridad y en las cercanías del poder, llevaran al rebelde de antaño a renunciar a algunas de sus posturas más atrevidas. Hoy leemos las cuestiones tal como fueron publicadas en la tercera edición inglesa, en realidad, tal como fueron publicadas pocos años antes en la segunda edición inglesa, ya que tras ésta Newton introdujo muy pocas alteraciones. Entre las definitivas 31 cuestiones, las que van de la 17 a la 24 afirman la existencia de un éter universal y aportan una explicación de las fuerzas en términos análogos. Para entender el conjunto original de las cuestiones es necesario tener presente que terminaban con la número 16 y que no contenían la menor sugerencia de que existiera ese éter, tal como se modifican las afirmaciones hechas tras el encubrimiento de las preguntas retóricas. No todas las cuestiones hacen referencia a las fuerzas; sólo se trata este asunto en las primeras.
Cuestión 1. ¿Acaso los cuerpos no actúan a distancia sobre la luz y, con su acción, doblan los rayos? ¿No es esa acción (caeteris paribus) más fuerte a menor distancia? […]
Cuestión 4. ¿Acaso los rayos de la luz que caen sobre los cuerpos para reflejarse o refractarse no comienzan a doblarse antes de llegar a los cuerpos? ¿Acaso no se reflejan, refractan e inflexionan [difracción] por uno y el mismo principio, que actúa diversamente en distintas circunstancias?
Cuestión 5. ¿Acaso los cuerpos y la luz no actúan mutuamente unos sobre otros? Es decir, ¿no actúan los cuerpos sobre la luz al emitirla, reflejarla, refractarla e inflexionarla, y la luz sobre los cuerpos al calentarlos y provocar en sus partes un movimiento vibratorio que es en lo que consiste el calor? […]
Cuestión 7. ¿Acaso la fuerza y el vigor de la acción entre la luz y los cuerpos sulfúreos, anteriormente mencionada, no es una de las razones por las cuales éstos se incendian más fácilmente y se queman con más vehemencia que otros? Aunque les diera forma de preguntas, nadie puede dudar de las respuestas afirmativas que Newton pretendía suscitar. Se trataba de un planteamiento menos explícito de lo que se había propuesto en un principio; no obstante, la Óptica expresa el programa de Newton sobre la filosofía natural.
«En este libro», comienza diciendo en la Óptica, «no pretendo explicar mediante hipótesis las propiedades de la luz, sino presentarlas y probarlas mediante la razón y los experimentos.» Esta afirmación es todo lo que queda de una introducción anteriormente proyectada, en la cual pensó arrojar un guante metodológico a los filósofos mecanicistas, con la idea de que estuviera a la altura del guante metafísico. Existe un método dual (sostenía en la introducción suprimida), de resolución y de composición, que se aplica a la filosofía natural así como a las matemáticas: «Y quien espere el éxito deberá resolver antes de componer. Porque la explicación de los fenómenos es un cúmulo de problemas mucho más difíciles que
los de las matemáticas.» Describía el método en términos prácticamente idénticos a los que utilizaría más adelante en la Cuestión 31, que es asimismo eco de un pasaje posteriormente incorporado a su tercera regla del razonamiento filosófico.
Si pudieran deducirse todos los fenómenos de la naturaleza sólo a partir de tres o cuatro suposiciones generales, existiría una razón de muchísimo peso para conceder que dichas suposiciones son ciertas; ahora bien, si para explicar cada nuevo fenómeno es preciso elaborar una nueva hipótesis, si se supone que las partículas del aire son de tal tamaño y de tal forma, las del agua de tales otras, las del vinagre de otras distintas, las de la sal del mar de otras diferentes, las del nitrato de otro modo, las del vitriolo de otro, las del mercurio de otro que nada tuviera que ver, las de la llama de otra distinta, y que las de los efluvios magnéticos no tuvieran ningún parecido con ningunas otras, o si se supone que la luz consiste en un movimiento, presión o fuerza, y que sus diversos colores están hechos por tales o cuales variaciones del movimiento y de otras cosas, la filosofía resultante no sería otra cosa que un sistema de hipótesis. Me pregunto qué certidumbre puede haber en una filosofía que consista en tantas hipótesis como fenómenos hay por explicar. Explicar la totalidad de la naturaleza es una tarea demasiado difícil para un solo hombre, e incluso para una sola época. Es infinitamente mejor hacer poco, pero con certidumbre, y dejar el resto para quienes hayan de venir después, en vez de explicar todas las cosas por medio de conjeturas sin garantizar ninguna cosa.
Ni siquiera en calidad de presidente de la Royal Society le resultó fácil a Newton expresar en público sus convicciones fundamentales. Temía las críticas.
Prefería el silencio antes que arriesgarse a una controversia en la cual podría verse convertido en objeto de ridiculización. Es muy revelador, acerca de su nunca aplacada inseguridad, que incluso estando en la cúspide del renombre, como sucedía en 1704, suprimiera la polémica introducción y no se atreviera a publicar el proyectado libro IV, aunque las sugerencias que sí llegó a publicar demuestran que
ese libro era expresión de sus creencias. Las cuestiones cuya publicación sí permitió eran breves: al principio tan sólo ocupaban dos páginas y media del manuscrito. No obstante, representaron un considerable paso adelante para Newton que hasta este momento no había permitido que se filtrasen en letra impresa nada más que vagas insinuaciones acerca de sus convicciones sobre la naturaleza última de las cosas. Y
una vez dado ese paso, le pareció posible dar otros. Quizá debería más bien decir que le fue imposible abstenerse de darlos, pues las cuestiones adquirieron existencia independiente, apoderándose casi por completo de Newton, tal como había ocurrido anteriormente con otros asuntos. Aparentemente, su intención original había sido proponer un conjunto de cuestiones cortas, de una o dos frases cada una, como son las Cuestiones 1 a 7.
Cuando llegó a la Cuestión 12, no obstante, se sintió impulsado a escribir un poco más, casi un tercio de la hoja, y lo mismo ocurrió con las Cuestiones 13 y 15. Las Cuestiones 10 y 11 dejaron de parecerle apropiadas, por lo que procedió a ampliarlas. Ahí logró detenerse en la primera edición, aunque la preparación de la misma prácticamente se fundió con la preparación de la edición latina, que, finalmente, se publicó dos años más tarde. En la edición latina amplió más la Cuestión 10 y, lo que es más importante, añadió siete nuevas cuestiones, todas las cuales, con una sola excepción, eran más largas cada una que las dieciséis primeras tomadas en conjunto. En las nuevas cuestiones, Newton expresó opiniones fundamentales sobre la naturaleza de la luz, la naturaleza de los cuerpos, la relación de Dios con el universo físico, la presencia en la naturaleza de todo un abanico de fuerzas que facilitaban la actividad necesaria para que se produjera el funcionamiento del mundo y su permanencia. En el último momento se atrevió incluso a más, e introdujo tres pasajes de índole más especulativa en los apéndices al volumen.
Las nuevas cuestiones resultaron las especulaciones más informativas que Newton había publicado en su vida. En la segunda edición inglesa añadió otras ocho, que insertó numeradas de la 17 a la 24, entre la primera y la segunda serie. De ahí que las siete cuestiones que añadió a la edición latina aparezcan en todas las ediciones posteriores, incluidas las que circulan hoy en día, numeradas de la 25 a la 31.
Para ahorrarnos confusiones, me referiré a ellas por medio de la numeración definitiva, aun cuando en su publicación original llevasen números distintos. Un asunto de importancia en la comprensión de las cuestiones de la edición latina, especialmente la 29 y la 31, subyace en la diferencia de número.
El tercer y último conjunto de Cuestiones, de la 17 a la 24, son las que afirman la existencia de un éter que impregna la totalidad del espacio. Cuando las añadió a la segunda edición inglesa, Newton también introdujo algunos pasajes acerca de un segundo fluido sutil, encontrado en los poros de los cuerpos, que causa los fenómenos eléctricos (se refería a la electricidad estática, por supuesto) cuando es agitado. En sus últimos años, una creciente precaución filosófica llevó a Newton a retirarse un poco más hacia una serie de planteamientos más convencionales y mecanicistas, aun cuando su sutil éter compuesto por partículas que se repelen unas a otras, siempre fuera algo más sofisticado que los torpes fluidos de las filosofías mecanicistas al uso. Cuando publicó originalmente la Cuestión 31, ninguna alusión a un éter ni a un fluido modificó su interrogación retórica acerca de la prevalencia de las fuerzas entre los cuerpos a cualquier nivel de la fenomenología.
La Cuestión 31 era una versión ampliada de las especulaciones sobre las fuerzas que Newton había planeado incluir en los Principia.
Con cierto exceso de ejemplos químicos, desde luego abrumadores, era posiblemente el producto más avanzado de la química teórica en el siglo XVII.
¿Qué había derivado Newton de la química? La convicción de que sus fenómenos propios requieren la presencia de fuerzas entre las partículas de cara a su explicación.
¿No poseen las pequeñas partículas de los cuerpos ciertos poderes, virtudes o facultades con los que actúan a distancia no sólo sobre la luz, reflejándola, refractándola e inflexionándola, sino también unos sobre otros, para producir una gran parte de los fenómenos de la naturaleza? En efecto, es bien sabido que los cuerpos actúan unos sobre otros por las atracciones de la gravedad, el magnetismo y la electricidad. Estos ejemplos muestran el tenor y el curso de la naturaleza, haciendo que no sea improbable la existencia de otras potencias atractivas además de éstas, pues la naturaleza es muy constante y conforme consigo misma.
El cuerpo de la cuestión detallaba las pruebas, tomadas tanto de la química como de otras ramas del saber, en las que descansa su razonamiento. La notable continuidad que existe en la investigación de la naturaleza que llevó a cabo Newton durante toda su vida se revela en la aparición de todos los fenómenos cruciales que ya le habían llamado la atención más de cuarenta años antes, cuando, como joven estudiante, compuso un primer conjunto de «Quaestiones». Junto con los fenómenos químicos, a su juicio exigían la admisión de las fuerzas de atracción y repulsión entre las partículas. Así, la naturaleza quedará muy a gusto consigo misma, concluía, llevando a cabo todos sus grandes movimientos por medio de la atracción de la gravedad, y los movimientos menores que le son propios por medio de las fuerzas de atracción y repulsión entre las partículas. Además la naturaleza exige la presencia de principios activos. La inercia, el concepto básico de las filosofías mecanicistas convencionales, es un principio pasivo mediante el cual los cuerpos perseveran en sus movimientos. Los fenómenos revelan, no obstante, que la naturaleza contiene fuerzas de actividad, principios activos que pueden generar nuevos movimientos. Aún preocupado por la posible hostilidad con que tal vez sería recibida su concepción dinámica de la naturaleza, Newton se sintió obligado a añadir un descargo de toda responsabilidad.
No considero que estos principios sean cualidades ocultas, supuestamente derivadas de las formas específicas de las cosas, sino que son leyes generales de la naturaleza por las cuales se forman las cosas mismas, y cuya verdad se nos aparece por los fenómenos, aun cuando sus causas todavía no hayan sido descubiertas. Estas cualidades son manifiestas y sólo sus causas son ocultas […] Decir que todo tipo de cosas está dotado de una cualidad oculta específica por la que actúa y produce efectos manifiestos equivale a no decir nada. Sin embargo, extraer dos o tres principios generales del movimiento a partir de los fenómenos, para decir a continuación cómo se siguen de estos principios manifiestos las propiedades y acciones de todas las cosas corpóreas, debería constituir un gran paso en filosofía, aunque las causas de estos principios aún no se hubiesen descubierto. Por tanto, no tengo ningún escrúpulo en proponer los principios del movimiento anteriormente mencionado, puesto que son de una aplicación general, aun cuando sus causas estén todavía por descubrir.
En el primer párrafo de la Cuestión 31, insertó una precaución acerca de su afirmación de la existencia de las fuerzas. «No examino aquí cómo se puedan realizar esas atracciones.
Lo que denomino atracción puede realizarse mediante un impulso u otros medios cualesquiera que no conozco. Aquí, empleo esa palabra tan sólo para señalar en general cualquier fuerza por la cual los cuerpos tienden unos hacia otros, sea cual sea su causa.» Hoy leemos el pasaje después de las cuestiones relativas al éter y después de un párrafo, insertado en la segunda edición inglesa como conclusión de
la Cuestión 29, en el cual se refiere al sentido de la palabra atracción en dichas cuestiones. En la edición latina de 1706, la reserva expresada recordaba más bien la
conclusión de la Cuestión 28. En ésta la refutación de las teorías ondulatorias de la luz llevó a Newton a trabar un argumento en contra de la posibilidad de un éter denso y cartesiano que llenara el firmamento, y de ahí a la explicación de su última y decisiva objeción en contra de las filosofías mecanicistas convencionales, de su tendencia a presentar la naturaleza como un todo autosuficiente y, por tanto, a dispensar la existencia de Dios. Algunos filósofos de la antigüedad, sostenía, consideraban los átomos, el vacío y la gravedad de los átomos como los principios fundamentales de su filosofía, y atribuían la gravedad a causas distintas de la materia.
Los filósofos de épocas más recientes excluyen la consideración de una causa externa a la filosofía natural, y forjan hipótesis para explicar mecánicamente todas las cosas, refiriendo las demás causas a la metafísica. No obstante, el principal cometido de la filosofía natural es construir argumentos a partir de los fenómenos sin forjar hipótesis, y deducir las causas de los efectos, hasta que lleguemos a la primerísima causa, que a la sazón no es de carácter mecánico, y no ya desplegar el mecanicismo del mundo, sino resolver primordialmente estas cuestiones y otras similares.
¿Qué existe en los lugares vacíos de materia, y a qué se debe que el Sol y los planetas graviten unos en torno a otros sin que medie la densidad de la materia? ¿A qué se debe que la naturaleza no haga nada en vano, y de dónde surge todo el orden y la belleza que percibimos en el mundo? […] ¿Cómo se desprenden los movimientos del cuerpo de la voluntad, y de dónde proviene el instinto en los animales? ¿No es el espacio infinito el sensorio de un ser (Annon Spatium Universum, Sensorium est Entis) incorpóreo, vivo, inteligente, que ve íntimamente todas las cosas, y que las percibe cabalmente, y que las aprehende por completo por su inmediatez respecto de sí mismo…?
David Gregory, quien sostuvo con Newton una dilatada discusión sobre las nuevas cuestiones el 21 de diciembre de 1705, anotó la interpretación de este pasaje en un memorándum:
Su duda era si dejar o no las últimas cuestiones de esta forma. De qué está lleno el espacio vacío de cuerpo. La verdad, lisa y llanamente, es que él cree en un Dios omnipresente en el sentido literal del término. Así como somos sensibles a los objetos cuando sus imágenes son registradas en nuestro cerebro, Dios ha de ser sensible a todas las cosas, al estar en íntima presencia con todas las cosas; no en vano él supone que tal como Dios está presente en el espacio en el que no existe cuerpo alguno, está presente en el espacio en el que un cuerpo está presente. Pero aunque esta manera de proponer su noción resulta demasiado atrevida, él está decidido a dejarla tal cual.
Qué causa atribuían los antiguos a la gravedad. El cree que los antiguos contaban más o menos con Dios como causa de la gravedad, y nada más, pensando que ningún cuerpo puede ser la causa, dado que todos los cuerpos son pesados.
En el último momento —en realidad, pasado ya el último momento—, Newton decidió que lo que se había propuesto era demasiado atrevido. Intentó apoderarse de la totalidad de la tirada; en todos los ejemplares de los que logró adueñarse, cortó la página en cuestión y empastó en su lugar otra en la que afirmaba no ya que el espacio infinito sea el sensorio de Dios, sino que «existe un ser incorpóreo, vivo, inteligente, omnipresente, que en el espacio infinito, como si fuera en su sensorio [tanquam Sensorio suo], ve las cosas íntimamente en sí mismas…». Con todo, no logró introducir la alteración en todos los ejemplares existentes, y uno de los ejemplares intactos llegó a manos de Leibniz que no dejó de ridiculizar el concepto del espacio en calidad de sensorio de Dios. En su redacción original, el pasaje recordaba un texto anterior de Newton, el titulado «De gravitatione», que señaló el inicio de su rebelión contra la filosofía cartesiana en aras de sus tendencias ateas. Siguiendo las implicaciones de dicha rebelión había llegado muy lejos. En la edición latina de la Óptica aportó la más extensa exposición de su propio concepto de la naturaleza que hasta entonces había dado a la imprenta; siendo ya viejo, intentó aplacar a los críticos mediante aparentes retiradas hacia posiciones más convencionales.
Mientras tanto, su cargo de presidente de la Royal Society había llevado a Newton a reanudar desdichadamente las relaciones con otro antiguo conocido suyo, John Flamsteed. Pocos meses después de ser elegido, el 12 de abril de 1704, Newton se dirigió a Greenwich, donde se interesó por el estado en que se hallaban las observaciones de Flamsteed, y cuando éstas le fueron mostradas solicitó que fuesen recomendadas ante el príncipe Jorge, el consorte de la reina Ana, para que éste otorgara respaldo financiero a su publicación. A la luz de las acciones posteriores de Newton, tan sólo cabe una interpretación razonable de la visita. Aún atormentado por el fracaso de su teoría lunar, y todavía convencido de que Flamsteed había sido el causante de dicho fracaso, tomó la determinación de ejercer su autoridad de presidente de la Royal Society para apoderarse de las observaciones de Flamsteed, con objeto, dicho con sus palabras, de probar suerte con la Luna todavía una vez más. Una teoría lunar perfeccionada coronaría una segunda edición de los Principia.
Así pues, y a pesar de las suspicacias de Flamsteed, Newton hizo un notable despliegue de filantropía y de benevolencia en su visita de abril. «Haga todo el bien que esté en su poder», le dijo a Flamsteed al marcharse, y Flamsteed, de modo característico en él, anotó en sus memorias que ésa había sido siempre su regla de oro en la vida, si bien no podía asegurar que hubiera sido alguna vez la suya. La filantropía de Newton había dejado paso a una ira despótica mucho antes de que Flamsteed llegara a expresar su agrio comentario.
En otoño, a medida que avanzaban las negociaciones preliminares, Flamsteed hizo un gesto por el cual la iniciativa pasó de sus manos a las de Newton. A comienzos de noviembre, esbozó una «Estimación» de lo que debería contener la proyectada Historia britannica coelestis (Historia británica del firmamento), que es en efecto una relación objetiva de sus logros en el observatorio de Greenwich, e hizo entrega del documento a James Hodgson, antiguo ayudante suyo que se había casado con su sobrina, para que lo mostrase en la Royal Society como prueba irrefutable de su hallazgo.
Newton, que presidía la sesión, no pudo resistirse a la oportunidad que se le presentaba de adueñarse del control y asegurarse el acceso directo a tan preciosas observaciones. Al celebrarse la reunión anual, dos semanas más tarde, la sociedad había entrado en contacto con el príncipe y le había hecho entrega de la estimación de Flamsteed de las páginas que necesitaría el libro, habiendo manifestado el príncipe su interés en términos sumamente positivos.
Para facilitar el asunto, la sociedad procedió de inmediato a admitir al príncipe Jorge como miembro de pleno derecho, y antes de que terminase diciembre se recibió una carta del secretario del príncipe, en la cual se afirmaba: «Es nuestro deseo que el presidente tome las medidas que cuidadosamente estime convenientes en este asunto, de cara a la más rápida publicación de una obra tan útil…» Pasaron más de diez años, años llenos de una amargura inexpresable, antes de que Flamsteed consiguiese, en vísperas de su muerte, desembarazarse de Newton.
Flamsteed no está exento de una parte de responsabilidad en el desastre que se desencadenó. No obstante, al margen de cuáles fueran sus faltas, Newton fue la causa primordial. Aunque Flamsteed era miembro de la Royal Society, a Newton nunca se le pasó por la cabeza incluirle en la delegación que visitó al príncipe Jorge por el asunto de su obra. Peor aún fue que los miembros de la comisión de arbitrio, designada para estudiar los papeles de Flamsteed y hacer las recomendaciones pertinentes, comisarios de los cuales Newton fue la cabeza visible, por supuesto, ignoraron sistemáticamente el plan de publicación que el propio Flamsteed había ideado con tanto cuidado. El plan no era ni arbitrario ni descabellado. A la sazón, tras la muerte de Flamsteed, dos de sus devotos ayudantes completaron en efecto la Historia coelestis de acuerdo con su propio plan, y los expertos más cualificados han reconocido que se trata de uno de los hitos más significativos en la ciencia de la astronomía. Flamsteed quiso enmarcar su catálogo en una tradición histórica, al incluir en el mismo volumen todos los catálogos anteriores de cierta relevancia, desde Ptolomeo hasta Hevelius.
Sabiendo que el catálogo que deseaba legar al mundo, el monumento de toda una vida de intenso trabajo, aún no estaba terminado, pidió dinero para contratar a un equipo de calculadores que terminaran la reducción de sus observaciones.
Los miembros de la comisión de arbitrio no dijeron una sola palabra sobre los catálogos precedentes.
Recomendaron que se asignasen 180 libras para que los calculadores computasen «los lugares de la Luna y los planetas y cometas», es decir, la información de que Newton deseaba disponer.
Implícitamente, trataron el catálogo de estrellas como si  estuviera terminado tal y como se encontraba, sin asignar nada para cualquier cálculo ulterior. La exigencia de Newton, en el sentido de que fuese publicado de inmediato, pasó a ser la manzana de la discordia. Se diría que Newton  debía haber considerado que el hombre que había consagrado su vida a  realizar las observaciones —que, según indicaron los comisarios al príncipe, eran «las más completas y detalladas» que jamás se hubiesen hecho, hasta el punto de que su pérdida sería irreparable— era plenamente digno de confianza y que, lógicamente, sería el más indicado para darles la debida presentación. Pero sucedió muy al contrario: convencido de que sólo él lo había entendido completamente, Newton presionó con éxito en su intento por privar al mundo, sin ninguna necesidad, de las observaciones y del catálogo correspondiente, que permanecieron inéditos por espacio de otros veinte años.
Después de supervisar los papeles de Flamsteed, los miembros de la comisión de arbitrio designados por la Royal Society, siguiendo las instrucciones al respecto que expresó por carta el secretario del príncipe Jorge —a saber, Newton, Wren, Gregory, Francis Robartes y el Dr. John Arbuthnot—, procedieron a tomar las debidas disposiciones. A Flamsteed le irritó sobremanera que el librero (o editor) Awnsham Churchill obtuviese un beneficio, mientras que los comisarios no se mostraron ni siquiera dispuestos a considerar lo que Flamsteed denominó «una honorable recompensa por sus desvelos y por 2.000 libras de gastos». Newton comprendió rápidamente la importancia que tenía la recompensa de Flamsteed, y sin ninguna razón aparente, al margen del resentimiento, rehusó sencillamente saber nada del asunto. La cuestión adquirió una dimensión de más alcance. Tan pronto aceptó el príncipe el presupuesto que le fue presentado, incluida la partida asignada a los calculadores, Flamsteed contrató a dos y los puso a trabajar —sin duda sobre las estrellas fijas, y no sobre los planetas, los cometas y la Luna, como pretendían los comisarios. En breve, la factura ascendió a 173 libras. Newton le hizo esperar nada menos que tres años antes de concederle la cantidad de 125 libras.
Las negociaciones sobre las cláusulas del acuerdo requirieron la práctica totalidad de 1705. Entre las cuestiones en las que Flamsteed tuvo que ceder se encontraba la decisión de imprimir el catálogo en el volumen primero. Dicho de otro modo, las cláusulas del acuerdo
especificaban efectivamente que el catálogo de las estrellas fijas que había de publicarse sería el catálogo existente en el momento, y no un catálogo que aún estuviera por completarse. Tal como exigían las cláusulas, Flamsteed entregó a Newton de inmediato el manuscrito del volumen primero, con excepción del catálogo. Newton no permitiría que se empezase la impresión mientras no tuviera un ejemplar del catálogo en sus manos.
Tras algunos intentos de tira y afloja por ambas partes, Flamsteed se mostró de acuerdo, a comienzos de marzo, en dar a Newton copia del catálogo tal como entonces se encontraba. Insistió de todos modos en que la copia estuviese sellada.
Más adelante, Flamsteed protestó con vehemencia porque Newton había quebrantado pérfidamente su promesa y había abierto el catálogo. Sin embargo, no existen pruebas de que Newton hubiese aceptado la condición de Flamsteed. Desde el momento en que lo recibió, Newton fue conocedor de lo que le faltaba al catálogo. Aunque podría haber recibido esa información del propio Flamsteed, quien se la podría haber transmitido oralmente, es probable que desde el mismo comienzo tratase el catálogo como si fuese un manuscrito abierto. No tiene demasiado sentido extenderse excesivamente en la cuestión del catálogo sellado, al que se ha concedido una atención desmesurada. Flamsteed tenía mucho de qué quejarse. A mi juicio, da la impresión de que se agarró a la violación del sello como a un clavo ardiendo para dar contenido específico a su sensación de ultraje, por lo demás plenamente justificada, teniendo en cuenta la forma en la que estaba siendo tratado.
Por último, el 16 de mayo de 1706, fue impreso el primer pliego.
Flamsteed no pudo contener su excitación. El 19 de mayo se dirigió a la casa de Newton para recoger sus notas y observaciones ya que las iba a necesitar para la corrección de pruebas. Newton le dijo que al principio debían ir despacio. El 24 de mayo, como aún no había recibido el segundo pliego, escribió a Churchill para amonestarle por la tardanza. Volvió a escribir a Churchill el 6 de junio, tremendamente insatisfecho tanto con el ritmo de la impresión como con su dudosa exactitud. El 7 de junio, viernes, se personó en el despacho de Churchill; aunque el impresor no compareció a la cita, sí le remitió el cuarto pliego que devolvió corregido y firmado «D. Flamsteed» el lunes 10 de junio por la mañana. Y así siguió la cosa: Flamsteed, intentando por todos los medios acelerar la impresión, mientras Churchill, a pesar de que lo acordado era imprimir cinco pliegos por semana, apenas llegó a entregar uno.
A comienzos de 1708, una vez concluido el manuscrito que Flamsteed había entregado, la cuestión del catálogo ya no podía posponerse por más tiempo. ¿Había
de figurar en el volumen primero, como deseaba Newton, o en el volumen tercero, como prefería Flamsteed? El proceso de impresión se detuvo. Por fin, el 20 de marzo de 1708, las partes implicadas en el litigio se reunieron en la Castle Tavern y acordaron que Flamsteed entregase sus observaciones junto con su instrumento más avanzado, el arco mural, así como otro catálogo de estrellas fijas que llevó a dicha reunión, con objeto de corregir las deficiencias que encontrase en el catálogo que había entregado dos años antes; se acordó asimismo que Newton le haría entrega de 125 libras, y que a la entrega del catálogo de estrellas fijas «tal como haya podido ultimarse hasta este momento» le sería librado el resto del dinero. Por fin recibió, en efecto, 125 libras en abril. De hecho, en octubre no se había hecho nada más, y en octubre falleció el príncipe Jorge, con lo cual el proceso quedó irremisiblemente detenido. Newton ventiló su frustración al borrar el nombre de Flamsteed de la lista de miembros de la Royal Society en 1709, achacando el gesto al impago de sus cuotas, aun cuando pasó por alto a muchos otros miembros que estaban en idéntica situación. Flamsteed empleó la tregua para hacer lo que de todos modos deseaba hacer, y  terminó su catálogo.
En los años siguientes a 1710, Newton consolidó notablemente su posición dentro de la sociedad. A fines de 1713, Sloane decidió darse de baja en el cargo de secretario al frente del cual había permanecido por espacio de veinte años. Al parecer, tomó la decisión bajo ciertas presiones. Halley, un hombre claramente identificado como newtoniano que de ningún modo mantendría su independencia en el seno de la sociedad, sustituyó a Sloane. Apenas un año después de la dimisión de Sloane, el otro secretario, Richard Waller, murió en enero de 1715. Otro reconocido newtoniano, Brook Taylor, le sucedió de inmediato. Taylor dimitió a fines de 1718 y fue sustituido por John Machin, a quien el apoyo de Newton había servido antes para alcanzar la cátedra Gresham de astronomía. Tres años después, James Jurin, protegido de Bentley y procedente del Trinity, sustituyó a Halley. Más allá de los responsables de los cargos, la sociedad adquirió durante estos años la participación de un número creciente de jóvenes miembros en activo, tanto filósofos naturales como matemáticos, que sólo pueden ser descritos como newtonianos: John Craig, William Jones, John y James Keill, John Freind, Roger Cotes, Robert Smith, Colin Maclaurin, J. T. Desaguliers y Henry Pemberton. Si bien el término «newtoniano» no tiene demasiado sentido al aplicarse a los médicos, hubo, sin embargo, dos que estuvieron plenamente identificados con él: Richard Mead y William Cheselden. Varios pasajes de las Memoirs de William Stukeley sugieren el extremo hasta el cual llegó el dominio de Newton sobre la sociedad en sus últimos años de vida. El consejo estaba compuesto, según apunta Stukeley, por los miembros de mayor antigüedad, sobre todo si habían prestado algunos servicios, y eran elegidos por rotación para que se familiarizan con la administración de la sociedad.
Le importaba la elección de miembros útiles, más que el número de los mismos, por lo cual era un honor. Tampoco hubo ninguno que optara por pedir el ingreso sin una genuina recomendación y sin haber dado muestras de sus conocimientos y capacidades. Entonces, las solicitudes eran previamente sometidas a la aprobación del consejo, que estudiaba libremente sus aptitudes; por tanto, era menos probable que fuesen votadas las candidaturas en función de la parcialidad o el prejuicio.
Por lo demás, Stukeley dejó bien claro quién estudiaba las aptitudes.
En noviembre de 1725 volví a ser auditor de cuentas de la Royal Society: cenamos con sir Isaac y, después de la cena, le expresamos nuestro deseo de que recomendase la elección del consejo para el día de San Andrés, cosa que hizo. Ahora tengo conmigo el papel de su puño y letra […] los nombres de los integrantes del consejo para el año siguiente, entre los cuales incluyó el mío.
Stukeley también menciona que, en 1721, cuando se retiró Halley, buen número de miembros, incluidos Hans Sloane y lord (antes sir John) Percival, le indujeron a presentar su candidatura a secretario a pesar de la oposición de Newton. Stukeley perdió la elección por un estrecho margen. «Sir Isaac Newton me trató con frialdad por espacio de dos o tres años, pero como yo no varié mi compostura ni mi respeto hacia él, después volvió a mostrarse amistoso conmigo.»
Un tono casi imperial se introdujo en la sociedad después de 1710. En la sesión del consejo del 20 de enero de 1711, se consideraron aptas «cuatro propuestas para órdenes del consejo» que fueron leídas en el siguiente pleno de la Royal Society. Entre ellas figuraban éstas:
1. Que nadie tomará asiento en la mesa excepto el presidente en la cabecera y los dos secretarios, uno a cada lado del extremo opuesto, salvo si asiste algún extranjero especialmente honorable y a discreción del presidente. […]
3. Que ninguna persona hablará con otra u otras durante las sesiones plenarias, ni en un tono de voz que pueda interrumpir el curso del debate en la sociedad, y que deberá dirigirse antes al presidente.
En algún momento Newton también introdujo la práctica de que el mazo fuese colocado en la mesa sólo cuando el presidente estuviera presente. El primer decreto de Sloane después de ser elegido, tras la muerte de Newton, fue que el mazo estuviese en la mesa en todas las reuniones al margen de quién las presidiera.
En los años siguientes a 1710, el nivel de las sesiones fue cada vez más elevado. Hauksbee habitualmente presentaba un experimento sobre la electricidad estática, la acción capilar o la refracción de la luz. Murió en 1713, pero a comienzos de 1714 Newton descubrió a su sustituto, J. T. Desaguliers. En realidad encontró a dos sustitutos, ya que en William Cheselden, al parecer, halló al ponente de anatomía que antes había buscado en vano. En el verano de 1714, el consejo votó la exención de ambos de los pagos semanales en vista de su probada utilidad para la sociedad.
Cheselden nunca llegó a cuajar, seguramente porque su trabajo como cirujano marchaba demasiado bien. De cuando en cuando, aunque con mínima frecuencia, sí realizó sus ponencias prácticas ante los plenos de la sociedad, aunque con la presidencia de Newton la Royal Society nunca llegó a tener al ponente de anatomía que tanto había deseado. Desaguliers, por el contrario, se convirtió en un fijo de las sesiones, en la mayoría de las cuales llevaba a cabo experimentos íntimamente relacionados con distintos aspectos de la filosofía natural preconizada por Newton.
Algunos de sus experimentos, como la transmisión del calor en el vacío, influyeron en las ideas de Newton, mientras que otros incluso se incorporaron a la tercera edición de los Principia. Con Desaguliers a pleno rendimiento, y con otros jóvenes newtonianos como Jurin, Taylor y Keill, que a menudo presentaban sus ponencias teóricas, las reuniones cobraron un nuevo auge. En una sociedad de simples aficionados, la vitalidad de las reuniones siempre fue algo tenue, y en los años de vejez de Newton, cuando ya no hubo una mano firme que condujera el timón, volvieron a perder la talla alcanzada.
En medio de los diversos éxitos alcanzados por Newton en la Royal Society, hubo un fracaso que no dejó de importunarle: la edición de las observaciones de Flamsteed. En 1708, a la muerte del príncipe Jorge, la autoridad de la comisión de arbitrio había prescrito y el proyecto tuvo que suspenderse. No sucedió nada por espacio de dos años, salvo que Flamsteed aprovechó la tregua para terminar por fin su catálogo de estrellas fijas a su entera satisfacción. Por lo que sabemos, los dos hombres no mantuvieron ninguna comunicación.
Desde el punto de vista de Flamsteed, Newton había utilizado su poder para obstruir la publicación de una obra que podía menguar su renombre. Newton vio el episodio bajo un prisma distinto, y al final no pudo tolerar la idea de que Flamsteed le había denegado las observaciones que necesitaba.
Desde luego, a estas alturas las necesitaba más que nunca ya que finalmente se había comprometido a publicar una segunda edición de los Principia. El 14 de diciembre de 1710, antes de una reunión especial del consejo, el doctor Arbuthnot, uno de los miembros de la comisión de arbitrio que era además médico de cabecera de la reina Ana, esgrimió de golpe una autorización escrita mediante la cual la reina nombraba al presidente de la sociedad y a otros miembros de la misma, que el consejo considerase apropiados, «libres visitantes» del Real Observatorio. El término visitante, en este uso, deriva de fuentes eclesiásticas, y hace referencia a quien está autorizado a visitar oficialmente una institución con el propósito de inspeccionarla y supervisarla con objeto de impedir o subsanar la comisión de abusos o irregularidades. Los visitantes podían ser nombrados tanto para una ocasión específica como para una supervisión continuada, de ahí el adjetivo libre, que colocaba al Observatorio permanentemente bajo el control de la Royal Society. Nada sabemos del trasfondo de esta autorización.
Flamsteed nunca puso en duda que Newton la había orquestado para ponerle a él, y al Observatorio, a merced del presidente de la Royal Society. Newton la utilizó constantemente de este modo, lo cual ratifica la credibilidad de la versión que aporta Flamsteed.
Haciendo uso de la autorización, el 14 de marzo de 1711 el doctor Arbuthnot comunicó a Flamsteed que la reina le había «ordenado» que completase la publicación de la Historia coelestis. Éste pidió a Flamsteed que entregase el material aún pendiente, sobre todo el catálogo de las estrellas fijas.
Flamsteed no respondió de inmediato. Seguramente inquirió con discreción qué era lo que estaba ocurriendo. Según una carta suya a Abraham Sharp, de mediados de mayo, supo el 25 de marzo que la impresión del catálogo ya estaba en marcha. Ese mismo día, por fin, remitió a Arbuthnot una respuesta que había redactado con anterioridad, en la cual daba la bienvenida a la noticia de que la publicación se había reanudado y le informaba además de que había concluido el catálogo en la medida en que se consideraba necesaria. Entretanto, «la buena providencia de Dios (que hasta la fecha había regido todos sus desvelos, y que sin duda seguiría dirigiéndolos hasta su feliz conclusión)» le había llevado a nuevos descubrimientos. Al hallar hasta qué extremo distaban los lugares observados de los planetas de las tablas existentes, había comenzado la confección de nuevas tablas de consulta. Necesitaba ayuda para terminarlas y para que el trabajo fuese digno del patrocinio de la reina y de la memoria de su consorte. Flamsteed pidió a Arbuthnot que se reuniese con él para comentar el asunto. La máscara cayó en ese momento, y Flamsteed recibió una carta furiosa, no de Arbuthnot, sino de Newton, cuya paciencia no soportó siquiera la primera etapa del renovado calvario.
Sir:
Tras comentar con el Dr. Arbuthnot lo relativo a su libro de observaciones, actualmente en prensa, entiendo que él le ha escrito a usted por orden de Su Majestad, ya que tales observaciones son requisito fundamental para la terminación del catálogo de las estrellas fijas, si bien usted ha dado una respuesta indirecta y dilatoria.
Sabe usted cumplidamente que el príncipe difunto había designado a cinco caballeros para examinar lo que estaba en condiciones de ser impreso a expensas de Su Alteza, así como para ocuparse con la debida atención de que dicha impresión se llevase a cabo. La orden recibida incluía sólo la impresión de lo que ellos juzgaran apropiado al honor del príncipe, si bien usted emprendió de su mano y con su sello la tarea de proporcionarles el material requerido, a resultas de lo cual sus observaciones fueron preparadas para la imprenta. El observatorio estableció que se confeccionase un catálogo completo de las estrellas fijas, a tenor de las observaciones que se llevarían a cabo en Greenwich, por lo cual es su deber proporcionar dichas observaciones. No obstante, usted ha hecho entrega de un catálogo imperfecto, sin haber remitido siquiera las observaciones sobre las estrellas que estamos esperando, y tengo entendido que la imprenta ha tenido que suspender su trabajo por la falta de este material. Por tanto, me veo en la tesitura de requerirle bien que envíe el resto de su catálogo al doctor Arbuthnot o bien que, al menos, le envíe las observaciones que necesitamos para darlo por terminado, de modo que pueda proseguir el trabajo de impresión. Y si por el contrario propusiera usted cualquier otra solución, o si optase por cualquier excusa o por reincidir en un retraso de todo punto innecesario e injustificado, su actitud será tomada como negativa indirecta ante el cumplimiento de la orden de Su Majestad. Quedo a la espera de su rápida y directa respuesta, así como de su obediencia.
Aunque Flamsteed sin duda intentaba ganar tiempo, las cartas que envió a Sharp durante 1710 son prueba de que las nuevas tablas planetarias no eran un pretexto.
A comienzos de abril, Flamsteed tuvo confirmación del rumor según el cual el catálogo estaba siendo impreso, ya que tuvo en sus manos un pliego completo, si bien Arbuthnot le había asegurado explícitamente que ese rumor no era cierto. Flamsteed retó a Arbuthnot a que le explicase su mentira acerca del catálogo y las alteraciones que Halley, su enemigo, había hecho.
Arbuthnot se evadió como pudo, refirió a Flamsteed que las alteraciones se habían realizado para complacerle, defendió que tampoco tenía excesiva importancia y terminó informándole torpemente de que calcularían el resto del catálogo a partir de sus observaciones, si no lo enviaba.
Estaba en juego algo más que el catálogo. Aunque no había salido a la luz en la correspondencia anterior, Flamsteed sabía que Newton no se proponía publicar la
totalidad de sus observaciones sobre el arco mural, observaciones que Flamsteed consideraba fundamento empírico del catálogo y salvaguardia de su exactitud. Al cabo de treinta y cinco años de trabajo, afrontó la brutal realidad de que sus enemigos tenían el poder de publicar la obra a la que había dedicado su vida en un volumen que, a sus ojos, la mutilaba y echaba a perder. Enfrentado a una forcé majeure, Flamsteed recogió velas y por una vez transformó su rectitud en dignidad e innegable heroísmo.
He pasado a estas alturas 35 años componiendo y trabajando sin cesar en mi catálogo, que a su debido tiempo podrá ser publicado para el buen uso de los súbditos de Su Majestad y para los hombres de ingenio del mundo entero [escribió a Arbuthnot]. He soportado prolongadas y dolorosas enfermedades causadas por las noches que he pasado en vela y los días de trabajo; he invertido una gran cantidad de dinero, muy por encima de mis posibilidades, de mi propio peculio, con el único objeto de completar mi catálogo y de terminar las obras de astronomía que había emprendido. No se burle de mí diciéndome que estas alteraciones se han hecho para complacerme, cuando de sobra es sabido que nada puede ser para mí más ingrato e injurioso.
Hágame el favor de ponerse en mi lugar, y dígame con sinceridad, si estuviese en mis circunstancias, si hubiese realizado usted mis trabajos y hubiese pasado mis penurias, si de verdad le agradaría ver que sus frutos le son subrepticiamente arrancados de las manos, puestos además en manos de sus declarados y despilfarradores enemigos, dados a la imprenta sin su consentimiento y echados a perder, como ocurre con los míos. ¿Toleraría usted que sus enemigos se erigieran en jueces de algo que ni siquiera comprenden? ¿No retiraría usted el original de sus manos, no les retiraría toda su confianza, no optaría por publicar sus propias obras pagándose la impresión de su propio bolsillo, antes que verlas echadas a perder y verse usted mismo convertido en objeto de mofa […]? Prefiero imprimirlas yo mismo y a mi cargo, en mejor papel y con un tipo de letra más limpio que los que utilizan sus impresores, pues no puedo soportar ver el fruto de mi trabajo echado a perder de esta forma…
Flamsteed no podía retirar su copia. Ésta obraba en poder de Newton. Sí le fue posible negar toda cooperación por su parte, aun a riesgo de que la obra a la que había dedicado su vida tal vez nunca viera la luz. El biógrafo de Newton ha de buscar en vano, por desgracia, a través de los restos de esta crónica espeluznante, de secreta tiranía, intentando encontrar un acto al menos una décima parte digno de elogio.
La suerte estaba echada. Newton, con la colaboración de Halley, procedió a completar directamente la publicación de la Historia coelestis a comienzos de 1712. Este considerable volumen en folio comenzó allí donde Newton siempre había querido que comenzase, esto es, por el catálogo de las estrellas fijas, ejemplar del cual Flamsteed había entregado a Newton ya en 1708 —con el añadido de las constelaciones que faltaban— unas quinientas estrellas que Halley calculó a tenor de las observaciones de Flamsteed. De este modo, el catálogo, igual que el que había planeado Flamsteed, incrementó el número de las estrellas conocidas por los astrónomos, y lo hizo pasando de unas mil a unas tres mil aproximadamente. El volumen continuaba con las observaciones hechas antes de 1689, que habían sido impresas en 1706 y 1707 y, luego, con las observaciones sobre los planetas, el Sol y la Luna, y los eclipses de los satélites de Júpiter comprobados por medio del arco mural. En ningún momento se mostró con más claridad la determinación que tenía Newton de doblegar la obra de Flamsteed para que encajase con sus propósitos.
Newton eliminó las observaciones sobre las estrellas fijas, el resultado de las cuales sí aparecía en el catálogo, e imprimió sólo las que le iban a ser de utilidad. Un vergonzoso prefacio afirmaba además que Flamsteed no había querido hacer entrega de sus observaciones, y que sólo por orden del príncipe Jorge y por la diligencia de los miembros de la comisión de arbitrio fue posible asegurar su publicación. Flamsteed había planeado redactar un largo prolegómeno para describir sus métodos de observación y justificar el grado de exactitud de que se jactaba el catálogo: unidades de cinco segundos, incremento de la exactitud de un cierto tipo respecto de los catálogos anteriores. El prefacio no sólo no decía nada sobre este aspecto, sino que además proyectaba la duda sobre la totalidad de la empresa al sugerir que Halley se había visto en la obligación de corregir diversas deficiencias. Newton dispuso que el Gobierno pagase a Halley 150 libras por su trabajo, 25 más de lo que habría recibido Flamsteed por mucho más trabajo. Newton estaba entonces revisando los Principia de cara a la segunda edición. Tal como había hecho anteriormente con Hooke, repasó sistemáticamente la primera edición y suprimió todas las referencias a Flamsteed. Como el éxito de su ataque contra el cometa de 1680-1681 se había debido principalmente a las observaciones de Flamsteed, para
las cuales carecía de sustituto, no pudo reducirle del todo a la inexistencia, pero sí tachó su nombre en quince sitios.
Tampoco había dado Newton por terminado el asunto. Se había propuesto obligar a Flamsteed a que obedeciera sus deseos. En calidad de visitante del Observatorio, le citó a una comparecencia en Crane Court, sede de la Royal Society, el 26 de octubre de 1711. En ella estuvieron presentes Sloane, Mead y él mismo; la razón de la misma fue cerciorarse de que los instrumentos estuviesen en perfectas condiciones para realizar las observaciones precisas. La comparecencia fue un error. De todos los hombres del mundo, nadie como Flamsteed sabía cómo volver loco a Newton. Y
estaba en plena forma. Aquejado por la gota, de modo que sólo pudo subir las escaleras con ayuda, sí estuvo en condiciones en cambio de ejercer su rectitud con un efecto devastador. «El señor presidente se  acaloró lo indecible», informó a Sharp no sin satisfacción. Demostró que todos los instrumentos eran de su propiedad privada y que no estaban por tanto sujetos a la autoridad de los visitantes. Esto enojó considerablemente a Newton, quien llegó a decir que «lo mismo da no tener Observatorio si no se tienen instrumentos». Flamsteed se quejó por la publicación de su catálogo, se quejó porque le había robado los frutos de su trabajo, e hizo una descripción nada excesiva de la edición.
En esto, disparó y me dedicó todos los insultos —vanidoso, etc. — que se le ocurrieron. Lo único que le contesté fue que refrenara su pasión, que fuera consciente de su estado y mantuviera la calma. Sólo conseguí que acreciese su cólera. Me recordó lo mucho que había recibido del Gobierno en los 36 años que había prestado sus servicios. Le pregunté qué había hecho él a cambio de las 500 libras anuales que había percibido desde que se instaló en Londres. Se calmó un poco, pero le vi de nuevo a punto de estallar otra vez, así que me limité a decirle que mi catálogo, a medio terminar, había sido puesto en sus manos y, obedeciendo sus órdenes, sellado. No pudo negarlo, pero sí dijo que el doctor Arbuthnot había requerido órdenes de la reina para proceder a la apertura del sello. Estoy persuadido de que esto es falso, o de que dicha orden fue requerida después de la apertura. No le dije nada, pero con más arrojo del que había mostrado hasta entonces les dije a los presentes que Dios (de quien se habló poco con el debido respeto en dicho encuentro) hasta el momento me había dado prosperidad en todos mis trabajos, y que no dudaba que seguiría dándome ayuda hasta alcanzar una feliz conclusión. Con esto, me levanté y me fui.
«Que Dios le perdone», añadió naturalmente a su relación de la misma comparecencia en su autobiografía, «como le perdono yo.»
Entretanto, Flamsteed no permaneció ocioso. Habían indicado a Arbuthnot que estaba decidido a imprimir su catálogo tal y como quería, pagándoselo de su bolsillo, y así lo hizo.
Apresuradamente, dio forma definitiva al catálogo, comenzó la impresión en 1712 y la concluyó a finales de año. Sin estar satisfecho del todo, dio comienzo a la impresión de sus observaciones sobre el arco mural. En este momento el destino se interpuso. La reina Ana falleció en 1714. Cayó el gobierno conservador, y los liberales volvieron al poder. La muerte de Halifax, en el verano de 1715, supuso la desaparición del principal contacto de Newton con el nuevo régimen, mientras que Flamsteed conocía al lord Chamberlain, el duque de Bolton.
Alguien muy próximo al lord Chamberlain indicó a Flamsteed que, si lo deseaba, podría retirar los ejemplares de la Historia coelestis que no hubieran sido distribuidos. Naturalmente sí lo deseaba. El 30 de noviembre de 1715, Bolton firmó una orden dirigida a Newton, a los demás miembros de la comisión de arbitrio y a Churchill para que hicieran devolución al autor de los trescientos ejemplares restantes.
Los miembros de la comisión contestaron que su autoridad sobre la obra había terminado a la muerte de la reina. Aunque Flamsteed recibió una indemnización de 125 libras, añadieron con intención que éste había causado grandes problemas al entregar el original con imperfecciones, «a pesar de lo cual dispusieron que se suplicase a Su Majestad la entrega del resto de la edición al autor». No se requiere mayor cinismo para poner en duda semejante afirmación. Por último, el 28 de marzo 1716, Flamsteed tuvo los ejemplares en su poder.
Separó el catálogo y las ciento veinte páginas de extractos de sus observaciones sobre el arco mural, e «hizo un sacrificio a la verdad celestial». Dicho de otro modo, las quemó. Dedicó el poco tiempo que  tenía a imprimir sus observaciones sobre el arco mural y las había terminado virtualmente del todo cuando murió en 1719. Sus dos antiguos ayudantes, Joseph Crosthwait y Abraham Sharp, supervisaron la impresión de los prolegómenos y de los restantes materiales, junto con el catálogo, que constituyeron el volumen tercero de la nueva obra. En 1725, la Historia britannica coelestis apareció por fin en tres tomos: el primero, dedicado a las antiguas observaciones salvadas de la edición de 1712; el segundo, las observaciones completas sobre el arco mural; el tercero, el catálogo y los materiales adicionales. Ésta era en esencia la publicación que Flamsteed siempre había querido realizar, y es en esta forma como se conoce y se venera hoy en día la
Historia. A la sazón, la viuda de Flamsteed y otro ayudante suyo, James Hodgson, publicaron incluso una versión abreviada de las cartas de las constelaciones, el Atlas
coelestis. El empeño de Newton por someter a Flamsteed a su voluntad terminó en un rotundo fracaso, y el único solaz que halló en todo esto fue la donación de un
ejemplar de la edición de 1712, encuadernado en cuero rojo y dorado, a la Royal Society en 1717: un fútil acto de desafío que no pudo dar la vuelta a su derrota. A Flamsteed también le resultó imposible mantener de continuo su postura de altanera dignidad. En junio de 1716, dijo a la princesa Carolina, que acudió a visitar su Observatorio, que Newton era un enorme bribón que le había robado dos estrellas. Por desgracia, la princesa no pudo dominar las ganas de reír.
La publicación de la Historia coelestis fue el episodio más desagradable de la vida de Newton.
Tuvo gran importancia tanto por la luz que arroja sobre su carácter como por lo que revela de sus relaciones con la comunidad científica británica. En cuanto a Newton, la impaciencia frente a la contradicción, que ya se había manifestado en su juventud, en su presteza a desechar las precauciones y sus ganas de            desafiar a las autoridades del momento, como Hooke, en su vejez se habían vuelto una tiránica voluntad de dominar a quien fuese, un molesto rasgo de su personalidad que no podemos ignorar. No obstante, es posible que la faceta más interesante del episodio de Flamsteed sea la revelación de hasta qué extremo fracasó Newton en su empeño por erigirse en la voz dictatorial de la ciencia en Gran Bretaña. En 1709, fue necesario dotar dos puestos de poca importancia, el de ayudante en la Escuela Matemática del Christ’s Hospital, vacante por la dimisión de Samuel Newton, y la Cátedra Savile de astronomía en Oxford, vacante a la muerte de Gregory.
Newton recomendó a William Jones para el primero. Aunque no sabemos con certeza si conspiró con el medio oxoniano, Halley al parecer sacó adelante la candidatura de John Keill, que ya había establecido sus credenciales como newtoniano. Ninguno de los dos obtuvo el puesto. El antiguo ayudante de Flamsteed, James Hodgson, fue nombrado maestro matemático del Christ’s Hospital y John Caswell titular de la cátedra saviliana, con gran deleite de Flamsteed. A la muerte de Caswell, tres años después, le sucedió Keill en el puesto.
No debemos imaginar que Flamsteed hubiera desafiado la posición de Newton en el medio científico de Gran Bretaña. Nadie le planteó ese reto. Él habitaba en otro nivel, y sólo por sus condiciones intelectuales tendría que haber sido mayor su dominio.
Las elecciones anuales de la Royal Society son tan ilustrativas como los dos puestos que no logró ocupar con sus candidatos. Año tras año, otros obtuvieron más votos que Newton para ser miembros del consejo. Las actas recogen una cincuentena de miembros en 1714; Newton obtuvo cuarenta y cinco votos. En 1715 estaban presentes cuarenta y nueve miembros; Newton obtuvo treinta y cinco. William Derham volvió al consejo con cuarenta y seis. Newton no asistió a las elecciones de 1716. En 1723, cuando su senectud podía influir, sólo uno de los once miembros del consejo recibió menos votos que él.
Año tras año, más o menos la quinta o la cuarta parte de los miembros votaron contra él. Es cierto que los miembros en su mayoría no eran científicos y que las elecciones nada tenían que ver con la excelencia científica. Podemos tomar en cambio las elecciones como medida, a grandes rasgos, de cómo el despotismo de Newton enemistaba a quienes no habrían dudado en cambio en reconocer su superioridad intelectual.

Capítulo 12
La disputa sobre la prioridad

Mucho antes de que la controvertida edición de la Historia coelestis de Flamsteed se publicase en 1712 y pusiera provisionalmente punto final a este episodio, dos nuevas preocupaciones se le impusieron a Newton, hasta el punto de que iban a dominar el panorama de su vida durante más de cinco años. En 1709, comenzó a trabajar seriamente en una segunda edición de los Principia. En la primavera de 1711, una carta de Leibniz a Hans Sloane, secretario de la Royal Society, dio comienzo a una acalorada controversia sobre las aspiraciones a detentar la prioridad en la invención del cálculo. Por si fuera poco, empezaba a tomar forma un cuarto problema de considerable importancia para Newton. Una desagradable escena con Craven Peyton, el director de la Casa de la Moneda, ya había supuesto un deterioro en sus relaciones, que iba a culminar con una grave crisis en el seno de la Casa de la Moneda, acaecida en 1714, precisamente cuando la batalla contra Leibniz alcanzaba sus cotas de mayor virulencia. La Casa de la Moneda había sido el firme cimiento en que descansaba la vida de Newton en Londres. Los problemas que en ella se declararon por fuerza tuvieron que afectar a toda su vida. Dada su intensidad, el periodo que va de 1711 a 1716, que sucedió a más de una década de relativa tranquilidad, puede equipararse a los periodos de gran tensión vividos en Cambridge, cuando su implacable búsqueda de la verdad le llevó al límite de sus fuerzas. La coincidencia de estos acontecimientos, así como las exigencias que le supusieron a Newton, tal vez nos puedan ayudar a explicar el furioso episodio que tuvo lugar con Flamsteed en Crane Court el 26 de octubre de 1711, así como muchos otros momentos de estos mismos años, todavía no mencionados.
Antes que nada fue la segunda edición de los Principia. Newton había hablado de ella casi desde el mismo día en que se publicó la primera, con Fatio primero y después con Gregory. Con el traslado a Londres, los planes activos para la segunda edición languidecieron durante un tiempo, pero no llegaron a descartarse del todo, y finalmente, el 25 de marzo de 1708, no sin cierta excitación, Gregory daba cuenta de que la nueva edición se hallaba por fin lista en la imprenta de Cambridge.
Ciertamente hubo sólidas razones para no retrasar por más tiempo la segunda edición. Empezaba a ser difícil encontrar ejemplares de la primera, que en consecuencia se habían encarecido. Lo que prevaleció en el ánimo de Newton, no obstante, no fueron tanto estas consideraciones, sino las manipulaciones de Richard Bentley, un emprendedor académico, hábil para los negocios, que se había instalado en el puesto de director del Trinity College. Hacía mucho tiempo que Bentley había tomado la decisión de cultivar el trato con Newton, y en ese momento decidió maniobrar para conseguir su aquiescencia de cara a una edición que el propio Bentley publicó por medio de la imprenta universitaria.
Bentley encargó a un joven catedrático del Trinity que supervisara la edición. Roger Cotes, que tenía veintisiete años en 1709, era uno de los seguidores de Bentley en su empeño por inyectar nueva savia en el Trinity, un college lastrado por la excesiva veteranía del claustro. Gracias a la tutela de su tío, el reverendo John Smith (padre de Robert Smith, el cual sucedió a Cotes en Cambridge y llegó a forjarse una modesta reputación de científico), Cotes realizó grandes progresos en el campo de las matemáticas antes de ser admitido en el Trinity en 1699. Bentley lo había descubierto hacía tiempo, y lo presentó en 1705 a la cátedra plumiana de astronomía, de reciente creación, antes de que Cotes hubiese incluso obtenido el título de Magister en Artes. No será preciso decir que Cotes dio todo su apoyo a los intentos de reforma del college que emprendió Bentley. En 1709 Bentley estaba en condiciones de dar órdenes a Cotes sin tener que pedirle favores, por lo cual le puso al frente de la edición. Llegó el mes de octubre antes de que Cotes recibiera el manuscrito correspondiente más o menos a la primera mitad del libro, junto con una contestación a la carta que él mismo envió en agosto, en la cual indicaba que se había dedicado a comprobar algunas de las demostraciones experimentales.
De ninguna manera querría que se tomase usted la molestia de examinar todas las demostraciones que contienen los Principia. Es imposible dar el libro a la imprenta sin algunos fallos, de modo que si se limita usted a imprimirlo de acuerdo con el ejemplar que le remití, corrigiendo tan sólo los fallos que detecte en la relectura de las hojas y ocupándose de que todas esas enmiendas sean introducidas en la nueva edición, tendrá usted más trabajo del que sería razonable encomendarle.
Cotes tenía sus propias ideas sobre todas las consecuencias que entrañaba su tarea y, antes de terminar, obligó a Newton a reconsiderar con gran detalle muchos aspectos de la obra, yendo mucho más allá de lo que Newton había previsto.
Todo esto saldría más tarde a la luz. El libro I entrañaba alteraciones menos considerables. Cotes no encontró nada digno de comentar, por lo cual prosiguió a buen ritmo la lectura. No han sobrevivido las cartas que intercambiaron Newton y Cotes durante los seis meses que siguieron; a juzgar por el contenido de la carta de Cotes del 15 de abril de 1710, es improbable que llegara a intercambiarse ninguna. En ese momento habían completado ya la página 224; es decir, se habían adentrado ya en el libro II, y estaban a punto de alcanzar la mitad de las 484 páginas que tendría definitivamente la edición; se aproximaban ya al final del ejemplar que le había remitido Newton. Así como el libro I apenas presentó problemas, el libro II —que trataba sobre los movimientos y los medios fluidos— sí supuso bastante más. Cotes discutió alguno de los puntos contenidos en el escolio a la proposición X. Su carta revela el esmero y la atención que puso en los detalles técnicos de un texto de tal dificultad, aunque a la sazón, si bien no carece de importancia, se le pasó por alto la detección de una errata grave en la proposición misma. Las cartas subsiguientes, que de pronto aumentaron notablemente de frecuencia, bombardean a Newton con problemas tocantes a la primera mitad del libro II, a los cuales no respondió de inmediato. Era una materia de la cual, según confesó, «en esos últimos años apenas se había ocupado…». Si bien aceptó algunas de las correcciones de Cotes, rechazó otras, sólo para conseguir que Cotes volviese a la carga. No era éste un tratamiento al que Newton se hubiese acostumbrado con el paso de los años; aun cuando finalmente tuvo que reconocer el razonamiento de Cotes, está bien claro que no le hizo ninguna gracia tener que aguantar el acoso.
Sr. Catedrático,
He reconsiderado la Decimoquinta Proposición con sus Corolarios, y pueden quedar tal como usted los expone en sus cartas.
A mediados de mayo, cuando un problema de la sección IV causó un notable retraso, la imprenta se puso al día en la corrección del texto y luego se interrumpió brevemente la impresión. Tras poner en limpio la sección IV, la sección VI —el comienzo de la teoría de Newton sobre la resistencia de los fluidos al movimiento de los proyectiles— de nuevo detuvo su avance y el de la impresión. «No será preciso que se tome la molestia de examinar todos los cálculos del escolio [al final de dicha sección]», aconsejó Newton a Cotes. «Tales errores, como no dependen de un razonamiento erróneo, no pueden tener grandes consecuencias, y pueden ser corregidos por el propio lector.» A pesar de todo, Cotes se tomó la molestia. En breve pudo resolver los problemas de la sección VI y, el 30 de junio. Cotes anunció que la imprenta tenía compuesta la totalidad del material remitido por Newton en su día y que se marchaba a Leicestershire a tomarse seis semanas de descanso. Terminada la sección VI del libro II, resultó que en nueve meses habían preparado 296 páginas, esto es, algo menos de dos tercios del total.
La correspondencia de los tres meses anteriores había sido una experiencia nueva para Newton. De mala gana al principio, había permitido que Cotes le arrastrase a un intercambio de pareceres genuinamente científico que en la totalidad de su correspondencia no tiene parangón, salvo en la posterior discusión que mantuvo con el propio Cotes. Al principio, sus cartas eran bruscas, frías, incluso hasta el extremo de resultar cortantes. Ya en junio, sin embargo, empezaba a disfrutar de la discusión a medida que Cotes volvió a ponerle frente a la excitación inicial de su gran obra. No repitió el irrisorio saludo que dedicó al «Sr. Catedrático»; antes bien, agradeció más de una vez a Cotes sus correcciones, y su respuesta a la carta del 30 de junio, además de una promesa de tener listas de inmediato el resto de las correcciones al texto, concluye con un caluroso saludo.
Me pongo humildemente al servicio de su director [Bentley] y le doy muchísimas gracias a usted por las molestias que se ha tomado Sir en la corrección de esta edición.
Su más humilde servidor
Isaac Newton.
Lo cierto es que Cotes prolongó sus vacaciones durante más de dos meses, para regresar por fin a Cambridge a comienzos de septiembre. Fiel a su promesa, Newton despachó de inmediato una nueva tanda de páginas, correspondientes al resto del libro II y al libro III, hasta llegar a la proposición XXIV. Comenzó por la sección VII, que contiene el núcleo de la teoría newtoniana sobre la resistencia de fluidos, esto es, el asunto, según había dicho a Gregory, que más quebraderos de cabeza le causaba. Ninguna otra parte de los Principia había sido tan defectuosa como ésta. La imprenta tuvo que detener por completo sus trabajos durante nueve meses, tiempo durante el cual Newton y Cotes lucharon con la revisión e, incluso entonces, la impresión apenas avanzó durante el resto de 1711.
Entretanto, había llegado la carta de Leibniz. Al contemplar Newton todas sus implicaciones, este documento comenzó a dominar su conciencia hasta el extremo de llegar a descartar cualquier otro asunto. Los documentos de esta índole que datan de los años siguientes tienden a abundar en furiosos párrafos contra Leibniz, ya que Newton, con su característico estilo, puso a punto su prosa con infinito esmero hasta afilarla tanto como una cuchilla de afeitar. La conclusión misma de la segunda edición de los Principia, en estas circunstancias, parece literalmente poco menos que un milagro, quizá posible sólo en razón de que la batalla se amplió más allá del terreno propio de las matemáticas, para abarcar la totalidad de la filosofía natural, por lo cual los Principia sirvieron para presentar combate en uno de los muchos frentes abiertos.
Tal como hemos visto, la tempestad que estalló en 1711 llevaba años preparándose: desde luego, puede decirse que tuvo su inicio ya en 1684, cuando Leibniz optó por publicar su cálculo sin hacer mención de que conocía los progresos de Newton sobre líneas similares. La publicación en 1699 del volumen tercero de las Opera de Wallis, con los textos completos de las dos Epistolae de 1676, así como otras cartas que dan fe de los progresos de Newton en el año 1673 y de la situación en que se encontraba Leibniz en 1674 y 1675, impreso todo ello con la ayuda y la cooperación del propio Newton, fue el suceso decisivo que dio un tinte inevitable a la disputa pública que se iba a desencadenar. Antes de 1699, Newton había aludido a la correspondencia de 1676 en los Principia y también en una obra truncada, «De quadratura curvarum», publicada en el volumen segundo de Wallis, en 1693. Sólo Newton y quienes estaban en contacto con él, así como Leibniz, entendieron las alusiones. En Europa no había nadie que conociera con detalle la comunicación de Newton de 1676. Pierre Varignon interpretó el escolio sobre la fluxión que incorporó Newton en los Principia como reconocimiento por parte de Newton de que Leibniz había inventado el cálculo. Existen razones de toda clase para pensar que esta lectura fue deliberadamente sesgada. Cuando Johann Bernoulli vio el texto en el volumen segundo de las Opera de Wallis, sugirió que Newton lo había confeccionado a partir de los papeles de Leibniz. Desde luego, Bernoulli repitió esta acusación posteriormente, aunque no es menos cierto que cuando vio el Commercium epistolicum en 1712, con las mismas cartas que había impreso Wallis, más algunas otras, aconsejó a Leibniz que su mejor defensa sería seguramente demostrar que las cartas habían sido alteradas. No parece en cambio que las Opera de Wallis tuviesen una amplia circulación en Europa. El Acta presentaba una revisión (probablemente debida a la mano anónima de Leibniz) del volumen de forma que las cartas parecían sobre todo destinadas a celebrar la temprana genialidad de Leibniz. No obstante, en 1699, el texto completo de una correspondencia que Leibniz había ocultado pasó a ser de dominio público, y a partir de ese momento cambió radicalmente la conducta de Leibniz.
En el mismo año de 1699, Fatio de Duillier causó su última impresión significativa en la vida de Newton gracias a la publicación de un tratado matemático titulado Lineae brevissimi descensus investigatio geométrica dúplex (Una investigación geométrica dual sobre la línea de máxima pendiente). Habían transcurrido seis años desde su ruptura con Newton. No existe ningún motivo para pensar que Newton intervino de manera alguna en dicho tratado. Leibniz, que conocía la íntima amistad que les había unido anteriormente, sin lugar a dudas pensó que Newton sí estaba implicado. En cualquier caso, Fatio había hecho lo indecible por insultar a Leibniz, y había rebasado incluso los límites estrictos del insulto para llegar a actos más graves. Fatio había inventado su propio método de cálculo en 1687, afirmaba, y en modo alguno era deudor de Leibniz, quien podría enorgullecerse de sus demás discípulos, pero no de Fatio.
De todos modos, impulsado por la evidencia de los hechos, reconozco que Newton fue el primero, con muchos años de diferencia sobre los demás, en inventar este cálculo: que Leibniz, segundo inventor, tomase algún elemento prestado de sus hallazgos, es un juicio que prefiero no emitir, y que sean ellos quienes diriman el asunto, ya que ambos conocen las cartas de Newton y sus restantes manuscritos. No deseo que el silencio de Newton, con toda su modestia, ni tampoco los actos y las exhortaciones de Leibniz en todas partes, adjudicándose él la invención del cálculo, se impongan sobre ninguna persona que examine todos estos papeles, tal como yo he hecho.
En el Acta Leibniz hizo una revisión anónima de la publicación y dio a la luz asimismo una réplica firmada a esta acusación. Al desmentirla, llevó su silencio en lo tocante a la correspondencia de 1676 todavía un pasó más allá, adentrándose en la falsedad más absoluta, al afirmar que en 1684, cuando publicó su método por vez primera, sólo sabía que Newton disponía de un método de tangentes.
Tampoco fue Leibniz única y exclusivamente el objeto pasivo de una agresión por parte de Inglaterra. En 1699, también había publicado un ataque contra David Gregory, en concreto por su intento de demostrar la catenaria, ataque en el cual taimadamente daba a entender que el fallo de la demostración era debido a las deficiencias del método fluxional.
En este ambiente de suspicacias y hostilidades crecientes, Newton por fin decidió que había llegado el momento oportuno de publicar íntegramente sus obras matemáticas, los dos tratados que en su día aparecieron como apéndice a la Óptica. Su introducción aclaraba que no tenía el propósito de publicarlos como mero capricho. «En una carta escrita a Mr. Leibniz en el año de 1676, y publicada por el doctor Wallis [afirmaba en el prefacio), mencionaba yo un método gracias al cual había encontrado algunos de los teoremas generales que me permitieron hallar la cuadratura de ciertas figuras curvilíneas…» De este modo pretendía dar por sabido que «De quadratura», compuesto en realidad en la década de 1690, era una consecuencia derivada de los trabajos de la década de 1670, es decir, expresaba una reclamación a la par de la réplica de Leibniz a Fatio, en lo relativo a cuáles eran sus conocimientos en 1684. La introducción a «De quadratura» estaba dirigida nada menos que al propio Leibniz, y por fortuna está más próxima a la verdad de los hechos. «Gradualmente, fui hallando el método de las fluxiones, que he empleado aquí, en la cuadratura de las curvas», afirmaba, «ya en los años de 1665 y 1666.» Una revisión anónima de «De quadratura» se publicó en el Acta eruditorum de enero de 1705. Newton sostuvo después que vio dicha revisión por vez primera en 1711, si bien esta afirmación admite algunas reservas. Al margen de cuándo la viese por vez primera, nunca puso en duda que Leibniz la había escrito de su puño y letra. Tal como sabemos por los papeles de Leibniz, estaba en lo cierto. Al describir el contenido de la obra, el anónimo corrector operaba una transposición al lenguaje del cálculo diferencial inventado por Leibniz.
En vez de las diferenciales leibnizianas, por consiguiente, Mr. Newton emplea, como siempre ha empleado, las fluxiones, que son prácticamente lo mismo que los incrementos de los fluyentes que se generan en mínimas porciones de tiempo iguales entre sí. Ha hecho un uso elegante de estos conceptos tanto en los Principios matemáticos de la naturaleza como en otros trabajos publicados posteriormente, tal y como Honoré Fabri, en su Synopsis geométrica, sustituyó el progreso de los movimientos por el método de Cavalieri.
Aunque nunca reconoció su autoría, Leibniz sí sostuvo que este pasaje no implicaba plagio por parte de Newton. No cabe duda de que el pasaje está escrito con auténtico estilo, aunque sólo un oído algo sordo podría dejar de percibir el sonsonete que quiso dar a las palabras. Entre quienes estaban provistos de un oído más fino hay que tener en cuenta a John Keill, que publicó un trabajo sobre las fuerzas centrífugas en el número 317 de Philosophical Transactions, correspondiente a septiembre y octubre de 1708. Ya al final de su trabajo, Keill incluía una tosca réplica a la insinuación de Leibniz.
Todas estas [proposiciones] se derivan de la aritmética de las fluxiones, hoy tan célebre, que Mr. Newton, sin la menor duda, fue el primero en descubrir, tal como todo el que lea sus cartas, publicadas por Wallis, podrá reconocer con toda facilidad; la misma aritmética, aunque con nombre distinto y con utilización de una notación diferente, fue posteriormente publicada en el Acta eruditorum, no obstante, por Mr. Leibniz.
Las publicaciones periódicas no circulaban a la velocidad del relámpago a comienzos del siglo XVIII. Aunque el número fue publicado en 1709, y es de pensar que a principios de año, Leibniz no vio el artículo de Keill hasta pasado un tiempo. Cuando por fin pudo leerlo, se quejó ante la Royal Society en una carta que fue recibida en marzo de 1711.
Lo que vino a decir Keill no era ni más ni menos que la moneda corriente que se utilizaba en los círculos eruditos de Gran Bretaña. No cabe duda de que meramente se limitó a repetir lo que había oído en Oxford de labios de Wallis, de Gregory y de Halley, por no hablar de Fatio, el cual estuvo también en Oxford a comienzos de siglo. En la década de 1690, Gregory había tenido ocasión de ver la correspondencia que saldría en el volumen de Wallis, y había formulado por sí mismo el argumento esgrimido en las cartas a la hora de denunciar el plagio en que había incurrido Leibniz. «Estas cartas han de ser impresas», terminaba, «en el infolio que el doctor Wallis se dispone ahora a dar a la imprenta, por riguroso orden cronológico, sin ninguna clase de nota, comentario o reflexión: que hablen las cartas por sí solas.» Keill pasó por pura casualidad a ser el vehículo de la venganza de Newton, pero fácilmente podría haber sido cualquier otro.
Con la carta en la que Leibniz se quejaba de las afirmaciones de Keill, los preliminares llevados a cabo en secreto por fin concluyeron, y finalmente comenzó la batalla abierta que durante tanto tiempo se había estado preparando. La relación que hago de la controversia nada tiene que ver con la cuestión de la prioridad. Por lo que a mí respecta, esa cuestión ha quedado definitivamente zanjada mediante el examen de los papeles que nos han dejado los dos principales litigantes. Newton inventó el método fluxional en 1665 y 1666. Unos diez años más tarde, a resultas de sus propios estudios independientes, Leibniz inventó el cálculo diferencial. Newton sostenía —con sus interminables esbozos, correcciones y adiciones, más bien podría decirse que sostuvo reiteradamente— que el segundo en llegar a un descubrimiento carece de derechos de propiedad sobre el mismo. Difícilmente podría haberse formulado un planteamiento más absurdo que éste. El primer inventor se aferró a su descubrimiento, lo sujetó con fuerza y prácticamente no comunicó nada del mismo. El segundo publicó su cálculo y de ese modo elevó el nivel de las matemáticas de Occidente. Newton terminó por comprender que así había sido, y la mitad de sus coléricos embates contra Leibniz fueron de hecho un reproche contra su propia actuación de años antes, cuando había preferido guardar bajo llave semejante joya.
Mi relación de la disputa, repito, nada tiene que ver con la cuestión de la prioridad. Ya comentó Varignon que la gloria del invento era suficiente para repartírsela entre ambos. Mi relación de la disputa quiere ser más bien el relato de una incapacidad, por parte de ambos, a la hora de compartirla amistosamente. Si la gloria del invento era suficiente para ambos, también lo fue la deplorable razón del enfrentamiento. Ésta sí consiguieron repartirla más o menos a partes iguales. En el caso de Newton, el cúmulo de inhibiciones y neurosis que le habían impedido publicar su método desde el primer momento también le retuvo a la hora de afirmar con vehemencia el derecho de su demanda. Durante casi treinta años, desde la publicación del primer artículo de Leibniz, se limitó a preparar la impresión de opacas referencias a una correspondencia mantenida con Leibniz en 1676. Más allá del reducido círculo de los amigos íntimos de Newton, nadie, salvo el propio Leibniz, pudo entender qué estaba insinuando. Entretanto, no dejó de quejarse amargamente, en privado, con sus amigos íntimos y de envenenar a través de ellos la mentalidad de toda una generación de matemáticos británicos. A Newton le gustaba decir que aborrecía la controversia y que intentaba evitarla por todos los medios. En el caso del cálculo, diríase que así se condujo, en efecto. Aunque expresó sus protestas en privado, una y otra vez se echó atrás, y renunció a una confrontación directa con la injusticia que a su entender existía, como si supiera demasiado bien adonde podría haberle llevado su apasionamiento si llegara a desatarlo. Más le valdría dominarse, pues una vez enardecido por la carta de Leibniz, su furia era incontrolable.
En cuanto a Leibniz, su ansiedad por lograr la aclamación pública, su necesidad de recoger y salvaguardar el capital intelectual que era garantía de su propia vida, le llevaron en 1684 al fatal error de intentar adueñarse del crédito indiviso de su sensacional invento, por el sistema de pasar por alto la correspondencia de 1676. Para Newton, éste fue su pecado original, un pecado que ni siquiera la gracia divina podría perdonar. El artículo de Leibniz había afirmado que su método alcanzaba hasta los problemas más sublimes, problemas que no podrían resolverse sin él o sin otro similar [aut simili].
Era imposible que los alemanes, sin la ayuda de un intérprete, comprendieran qué quiso decir con las palabras AUT SIMILI. Tendría que haber hecho justicia a Mr. Newton utilizando palabras sencillas y comprensibles, y haber dicho a los alemanes de quién era ese Methodus AUT SIMILI, y qué grado de antigüedad tenía respecto del suyo, de acuerdo con las noticias que había recibido de Inglaterra, así como haber reconocido que su propio método no era tan antiguo. Tal vez así se habría ahorrado toda la disputa; esto es desde luego lo que merece plenamente un recto sentido de la justicia y la natural sinceridad de los hombres.
Es posible que un pronunciamiento de estas características por parte de Leibniz hubiese zanjado de raíz la disputa. Es posible que la disputa se hubiese desatado de todos modos. En cualquier caso, lo cierto es que Leibniz no mencionó qué parte de la obra de Newton conocía con detalle y, en 1699, cuando se publicó el volumen de Wallis, ya era demasiado tarde. Para entonces, durante quince años había pasado por ser el único inventor del cálculo. Ni siquiera a sus amigos más íntimos les comentó el intercambio de pareceres que mantuvo con Newton. El elogio de Fontenelle, diecisiete años posterior, revela hasta qué extremo llegó su éxito inicial al convertirse, a ojos del mundo, en el único responsable de la invención. Lo que temía Leibniz era la conclusión que pudieran extraer los ingleses. Haber reconocido libremente la correspondencia mantenida en toda su amplitud, en fecha tan tardía, podría haber dado pie a toda clase de suspicacias en torno a la independencia de su descubrimiento. Cuando uno recuerda la respuesta de Bernoulli al Commercium epistolicum —es decir, que la mejor defensa de Leibniz sería demostrar que las cartas eran un fraude—, es posible apreciar su dilema.
No hay nada tan revelador del problema en que estaba inmerso Leibniz como su silencio acerca de «De analysi». Tal como sólo él sabía, las Epistolae de 1676 no eran siquiera la mitad del asunto. En Londres también había tenido ocasión de leer «De analysi», el tratado que ocupa un lugar tan destacado en la disputa, ya que existían pruebas independientes para establecer su fecha. Leibniz jamás dijo ni una palabra de «De analysi», y Newton, quien para realzar el efecto de la polémica había insinuado muy vagamente la visita que hizo Leibniz a Londres, tampoco sabía que de hecho había visto el tratado, e inicialmente no mencionó nunca algo que hubiera gritado con entusiasmo por toda Europa. Sólo cuando Leibniz, poco antes de su muerte, reveló por pura inadvertencia hasta dónde había llegado la liberalidad de Collins en el otoño de 1676, sólo entonces comenzó a comprender Newton que posiblemente también había leído el tratado.
La estrategia de Leibniz en la disputa se derivó del peligro mortal al cual le había expuesto el pecado venial de 1684. De ahí su respuesta a Fatio —es decir, que en 1676 sólo había tenido conocimiento de un método de tangentes—, a la que éste añadió que también había conocido las series infinitesimales. De ahí también la reseña que hizo de Wallis, en la cual subrayaba la evidencia del hallazgo del propio Leibniz en 1676, para desembocar en el argumento de que Newton había sido el discípulo en el intercambio de pareceres. De ahí, por supuesto, la reseña tan curiosamente restringida, y también anónima, de «De analysi», en la cual nunca se dijo ni una palabra sobre su fecha de composición, ya que se optó por presentar un argumento, o puede que sólo una sugerencia de argumento, para que el lector se hiciese su propia idea, a saber, que «De analysi» se limitaba a emplear el método exhaustivo de Arquímedes y el método infinitesimal de Fermat, que diferían de los nuevos conceptos hallados en el cálculo que había inventado «el ilustre Leibniz». Su amigo Christian Wolf, quien tampoco sabía que Leibniz había leído «De analysi» en 1676, le apremió para que llevase ese argumento hasta sus últimas consecuencias, demostrando que el tratado no contenía el algoritmo del cálculo, lo cual constituye otro esclarecimiento, aunque inconsciente, del dilema en que se encontraba Leibniz. ¿Qué habría dicho Wolf si hubiese leído «De analysi», si hubiese sabido que Leibniz también lo había leído, nada menos que en 1676? Leibniz prefirió en cambio hablar de «De analysi» tan poco como pudo.
Hasta el acto final del drama subsiguiente, cuando menos, Leibniz fue un dechado de sofisticación y de urbanismo. Nunca dejó pasar una sola ocasión para alabar a Newton en público, aun cuando tampoco dejó de atacarle anónimamente y por medio de insinuaciones indirectas. En 1701, sir A. Fontaine se encontró con Leibniz en una cena celebrada en el palacio real de Berlín. Cuando la reina de Prusia le preguntó qué opinión le merecía Newton,
Leibniz dijo que al considerar las matemáticas desde los orígenes del mundo hasta los tiempos de sir I., lo que él había hecho era con diferencia más de la mitad, y añadió que había consultado con los hombres más distinguidos de toda Europa acerca de algún punto de especial dificultad en esta disciplina, y que al no tener cumplida satisfacción decidió escribir a sir I., y que éste le envió a vuelta de correo una respuesta en la que le indicaba cómo proceder, gracias a lo cual resolvió el problema.
Dos años antes había dado a entender, anónimamente, que el error de Gregory en la catenaria se derivaba de los defectos del método newtoniano.
Newton también se recluyó tras un escudo anónimo, y habló por medio de un portavoz. De un tiempo a esta parte se ha puesto de moda culpar a Keill de la controversia. No cabe duda de que él no hizo nada para aplacar los ánimos, pero también es cierto que la beligerancia de Keill era del estilo de Newton. Si Newton iba a expresarse por medio de un portavoz, no pudo haber encontrado un instrumento más adecuado. Leibniz siempre supuso que Keill era la voz de su amo, y que su amo era Newton. Siendo un hombre de mundo, capaz de entender perfectamente una respuesta de aparentes halagos, pero llena de estocadas encubiertas, Leibniz se quedó boquiabierto, asombrado, al descubrir que el autor de los Principia y de la Optica era un toro salvaje, cuyo único recurso era bajar la cabeza y cargar contra lo que se le pusiera por delante, teniendo en cuenta que además se había encerrado en el mismo establo con aquella encarnación de la furia.
El aguijón que finalmente incitó a Newton fue la carta de Leibniz a la Royal Society, fechada el 4 de marzo de 1711, como queja por «la impertinente acusación» de Keill. Al protestar y expresar su inocencia, Leibniz apeló a la Royal Society para que hallase un remedio por el cual Keill declarase en público no haber tenido la intención de acusar a Leibniz, al contrario de lo que parecía desprenderse de sus palabras. Newton presidió, por supuesto, la sesión del 22 de marzo de la Royal Society en la cual se leyó la carta. Dos semanas después, la Royal Society volvió a ocuparse del asunto, y Newton, desde la presidencia, aportó ante los presentes su propia versión de la invención del cálculo. Cuando se procedió a leer el acta de la reunión, la semana siguiente, Newton amplió sus comentarios, mencionando «sus cartas, de muchos años antes, a Mr. Collins, en las cuales se había referido con detalle a su método sobre el tratamiento de las figuras curvilíneas, etc.». La sociedad pidió a Keill, presente en la sala, que preparase un documento en el que afirmase los derechos de Newton.
Pasó mes y medio hasta que Keill tuvo preparada su respuesta, periodo durante el cual Cotes estuvo esperando la resolución final de Newton sobre la proposición XXXVI, sobre la resistencia de fluidos. No disponemos de pruebas manuscritas que atestigüen la notoria participación de Newton en la redacción de la carta, pero todo lo que contiene —su íntimo conocimiento de los textos más antiguos de Newton, de la propia correspondencia, de los detalles de su argumento en torno a los progresos de Leibniz, tal como se revelaba en las cartas de 1675 y 1676, pero muy en especial su estilo, el tratamiento de la cuestión como si fuese un asunto histórico que tuviera que zanjarse acudiendo a las fuentes manuscritas— delata visiblemente la mano que le dio forma. La Royal Society, bajo la presidencia de Newton, tuvo conocimiento de la carta ya terminada el 24 de mayo, y ordenó que fuese enviada a Leibniz, pero no publicada en las Philosophical Transactions hasta que la respuesta de Leibniz demostrase que la había recibido. Newton llegó a escribir el borrador de la carta de Sloane que había de servir de introducción. De hecho, la respuesta que dio Keill a la queja de Leibniz nunca llegó a aparecer en las Philosophical Transactions; cuando fue recibida la respuesta de Leibniz, generó una publicación bastante más extensa.
Leibniz dedicó tiempo a pensar su respuesta, que no remitió hasta el 29 de diciembre, y que la Royal Society no recibió hasta el 31 de enero de 1712. Aunque de ningún modo pudo dejar de entender que Newton, presidente de la Royal Society, estaba tras el documento que le había enviado la propia sociedad, Leibniz optó con todo cuidado por diferenciar a Newton de Keill, a quien trató como si fuese un principiante ante el cual no tenía ninguna necesidad de justificar sus actos. En calidad de miembro de la Royal Society, apeló a que se hiciera justicia. A esta apelación Newton dio una inesperada réplica. Leibniz se había arrojado en manos de la justicia de la Royal Society. Así pues, de acuerdo: que fuera la sociedad la que celebrase un pleno para dirimir el litigio. El 6 de marzo de 1712, la Royal Society finalmente designó a una comisión que inspeccionase las cartas y demás papeles relativos al asunto: estuvo compuesta por Arbuthnot, Hill, Halley, Jones, Machin y Burnet, a los cuales se sumaron después Robartes, DeMoivre, Aston, Taylor y Frederick Bonet, embajador en Londres del rey de Prusia. A Newton le agradaba hacer referencia a la comisión como «un grupo numeroso, capaz, compuesto por caballeros de varias nacionalidades…». Era más bien una nidada de sus propios partidarios, en la cual Bonet, mortificado por la vergüenza, se dejó introducir para garantizar un mínimo revestimiento de imparcialidad.
La tarea encomendada no resultó difícil ni a Bonet ni a los demás. Newton ya había realizado los trabajos preliminares, a lo largo de un año de intensivas investigaciones. Tan sólo pocos años antes habían pasado a poder de William Jones los papeles de John Collins. Los inmensos provechos de este golpe de suerte de pronto saltaron a la luz. Sumados a la correspondencia de Oldenburg, que obraba en las actas de la sociedad, los papeles de Collins constituían el fundamento factual perfecto para un informe en cuya composición no fue necesario recurrir en modo alguno a los papeles del propio Newton. Leibniz se quejó más tarde —con toda justicia— de que la comisión llevó a cabo un proceso judicial sin haberle informado de ello y sin haberle permitido presentar las pruebas que estimara oportunas. La comisión tampoco convocó a Newton para que prestase declaración; no fue necesario. Newton llevó a cabo la investigación de la sociedad, dispuso las pruebas y escribió el mencionado informe de la sociedad, el cual se presuponía un repaso de la historia completa del cálculo. Estuvo concluido el 24 de abril, mes y medio después de la designación. Los últimos tres miembros de la comisión fueron en efecto designados el 17 de abril, una semana antes. El proceso tal vez explique por qué no firmó la comisión el informe, pero lo cierto es que las criaturas de Newton estaban demasiado bien domesticadas para resistirse a suscribirlo. De su capital participación en este sentido no puede caber la menor duda. Además del extenso manuscrito, de los restos de sus indagaciones —todo ello incorporado más adelante al volumen que había de publicarse— existe el borrador del informe escrito de su puño y letra. En su posterior «Relación de Commercium epistolicum», Newton se mostró indignado ante la exigencia de Leibniz; según la cual había inventado el cálculo antes de recibir las cartas fechadas en 1676. «Pero ni un solo hombre puede ser testigo de su causa», tronó. Con sus propias palabras selló el juicio que él mismo merecía.
No es de extrañar que la comisión, o tribunal, se pronunciase a favor de Newton y decidiera condenar a Leibniz, en un documento al lado del cual el párrafo de Keill palidece hasta parecer un halago. A tenor de los papeles y las cartas decidieron
[…] que el método diferencial es uno y el mismo que el método fluxional, con la excepción del nombre y del sistema de notación […] y por consiguiente entendemos que la cuestión que está por aclarar no es quién haya inventado uno u otro método, sino quién fue el primero en inventar el método, y es nuestra opinión que quienes han concedido a Mr. Leibniz la reputación de ser el primero en inventarlo poco o nada sabían de su correspondencia con Mr. Collins y con Mr. Oldenburg, muy anterior, así como tampoco podían saber que Mr. Newton tuvo listo dicho método quince años antes de que Mr. Leibniz comenzara a publicarlo en las Acta Eruditorum de Leipzig.
Por todas estas razones reconocemos que es Mr. Newton el primero en inventar el método, y somos de la opinión de que Mr. Keill, al afirmar esto mismo, en modo alguno ha sido injurioso para con Mr. Leibniz, por lo cual sometemos al juicio de la sociedad que el extracto de las cartas y papeles hoy presentado junto con todo lo que ya se había recogido en este mismo propósito, en el tercer volumen del Dr. Wallis, sea apto para publicarse.
El volumen resultante, Commercium epistolicum D. Johannis Collins, et aliorum de analysi promota (La correspondencia del erudito John Collins y otros en relación con el progreso del análisis), apareció a comienzos del año siguiente. No es mucho lo que será preciso decir sobre Commercium epistolicum. El grueso del volumen consta de cartas y otros papeles, así como de extractos de otras obras, dispuestos cronológicamente, con la intención de dejar sentado el juicio de la comisión, que se encargó de imprimirlo en toda su extensión y en el original inglés. Las notas a pie de página, de índole más partidista, en las cuales se apuntaba la prioridad del método fluxional recogido en los papeles y las cartas de Newton aprovechando cada ocasión para denigrar las cartas de Leibniz, configuran un comentario a lo largo de la compilación. La pasión invertida por Newton en el argumento, a medida que se iba cobrando su venganza, estalló en notas de carácter matemático allí donde menos cabía esperarlas. La carta de Leibniz del 12 de julio de 1677 comentaba que había encontrado algunas de las series de Newton entre otros viejos papeles suyos ya olvidados. La indignación de Newton estalló con todas las consecuencias. Leibniz había recibido esas series dos años antes, con una carta en la que se le había interrogado sobre el método subyacente a las mismas; lo recibió de manos de Oldenburg, tuvo ciertos problemas en entenderlo, y de pronto se arrogaba su descubrimiento. Otro tanto sucedió con otras series. «Así pues, el método que anteriormente deseaba, que había pedido, recibido y entendido con dificultad, resultaba descubierto en verdad, ya fuera antes o al menos por sus propios esfuerzos.»
Commercium epistolicum fue un brillante ejercicio en polémicas partidistas y un testimonio del prolongado vigor intelectual de Newton, que rondaba ya los setenta años de edad. El impacto total de las notas, el impacto total del volumen entero, en ausencia de cualquier elemento que pudiera defender a Leibniz, es sencillamente devastador. Puede que excesivamente devastador. Llevado en alas de su propia furia, Newton no supo reconocer la utilidad de la moderación en estas lides. No cabe duda de que el volumen supuso para un público determinado una tremenda información sobre un cúmulo de sucesos que Leibniz no había querido dar a conocer. No está del todo claro, sin embargo, que fuera convincente. Leibniz había causado una impresión demasiado honda en los círculos eruditos como ser despachado con cajas destempladas y acusado de fraude en aquel momento de su carrera profesional. «Como no da la sensación de que Mr. Leibniz haya quedado satisfecho con esta decisión», comentaba escuetamente el Journal des Sgavants, «el público sin duda recibirá de él mismo más informaciones sobre este asunto.»
La segunda edición de los Principia apenas avanzó durante 1711, año en que la disputa con Leibniz, por no mencionar la Historia coelestis de Flamsteed y la agitación de la Casa de la Moneda, distrajeron considerablemente a Newton. En junio, los problemas con la proposición XXXVI y la sección VII del libro II, que habían causado la detención de la imprenta durante casi todo un año, por fin fueron solventados. Bentley se llevó el resto del ejemplar de Londres, y la imprenta de nuevo se puso en marcha. Por desgracia, Cotes halló nuevos problemas con la proposición XLVII de la sección VIII, que versaba sobre la propagación de pulsiones tales como las de tipo sonoro por medios elásticos; así, hubieron de pasar otros ocho meses antes de quedar resueltas. Tal como estaban las cosas en febrero de 1712, la edición, que había marchado a buen ritmo durante los primeros nueve meses cubriendo las primeras 296 páginas, a duras penas añadió otras 40 páginas durante los siguientes diecinueve meses. En este momento, sin embaído, Newton por última vez había decidido ponerse a trabajar de lleno en su obra maestra, y la edición pudo concluirse, aunque no sin otras dos interrupciones poco importantes.
La disputa sobre la prioridad dirimida con Leibniz, que se había ensanchado hasta abarcar las diferencias filosóficas que separaban a ambos hombres, influyó en determinados aspectos de la segunda edición. La respuesta de Newton a las críticas de índole filosófica que vertió Leibniz —el cual planteó con vehemencia su objeción al concepto de fuerzas que actúan a distancia—, y que también le llegaron del continente europeo, supuso un hondo contraste entre su filosofía experimental y la filosofía hipotética de sus antagonistas. Insistió en que no se había propuesto mostrar las causas de los fenómenos, salvo en aquellos casos en que los experimentos las revelaban palpablemente. No deseaba abundar en la filosofía por medio de opiniones que los experimentos no pudiesen probar. Para sus críticos era un error que no propusiera algunas hipótesis acerca de la causa de la gravedad, como si fuese de hecho erróneo no diluir demostraciones en especulaciones. Así pues, el principal objetivo de la nueva edición fue recalcar más si cabe ese rasgo de los Principia que se le había mostrado en su última ampliación de la obra. La segunda edición supuso mínimos cambios en el libro I, en el que la consideración de los grandes rasgos del universo desembocaba en el reconocimiento de las atracciones del inverso del cuadrado. Las demostraciones clásicas del fundamento dinámico de las leyes de Kepler no habían exigido ninguna revisión; se concentró por el contrario en realzar más aún la derivación que en el libro se hacía de los detalles cuantitativos de los fenómenos físicos, ese rasgo revolucionario que las interminables conjeturas peyorativas en contra de las cualidades ocultas no pudieron de ninguna manera exorcizar. Ésa era la cuestión de fondo de la sección VII del libro II, en la cual se empantanó la segunda edición por espacio de un año; ésas fueron las revisiones esenciales del libro III, cuyo último y definitivo pulimento aún estaba por hacer.
El libro III se abría con la declaración de un principio filosófico en una nueva regla del razonamiento, la regla III, que es quizá la afirmación más relevante de toda la epistemología.
Las cualidades de los cuerpos, que no admiten ni intensificación ni remisión por grados, y que se descubre que pertenecen a todos los cuerpos que están al alcance de nuestros experimentos, han de estimarse en tanto cualidades universales de todos los cuerpos por igual.
La extensa discusión de la regla III, dirigida a los cartesianos, a los mecanicistas en general y a Leibniz en particular, marcaba un agudo contraste entre su filosofía experimental, empírica, y la filosofía hipotética. «Y es que dado que las cualidades de los cuerpos nos son sólo conocidas mediante los experimentos, debemos tener por universales todas aquellas que concuerdan universalmente con los experimentos […] Así, no hemos de renunciar a la evidencia de los experimentos en aras de sueños y de vanas ficciones que nosotros mismos ideamos…» Como los experimentos y las observaciones astronómicas muestran que todos los cuerpos de la Tierra gravitan en torno a ella en proporción a la cantidad de materia que contienen, como nuestros mares gravitan en torno a la Luna, como todos los planetas gravitan unos en torno a otros, «debemos, en consonancia con esta regla, conceder universalmente que todos los cuerpos por igual están dotados del principio de gravitación mutua».
Cotes no tuvo comentarios que hacer sobre la regla III. La intensa correspondencia sobre los detalles del libro III que entonces comenzaron a cruzar los dos se centró en las enmiendas destinadas a subrayar los logros de la ciencia de Newton en la explicación de los fenómenos de la naturaleza con precisión cuantitativa. Uno de estos casos ya había surgido en el libro II en conexión con la propia derivación realizada por Newton de la velocidad del sonido a partir de sus primeros principios de dinámica. En el libro III, la correlación de la órbita lunar con la aceleración medida de la gravedad en la superficie terrestre, y la derivación de la precesión de los equinoccios, resultaron muy similares. En los tres casos, la primera edición se había contentado con dejar el caso en correlaciones sólo aproximadas. La segunda edición, en aras de la polémica, logró manipular sustancialmente el mismo corpus de datos empíricos para producir la ilusión de exactitud hasta llegar a una milésima parte de la unidad.
No tuvo en cambio el mismo éxito con la teoría lunar, de la cual se ocupan las proposiciones XXV a XXXV del libro III. Probablemente, era inevitable que nada importante surgiera del intercambio de Newton y Cotes a este respecto. Newton había llegado al agotamiento en la teoría lunar ya en la década de 1690, y era del todo incapaz de aportar a estas alturas enmiendas de peso. Los cambios que introduce la segunda edición sobre la teoría lunar, sobre todo el nuevo escolio con el que concluye, habían sido ideados mucho antes, y no se acercan a las altas expectativas que Newton había llegado a acariciar.
La correspondencia entre los dos tomó un giro inesperado en abril, cuando Cotes sugirió que los dos emprendieran la edición de un volumen de matemática newtoniana una vez concluida la segunda edición de los Principia. Había hallado algunos errores en los tratados ya publicados por entonces, errores que a su juicio los dos podían corregir. Cotes se había excedido en su previsión. Por espacio de dos años y medio, los dos se habían empleado a fondo en su intercambio intelectual, extraordinariamente intenso durante los últimos tres meses. La carta de Cotes del 26 de abril supuso el fin. Newton nunca contestó a la propuesta realizada por Cotes, y dejó incluso que se acumularan tres cartas suyas antes de responder siquiera. Aunque sí le escribió dos veces durante el mes de mayo, ambas cartas son breves e incluso cortantes. No volvió a escribir nada por espacio de tres meses, mientras Cotes aguardaba con impaciencia una respuesta a la cuestión de la teoría lunar que había quedado pendiente de solución. Entre los papeles de Newton existe un borrador del prefacio para la edición, con un generoso agradecimiento al «muy erudito Mr. Roger Cotes», su colaborador, el cual había corregido erratas y le había aconsejado reconsiderar muchos puntos dudosos. En algún momento, más o menos en esta época, lo suprimió; la segunda edición apareció sin ninguna mención a Cotes, al margen de su firma al pie del prefacio que escribió.
Tres semanas después de que terminaran con la Luna, el 14 de octubre una nueva carta de Newton anunciaba bruscamente: «Hay un error en la décima proposición del libro III, que requerirá la reimpresión de un pliego y medio.» El origen de este tosco mensaje fue una visita de Nikolaus Bernoulli, sobrino de Johann Bernoulli, que llegó a Londres durante el otoño. Nikolaus informó a Newton de que su tío había descubierto un error en la proposición X, que versaba sobre el movimiento de un proyectil en condiciones de gravedad uniforme a través de un medio resistente en proporción al cuadrado de la velocidad. Bernoulli había descubierto el error en 1710. Para él, se convirtió en la prueba decisiva de que Newton no había comprendido las derivadas de segundo grado cuando escribió los Principia, a pesar de ser una materia de obvia relevancia en la disputa sobre la prioridad. Parece claro, a juzgar por las cartas cruzadas posteriormente, que Bernoulli, sabedor de que se estaba preparando una segunda edición, se propuso posponer la revelación del error con la esperanza de que ese mismo defecto, sin haber sido corregido, no sólo serviría para mostrar su propia brillantez, sino que constituiría además un argumento de gran eficacia en la demostración de que el cálculo de Leibniz era un instrumento diferente y más poderoso que el método fluxional ideado por Newton. No había contado con la visita a Londres que realizó su sobrino.
Aunque Newton no conocía entonces la trampa que intentaba tenderle Johann Bernoulli, se dio cuenta inmediatamente de que era mucho más que un resultado en particular lo que se había puesto en juego. Acababa de indicar a Cotes que el público habría de tomar la teoría lunar tal y como estaba. No tenía intención de que el público recibiera, y mucho menos asumiera, la proposición X, una aparente demostración de cierta debilidad matemática, tal como se encontraba. En octubre de 1712, a menos de tres meses de su septuagésimo cumpleaños, no se hallaba precisamente en la mejor edad para las matemáticas. No obstante, no sólo se puso manos a la obra para resolver el problema con gran fuerza de voluntad, consumiendo rápidamente unos veinte folios en su consideración, sino que además halló la fuente de su error, que Bernoulli, al haberlo detectado por un método diferente, no había sido capaz de precisar. Se apresuró a enviar por escrito la proposición ya corregida a Nikolaus Bernoulli con la solicitud de que la hiciera llegar a su tío. El 14 de octubre, Newton le dijo a Cotes que había un error y que la proposición necesitaba ser corregida. El 18 de octubre, de acuerdo con DeMoivre, ya la había corregido. Sin embargo, dejó que Cotes esperase otros tres meses antes de remitirle la proposición revisada. Fue necesario reimprimir todo un pliego, con la signatura Hh, así como las dos últimas hojas del pliego anterior, con la signatura Gg, que se insertaron como enmienda adherida a la matriz de la página original, a modo de reveladora prueba de una corrección muy de última hora, que el propio Bernoulli no dejó de percibir.
A la breve carta con que acompañó la proposición X ya revisada, Newton añadió otra sorpresa para Cotes: «Le remitiré en el espacio de unos días un escolio más o menos de un cuarto de pliego que habrá de añadirse al final del libro; por otra parte, algunos colegas intentan persuadirme de que añada un apéndice sobre la atracción de las partículas menores de los cuerpos.» Más o menos al mismo tiempo, Bentley comunicó a Cotes verbalmente que debía pergeñar un prefacio para el volumen. Así se concibieron las dos adiciones más visibles que incorpora la segunda edición. Newton y los newtonianos eran perfectamente conscientes del incremento de las críticas vertidas contra su filosofía natural y contra sus conceptos de atracción y repulsión, un incremento cada vez mayor y que arreciaba a medida que se ventilaba la disputa sobre la prioridad. Tanto el prefacio de Cotes como el Escolio General de Newton son sendas réplicas a esta clase de críticas. Situados al principio y al final del volumen, a manera de simbólicas guardas del tratado, dieron a la segunda edición un tono de polémica en armonía con las modificaciones ideadas para resaltar el atractivo que pudiera tener la obra para los filósofos naturales.
El apéndice sobre la atracción de las partículas al final no llegó a incluirse, pero Newton remitió el Escolio General en el mes de marzo. A pesar de la referencia a un espíritu eléctrico que se contiene en el último párrafo, el Escolio General se abre con un altisonante desafío a la explicación mecanicista del firmamento. «La hipótesis de los vórtices está cercada por múltiples dificultades», comenzaba. A medida que procedió a detallarlas —los cometas, la resistencia al movimiento, la contradicción, en el caso de los vórtices, entre la segunda ley de Kepler y la tercera suya—, el verbo cercar a duras penas parece adecuado para expresar la desesperada situación en que se hallaba la teoría vertical. En términos más generales, el orden del cosmos es incompatible con la mera necesidad mecánica.
Este bellísimo sistema que componen el Sol, los planetas y los cometas, tan sólo podría proceder del consejo y la maestría de un ser inteligente y poderoso […] Este ser es el que rige todas las cosas, no en tanto alma del mundo, sino en tanto Señor de todas las cosas; a tenor de su maestría y dominio es menester llamarle Señor Dios, Παντοκράτωρ o Legislador Universal, ya que Dios es un término relativo, y lo es respecto a sus sirvientes, a la vez que Deidad es el dominio de Dios no sobre su propio cuerpo, tal como imaginan los que pretenden que Dios sea el alma del mundo, sino sobre sus sirvientes.
Newton prosiguió exponiendo su concepto de Dios y de un espacio y un tiempo absolutos como consecuencia de su infinita extensión y duración.
Es omnipresente no sólo virtualmente, sino que también lo es sustancialmente, ya que lo virtual no puede subsistir sin sustancia. En Él están contenidas todas las cosas, y en Él se mueven; sin embargo, ninguna afecta a las demás: Dios no sufre por el movimiento de los cuerpos, los cuerpos no hallan resistencia en la omnipresencia de Dios.
Dios está desprovisto de todo cuerpo, y no ha de ser adorado mediante una u otra imagen material. Tenemos determinadas ideas acerca de sus atributos; no podemos conocer su sustancia. A Él le conocemos por sus obras; le admiramos por su perfección, «pero le reverenciamos y le adoramos debido a su dominio sobre todas las cosas, pues le adoramos en calidad de sirvientes, y un dios sin dominio, providencia y causas finales, no es otra cosa que Destino y Naturaleza».
Hasta ahí, concluyó, había explicado los fenómenos del firmamento por medio de la fuerza de la gravedad, pero no había mostrado cuál era la causa de esa fuerza, afirmación dudosa después de lo que acababa de decir sobre el dominio de Dios. Newton enunció qué era lo que debía explicar la causa, esto es, la acción de la gravedad no en proporción a la superficie de los cuerpos («tal como ocurría con las causas mecánicas»), sino en proporción a la cantidad de materia, su penetración hasta el centro mismo de todos los cuerpos sin disminución de intensidad, su propagación sobre inmensas distancias, decreciendo en exacta proporción al cuadrado de dicha distancia. «Pero hasta este punto», continuó diciendo en uno de los pasajes que más a menudo se citan de su obra, «no he sido capaz de descubrir la causa de aquellas propiedades de la gravedad a partir de los fenómenos, y no finjo ninguna hipótesis […] Y para nosotros es suficiente que la gravedad exista realmente, y que actúe de acuerdo con las leyes que hemos enunciado, y que sirva en abundancia como explicación de todos los movimientos de los cuerpos celestes y del mar.» Compuesto prácticamente al final de su vida, el Escolio General contiene una vehemente reafirmación de aquellos principios que había adoptado Newton en su rebelión contra los peligros que había percibido en la filosofía mecánica del cartesianismo. Esos mismos principios no habían dejado de regir su trayectoria científica a medida que siguió las consecuencias de su rebelión y se adentró en una nueva filosofía natural y en una nueva concepción de la ciencia.
A medida que la primavera dejó paso al verano de 1713, la segunda edición por fin se acercó a su natural conclusión. Sólo el 30 de junio Bentley se lo anunció a Newton. «Por fin su libro ha sido concluido felizmente, y de nuevo le doy las gracias por haberme concedido el honor de ser su transmisor para el mundo.»
Cotes no recibió remuneración ninguna por su trabajo, a pesar de los beneficios obtenidos por Bentley de la segunda edición, ni tampoco agradecimiento por parte de Newton. Tal como he señalado, Newton suprimió el prefacio que contenía una nota de agradecimiento, y expurgó del texto una referencia que aludía a Cotes. Seis meses después de la publicación del libro, remitió de golpe a Cotes un listado de erratas, una corrigenda y una adenda que al parecer esperaba que fuesen publicadas junto con el volumen. Un tanto abatido, Cotes se irguió de su postración lo suficiente como para decir que él mismo había encontrado algunas erratas: «Le confieso que me dio vergüenza incluirlas en la tabla, por miedo a parecer demasiado diligente en minucias.» Había detectado al menos otras tantas, añadía, que a Newton le pasaron por alto. Pero no se irguió en cambio lo suficiente como para sustituir el tratamiento de usted por el tratamiento de divinidad.
Mientras tanto, la disputa con Leibniz siguió su curso. El 29 de julio de 1713, apareció un pliego sin nombre de autor, sin pie de imprenta de ninguna clase, que se distribuyó rápidamente por los círculos interesados en toda Europa. Conocida como «Charta volans», u hoja volandera (como Newton la tradujo), era la respuesta de Leibniz al Commercium epistolicum. La «Charta volans» decía bien poco, en detalle, acerca de la correspondencia de la década de 1670; al contrario, resaltaba que Newton no había publicado nada sobre el cálculo antes que Leibniz, y pasaba a afirmar que cuando los ingleses comenzaron a atribuirlo todo a Newton, Leibniz, que hasta ese momento se había mostrado proclive a creer la afirmación de Newton en el sentido de que había llegado por sí mismo e independientemente a dicho descubrimiento, reexaminó la materia con más detenimiento y terminó por convencerse de que Newton había desarrollado el método fluxional a imitación de su cálculo. Para apoyar esto último, la «Charta volans» citaba una carta del 7 de junio de 1713, escrita por un «notable matemático», el cual manifestaba la opinión de que en la década de 1670 Newton tan sólo había inventado su método de las series infinitesimales. Al parecer, nadie desentrañó el anonimato de la «Charta volans». Bernoulli dijo a Leibniz que le era abiertamente atribuida a él, y Newton aportó dos razones de peso para pensar que Leibniz era el autor, como dijo a John Arnold, un amigo inglés de Leibniz, que a su vez remitió dichas razones a Hannover.
El «notable matemático» citado en la «Charta volans» era Johann Bernoulli. A pesar de ser sospechoso, la autoría de Bernoulli sobre dicho pasaje fue un secreto bien guardado. Escrita tan pronto pudo ver Bernoulli un ejemplar del Commercium epistolicum, la carta probablemente contenía la primera referencia al volumen que llegó a oídos de Leibniz. Era una relación capaz de levantar ampollas, ya que Bernoulli estaba sumamente molesto por la injusticia del proceso llevado a cabo. Sin embargo, no estaba ansioso de hacer pública su indignación. «Sin lugar a dudas le ruego [concluía su carta] que utilice lo que ahora escribo con propiedad, y que no me implique en la contienda con Newton y los suyos, ya que soy reacio a verme enredado en tales disputas, como también lo soy si he de parecer ingrato con Newton, el cual me ha profesado innumerables testimonios de su buena voluntad.» Leibniz indicó a Bernoulli que no deseaba de ninguna manera embrollarlo en disputas: «Espero de su honestidad y de su sentido de la justicia que tan pronto como sea posible comunique a sus amistades que a su recto entender el cálculo de Newton es posterior al mío, y que lo afirme públicamente siempre que se presente la ocasión…» Al imprimir de inmediato su carta en la «Charta volans», aunque anónimamente, Leibniz se cercioró de dar la debida publicidad al apoyo de Bernoulli, no fuera que éste se mostrase reacio a hacerlo público y al final, ya que la disputa prosiguió inacabablemente, sí que dio a conocer la autoría de Bernoulli.
Una vez encolerizados los dos más allá de todo razonamiento, la disputa sólo pudo ir en aumento. El número inicial del Journal Literaire, una nueva publicación auspiciada por un grupo de intelectuales holandeses, correspondiente a mayo y junio de 1713, incluyó una carta anónima, pero fechada en Londres y escrita por Keill, en la que desvelaba la versión newtoniana sobre la cuestión de la prioridad junto con las traducciones al francés del informe de la comisión de la Royal Society y de la carta concurrente que escribió Newton en diciembre de 1672. Leibniz pensó que debía responder; de ahí que el número correspondiente a noviembre y diciembre incluyese una traducción al francés de la «Charta volans» junto con unos «Comentarios» anónimos sobre las diferencias existentes entre Newton y Leibniz. En los «Comentarios», Leibniz —indudable autor de los mismos— repetía más extensamente la defensa que ya había hecho en sus cartas a Bernoulli, haciendo hincapié en la ausencia de cálculo de los Principia, allí donde era necesario, y en la falta de comprensión mostrada cuando la obra pretendía ponerlo en práctica. El error de Newton en la proposición X y la prueba que parecía constituir, en el sentido de que no entendía en 1687 las diferenciales de segundo grado, aumentó de tamaño en un argumento gravemente escaso de contenido empírico. A su debido tiempo, Keill, conocido en el continente no sin fundamento como el títere de Newton, replicó a los «Comentarios» con un artículo en su mayor parte redactado por el propio Newton.
A medida que se ahondaba en la disputa, también se ensanchaba para dar cabida a nuevos participantes. En Europa, Bernoulli y Wolf trabajaron a favor de Leibniz, aunque uno de forma más encubierta que el otro. En Inglaterra, Newton contó con la inestimable colaboración no sólo de Keill, sino también de DeMoivre, refugiado hugonote huido de Francia, que se convirtió en traductor de todo lo que se remitió al Journal Literaire para su publicación. Bernoulli y DeMoivre se esforzaron por mantener su correspondencia personal, escribiéndose cartas deliberadamente engañosas con el objeto de desmentir su participación en la polémica. Casi ningún matemático o filósofo natural en Gran Bretaña permaneció ajeno a la causa.
A fines de 1714, preocupado porque su versión de la pugna no hubiese llegado al público al que iba dirigida, Newton comenzó a componer su propio ensayo sobre la disputa, «Una relación del libro titulado Commercium Epistolicum». Por supuesto, no pudo firmarlo con su nombre y aparecer a la vez en las listas. En cambio, sí pudo publicarlo anónimamente en las Philosophical Transactions de enero y febrero de 1715, contando con todo el número a excepción de tres páginas. Consiguió que DeMoivre lo tradujera al francés para que apareciese en el Journal Literaire; pudo remitir una reseña del mismo a Nouvelles Littéraires; pudo ordenar la impresión de una versión francesa de su «Relación» como un panfleto exento; pudo haber difundido ejemplares del panfleto por todo el continente acudiendo a todos los medios a su alcance. Y como pudo, es evidente que lo hizo. Más adelante también lo publicó en latín.
Leibniz, que pronto supo que estaba condenado al desastre si retaba a Newton en torno a las cuestiones empíricas de la relación histórica, siempre se propuso llevar la discusión hacia un terreno filosófico más general. En noviembre de 1715, en respuesta a una pregunta sobre la teología de Samuel Clarke que le fue planteada por la princesa de Gales, Leibniz envió un famoso desafío que no podía ser ignorado.
La religión natural en sí misma parece hallarse en Inglaterra en franca decadencia. Son muchos quienes pretenden que el alma del hombre es material; otros en cambio hacen de Dios un ser corpóreo […] Sir Isaac Newton dice que el espacio es un órgano del que Dios hace uso para percibir las cosas […] Sir Isaac Newton y sus seguidores también sostienen una rara opinión en lo que se refiere a las obras de Dios. De acuerdo con la doctrina, Dios Todopoderoso necesita de vez en cuando dar cuerda a su reloj; en caso contrario, éste dejaría de funcionar. Parece ser que no fue suficientemente previsor y que no se le ocurrió dotarlo de movimiento perpetuo…
Leibniz dirigió su reto más bien a Clarke, que por entonces asistía con frecuencia a la princesa, y no tanto a Newton. Clarke, que en todo caso era un newtoniano de pies a cabeza, optó por responder. El intercambio dio lugar a cinco rondas de réplica y contrarréplica, diez cartas en total, cada una más larga que la anterior, ya que cada cuestión exigía mayor número de palabras para refutar la tesis del contrincante. Y así fue hasta que la muerte de Leibniz puso fin a la contienda. La carta original de Leibniz quizá defina la cuestión central del asunto, el divino gobierno del universo. Era inevitable que la discusión también alcanzara a la filosofía natural y que incidiese en asuntos tales como la atracción y el vacío. Aunque no figurase como cuestión capital, Leibniz no pudo dejar de aludir a la concepción del espacio que había expresado Newton como sensorio de Dios. Una vez la vio impresa en la Cuestión 28 de la Óptica, le pareció un absurdo que arrojaba la sombra de una duda sobre la competencia filosófica de Newton en conjunto. «Y, así, este hombre tiene poco éxito en la metafísica», comentó a Bernoulli al hablar del pasaje. Aún está por dirimir la cuestión de lo intensamente que participó Newton en la composición de las respuestas de Clarke. Al contrario que en las cartas de Keill, no existe realmente una amplia documentación manuscrita que atestigüe su intervención. Por otra parte, Clarke era uno de sus más fieles partidarios. Era rector de la capilla de Golden Square, de la cual Newton era fideicomisario: dos arríanos enmascarados en la ortodoxia.
Aunque intentó no desviarse de la cuestión de la prioridad atendiendo a cuestiones filosóficas, Newton sí asumió las diferencias que le separaban de Leibniz. El Escolio General a los Principia ya era prueba de ello, y la «Relación del Commercium epistolicum» también concluía con tres páginas dedicadas a una potente exposición de las diferencias entre ambas filosofías. La filosofía de Newton era experimental; la de Leibniz, hipotética. Citó de nuevo las diversas reservas que ya había incluido en los Principia y en la Óptica acerca de las fuerzas y de sus causas posibles. «Y después de todo esto, cabe preguntarse si de verdad es preciso reflexionar sobre el defecto en que al parecer incurre Mr. Newton al no haber explicado las causas de la gravedad y de otras atracciones acudiendo a las hipótesis, como si fuera un delito contentarse en su caso con las certidumbres, dejando a un lado lo incierto.» Las leyes constantes y universales de la naturaleza, que se derivan ya sea del poder de Dios o de una causa aún desconocida, ¿pueden ser tomadas por milagros y por cualidades ocultas, esto es, por prodigios y absurdos?
¿Han de ser dinamitados todos los argumentos en favor de Dios, tomados de los fenómenos de la naturaleza, por medio de nuevos y difíciles nombres? ¿Se dinamita la filosofía por milagrosa y por absurda, simplemente porque sostiene tan sólo lo que puede ser probado por medio de experimentos? Y porque no podemos probar por medio de experimentos todos los fenómenos de la naturaleza, ¿han de ser resueltos todos los fenómenos de la naturaleza aludiendo a meras causas mecánicas? Ciertamente, estas cosas merecen una mejor consideración.
El manifiesto, escrito ya en el crepúsculo de la carrera científica de Newton, expresó su constante apoyo de los principios que le habían guiado en su revolución de la filosofía natural.
«Mr. Leibniz ha muerto y la disputa ha terminado.» Newton recibió esta noticia en diciembre de 1716 de Antonio Schinelli Conti, un veneciano que el año anterior había trabado con Newton en Londres una estrecha amistad. Le escribió desde Hannover, adonde había ido con la esperanza de que Leibniz le recibiera. Había fallecido el 4 de noviembre, mucho antes de que llegase Conti. En cuanto a la segunda cláusula de su noticia, Conti no pudo estar más equivocado. Las pasiones desatadas habían alcanzado tal extremo que fueron necesarios otros seis años para que se disiparan. No obstante, la muerte de Leibniz supuso la desaparición del motivo de la ira de Newton, y con el tiempo hasta él se cansó de repetir argumentos ya archisabidos. Si la disputa no terminó así, al menos sí se anunció su conclusión. Newton probablemente celebró su septuagésimo cuarto cumpleaños antes de recibir el mensaje de Conti. Con él terminó el último episodio apasionado de su vida. Aunque le quedaban aún más de diez años, éstos fueron, inevitablemente para un hombre de su edad, años de declive.

Capítulo 13
Años de declive

La disputa sobre la prioridad se arrastró con menor intensidad durante otros seis años, tiempo durante el cual aún ocupó un lugar preferente en la conciencia de Newton. Nunca había sido capaz de dar por terminado un proyecto cualquiera con facilidad. Alerta, como estaba, y sabedor de que su honor estaba en juego, no pudo dejar la disputa a un lado simplemente porque su principal antagonista había muerto. Llegó el año de 1723, cuando su último y débil eco fue la negativa de Newton a contestar una carta de Bernoulli.
Entre los demás efectos que tuvo, la controversia sirvió para recordar a Newton que estaba obligado a conceder atención a su legado intelectual. A resultas de ello, dedicó una considerable atención ya en su vejez a las nuevas ediciones de sus obras. En 1717, se publicó una nueva edición de la Óptica. No tocó el grueso del tratado, en el que seguía planteando las conclusiones establecidas cuarenta y cinco años antes, pero sí compuso un conjunto de ocho nuevas cuestiones, que fueron insertadas con los números 17 a 24 entre el conjunto original de las dieciséis correspondientes a la primera edición y las siete que se añadieron a la edición latina. En línea con la retirada de las posturas radicales que había defendido en sus años de juventud, postuló la existencia de un éter cósmico que explicaba la gravedad. Sin duda, el éter tenía tan poco en común con la convencional mecánica de fluidos que en el fondo su retirada fue más aparente que real, y Newton tal vez lo hubiese planteado más como una concesión que como una claudicación. El éter era, decía, «extremadamente más raro y más sutil que el aire, y extremadamente más elástico y activo». Así, concluía afirmando que la proporción de su fuerza elástica en relación a su densidad debía de ser más de 490.000 millones de veces la del aire. ¿Era posible la existencia de tal medio? En efecto, sostuvo Newton, siempre y cuando se suponga que el éter, al igual que el aire, se compone de «partículas que se esfuerzan por alejarse unas de otras…». Dicho de otro modo, el nuevo éter de Newton encarnaba el problema mismo que aparentemente explicaba, la acción a distancia en forma de repulsión mutua entre partículas etéreas. Siendo menos abundante en los poros de los cuerpos que en el espacio libre, el éter era causa de los fenómenos de la gravedad mediante su presión.
Por supuesto, la Óptica estaba escrita en inglés. Sólo la edición latina pudo llegar con eficacia al público del continente y en 1719 Newton publicó una segunda edición latina en la que se incluyeron las nuevas cuestiones. En 1720, se publicó en Ámsterdam la traducción francesa de Pierre Coste, exactamente en el momento en que el primer ensayo de los experimentos newtonianos se realizó con éxito en Francia, logrando suscitar un notable interés por su teoría de los colores. Dos años después apareció en París la segunda edición francesa. Entretanto, en 1721, Newton lanzó una tercera edición inglesa que no difiere significativamente de la segunda.
Newton dedicó también un último esfuerzo a los Principia. Es evidente que consideraba los Principia como su obra maestra, por encima de la Óptica. De hecho, había arrinconado la Óptica junto con otros textos previamente escritos en la década de 1690, y apenas volvió a retocarla, con la salvedad de las cuestiones, en las tres ediciones inglesas y en las dos latinas. Por el contrario, trabajó en los Principia sin cesar, con objeto de aquilatar su estilo hasta lograr una perfecta expresión de sus ideas. Tal vez la publicación de una reimpresión de la segunda edición en Ámsterdam en 1723, estimulara a Newton para poner en práctica su plan de cara a una nueva edición. Quizá la grave enfermedad que contrajo en 1722 le recordara que no podía posponer eternamente el proyecto. Sólo sabemos con seguridad que la impresión de una edición más suntuosa que las anteriores comenzó en el otoño de 1723. Como editor, Newton contó con los servicios de un joven miembro de la Royal Society llamado Henry Pemberton, el cual había regresado hacía poco a Inglaterra tras acabar sus estudios de medicina en Leyden, en 1719. En el otoño de 1723, Pemberton le dirigió la primera de las treinta y una comunicaciones que se prolongaron por espacio de dos años y medio, mientras la edición terminaba de imprimirse.
Mediante acuerdo universal, Pemberton llevó a cabo su labor con menor capacidad de comprensión y habilidad que los mostrados por Cotes en la segunda edición, y dejó una mínima huella en la obra. Sus cartas tienden a ser breves y carentes de interés, ya que sólo plantea mínimas cuestiones de estilo. Para ser justos con Pemberton, es necesario recordar que Newton tenía ya más de ochenta años, y que no era por tanto capaz de sostener un intercambio tan intenso como el que le propició Cotes. En cierta ocasión, Pemberton sí intentó ir más allá de los detalles y plantear algunas cuestiones de fondo, entre las cuales se hallaban algunos de los temas más acaloradamente discutidos ya en la segunda edición: el flujo del agua de un tanque, los aspectos del tratamiento de las mareas que consideraban la proporción de la fuerza que ejerce el Sol en la Luna, y por tanto la precesión de los equinoccios. Newton rehusó enzarzarse en esta clase de discusiones, y dejó toda argumentación a un lado. Existe otra prueba que confirma el hecho de que Newton ya no podía mantener una sostenida y menos aún penetrante revisión de su obra.
La adición más importante se presenta casi al comienzo del libro III, y es una nueva regla IV para el razonamiento filosófico que proseguía la discusión con Leibniz. Entre los papeles de Newton hay cierto número de esbozos que testimonian la existencia de planes que en ocasiones sí fueron más extensos. A la sazón, se conformó con reafirmar de modo contenido lo ya dicho, así como con eliminar la pasión que había crecido de nuevo en el octogenario a medida que una vez más se paraba a pensar en Leibniz.
Regla IV. En filosofía experimental hemos de considerar las proposiciones inferidas mediante inducción general, a partir de los fenómenos, con toda la exactitud de que seamos capaces, y bien apegados a la verdad, a pesar de cualquier hipótesis contraria que sea posible imaginar, al menos hasta el momento en que se produzcan otros fenómenos; entonces podrá afinarse la exactitud o bien estipular las excepciones.
Es preciso seguir esta regla para que el argumento de la inducción no se desvíe debido a las hipótesis.
Durante 1724 y 1725, la edición fue avanzando lenta pero firmemente, sin que se produjeran las demoras que suspendieron el proceso de impresión de la segunda edición. Newton fechó el prefacio el 12 de enero de 1726. El último día de marzo, Martin Folkes hizo entrega en nombre de Newton de un ejemplar «lujosamente encuadernado en cuero de marroquinería» a la Royal Society. En total, se había impreso 1.250 ejemplares, cincuenta de ellos en papel extrafino. Newton quiso que al menos algunos fuesen ejemplares de regalo. Uno de ellos se lo dio a su amigo y colaborador en la Casa de la Moneda durante más de treinta años John Francis Fauquier. Newton se mostró generoso con la Académie de París; les concedió nada menos que seis ejemplares.
Las obras científicas y matemáticas no agotaron, sin embargo, el legado de Newton y, en su vejez, volvió a concentrarse en las cuestiones de teología que le habían acuciado con gran intensidad durante sus primeros años de madurez. Aunque nunca llegó a abandonar por completo sus estudios de teología, un vacío de veinte años de duración, iniciado con la publicación de los Principia, interrumpió esta vigorosa dedicación. Es bastante reducido el número de textos de teología que pueden asignarse con total seguridad a este periodo. En los años de 1705 a 1710, volvió a la teología con renovadas fuerzas; a pesar de todas las ediciones de los Principia y la Óptica, la teología fue su principal ocupación durante los años de vejez. Algunos de los textos, en los cuales aparecen ciertas informaciones sobre las antiguas herejías junto con materiales sobre las religiones paganas o la naturaleza de Cristo e incluso con la cronología de las profecías, hacen pensar que durante sus últimos años su mente fue a menudo un caos de diversas preocupaciones teológicas. Las conclusiones alcanzadas por Newton en el dominio de la teología fueron no menos radicales que sus conclusiones sobre la filosofía natural. Hasta entonces, habían visto la luz del día sólo ante un reducido círculo de amigos de confianza. A medida que fueron pasando los años y fue en aumento su conciencia de que se aproximaba el final inevitable, Newton se concentró con esfuerzo en sus responsabilidades. Dijo que, cuando muriese, «tendría el consuelo de abandonar la filosofía en un estado no tan maligno como antaño la había encontrado», según refiere Conduitt. «Lo mismo podría decir de la religión revelada, y mencionar, luego, su “Irenicum”, su credo.» Lo que en cambio no señala Conduitt son los factores que dificultaron más aún para un anciano, afecto a su posición y a su respeto, la publicación de ciertos planteamientos heréticos, sin duda más difíciles de superar que para un joven y rebelde profesor universitario cincuenta años antes.
Newton había trabajado por espacio de diez años en la revisión de su interpretación de las profecías, así como en otras obras de teología, cuando Carolina, la princesa de Gales, tuvo noticia de sus principios de cronología en 1716. Interesada en sus trabajos, convocó a Newton y le pidió copia de lo que hubiera escrito. Newton nunca entregó a la ligera ninguno de sus trabajos. Menos interés tenía en entregar a la princesa de Gales un tratado que, tal como estaba, aún podía contener aseveraciones suficientemente heréticas como para asegurar su expulsión de la Casa de la Moneda. Buen conocedor del arte de la demora, alegó que el trabajo era aún «imperfecto, confuso», aunque de sobra sabía que nadie se podía hacer el distraído ante una orden de la realeza. Apresuradamente, redactó un «Extracto» de su cronología, que más adelante sería conocido como «Breve cronología», con la cual dejó la obra «en condiciones más o menos aceptables para su supervisión», y lo entregó a la princesa en cuestión de pocos días. Tal como se hallaban, desligadas de los «Orígenes» que tenían por fuente, no había grandes novedades en las ideas del «Extracto», nada por tanto que pudiera despertar ningún odio. Al disfrazar una teología radical de simple cronología, Newton la había asegurado incluso hasta el punto de resultar apta para el consumo por parte de la realeza.
Newton no había oído aún, sin embargo, la última palabra sobre el «Extracto». Un ejemplar llegó a la sazón a Francia, donde se publicó en 1724 una traducción del mismo titulada Abrégé de la chronologie, junto con una refutación de las tesis contenidas redactada por Nicholas Fréret de la Académie des Inscriptions et Belles-lettres. Pero tampoco este Abrégé, ni los comentarios, significaron el final del asunto. El padre Étienne Souciet, otro experto en cronología antigua, publicó cinco disertaciones contra el sistema de fechas estipulado por Newton. En un principio, y a pesar de la vejez, Newton optó por ignorar los ataques para ahorrarse otra polémica. A la postre, cambió de opinión y decidió que debía defenderse por sus propios medios, y para ello nada mejor que publicar su tratado completo de cronología. Estaba trabajando en ello cuando le sobrevino la muerte, pero no por eso deberíamos suponer que la obra quedó inconclusa. Las revisiones interminables, por mínimas que fueran las alteraciones, eran el sino de Newton. En 1728, un año después de su muerte, Conduitt publicó el volumen íntegro, titulado The Chronology of Ancient Kingdoms Amended (Cronología corregida de los reinos de la antigüedad).
En un momento determinado, Newton contempló un proyecto más osado que la cuidadosa Chronology. Entre sus papeles, y al parecer con la caligrafía del periodo de 1710 a 1715, hay dos esbozos de «La introducción. De la época anterior al imperio asirio».
La idolatría tuvo su auge [comenzaba Newton] en la adoración de los fundadores de las ciudades, los reinos y los imperios, y tuvo su origen en Caldea, poco antes de los tiempos de Abraham, seguramente debido a la adoración del fundador Nimrod, fundador de varias grandes ciudades. Hasta los tiempos de Abraham, el culto del verdadero Dios se propagó a partir de Noé y, en lo sucesivo, sobre todo en Canaán, tal como queda manifiesto en el caso de Melquisedek; pero, en poco tiempo, los cananeos comenzaron a imitar a los caldeos, que adoraban a los fundadores de sus territorios, llamándoles Baalim, Melchom, Asteroth, dándoles el título de señores, de reyes y reinas, y dedicándoles sacrificios en sus sepulcros, así como centrando la adoración en las estatuas que les representaban e instituyendo colegiatas sacerdotales de acuerdo con los ritos sagrados para perpetuar sus cultos.
En la época en que Newton escribió este pasaje, aún era intendente de la Casa de la Moneda y recibía un salario anual de unas 2.000 libras; era consejero electo del Gobierno y presidente de la Royal Society, por lo que disponía del privilegio de referirse por escrito a la princesa de Gales llamándola «estimada amiga». No nos ha referido por qué suprimió la introducción que había proyectado, por qué disimuló el tema central de sus intereses cronológicos, pero no sería descabellado especular que en realidad temía poner en peligro su posición al revelar demasiado. Un dramático error caligráfico que data de esta época da cuenta de dicha situación. Cuando pretendía escribir sobre «San Juan», escribió en cambio «Sir John». En 1715, los «Sir John» de la Inglaterra augustal tenían en su vida, sin duda ninguna, una presencia mucho más tangible que los «San Juanes» de la Iglesia primitiva. El hombre que en otro tiempo estuvo dispuesto a renunciar a su fellowship para no quedar estigmatizado por la Bestia cultivaba ahora el olor de la santidad ortodoxa al prestar servicios como fideicomisario del Golden Square Tabernacle y como miembro del comité para la construcción de cincuenta nuevas iglesias en Londres. No era probable que publicase un tratado que sin duda le habría puesto en entredicho.
Isaac Newton, el historiador, era Isaac Newton, el hereje, comprometido en una de sus características actividades de por vida, en este caso el encubrimiento de sus planteamientos heterodoxos. Y tuvo un éxito rotundo. A tenor de los comentarios que suscitó la Chronology, avanzado el siglo XVIII sólo Arthur Young parece haberse dado cuenta de la inclinación de Newton. Ciertamente, sólo se produjo un desliz en toda su representación. Al ocultar con tanta eficacia su propósito real, Newton se sacó de la manga un libro que no tenía ni propósito ni forma evidentes. Obra de un tedio colosal, durante un breve tiempo sí suscitó el interés y la oposición de un puñado de personas capaces de apasionarse con la fijación de la fecha en que navegaron los argonautas, antes de caer definitivamente en el olvido. Hoy en día, esta obra la leen sólo las contadísimas personas que por sus pecados han de pasar semejante purgatorio.
Tras la muerte de Newton, William Whiston aseveró que Newton y Samuel Clarke habían renunciado al buen propósito de restaurar el cristianismo primitivo porque la interpretación de las profecías que realizó Newton les había llevado a contar con una larga temporada de corrupción antes de que dichas profecías se cumplieran. La aseveración de Whiston apuntaba correctamente a la reanudación del estudio de las profecías que había llevado a cabo Newton, la cual, junto con su interés afín por la cronología, se convirtió en su principal objeto de estudio. Durante su última década de vida, Newton redactó dos exposiciones ligeramente distintas de las profecías, tan limpias de toda alusión que hubiesen podido resultar ofensivas como lo fue en su momento la Chronology. Conduitt las denominó «Revelación y profecías sin entusiasmo ni superstición…». Por desgracia, es preciso añadir, tal como hicimos en el caso de la Chronology, que son profecías sin objetivo y sin forma definidos, aunque su heredero sí pudo dar a la imprenta los manuscritos sin ninguna preocupación, uniendo uno con otro, sin dar importancia a la continuidad existente. Y así aparecieron, bajo el título de Observaciones sobre las profecías de Daniel y el Apocalipsis de san Juan.
Tanto la Chronology como las Observaciones sobre las profecías se publicaron después de la muerte de Newton. Otros papeles de tema teológico, producto también de su época de vejez, ni siquiera llegaron a imprimirse. Aportan una perspectiva desde la cual podemos juzgar hasta qué punto corrigió Newton los papeles destinados a su publicación. Entre estos inéditos, el más significativo y del cual existen múltiples versiones, como de todo aquello a lo que Newton atribuía una determinada importancia, lleva por título «Irenicum», y regresa al tema de los «Orígenes»: «Todas las nacionalidades tuvieron en principio una única religión, la cual constaba de los preceptos expresados por los hijos de Noé…» Los principales dogmas de la religión primitiva eran el amor a Dios y el amor al prójimo. Esta religión se prolongó hasta Abraham, Isaac y Jacob. Moisés la introdujo en Israel. Pitágoras la aprendió a lo largo de sus viajes y la enseñó a sus discípulos. «Esta religión», concluye Newton, «puede por tanto ser llamada Ley Moral de todas las naciones.» A los dos grandes mandamientos del amor de que consta la religión primitiva, los Evangelios añadieron nuevas doctrinas de Jesucristo, sobre todo aquella según la cual Él era el Mesías del que se hablaba en las profecías. Cuando Jesús fue interrogado sobre cuál era el más grande mandamiento de la ley, repuso que sin duda era el amor a Dios, y añadió que el segundo mandamiento era el amor al prójimo. «Ésta era la religión de los hijos de Noé, establecida por Moisés y por Cristo y aún hoy en día vigente.» Todo esto se enseñaba desde el principio en la Iglesia primitiva. Imponer a esas alturas cualquier artículo de comunión o dogma de fe, que no fuera tal desde el comienzo, era algo equivalente a la prédica de otro Evangelio. Perseguir a los cristianos por no haber asumido ese Evangelio era equivalente a hostigar a Cristo. Los dos grandes mandamientos, insiste sin cesar, «siempre han sido y siempre serán el deber de todas las naciones, y la venida de Jesucristo no ha producido ningún cambio en ellos».
De alguna manera, Newton entremezcló esta visión atemperada del cristianismo con esa fe constante en Dios Todopoderoso que llenó su vida.
Debemos creer que hay un Dios o Monarca supremo al cual hemos de temer y obedecer, y cuyas leyes hemos de cumplir, aparte de honrarle y glorificarle. Debemos creer que Él es el padre de todas las cosas y que ama a su pueblo como si fueran sus propios hijos, y que éstos han de amarle recíprocamente, aparte de obedecerle como obedece un hijo a su padre. Debemos creer que Él es el Παντοκράτωρ, Señor de todas las cosas, y que tiene un poder irresistible e ilimitado, un dominio tal que no podríamos aspirar a huir de Él ni siquiera aunque nos rebelásemos y adorásemos a otros dioses, ni siquiera aunque transgrediéramos las leyes de su monarquía. Hemos de esperar grandes recompensas si cumplimos su voluntad. Hemos de creer que Él es el Dios de los judíos, que creó los cielos y la tierra y todas las cosas que existen, tal como se expresa en los diez mandamientos; a Él hemos de agradecerle por el ser que nos ha dado y por todas las bendiciones de esta vida, y hemos de abstenernos de tomar su nombre en vano y de idolatrar imágenes de otros dioses. No se nos prohíbe dar el nombre de Dios a los ángeles y a los reyes, pero sí está prohibido tomarlos por dioses y profesarles nuestra adoración. Pues aunque haya otros que son llamados dioses en el cielo o en la tierra, tal como hay múltiples dioses y múltiples señores, para nosotros no hay más que un Dios padre, de quien son todas las cosas, y nosotros somos en Él, en un solo Señor Jesucristo mediante el cual todas las cosas existen y existimos nosotros por Él, es decir, un solo Dios y un solo Señor de nuestra adoración.
El concepto del pantocrátor atrajo poderosamente la imaginación de Newton. La palabra aparece en reiteradas ocasiones, en muchos de los textos de teología, durante sus últimos años de vida. Autócrata sobre todas las cosas que existen, dictaba la forma del mundo natural y el curso de la historia de los hombres. Newton no lo encontró en las intimidades de una providencia vigilante, cuestión relacionada con su arrianismo. Más bien lo encontró en la temible majestad de las leyes inmutables del universo: un Dios austero, un Dios quizá sólo susceptible de ser reverenciado por un filósofo.
Si bien Newton publicó algunas expresiones de su fe en Dios, no sólo guardó exclusivamente para sí los aspectos menos ortodoxos de su religiosidad, sino que ejerció cierta influencia en Londres para enmascarar su heterodoxia tras una fachada de pública conformidad con lo establecido. Siguió ejerciendo su cargo de fideicomisario de la capilla del arzobispo Tenison, en Golden Square, hasta 1722. Cuando el Parlamento aprobó, en 1711, una ley para financiar la construcción de cincuenta nuevas iglesias en los suburbios por los que se había expandido Londres recientemente, Newton pasó a ser uno de los comisionados que designó el Parlamento para que se pusiera en práctica esta idea, y formó parte de dicha comisión al menos hasta 1720. De igual manera, aceptó ser miembro de una comisión encargada de supervisar la conclusión de la catedral de San Pablo, y asistió a sus reuniones entre 1715 y 1721. Eran muy pocos los que conocían la auténtica realidad. Bien disimulada, su heterodoxia terminó por caer en el olvido, hasta el punto de que sólo ha sido redescubierta en el siglo XX, cuando los papeles de Yahuda pasaron recientemente a disposición pública.
Sus conclusiones funcionaban sólo a través del fermento religioso del siglo XVIII. Cuando Joseph Hallet, alarmado por el avance del arrianismo, publicó en 1735 un Discurso para los arríanos con la intención de convencerles de su hipocresía y conducirles al arrepentimiento, nombró a dos hombres como verdadera fuente de la infección: William Whiston y Samuel Clarke. Los dos eran discípulos de Newton y eran conocidos como tales. En cambio, la amplia investigación de Newton, a la que apenas se hace alusión en sus obras publicadas en vida, tuvo que pasar al grueso de la polémica religiosa por medio de discípulos más osados que él. Newton tamizó con gran esmero los textos destinados a su publicación. El resto los ocultó. Es de todo punto improbable que su punto de vista, formulado décadas antes de que otros muy similares obtuvieran gran difusión, tuviera un papel causal significativo en la historia religiosa de la Ilustración.
En 1717, cuando Newton publicó una nueva edición de la Óptica y la disputa sobre la prioridad se adormeció provisionalmente con la muerte de Leibniz, apareció en su vida un joven que iba a tener una presencia destacada en sus años de declive. El 26 de agosto de 1717 John Conduitt se casó con la sobrina de Newton, Catherine Barton. Conduitt había hecho las veces de comisario de las tropas británicas en la nueva base de Gibraltar entre abril de 1713 y julio de 1715, aunque cabe la posibilidad de que prolongase su puesto de mando en el Peñón hasta comienzos de 1717. Cuando contrajo matrimonio con Catherine Barton, Conduitt era un hombre acaudalado. Es obvio que había nacido en el seno de una próspera familia, y cabe esperar que heredase un cuantioso legado. Puestos como el de comisario, no obstante, habían devengado tradicionalmente enormes beneficios, y no está descartado que los años pasados en Gibraltar aumentasen sustancialmente la fortuna de Conduitt. Pero allí no se limitó a amasar dinero; también identificó el yacimiento arqueológico de la ciudad romana de Carteia. El 20 de junio de 1717, con Newton como presidente, Conduitt pronunció una conferencia sobre Carteia en la Royal Society. Se dio la circunstancia de que Newton estaba también interesado por Carteia, una ciudad construida por los tirios, como él creía, durante la expansión de la humanidad por la cuenca mediterránea, es decir, durante el primer milenio a. C. Desconocemos qué ocurrió después de la conferencia de Conduitt en la Royal Society. No obstante, Newton trabajaba por entonces en su Chronology y es posible que hubiese hablado con el autor de la conferencia sobre determinados asuntos relacionados con sus estudios del momento. Tres meses más tarde, Conduitt hizo con Catherine Barton lo que Halifax no hizo: le dio su apellido y le confirió la respetabilidad del matrimonio. Conduitt tenía por entonces veintinueve años y Mrs. Catherine Barton tenía treinta y ocho. Parece demostrado que aún era bella y tenía encanto. Su tío, no obstante, posiblemente poseía como mínimo idéntico atractivo que la novia, ya que Conduitt lo reverenciaba como a un héroe. Aunque la capacidad de Conduitt pudiera haber sido un tanto limitada, en todo momento supo que se hallaba en presencia de uno de los mayores genios de toda la historia, y juró responder adecuadamente a la oportunidad que se le había presentado. Puso por escrito las conversaciones que tuvo con él; compiló anécdotas sobre Newton. Cuando murió, veinte años después de su matrimonio, Conduitt dispuso que su lápida comenzase por una frase no sobre él o su esposa o sus padres, sino sobre Isaac Newton, con quien estuvo emparentado y cerca de cuya tumba quiso que se emplazase la suya.
A comienzos de 1718, Newton conoció a William Stukeley, quien se dedicaba a la práctica de la medicina en Londres e ingresó en la Royal Society en aquella época. Stukeley asistió a las sesiones de la sociedad con asiduidad y era como Newton natural de Lincolnshire. Newton enseguida trabó amistad con él. Cuando se mudó posteriormente a Grantham, Stukeley, igual que Conduitt, se ocupó de recopilar toda clase de informaciones sobre Newton. De estos dos hombres procede gran parte de lo que sabemos del carácter de Newton en sus últimos años de vida. La vida de Newton, escribió Conduitt, fue «una continuada dedicación al trabajo, a la paciencia, la humildad, la templanza, la mansedumbre, la humanidad, la beneficencia y la piedad, sin la menor sombra de vicio…». Tales son los frutos de la adoración al héroe. Por fortuna, aparte de adorar a Newton como a un santo de escayola, registró algunos detalles. Newton era de mediana estatura y, en sus últimos años, bastante entrado en carnes. Tenía «una mirada viva y penetrante» y una apariencia agraciada. Tenía una blanca cabellera, sin asomo de calvicie. Incluso en la vejez mantuvo una lozanía juvenil y la dentadura prácticamente intacta. Al referir la historia de Humphrey Newton de que vio reír a Newton una única vez, Stukeley comentó que su experiencia personal había sido distinta, aunque a medida que explica los detalles no parece tan distinta como en principio sostiene.
De acuerdo con mis propias observaciones, aunque sir Isaac era de talante muy serio y de notable compostura, a menudo le he visto reír, y siempre en ocasiones moderadas […] Hacía uso de abundantes dichos, rozando la broma y el ingenio. Cuando estaba acompañado se conducía de forma muy agradable, cortés, afable con los demás, presto a sonreír e incluso a reír abiertamente […] Podía ser muy cordial en compañía, e incluso hablador algunas veces.
Percival, el arrendatario de Woolsthorpe, contó a Spence que Newton era un hombre de pocas palabras «que a veces se pasaba en silencio, muy pensativo, más de un cuarto de hora, y que en todo momento parecía como si estuviera rezando sus oraciones; en cambio, cuando hablaba siempre iba directo al grano». Son comentarios que nos recuerdan más al Newton de los tiempos de Cambridge que el panegírico de Conduitt.
Puede que el rasgo más destacado de Newton en lo escrito por Conduitt sea la dedicación al estudio. La edad creativa de Newton había concluido veinte años antes de que Conduitt le conociera. Después de trasladarse a Londres, no hizo otra cosa que revisar ideas y temas diversos que databan de sus años de Cambridge. No obstante, las pautas de su vida siguieron intactas. Si sólo estaba en su mano revisar ideas ya antiguas, al menos podría hacer eso, y una vida en la cual la aventura suprema era la exploración de los mares del pensamiento siguió de ese modo siendo fiel a sus principios hasta el final. Dedicó todo el tiempo que no dedicaba a sus ocupaciones laborales y a lo que Conduitt denomina «asuntos cotidianos» al estudio, «y prácticamente nunca estuvo a solas sin empuñar la pluma, delante de los libros abiertos…». Conduitt notó que la lectura nunca le cansó la vista.
Tuvo en esta época amigos muy diferentes de los que había tratado en Cambridge. Conduitt informó a Fontenelle de que Jorge II y su esposa, la que fuese princesa Carolina, otorgaban a Newton sus favores y a menudo se prestaban a pasar horas enteras en su compañía. A la reina le agradaba oír sus argumentaciones sobre temas relacionados con la filosofía y la divinidad, y fomentó el trato de Newton. Llegó incluso a considerar su «Extracto» de la cronología, que él le había redactado expresamente de su puño y letra, como uno de sus tesoros predilectos.
Por inferencia sabemos algo más acerca de los años de declive de Newton, y es algo que está en perfecta armonía con el evidente placer que le procuró tener un trato de familiaridad con la realeza. Newton estaba hondamente preocupado por la imagen de sí mismo que pudiera dejar a su paso por la tierra. No sólo en su vejez, sino durante todos los años que pasó en Londres, posó constantemente para los retratistas más conocidos del momento, de manera que después del segundo retrato de Kneller sólo pasaron cuatro años hasta que se mandó hacer otro. Durante su última década de vida, el retrato parece haberse convertido casi en una manía personal. Después de que lo retratase Kneller en 1702 (lámina 3), Jervas pintó su retrato en 1703, Gandy en 1706 y Thornhill dos veces, en 1709 y 1710 (lámina 4). En 1714 posó para una miniatura de Richter, y ese mismo año esculpió Le Marchand su busto en marfil. Cuatro años más tarde, en 1718, Le Marchand realizó un segundo busto (lámina 5), así como varios relieves, a la vez que Murray le hizo un nuevo retrato al óleo. Kneller realizó un tercer retrato (para Varignon, el científico francés) en 1720, y durante los tres años restantes hasta su muerte, en 1723, le hizo dos más —de los que al parecer sólo uno sobrevive— por encargo de Conduitt. Vanderbank le hizo dos retratos al óleo en 1725 y un tercero en 1726 (lámina 6), y Seeman otro en 1726. Tenemos noticia de otro retrato realizado por Dahl, probablemente en los últimos años de Newton. Existen aún otros dos retratos suyos de vejez, realizados por artistas desconocidos, uno de los cuales se conserva en la National Portrait Gallery y otro en la colección privada de W. Heffer e Hijos. Uno posiblemente es copia, aunque tal vez lo sean los dos, pudiendo uno de ellos ser el de Dahl. Muchos o quizá la mayoría de éstos fueron encargos de otros hombres, si bien sólo pudieron realizarse con la cooperación del propio Newton. A juzgar por cualquier criterio, se trata de una cantidad considerable. No parece exagerado hablar de una auténtica obsesión.
Otra de sus características no menoscaba ni mucho menos su preocupación por la propia imagen. Las obras de caridad fueron constantes en los últimos años de su vida. Dedicó gran parte de esta faceta a las distintas ramas de su propia familia, pues no en vano era con diferencia el miembro más próspero del clan, cuyos demás integrantes le tenían en grandísima estima. A comienzos del siglo XVIII, los problemas del clan en cuestión fueron más numerosos que los motivos de alborozo, y siempre consultaron los problemas con el adinerado sir Isaac. Cuando murió Thomas Pilkington, el marido de su hermanastra, y dejó a Mary Smith Pilkington convertida en viuda, igual que su hermana menor, Hannah, Newton acudió en su ayuda, y al cabo de un tiempo le suministró cuatrimestralmente pagos de 9 libras para el mantenimiento de su hija Mary. Fue garante de un préstamo de 20 libras concedido al hijo de su hermana, Thomas Pilkington, y realizó muchas obras semejantes. Los reveses de la fortuna llevaron a su puerta a un constante flujo de parientes más o menos arruinados, pero tampoco redujo Newton sus limosnas a su familia. Entre sus papeles se conserva gran número de cartas recibidas en las que se solicita su ayuda. La cantidad existente ya implica que era bien conocido en determinados círculos por su talante caritativo. Las cartas contienen además pruebas irrefutables de que contestó a muchas súplicas de este estilo. Junto con las duraderas amistades de sus años en Londres, las obras de caridad realizadas por Newton logran suavizar la imagen dejada por sus disputas con Flamsteed y Leibniz. Las disputas fueron innegables, pero también lo fue la caridad para con los necesitados, como si de alguna manera aspirase a contrarrestar así sus propios defectos. Tampoco conviene interpretar su intensa dedicación a las obras de caridad como indicio de que Newton no se preocupaba demasiado por su propia situación material. Cuando murió, dejó una herencia muy considerable, y debemos asumir que cuidó con atenta vigilancia la acumulación de la misma durante todos los años que pasó en Londres.
Durante sus últimos años, a Newton le gustaba recordar los distintos temas que habían configurado la sustancia de su vida. Al menos tres personas distintas oyeron contar la historia de la manzana y la ley de la gravedad en ocasiones distintas. Stukeley a veces hablaba con él sobre la cronología y las profecías, aunque Newton nunca le dejó entrar en la hondura de sus reflexiones teológicas. Conduitt oyó ocasionalmente algunas de sus especulaciones de mayor alcance. El 7 de marzo de 1725 tuvieron una larga conversación, que Conduitt registró por extenso, acerca de la circulación de los cuerpos celestes en el cosmos. Newton le dijo que era de la opinión de que se producía alguna especie de rotación de los cuerpos sobre sí mismos. La luz y los vapores del Sol se congregan para conformar los cuerpos de orden secundario, como la Luna, que continúa creciendo a medida que adquiere mayor masa y termina por convertirse en un planeta de orden primario para ser a su debido tiempo un cometa, que a su vez devuelve al Sol la materia para reponer la que se desgasta en la combustión. Consideraba que el gran cometa de 1680, al cabo de cinco o seis órbitas más, tendría que proyectarse en el Sol, el cual haría aumentar su temperatura de tal modo que cesaría la vida en la Tierra. La humanidad era algo relativamente reciente, continuaba, y existían en la Tierra huellas de una ruina que sugerían un cataclismo anterior al que él había predicho. Conduitt le preguntó cómo podría haberse repoblado la Tierra si la vida hubiera sido destruida. Era necesario un creador, contestó Newton. ¿Por qué no publicaba sus conjeturas, tal como había hecho Kepler? «No me ocupo yo de conjeturas», replicó. Tomó el ejemplar de los Principia y mostró a Conduitt las sugerencias de su convicción, que había introducido en su comentario sobre los cometas. ¿Por qué no lo decía entonces a las claras? Él se echó a reír y comentó que había publicado más que suficiente para que todo el mundo supiera cuál era su opinión.
Poco tiempo antes de su muerte, Newton hizo un repaso de su vida y la resumió para un compañero innominado. Se trata de una espléndida reflexión que recoge la esencia de una vida dedicada sobre todo a la búsqueda de la verdad.
No sé qué podré parecerle yo al mundo, pero tengo para mí que no he sido sino un muchacho que juega a la orilla del mar, que se distrae de cuando en cuando al encontrar un guijarro más liso o una concha más bella que las habituales, mientras el gran océano de la verdad se extendía ante mí aún por descubrir.
Comenzaron a aparecer al final los esperados síntomas de senectud, aunque no de senilidad. Conduitt, que habitualmente puso mucho cuidado en no revelar de ninguna manera el menor síntoma de declive de Newton, menciona en sus anotaciones del 7 de marzo de 1725 que Newton parecía tener la cabeza más despejada y la memoria mejor que los días anteriores. Pemberton también señaló que la memoria de Newton había decaído notablemente. Conduitt afirmó que después de 1725 Newton apenas iba nunca a la Casa de la Moneda, y que él mismo asumió personalmente el cumplimiento de sus obligaciones.
Durante los últimos cinco años, la salud de Newton comenzó a deteriorarse visiblemente. Su problema básico, quizá resultado de una grave enfermedad padecida en 1723, era la debilidad de esfínteres. Desde esta época y en lo sucesivo, Newton sufrió de incontinencia urinaria. Debido a que cualquier movimiento agravaba su afección, renunció a su carruaje y decidió trasladarse de un sitio a otro en una silla de manos. Dejó de cenar fuera de casa y rara vez recibía. Dejó de ingerir carne por completo, y se alimentó sobre todo de caldos y verduras. En enero de 1725, Newton sufrió un virulento acceso de tos y una inflamación pulmonar. Un ataque de gota complicó aún más la situación. Después del 7 de enero no ocupó la presidencia de la Royal Society hasta el 22 de abril, y desde ese día y hasta su muerte faltó a más sesiones de las que asistió. Con gran dificultad, Conduitt le convenció de que tomase una casa en Kensington. El cambio de aires le sentó bien. Conduitt señala que estaba «visiblemente mejor» de lo que había estado en varios años, reconocimiento implícito del decaimiento que Conduitt nunca quiso admitir abiertamente. Su ánimo nunca le falló. Conduitt intentó convencerle de que no fuera caminando a la iglesia, a lo cual él contestó: «Tengo piernas y las uso.» Conduitt también apuntó que en ningún momento dejó de estudiar y de escribir.
Pocos días antes de su muerte, Zachary Pearce, rector de la parroquia correspondiente a la casa de Newton, St. Martin in the Fields, fue a visitarle.
Lo encontré escribiendo en su Chronology of Ancient Kingdoms sin la ayuda de las lentes, a una enorme distancia de las ventanas de la sala y con un paquete de libros sobre la mesa, el cual proyectaba su sombra sobre el papel. Al verle en esta situación, nada más entrar le dije: «Sir, parece que está escribiendo en un lugar en el que no le resulta fácil ver.» Me contestó de este modo: «Un poco de luz me basta.» Luego me indicó que estaba preparando su Chronology para darla a la imprenta, y que había reescrito la mayor parte del texto debido a esa razón. Me leyó dos o tres hojas de las ya escritas (tomadas más o menos de la mitad de la obra, creo yo), con motivo de algunos puntos de la obra que habían surgido al hilo de nuestra conversación. Creo que continuó leyéndome y hablándome de lo que había escrito más o menos por espacio de una hora, hasta que un criado trajo la cena.
Después de las vacaciones de verano de 1726, Newton asistió solamente a cuatro reuniones de la Royal Society y a una sola reunión del consejo. Ejerció las funciones de presidente por última vez el 2 de marzo de 1727. Muy animado por el desarrollo de la reunión, se quedó en Londres aquella noche, y al día siguiente Conduitt pensó que hacía bastantes años que no le encontraba tan bien. No obstante, la tensión de la reunión y de las visitas que recibió el día siguiente sirvieron para que su acceso de tos rebrotase con nueva violencia, y regresó a Kensington el 4 de marzo. Conduitt mandó llamar a Mead y a Cheselden, dos destacados médicos que atendieron a Newton. Diagnosticaron la afección como un cálculo de vejiga y no ofrecieron esperanzas de restablecimiento. Newton sufría tremendos dolores. Angustiado, el sudor le corría por las mejillas. El espectáculo de una muerte tan cristiana fue más de lo que las dotes poéticas de Stukeley podrían haber resistido.
[El dolor] fue de tal intensidad que el lecho en el que estaba postrado, y hasta la misma habitación, retembló con su agonía, para maravilla de todos los presentes. ¡Tal pugna libró su grandísima alma por abandonar su tabernáculo en la tierra! Todo esto lo soportó con ejemplar y notable paciencia, verdaderamente filosófica, verdaderamente cristiana…
Conduitt se sintió obligado por su parte a mencionar, no sin algún azoramiento, lo que seguramente fue el acto más significativo de Newton durante el trance de su muerte, por más que Stukeley hubiese tenido problemas de concordancia con su versión. Newton rehusó recibir los sacramentos de la Iglesia. Tuvo que haber planeado ese gesto desde hacía tiempo; fue la declaración personal de fe que no se había atrevido a expresar en público durante más de cincuenta años. Y hasta en su muerte quedó comprometida. Después de todo, había pasado sus últimos años purgando todas las opciones que pudieran ser motivo de objeción de las obras de teología que dejó listas para publicarse. Del mismo modo, hay que resaltar que dedicó ese gesto a un público muy limitado, a Catherine y a John Conduitt, quienes no quisieron poner en entredicho su memoria dándolo a conocer. Por lo que sabemos, Stukeley no tuvo ni idea de su existencia.
El 15 de marzo Newton se encontró bastante mejor, y los que le atendían comenzaron a albergar esperanzas. Pero inmediatamente recayó, se mantuvo inconsciente el domingo 19 de marzo y murió a la mañana siguiente, alrededor de la una, sin sufrir más dolores.
Puede que su liderazgo en la Royal Society no fuese demasiado notorio durante sus últimos años de vida, pero sus miembros fueron conscientes de lo que se había perdido.
23 de marzo de 1726
Estando vacante la presidencia por el fallecimiento de sir Isaac Newton, hoy no se ha celebrado la reunión habitual.
La muerte entraña una dimensión práctica e inevitable. El estado de cuentas, compuesto sobre todo por las acciones y los dividendos del Banco de Inglaterra y de la Compañía de los Mares del Sur, ascendía a unas 32.000 libras esterlinas, lo cual no llegaba a ser una suma principesca, aunque sí sustanciosa. Iban a repartírsela ocho sobrinas y sobrinos: tres Pilkington, tres Smith y dos Barton, incluida Catherine Barton Conduitt, por supuesto. Entre ellos, sólo Catherine Conduitt, secundada por su esposo, fue capaz de apreciar los hallazgos de Newton. Para los demás no pasaba de ser el adinerado tío Isaac, por lo que estuvieron decididos a sacar la mayor tajada posible de su buena suerte. Era inevitable que se entablasen algunas riñas, atemperadas al final por una dura realidad.
Antes de que los tribunales permitieran el subsiguiente reparto de la herencia, alguien tendría que asumir la obligación del intendente de la Casa de la Moneda y evitar de ese modo que la Corona sufriese ninguna pérdida adicional. Entre los herederos, sólo Conduitt estaba en condiciones de arrostrar la carga. De ahí que se hiciera un trato, de acuerdo con el cual todos los manuscritos que fuesen considerados dignos de ser publicados se imprimieran y se vendieran «para obtener el mejor rendimiento». Entretanto, Catherine Conduitt los tendría bajo su custodia. Conduitt accedió a aprobar las cuentas. A cambio, tendría derecho a conservar todos los papeles que no fuesen considerados dignos de publicarse. Accedieron también, sin duda por indicación de Conduitt, a dejar aparte 500 libras para erigir un monumento. Se gastaron 87 libras en coronas fúnebres, se enviaron otras 20 a los pobres de la parroquia de Colsterworth y se entregó a cada criado el salario correspondiente a un año.
Tres de los manuscritos del legado llegaron a ver la luz: la Chronology, las Observaciones sobre las profecías, como ya he mencionado, y el esbozo original escrito por Newton para el libro final de los Principia, que fue publicado con el título de De mundi systemate, en 1728. Por medio del acuerdo, Conduitt obtuvo la propiedad efectiva de los papeles. Conduitt además anduvo avispado a la hora de asegurarse la mejor parte de la herencia, el puesto de intendente de la Casa de la Moneda, para sí.
Stukeley afirmó que cada uno de los ocho sobrinos y sobrinas heredó unas 3.500 libras (subestimando la cantidad en casi 500 libras), «pero todos quedaron conformes». Es bien poco lo que se sabe de siete de ellos, aunque el juicio sumario de Stukeley no hace justicia a Catherine Conduitt. Murió en 1739, dos años después que John. Su hija Catherine contrajo matrimonio con el honorable John Wallop, vizconde de Lymington, en 1740, y su hijo llegó a ser el segundo conde de Portsmouth. Por medio de Catherine Conduitt, hija, los papeles de Newton, preservados por la visión de futuro que tuvo su padre, pasaron a posesión de la familia Portsmouth, y la mayor parte de ellos hallaron su camino hasta llegar a la Biblioteca de la Universidad de Cambridge.
La muerte de Newton no pasó desapercibida, y la mayor parte de las gacetas del momento anunciaron el suceso. The Political State of Great Britain del mes de marzo dedicó tres páginas a un encomio que resumía con acierto la posición que ocupó Newton en Inglaterra, al denominarle «el más grande de los filósofos, gloria de la nación británica». El «poema consagrado a la memoria de sir Isaac Newton», de James Thomson, tuvo hasta cinco ediciones antes de que finalizase el año. La nación que le había honrado al nombrarle caballero fue incluso más generosa en su muerte. El 28 de marzo estuvo expuesto el féretro en la Cámara de Jerusalén de la abadía de Westminster, en donde fue enterrado después ocupando un lugar destacado en la nave central. Conduitt informó a Fontenelle de que el diácono y el capítulo abacial habían denegado a menudo ese lugar incluso a los nobles más señalados. De acuerdo con la costumbre de la época, un caballero de la Orden de Bath llamado sir Michael Newton hizo las veces de conductor del duelo, seguido por algunos parientes y por eminentes personas que habían tratado en vida a Newton. El lord Canciller, los duques de Montrose y Roxburgh, los condes de Pembroke, Sussex y Macclesfield, todos ellos miembros de la Royal Society, portaron el féretro; el obispo de Rochester asistido por los prebendados y el coro ofició la ceremonia. El monumento que especificaron los herederos fue finalmente erigido en 1731, una monstruosidad barroca con querubines que ostentaban emblemas de los descubrimientos de Newton, con el propio Newton en posición reclinada y una figura femenina que representaba a la Astronomía, la reina de las ciencias, sentada y llorosa sobre un globo terráqueo que coronaba el conjunto. El gusto propio del siglo XX discurre sobre líneas más sencillas, y el monumento se encuentra hoy semienvuelto en la abadía de Westminster, por lo que resulta difícil de ver. Más o menos lo mismo sucede con la inscripción, que concluía con la exhortación siguiente: «Que los mortales se alborocen de que llegara a existir tan gran ornamento de la raza humana.» En este caso, la extravagancia barroca sí acierta a dar la nota adecuada. Newton tuvo fallos en abundancia. No obstante, sólo una hipérbole puede aspirar a expresar la realidad de un hombre que volvió al polvo a comienzos de la primavera de 1727.

Capítulo 14
Ensayo bibliográfico

Al igual que el libro en conjunto, esta bibliografía está drásticamente condensada, y se limita a recoger los títulos disponibles en lengua inglesa. Todo el que desee una introducción más amplia a la literatura escrita sobre Newton puede hallarla en Never at Rest.
Newton ha sido estudiado por muchos biógrafos. La biografía señera durante muchos años, y un libro que siempre será digno de tenerse muy en cuenta, fue Memoirs of the Life, Writings and Discoveries of Sir Isaac Newton, de David Brewster (2 vols., Edimburgo, Thomas Constable, 1855). Augustus de Morgan publicó una serie de artículos en la que criticaba la excesiva adoración que profesaba Brewster por su héroe; de ellos, tres fueron recogidos y editados por Philip E. B. Jourdain en Essays on the Life and Work of Newton (Chicago, Open Court, 1914). El libro de Louis Trenchard More, Isaac Newton: A Biography (Nueva York, Charles Scribner’s Sons, 1934), no consigue añadir ninguna novedad, aparte de fracasar en su empeño de sustituir a la de Brewster en calidad de biografía fundamental. El libro de J. W. N. Sullivan, Isaac Newton: 1642-1727 (Londres, Macmillan, 1938), aun siendo más breve contiene ideas de interpretación general que aún hoy requieren la atención del interesado. Entre el amplísimo número de biografías populares, es incuestionable que las mejores son las de E. N. da C. Andrade, Isaac Newton (Londres, Parrish, 1950; en versión un tanto distinta, Sir Isaac Newton, Londres, Collins, 1954) y Gale E. Christianson, más larga y detallada, titulada In the Presence of the Creator. Isaac Newton and His Times (Nueva York, Free Press, 1984). En un repaso de las biografías no es posible omitir la de Frank E. Manuel, Portrait of Isaac Newton (Cambridge, Massachussetts, Harvard University Press, 1968). Como no pretende ocuparse de la trayectoria científica de Newton, no puede decirse que sea una biografía en todo el sentido de la palabra. En cambio, sobre todos los demás aspectos de la vida de Newton sí ofrece datos e interpretaciones que ningún estudioso de Newton podría ignorar; asimismo, contiene un análisis freudiano de las raíces de la personalidad de Newton, que puede o no ajustarse a la realidad, pero que en todo caso sí puede disociarse del retrato de Newton, sobre el cual se basa empíricamente.
Existen muchísimos estudios sobre la obra y el pensamiento de Newton en general. E. A. Burtt, en The Metaphysical Foundations of Modern Physical Science (Nueva York, Harcourt Brace, 1925), concluye con un largo comentario sobre Newton que, al igual que el libro en su totalidad, sigue ejerciendo una notable influencia con todo merecimiento. I. Bernard Cohén, el decano de los estudiosos de Newton en activo, dio comienzo a sus propias investigaciones newtonianas con el importante Franklin and Newton, an Inquiry into Speculative Newtonian Experimental Science and Franklin’s Work in Electricity as an Example Thereof (Filadelfia, American Philosophical Society, 1956). Tal como indica el título, el objeto al que dedica Cohén su atención va más allá de Newton; no obstante, comienza con un largo comentario sobre su figura, base sobre la que descansa el resto de su trabajo. Otra de las aportaciones de Cohén a la comprensión de Newton se menciona más adelante, en este mismo ensayo bibliográfico. Aquí permítaseme añadir The Birth of a New Physics (Garden City, Nueva York, Anchor, 1960). Alexandre Koyré, quien tanto ha hecho por configurar la moderna disciplina de la historiografía de la ciencia, centró su atención en Newton ya al final de su carrera; véase sobre todo su Newtonian Studies (Cambridge, Massachussetts, Harvard University Press, 1965). Uno de estos Newtonian Studies merece mención aparte; se trata de «The Significance of the Newtonian Synthesis». Véanse además las partes que dedica Koyré a Newton en From the Closed World to the Infinite Universe (Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1965). Henry Guerlac también hizo su aportación a nuestra comprensión de Newton al final de su carrera. Véanse su Newton et Epicure, Conférence donnée au Palais de la Découverte le 2 Mars 1963 (París, Conférences du Palais de la Découverte, 1963) y su «Newton’s Optical Aether», en Notes and Records of the Royal Society, 22, 1967, págs. 45-57. Además de «Newton’s Theory of Matter», en Isis, 51, 1960, págs. 131-144, de A. R. y Marie Boas Hall, véanse también, de los mismos autores, sus introducciones a Unpublished Scientific Papers of Sir Isaac Newton (Cambridge, Cambridge University Press, 1962). The Janus Faces of Genius, de B. J. T. Dobbs (Nueva York, Cambridge University Press, 1992), obra en curso de publicación exactamente en el momento en que termino esta bibliografía, será sin duda una de las interpretaciones más importantes que se hayan hecho de Newton.
En la medida en que dependían de las obras de Newton publicadas hasta entonces, todos los estudios realizados antes de 1945 han sido más bien superados por los escritos recientemente (tales como los mencionados en los párrafos anteriores), que se basan primordialmente en sus manuscritos. Uno de los primeros, y que además rompió de forma decisiva el talante establecido de enaltecer a Newton, fue el ensayo de Lord Keynes titulado «Newton, the Man», incluido en Newton Tercentenary Celebrations, volumen de la Royal Society publicado en Cambridge (Cambridge University Press, 1947, págs. 27-34). J. E. McGuire ha utilizado intensamente las fuentes manuscritas en buen número de artículos, influyentes todos ellos, sobre Newton; véase sobre todo el escrito en colaboración con P. M. Rattansi, «Newton and the “Pipes of Pan”», en Notes and Records of the Royal Society, 21, 1966, págs. 108-143. Análogo a McGuire en su empleo de los manuscritos newtonianos como medio de examinar las cuestiones filosóficas de su ciencia es el libro de Ernán McMullin, Matter and Activity in Newton (Notre Dame, Indiana, University of Notre Dame Press, 1977). Otro artículo importante es el de David Kubrin, «Newton and the Cyclical Cosmos: Providence and the Mechanical Philosophy», en Journal of the History of Ideas, 28, 1967, págs. 325-346.
D. T. Whiteside se ha erigido en autoridad incuestionable sobre la matemática de Newton. Es preciso consultar antes que nada sus ensayos introductorios y el aparato crítico-editorial de su magna edición de los Mathematical Papers, así como la introducción que ha escrito a una reimpresión de los seis textos matemáticos publicados en vida de Newton o muy poco después de su muerte: The Mathematical Works of Isaac Newton (2 vols., Nueva York, Johnson Reprint Corp., 1964). Además de éstos, ha publicado buen número de obras y artículos de importancia, entre los cuales citaré tan sólo «Isaac Newton: Birth of a Mathematician», en Notes and Records of the Royal Society, 19, 1964, págs. 53-62. Cari B. Boyer, The Concepts of the Calculus: A Critical and Historical Discussion of the Derivative and the Integral (Nueva York, Columbia University Press, 1939), también contiene un excelente comentario sobre esta faceta de Newton. La mejor relación de la disputa sobre la prioridad sostenida con Leibniz es la de A. R. Hall, Philosophers at War: The Quarrel between Newton and Leibniz (Cambridge, Cambridge University Press, 1980).
Entre los estudios sobre la óptica de Newton, A. R. Hall inauguró con eficacia las recientes explotaciones en profundidad de los manuscritos de Newton con su artículo «Sir Isaac Newton’s Note-book, 1661-1665», en Cambridge Historical Journal, 9, 1948, págs. 239-250, al cual siguió su «Further Optical Experiments of Isaac Newton», en Annals of Science, 11, 1955, págs. 27-43. Existe un amplio pasaje sobre Newton en A. I. Sabra, Theories of Lightfrom Descartes to Newton (Londres, Oldbourne, 1967). El ensayo introductorio de Thomas S. Kuhn a «Newton’s Optical Papers», en el volumen de I. B. Cohén Papers & Letters, es sencillamente excelente. Alan E. Shapiro, que actualmente prepara una edición de los Optical Papers de Newton, se ha erigido en autoridad reconocida sobre este campo. Entre sus numerosos artículos, véase «The Evolving Structure of Newton’s Theory of White Light and Color: 1670-1704», en Isis, 71, 1980, págs. 211-235.
Los Principia y demás cuestiones relativas a la mecánica han sido objeto de estudios de tipo histórico desde hace más tiempo que la óptica. I. Bernard Cohén ha hecho de los Principia su terreno particular por medio de obras demasiado extensas para ser aquí citadas en su totalidad, pero conviene recomendar especialmente su Introduction to Newton’s «Principia» (Cambridge, Cambridge University Press, 1971), una valiosísima historia del libro en sí. John Herivel es el principal estudioso sobre el desarrollo inicial de la mecánica newtoniana; sus artículos sobre este tema están incorporados en los diversos ensayos que se incluyen en The Background to Newton’s «Principia» (Oxford, Oxford University Press, 1965), en donde se recogen además todos los documentos sobre la mecánica de Newton anteriores a los Principia.
La química (y la alquimia) de Newton han sido mucho menos estudiadas que otros aspectos de su saber científico. B. J. T. Dobbs, en The Foundations of Newton’s Alchemy: The Hunting of the Greene Lyon (Cambridge, Cambridge University Press, 1975), invalida todas las obras anteriores y, por vez primera, ofrece una auténtica guía para la comprensión de los numerosos textos de tema alquímico que dejó Newton.
The Religión of Isaac Newton (Oxford, Oxford University Press, 1974), de Frank E. Manuel, es la única obra sobre la religión newtoniana que, por lo que alcanzo a saber, se inspira en los manuscritos de Yahuda, sólo recientemente puestos a disposición de los estudiosos. Manuel se preocupa exclusivamente, no obstante, de ampliar los temas freudianos ya recogidos en su Portrait, de manera que el libro no aporta un esclarecimiento sustancial sobre el contenido teológico de los textos. Isaac Newton, Historian, otra obra de Manuel (Cambridge, Massachussetts, Harvard University Press, 1963), es el único estudio significativo de la cronología newtoniana, un tema íntimamente relacionado con su punto de vista teológico. Margaret Jacob, en The Newtonians and the English Revolution, 1689-1720 (Ithaca, Nueva York, Cornell University Press, 1976), que resume una serie de artículos anteriores, examina la interrelación de la filosofía de la naturaleza en Newton, la teología práctica de los latitudinarios y la situación política de Inglaterra en tiempos de la Revolución Gloriosa.
En castellano, quiero anotar dos obras de José María López Pinero: La introducción de la ciencia moderna en España (Barcelona, Ariel, 1969), y Ciencia y técnica en la sociedad española de los siglos XVI y XVII (Barcelona, Labor, 1979).

Bibliografía en lengua castellana

Anotaremos, en primer lugar, las principales ediciones en castellano de obras de Newton, comenzando por Selección (Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, 1943), ordenada y traducida por E. García de Zúñiga y J. Novo Cerro; reimpresa en numerosas ocasiones hasta 1984, esta antología incluye textos de los Principia mathematica y de la Óptica, así como la Carta al honorable Mr. Boyle, sobre la causa de la gravitación. De la Optica se han publicado dos traducciones: Óptica o tratado de las reflexiones, refracciones, inflexiones y colores de la luz (Buenos Aires, Emecé Editores, 1947), dentro de la colección Maestros de la Ciencia, dirigida por J. M. Muñoz, L. F. Leloir y E. Braun Menéndez; y Óptica o tratado de las reflexiones, refracciones, inflexiones y colores de la luz (Madrid, Alfaguara, 1977), con introducción, traducción, notas e índice analítico de C. Solís. De los Principia también hay dos ediciones: Principios matemáticos de la filosofía natural (Madrid, Editora Nacional, 1982), edición preparada por A. Escohotado; y Principios matemáticos de la filosofía natural (2 vols., Madrid, Alianza, 1987), introducción, traducción y notas de E. Rada García. Del mismo Rada García son la traducción, introducción y notas de El sistema del mundo (Madrid, Alianza, 1983).
Ofreceremos a continuación una selección de estudios, publicados originalmente en castellano, sobre Newton o dedicados parcialmente a su vida y su obra, así como a su influencia en los países de habla castellana: E. García de Zúñiga, Newton (Montevideo, Instituto de Estudios Superiores, 1940); Cortés Plá, «Trascendencia de la obra de Galileo y Newton», en Archeion, 24, 1942, págs. 289-402; C. E. Paz Soldán, «Isaac Newton y los albores de la escuela médica peruana», en Anales de la Sociedad Peruana de Historia de la Medicina, 4, 1943, págs. 63-88; Cortés Plá, Isaac Newton (Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, 1945); R. Vallejos, El problema de Newton (Santa Fe, Universidad de Santa Fe, 1946); F. J. Duarte,Bibliografía: Euclides, Arquímedes, Newton (Caracas, Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales, 1967); J. Babini (ed.),El cálculo infinitesimal. Origen, polémica (Buenos Aires, Editorial Universitaria, 1972); A. Ferraz, Teorías sobre la naturaleza de la luz, de Pitágoras a Newton (Madrid, Dossat, 1974); V. Navarro Brotóns, «La física en la España del siglo XVIII», en Historia de la física hasta el siglo XIX, Madrid, Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, 1983, págs. 327-343; C. Mínguez, De Ockham a Newton: la formación de la ciencia moderna (Madrid, Cincel, 1986); J. Aguilar Pérez y C. Sánchez del Río, «En el tercer centenario de la publicación de los Principia de Newton», en Revista Española de Física, 2, 1988, págs. 55-60; E. Pérez Saldeño, «Newton y el ideal de una ciencia universal», en Arbor, 130, 1988, págs. 9-20; B. Rodríguez Salinas, «Newton», enHistoria de la matemática en los siglos XVII y XVIII, Madrid, Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, 1988, págs. 31-60; C. Solís,La revolución de la física en el siglo XVII (Madrid, Akal, 1991); A. Ten Ros, La física ilustrada (Madrid, Akal, 1991); E. Ausejo, Las matemáticas en el siglo XVII (Madrid, Akal, 1992); A. Pereira Poza, «Newton en el pensamiento naturalista de Buffon: la analogía biológica de la gravedad», en Asclepio, 44, 1992, págs. 207-219. Acerca de la relación con la obra de Newton de los científicos hispánicos Benito Bails, Cosme Bueno, José Cassani, Tomás Cerdá, José Chaix, Jorge Juan, José Celestino Mutis, Hugo de Omerique, Andés Piquer, José F. de Restrepo, José H. Unanue y Juan Bautista Villalpando, pueden verse los correspondientes capítulos, redactados por S. Garma, T. F. Glick y V. Navarro, en J. M. López Piñero, T. F. Glick, V. Navarro y E. Pórtela, Diccionario histórico de la ciencia moderna en España (2 vols., Barcelona, Península, 1983).
Por último, recordaremos que hay ediciones en castellano del clásico texto de Frangois Arago, Grandes astrónomos (de Newton a Laplace) (Madrid, Espasa-Calpe, 1945; reimpr. en 1946 y 1966), así como de los siguientes libros: I. B. Cohén, El nacimiento de una nueva física (Buenos Aires, Editorial Universitaria, 1963); R. S. Westfall, La construcción de la ciencia moderna (Barcelona, Labor, 1983); I. B. Cohén, La revolución newtoniana y la transformación de las ideas científicas (Madrid, Alianza, 1983); y G. E. Christianson, Newton (2 vols., Barcelona, Salvat, 1986).

J. M. López Piñero


Notas:
[1]En Inglaterra, ayuda o impuesto concedido por el Parlamento al rey, para atender necesidades urgentes del reino. (Todas las notas a pie de página que aparecen en el libro son de la traductora.)
[2]Jefe de decanos. 
[3] Colegio autónomo universitario.
[4]Graduado que percibe una beca de investigación en una universidad o college.
[5]Beca concedida a graduados o catedráticos para realizar investigaciones.
[6]Beca concedida a alumnos para continuar sus estudios
[7]Estudiante que percibe una beca para continuar sus estudios.
[8]Oficial de un college encargado de los estudios de un alumno no graduado.
[9]Fellow con nivel bajo de especialización
[10]Fellow con nivel alto de especialización
[11]Persona con derecho de presentación para beneficios eclesiásticos.
[12]Oficial que encabeza procesiones universitarias.