Pasión por las enzimas - Arthur Kornberg

Pasión por las enzimas

Arthur Kornberg

Prólogo

Arthur Kornberg ha jugado un papel tan destacado en la bioquímica de los genes que resulta del todo imposible narrar su historia sin incluir la personalidad del científico que contribuyó de manera decisiva a ella. Pasión por las enzimas combina los recuerdos personales con la exposición científica y es, por consiguiente, la autobiografía de un científico destacado al mismo tiempo que la biografía de la ciencia a la que se dedicó. En este drama no existen conflictos entre actores, no «hay carrerilla alguna por llegar primero a la meta». El único rival de Arthur Kornberg ha sido una Naturaleza exigente que sólo demanda a regañadientes ingenuidad y perseverancia a cambio del auténtico premio que es desvelar los secretos relacionados con la manera en que se las averiguan el mundo y la vida que mora en él.
Conozco prácticamente un cincuenta por ciento de científicos que nacieron con la pasión de la Ciencia, que han sido impulsados por una vocación interna, y otro tanto de los que han arribado a ella de forma tardía, casi por accidente. Arthur Kornberg pertenece a esta segunda categoría y quizá ello explique su forma incansable y metódica de acosar a un objetivo tras otro durante cuatro décadas. El sentido del equilibrio y la moderación con que ha sabido conducir su carrera le ha permitido dedicarse intensamente a su familia sin menoscabo de su productividad científica. No sólo ha disfrutado de la compañía de una esposa de talento (Sylvy Kornberg, ya desaparecida), sino también de una colaboradora en el laboratorio; ha visto, además, que sus tres hijos lograban éxitos científicos y profesionales extraordinarios. Su competencia y sensibilidad administrativa han conseguido la creación de un Departamento de Bioquímica cuya producción no tiene parangón y que es un ejemplo en contra de la idea de que la ciencia actual sólo puede conseguirse a base de numerosos equipos e inmensas máquinas o que demanda la renuncia de otros valores humanos.
Los comienzos de la vida de Arthur (como los míos) son los típicos de la segunda generación de inmigrantes judíos en la ciudad de Nueva York, en la que los padres hicieron enormes sacrificios para proporcionar a sus hijos una educación. En su hogar no había nada que indicara el camino de la Ciencia excepto el ánimo por el estudio y la superación. El colegio reforzó ese trasfondo impulsando el ideal de que los logros académicos serían una oportunidad para escapar de la explotación social y económica. El City College de Nueva York, que inculcaba un orgullo felino de galardonado con el premio Nobel pero ofrecía poca ciencia de vanguardia en sus planes de estudio (y, por entonces, nada a nivel de licenciatura), contaba con un grupo de colegas inteligentes, ambiciosos y competitivos que potenciaban las aspiraciones de sus alumnos y una Facultad que alimentaba la valía personal independientemente del linaje, color y clase económica.
El mundo exterior al City College no era tan acogedor y a los judíos se le presentaban muy pocas oportunidades para la ciencia académica o industrial. Profesiones como la Medicina (aunque las facultades correspondientes podían racionar las solicitudes de admisión) ofrecían al menos la perspectiva de labrarse una carrera en función de la valía personal y no en base a la pertenencia a grupos privilegiados. Diez años más tarde esas barreras étnicas se derrumbarían por fin gracias a la movilización del alumnado universitario hacia tareas que afrontasen las necesidades planteadas por la Segunda Guerra Mundial. El mismo proceso abrió indirectamente las puertas de los National Institutes of Health a Kornberg y le brindó su primera oportunidad de investigar.
Conocí a Arthur Kornberg hace treinta y cinco años en un Curso de Verano impartido por C. B. van Niel en el que se había inscrito para «aprender Microbiología» y prepararse para una cátedra de esa asignatura en la Universidad de Washington. Este encuentro decisivo me llevó, cinco años después, al puesto del Departamento de Genética de la Universidad de Stanford. A mí me hubiera gustado en realidad incorporarme al nuevo Departamento de Bioquímica de Arthur; sin embargo, tenemos diferencias sobre la filosofía científica, cosa que pudo haber intuido incluso en nuestro primer encuentro.
El abordaje de los problemas científicos elegido por Kornberg consiste claramente en centrarse en lo particular, descartando las grandes metas sociales o científicas y dejando a un lado los diseños grandiosos y las síntesis teóricas. Le interesan todos los detalles de la Enzimología; dice: «Jamás me he encontrado con una enzima que carezca de interés». Más por intuición que por propósito, Kornberg siempre se las arregló para entrever los objetivos centrales de la investigación biológica en su caza de enzimas; su método ha abarcado, consiguientemente, horizontes más amplios que los meramente mecánicos de la purificación química de las enzimas y aislamiento de las mismas.
Kornberg podría estar en lo cierto al creer que la Enzimología desalienta a muchos jóvenes y, lamentablemente, está siendo evitada en favor de las doctrinas más sencillas de la caza de genes. Estoy de acuerdo con él en que las mil y pico enzimas del metabolismo intermediario y de la síntesis de ácidos nucleicos y proteínas constituyen la tabla periódica fundamental de la Biología. Lo mismo que ocurría con los átomos de la Química en la época de Mendeleyev, sólo se ha aislado una pequeña proporción de las enzimas que suponemos existen y la ardua e indispensable labor de aislar las que faltan no debe olvidarse cuando en la década actual comiencen los trabajos de la cartografía del genomio humano. Además de las habilidades técnicas de Kornberg necesitaremos su destreza para seleccionar las metas bioquímicas que justifiquen tener prioridad. Como siempre ha practicado, si bien sin predicarlo, debemos integrar el conocimiento de las enzimas en la perspectiva más amplia de las relaciones funcionales que guardan en la célula. Ello requerirá una multitud de otras técnicas, como microscopía electrónica, espectroscopía MRI y difracción de rayos X, por no mencionar el análisis genético. La prueba final de nuestros métodos es la reconstrucción de la célula y para ello requeriremos componentes purificados. Las explicaciones de la biología contemporánea seguirán siendo de tipo químico. Nadie nos ha enseñado mejor esa lección.

Joshua Lederberg

Prefacio

Pese a la tantísima atención que se presta al DNA y a la ingeniería genética en relación con las patentes industriales y la ética de las manipulaciones de genes, apenas se oye hablar de los fascinantes orígenes de esta extraordinaria revolución biológica. La forma en que aconteció esta historia varía según la situación que tuviera el observador en el momento de ocurrir. Antes de que las brumas de la historia envuelvan los hechos y personajes claves deseo ofrecer un relato personal de la forma en que los continuos avances de la Bioquímica y Enzimología nos han permitido comprender la herencia y otras muchas áreas de la Biología en términos químicos. Lo que más me ha impulsado a narrar esta historia ha sido la tragedia de la larga e inexorable enfermedad de mi esposa Sylvy así como lo- agradable que nos resultaba rememorar nuestras aventuras científicas tan inseparablemente urdidas en la vida de ambos.
Quiero reconocer en primer lugar, entre los muchos consejos y ánimos, la catalizadora invitación de Alfred P. Sloan para que preparase una autobiografía. Conforme la iba escribiendo se fue apreciando claramente que mi historia no encajaba en su colección debido a que me explayaba más en los aspectos de la Ciencia que en mi vida científica; quise usar la cronología de mi carrera sólo para organizar la narración e introducir elementos personales que la sazonaran y humanizaran. Mi familia y muchos amigos, entre ellos Bruce Armbruster, Joshua Lederberg, Robert Lehman y Wallace Stegner, insistieron para que siguiera en esta línea. Las sugerencias que me hicieron Barbara Bowman y, en particular, Gunder Hefta y Susan Wallace, de la Prensa de la Universidad de Harvard, me resultaron de mucha utilidad. A mi esposa Charlene le estoy profundamente agradecido por su dedicación e inspiración para que perseverara en este esfuerzo así como por las ilustraciones, que constituyen una parte integral del texto. Las contribuciones de Le Roy Bertsch y Michael Maystead a los esquemas y de Betty Bray al mecanografiado del manuscrito no tienen precio. El elegante diseño del libro se lo debo a Bob Ishi.

Arthur Kornberg

Capítulo 1
Los cazadores de vitaminas

Contenido:
§. Una educación al margen de la ciencia
§. Encuentro con los cazadores de vitaminas
§. Encuentro con los cazadores de vitaminas
§. De los microbios a la dieta
§. La nutrición se establece como ciencia
§. Dermatitis, diarrea y demencia
§. Anemia, sulfas y ácido fólico
§. Bacterias intestinales, coagulación de la sangre y raticidas
§. El ocaso de la ciencia de la nutrición

La Medicina del siglo XX ha contemplado una sucesión de cazadores. Los bacteriólogos, que Paul de Kruif llamó «cazadores de microbios» en su libro de divulgación publicado en 1926, ocupaban el centro del escenario en las dos primeras décadas. En las dos siguientes fueron reemplazados por los cazadores de vitaminas. En los años cuarenta y cincuenta entraron en escena los cazadores de enzimas y en las dos últimas décadas se han puesto de moda los cazadores de genes. Sin apenas haber tenido tiempo de digerir su presa, estos últimos ya están viendo desafiado su reino. Si los neurobiólogos, a los que podría llamarse «cazadores de cabezas», fueran capaces de desarrollar técnicas moleculares nuevas y efectivas podrían llegar a dominar los últimos años del siglo.
Cada época, con sus presas particularmente abundantes, se ha considerado dorada. La de caza de genes actual, con su inagotable filón y un arsenal barato y eficaz para capturar los genes, es indiscutiblemente la más áurea de todas. No ha habido ninguna cacería que pueda parangonarse con ella. El DNA recombinante, la ingeniería genética y demás técnicas relacionadas con la química de esta sustancia constituye lo que muy bien podría ser el avance tecnológico más grande de toda la Historia de la Biología y la Medicina. En la actualidad se pueden modificar y redistribuir los genes a voluntad y el análisis completo del genomio humano está a nuestro alcance y, sin embargo, la Genética era hace sólo unas pocas décadas la más abstracta de todas las ciencias biológicas y muchas personas dudaban incluso que la herencia estuviera determinada por principios físicos conocidos.
Se puede trazar de forma directa una cadena de descubrimientos que convirtieron la Genética en Química y que incluye mis investigaciones sobre las enzimas que fabrican los componentes del DNA y los ensamblan en genes y cromosomas. Al contrario de lo que ocurre con las crónicas de los exploradores polares, los reportajes de los descubrimientos científicos publicados en las revistas profesionales son escuetos, lógicos y desnudos del drama personal y de la verdadera secuencia en que se desarrollaron los acontecimientos. Intentaré dar en este informe un registro cronológico y simple de los rodeos que tuve que dar de la Medicina a la Bioquímica y de los vericuetos que sigue la fabricación del DNA en nuestro cuerpo y fuera de él. Fundamentalmente se trata de una historia científica en la que se describen muchos de los descubrimientos que han hecho posible que en la actualidad exista tanto interés por el DNA, los genes y la Biotecnología.

§. Una educación al margen de la ciencia
Mi formación médica y la carencia formal de una carrera científica sorprenden a muchas personas. Cuando alguien me pregunta si de verdad he atendido a pacientes le respondo con cierto orgullo que fui un médico responsable y capaz, primero como interno en un hospital y después destinado en la Marina durante la guerra, a bordo de un barco de quinientos tripulantes. Ambicionaba practicar la Medicina clínica, quizá con alguna incursión a la investigación, hasta que caí en el Instituto Nacional de Sanidad (posteriormente denominado Institutos Nacionales de Sanidad, NIH) y me convertí en un insaciable investigador de nutrición en ratas. Tres años después respondí al reclamo de la Bioquímica y desde entonces le he permanecido fiel.
Elegí Medicina porque era un estudiante ávido de conocimientos y con mi título de Bachelor of Science del City College de Nueva York, obtenido a los diecinueve años, me agradaba el refugio que la Facultad me proporcionaría durante cuatro años más. En el año 1937, en plena Gran Depresión, no existían unas perspectivas mejores. Mi primeros estudios en la escuela y en el Instituto Abraham Lincoln de Brooklyn sólo se distinguieron en que «me salté» varios grados y acabé el programa tres años antes. No recuerdo nada inspirador de aquellos años salvo el ánimo por parte de los profesores a sacar buenas notas. Cuando saqué un diez en el Examen de Estado, mi profesor de Química se hinchó de orgullo porque en sus veinte años de docencia era la primera vez que un alumno suyo obtenía la máxima puntuación. Una vez presumí de ello ante mi esposa Sylvy y me dijo que ella no solamente había sacado un diez en Química sino también en Algebra y Geometría.
Mi familia y el círculo de amigos íntimos desconocían la Ciencia. Cuando en 1947 trabajaba en el Departamento de Bioquímica de la Universidad de Washington, St. Louis, dirigido por Cari y Gerty Cori, galardonados con el Premio Nobel de Medicina de ese año, Gerty me contó que su marido había coleccionado en su juventud escarabajos y mariposas, y al preguntarme lo que había coleccionado yo, le respondí sin pensarlo mucho que cajas de cerillas. ¿Qué otra cosa podía ser? Se trataba de la flora predominante en las calles de Brooklyn donde jugaba y en el metro, donde frecuentemente mi padre corría el riesgo de ser pisoteado cuando se paraba para añadir una más a mi colección.
Mis padres antes de casarse habían emigrado a Nueva York en 1900 para escapar de la opresión y de las negras perspectivas que tenían los judíos de las pequeñas ciudades de Europa Oriental. De haber permanecido en la Galicia austríaca (Polonia posteriormente) tanto ellos como sus hijos probablemente hubieran sido asesinados en un campo de concentración alemán. Mi abuelo cambió el apellido de la familia paterna, que era Queller (también pronunciado Kweller) y de origen español (¿sefardí?). El servicio militar era un destino incomprensible para un judío ortodoxo y para escapar de él adoptó el nombre de un tal Kornberg que ya lo había cumplido.
Mi padre, que en Europa había pasado casi toda su vida subido en un caballo como administrador de una granja, se vio arrojado en una de las fábricas del barrio sureste de Nueva York en la que se explotaban a los obreros trabajando con una máquina de coser. Gastó sus parcos ahorros para traer y acomodar a sus padres, hermana y otros parientes y, tras su matrimonio en 1904, para mantener a su esposa e hijos. Cuando enfermó a causa de casi treinta años de trabajo inhumano, él y mi madre abrieron un pequeño almacén de ferretería y mobiliario en la zona de Bath Beach de Brooklyn. Yo contaba entonces con nueve años y ayudaba atendiendo a los clientes y llevando el inventario. Nuestra cocina-comedor estaba situada en la trastienda y los dormitorios en el piso de arriba. Continuamente rozábamos el borde de la pobreza pero de una forma u otra conseguíamos salir de las deudas.
Mis padres sólo habían recibido una educación basada en la tradición bíblica y judía pero no habían tenido la educación formal que ansiaban dar a sus hijos. Mi padre hablaba diversos idiomas, yiddish [1], hebreo, inglés, polaco, ruso y alemán y de forma autodidacta había aprendido a leer y escribir en inglés. Tales habilidades lingüísticas no encontraron un cauce académico debido a su entrega a la familia. Cuando un desprendimiento de retina lo dejó casi ciego y yo me había marchado a la Facultad de Medicina, la tarea diaria de la correspondencia la asumió mi madre, que, a sus cincuenta y cuatro años, con un considerable entusiasmo y faltas de ortografía, empezó a leer y escribir en inglés por primera vez.
Al terminar el Bachillerato opté por el prestigioso City College, situado en la zona norte de Manhattan, en lugar del cercano Brooklyn College, aunque los desplazamientos entre Bath Beach (junto a Coney Island) y Brooklyn significaran tres horas diarias de viaje en metros atestados. En un gran grupo de estudiantes brillantes y altamente motivados existía una competencia feroz en todas las asignaturas y en una clase de treinta sólo se daban uno o dos sobresalientes. El interés despertado por la Química en el Bachillerato continuó en la Universidad, aunque las perspectivas de trabajar como profesor universitario o en la industria eran descorazonadoras. Por aquella época no existían estudios de doctorado o laboratorios de investigación en el City College y apenas se veían posibilidades de llevar a cabo investigaciones, razón por la que me convertí en uno de los doscientos candidatos a la Facultad de Medicina, de los que sólo se aceptaron cinco en 1937.
Durante mi permanencia en la Universidad trabajé de dependiente todas las tardes, fines de semana y períodos vacacionales en unos almacenes, lo que me dejaba poco tiempo para estudiar o descansar y ninguno para divertirme. Con un sueldo de unos catorce dólares semanales (el mejor de los salarios en aquellos días), una beca del Gobierno del Estado de Nueva York de cien dólares anuales, sin tener que pagar la matrícula y una vida frugal, ahorré lo bastante para financiarme los primeros años de facultad en la Universidad de Rochester.
Me divertí estudiando la carrera de médico. Los cursos de la Escuela de Medicina no eran multitudinarios, los grados no se revelaban, la competencia personal en grupos de cuarenta y cuatro era mínima y se potenciaban las relaciones con la facultad. Entre sus distinguidos miembros estaban George W. Corner, de Anatomía, Wallace O. Fenn, de Fisiología, a los que admiraba, George H. Whipple, de Patología, George P. Berry, de Bacteriología, y Walter R. Bloor, de Bioquímica.
La Bioquímica me pareció más bien insípida. Este área estaba dominada en los Estados Unidos durante la década de los treinta por descripciones de los constituyentes tisulares, la sangre y la orina. La dinámica de las macromoléculas y los intercambios energéticos de las células se conocían bastante poco y la mención de las enzimas apenas había calado en las lecciones de clase o en los libros de texto. Por el contrario, era impresionante la integración que presentaban los cursos de Anatomía y Fisiología entre las estructuras y funciones. Las introducciones que se hacían de las enfermedades en los cursos de Patología y Bacteriología absorbían tanto la atención que me provocaban los síntomas de algunas de las más fatales: las visibles pulsaciones del pecho de un aneurisma aórtico, los temblores musculares de la mano y antebrazo propios de la esclerosis lateral amiotrófica (ALS), los extraños leucocitos de la leucemia y la tos y sudores típicos de la tuberculosis.
Una de mis aberraciones era genuina y persistente: una ligera ictericia, apreciable en un ligero amarilleamiento o enturbiamiento del blanco del ojo. El nivel de bilirrubina (un producto de desecho amarillo-rojizo procedente de la degradación normal de la hemoglobina) de mi sangre era superior a los valores habituales. Esa anormalidad junto con los ocasionales dolores de estómago y una intolerancia por las comidas ricas en grasas hacían de mí, de acuerdo con la práctica en uso, un candidato claro para ser intervenido quirúrgicamente de la vesícula biliar. Evité la operación al descubrir otros siete estudiantes con una ictericia benigna, aparentemente como la mía. Entonces examiné otros diecisiete antiguos pacientes, elegidos al azar de los archivos del hospital, que se habían recuperado de un ataque confirmado de ictericia catarral aguda (actualmente denominada hepatitis infecciosa), otros doce afectados de diversas enfermedades severas y veintinueve jóvenes saludables que hicieron de control. Las muestras de sangre y orina y los análisis de una serie de funciones hepáticas pusieron de manifiesto que mis siete compañeros de estudio eran particularmente incapaces de eliminar la bilirrubina inyectada intravenosamente, en relación con el grupo control. Estos descubrimientos se describieron en mi primer trabajo «Latent Liver Disease in Persons Recovered from Catharral Jaundice and in Otherwise Normal Medical Students, as Revealed by the Bilirubin Excretion Test», publicado en el número de mayo de 1942 del Journal of Clinical Investigation, entonces y en la actualidad una revista médica selectiva.
¿Por qué había una incidencia tan alta de hiperbilirrubinemia entre los estudiantes de Medicina? Probablemente no era la incidencia lo anormal, el cinco por ciento de la población general está afectado de esta aberración, sino más bien que aquéllos prestan una atención fuera de lo normal a la coloración del ojo en cuanto se estudian la lección.
¿Se trata este desorden de una secuela de la hepatitis, tal como creía? No es probable que sea así en todos los casos. Es mucho más probable que sea un error congénito del metabolismo de la bilirrubina. El médico francés A. Gilbert había descrito por primera vez en 1901 este tipo familiar de ictericia benigna, pero ni yo ni los que me rodeaban teníamos noticia de su publicación. La importancia de los árboles genealógicos en el diagnóstico de las enfermedades no era ampliamente reconocida a principios de siglo. Los trabajos de Sir Archibald Garrod sobre la herencia de las enfermedades se habían olvidado casi enteramente y entre los bioquímicos y médicos, e incluso entre los botánicos y zoólogos, había muy poco interés por la Genética. En los últimos veinte años, por el contrario, han aparecido más de sesenta publicaciones sobre la forma benigna de la ictericia hereditaria, denominada enfermedad o síndrome de Gilbert. Pese a estos esfuerzos, no se conocen todavía ni el locus genético ni el defecto enzimático, y el diagnóstico y significación de mi tipo de ictericia siguen siendo vagos.
Nunca consideré realmente esta incursión a la investigación médica parte de una carrera porque esperaba practicar la medicina interna, sobre todo desde un puesto académico. Aún no había acariciado la idea de pasar en el laboratorio una parte importante de mi futuro, aunque esperaba recibir una de las becas de la Facultad de Medicina que permitían a unos pocos estudiantes destacados realizar investigaciones durante un año. Descarté casi todos los departamentos. Los estudiantes de mi clase que eran becados en Anatomía y Fisiología tenían que sobresalir en tales cursos. Las dos codiciadas becas de Patología eran otro asunto. Los que llegaban a poseerlas eran ungidos para carreras académicas bajo la tutela del decano George H. Whipple. No se me ofreció una beca de Patología pese (lo supe después) a ser el primero del curso ni tampoco gané becas en otros departamentos en los que los destinatarios, me parecía a mí, eran de más categoría. Las barreras étnicas y religiosas eran tremendas en aquellos años, incluso en el reluciente círculo de la ciencia académica (ver capítulo 10).
La investigación que llevé a cabo sobre la ictericia se extendió fuera de la curiosidad de mi propio problema. Reunía muestras durante ratos muertos y las analizaba por la noche o en los fines de semana en un lugar prestado. Mi único apoyo financiero fue los cien dólares que me dio William S. McCann, Director del Departamento de Medicina, para adquirir bilirrubina de Eastman Kodak. Al echar la mirada hacia atrás me doy cuenta de lo que me divertía reuniendo esos datos. Durante mi año de interno seguí acopiando mediciones de bilirrubina y comencé a hacer más análisis en la pequeña enfermería de un barco de la Marina poco después de ingresar en ella en agosto de 1942. Por fortuna, esos estudios de a bordo fueron interrumpidos enseguida al eximírseme de mis obligaciones en el mar para realizar investigaciones en el Instituto Nacional de Sanidad (NIH).
Su director, Rolla Dyer, conoció mi trabajo de mayo de 1942 sobre la ictericia cuando pertenecía al cuerpo médico del Ejército y la Marina. Desesperado por los miles de casos de ictericia grave entre los reclutas inoculados con la vacuna de la fiebre amarilla, mandó en junio un equipo de oficiales médicos a la Facultad de Medicina de la Universidad de Rochester para consulta. Primero vieron al profesor Whipple, que había recibido el premio Nobel por sus investigaciones sobre las enfermedades sanguíneas. Imagínense su asombro cuando le preguntaron por Arthur Kornberg, un médico interno, la otra «autoridad» de Rochester sobre ictericia.

§. Encuentro con los cazadores de vitaminas
Un puesto investigador en el NIH era una asignación rara en aquella época. Su pequeña plantilla tenía pocas vacantes y manifiestamente había pocas razones para que Rolla Dyer me seleccionara. Excepto el modesto estudio clínico realizado sobre la ictericia en mi tiempo libre no había adquirido ninguna experiencia formal investigadora durante la licenciatura o en el período de interno. Es probable que le hablara a Dyer de mí León Heppel, que había sido compañero de clase y becario interno y había ingresado directamente en el NIH gracias a sus considerables logros en investigación. Heppel había obtenido el doctorado en Fisiología en la Universidad de California, San Francisco, y había continuado sus investigaciones en el Departamento de Fisiología de Rochester, mereciéndose su puesto en la Facultad de Medicina.
Al capitán de mi buque no le desagradó la perspectiva de mi traslado. Le desesperaba reiteradamente mi ignorancia de la disciplina militar y mi indiferencia a su suprema autoridad. Las acaloradas discusiones sobre asuntos administrativos militares generalmente las terminaba con «El capitán soy yo», a lo que yo replicaba «Pero yo soy el médico». Ese breve servicio en el Golfo de México como oficial médico de a bordo, me brindó tiempo libre para llevar a cabo algunas tareas insólitas, tales como la de realizar hemiamigdalectomías, cosa de la que alardeaba.
Una vez que el buque se hallaba en San Petersburg, su base, otro médico del Servicio de Salud Pública especializado en cirugía otorrinolaringológica se ofreció a enseñarme a hacer la amigdalotomía, una operación muy popular entonces. Una inflamación de garganta recurrente y anginas se consideraba una buena razón para la intervención quirúrgica y no era difícil encontrar entre la tripulación individuos que consintieran someterse a ella. El marinero se sentaba en un sillón y mi instructor inyectaba un anestésico local en torno a la amígdala izquierda. Empleando un instrumento parecido a una jeringa con un lazo en el extremo, un tonsilótomo, asía la amígdala semejante a una aceituna y empujando el émbolo procedía a la ablación, así de fácil. Ahora me llegaba a mí el turno para hacerlo con la derecha. Al inyectar el anestésico, la aguja entró y salió ostensiblemente del tejido y se derramó la mayor parte de la droga en la garganta del paciente, dejando sin anestesiar algunas áreas circunamigdalares. Cuando acerqué el instrumento, inmediatamente se levantó de la silla y soltó un chillido ensordecedor. Al verlo al día siguiente por cubierta traté de evitarlo, pero me alcanzó y me dijo: «Doctor, el lado que hizo usted lo siento bien pero el que hizo el carnicero me está matando.» Un año después, el doctor Bernard Davis, al que conocí en el NIH, me habló de un marinero que lo había parado en una calle de Nueva York. Al ver en el uniforme de Bernie la insignia poco corriente de un caduceo rodeado por un ancla, le preguntó que si pertenecía al Servicio de Sanidad Pública. Sorprendido, Bernie le dijo que cómo lo había adivinado. El marinero se lo explicó y añadió: « ¿Conoce, por casualidad al doctor Kornberg?», «Así es», le respondió Bernie. ¡Gran cirujano!» dijo el marinero.
El Laboratorio de Nutrición del NIH, al que fui destinado, en otoño de 1942, había sido montado pop Joseph Goldberger (1874-1929), uno de los primeros científicos en reconocer que un defecto vitamínico podía causar una epidemia. Rastreando la falta de vitamina en las dietas de los pacientes afectados de pelagra el doctor Goldberger se convirtió en uno de los cazadores de vitaminas más grandes. Descubrió la niacina, uno de los miembros del complejo vitamínico B. W. H. (Henry) Sebrell, discípulo de Goldberger, era ahora el director del laboratorio y mi jefe. El laboratorio se había trasladado en 1938 del centro de Washington a las cercanías de Bethesda, pero algunos de los cuidadores del animalario, personal de cocina y cuadernos de dieta, así como el ambiente, aún permanecían por allí.
Mi trabajo en el NIH contribuyó de forma modesta a aislar otra de las vitaminas del complejo B, el ácido fólico. Pese a este hallazgo menor, siempre he creído que aterricé en el campo de la investigación en nutrición cuando se hallaba en su crepúsculo, con demasiadas décadas de retraso para compartir las emociones y aventuras de los primeros cazadores de vitaminas que resolvieron las enfermedades enigmáticas que durante siglos habían plagado el mundo. La envidia que sentía de sus hazañas me impulsaría con el tiempo a la búsqueda de una nueva frontera. Los descubrimientos de cada una de las vitaminas formaron parte de la herencia cuando seguí aprendiendo sus funciones bioquímicas. Actualmente, cuando la dieta es una política sujeta a controversias y la ciencia de la nutrición anda a rastras, conviene recordar las contribuciones monumentales que hicieron esos investigadores.

§. De los microbios a la dieta
Durante las últimas décadas del siglo pasado se fue siguiendo la pista de los distintos microbios responsables de las enfermedades infecciosas y parecía inevitable que una caza parecida tendría que tener éxito con todas las demás. Existían, no obstante, algunas enfermedades comunes, como el beriberi, el escorbuto o la pelagra, cuyo microorganismo causal resultó ser mucho más elusivo que los del ántrax, tuberculosis o el cólera.
Una epidemia de beriberi estaba destruyendo hace un siglo la marina japonesa.
Más de la mitad de la tripulación se debilitaba después de llevar unas pocas semanas en el mar, sufriendo desmayos, parálisis, pérdidas apreciables de peso, deterioro del hígado y fallo cardíaco. Unos veinticinco años después de la visita del Comodoro Perry, Japón había sustituido los espadachines samuráis por una marina que pronto retaría a una de las más potentes de Occidente. Pero al contrario de los marineros occidentales, los japoneses eran particularmente vulnerables al beriberi a pesar de la higiene inmejorable y de consumir arroz de calidad, ya que se pulían los granos con objeto de separar la desagradable cáscara plateada que los envuelve. El resto de la población se alimentaba de arroz con la cascarilla.
El médico de la marina K. Takai estaba sorprendido puesto que los japoneses habían copiado los más mínimos detalles en lo que se refería a equipamiento y operaciones de la marina británica, con excepción de lo referente a las dietas, y diseñó un experimento decisivo: la tripulación de un buque formada por trescientos marineros fue alimentada con una dieta a base de arroz descascarillado mientras realizaba una larga travesía, al tiempo que la tripulación de otro sería alimentada con la comida poco apetitosa que recibían los marinos ingleses, compuesta con harina de avena, verduras, carne, pescado y leche condensada. Dos tercios de la tripulación alimentada con arroz contrajo el beriberi y los marineros alimentados con la extraña dieta británica permanecieron robustos y saludables. Los drásticos efectos del cambio a una nueva dieta se conservan en los archivos de la marina japonesa (tabla 1.1).

Tabla 1.1
Registro de las defunciones por beriberi en la marina japonesa

Año Dieta Personal total Defunciones por beriberi
1880 Arroz 4.956 1.725
1881 Arroz 4.641 1.165
1882 Arroz 4.769 1.929
1883 Arroz 5.346 1.236
1884 Cambio 5.638 718
1885 Nueva 6.918 41
1886 Nueva 8.475 3
1887 Nueva 9.106 0
1888 Nueva 9.184 0

Aunque el doctor Takaki no podía explicar la relación causal entre dieta y beriberi, para los microbiólogos japoneses y europeos experimentados sólo podía haber una interpretación: los ranchos a base de arroz descascarillado tenían que estar infectados.
Cuando el joven médico holandés Christiaan Eijkman visitó por segunda vez las Indias Holandesas Orientales con la finalidad de encontrar el microbio causante del beriberi, estaba más preparado que la vez anterior dado que había pasado un período de formación en el conocido laboratorio de Robert Koch. Una atroz epidemia de beriberi en Sumatra y Java estaba diezmando las tropas holandesas aunque afectaba ligeramente a los nativos que trataban de subyugar. La infección microbiana tendría que ser muy extraña para cebarse sólo con los extranjeros a pesar de su avanzada higiene y refinados hábitos de vida.
El bacilo que el profesor Pekelharing, jefe de la comisión holandesa, había descubierto en la sangre de los afectados de beriberi no siempre producía la enfermedad en pollos, ni tampoco Eijkman podía explicar la aparición de la enfermedad en aves que no habían sido inoculadas. Los síntomas de éstas eran sorprendentemente parecidos a los de las personas: afecciones nerviosas con debilitamiento y parálisis de los miembros y una dejadez que terminaba con la vida. Para su gloria, Eijkman tuvo noticia de una curiosa coincidencia. Los pollos se mantenían saludables cuando eran alimentados con arroz completo económico, se inocularan o no, pero enfermaban cuando por equivocación se les daba de comer con el arroz descascarillado reservado para los pacientes.
Eijkman demostró mediante experimentos impecablemente controlados que el arroz descascarillado producía en los pollos una enfermedad parecida al beriberi y que sanaban cuando se les suministraba arroz natural. Los experimentos llevados a cabo con prisioneros permitían sacar la misma conclusión. Deberían pasar aún muchos años para que se aceptara generalmente el origen nutricional de la enfermedad y muchos más para que quedara identificada la verdadera causa.
El grave brote de beriberi aparecido en una cárcel de Manila en 1902, diez años después del informe de Eijkman, ilustra el tiempo que hubo de transcurrir antes de que se le sacara partido. Los que se emplearon en la Seguridad Social a raíz de la ocupación americana de Filipinas estaban aburridos de comer el arroz natural poco apetitoso con el que se alimentaba a los prisioneros y fue reemplazado por grano blanco pulido con talco. Los médicos americanos buscaban afanosamente el agente microbiano y a duras penas descubrieron el informe de Takaki de 1885 sobre la experiencia comparable de alimentar con arroz refinado a los marineros japoneses; las diversas publicaciones de Eijkman sobre el beriberi no eran conocidas. Hasta 1910 no se sustituyó en el ejército filipino el rancho a base de arroz refinado por el que contenía cascarilla e incluso en una fecha tan tardía como es el año 1947 las muertes por beriberi en la población general se remontaban a 24.000.
¿Por qué causaba beriberi el arroz descascarillado? Eijkman atribuía la enfermedad a una toxina del arroz que se neutralizaba por la cáscara del grano perdida durante el pulido. Se tardó muchos años en percatarse de que el beriberi era una deficiencia nutritiva y habrían de transcurrir muchos más para que llegara a identificarse la carencia específica de vitamina B1 (tiamina).
Muy pocos de los médicos americanos o europeos actuales han visto un paciente afectado de escorbuto o raquitismo, pero estas dos enfermedades fueron durante siglos afecciones de primera magnitud que acabaron con la vida de muchísimos occidentales. El escorbuto atacaba sobre todo a los marineros, lo mismo que ocurría con el beriberi. Cuando en 1498 Vasco da Gama rodeó por primera vez el Cabo de Buena Esperanza, los miembros de su tripulación fueron enfermando uno tras otro con inflamaciones bucales, encías sangrantes, caída de dientes y hemorragias internas y anemia en fases más avanzadas. De los 160 hombres que se embarcaron, cien murieron de escorbuto. En un informe de 1593 del almirante británico Sir Richard Hawkins se refieren 10.000 defunciones a causa del escorbuto entre los marineros bajo su mando, un número que podría haber sido mayor aún de no haberse topado con el efecto curativo de los limones y naranjas. Como tantos otros muchos remedios populares, se olvidó la cura por cítricos hasta que se redescubrió de una forma verdaderamente notable.
Se cuenta que una vez fue desembarcado en una isla desierta un marinero que padecía de escorbuto para evitar que propagara la enfermedad. Royendo algún tipo de brotes vegetales recuperó fuerzas suficientes para pescar almejas y caracoles y fue rescatado al cabo de cierto tiempo por un barco que pasó por allí. El médico de la marina británica, James Lind, sacó conclusiones de esta milagrosa recuperación y trató y curó en 1753 a sus pacientes de escorbuto dándoles de comer verduras y frutas frescas, limones y naranjas entre ellas. Pero con todo, fue incapaz de convencer a los comisarios oficiales de la gran importancia de suplementar con esos alimentos tan simples una dieta a base de carnes y galletas saladas. Habría de pasar un siglo antes de que en la marina británica se emplearan con regularidad jugos de cítricos, llegando a llamarse «limas» a sus marineros. ¿Cuál es la razón de que tardara tanto tiempo en implantarse esta práctica? Amén de prejuicios, existían algunos fallos desalentadores, como el hecho de destruirse la actividad antiescorbútica al hervir el zumo de limón.
Los navegantes de travesías largas no eran las únicas víctimas de las epidemias de escorbuto. También se daban brotes graves en Europa durante los inviernos crudos y entre los colonos del Nuevo Mundo. Las patatas salvaron muchas vidas y lo mismo los brebajes de agujas de pino usados por los indios. El escorbuto apareció en Londres en 1883 extrañamente disfrazado como enfermedad de Barlow. El doctor Thomas Barlow lo describió al observar que los bebés relucientes y en rápido crecimiento alimentados con comidas calóricas muy populares cocinadas y reforzadas con minerales y conservantes, pero que carecían de la inestable sustancia antiescorbútica, esto es, vitamina C, perdían el apetito, sangraban por la piel y encías y presentaban afecciones óseas dolorosas.
La identificación definitiva de la vitamina como ácido ascórbico resultó ser tan fascinante como los primeros episodios de su historia. Oí hablar del descubrimiento muchas veces a uno de los principales autores, Joseph Svirbely, con el que solíamos cenar León Heppel y yo durante mi año de soltero en el NIH. Joe había hecho su tesis doctoral en la Universidad de Pittsburg bajo la dirección de C. Glen King, cuyo laboratorio fue uno de los que se dedicaron a aislar la sustancia antiescorbútica. En sus ensayos se usaban cobayas, que lo mismo que los seres humanos y a diferencia de la mayoría de los animales, son incapaces de fabricar vitamina C a partir de glucosa y, por consiguiente, hay que suplementar con ella la dieta.
Joe, que era de ascendencia húngara, había conseguido una beca de intercambio para realizar investigaciones posdoctorales en Szeged con el afamado Albert Szent-Gyórgyi, que había aislado hasta la cristalinidad un nuevo carbohidrato que retardaba las oxidaciones. Como no conocía precisamente su función ni su estructura lo había llamado primero «ignosa», después «God-nosa» y finalmente, presionado por el editor del Biochemical Journal, ácido hexurónico. Al principio, mientras estaba en el laboratorio de Gowland Hopkins en Cambridge, la obtenía de los zumos de los cítricos, y cuando visitó el laboratorio de E. C. Kendall de la Clínica Mayo la aislaba a carretadas de las glándulas adrenales. Al llegar Svirbely a Szeged en 1931 puso a punto el ensayo que hacía en Pittsburg con los cobayas y midió el ácido hexurónico adrenal. ¡Un miligramo prevenía contra el escorbuto durante ocho semanas!
Buscando por todas partes una fuente mejor que una minúscula glándula adrenal o un zumo de limón rico en azúcar, Szent-Gyórgyi y Sviberly hicieron caso de la sugerencia de la señora Nellie Szent-Gyórgyi, que una tarde estaba inspirada gracias a un plato de pimientos. De los pimientos rojos húngaros (paprika), uno de los principales cultivos de la zona, obtuvieron fácilmente kilogramos de ácido hexurónico, parte del cual fueron empleados por W. N. Haworth, en Inglaterra, para deducir su estructura. Szent-Gyórgyi llamó a su sustancia ácido ascórbico y recibió el premio Nobel de 1937 de Medicina y Fisiología por un descubrimiento del que King se lamentaba con amargura que le pertenecía. Atrapado entre largos trámites, nuestro ingenioso Joe fue desgraciadamente desposeído de la propiedad intelectual, cuando en realidad había sido el catalizador de un descubrimiento de primer orden.
Las lesiones de raquis, llamadas en el siglo XVII raquitismo, eran menos mortales, que el escorbuto pero igual de devastadoras. Los niños que vivían en lugares poco soleados del norte de Europa eran atacados por la enfermedad, que les impedía el crecimiento y de por vida arqueaba anormalmente las piernas, encorvaba la espalda y comprimía él pecho, que acababa pareciéndose al de las palomas. Muchos creían que el aceite de hígado de pescado prevenía o controlaba la enfermedad, pero su uso era muy irregular, como ocurría con otras panaceas, a causa de que sus acciones parecían enraizarse en doctrinas y magias. La base dietética del raquitismo se complicaba por el aparentemente inconexo valor profiláctico y terapéutico de la luz solar. Los niños de los climas soleados eran inmunes. Ya en el siglo actual, los jóvenes raquíticos respondían de forma manifiesta después de varias semanas de exposición diaria a las lámparas solares que acababan de introducirse.
Hasta que en la primera mitad del siglo actual no llegó a establecerse la nutrición como ciencia, siguieron siendo objeto de conjeturas la naturaleza dietética de la vitamina D antirraquítica, el notable poder del aceite de hígado de bacalao, la importancia de la luz solar y las deformaciones esqueléticas que provocaba sus ausencia y todos los años la enfermedad lisiaba a un gran número de niños.

§. La nutrición se establece como ciencia
Mi bioquímico favorito es Frederick Gowland Hopkins (1861-1947), quizá uno de los más grandes de su tiempo. Su clara visión de la economía corporal y de las vitaminas encaminó la ciencia de la nutrición en la ruta que haría de la prevención de las enfermedades carenciales el avance médico más importante de este siglo después del uso de los antibióticos.
La formación de los científicos destacados generalmente incluye la motivación de un profesor y la emulación de un científico famoso o un laboratorio. Hopkins careció de todo eso. Después de adquirir una educación normal y anodina, trabajó de analista en Medicina forense y Toxicología. Convenciéndose de que requería una capacitación académica más formal, acudió de estudiante externo (por la noche) a la Universidad de Londres y más tarde a la Facultad de Medicina del Guy’s Hospital. Cuando finalmente obtuvo en 1894 su título, con diez años de retraso de lo que era habitual, aún no había conseguido una base fuerte en Biología y Química. Contaba a su favor con "una tremenda curiosidad sobre todo lo relacionado con la constitución y funcionamiento de los seres vivos, el deseo de aplicar de forma rigurosa los conocimientos químicos al aislamiento e identificación de las moléculas responsables y una gran experiencia en Medicina clínica.
Hopkins estuvo interesado durante toda su vida en la naturaleza química de los pigmentos de las alas de las mariposas, interés acompañado por la profunda creencia de que tales pterinas, como las denominó, tendrían una significación más amplia y hasta alguna relevancia clínica. El conocimiento de las pterinas demostró en realidad ser de importancia decisiva en el esclarecimiento de las estructuras y funciones del ácido fólico y, más tarde, en el empleo eficaz de los antagonistas de dicha sustancia en la quimioterapia del cáncer.
En una de las conferencias para los estudiantes de finales del siglo pasado y comienzos de éste, el cuadro convencional que Hopkins podía pintar sobre la nutrición humana y animal era más bien simplista: el cuerpo requiere combustible para generar la energía necesaria para su funcionamiento. Lo mismo que sucede con los motores de combustión, lo que importa es el contenido energético de los combustibles y no la composición química concreta. Se pensaba, por tanto, que se podían usar indistintamente los carbohidratos, las grasas y las proteínas. Las verduras, que tienen un bajo contenido en calorías, eran un alimento ligero. Se reconocía en cierto modo que las proteínas tenían un valor especial, aunque no se hacían distinciones importantes en lo referente a su procedencia.
Las investigaciones de Hopkins y otros autores harían revisar pronto ese enfoque. Las impresionantes consecuencias de descascarillar el arroz en lo que respecta al beriberi, de las verduras frescas o zumo de cítricos en el escorbuto y del aceite de hígado de pescado en el raquitismo fueron haciendo creer que la dieta debía contener factores especiales sin valor calórico. Los científicos que trabajaban en Basel se sorprendieron en 1881 al comprobar que los ratones alimentados con una dieta formada por los componentes conocidos de la leche —lactosa (un azúcar), caseína (una proteína), grasas y minerales— no llegaban a sobrevivir, mientras que los que se alimentaban con leche completa tenían un comportamiento normal. Llegaron a la conclusión de que «los alimentos naturales, como la leche, han de contener además de esos componentes mayoritarios otros ingredientes desconocidos en pequeñas cantidades esenciales para la vida». Estas ideas no se tuvieron en cuenta para determinar la identidad de las sustancias que faltaban en la «leche en polvo», ni tampoco se hizo caso de unas conclusiones similares a las que llegaría veinte años después un científico holandés.
Le debemos a Hopkins el primer intento sistemático y completo de formular una dieta sintética o purificada con objeto de poder identificar todos los factores necesarios para que un animal crezca y se mantenga sano. Comprobó en ratas, que llegaron a convertirse en los sujetos tradicionales de los estudios sobre nutrición, que cuando la caseína «se lava concienzudamente con agua y alcohol pierde su poder de mantenimiento, mientras que si se le añade una pequeñísima cantidad del agua de lavado se logra restaurar su capacidad». Demostró que la suplementación con extracto de levadura de la caseína lavada era más eficaz aún y llegó a la conclusión de que los «factores de crecimiento accesorios» eran constituyentes esenciales de la dieta. Casimir Funk los denominó en 1912 vitaminas, término que procede de «vita», vida, y «aminas», porque se creyó erróneamente que tenían la estructura química de este grupo de sustancias orgánicas.
Una de las dietas sintéticas de Hopkins que anteriormente se había comprobado que era adecuada fracasó reiteradamente en mantener a las ratas, hasta que se dio cuenta de que había empleado como fuente de grasa manteca en vez de mantequilla. Esta última, pero no la primera, es rica en las vitaminas liposolubles A y D, tal como descubriría posteriormente Elmer V. McCollum (1879-1967), distinguido especialista americano en nutrición.
Igual que los estudios de Joseph Goldberger habían relacionado la caza de microbios propia del siglo anterior con la caza de vitaminas del actual, Hopkins tendió un puente entre la era de las vitaminas y la de la bioquímica moderna. Entonces se consideraba que los ingredientes celulares eran una mezcla de sustancias que constituía una masa amorfa denominada protoplasma y prevalecía la doctrina vitalista según la cual el funcionamiento celular sólo podía comprenderse estudiando las células intactas. Hopkins fue el osado caballero que combatió las ofuscaciones que provocaban los conceptos del protoplasma y del vitalismo. Amalgamando Biología y Química intuyó una base molecular en la administración de la vida de células y organismos y articuló la teoría bioquímica como nadie lo había hecho antes o después de él.
Sus descubrimientos experimentales y enfoque filosófico sólo fueron superados por la creación y dirección del grupo de Cambridge, la escuela de bioquímica más productiva durante veinte años. Amable y tímido, generoso y firme, fue adorado y reverenciado, llamándole «Hoppy» sus discípulos de diversas nacionalidades, incluyendo a muchos refugiados, a los que dio asilo y los impulsó a seguir ilustres carreras.

§. Dermatitis, diarrea y demencia
Joseph Goldberger se convirtió en uno de mis héroes por algo más que mi afecto de «nieto» científico y por compartir parte de sus antecedentes culturales. Cuando Goldberger fue enviado en 1914 al sur de los Estados Unidos para descubrir el microorganismo responsable de un brote importante de pelagra, el centro de la escena de la ciencia médica no se había trasladado todavía de los eminentes cazadores de microbios Louis Pasteur y Robert Koch a los incipientes cazadores de vitaminas. El descubrimiento que realizó en esta misión lo consagró como la figura clave de esta transición.
Joseph Goldberger emigró a los Estados Unidos procedente de Europa y creció en la pobreza en el barrio sureste de Nueva York. Se las arregló para asistir al City College y más tarde cursó la carrera de Medicina en el Medical College del Hospital Bellevue, actualmente Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York. Ingresó en el Servicio de Sanidad Pública y fue nombrado oficial. Pronto encontraría aventuras en el Laboratorio de Higiene (llamado en 1930 Instituto Nacional de Sanidad), donde fundamentalmente se estudiaban enfermedades infecciosas. Goldberger trabajó y realizó contribuciones de primer orden en la comprensión y control de varias de ellas, incluyendo la fiebre amarilla y el dengue y casi llegó a morir a causa de ello.
Mucho antes había estado buscando el microbio causante de la pelagra y no había tenido éxito. La enfermedad tomaba el nombre de la expresión italiana «pelle agra» a causa de las lesiones de piel áspera, pero también producía debilitamiento grave, perturbaciones intestinales y desórdenes del sistema nervioso que con frecuencia conducían al internamiento de los pacientes en hospitales para enfermos mentales. Las epidemias de pelagra afectaban todos los años a cientos de miles de personas en los estados del sur y tenían notables repercusiones económicas sobre las plantaciones de algodón, donde estaban empleadas muchas de las víctimas. Goldberger ingirió y se auto inoculó escamas cutáneas, moco nasal y excretas de los pacientes con objeto de localizar el microbio causal pero no contrajo la enfermedad, ni tampoco ninguno de sus colaboradores, que animados por sus actos de heroísmo, también se prestaron voluntarios a las pruebas. Cuando Goldberger visitó instituciones en las que había pacientes graves se sorprendió de la notable singularidad de esta enfermedad infecciosa: ni las enfermeras, ni los médicos ni el personal administrativo se afectaban.
Astutamente advirtió diferencias entre las dietas de los residentes y los funcionarios. Los primeros eran alimentados con pan de maíz, papilla de avena, melazas y manteca de cerdo, y los empleados con carne magra, leche y verduras. Al regresar a su laboratorio de Washington y dar de comer a perros con la dieta de los internados les provocó el ennegrecimiento de la lengua, un síntoma parecido a los de la pelagra que él había observado en los míseros mestizos de las áreas rurales deprimidas. Los perros sanaron enseguida al alimentarse con carne, leche o verduras.
En un experimento cuidadosamente controlado se alimentó a once presos con una dieta adecuada desde el punto de vista energético, la cual contenía harina de maíz, harina de trigo refinada, patatas, carne de cerdo salada y almíbar. Siete de ellos habían contraído la pelagra medio año antes y se recuperaron rápidamente con una ración diaria de treinta gramos de levadura, doscientos gramos de magro de buey y un cuarto de galón de leche. Miles de pacientes de pelagra internados en los hospitales podían ahora curarse milagrosamente con este sencillo régimen dietético y muchos de los que anteriormente habían sido considerados incurables podrían descartar la perspectiva de un manicomio.
Goldberger intentó durante diez años aislar de la levadura, el hígado u otras fuentes la sustancia responsable de la prevención y curación de la lengua negra y pelagra. Su muerte tuvo lugar en 1929 y habrían de pasar otros ocho años antes de que tuvieran éxito D. Wayne Woolley y Conrad Elvehjem, de la Universidad de Wisconsin. Para su decepción, este miembro del complejo vitamínico B no era una nueva (patentable) sustancia, sino un producto químico muy bien conocido, el ácido nicotínico o niacina, que es la molécula resultante de la oxidación de la nicotina, el principio activo del tabaco y una sustancia muy difundida en la naturaleza. Resulta irónico que lo que había inspirado a Casimir Funk treinta y cinco años antes para reconocer la existencia de vitaminas fuera el aislamiento de una sustancia que por error creía que curaba el beriberi pero que en realidad era el factor anti pelagra o ácido nicotínico.

§. Anemia, sulfas y ácido fólico
Mi proyecto inicial como especialista en nutrición del NIH era averiguar la razón por la cual las ratas alimentadas con una dieta purificada («sintética»), consistente en el 73 por 100 de glucosa, 18 por 100 de caseína libre de vitaminas, 2 por 100 de aceite de hígado de bacalao, 3 por 100 de aceite de semilla de algodón, 4 por 100 de sales, amén de las vitaminas tiamina, riboflavina, piridoxina, niacina y pantotenato (y colina), permanecieran lustrosas y crecieran con normalidad, mientras que al añadirle ciertos fármacos sulfa (sulfadiazina o sulfatiazol) contrajeran graves desórdenes hemáticos y murieran en pocas semanas. Las dos enfermedades principales que llegaban a padecer eran anemia (disminución del número de eritrocitos) y granulocitopenia (disminución del número de granulocitos). Una ración corriente para animales o la suplementación de la dieta sintética con hígado, prevenía y curaba las enfermedades provocadas por dichos fármacos. Parecía como si indujeran una deficiencia alimenticia en lugar de poseer toxicidad. Mis colegas del Laboratorio de Nutrición y yo sabíamos que otros cazadores de vitaminas estaban siguiendo la pista a un nuevo factor que podría ser el que faltaba en nuestras dietas purificadas. Los monos y pollos alimentados con ellas más el suplemento de las vitaminas conocidas desarrollaban anemia. Un factor de la levadura, el hígado y las verduras ensayado para prevenir la anemia en monos se había llamado vitamina M; una actividad anti anemia procedente de fuentes parecidas y ensayada en pollos se llamó vitamina Bc o factor U. Existía también una anemia asociada a una de las enfermedades diarreicas tropicales, el esprue, y otras anemias humanas de la infancia y embarazo. Todas respondían a los suplementos dietéticos, lo que implicaba a un factor que probablemente estaba relacionado con otro que anteriormente había sido llamado «factor de Wills». (Lucy Wills, médica inglesa, había observado en 1931 que la anemia de las embarazadas hindúes alimentadas a base de grano se podía curar con extractos de levadura o de hígado.) Lo mismo que para la anemia de nuestras ratas, nos parecía sensato pensar que las bacterias intestinales sintetizaban normalmente esta vitamina anti anémica y la cedían a su patrón, y que las sulfas destruían las bacterias entéricas debido a su acción antibiótica y eliminaban el origen de este factor esencial. Por ese tiempo se introdujo en la cacería de vitaminas una nueva y potente arma: los microorganismos como «animales de experimentación». El ensayo de la actividad de los factores necesita muchos animales, mucho trabajo y es muy caro, además de una espera de varias semanas para que se desarrolle la enfermedad carencial. Las dificultades aumentan progresivamente si en vez de emplear ratas se usan pollos, monos o seres humanos. Con poblaciones de cientos de millones de bacterias contenidas en tubos de ensayo y que se duplican cada cuarto de hora, se puede medir su crecimiento por la turbidez o la acidez del medio de forma fácil, precisa y repetitiva. El coste y trabajo son mínimos y los resultados se obtienen en unas pocas horas. Además, se evita todo lo concerniente al mantenimiento de los animales.
La nutrición de la mayoría de las especies bacterianas es relativamente sencilla. Por ejemplo, Escherichia coli (E. coli), el inquilino más abundante del tracto intestinal, crece bastante bien en un medio compuesto únicamente con glucosa y sales, ya que puede fabricar todos los aminoácidos, con que se forman las proteínas, y vitaminas que necesita. Ocasionalmente, ya sea de forma natural o potenciado experimentalmente, se produce un mutante de la especie con un gene defectivo y, por tanto, carece del equipo para fabricar una vitamina concreta, como por ejemplo la tiamina. Para que este mutante pueda crecer ha de estar presente en el medio la tiamina. Esta forma se denomina E coli tiamina menos y su velocidad de crecimiento es un signo inequívoco de la presencia o ausencia de tiamina.
Al ensayar miles de especies bacterianas que se desarrollan de forma natural se comprobó que unas pocas requerían un factor que se encontraba en la levadura, el hígado o en las verduras y que no podía sustituirse por ninguna de las vitaminas conocidas. Estas bacterias defectivas naturales son una herramienta clave para los investigadores que se dedican a la búsqueda de ensayos simples con que estudiar la carencia de nutrientes esenciales. Una de estas especies bacterianas exigentes es Lactobacillus casei (L. casei), la principal responsable de las fermentaciones que producen el queso. Este organismo no puede desarrollarse en un medio de cultivo simple que carezca de extractos de hígado o de levadura y, por tanto, se convirtió en el ensayo estándar para la purificación de un factor encontrado en esas fuentes y que resultó ser el mismo factor anti anémico. Estas investigaciones fueron realizadas por E. L. R. Stostad, de los Laboratorios Lederle, en Pearl River, Nueva Jersey. De manera semejante, el crecimiento de la bacteria Streptococcus lacti (estirpe faecalis) permitió que Herschel Mitchell, entonces en la Universidad de Texas, Austin, aislara de las espinacas lo que resultó ser un factor idéntico. Dos toneladas de esta verdura produjeron diez miligramos de una sustancia con propiedades ácidas y que en reconocimiento de su procedencia foliar se denominó ácido fólico (folium significa hoja en latín).
Dosis diarias de veinticinco microgramos (un microgramo es una millonésima de gramo) del factor de crecimiento de L. casei curaban en cuatro días a ratas con serias deficiencias en leucocitos. Pollos, monos y personas anémicas respondían de una forma increíble al ácido fólico aislado de fuentes animales o vegetales. Cuando se resolvió la estructura de esta sustancia se comprobó que la molécula tenía tres constituyentes (figura 1.1). Uno era una pterina estrechamente relacionada con el pigmento que F. G. Hopkins había descubierto en las alas de las mariposas. Otro era el ácido paraaminobenzoico (PABA), sustancia parecida a las sulfas y que se emplea en los filtros solares que absorben la luz ultravioleta. El tercer constituyente se trataba del ácido glutámico, un aminoácido de las proteínas. (El nombre corriente de esta vitamina, ácido fólico, ha sobrevivido a los intentos de sustituirlo por su nomenclatura química descriptiva, «ácido pteroilglutámico» o incluso al más sencillo de «folacina».)

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Figura 1.1 Las sulfas se parecen a la porción PABA del ácido fólico e impiden que las bacterias sinteticen la vitamina, con lo que se inhibe el crecimiento.

Al aislarse el ácido fólico, me pareció claro que virtualmente se habían descubierto todas las vitaminas aunque permanecía sin comprenderse su forma de actuar en el cuerpo. ¿Cuál es el papel del ácido fólico en el crecimiento de las células hemáticas? ¿Qué pistas podía ofrecernos su estructura para comprender su función metabólica precisa? ¿Podría explicar este conocimiento las razones de que las sulfas mataran a las bacterias y no a las células animales y de que los análogos del ácido fólico sean potentes agentes en la quimioterapia del cáncer? Las respuestas a estas preguntas y las equivalentes relacionadas con las funciones de otras vitaminas las responderían los cazadores de enzimas en las dos décadas siguientes. Igual que la hegemonía de los cazadores de microbios de los veinte primeros años del siglo actual fue reemplazada por los cazadores de vitaminas en los años veinte y treinta, éstos eran arrollados por los cazadores de enzimas que, a su vez, cederían el turno a los cazadores de genes de la era actual.

§. Bacterias intestinales, coagulación de la sangre y raticidas
Dado que las sulfas provocaban anemias y deficiencias leucocitarias únicamente cuando las ratas se alimentaban con dietas altamente purificadas (sintéticas), era evidente para mí que tales fármacos producían dichas enfermedades al destruir las bacterias intestinales de las que muchos animales reciben un suministro adecuado de ácido fólico y otras vitaminas. Por eso me sorprendió un informe científico aparecido en 1944 que arrojaba serias dudas sobre esta interpretación. Estudiando este punto me familiaricé con el hilo conductor que unía las bacterias intestinales y la coagulación sanguínea y eventualmente con el mejor de los raticidas de todos los tiempos. Este cabo era la vitamina K. La historia pasa sucesivamente por la nutrición de pollos y ratas, una enfermedad del ganado causada por él heno de trébol dulce estropeado, los intrincados procesos químicos y el tratamiento clínico de la coagulación sanguínea así como por la osteogénesis y formación de arrecifes coralinos.
El científico danés Henrík Dam observó en 1929 que los pollos; alimentados con dietas sintéticas padecían graves hemorragias y que su sangre tardaba diez veces más en coagularse. Dado que diversos materiales forrajeros y harina de alfalfa deshidratada prevenían y curaban la enfermedad, dedujo la acción de una nueva vitamina a la que denominó K por «koagulation». La sustancia resultó ser una naftoquinona, un ciclo carbonado con dos átomos de oxígeno y una larga cola (figura 1.2).

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Figura 1.2. El dicumarol y la warfarina, análogos estructurales de la vitamina K, interfieren con sus funciones coagulantes .

Se comprobó que los pollos alimentados con dietas sintéticas eran especialmente susceptibles a la carencia de vitamina K. Las ratas, por el contrario, generalmente no presentaban desórdenes de la coagulación sanguínea hasta que no se añadían sulfas a sus dietas. Se pensó que el número de bacterias intestinales, que presuntamente eran las responsables de la producción de vitamina K, era muy pequeño en el limitado espacio del gran intestino de los pollos y no suministraban el nutriente necesario y que abundaba en el voluminoso ciego (en el intestino grueso) de las ratas mientras no se añadieran sulfas a su dieta. (Era esencial que nuestras ratas permanecieran en jaulas separadas con suelos de rejilla metálica en prevención de que pudieran obtener vitamina K ingiriendo sus propias heces o las de otras.).
La observación relatada que encontraba difícil explicar era la siguiente. El ácido p-aminobenzoico (PABA) es un constituyente del ácido fólico y, como ya se había visto, muy similar a las sulfas (figura 1.1). Al entrar uno de estos fármacos en la célula bacteriana, compite con el PABA por la enzima que sintetiza el ácido fólico, evita su formación y priva a la célula de esta sustancia esencial para la vida. (Las células animales por el contrario, no son capaces de fabricar ácido fólico y obtienen con la dieta la cantidad adecuada de la vitamina ya hecha; las sulfas son inocuas, porque no tienen objetivos —«dianas»— en los que actuar.)
El informe constataba que el PABA impedía que las sulfas produjeran un defecto en la coagulación en ratas con deficiencia en vitamina K incluso cuando se suministraba por inyección. Se consideraba que este resultado significaba que las sulfas no ejercían su efecto tóxico en las bacterias del intestino del animal sino en algún otro lugar del cuerpo. ¿Podría también aplicarse esta interpretación a mi trabajo sobre el ácido fólico en el que había, llegado a la conclusión de que la deficiencia producida por dichos fármacos se debía a su acción inhibidora en las enterobacterias? Por otra parte me sorprendía que el PABA inyectado fuera por vía sanguínea hasta el intestino grueso de la rata y se concentrara allí lo suficiente para anular la acción de las sulfas en las bacterias.
Repetí los experimentos con inyecciones de PABA y sulfas y desarrollé un método para medir los niveles de vitamina K y PABA en el contenido intestinal y heces de la rata que se basaba en la capacidad de una muestra (comparada con vitamina K pura) de corregir el prolongado tiempo de coagulación en una rata con deficiencia en vitamina K. En veinticuatro horas se obtuvieron recuperaciones de los niveles del treinta, cincuenta y noventa por ciento de la capacidad de coagulación normal cuando se suministraron a animales deficientes dos, tres y cinco microgramos, respectivamente, de vitamina pura (figura 1.3).
Sin embargo, cuando se suministró por vía digestiva a animales deficientes en vitamina K, heces de ratas sometidas a una dieta con sulfas no se produjo la recuperación porque las heces contenían una cantidad inferior a dos microgramos de vitamina K en un período de cinco días en comparación con los más de cincuenta que tenían en el mismo período de tiempo las heces de las que sólo se habían alimentado con la dieta purificada.
Por tanto, las bacterias intestinales de estas ratas debieron producir grandes cantidades de vitamina K y su producción se eliminaba con las sulfas.

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Figura 1.3. El contenido de vitamina K de una muestra se ensayaba por la recuperación experimentada en la coagulación un día después de haberse administrado a ratas deficientes en ella.

Igual que en las ratas inyectadas con PABA, tal como había sospechado, se acumulaban en el intestino niveles altos de esta sustancia, suficientes para contrarrestar la acción de las sulfas suministradas con la dieta. Estos resultados fueron mi primera contribución al prestigioso Journal of Biological Chemistry, uno de los contados trabajos bioquímicos que surgieron en aquella época del NIH. (Veinte años después, esta institución se convertiría en el centro bioquímico más prolífico del mundo.)
Mientras tanto, regresando al rancho literalmente, se estaba rastreando una fatal enfermedad hemorrágica en el ganado que consumía forraje de trébol dulce echado a perder. Se descubrió que el veneno responsable era una pequeña molécula perteneciente a la clase de los dicumaroles y con un sorprendente parecido a la vitamina K (figura 1.2). Se supuso correctamente que el dicumarol, imitando a la vitamina K, interfería con alguna función esencial y desconocida de la vitamina en la coagulación. El estudio del papel de la vitamina K en la coagulación tardó más de treinta años y el dicumarol jugó una parte importante en la solución de esta cuestión.
La coagulación sanguínea ha de ser controlada de forma muy sutil. Han de taponarse miríadas de pequeñas roturas vasculares para que no se produzcan extravasamientos y hemorragias. Además, la respuesta de la coagulación ha de sintonizarse con la gravedad de la lesión y el tiempo necesario para el sellado. Una coagulación excesiva conduce a las trombosis que causan las oclusiones coronarias de los ataques de corazón y las de los vasos del cerebro en las apoplejías. Para conseguir este afinamiento en la regulación de la coagulación sanguínea es necesaria una cascada de seis o más reacciones químicas antes de la conversión final de las moléculas solubles de fibrinógeno en la malla firme de fibrina del coágulo. (La hemofilia es un ejemplo de una deficiencia hereditaria de una de las proteínas responsables de una etapa intermedia de la cascada.) El calcio es uno de los componentes esenciales de varias reacciones de la coagulación y las proteínas responsables presentan anclajes especiales para mantener a los iones calcio listos para su acción (figura 1.4).

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Figura 1.4. Una proteína con un apéndice parecido a unas pinzas orienta al calcio en su papel fundamental durante el proceso de la coagulación de la sangre.

Esa especie de pinzas se añade a la proteína gracias a la acción de la vitamina K, proceso que a pesar de haber sido estudiado intensamente durante décadas sólo se ha conocido recientemente.
Los dicumaroles interfieren con las funciones de la vitamina K y provocan la acumulación gradual de proteínas sin pinzas que son incapaces de ligar el calcio. Se ha usado frecuentemente el papel del dicumarol en los tratamientos prolongados contra las trombosis de las enfermedades cardiovasculares. Esta sustancia está relacionada con el raticida más corriente, llamado warfarina y comercialmente d-CON.
La principal ventaja de este veneno es su relativa seguridad. Una ingestión accidental de dicumarol por un niño o un animal doméstico no provoca hemorragia. Se requieren dosis repetidas, formuladas de manera atractiva para los roedores, para que la vitamina K se vaya gastando en las necesidades corporales de coagulación. ¿Se limita la acción de la vitamina K a anclar las pinzas ligadoras de calcio a las proteínas de la coagulación? Parece que no. Se ha encontrado hace poco apéndices de éstos en proteínas esenciales para la calcificación de huesos, dientes, cáscaras de los huevos y corales. Las futuras investigaciones nos mostrarán probablemente que la vitamina K es también la responsable de anclar esos apéndices que ligan calcio en tales proteínas.

§. El ocaso de la ciencia de la nutrición
Los libros de nutrición, como los que tratan de sexo y economía, son los que más se venden, porque comer es fundamental para sobrevivir y estar saludable y a gusto. La gente desea saber qué es lo que hay que comer y cuánto. Muy pocas personas se percatan de la pequeña cantidad de hechos que se han establecido sobre la nutrición y la mayoría de ellas son incapaces de separarlos de las creencias y charlatanerías que enmascaran la Ciencia de la Nutrición. Consultar a los médicos es de poca ayuda porque no saben mucho sobre ella y no se puede aconsejar sobre lo que no se conoce. No resulta sorprendente, pues, que la gente se agarre a los libros en espera de que le revelen la forma de lograr salud y longevidad siguiendo unos pocos principios dietéticos sencillos. ¿Qué puede hacerse para dar a conocer los conocimientos sobre nutrición y preservarla como ciencia?
El curso obligatorio de la Facultad de Medicina al que asistí en 1938 en la Universidad de Rochester se llamaba Economía Vital. Aprendí tres preceptos fundamentales de los libros de texto y ejercicios de laboratorio:
  1. El cuerpo necesita un cierto número de calorías, en reposo y durante el trabajo, que han de ser proporcionadas consumiendo alimentos con un contenido calorífico suficiente. Las calorías se generan por combustión de carbohidratos, grasas y proteínas. Una ingesta insuficiente se traduce en una pérdida de peso y otra excesiva en una ganancia.
  2. El cuerpo humano sólo puede, fabricar diez de los veinte elementos de construcción de las proteínas (aminoácidos) y el resto ha de ser suministrado con la dieta de proteínas; algunas de ellas no proporcionan todos los aminoácidos requeridos.
  3. Han de consumirse también factores accesorios (vitaminas) y minerales (sales de sodio, potasio, hierro, calcio, magnesio, fósforo y azufre).
A nivel de dieta y economía corporal, poco más se ha añadido desde los años treinta a este núcleo de conocimientos relacionados con la nutrición. Aunque los cazadores de vitaminas darían algunos golpecitos emocionantes, como con los descubrimientos del ácido fólico y la vitamina B12, los principales desafíos de la Ciencia de la Nutrición iban por otros derroteros: la Bioquímica.
Las modas en la ciencia son tan influyentes y tan cercanas a lo veleidoso como en el vestir. Llevados por los gustos inversores de las agencias gubernativas y de las principales fundaciones, la estampida de científicos de todo el mundo a actividades científicas de moda deja ciudades fantasma en áreas todavía fértiles. Tal fue el destino de la nutrición, una de las disciplinas científicas más importantes, cuando los bioquímicos fueron apartados de ella en los años cuarenta y cincuenta para que se adentraran en los detalles moleculares de las operaciones celulares. La palabra «nutrición» no continuó apareciendo por mucho tiempo en el dintel de los edificios en expansión de la Universidad de Wisconsin, que en una época fue la meca mundial de una ciencia gloriosa.
La despoblación de la Ciencia de la Nutrición no fue enteramente caprichosa. Comparados con las enfermedades carenciales clásicas, los problemas residuales de la nutrición animal y humana eran elusivos y su estudio científico mucho más difícil, lento y poco atractivo. Tomemos, a modo de ejemplo, el consumo de sacarosa, que ha aumentado muchas veces en las sociedades occidentales a la par que las incidencias de las enfermedades del corazón. ¿Están relacionadas causalmente? Un estudio de las perspectivas del control de la influencia de un ingrediente de la dieta, sea la sacarosa o el colesterol, sobre una enfermedad que se desarrolle en las próximas décadas es extraordinariamente difícil, máxime cuando factores como los hereditarios, el ejercicio, las infecciones y la cantidad de calorías, pueden contribuir de forma significativa. Similares dificultades han de afrontar los que intenten determinar los efectos indudablemente importantes de la dieta en la prevención y tratamiento del cáncer, los desórdenes inmunológicos y el envejecimiento. La complejidad y perplejidad de estos procesos difícilmente pueden ser consideradas como el mejor sector para la expansión de una disciplina científica conflictiva.
Los avances tecnológicos podrían también haber complicado la nutrición humana al plantear cuestiones que anteriormente estaban más allá de la investigación. Una insinuación es el suministro abundante y barato de vitaminas puras que ha convertido a la dosificación megavitamínica en una práctica fácil y común. ¿Proporciona algún beneficio a un pequeño porcentaje de la población la ingesta de cantidades de vitaminas cien veces mayores de las necesarias para mantener los niveles normales? ¿Existen circunstancias en las que una sobredosificación pudiera tener efectos adversos?
Otro avance científico nos ha brindado un ensayo extraordinariamente sensible para determinar si un alimento provoca mutaciones y cáncer. Un gran número de alimentos naturales y tecnologías alimentarias son mutagénicos y puede presumirse que también sean carcinogénicos o envejecedores. Entre ellos se encuentran las setas, apio, chocolate, patatas estropeadas, brotes de alfalfa, pimienta negra, margarina de cacahuete, algunos tés de hierba, carne chamuscada y cien alimentos corrientes más (por no mencionar los aditivos mutagénicos para conservar y dar color). El seguimiento del número creciente de alimentos incriminados, la constatación del significado de los niveles mutagénicos y la formulación de una dieta variada, apetitosa y equilibrada para los distintos grupos de edades en estados de salud y enfermedad diversos excede los límites del conocimiento y los recursos disponibles.
El problema de la nutrición humana que suscita más perplejidad quizá sea el de afrontar la confusión entre la nutrición como ciencia natural y la nutrición como arte de alimentar a la gente. Se trata de una confusión análoga a la que existe entre la ciencia médica y el cuidado por la salud. No existe duda alguna de que la hambruna de África es intolerable, como también lo es la que existe en algunas bolsas urbanas y rurales de América. Diez mil niños hindúes pierden la vista anualmente a causa de una deficiencia de vitamina A, lo que podría prevenirse con vitamina sintética con un coste de cinco centavos por niño. Las diez vitaminas y los ocho minerales esenciales se pueden conseguir por un precio total de menos de un dólar por persona y año. La dispersión de las enfermedades carenciales es un fallo del que hay que culpar a la sociedad y no al especialista en nutrición.
Cuando la nutrición, lo mismo que otros muchos esfuerzos humanos, sobrepasa su dominio científico, se convierte en presa de los prejuicios, los embustes y demás peligros de la cultura. Al intentar abarcar la Medicina, Agricultura, Economía, Psicología y Antropología, así como la Química y Biología, la Nutrición vino a ser más una actividad social y política y menos una ciencia.
El desacuerdo existente entre los científicos acerca de los límites de la Ciencia de la Nutrición me pareció claro en las respuestas al «Informe Neuberger sobre Alimentación y Nutrición» publicado conjuntamente en 1975 por los British Agricultural and Medical Research Councils. El reportaje hace hincapié en que «la nutrición humana trata principalmente de definir las cantidades óptimas de los constituyentes alimenticios necesarios para lograr y mantener la salud». El informe recomienda que se realicen más investigaciones en los aspectos bioquímicos de la nutrición pero también deplora la relativa negligencia de la nutrición humana e impulsa los estudios clínicos y epidemiológicos. Pese a unas recomendaciones tan dignas de elogio, algunos especialistas en nutrición atacaron el reportaje por interesarse inadecuadamente por asuntos económicos, antropológicos, sociológicos, demográficos y psicológicos. «La nutrición es la ciencia que menos puede permitirse permanecer en los laboratorios; se interesa por todos y cada uno de los seres humanos durante todos y cada uno de los días de sus vidas», dijo John Yudkin. T. B. Morgan criticó el informe porque no ponía énfasis entre «la inseparable relación mutua de la agricultura y nutrición» y olvidaba la importancia de formar graduados procedentes de Ciencia de los Alimentos, Nutrición, Veterinaria y Dietética para investigar en nutrición social.
¿Dónde va la nutrición humana? ¿Cómo podemos enfrentarnos a los numerosos y complejos problemas y a la extraordinaria dificultad de llevar a cabo experimentos dietéticos controlados y a largo plazo con seres humanos? Al considerar la importancia de adquirir una información dietética definitiva para la prosperidad sanitaria y económica, la nutrición no puede dejarse al arte de la Medicina o a las explotaciones intensivas. La única respuesta es ciencia, ciencia de la «dura». El progreso exige estas acciones:
  1. Invertir en la formación y apoyo de los científicos para que trabajen en nutrición.
  2. Estrechar el cerco del trabajo experimental en problemas básicos, sean o no urgentes.
  3. Usar modelos animales variados.
  4. Aislar la investigación de las cuestiones sociales amplias.
  5. Estar convencido de que el esfuerzo científico persistente resuelve con el tiempo la mayoría de los problemas, frecuentemente de manera asombrosa e insólita.

Capítulo 2
Mi encuentro con los cazadores de enzimas

Contenido:
§. Las levaduras y los orígenes de la Bioquímica
§. El nacimiento de la Bioquímica moderna§. Enzimas: la fuerza vital§. Respiración en el tubo de ensayo§. «La tarea de asear enzimas no es perder el tiempo»
§. Corazones de cerdo e hígados de paloma
En 1945 ya me había cansado de alimentar ratas con variaciones de dietas purificadas tratando de encontrar en su supervivencia, crecimiento, fertilidad y número de células hemáticas las pruebas que apoyaran la existencia de una o más vitaminas aún sin descubrir. Al pensar en la forma exacta en que el ácido fólico satisface las necesidades de las células en crecimiento —células hemáticas e intestinales— me intrigó la nueva raza de cazadores que rastreaban las enzimas del metabolismo, las intrincadas máquinas que usan las vitaminas para catalizar la combustión del azúcar en la levadura y en el músculo y generar la energía que requieren para crecer y funcionar.
Estos cazadores de enzimas pusieron de manifiesto que las células de levadura modulan la combustión de una molécula de azúcar para extraerle la energía, necesaria para su crecimiento y reproducción, en una serie impresionantemente compleja de reacciones químicas cada una de las cuales está catalizada por una enzima diferente. Para capturar y almacenar la energía derivada de la combustión de los alimentos y evitar que se disipe como calor se requiere un dispositivo químico con esta sutileza. Las revelaciones del metabolismo del azúcar en la levadura suministraron los métodos y directrices del descubrimiento posterior de que el músculo también obtiene la energía que necesita para realizar trabajo del azúcar y que emplea enzimas que son prácticamente idénticas a las de la levadura. Al quedar definidas dichas rutas metabólicas y sus correspondientes enzimas se hizo patente que las vitaminas intervienen en algunos de los pasos claves: una enzima depende de la tiamina, otra de la niacina y otra más de la riboflavina. Las vitaminas actúan como co-catalizadores o co-enzimas —porciones funcionales separables de la enzima— que ejecutan operaciones químicas concretas. Recuerdo de forma lúcida la emoción que experimenté al leer por vez primera las cuestiones sobre enzimas, coenzimas y la milagrosa molécula llamada ATP en los trabajos de Otto Warburg, Otto Meyerhof, Cari Cori, Herman Kalckar y Fritz Lipmann. Durante mi formación en la Facultad de Medicina no había oído nada sobre esos investigadores ni de las cuestiones que investigaban. También recuerdo mi asombro al escuchar en un seminario del NIH a Edward Tatum describir el trabajo que había hecho en colaboración con George Beadle con mutantes del moho del pan Neurospora en el que demostraban que un gene es el plano de una enzima. De Genética incluso sabía menos que de Bioquímica.
Al finalizar la guerra persuadí al doctor Sebrell para que me permitiera abandonar mi trabajo en nutrición y me enviara a un laboratorio donde pudiera aprender sobre el ATP y las enzimas. Estando todavía de uniforme pasé un año con Severo Ochoa en la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York y otros seis meses con Cari y Gerty Cori en la Facultad de Medicina de la Universidad de Washington de St. Louis. Fue entonces cuando me enamoré de las enzimas.
Aunque se sabía desde el siglo XIX que las enzimas eran los catalizadores de ciertos procesos químicos naturales, su importancia no se apreció del todo hasta quedar definidos los papeles que tenían en la fermentación alcohólica y en el metabolismo del músculo. Fue entonces cuando quedó claro que prácticamente todas las reacciones de un organismo dependen de la elevada potencia catalítica de un conjunto de miles de enzimas, cada una de las cuales está diseñada para dirigir una operación química específica. La deficiencia de una única enzima —como resultado de una mutación, por ejemplo— podría calificarse de desastrosa para la víctima celular o humana. Abandoné el laboratorio de nutrición animal cuando me percaté de que las enzimas eran la fuerza vital de la Biología, los lugares de la acción de las vitaminas y el medio de llegar a comprender desde el punto de vista químico el fenómeno de la vida.
Los años cuarenta y cincuenta se convirtieron en el apogeo de los cazadores de enzimas ya que durante ellos se definieron detalladamente las funciones de casi todas las vitaminas. Los días de las cacerías de vitaminas quedaron atrás y con ellos el interés de los bioquímicos líderes por la influencia de la nutrición en el organismo considerado como un todo.
Los cazadores de enzimas sucedieron a los de microbios y a los de vitaminas por accidentes históricos. La Academia Francesa de Ciencias ofreció en 1779 el premio de un kilogramo de oro a quien fuera capaz de explicar la naturaleza de la fermentación alcohólica y tendría que haber sido ganado por alguno de los eminentes químicos de comienzos del siglo XIX, como el sueco Jöns Jakob Berzelius (1779- 1848) o los alemanes Justus von Liebig (1803-1873) y Friedrich Wöhler (1800- 1882), pero poseían un limitado sentido de la Biología que no les permitió reconocer el papel fundamental de la levadura en la fermentación. Louis Pasteur (1822- 1895), que también era un gran químico, lo poseía, pero su exagerado interés en la Biología hizo que olvidara con el tiempo sus raíces químicas y retrasó el advenimiento de la bioquímica moderna y el descubrimiento de que las enzimas eran la fuerza vital de la fermentación. El premio francés tardó en concederse ciento veinte años.

§. Las levaduras y los orígenes de la Bioquímica
El periódico resurgir de un interés lánguido por las figuras y aconteceres históricos también se aplica a los temas científicos. Durante mucho tiempo se ignoró a la célula de levadura pese a ser la responsable del nacimiento de la Bioquímica y el origen de la palabra «enzima». Actualmente, no obstante, está rebrotando. Gracias a su rico legado de datos genéticos y bioquímicos, aparece como el objeto más accesible para estudiar el núcleo, las mitocondrias y demás orgánulos complejos de las células eucariotas (las que tienen núcleo, como las células de los animales). Me dispongo, pues, a realizar una breve excursión para examinar la talla heroica de las levaduras y poner de manifiesto las razones de que sean tan básicas en todos los aspectos de la Bioquímica.
La forma en que las levaduras transforman el azúcar o el almidón en vino o cerveza, confieren al champagne sus burbujas o levantan la masa del pan, ha llevado a los bioquímicos a comprender las bases moleculares del comportamiento celular. El zumo dulce de un racimo de uvas exprimido se transforma rápidamente en un vino de buen gusto capaz de embriagar y los granos de cebada empapados de agua comienzan a maltear y muy pronto el fluido se convierte en una cerveza aromática y de gran valor nutritivo. Durante más de seis mil años se han estado realizando estos procesos fermentativos aunque su química permaneció en un misterio absoluto hasta el siglo XIX. El papel de las levaduras en la fabricación de vino y cerveza se convirtió por esa época en una de las polémicas más conocidas y vitriólicas de toda la historia de la Biología.
En vida de Antoine Lavoisier (1743-1794) se sabía que el principal compuesto carbonado del mosto era la sacarosa (azúcar de remolacha o caña) y que los productos más importantes de su fermentación eran el etanol (alcohol) y dióxido de carbono. Lavoisier, científico francés de envergadura davinchiana, hizo dos contribuciones de primera magnitud a nuestro conocimiento de la fermentación antes de ser decapitado por la Revolución. Demostró en primer lugar que una disolución de azúcar podía fermentar al añadirle el sedimento, con un contenido de carbono despreciable, de una fermentación anterior. También demostró, quemando muestras al aire, que el peso del carbono del azúcar que desaparecía durante una fermentación era igual que el del carbono de los productos resultantes, etanol y dióxido de carbono. Al perfeccionarse los análisis de la composición elemental de las sustancias se pudo llegar a establecer un balance apropiado del proceso. Al emplear glucosa de azúcar en vez de la sacarosa (figura 2.1) se comprobó la participación de los elementos en la fermentación:

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La ecuación total de esta fermentación es:

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¿Cómo se convierte una molécula de glucosa en dos de etanol y otras dos de dióxido de carbono? Si se deja una disolución de azúcar eso no tendrá lugar aunque se someta a calor, presión o se añada ácido. Pero esas mismas moléculas de azúcar contenidas en el mosto se convertirán en dichos productos al cabo de unos días al dejarlo a temperatura ambiente.

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Figura 2.1. La sacarosa (azúcar de caña o de remolacha) consta de glucosa y fructosa.

Desde que Antón van Leeuwenhoek (1632-1723) había visto células de levadura en los sedimentos de la fermentación, muchos autores, Theodor Schwann (1810- 1882) entre ellos, creían que eran ellas, las impulsoras del proceso. A este científico también se debe la propuesta de que las células son las unidades básicas de la organización de todos los seres vivos. Schwann demostró que durante la fermentación, que generalmente se llevaba a cabo en el aire, estaban presentes células vivas de levadura. Él, y otros investigadores pusieron de manifiesto que la conversión del azúcar sostenía el crecimiento y multiplicación de las levaduras. Los químicos líderes de ese período se oponían a este punto de vista. Berzelius sabía más que nadie de catálisis química y desdeñaba la idea de atribuir a las levaduras un papel químico en la fermentación. Wöhler había conseguido sintetizar en un experimento decisivo urea a partir de dióxido de carbono y amoníaco. Hasta entonces se había creído que únicamente los organismos vivos podían fabricar glucosa a partir de moléculas simples y al derrocar el concepto de la necesidad de «fuerzas vitales» para la síntesis de sustancias animales, ridiculizaba ahora la proposición en favor de que un glóbulo de levadura es la factoría química de la fermentación. Él y Liebig publicaron caricaturas obscenas de levaduras antropomórficas ingiriendo y digiriendo azúcar y excretando alcohol y gas.
Fue por esta época cuando Pasteur realizó sus decisivos trabajos que confirmaban y generalizaban los experimentos anteriores de Schwann sobre la importancia de las células vivas de levadura. Al contrario de lo que sucedió con éste, Pasteur enfocó tanto la cuestión desde el punto de vista que prevalecía entre los químicos' que ahogó la. Verdad con algunos de sus argumentos. En palabras suyas:
Al echar levadura a una solución de azúcar sembramos una multitud de diminutas células vivas, cada una de las cuales representa un centro de vida capaz de vegetar con extraordinaria rapidez en un medio apropiado para su nutrición.
Los glóbulos de levadura son auténticas células vivas y puede considerarse que la función fisiológica correlacionada con su vida es la transformación del azúcar igual que las células de las glándulas mamarias al vivir transforman los elementos de la sangre en los diversos constituyentes de la leche.
Mi opinión actual e inflexible en relación con la naturaleza de la fermentación alcohólica es ésta: creo que es imposible la fermentación sin que se dé simultáneamente la organización, desarrollo y multiplicación de los glóbulos o, por lo menos, que sigan vivos los que ya están presentes. Todos los resultados de este artículo me parece que discrepan completamente de las opiniones de Liebig y Wöhler.
Después de treinta años de lucha dialéctica con sus enemigos químicos se alzó claramente victorioso, aunque a un coste intolerable. Se alineó con la filosofía vitalista que mantenía que los procesos de la vida no son reducibles a leyes físicas y químicas y aceptó la palabra «vida» como sinónimo de información química específica. La principal pérdida que causó su error fue la bioquímica moderna, que se mantuvo al margen de la investigación durante por lo menos otros treinta años.

§. El nacimiento de la Bioquímica moderna
«Serendipity» es un vocablo bastante manido, aunque ningún otro describe tan bien el descubrimiento de la fermentación en ausencia de células y muchos otros de los principales avances de la Biología, como la penicilina, el DNA y el código genético. La palabra fue acuñada en 1754 por Horace Walpole y se basa en el cuento de hadas «Los tres príncipes de Serendip» (actualmente Sri Lanka), que «siempre estaban descubriendo sagaz y accidentalmente cosas que no se habían planteado».
Eduard Buchner (1860-1917) era profesor de Química en la Universidad de Tubinga y pasaba los veranos en el laboratorio de Bacteriología que tenía su hermano en Münich. En 1897 preparó un extracto de células de levadura para realizar una serie de estudios médicos. Él lo describió así:
Si se mezcla un kilo de levadura de panadería con un peso igual de arena y se tritura, la masa se humedece y puede moldearse. Si a continuación se añaden 100 gramos de agua y se somete la pasta envuelta en una estopilla a una presión de 400-500 atmósferas se obtiene medio litro de «prensado». Las células que hayan quedado sin romper se eliminan pasando el jugo por un papel de filtro. La solución final contiene un conjunto de sustancias derivadas, del interior de las células, El «extracto celular» obtenido de esta manera es un líquido claro, ligeramente amarillento y de un agradable: olor a levadura.
Para evitar que se estropeara el jugo, añadió azúcar, igual que conservan las amas de casa las mermeladas y jaleas. A los pocos minutos comenzaron a aparecer, para su consternación, burbujas de gas y no dejaron de salir hasta después de unos días. En lugar de descartar una preparación tan poco prometedora, Buchner tuvo la sagacidad de plantearse si no estaría siendo testigo de lo que Pasteur, más que nadie, estaba convencido que era imposible esto es, de una fermentación, del azúcar a alcohol y dióxido de carbono en ausencia de células. Repetidos y cuidadosos análisis le confirmaron que efectivamente se trataba de eso. No era esencial «un aparato tan complejo como las células de levadura vivas». Se consideró que «era más bien una sustancia disuelta la que portaba la actividad fermentativa del prensado». Ahora podría investigarse en el jugo la sustancia responsable de los procesos químicos fermentativos sin las complicaciones que suponen la arquitectura celular. Denominó a dicha sustancia zymasa (del término griego zyme, levadura). Acababa de nacer la bioquímica moderna.
¿Por qué se había retrasado tanto un experimento tan sencillo como el de Buchner? Durante cincuenta años los químicos estaban confiados porque habían propuesto correctamente en oposición a Pasteur que los fermentos del zumo de uva (es decir, las enzimas) desestabilizaban a las moléculas de azúcar e incluso pensaban que las levaduras podrían liberarlos. Moritz Traube (1826-1894), viñatero alemán que disponía de un laboratorio privado y había estudiado Química con Liebig, había constatado claramente treinta años antes del casual descubrimiento de Buchner que las enzimas microbianas son los agentes que catalizan los procesos químicos celulares, como la fermentación que lleva a cabo la levadura. Había instado, además, a que se aislaran las enzimas, previniendo de los fracasos que habría a causa de la alteración o inactivación de unos catalizadores tan inestables.
Pierre Berthelot (1827-1907) ya había dado un paso importante en esa dirección. En una fecha tan primitiva como es el año 1860, había considerado la acción de la invertasa (la enzima de la levadura que convierte la sacarosa en glucosa y fructosa) como una de las muchas operaciones celulares a las que Pasteur creía como inseparables de la célula viva. Tal como reveló un estudio póstumo de sus archivos, el mismo Pasteur había preparado jugos de levadura carentes de células, pero había encontrado que eran incapaces de llevar a cabo el proceso de la fermentación. Su fracaso en esos experimentos confirma el aforismo debido a él y que tanto se cita: “En el campo de la experimentación, la suerte sólo favorece a las mentes preparadas”. Parece que la suya no estaba preparada para tener éxito en la idea de una fermentación exenta de células. También pudo ser desafortunado en la elección de la estirpe de levadura que empleó. Se supo años más tarde que la invertasa de Berthelot, responsable del primer paso de la fermentación de la sacarosa, se inactivaba durante el proceso de extracción que Pasteur aplicaba a la estirpe parisina de levadura usada por él, mientras que la enzima de la estirpe muniquesa empleada por Buchner sobrevivía aparentemente.

§. Enzimas: la fuerza vital
¿Cuál es la propiedad química más claramente responsable de que las células y organismos vivos funcionen, crezcan y se reproduzcan? No son los carbohidratos almacenados en las plantas en forma de almidón y en los animales como glucógeno, ni los depósitos de grasa. Tampoco son las proteínas estructurales del músculo, del tejido elástico o del esquelético. Ni tampoco es el DNA, el material genético. Pese a su hechizo, el DNA simplemente dirige el montaje de las proteínas celulares y por sí mismo es un lenguaje frío y austero, carente de vida. Lo que confiere a la célula vida y personalidad son las enzimas. Ellas gobiernan todos los procesos corporales y el mal funcionamiento de sólo una de ellas puede resultar fatal. Nada de la naturaleza es tan tangible y vital para nuestras vidas como las enzimas y aún así son muy poco comprendidas y apreciadas excepto por unos pocos científicos.
Para evitar la confusión que suponía emplear la palabra «fermento» para referirse tanto a la célula de levadura como a la sustancia catalítica extraíble de ella, Wilhelm Kühne acuñó en 1878 el término enzima (que significa, en griego, en la levadura). Pretendía que el término también incluyera las sustancias parecidas de plantas y animales que, en palabras suyas, «no son tan fundamentalmente diferentes de los organismos unicelulares como algunos autores quieren hacernos creer». Incluso él mismo quedó sorprendido de lo cierto que estaba al advertir la ubicuidad de las enzimas y la unidad bioquímica de la naturaleza.
Las enzimas son moléculas de proteína que posibilitan transformaciones de otras moléculas y que permanecerían absolutamente estáticas de no ser por ellas. Son las que hacen que los carbohidratos, grasas y proteínas estables sean susceptibles de ser digeridas y catalizan el uso de los productos resultantes como materias primas para fabricar nuevas células. Las enzimas extraen energía de los alimentos y del sol y llevan a cabo miríadas de operaciones químicas distintivas de los tipos de células, desde las del hombre a las del ratón, y de la salud y la enfermedad. El que una célula se convierta en hueso y otra en cerebro y una sea normal y otra sea cancerosa son cuestiones que permanecen sin solución definitiva debido a lo poco que sabemos acerca de las enzimas.
Las primeras indicaciones de la existencia de enzimas proceden de curiosidades relacionadas con la digestión de los alimentos, las fermentaciones del azúcar y de la levadura de panadería. Dos científicos franceses, Anselme Payen (1795-1871) y Jean Persoz (1805-1868) se impresionaron por la germinación de los granos de cebada y en 1833 encontraron que el grano germinado (malta) exuda una sustancia capaz de demoler las fibras de almidón en las muchísimas moléculas de glucosa que las constituyen. La sustancia concentrada y en forma de polvo blanquecino seco podía convertir en diez minutos, una vez disuelta en agua, mil veces su peso de almidón en glucosa. Creyendo que la sustancia provocaba la rotura del envoltorio de los gránulos de almidón, Payen y Persoz la denominaron diastasa, término que en griego significa abrir una brecha. Más tarde se denominó amilasa (del latín amylum, almidón) al aclararse que su acción se ejercía directamente sobre el almidón. Poco después Schwann encontró un material, al que denominó pepsina, mientras estudiaba el «principio digestivo» contenido en el jugo gástrico que degrada las proteínas de los tejidos fibrosos y musculares. También recordó el descubrimiento de la invertasa (denominada a veces sucrasa), el agente que Berthelot había extraído de la levadura y escindía la sacarosa del mosto en sus componentes glucosa y fructosa.
Para nombrar los miles de enzimas descubiertos se añade generalmente el sufijo asa al sustrato sobre los que actúan o al proceso químico que catalizan. El nombre de zimasa, que Buchner había asociado a la enzima del jugo de levadura que convierte el azúcar en alcohol y dióxido de carbono, se ha eliminado al comprobarse en estudios posteriores que dicha conversión no requiere una enzima sino una docena de enzimas diferentes que actúan en serie y dirigen las intrincadas operaciones químicas que suministran la energía que necesitan las células de levadura para crecer y multiplicarse.
¿Qué son exactamente las enzimas y cómo llevan a cabo su notable trabajo estos pequeños químicos? Pese haber estado trabajando con ellas casi toda mi vida, me resulta difícil desentrañar su tamaño. Igual que las dimensiones macroscópicas del Universo exceden nuestra capacidad humana de comprensión, al tamaño de las moléculas y de los átomos que las componen hay que aplicarle muchas potencias de diez de la escala microscópica para poderlas comprender (figura 2.2).

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Figura 2.2. Para que los átomos de una molécula de DNA resulten tan visibles como una pulga hay que aumentarlos un millón de veces. (Los tamaños que se citan son aproximados.)

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Figura 2.3. La insulina es una molécula de proteína que contiene 18 de los 20 tipos distintos dé aminoácidos distribuidos en dos cadenas ordenadas de diferente forma.

Puesto que las enzimas son proteínas, son grandes moléculas formadas por una cadena o varias de aminoácidos. Se necesitan diez mil átomos para construir varios «cientos de los veinte tipos de aminoácidos que hay en una cadena de proteína (figura 2.3). Cada cadena de proteína presenta una secuencia única de aminoácidos; la .variedad de posibles cadenas que pueden construirse con este surtido de aminoácidos es virtualmente ilimitada. La secuencia específica de los aminoácidos de una molécula de proteína dicta el plegamiento que confiere su forma general y las características de la superficie y ambas propiedades son decisivas para su función. Una proteína que funcione como enzima puede tener una pinza, una grieta, un hoyo o un tirador para asir, mantener, estirar o doblar la molécula sobre la que actúa, denominada sustrato en general. La sucrasa tiene un tamaño 400 veces mayor que su sustrato. Coge a la sacarosa de tal forma que tensiona el enlace existente entre los dos constituyentes de ésta (glucosa y fructosa), pudiendo los elementos de las moléculas de agua de los alrededores llegar a romperlo (figura 2.4).
La unión de la enzima con su sustrato y la conversión química que posibilita esta unión dura una pequeña fracción de segundo y a continuación se separan de la enzima los productos resultantes (glucosa y fructosa en este caso). La ecuación general de una reacción enzimática es, pues, como sigue:

Sustrato + Enzima → Sustrato-Enzima → Producto-Enzima → Producto + Enzima

008.jpgFigura 2.4. La sucrasa escinde la sacarosa en glucosa y fructosa al provocar la repartición de una molécula de agua entre estos dos constituyentes.

Las enzimas presentan tres propiedades notables. Son:
  1. Actividad catalítica: Es corriente que aumenten la velocidad (aceleren) de una reacción química diez mil millones de veces. Así, una reacción que se diera una vez por término medio cada mil años, al tener lugar en presencia de la enzima se daría una vez por segundo. Tal como expresa la ecuación anterior, la enzima se regenera después de transformar el sustrato en producto. Dicho de otra forma acelera la velocidad de la reacción sin consumirse o modificarse durante el proceso.
  2. Eficacia; Una molécula enzimática tarda generalmente un minuto en transformar a mil moléculas de sustrato. Se sabe que algunas enzimas convierten en ese tiempo a tres millones de moléculas.
  3. Elevada especificidad: Un tipo de enzima lleva a cabo de forma selectiva una de las muchas alteraciones químicas posibles a las que el sustrato es susceptible.
Estas proezas de la potencia catalítica y exquisita especificidad se han conseguido durante más de tres mil millones de años de evolución y distan enormemente de las habilidades técnicas de cualquier químico. En realidad, los químicos ingeniosos confían a las enzimas análisis y síntesis que de no ser por ellas serían del todo imposibles. Toda la ingeniería genética depende prácticamente de enzimas que fabrican y redistribuyen el DNA en nuevos genes y cromosomas.

§. Respiración en el tubo de ensayo
Respiración significa para la mayoría de las personas el intercambio que tiene lugar en los pulmones de aire fresco y viciado. En el siglo XIX se descubrió que los procesos respiratorios que consumen oxígeno y producen dióxido de carbono tienen lugar en el interior de todas las células del cuerpo. No todas las células requieren oxígeno para vivir. Entre los nuevos microbios que por entonces acababan de descubrirse, había algunos que crecían en ausencia de aire u oxígeno. Pasteur demostró que la fermentación llevada a cabo por las células de levadura, por ejemplo, era un proceso anaeróbico (que no necesita oxígeno). Aunque para la levadura y otros muchos microbios es posible la vida sin oxígeno, el combustible es menos eficaz. El suministro de oxígeno facilita la vida. Una célula de levadura que viva al aire consume para su crecimiento veinte veces menos glucosa que cuando lo hace durante la fermentación anaeróbica. Ello se debe a que si emplean oxígeno son capaces de producir y almacenar veinte veces más energía por molécula de glucosa consumida.

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Figura 2.5. El metabolismo de la glucosa en ausencia de aíre (fermentación) solo consigue un veintavo de la energía que se obtiene por su combustión al aire (respiración)

La molécula de glucosa se quema completamente en presencia de oxígeno y produce 38 moléculas de ATP (trifosfato de adenosina, figura 2.5), el compuesto orgánico que almacena energía química para transformarse en trabajo, energía luminosa o eléctrica o para sintetizar sustancias celulares. Este rendimiento en ATP contrasta con el del proceso anaeróbico, en el que la combustión de la glucosa es incompleta y sólo produce 2 moléculas de ATP. La eficiencia de 70 por 100 de la conversión energética que tiene lugar en el metabolismo aeróbico (que emplea oxígeno) es más del doble de la de las máquinas térmicas más perfeccionadas diseñadas por el hombre.
El esquema de la ruta principal del metabolismo de la glucosa ya se conocía en 1945. En la fase en la que una molécula de glucosa (con seis átomos de carbono, se reordena y produce dos moléculas de ácido pirúvico (con tres átomos de carbono cada una, la ruta aeróbica diverge para la producción de alcohol en la levadura y para la producción anaerobia de ácido láctico en el músculo (figura 2.5), Por el contrario, el ácido pirúvico es convertido en aerobiósis en un compuesto de dos átomos de carbono parecido al ácido acético del vinagre, y constituye el punto de partida de una serie compleja de reacciones que lo convierten en dióxido de carbono y agua (figura 2.5).
En esta fase de la combustión llamada ciclo del ácido cítrico se produce un flujo de átomos de hidrógeno y electrones que se acoplan con el oxígeno mediante unas enzimas de color rojo que tienen hierro y se llaman citocromos. El flujo de hidrógeno y electrones de una sustancia a otra (desde el ácido pirúvico al oxígeno, por ejemplo) se denomina oxidación y se dice que la, sustancia que pierde hidrógeno o electrones se oxida. Ejemplos sencillos de procesos de oxidación son el enmohecimiento del hierro o la combustión del gas natural (metano):

Hierro + Oxígeno → Óxido de hierro

Metano + Oxígeno → Dióxido de carbono + Agua

El hierro y el metano ceden electrones al oxígeno y se «oxidan».
La forma de generarse el ATP en el curso de la oxidación del ácido pirúvico por el oxígeno no se conocía en 1945. ¿Por dónde podía comenzar a informarme? Me puse de aprendiz con Bernard Horecker, un amigo del NIH. Al acabar la guerra en el otoño de 1945, estaba listo para volver a estudiar los citocromos de la respiración celular, tema de su tesis doctoral que acabó en la Universidad de Chicago en 1940. Por entonces no conseguía ninguna beca ni contrato para investigar y aceptó un puesto de trabajo en la Comisión del Servicio Civil de Washington. Un año después, la apertura de la División de Investigación de Higiene Industrial en el NIH le brindó la oportunidad de regresar al laboratorio. Durante la guerra había trabajado en la forma de actuar el DDT en las cucarachas. Ahora que acababa la guerra, podía reanudar su interés por la Enzimología y los citocromos y yo deseaba trabajar parte de la jomada en su laboratorio.
Decidí estudiar una de las etapas de la oxidación del ácido pirúvico, una fase en la que un compuesto relacionado llamado ácido succínico, de cuatro átomos de carbono, se oxidaba por mediación del citocromo c. Tenía que aislar en primer lugar del miocardio de temerá finamente desmenuzado las proteínas necesarias para el estudio de esta reacción: la succinato oxidasa, la enzima que retira electrones del ácido succínico, y el citocromo c, una pequeña proteína que transporta los electrones hasta el oxígeno, convirtiéndolos —con la adición de dos protones (H+)— en agua.
Los detalles de la transferencia electrónica parecida a los cangilones de una noria desde el ácido succínico al oxígeno (figura 2.6) son de gran interés por varias razones. Por una parte, el primer cubo revela el lugar donde otra de las vitaminas del grupo B, la riboflavina, ejerce su función vital. A continuación, el electrón pasa al citocromo c y de ahí a la citocromo oxidasa, que finalmente lo cede al oxígeno y lo combina con hidrógeno para producir agua. (En este último paso es donde actúa el cianuro, que se liga y bloquea a la citocromo oxidasa, interrumpiendo, por consiguiente, la respiración y envenenando al animal.)
Gracias a esta elaborada transferencia electrónica, la célula puede capturar y liberar en los distintos pasos una pequeña cantidad de energía empaquetada convenientemente en forma de ATP. Sin esta sucesión de pequeños vertidos de unos cangilones en otros, la combustión del succinato liberaría la energía química en una gran explosión térmica que no sería utilizable para el trabajo y crecimiento celulares. Si consideramos al ATP como la moneda energética de las células, la cuantía de una molécula correspondería a un valor fácilmente negociable. Se trata de una cantidad conveniente con la que pagar un gran número de funciones celulares. Una molécula que tuviera mayor valor nominal se despilfarraría la mayoría de las veces. (Imagínese que sólo hubiera billetes de diez mil pesetas para comprar todo tipo de artículos.)

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Figura 2.6. Los electrones caen «como el agua en una noria» desde las moléculas de azúcar o similares al oxígeno, mecanismo que hace posible que su energía se conserve en distintos puntos del trayecto.

El transcurso de la acción enzimática sobre el ácido succínico se seguía al principio aislando y pesando el sustrato y el producto. Otto Warburg reemplazó este tedioso, complejo y poco sensible procedimiento por un dispositivo apropiado que determinaba minúsculos cambios de presión gaseosa. El manómetro miniaturizado capaz de medir la presión que diseñó para medir la respiración de células y tejidos se convirtió en los años treinta y cuarenta en el sine qua non de los laboratorios enzimológicos. Usando esta técnica pudimos medir el volumen de oxígeno consumido en la oxidación del ácido succínico. Aprendí a calibrar y manipular el aparato, pero por el año 1945 ya empezó a ser eclipsado por un dispositivo mucho más elegante, del que Warburg se enorgullecía más y con razón.
Se trataba de un espectrofotómetro y era muy superior al manómetro en rapidez, precisión y sensibilidad. Podía medir de forma continua la absorción de la luz de cualquier longitud de onda (es decir, el color), incluyendo las regiones invisibles del ultravioleta y el infrarrojo. En vez de determinar el consumo de oxígeno directamente, podía seguirse, por el movimiento de una aguja sobre la escala del instrumento, el cambio de color que experimenta el citocromo c de rojo sangre (parecido al color de la hemoglobina, la proteína más importante del transporte del oxígeno sanguíneo) a rojo-violeta al conducir electrones desde el succinato hasta el oxígeno. Horecker y yo tuvimos acceso al primitivo espectrofotómetro modelo DU fabricado por la compañía de Arnold Beckman de California (figura 2.7) (más de 30.000 de estos instrumentos llegaron a ser imprescindibles en los laboratorios bioquímicos y químicos de todo el mundo.)
Para atrapar los electrones que se ligaban al citocromo c incluíamos rutinariamente cianuro en nuestros ensayos y medíamos por su cambio de color la velocidad con la que lo reducía la succinato oxidasa. (Una de mis tareas consistía en medir disoluciones de cianuro. Lo pipeteaba sin percibir su olor, lo que acongojaba a Horecker, que por naturaleza, presumo, era mil veces más sensible que yo.)
Los experimentos que Horecker y yo hicimos con el citocromo c y su oxidación no nos llevaron a la meta que nos habíamos propuesto, que era descubrir la forma principal de generarse el ATP. No obstante, estábamos contentos de haber realizado una observación original y creímos que merecía la pena describirla detalladamente para publicarla en el Journal of Biological Chemistry. Descubrimos que el cianuro además de ligarse a la citocromo oxidasa también se une al citocromo c, aunque la velocidad con la que lo hace es insignificante cuando se compara con la acción instantánea que tiene sobre la citocromo oxidasa a la hora de bloquear la respiración.
También incluimos en el trabajo otro dato: hasta entonces no se había publicado en la literatura científica que el citocromo c absorbe cerca de la región infrarroja del espectro. Esta cuestión más bien trivial atrajo la atención de Hugo Theorell, el más eminente enzimólogo sueco, galardonado con el premio Nobel por su trabajo sobre las enzimas respiratorias. Theorell había escrito una reseña para publicar en Advances in Enzymology y por esa época Sylvy era redactora de Academic Press, editorial de la colección. Apareció diciendo que la pretensión de Horecker-Kornberg de haber descubierto una nueva banda de absorción del citocromo c era injustificada ya que había sido descrita en 1934 por el bioquímico belga E. J. Bigwood. Cuando se lo referí a Horecker, me dijo que conocía el trabajo y que la observación de Bigwood no tenía relevancia. Escribí a Theorell al efecto. Nos quedamos medio pasmados al ver su respuesta, aparecida en la sección de «Cartas a los editores» de los Archives of Biochemistry:
He comprobado que la banda de absorción a 692 nm descrita como una nueva observación por Horecker y Kornberg en Advances in Enzyrnol 7, 281 (1947) ya había sido descrita por Bigwood et al. en 1934. El doctor Horecker me ha comunicado que las bandas de Bigwood a 675 y 640-45 nm sólo aparecen en disolución alcalina y no pueden ser las mismas que las que aparecen en disolución neutra. Al volver a estudiar los trabajos de Bigwood et al. he llegado a la convicción de que el doctor Horecker está en lo cierto a ese respecto, Ello no significa, sin embargo, que Horecker y Kornberg puedan reclamar la prioridad del descubrimiento de las bandas que presenta el ferrocitocromo a 695 y 655 nm en disolución neutra ya que tales bandas fueron descritas por mí en 1940-43. Lamento que se hayan acreditado a Bigwood et al. con una observación mía. Horecker y Kornberg no citan en su artículo ni el trabajo de Bigwood ni el mío.
Diez años después conocí y llegué a apreciar a Theorell y estuve tentado, pero no me armé de la valentía necesaria, de bromear sobre el enorme embrollo que lió con una minucia científica. Nuestras preparaciones enzimáticas que oxidaban el ácido succínico y consumían oxígeno no generaban ATP. Y no era para sorprenderse. Para convertir la energía química de la combustión del succinato en ATP necesitábamos el sistema más complejo que se encuentra en las rodajas o las partículas de tejido respirando, como músculo, hígado, riñón o cerebro. Las enzimas solubles no funcionaban y todos los intentos de liberarlas de las partículas que acoplan la síntesis de ATP con el metabolismo aeróbico fueron un fracaso. Para desvelar su forma de trabajar había que aislarlas de la estructura organizada de la célula y purificarlas. Me parecía que era la labor más importante que podía realizar en Bioquímica.

§. «La tarea de asear enzimas no es perder el tiempo»
Este consejo, que con frecuencia se me ha atribuido, es original de Efraim Racker y constituye el núcleo central de toda la Enzimología y de la práctica química recomendable. Significa simplemente que el estudio detallado de la catálisis de la conversión de un sustrato en un producto es una pérdida de tiempo hasta que la enzima implicada haya sido purificada y aislada de todas las demás enzimas y sustancias que hay presentes en un extracto celular crudo. El homogenado que se obtiene al romper el tejido hepático o un cultivo de levadura o de células bacterianas consiste en una mezcla de miles de enzimas diferentes y algunas de ellas participan en reacciones distintas de la que deseamos estudiar en las que se ven envueltos el sustrato de partida o los productos resultantes. Sólo cuando la enzima en cuestión se haya purificado hasta tal grado que resulten indetectables las demás podremos estar seguros que un solo tipo de molécula enzimática es la que dirige la conversión de la sustancia A en la B y nada más. Únicamente entonces podrá investigarse su forma de trabajar. La metodología del trabajo relacionado con la purificación de enzimas se encuentra en una serie de inspirados artículos escritos por Otto Warburg en la década de los treinta. De su laboratorio de Berlín-Dahlem surgieron las primeras técnicas que se convertirían en el cuerpo de doctrina de las purificaciones enzimáticas y daría por resultado la elucidación de las reacciones fundamentales y el papel de las vitaminas en la fermentación de la glucosa. Warburg era el Geheimrat [2] y el jefe dominante y tirano de su laboratorio. (Se persuadió a Hitler, aprovechando su temor a padecer de cáncer, de que hiciera ario a Warburg a título honorario. Al acabar la guerra y el holocausto, el gran bioquímico se jactaba diciendo, pese a su ascendencia judía: «He trabajado ininterrumpidamente en Berlín-Dahlem, sin que me molestara nadie, ni siquiera los dictadores».) Uno de sus ayudantes más cualificados, Erwin Haas, llegó a Chicago como refugiado y enseñó a Bernie Horecker las técnicas de' purificación enzimática y fue este último el que me introdujo en ellas.
Mi breve estancia en el laboratorio de Horecker despertó mi apetito de aprender más Enzimología. Convencí a Henry Sebrell, el jefe de mi división, para que obtuviera un permiso que me permitiera trasladarme a otro laboratorio para formarme en investigación (un medio sin precedentes de conseguir una beca para un oficial médico comisionado del NIH). ¿Dónde podía ir en 1945? Alemania, la meca de los años treinta, era entonces anatema y estaba arruinada. (La bioquímica alemana no se ha recuperado después de cuarenta años ya que fue destruida toda una generación de científicos.) Me sentía atraído por los famosos autores de Cambridge, Inglaterra, especialmente por David Keilin, cuyo trabajo en citocromos era notable. Al consultar con David Green, que había regresado a los Estados Unidos después de pasar muchos años trabajando productivamente con enzimas en Cambridge, me aconsejó que no me marchara allí porque la guerra había empobrecido a los laboratorios y dispersado a los científicos y me instó a que ingresara en su laboratorio de la Universidad de Columbia.

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Figura 2.7. Severo Ochoa frente a un espectrofotómetro Beckman modelo DTJ, 1955.

Eso me desconcertó un poco y mis amigos me propusieron otra alternativa, la de reunirme con un joven bioquímico español que trabajaba en la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York (NYU). Hacía dos años que Severo Ochoa (figura 2.7) había demostrado por primera vez que preparaciones de cerebro de paloma producían tres moléculas de ATP por átomo de oxígeno consumido en el transcurso de la combustión del ácido pirúvico. Actualmente se encontraba purificando las enzimas de esa ruta metabólica y ello podría revelar el mecanismo del acoplamiento de la síntesis de ATP a la oxidación y que había denominado fosforilación oxidativa. Estaba trabajando, pues, en lo que yo más deseaba y mis amigos me habían dicho que se trataba de una persona amable y entusiasta. Ochoa había nacido en España en 1905 y se licenció en Medicina ya que por aquel tiempo era en Europa la única manera de satisfacer el interés por la Biología. Excepto la breve estancia que pasó en Madrid entre 1931 y 1935, había trabajado en laboratorios bioquímicos punteros: en Berlín y en Heidelberg con Otto Meyerhof, en Oxford con Rudolph Peters y en St. Louis con Cari Cori. Afectado por los años turbulentos y bélicos que acontecían en España, Alemania e Inglaterra, trataba de hallar ahora un refugio en el Nuevo Mundo y mientras tanto había seguido teniendo una resuelta y confiada devoción por la ciencia.
Trabajaba solo en el lugar del laboratorio asignado al profesor Isidor Greenwald, del Departamento de Bioquímica de la NYU, después de haber sido echado del puesto provisional del Departamento de Psiquiatría del Bellevue Hospital de la acera de enfrente. (Cuando un domingo por la tarde regresó al laboratorio después de asistir a un concierto vio que habían sacado a la entrada su mesa y demás bártulos.) Greenwald le dijo a Joseph Bunim, un interno de la facultad y amigo de mi familia, que le habían impresionado la seriedad y capacidad científica de Ochoa. Fui a Nueva York en noviembre para reunirme con Ochoa y me encontré a una de esas elegantes y gentiles figuras de El Greco. Le emocionaba su trabajo. Estuvo de acuerdo en que me quedara con él y un mes después empecé a trabajar como su primer estudiante posdoctoral. Ese año que pasé en Nueva York fue el más feliz y estimulante de toda mi vida. Jamás aprendí tanto de una manera tan rápida y en las pocas horas que pasábamos fuera del laboratorio, Sylvy y yo descubrimos el teatro, la música y los museos, la verdadera novia de Nueva York. A pesar de haber nacido en Brooklyn y haber ido al City College del norte de Manhattan y pese a las muchas visitas que Sylvy había hecho desde Rochester, donde creció y estudió Bioquímica, éramos extranjeros para la ciudad. Carecíamos de casa porque inmediatamente después de la guerra prácticamente no había apartamentos vacíos en Nueva York. Fue Herman Kalckar quien nos salvó, el mismo al que le debemos los primeros estudios sobre el ATP y la energética de la respiración. Había conocido a Sylvy en Rochester y le gustó. Al enterarse de nuestra situación cuando estaba preparando su regreso a Dinamarca, intervino ante su casero, haciendo gala de su seriedad y generosidad infalibles, para que nos permitiera quedarnos con su apartamento de la calle 123, con vistas al Morningside Park. (Había un proyecto de edificar en el bloque.) Mi uniforme de la marina también pudo haber contribuido a la persuasión del patrón. Pero había un inconveniente. Los Kalckars no lo dejaban hasta mediados de febrero y durante seis semanas Sylvy y yo tuvimos que estar cambiándonos de hotel, a menudo diariamente, incluyendo desde el mejor hasta el de más mala fama. La renta semanal sólo nos permitía permanecer un día en uno de los buenos hoteles y el resto en otros más modestos. Sylvy generalmente le echaba un vistazo por la mañana a uno de ellos y hacía cola, a veces durante todo el día, en el Club de Oficiales en espera de una nueva asignación. Entonces me llamaba al laboratorio para comunicarme dónde pasaríamos esa noche. Algunas noches nos despertaban la escarcha y otras los bichos o el jaleo. Una mañana no nos despertamos porque la habitación ni siquiera tenía ventana. El 26 de diciembre de 1945 ingresé en el laboratorio de Ochoa, completamente decidido a aprender Bioquímica y a hallar el filón madre del ATP. Me estaban esperando seis corazones de cerdo frescos. Los músculos muy contráctiles, como los del corazón o la pechuga de paloma, son lugares atractivos para encontrar en abundancia las enzimas responsables de la respiración y la síntesis del ATP. Ochoa me sugirió que empleara esos corazones como materia prima para purificar la aconitasa, una de las enzimas que operan en la ruta de la oxidación del piruvato. El se encontraba enfrascado en la purificación de las enzimas de la secuencia de reacciones que componen dicha ruta porque estaba convencido de que para comprender el mecanismo de la fosforilación oxidativa era necesario saber todos y cada uno de los acontecimientos enzimáticos relacionados con ella. Mi misión consistía en purificar la aconitasa de músculo cardíaco. Esperaba resolver la actividad de las dos enzimas que daban cuenta de la sustracción y readición secuencial (en un lugar distinto) de una molécula de agua que convierten al ácido cítrico en ácido isocítrico. Se trataba del primer pinito que hacía solo en purificación enzimática y después de unos cuantos meses de trabajo no hice ningún progreso digno de mencionar. No encontré indicios en favor de la existencia de las dos enzimas responsables de sendas reacciones. La aconitasa, como demostraron otros autores mucho después, es en realidad una única enzima. Pese a los fracasos iniciales, esta inmersión en la Enzimología era embriagadora. Aparte de lo fascinante que es ver una enzima en acción, el momento del trabajo experimental me cortaba la respiración. Los ensayos podían llevarse a cabo con el espectrofotómetro si sé acoplaba la actuación de la aconitasa con el siguiente paso enigmático. La transformación del ácido tritrico en isocítrico no produce ningún cambio espectral, pero la desaparición de esta última sustancia (debida a otra enzima que añadíamos a la mezcla de reacción) tan pronto como se forma sí puede medirse de manera precisa. Ya que uno de estos ensayos sólo dura unos pocos minutos, se pueden comprobar en un día muchas hipótesis y eliminar las que no encajen. Al final de la tarde nos ocupábamos de preparar los protocolos que habríamos de seguir al día siguiente. ¡Qué contraste con la aburrida tranquilidad de los experimentos de nutrición realizados con ratas! El trabajo con la aconitasa me hizo aprender la teoría y la práctica de la purificación enzimática. La regla principal que hay que seguir para llegar a obtener una proteína pura es que aumente hasta el límite la razón entre la actividad enzimática y la cantidad total de proteína. En cada una de las fases del procedimiento hay que Saber de forma exacta el número de unidades de actividad y la cantidad de proteína. La libreta de laboratorio ha de parecerse en esta fase al escrutinio de un auditor o al balance de un empleado de banca. No es que haya considerado alguna vez este trabajo como un negocio o una operación bancaria. Es más bien como una ascensión a una montaña inexplorada: la logística consiste en alcanzar campos base cada vez más elevados. Mucha proteína desconcierta y preludia los contaminantes equivalentes a las tormentas y los apuros que se pasan durante la escalada. Las gratificantes perspectivas que se van viendo anticipan lo que podrá verse desde la cumbre. La recompensa final de una enzima pura es algo parecido al panorama despejado que se contempla desde el vértice dominante de una montaña. Ademán de la vista y de la sensación que se siente de ser el primero en estar allí, no se tiene ganas de descender, más bien lo contrario, ante la tentación de los picachos vecinos más altos que hablan de vistas más prometedoras todavía.

§. Corazones de cerdo e hígados de paloma
Empleábamos músculo cardíaco de cerdos sacrificados en el matadero o pechugas de paloma que nos suministraban los establecimientos locales. El vigoroso metabolismo de la paloma convierte también a su hígado en una fuente excelente de enzimas respiratorias. Años más tarde llegamos a apreciar que las bacterias constituían una materia prima superior para la mayoría de las operaciones bioquímicas, amén de que su genética, nutrición y ciclos biológicos se pueden controlar con todo rigor y resulta más fácil y barato trabajar con ellas. Mis notas sobre los experimentos del 26 y 27 de diciembre (figura 2.8) se refieren al comienzo de la purificación de la aconitasa de corazón de cerdo y al procedimiento de medir (ensayar) la actividad:
Eliminación del tejido adiposo y conjuntivo. Pasar el músculo por la picadora de carne cuatro veces. Suspender el material picado (968 gramos) en litro y medio de agua enfriada para arrastrar la actividad. [Trabajar en la «cámara fría» (a 0 grados centígrados) y realizar todas las operaciones en frío.] Filtrar bajo presión la suspensión por una gasa y aclarar el fluido por centrifugación. Añadir al extracto 540 gramos de sulfato amónico (el 55 por 100 de la cantidad máxima que puede disolverse en este volumen a la temperatura indicada). Separar por centrifugación el material sólido que precipite. Contenía poca Actividad aconitasa (ver ensayos) y se descartó. Al sobrenadante se añadió 92 gramos de sulfato amónico. Recuperar el material sólido por centrifugación y disolverlo en agua.
Esta fracción particular de proteínas, insolubilizadas por el sulfato amónico, contenía la mayor parte de la actividad aconitasa del extracto original, aunque con una cantidad de proteína mucho menor. Esta técnica convencional de fraccionar proteínas saca partido de las distintas solubilidades que tienen en disoluciones de sulfato amónico y permite enriquecer (purificar) la aconitasa en relación con el extracto crudo.

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Figura 2.8. Primeros pasos de la purificación de la aconitasa a partir de un extracto líquido de músculo cardíaco de cerdo. Ppt, precipitado de proteínas insolubilizadas por adición de sulfato amónico, Sbn, sobrenadante, o fase líquida, conteniendo todavía proteínas solubles.

Nuestro siguiente problema era diseñar el ensayo de la actividad aconitasa. Warburg había descubierto en otro contexto que, en ciertas oxidaciones, una molécula pequeña actuaba de coenzima. Se trata de una parte funcional de la enzima que puede despegarse del resto de la molécula. Se quedó impresionado al comprobar que contenía una sustancia química muy conocida, a saber, el ácido nicotínico (o niacina), el producto resultante de la oxidación de la nicotina que se encuentra en qué la niacina. Aunque tiene la mayoría de los constituyentes del ATP, el ingrediente activo es la niacina (N en la figura 2.9);

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Figura 2.9. El NADP consta de dos nucleótidos enlazados, el fosfato de ribosa y nicotinamida y el fosfato de ribosa y adenina, con un grupo fosfato extra unido a este último

La niacina proporciona un nexo esencial en la transferencia de los electrones desde el combustible (el ácido isocítrico, por ejemplo) a los citocromos y al oxígeno. Warburg hizo el descubrimiento extraordinariamente útil de que cuando la niacina recibe electrones se convierte en un compuesto que puede verse en una región particular del espectro ultravioleta. Este cambio de color (absorción de la luz) que experimenta el NADP al reducirse, parecido al del citocromo en el espectro visible, proporciona una medida muy exacta del número de moléculas del compuesto (ácido isocítrico en este caso) que suministra los electrones. El hallazgo de Warburg de que un derivado de la niacina es la sustancia responsable de una de las claves de la respiración celular condujo a que otros autores descubrieran rápidamente que se trataba de la vitamina necesaria para prevenir o curar el ennegrecimiento de la lengua en los perros y la pelagra en la especie humana. Aún hoy día, que se conoce de forma exacta el modo de actuar la niacina en las células, continúa siendo un misterio por qué las personas deficientes en esta vitamina padecen principalmente lesiones en la piel, desórdenes intestinales y demencia. También permanece sin aclarar la razón de que la falta de vitamina B1 (tiamina), la coenzima que interviene en el primer paso del metabolismo del ácido pirúvico en todos los tejidos, se manifieste en el beriberi más ostensiblemente como neuritis.
Volvamos al ensayo de la aconitasa. La transformación del ácido cítrico en isocítrico por la aconitasa (en el ciclo metabólico del ácido cítrico) se medía, como ya se ha mencionado anteriormente, por acoplamiento con el paso siguiente. El ácido isocítrico que va produciéndose es oxidado instantáneamente por otra enzima purificada (la isocitrato deshidrogenasa), incluida en cantidades generosas en la mezcla de ensayo. Esta contiene todos los ingredientes en exceso, exceptuando la aconitasa, con objeto de que no limiten el proceso y de que los cambios de color que se observen dependan únicamente de la cantidad de aconitasa presente. El volumen era de tres mililitros y actualmente los ensayos convencionales se han miniaturizado a una cantidad inferior a la centésima parte de este volumen, una gota apenas visible.
Registraba el movimiento del dial del espectrofotómetro cada quince segundos, comenzando inmediatamente después de añadir la preparación con la aconitasa a ensayar. Se producía un aumento continuo de la absorción de la luz ultravioleta (figura 2.10), proporcional a la cantidad de aconitasa añadida. Las mezclas de reacción en las que faltan alguno de los ingredientes (aconitasa, ácido cítrico, NADP o isocitrato deshidrogenasa) sirven de control, ya que al no producir ningún efecto demuestran que los cambios espectrofotométricos son ciertamente el resultado de la reacción que pretendemos observar.

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Figura 2.10. Uno de los ensayos espectrofotométricos de la aconitasa contenidos en mi cuaderno de laboratorio (febrero, 1946).

Para expresar la actividad de una enzima se define arbitrariamente una unidad, que para el caso que nos ocupa es un aumento de la absorción de la luz ultravioleta de 0,01 unidad de densidad óptica por minuto. En base a este ensayo, llegué a la conclusión de que mi preparación contenía 20 unidades de aconitasa por 0,02 mil o 1000 unidades por mililitro. La cantidad de proteína se determina por una reacción coloreada que emplea una sustancia que tiñe a las proteínas y posteriormente se compara con un estándar de referencia compuesto por una cantidad conocida de seroalbúmina bovina. Los resultados de estas determinaciones proporcionaron las dos primeras líneas del «saldo bancario» o «Tabla de purificación», que indica de forma concisa el camino seguido para aislar una proteína pura (véase la tabla 2.1). Los valores de la tabla de la actividad aconitasa y del contenido de proteína del extracto de músculo y de la fracción derivada indican que se había recuperado el 75 por 100 de la actividad y sólo el 24 por 100 de la proteína, lo que indicaba un enriquecimiento de nuestra actividad en relación con la proteína de unas tres veces. Este modesto avance era mucho más pequeño de lo que esperaba. La purificación apropiada de la aconitasa se obtendría años después cuando pudieron emplearse los métodos nuevos y eficaces desarrollados para el fraccionamiento de proteínas que permiten discriminar tamaño, forma, carga eléctrica y afinidad química.

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Resultó que para conseguir una preparación homogénea (pura) de aconitasa había que purificar el extracto muscular unas cien veces. Entonces se comprobó que la molécula contenía un átomo de hierro y que éste era esencial para su acción. Durante los seis meses que intenté aprender Enzimología me di cuenta de que poseía una gran falta de conocimientos en Química orgánica y Química física y decidí matricularme en los cursos de verano que ofertaba la Universidad de Columbia. En este primer verano de posguerra, esta facultad tan prestigiosa daba de forma intensiva los cursos desarrollados a lo largo del año. La Química orgánica había cambiado en los doce años transcurridos desde que asistí al curso del City College. Las varillas que unían a las bolas atómicas habían sido sustituidas por los pares de electrones significativos en textos como Naturaleza del enlace químico, de Linus Pauling. Empujando esos electrones hacia aquí o hacia allí se conseguía reagrupar los átomos para construir nuevas moléculas, más pequeñas o más grandes. Una enzima podía imaginarse simplemente como un eminente químico capaz de seleccionar una u otra de las diferentes reacciones posibles y dirigirla con una facilidad y precisión extraordinarias. La Química física —la aplicación de la Cinética y Termodinámica al mundo de las moléculas— expresa matemáticamente los acontecimientos químicos. Para apreciar estos niveles de la expresión biológica era necesario que comprendiera por primera vez los conceptos de energía y entropía. La idea de la energía y las formas interconvertibles que puede adoptar me resultaba completamente clara. Pero la entropía, el desorden o aleatoriedad de un sistema, no lo veía tan claro. La falta de un instrumento equivalente al termómetro para medirla dificulta la comprensión intuitiva de esta propiedad. Encontré extraño al asistir a esos cursos optativos que volviera otra vez el temor por los exámenes y la pesadilla familiar de entrar al aula de examen con la sensación de estar completamente pegado. Y las notas, que sólo compartiría con mi esposa, me provocaban los mismos escalofríos y aprehensiones que había experimentado durante mis años de intensa competitividad escolar y universitaria. A pesar de haber asistido a esos cursos nunca conseguí dominar de forma fluida y carente de acento estas disciplinas básicas de la Química que me habrían divertido de haberlas aprendido en una fase anterior de mi formación.
En lo que se refiere al trabajo de laboratorio, fui más afortunado en mi segundo intento de purificar enzimas al asociarme con Ochoa y Alan Mehler, su primer estudiante graduado, para estudiar una enzima hepática que actúa sobre el ácido málico, una sustancia relacionada con el ácido pirúvico. (Esta «enzima málica» es también decisiva en la fermentación maloláctica de los excelentes vinos de Burdeos y Borgoña y del Cabernet Sauvignon de California.) Mehler ya estaba en la brecha cuando llegué al laboratorio de Ochoa y se convirtió en mi incansable y solícito tutor. Yo siempre había sido el más joven de la clase y ahora me resultaba chocante estar mucho más atrasado que una persona con cuatro años menos. Mehler era proclive a no hacer experimento alguno hasta conocer alguna propiedad que le permitiera predecir un posible resultado. Sus razonamientos me enseñaron muchísimo, pero con frecuencia se pasaba cavilando horas enteras sobre un experimento cuyo resultado podía saberse en unos minutos. Fue en una de esas ocasiones la única vez que he visto quebrarse el buen humor y la serenidad imperturbables de Ochoa. A una de las invariables preguntas talmúdicas de Mehler: « ¿De verdad es necesario?», Ochoa, con el rostro encendido y agitando los brazos, balbuceó: « ¡Desde luego que lo es, por supuesto que sí es necesario, completamente necesario!». A finales de 1946, un poco antes de dejar el laboratorio de Ochoa y trasladarme a St. Louis, emprendimos la preparación a gran escala de la enzima málica, partiendo de cientos de hígados de paloma que habían regalado a Morton Schneider, un ayudante de Ochoa de gran talento y dedicación. Durante varias semanas estuvimos trabajando los cuatro hasta llegar al último paso en el que sucesivas adiciones de etanol produjeron finalmente un precipitado de proteína que pensábamos, según nos indicaban los ensayos a pequeña escala, era la enzima con un estado adecuado de pureza. Habíamos preparado para publicar un artículo con todos los detalles. Un día, bien avanzada la tarde, Ochoa y yo estábamos disolviendo la enzima en cuestión que acabábamos de recoger en la centrífuga empleando muchos tubos de vidrio. Terminaba justo de verter el contenido disuelto del último en una probeta cuando rocé a uno de los inestables tubos de centrífuga, por estar invertidos en el atestado poyete del laboratorio, y fueron chocando unos con otros como las fichas del dominó hasta que uno tiró la probeta y toda la preciosa disolución se desparramó por el suelo. Toda la actividad se perdería irremediablemente. Cuando regresé a casa una hora después, Ochoa había llamado. Yo estaba tan acongojado que le preocupaba mi seguridad. Al día siguiente fui temprano al laboratorio y le eché un vistazo al sobrenadante de la centrifugación obtenido en la última fracción. Tenía que haberlo descartado, pero en vez de ello lo había guardado a — 15 °C. El líquido se había enturbiado ligeramente y decidí recoger el material sólido por centrifugación para volverlo a disolver y ensayar. ¡Santos del cielo! Esta fracción contenía la mayoría de la actividad enzimática y una pureza varias veces superior a la mejor que habíamos conseguido hasta entonces en nuestras preparaciones. En el método que publicamos se hizo constar este último paso (sin decir ni pío, desde luego, de la rotura de la probeta).

Capítulo 3
Todas las enzimas son interesantes

Contenido:
§. ATP, la moneda energética de la célula
§. Tras la pista del fabuloso ATP
§. Las patatas y la escisión de coenzimas
§. Síntesis de una coenzima
§. Mi año bisoño
§. Un gene, una enzima
Cuando la célula de levadura vive y se multiplica en ausencia de oxígeno emplea el combustible de forma incompleta. El alcohol ya que no se oxida a dióxido de carbono y agua. La vida en presencia de oxígeno es mucho más rica y el número de moléculas de ATP generadas por la combustión de una molécula de glucosa pasa de dos a treinta y ocho. La forma de originarse esta cantidad de ATP, la cuestión bioquímica central de los años cuarenta, fue lo primero que me atrajo del estudio de las enzimas.
Después de que centenares de bioquímicos investigarán durante cincuenta años la fermentación del azúcar a alcohol se demostró que consistía en una serie de doce reacciones de complejidad sin precedentes llevada á cabo por otras tantas enzimas por lo menos. Al estudiante entristecido de hoy por semejante carga de conocimientos sólo cabe susurrarle con humor «Cualquier problema, por complejo que sea, hay que enfocarlo de la manera correcta, para que no se complique aún más». Un ejemplo del estudio de uno de los pasos aparentemente simples de la ruta metabólica que va desde el azúcar al alcohol es el catalizado por la aldolasa. Recientemente se ha puesto de manifiesto que este paso se puede descomponer en nueve fases químicas discretas. El revoltijo de fenómenos biológicos con que hube de luchar para aprendérmelas cuando era estudiante se ha convertido en un cuerpo de gratificante coherencia y claridad al haberse expresado en lenguaje químico. Igual de apasionante fue para los primeros bioquímicos la fermentación del azúcar a alcohol que lleva a cabo la levadura como la conversión de azúcar a ácido láctico, típica de los microbios que se emplean para fabricar queso o de los músculos que realizan un ejercicio vigoroso. Lo que fascina de todos estos procesos, aparte de revelar nuevos reagrupamientos químicos, es el mecanismo por el que la conversión del azúcar proporciona energía para que la célula de levadura y demás microbios puedan crecer y los músculos contraerse.

§. ATP, la moneda energética de la célula
Desde finales del siglo XVIII se sabe que cuando el azúcar se quema a modo de combustible se comporta como si fuera una vela o carbón. Los átomos de carbono del azúcar, la parafina o el carbón se combinan con el oxígeno para formar dióxido de carbono:

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La energía química almacenada en el carbono se transforma durante la combustión en calor y energía luminosa. El nuevo hallazgo conseguido en torno al año 1940 se refería a que durante la combustión celular del azúcar, en lugar de desperdiciarse la energía como calor y luz, una gran parte de ella se convertía en una forma utilizable: el ATP. ¿Cómo almacena energía la molécula de ATP? ¿Cómo se emplea para fabricar sustancias químicas todavía más complejas, como las proteínas y el DNA? ¿Cómo se convierte la energía química en cinética? Existen preguntas más complejas aún. ¿Cómo crecen y se dividen las células de levadura con la energía derivada del azúcar, incluso en ausencia de oxígeno? ¿Cómo consigue contraerse un músculo aunque se haya agotado el oxígeno? ¿Cómo es posible la combustión y los procesos vitales sin oxígeno?
El informe de Eduard Buchner de 1899 en el que se exponía que el jugo de levadura sustentaba la fermentación de azúcar a alcohol abrió el camino para que otros investigadores exploraran los detalles de la reacción. El descubrimiento más significativo fue el del londinense Arthur Harden. Al observar que los homogenados de levadura sólo consumían del 5 al 10 por 100 del azúcar añadido, se preguntó por la razón de que el proceso se detuviera tan lejos del final. Quizá la enzima de la fermentación contenida en el jugo fuera inestable y se estropeara rápidamente. ¿Podría prevenir esta destrucción el jugo envejecido y hervido? Aunque por razones equivocadas, hizo el experimento correcto de examinar las propiedades del jugo hervido y encontró que potenciaba enormemente la utilización del azúcar.
El experimento funcionó porque la preparación hervida (carente de enzimas activas) suministró cantidades adicionales de pequeñas moléculas que, como se supo posteriormente, eran esenciales para la acción de las enzimas fermentativas. Harden descubrió esas pequeñas moléculas con el sencillo dispositivo de la diálisis, una técnica de filtración (Figura 3.1).

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Figura 3.1. La diálisis en una bolsa de celofán retiene las moléculas enzimáticas y permite que pasen a través de ella con total libertad las moléculas pequeñas

El fosfato se incorpora al ATP después de haber estado unido a una parte de la molécula de glucosa en una fase determinada de su combustión. Una molécula de ATP consta de una cadena de tres grupos fosfato unida a una molécula de adenosina, la cual se compone de dos porciones, ribosa, un azúcar; y adenina, que también es uno de los elementos de construcción de los ácidos nucleicos (Figura 3.2).

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Figura 3.2. Adenosina (adenina + ribosa), AM P (monofosfato de adenosina), ADP (difosfato de adenosina) y ATP (trifosfato de adenosina). En la parte inferior de la figura se representa un modelo espacial del A T P con sus átomos de carbono, hidrógeno, nitrógeno, oxígeno y fósforo.

La energía química almacenada en el ATP puede emplearse para construir moléculas complejas, contraer músculos y generar impulsos nerviosos o la luz de las luciérnagas. Todos los combustibles naturales y todos los alimentos de los seres vivos producen ATP, que, a su vez, acciona prácticamente todas las actividades de las células y organismos. Imagínese la confusión metabólica si ello no fuera así: cada uno de los diferentes alimentos generarían distintas monedas energéticas y cada una de la enorme variedad de funciones naturales tendría que comerciarse con su peculiar moneda (Figura 3.3).

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Figura 3.3. La energía necesaria para la síntesis del ATP (a partir de ADP y fosfato) procede de la combustión de los alimentos. La energía almacenada en forma de ATP se emplea para las funciones celulares de tipo mecánico, químico o eléctrico; parte se pierde en forma de calor.

El ATP se fabrica durante una transacción energética típica al combinarse el fosfato con ADP (difosfato de adenosina, esto es, adenosina con dos fosfatos en vez de tres). La energía requerida para la síntesis de ATP proviene de la combustión o la reordenación de algunas moléculas tales como azúcar o grasa. Cuando el ATP almacenado se cambia por energía en efectivo para atender alguna necesidad celular, se elimina un fosfato y nuevamente se produce ADP. Durante este ciclo de ingreso y reintegro de ATP es inevitable cierto descuento. Lo mismo que sucede con todos los procesos mecánicas, o químicos, parte de la energía se disipa en forma de calor; no obstante, la bioconversión de combustibles en trabajo celular tiene una eficiencia impresionantemente elevada.
¿De qué manera se genera el ATP durante la conversión de la glucosa en alcohol en la levadura o en ácido láctico en el músculo? Los detalles químicos de las muchas reacciones implicadas llegaron a conocerse cuando se aislaron en estado puro las enzimas correspondientes y se ensayaron individualmente. En algunas de esas reacciones desempeñan funciones esenciales ciertos miembros de las vitaminas del grupo B (la niacina, el factor anti pelagra y la tiamina, la vitamina preventiva del beriberi).
Diciéndolo de una manera sencilla: una molécula de glucosa se activa mediante una inversión de dos de ATP. De forma sucesiva se transfieren dos grupos fosfato para dar un azúcar difosfatado que experimenta diferentes reordenaciones durante la ruta que conduce a la formación de alcohol o de ácido láctico y en el curso de la cual se generan cuatro moléculas de ATP (Figura 2.5).
La inversión original de dos ATP produce cuatro, con una ganancia neta de dos ATP por molécula de glucosa consumida, que es suficiente para que la levadura pueda crecer y él músculo contraerse. A lo largo de la ruta glucolítica se aplica el principio de la conservación de la materia ya que ni se gana ni se pierde carbono, hidrógeno y oxígeno.
Además de ser universal el papel central del ATP en las transacciones energéticas, los intrincados mecanismos por los que se genera a partir de la glucosa son prácticamente idénticos tanto en la levadura como en el músculo! Las rutas en una y otro sólo divergen al final, cuando el ácido pirúvico se transforma en alcohol y dióxido de carbono en la levadura o en ácido láctico en el músculo. Las enzimas, las vitaminas, los minerales tienen virtualmente la misma estructura y función. La unidad bioquímica que existe en la naturaleza apareció claramente por primera vez en los estudios, pero también es aplicable a otras características básicas del metabolismo y demás operaciones celulares. Estos triunfos evolutivos, desde el código genético a los detalles enciclopédicos de miles de proteínas celulares, adquiridos entre hace dos y tres mil millones de años, han resistido la acción de incontables fuerzas que podrían haberlos mutado o reemplazado. Un ser humano, n ratón o una célula de levadura presentan muy pocas diferencias a este nivel básico. Ingentes cantidades de ATP se reciclan diariamente para convertir la energía de los alimentos en las formas útiles que necesitamos para vivir y trabajar. ¡La ingesta media diaria de 2,500 calorías [3] se traduce en un recambio de unos 180 kilógramos (cuatrocientas libras) de ATP! Como el contenido corporal de ATP es de unos 50 gramos (la décima parte de una libra), diariamente ha de funcionar el ciclo del ATP (su síntesis a partir de ADP y fosfato y su consiguiente escisión) unas 4.000 veces. Expresado de otra manera, 50 g de ATP contienen 6 × 1022 moléculas (sesenta mil millones de billones) y, por término medio, el fosfato terminal de cada una se añade y se elimina tres veces por minuto. El mecanismo responsable del 95 por 100 de esta síntesis de ATP era completamente desconocido en 1945.
El consumo poco eficaz en ausencia de oxígeno del azúcar, observado por primera vez en 1876 por Pasteur, ha intrigado a muchos bioquímicos, incluyendo a Otto Warburg, que en cierto sentido puede considerarse como el más grande de todos ellos. En los años veinte, antes de descubrirse el ATP, observó un hecho poco corriente: las células cancerígenas y los tejidos embrionarios acumulaban ácido láctico, incluso en presencia de oxígeno. Él y otros investigadores creyeron que en el dispositivo que normalmente cambia el metabolismo anaerobio al aerobio habría una enzima. Nunca se ha encontrado una única enzima cuya inactivación pudiera ser el fundamento de los procesos cancerosos. Este conmutador está entretejido en la intrincada red de reacciones, responsables de que la combustión completa de la glucosa se conserve fundamentalmente como ATP. Cuando entré, en 1945 en la Bioquímica iba detrás de la naturaleza de este increíblemente eficaz dispositivo y de su forma de operar en las células normales para generar un depósito excepcionalmente rico de ATP.

§. Tras la pista del fabuloso ATP
El filón madre de la producción de ATP se había descubierto en 1939 con los estudios realizados en láminas delgadas de tejido o en partículas tisulares de riñón, hígado, cerebro o músculo. Herman Kalckar, entonces en Dinamarca, fue de los primeros en conocer la extraordinaria eficiencia de la síntesis de ATP, denominada fosforilación aeróbica u oxidativa. En un viaje que hizo al Instituto Tecnológico de California, en Pasadena, cuando visitó por primera vez los Estados Unidos, en 1939, se detuvo en St. Louis para entrevistarse con Carl y Gerty Cori, que trabajaban en la Facultad de Medicina de la Universidad de Washington. Gerty había sido incapaz de repetir sus experimentos, publicados dos años antes, y estaba por pedirle a Kalckar una demostración, pero Carl pensaba que se trataba de una petición impropia del momento. En vez de ello, acordaron que un estudiante graduado que trabajaba con ellos llamado Sidney Colowick describiera detalladamente cómo había realizado los experimentos de Kalckar. (El irónico Colowick indicó en una ocasión que al hacer algunos de los trabajos conocidos de Carl, Colowick y Cori: «Cogía la carne del bocadillo de Cori».)
Colowick explicó la forma de reunir los ingredientes, exactamente igual a lo descrito por Kalckar. De igual modo que cuando él y los Cori hicieron sus clásicos estudios sobre las enzimas musculares, empleaba tubos de ensayo, por supuesto. Al oír Kalckar hablar a Colowick de los fallidos intentos de observar la fosforilación aeróbica inmediatamente se percató del problema. «Tienes que estar agitando continuamente la mezcla», le dijo a Sidney, «el tejido renal es muy ávido de oxígeno». La solución consistía en airear constantemente las preparaciones usando vasijas de poca profundidad.
¿Cómo iba a encontrar yo la fuente de ATP en una rodaja delgada de riñón? Muchos años antes Otto Warburg había llegado a la conclusión de que «la Bioquímica acababa donde empieza la estructura». Quería decir con este dictum que la purificación enzimática, tan esencial para el avance bioquímico, es imposible cuando las enzimas permanecen unidas a estructuras particuladas insolubles. Yo no lo había comprendido y me preguntaba por qué él y otras de las figuras notables de la enzimología de los años cuarenta habían abandonado la investigación de las enzimas que capturan la energía de los alimentos y la convierten en ATP. Decidí trabajar en este problema y convencí a Henry Sebrell para que él persuadiera, a su vez, al director del NIH de que me permitiese alargar a un año la estancia con Ochoa y pasar después seis meses en el laboratorio de Carl y Gerty Cori. Inmediatamente después de la guerra, era el laboratorio enzimológico más importante del mundo. St. Louis era el punto más occidental que conocíamos Sylvy y yo. Llegamos en enero de 1947 y en esta ocasión teníamos un lugar para residir gracias a los esfuerzos de nuestros amigos de Rochester Ralph y Esther Woolf. Fuimos los primeros inquilinos de una habitación construida en el sótano de una antigua casa sita cerca del laboratorio. Era una lúgubre y cálida madriguera cerca de la caldera de la calefacción de la vivienda, un nido confortable para nuestro primer hijo, Roger, que nació en abril.
El laboratorio de los Cori estaba en el centro del escenario bioquímico de los años cuarenta. Me desagradaba el que la luz de los focos se moviera tan rápida y ensombreciera figuras gigantescas como Hopkins y Warburg. Mis estudiantes de hoy día desconocen totalmente los trabajos y la forma de ser de Carl y Gerty Cori y de la influencia directora que ejercieron en la generación de bioquímicos a la que pertenezco.
Carl Cori había nacido en Praga en 1896, que entonces formaba parte de Austria) en el seno de una familia con renombre científico y académico. Su interés por la Biología le condujo a la Facultad de Medicina, en la que conoció a Gerty Radhitz, una compañera de clase, y con la que se casó. La guerra y sus consecuencias en Europa central hicieron qué se marcharan en 1922 a América en pos de una carrera científica. Comenzaron a trabajar en el metabolismo de los carbohidratos en el Instituto Estatal de Investigación de Enfermedades Malignas, de Buffalci, actualmente denominado Roswell Park Memorial Institute. El trabajo de Carl le proporcionó en 1931 una invitación de la Universidad de Washington para convertirse en catedrático de Farmacología de la Facultad de Medicina. En esa época eran escasos los nombramientos de profesor y había que tener mucho prestigio. La Facultad de Medicina de dicha universidad miraba con ojos de miope los fondos dedicados a investigación médica básica. Gerty no contó con un nombramiento de la facultad hasta 1947, cuando compartió con Cari el premio Nobel (Figura 3.4).
El matrimonio Cori tuvo el talento y el acierto de extender los estudios fisiológicos realizados con animales y órganos a extractos celulares crudos y enzimas purificadas. Aislaron en estado cristalino la glucógeno fosforilasa, proteína que moviliza al glucógeno, que es la forma polimerizada en la que se almacena la glucosa en el hígado y músculo, y producir una variante activada de glucosa capaz de ser metabolizada.

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Figura 3.4. Gerty T. Cori, y Carl F. Cori (alrededor de 1947).

Al enseñar a sus alumnos la manera de examinar las estructuras y operaciones enzimáticas no renunciaron nunca al interés que sentían por comprender el control hormonal de las enzimas en el animal intacto.
Fui asignado en la Universidad de Washington a John Taylor, un profesor ayudante, tal vez en recompensa por los servicios que prestaba como administrador de los asuntos del departamento. Taylor era experto en química de proteínas y estaba capacitado para dirigir mis intentos de cristalizar la lactato (láctico) deshidrogenasa, la enzima que interconvierte los ácidos pirúvico y láctico. La producción de este último ácido es una fase esencial en el metabolismo de la glucosa de un músculo que se contraiga enérgicamente. Las enzimas fundamentales de la conversión del glucógeno en ácido pirúvico ya los habían obtenido anteriormente los Cori en forma cristalina a partir de músculo de conejo. Como subproducto de tales operaciones habían almacenado una pasta de proteínas precipitadas con sulfato amónico que era un excelente material de partida para que en dos semanas yo pudiera obtener una preparación casi homogénea de la lactato deshidrogenasa.
No tenía gran interés por cristalizar esa enzima y me rebelé contra ello. Había venido al laboratorio de los Cori a resolver el problema principal de la Bioquímica, esto es, el mecanismo de la fosforilación aeróbica. Ya había perdido cerca de un mes. No me desalentaba el que Cori, Ochoa, Kalckar y Lipmann, que tanto habían contribuido al reconocimiento de la fosforilación aeróbica, me hubieran cedido el problema para poder trabajar sobre él. Habían realizado sus investigaciones con enzimas solubles en vez de vérselas con las suspensiones particuladas que sustentan la fosforilación aeróbica. Seguían al pie de la letra el dictum de Warburg.
Cori fue extremadamente tolerante y sugirió que me uniera con un joven visitante sueco llamado Olov Lindberg que iba detrás de una sorprendente observación que había realizado Ochoa seis meses antes de ponerse a trabajar con los Cori. Las suspensiones hepáticas que metabolizan piruvato y ácidos relacionados producen pirofosfato inorgánico (esto es, carente de carbono), una sustancia que no había sido reconocida anteriormente como un constituyente celular. ¡Se había obtenido pirofosfato inorgánico uniendo por deshidratación dos moléculas de fosfato en un homo a 400 °C! (La energía química contenida en el pirofosfato es comparable a la que se almacena en el ATP al unirse el ADP con fosfato.)
No se conocía el mecanismo de formación del pirofosfato inorgánico en las preparaciones de hígado. Me apasionaba una posibilidad. Quizá se liberara alguna forma muy inestable de ATP durante su aislamiento de la mezcla de reacción. Este nuevo «súper ATP» sería un intermediario decisivo del mecanismo de la fosforilación aeróbica. El estar ahora trabajando en el origen del pirofosfato me hacía dichoso. Durante el año anterior que había pasado con Ochoa, éste había mencionado varias veces el fenómeno del pirofosfato mientras almorzábamos con Racker y Mehler en un comedor que llamábamos «Salmonella Hall». Lo extraño del pirofosfato y el misterio de su origen dificultaba que pudiéramos retener los detalles de los experimentos y le acosábamos para que repitiera el asunto. Pero incluso la paciencia de Ochoa podía colmarse, y finalmente en una ocasión prohibió tácitamente que se mencionara más la historia del pirofosfato inorgánico. Lindberg y yo trituramos las capas externas y metabólicamente activas de los riñones de conejo y medimos la velocidad con que estas preparaciones utilizaban diferentes compuestos relacionados con el ácido pirúvico. Al consumirse oxígeno, el fosfato era asimilado en ATP y, confirmándose la observación de Ochoa, también se acumulaba pirofosfato, aunque el procedimiento de aislamiento fuera muy suave, Al tratar de elevar los niveles de respiración y de la fosforilación aeróbica acoplada observamos que la coenzima NAD, estrechamente emparentada con NADP, estimulaba intensamente la reacción. Nuestro júbilo por éste nuevo resultado se disipó cuando nos dimos cuenta de que el efecto podía explicarse por la escisión enzimática del NAD, con el concurso de una molécula de agua (Figura 3.5).

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Figura 3.5. La coenzima NAD (dinucleótido de nicotinamida y adenina) se escinde, mediante la acción catalítica de una enzima que se encuentra en la patata, por una molécula de agua en sus dos componentes; -AMF (monofosfato de adenosina) y NRP (fosfato de nicotinamida y ribosa)

El AMP producido en esta escisión estimulaba la reacción porque servía como aceptor de dos fosfatos para formar ATP. La estimulación se debía a las cantidades inadecuadas de AMP o ADP que se liberaban de las células renales rotas y que eran requeridos para mantener la respiración y la acumulación de ATP.
Estos experimentos nos enseñaron poco sobre fosforilación aeróbica y nada acerca de la procedencia del pirofosfato inorgánico. Sólo temamos unas cuantas ideas y disponíamos de unos pocos conejos con los que verificarlas. Los animales costaban dos dólares cada uno y el presupuesto del departamento nos los limitaba a dos o tres semanales. Lindberg y yo comprábamos algunos por nuestra cuenta en alguna ocasión, pero también nuestros efectivos eran escasos. Pasar un verano en St. Louis sin aire acondicionado era una desdicha y durante semanas era prácticamente imposible hacer experimentos porque la temperatura ambiente sobrepasaba con frecuencia los 37 °C, la estándar de nuestros estudios.
Esto marcó el final de mis investigaciones sobre el origen del ATP. Habían estado condenadas desde el principio porque me había entregado a las enzimas discretas y solubilizadas que ligan la síntesis de ATP con el metabolismo aeróbico.
Ése no era el camino. Tales enzimas por el contrario, están firmemente ancladas a las paredes de unos diminutos orgánulos intracelulares llamados mitocondrias. Un año después se dio cuenta de ello Albert Lehninger. Las mitocondrias son unos sacos membranosos en los que unas 10.000 cadenas enzimáticas generan los cambios eléctricos que medían el flujo de energía desde la oxidación de las moléculas de los alimentos a la producción de ATP. Una fuga o desorden en la delicada estructura mitocondrial desbarata completamente todo el proceso.
El alegato warburgiano de trabajar con enzimas solubles y separadas tuvo que ser abandonado por los qué deseaban explorar el modo de operar del organizado sistema enzimático mitocondrial. No me encontraba entre ellos ya que me cambié a un proyecto más modesto: estudiar una enzima que había encontrado y que escindía el NAD en sus componentes: AMP y fosfato, de niacinamida y ribosa. ¿Quién podría anticipar que la persecución de esta molécula aparentemente mundana me conduciría a la síntesis de coenzimas, al origen del pirofosfato inorgánico y, andando el tiempo, a la replicación del DNA?

§. Las patatas y la escisión de coenzimas
Cuando en otoño de 1947 regresé al NIH de mis peregrinajes por Nueva York y St. Louis encontré que el espacio que había dejado en el laboratorio de la División de Nutrición (situada en el edificio 4) estaba ocupado. Henry Sebrell, director de la división, y Floyd Daft, director suplente, me enseñaron una pequeña alcoba aneja a la cocina donde se preparaban las dietas; y me comunicaron que sería mi futuro laboratorio. No entendí la broma e instantáneamente les hice saber que abandonaría el NIH. Se disgustaron y me indicaron que sólo querían tomarme el pelo porque ya habían pensado en un lugar de otro edificio.
Bernie Horecker me cedió mientras tanto un lugar de trabajo en su laboratorio de la División de Higiene Industrial (situada en el edificio 2). En una de esas convulsiones organizadoras que frecuentemente se apoderaban del NIH se llegó a hablar de trasladar a Cincinnati a Bernie y a León Heppel, también de la misma división. Afortunadamente, Sebrell estuvo de acuerdo en permitirme que comenzara una Sección de Enzimas con unas pocas habitaciones que había encontrado en el edificio 4 y que incluyera en el grupo a Heppel y Horecker.
El actual tamaño gigantesco de los NIH, con una superficie de 300 acres [4] y 13.000 empleados, no ayuda a hacerse la idea de que en 1947 sólo constaba de seis pequeños edificios. Los seminarios estaban ubicados en una pequeña casita de campo en un lugar actualmente ocupado por el Centro Clínico (edificio 10).
Entonces no existía el programa de becas para el extranjero que hoy representa un montante de cinco mil millones de dólares anuales para sufragar 28.000 proyectos de investigación repartidas por todo el mundo. La investigación prioritaria era sobre las enfermedades infecciosas y era dominada por un pequeño cuerpo de oficiales médicos comisionados. Heppel y yo pertenecíamos a dicho cuerpo y tendríamos que haber celebrado la Nochevieja de ese año en el edificio administrativo. En vez de ello, junto con Horecker, después de la fiesta pasamos la noche trasladando con carretillas del edificio 2 al 3 el material de vidrio y los reactivos. Las transferencias entre divisiones se cursaban oficialmente a través del Congreso. Seguí trabajando con la enzima de riñón de conejo que habíamos descubierto Lindberg y yo en St. Louis, estableciendo que parte al NAD por la mitad en sus dos constituyentes principales. Pese a intentarlo mucho, fui incapaz de liberarla de su anclaje a los agregados de material celular, habiendo, por tanto, poca esperanza de obtenerla en forma pura. Una enzima impura es un instrumento desafilado y sólo da respuestas groseras.
Los riñones de cordero, cerdo y ternera no eran fuentes de enzima mejores que los de conejo, ni tampoco lo eran otros tejidos. Leí que en el cerebro había una potente enzima que degrada el NAD por otra ruta, escindiendo la niacinamida del resto de la molécula. Quedé sorprendido cuando Sidney Colowick y Oliver Lowry me hablaron de que en la patata había una enzima que ejercía una acción similar sobre el FAD, una coenzima que contiene la vitamina riboflavina. En los extractos de patata encontré una enzima que rompía el NAD y que podía aislarse en forma soluble.
Debido a la considerable variación que presentaban las muestras de patatas de Idaho, Maine, rojas y dulces, ensayé las once variedades de Maine que obtuve durante una visita al Departamento de Agricultura de los Estados Unidos en Beltsville, Maryland. Esta inspección identificó a las White Rose y Tetón como las mejores, ya que eran ocho veces más activas que las Chippewa y Triumph. Regresé una semana después para llevarme un saco de 100 libras de White Rose y comprobé para mi desgracia que la actividad de este lote (probablemente recogido en otro terreno y en otra época) era tan escasa como la que había en la variedad más mala. Me fui a uno de los grandes mercados de Bethesda y pedí una muestra de cada uno de la docena de sacos de 100 libras que había sin etiquetar y volví al día siguiente para llevarme de las que habían mostrado mayor actividad.
Después de purificar unas mil veces la enzima del extracto crudo hasta el punto de eliminar la mayoría de las restantes proteínas pude demostrar que la escisión del NAD concordaba de forma exacta con la aparición de sus componentes: el fosfato de niacinamida y ribosa (NRP) y el fosfato de adenina y ribosa (AMP, figura 3.5). Aunque este trabajo no revelaba la importancia metabólica de esta enzima escisora en la patata o tejidos animales, en estado purificado se convirtió en un extraordinario instrumento de investigación. Para empezar, encontré que la enzima no sólo escindía al NAD sino que también lo hacía con todos los compuestos de la clase que presentaban la misma estructura general. La denominé nucleótido pirofosfatasa porque el ARP podía sustituirse por otros nucleótidos y la escisión tenía lugar por el pirofosfato (PP, Figura 3.6).
Un sustrato de la enzima especialmente interesante es la coenzima NADP, una molécula relacionada con el NAD y que sólo difiere en un grupo fosfato extra. La localización de este fosfato adicional había permanecido incierta desde que se descubriera la sustancia en 1935 porque se destruía por los ácidos fuertes y demás productos químicos enérgicos necesarios para analizar su estructura. Usé la nucleótido pirofosfatasa, un tratamiento mucho más suave, para romper el NADP. Con ayuda de otra enzima de las patatas y los nuevos métodos cromatográficos que describiré más adelante pude demostrar que el grupo fosfato extra estaba ligado a la porción ARP de la molécula de NADP y, concretamente, al segundo átomo de carbono de la ribosa (Figura 2.9). Describir la estructura del NADP de esta manera representaba. Un hito significativo en el panorama bioquímico.

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Figura 3.6. Todos los compuestos parecidos al NAD pueden ser escindidos con una molécula de agua por el enlace existente entre los fosfatos (pirofosfato) y producir AMP y, el otro componente (un sustituyente unido al fosfato). La enzima que cataliza la escisión se denomina nucleótido pirofosfatasa.

Jamás me tropecé con una enzima que careciera de interés. Desde la humilde hidrolasa que emplea una molécula de agua para escindir al NAD hasta la gloriosa polimerasa que ensambla las vastas cadenas del DNA de los genes y los cromosomas, todas las propiedades de las enzimas son impresionantes. Los secretos que encierran son muchísimo mayores. A excepción de unas pocas, sólo conocemos sus nombres triviales y algunas actividades destacadas. Ignoramos su forma y no digamos sus características de superficie y su anatomía interna. Conocemos muy poco de los factores que controlan sus acciones y las aceleran o inhiben. No sabemos lo bastante acerca de sus relaciones familiares y la manera en que se organiza su «vida» dentro de la comunidad celular o del universo más grande de un organismo animal ó vegetal.
Y no obstante, ha arraigado el capricho de ignorar, o menospreciar a las enzimas. Dejando a un lado el conocimiento de las propiedades principales que confieren a las estructuras y funciones celulares, la mayoría de los biólogos dirigen sus intereses a manipular los planos contenidos en el DNA para descubrir la forma de fabricarse las enzimas responsables del desarrollo del organismo. Ha crecido rápidamente la lista de genes relacionados con el cáncer (denominados oncogenes y se han creado moscas de la fruta con estructuras aberrantes. El análisis de las reordenaciones del DNA ha generado resultados impresionantes y la manufacturación de hormonas y vacunas raras no es poca cosa. No obstante, no se ha prestado la misma atención a las enzimas que fabrica la célula y operan en ella. Sin conocer y respetarlas, sin amarlas; permanecerán fuera de la investigación las respuestas más fundamentales relacionadas con el crecimiento, el desarrollo y la enfermedad.

§. Síntesis de una coenzima
Una de mis emociones más intensas tuvo lugar un día de julio de 1948 cuando Sylvy y yo regresamos de unas vacaciones de dos semanas por la Península de Gaspé, Canadá. Unos días antes de partir había estado muy atareado purificando la enzima de patata y examinando una serie de propiedades que deseaba incluir en una publicación en la que describía las características de la molécula. Al regresar, todos esos experimentos preliminares y descriptivos me parecieron carentes de interés y disminuyó él entusiasmo que había sentido por ellos.
Empezó a interesarme, por el contrario, lo que podría hacer con el NRP obtenido al romper el NAD con la enzima. ¿Podría proporcionarme este nuevo compuesto la oportunidad de descubrir el mecanismo de la síntesis del DNA? ¿Reconstruiría la coenzima añadiendo ATP (la forma activa del otro componente) y la enzima responsable correspondiente? Se sabía muy poco sobre la manera de biosintetizarse las coenzimas. ¿Dónde había que buscar dicha enzima? La levadura, célula de crecimiento rápido, podía obtenerse fácilmente en grandes cantidades en una fábrica de cerveza local y sería una fuente excelente. Además, tenía la experiencia para preparar diferentes tipos de extractos o jugos de levadura, denominados Lebedevsafts en honor del bioquímico ruso Alexander Lebedev, que en 1912 había descubierto que la levadura desecada experimentaba autodigestion (autolisis) al re-suspenderla en agua y después de uno o dos días exudan un líquido claro (saft en alemán) que se podía separar de los restos celulares y poseía un contenido rico en enzimas. También sabía que mis lebedevsafts eran relativamente inactivos para degradar el NAD.
Con objeto de ver si podía hallar la enzima que sintetiza NAD añadí un pequeño volumen de extracto de levadura contenido en un tubo de ensayo a los dos componentes que pensaba que eran necesarios. Uno era una posible fuente de la porción nicotinamida del NAD. Usé una mezcla en la que la enzima de patata había roto el NAD y generado NRP y después la calentaba para destruir la actividad. El otro era ATP que había aislado de músculo de conejo. Ya he mencionado que esta sustancia era probablemente una fuente activada de la porción adenosina del NAD. La mezcla de ensayo también llevaba sal de magnesio para conferir al ATP una forma adecuada y fosfato para controlar la acidez. Todos los ingredientes se mantenían, enfriados en hielo. Saqué una muestra inmediatamente antes de que .empezara a tener lugar la síntesis y otra que se incubó una hora a 37 °C. Las muestras se introdujeron durante tres minutos en un baño de agua hirviendo para detener la reacción y el NAD se analizaba en un espectrofotómetro usando un sistema enzimático puro que transfiere electrones al NAD y al reducirlo produce una absorción de luz ultravioleta.
En primer lugar analicé la muestra control en la que no había tenido lugar la reacción. La aguja del espectrofotómetro dio una lectura que indicaba que en el extracto de levadura había presentes 0,59 micromoles de NAD. (Un micromol tiene sesenta mil billones de moléculas.) A continuación examiné la mezcla que había incubado una hora. ¡La aguja se desplazó cinco veces más!, lo que se traducía en un valor de 3,22 micromoles de NAD. Este aumento era razonable porque se encontraba en el rango que había de esperarse si se tenía en cuenta la cantidad de NRP de partida. Para asegurarme de que el cambio espectrofotométrico se debía a la reducción del NAD, añadí un sistema enzimático que quita electrones al NAD reducido. La aguja cayó a cero. ¡Un gran alivio!
¿Sería genuina esta síntesis de NAD? Cuando regresé por la noche a casa estaba emocionado pero ignoraba que había tenido la fortuna de descubrir la manera de sintetizarse una coenzima. Pensé en las razones triviales que podrían explicar esos cambios de absorción de la luz. A la mañana siguiente repetí el experimento con otro extracto de levadura y obtuve resultados similares. El extracto de levadura se inactivaba al calentarlo a 60 °C durante cinco minutos. Para quedarme más tranquilo, comprobé ese mismo día que si omitía de la mezcla de reacción alguno de los reactantes claves —el extracto de levadura, el NRP o el ATP— no había indicios de síntesis de NAD. No podía haber duda alguna de que una sustancia inestable del extracto, presumiblemente una enzima, hacía reaccionar el NRP con el ATP para producir NAD.
¿Cuál era la naturaleza exacta de la reacción responsable de la síntesis del NAD? ¿De qué manera precisa contribuía a ella el ATP? Suponiendo que el extracto crudo de levadura fuera la fuente de la enzima sintetizadora, sería casi imposible responder a esas preguntas ya que contendría cientos de enzimas, incluyendo las que degradan el ATP y el NRP. Traté de sortear tales interferencias buscando inhibidores específicos que me permitieran ensayar las reacciones indeseables y efectuar las correcciones oportunas. No obstante, tales mediciones son generalmente pesadas y poco concluyentes. La vía más rápida y segura para comprender los sucesos catalizados por una enzima consiste en purificarla hasta el punto de liberarla de las actividades que interfieren.
Me sentía contento de purificar la enzima responsable de la síntesis de NAD. Comprobé, para empezar, que la enzima resultó ser especialmente resistente durante la autolisis de la levadura de cerveza. Encontré que una de las siete variedades distintas que ensayé retenía el 70 por 100 de la actividad enzimática después de 48 horas de autodigestión aunque sólo quedaba el 14 por 100 de las proteínas liberadas. La pureza que tenía mi actividad enzimática en el extracto de levadura amarillo transparente (Fracción I) había aumentado cinco veces en relación con la proteína «total», lo que suponía un modesto sacrificio del rendimiento. A continuación le añadí cuidadosamente sulfato amónico y la débil turbidez que apareció indicaba que algunas de las proteínas se insolubilizaban. Recogí con presteza por centrifugación esa fracción. Casi no podía creerlo. El disco del precipitado que podía verse a duras penas y que sólo tenía el 2 por 100 de la proteína total, retenía toda la actividad sintética. Los resultados fueron iguales de buenos cuando desarrollé el procedimiento a una escala cien veces mayor. En un solo paso había enriquecido la pureza de mi enzima cincuenta veces. Desde entonces no he sido tan agraciado. A esta preparación (Fracción II) añadí gradualmente cantidades de sulfato amónico y obtuve una fracción con el 60 por 100 de la actividad y el 6 por 100 de la proteína que había en la Fracción II. Había purificado 2.500 veces. Después de varios intentos fallidos, comprobé que al acidular ligeramente la preparación (hasta pH 4,8) precipitaba el 80 por 100 de la actividad y sólo el 20 por 100 de la proteína. En este punto la enzima se había enriquecido 10.000 veces en relación a las proteínas liberadas en el extracto de levadura y se acercaba al estado puro. Era hora de determinar de manera exacta la síntesis de NAD a partir del fosfato de nicotinamida y ribosa (NRP) y ATP.

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Figura 3.7. La enzima de levadura, cataliza la síntesis de NAD y libera pirofosfato (PP) dirigiendo el ataque del NRP al fosfato más interno del ATP.

Obtuve resultados de inmediato y fueron impresionantemente contundentes. Junto con el NAD se formaba pirofosfato inorgánico (PP) el primer indicio de su origen biológico después de años de especulación. Por cada molécula de NRP y ATP que desaparecían se formaban igual número de NAD y PP (Figura 3.7). La reacción tenía lugar en pocos minutos y en una etapa, más concretamente cuando reaccionaba exactamente el 40 por 100 del NRP y del ATP, independientemente de la cantidad de enzima que se añadiese; el punto final se alcanzaba antes si añadía más enzima y tardaba más si se añadía una cantidad menor. La reacción era reversible y el equilibrio también se alcanzaba partiendo de NAD y PP. Cuando ponía estas sustancias en la mezcla de reacción, desaparecía el 60 por 100 de las mismas y se producían las cantidades correspondientes de NRP y ATP. La síntesis de NAD era, por consiguiente, libremente reversible (Figura 3.8). Sin "tener que considerar la dirección de la reacción, ya se tratara de la producción de NAD o de su escisión las proporciones de los cuatro reactantes alcanzaban el mismo estado de equilibrio. El papel de esta enzima (o de cualquier otra) consiste precisamente en acelerar la consecución del estado de equilibrio y no afecta a las proporciones de las sustancias en dicho estado.
¿Era exclusiva de las células de levadura esta forma de producir NAD? ¿Encontraría una enzima parecida en células animales? Homogeneicé con acetona (un disolvente de lípidos) hígado de rata y de cerdo en una batidora y desequé al aire el residuo proteico hasta convertirlo en un polvo fino. (Sylvy siempre podía averiguar por el olor de mí ropa y mi aliento el día que había trabajado con polvos acetónicos. Esté procedimiento aparentemente inocuo acabó con la vida de un amigo australiano, Bob Morton, cuando un día se inflamaron accidentalmente los vapores de acetona y llegaron a producir una explosión.) Al resuspender el polvo hepático en una disolución de fosfato se obtuvo un extracto que era casi tan activo para sintetizar NAD como el de la levadura. Me encontraba enormemente animado. La purificación de la enzima hepática resultó ser más difícil que la de levadura y me detuve al haber enriquecido con relación a la proteína, unas cien veces. Pero aún así, esta enzima parcialmente purificada estaba libre de actividades que pudieran interferir. Catalizaba la síntesis, reversible de NAD, alcanzándose el mismo punto final (estado de equilibrio), que el obtenido con la levadura. Distanciadas evolutivamente mil millones de años, las células de levadura y las hepáticas presentan las mismas coenzimas y, tal como descubrimos posteriormente, las fabrican de la misma manera.

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Figura. 3.8. La misma enzima que cataliza la síntesis de NAD puede invertir el proceso al dirigir el ataque del PP sobre el NAD para producir NRP y ATP.


§. Mi año bisoño
Montar mí propio laboratorio bioquímico en el NIH fue algo muy grande para mí. Eso sucedió el año 1948. Con la enzima purificada de patatas había descubierto que una escisión suave de las complejas coenzimas dejaba intactas a las mitades que las componían. Entonces pude dar un paso hacía adelanté en nuestro conocimiento de la localización de- uno de los tres grupos fosfatos del NADP. La escisión del NAD me dio la pista para descubrir la maravillosa enzima que hace NAD, una de mis favoritas de todos los tiempos. Nunca me he sentido tan orgulloso de ninguna otra ya que respondió varias cuestiones de importancia y definió un tema bioquímico capital, cual es la generación del pirofosfato. También me dio a conocer entre los bioquímicos y sentó las bases de una carrera dedicada a las enzimas que arman el DNA, los genes y los cromosomas.
Recuerdo a 1948 y a los cuatro años qué le siguieron como los dorados en cuanto a trabajo se refiere. Permanecía diariamente y de forma ininterrumpida frente a la mesa de laboratorio. Todas las noches, después de engatusar a dos hijos pequeños para que se fueran a la cama (mi segundo hijo, Tom, nació en 1948), me sentaba en una silla cómoda con papel y lápiz y Sylvy me preguntaba « ¿Qué haces?». Yo respondía: «Pensar». Estaba diseñando experimentos, procedimientos a seguir para el día siguiente, previendo posibles remedios para los fallos y desastres que pudieran presentarse. En el poyo de laboratorio, con mi ayudante de investigación Bill Pricer —capaz, amigable y dedicado— a mi lado, había pocas interrupciones a no ser la del descanso del mediodía, en que León Heppel, Bernie Horecker, Herb Tabor y yo teníamos un seminario para comentar el artículo que habíamos leído la noche anterior.
Bill Pricer y Tony Schrecker, mi primer alumno posdoctoral, que había estudiado Química en la Universidad de Illinois, fueron las primeras víctimas de mi obsesión por aprovechar todos los minutos, todas las horas y, probablemente, todos los días. Muy pocas de las muchas historias que he oído contar sobre mí se parecen algo a la realidad, pero una podría ser verdad. Bill Pricer había centrifugado una muestra sin equilibrar los tubos. Todos oímos cómo se hacían añicos al poner en funcionamiento el aparato. Bill dijo: «No importa, tengo más muestra». Yo le repliqué: «Una hora que pasa no puede recuperarse nunca». Siempre ha sido tan precioso el tiempo y he mirado tanto por él que frecuentemente soy capaz de apreciar cómo transcurre, con una precisión de unos pocos puntos por ciento ya que sólo me equivoco unos pocos minutos en unas cuantas horas.
Podía imaginarme la forma de trabajar la enzima conociendo los sustratos y productos que entran en la reacción de síntesis del NAD. Aquélla ase y posiciona al NRP y al ATP de una forma precisa y promueve su unión para formar NAD y liberar pirofosfato (Figura 3.7). Inversamente, la enzima puede invertir la reacción yuxtaponiendo el NAD y el PP de manera que éste desplace la porción NRP del NAD y se forme ATP (Figura 3.8).
El descubrimiento de una enzima lleva el privilegio y la carga de darle un nombre. Las enzimas se nombran frecuentemente según el sustrato sobre el que actúan o el producto que fabrican. La enzima que dirige la escisión de la maltosa con una molécula de agua para producir dos moléculas de glucosa se llama maltasa; la que une dos moléculas para formar citrato (la sal del ácido cítrico) se llama citrato sintetasa. Pero cuando una reacción tiene múltiples sustratos y productos y es además fácilmente reversible, elegir un nombre resulta más difícil.
Puesto que la enzima que fabrica NAD también lo puede escindir, podrá llamarse NAD sintetasa o con el nombre de la reacción inversa. In vitro (en el tubo de ensayo), esta última está favorecida ligeramente, pero in vivo (en el interior de las células), el ATP es abundante y el PP es retirado, de manera que la reacción (NRP + ATP → NAD + PP) estará desplazada hacia la derecha, hacia la síntesis del NAD. Por tal razón el nombre de NAD sintetasa identifica de forma adecuada su función principal en las células.
(Me siento incómodo por haber acuñado tantas palabras para nombrar a las enzimas y sus acciones. El lenguaje es esencial para el conocimiento pero también puede ser el obstáculo más grande para los no iniciados. Recuerdo un seminario que di a un grupo de físicos e ingenieros sobre la estructura del DNA y los vericuetos por los que discurre su biosíntesis. Al término de la charla, uno de ellos me dijo que no había tenido ningún problema para seguir la charla y añadió: «Aunque no he comprendido la diferencia que hay entre in vitro e in vivo».)
El mecanismo de la síntesis del NAD sugiere de inmediato la forma de hacerse otra de las coenzimas fundamentales que interviene en la respiración celular. El FAD (el dinucleótido de flavina y adenina, que contiene riboflavina, una vitamina del complejo B) se puede ensamblar de forma similar a partir de sus dos mitades (figura 3.9). Encontramos una enzima que hacía tal en la levadura cervecera, aunque conseguimos purificarla en menor grado que la NAD sintetasa y los resultados no fueron tan claros. El problema se debe en parte a la pequeña cantidad de FAD que hay en las células y, por tanto, a la pequeña cantidad de fosfato de riboflavina (inferior a un miligramo) que podíamos obtener de la escisión del FAD con nuestra enzima de patata. Algún tiempo después supe que podían conseguirse gramos de fosfato de riboflavina pidiéndolos a una compañía farmacéutica que fabricaba químicamente esta sustancia para añadirla, a una fórmula vitamínica de uso infantil.

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Figura 3.9. La síntesis de la coenzima FAD (dinucleótido de flavina y adenina) a partir de fosfato de riboflavina y ATP sigue el mismo, curso observado en la síntesis de NAD (Figura 3.7). Tal como indican las flechas, esta reacción también es reversible.

Con la emoción de haber encontrado los mecanismos de la síntesis de dos de las principales coenzimas respiratorias, NAD y FAD, fui detrás de otra, NADP. Se diferencia del NAD en que tiene un grupo fosfato mas, que meses antes había descubierto que se encontraba unido a su ARP. Hallé una enzima en la levadura cervecera que formaba NADP transfiriendo el grupo fosfato terminal del ATP al NAD (Figura 3.9).
En el artículo que se publicó sobre la purificación de la enzima de levadura se consideraba en primer lugar la actividad enzimática de la fracción obtenida al precipitar con sulfato amónico el extracto. Puesto que en estos era imposible detectar actividad alguna el valor de la misma era cero. Michael Doudoroff, bioquímico y microbiólogo de la Universidad de California, Berkeley, me dijo años después qué había admirado mi valor e ingenuidad por haberme empeñado en- purificar una enzima' a partir de una fuente que carecía de actividad. Le confesé la verdad. Busqué la enzima en primer lugar en las fracciones de sulfató amónico que había obtenido con otros propósitos y al encontrarla en una de ellas traté de hacer lo propio en el extracto de partida con el fin de descubrir si en él se encontraba inhibida la actividad. El inhibidor únicamente me interesaba para poder evitarlo. Fue como dejar pasar un barco en la noche, pero nunca olvidé la lección. Treinta y tres años más tarde, después de muchos intentos infructuosos de encontrar un extracto celular capaz de iniciar el ciclo de replicación del DNA, la clave del éxito resultó ser una fracción obtenida al precipitar con sulfato amónico un extracto crudo inactivo.
En la primavera de 1949 ingresé en el Hospital de la Marina del Servicio de Salud Pública de los Estados Unidos, en Baltimore, para operarme de dos hernias inguinales. Me llevé un maletín repleto de datos para poder escribir los trabajos de mi año bisoño anterior: Nucleotide Pyrophosphatase, Reversible Enzymatic Synthesis of NAD and Inorganic Pyrophosphate, Reversible Enzymatic Synthesis o f FAD y Enzymatic Synthesis of NADP. Al enseñarme la habitación le espeté a la enfermera: «Aquí no hay ninguna mesa. ¿Cómo voy a pasar lo que queda de hoy y los dos o tres días después de la intervención sin un sitio en el que pueda tener a la vista mis apuntes y poder escribir mis artículos?». Ella respondió lacónicamente:
«¿No ha visto usted un uniforme en la entrada? Pertenecía a un joven oficial médico que no salió de una de esas intervenciones insignificantes». Aunque no me quedé en la mesa de operaciones sí que me quedé sin una en la que poder escribir durante los penosos días del postoperatorio.
Los cuatro manuscritos quedaron listos ese verano y aparecieron en el número de febrero de 1950 del Journal of Biological Chemistry. La forma de originarse las coenzimas y el pirofosfato y los originales procesos químicos de los que se sirve la naturaleza interesaron a una gran parte de lo que entonces constituía la pequeña comunidad de bioquímicos. Por estas investigaciones se me concedió el premio anual de Enzimología (que entonces se llamaba premio Paul Lewis y en la actualidad premio Pfizer) y en 1952 recibí solicitudes de investigación posdoctoral de los bioquímicos más dotados del país. Cuatro de ellos llegarían a ser científicos destacados: Bruce Ames, Paul Berg, Edward Korn y Gordon Tomkins. De haberse incorporado Korn, como lo hizo Berg, podríamos haber escrito un trabajo firmado por los tres.
El mecanismo de la biosíntesis de las coenzimas relativamente simples que había descubierto se comprobó reiteradamente en los años siguientes que era el mismo en las macromoléculas de las células y los tejidos. La estructura y maquinaria de la materia viva se construye con cuatro tipos de estas macromoléculas: proteínas, lípidos, carbohidratos y ácidos nucleicos. Todas son polímeros, cadenas de decenas a muchos miles de elementos de construcción o monómeros. Los de las proteínas se llaman aminoácidos. Estos reaccionan en primer lugar con ATP, liberándose pirofosfato (PP), y el aminoácido activado se incorpora después a la secuencia de una proteína concreta (Figura 3.10). Las grasas y los esteroides se fabrican de forma parecida al activarse con ATP unidades de ácido acético y generándose también PP. La síntesis de los carbohidratos y de los fosfolípidos de membrana sigue un camino ligeramente diferente; sus monómeros correspondientes reaccionan con productos análogos al ATP, en los que en vez de adenina hay uracilo o citosina, aunque el mecanismo de reacción, que implica eliminación de PP, sigue el mismo modelo de los aminoácidos y las coenzimas. Finalmente, las enzimas responsables de la síntesis de las cadenas de los ácidos nucleicos (DNA y RNA) reúnen a los monómeros de una forma que recuerda otra vez a la biosíntesis de coenzimas con eliminación de PP.

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Figura 3.10. El ATP activa los aminoácidos, los monómeros, de las proteínas por un mecanismo similar al de la síntesis coenzimática.


§. Un gene, una enzima
El que una enfermedad pueda deberse a la ausencia o mal función de una sola enzima lo propuso por vez primera a principios de siglo Sir Archibald Garrod. Tenía pacientes cuya orina se volvía negra al exponerse al aire porque contenía gran cantidad de ácido homogentísico, un producto metabólico del aminoácido tirosina. Este mal llamado alcaptonuria, era poco frecuente en el conjunto de la población pero muy corriente en los hermanos de padre y madre. Garrod observó una historia familiar parecida en las personas que excretaban cantidades excesivas del aminoácido cistina (cistinuria) o de azúcar pentosa (pentosuria).
Teniendo noticia del reciente redescubrimiento de los principios de Gregor Mendel en relación con la herencia de losrasgos, Garrod desarrolló la idea, de que el ácido homogentísico, la cistina y la pentosa, se producían en el cuerpo de una forma normal y que posteriormente no podían ser transformados en dichos pacientes debido a la carencia hereditaria de las enzimas específicas requeridas para ello. Pensó, que en el albinismo otro de esos errores congénitos, se bloquearía por alguna deficiencia enzimática la formación del pigmento de la piel.
Hasta 1909 no se empleó el término gene para designar el determinante hereditario y de una característica concreta. Hubo de transcurrir treinta años antes de que la hipótesis de Garrod quedara incorporada de forma correcta a nuestros conocimientos. George W. Beadle y Edward L. Tatum postularon tras él análisis de las mutaciones del moho rojo del pan, Neurosporacrassa, que un gene codifica la información necesaria para producir una enzima. Con objeto de dañar el DNA de esta especie habían expuesto un cultivo a la acción de los rayos. X. Empleando suficiente dosis sólo llegaban a sobrevivir y podían crecer en cualquier medio una proporción de células inferior al uno por millón. Un pequeño porcentaje de los supervivientes no era capaz de crecer en un medio sencillo a base de azúcar, minerales, y biotina que son las sustancias necesarias para el mantenimiento de Neurospora (medio mínimo). Estas estirpes mutantes sí crecían cuando se cultivaban en un medio enriquecido con extracto de levadura, qué contiene las otras vitaminas, aminoácidos y los constituyentes de los ácidos nucleicos.
Beadle y Tatum pudieron identificar en casi todos los casos el nutriente específico necesario para sustentar el microbio mutante. Era evidente que los rayos X habían dañado al gene responsable de la enzima que normalmente fabrica el nutriente en el organismo común (estirpe silvestre). A partir de estos estudios y de otros anteriores realizados con mutantes para el color de los ojos de la mosca de la fruta, Drosophila, Beadle y Tatum pudieron extrapolar lo que no había quedado suficientemente claro para Garrod. Fundamentalmente lo siguiente:
1. Todos los procesos bioquímicos de los organismos están bajo control genético.
2. Cada uno de estos procesos puede resolverse en una serie de reacciones discretas individuales, que están controladas por un único y concreto gene.
3. La alteración de uno de ellos se traduce en la deficiencia de la enzima específica responsable de dirigir una reacción química particular (Figura 3.11)
Las consecuencias metabólicas de un defecto en un solo tipo de enzima o proteína, de las diez mil o más con las que opera, la química del cuerpo, se pueden predecir en muchos casos sabiendo la función que tiene en el metabolismo.

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Figura 3.11. Una etapa metabólica (un proceso químico celular) está catalizada por una enzima distintiva que es especificada por un único gene.

La falta del Factor VIII de la cascada de la coagulación sanguínea produce hemofilia; las alteraciones de la hemoglobina se traducen en diversos tipos de anemias. Me sobrecogió saber por la lectura de un informe científico de 1967 que un defecto en la hipoxantina guanina fosforribosil transferasa (HGPRTasa) tenía como consecuencia una enfermedad grotesca y fatal. Esta enzima la había descubierto yo y creía saber bastante de ella, pensando que su papel en el metabolismo de los ácidos nucleicos era auxiliar y prescindible.
El informe hacía referencia a un paciente de cuatro años y medio, llamado M. W., ingresado en el Harriet Lane Home del Hospital Johns Hopkins de Baltimore con síntomas de hematuria, fiebre y -vómitos. Había nacido aparentemente normal y no se había desarrollado de forma apropiada. Cuando se le observó clínicamente a los ocho meses de venir al mundo, movía involuntariamente de forma irregular y marcadamente espástica sus piernas y brazos. Actualmente parecía tener una parálisis cerebral avanzada. No podía levantarse ni sentarse sin ayuda. Hablaba poco. Más raro era el morderse compulsivamente los dedos y los labios y únicamente podía calmarse cuando se le impedía de forma contundente.
Su orina contenía copiosas cantidades de un material claramente cristalino que resultó ser una sal del ácido úrico, el producto de desecho terminal del metabolismo de los constituyentes del RNA y del DNA, los materiales genéticos. La concentración del ácido úrico en su sangre era muy alta (lo que se llama hiperuricemia), mucho mayor del nivel en que forma depósitos cristalinos en los tejidos y articulaciones. La gota es una enfermedad dolorosa e incapacitante en la que la hiperuricemia lleva a la deposición de cristales aciculares en las articulaciones y riñones sobre todo, pero prácticamente no se había observado nunca en los niños. En los gotosos no se observan perturbaciones neurológicas, a no ser que se consideren como tales el comportamiento de pacientes como Ben Jonson, Isaac Newton, Cotton Mather, Benjamín Franklin, Samuel Johnson o Charles Darwin.
El hermano de M. W., ocho años mayor, también presentaba anomalías gemelas de la hiperuricemia en niños, como autodestrucción por mordeduras compulsivas y parálisis cerebral. Tampoco podía sentarse ni gatear y estaba retrasado mentalmente. A los cuatro años había empezado a morderse las manos, presentaba parcialmente amputado el extremo de un dedo y se había mutilado el labio inferior hasta la zona que era capaz de llegar con sus incisivos.
Al publicar en el American Journal of Medicine un informe sobre estos casos, el estudiante de Medicina Michael Lesch y el doctor Williams L. Nyhan habían revisado la bibliografía desde 1823 y encontraron quince casos de hiperuricemia o gota en pacientes de menos de diez años, de los que únicamente dos habían tenido síntomas neurológicos anormales. Alertados a raíz del artículo de 1964 y disponiendo de análisis rutinarios enormemente perfeccionados, los médicos comunicaron enseguida más de un centenar de casos parecidos al de los niños de Baltimore. El cuidadoso estudio de lo que ha llegado a conocerse como síndrome de Lesch-Nyhan puso de manifiesto su origen hereditario, ya que se debe a un gene defectivo localizado en el cromosoma X, que es uno de los dos cromosomas sexuales. Lo mismo que la hemofilia, la enfermedad se transmite de madre a hijo. El gene alterado produce una HGPRTasa defectiva en vez de la normal, cuya función es recuperar los productos de la degradación del RNA y del DNA antes de que sean modificados y se pierdan irremediablemente en forma de ácido úrico. Mientras que actualmente están del todo claras las razones de que la falta de HGPRTasa se manifieste en hiperuricemia y gota, permanece siendo un misterio la causa de que provoque un desorden del sistema nervioso.
Ahora sabemos que el síndrome de Lesch-Nyhan es una mutación que cambia justo una de las 654 bases del DNA del gene de la HGPRTasa y que uno de los 218 aminoácidos de la enzima de salvamento que codifica puede hacer que un niño padezca de gota, sufra de parálisis cerebral severa, presente un comportamiento obsesivo auto-mutilante y tenga poca esperanza de llegar a la edad adulta. En 1982 había descritas en la literatura médica unas 1.400 enfermedades debidas a un defecto de un solo gene. Su frecuencia total en la población es del orden del 1 por 100 de los nacidos vivos y suponen cerca del 5 por 100 de los ingresos infantiles en los hospitales. Los fundamentos bioquímicos de enfermedades como la fibrosis cística o la corea de Huntington son todavía desconocidos. Se sabe que unas 200 de ellas se deben a una deficiencia o disfunción de una enzima concreta.

Capítulo 4
Benditas bestezuelas

Contenido:
§. Los elementos de construcción del DNA
§. Cultivos de enriquecimiento
§. El invisible mundo de los animalillos
§. Generación espontánea
§ . Los gérmenes provocan enfermedades en el vino y en las personas
§. Postulados de Koch: Un germen, una enfermedad
§. Tisis, cólera y otras conquistas de la caza de microbios
Que el DNA está relacionado de alguna forma con la herencia lo saben hasta las azafatas de vuelo y los camareros con los que alguna vez he tenido ocasión de conversar. La popularidad de la tecnología del DNA recombinante como inversión puede haber contribuido a este conocimiento. Sin embargo, no conozco a ningún lego que pudiera constatar claramente las dos funciones básicas de dicha sustancia cuales son la de servir de molde o plantilla estable para replicarse a sí mismo y la de proporcionar información detallada para fabricar las enzimas de la célula.
La mayoría de las personas conocen que el organismo enormemente intrincado que resulta de la unión de un espermatozoide y un óvulo de ratón, y que está formado de billones de células, es invariablemente otro ratón. Algunos también saben que los cromosomas que hay en el núcleo de cada una de estas células contienen la información hereditaria que dicta los detalles de un individuo, como el color de su pelo, la forma de la nariz o cualquier otro rasgo. Es corriente que el público en general no comprenda que las miríadas de genes que hay en un cromosoma también portan las instrucciones concretas para hacer todos y cada uno de los minúsculos detalles de la célula, esto es, que los cromosomas funcionan como si fueran un manual de construcción para la célula.
El DNA es el lenguaje químico en el que está escrito este vademécum. Se trata de de un idioma atómico, lo último en miniaturización. Creo que el primer científico que estableció la analogía fue el eminente físico Richard Feynman. En un artículo de 1960 titulado «En el fondo hay suficiente espacio» ofrecía un premio de mil dólares a la persona que pudiera miniaturizar los 24 tomos de la Encyclopaedia Britannica en el volumen ocupado por la cabeza de un alfiler. El premio lo ganó en 1986 un estudiante de Ingeniería Eléctrica de Stanford que trabajaba con dispositivos electrónicos ultra pequeños. Esta proeza de la micro miniaturización del lenguaje podría parecer fantástica, máxime teniendo en cuenta que el punto de un final de frase de una Encyclopaedia Britannica del tamaño de la cabeza de un alfiler ocupa una superficie que puede contener una cadena de mil átomos. Es precisamente a esta inimaginablemente pequeña escala donde está escrito el lenguaje del DNA, un lenguaje que ha evolucionado hace miles de millones de años en diminutas criaturas unicelulares.
Muchos de nuestros conocimientos sobre el DNA y los genes se han aprendido estudiando la formas de vida más simples y pequeñas: los virus. El cromosoma del virus más pequeño sólo tiene unos pocos genes mientras que en una bacteria o en una célula animal hay muchos miles. Entre los virus más instructivos se encuentran los que infectan a las bacterias. Escherichia coli, la bacteria intestinal común y cobaya favorita, es el hospedador de una gran variedad de virus. Uno de los virus bacterianos, llamados fagos (del griego phagein, comer), más intensamente estudiados se llama T2.
Al microscopio electrónico aparece como una criatura compleja (Figura 4.1).
Consta de una cabeza de treinta facetas, un collar alrededor del cuello y una cola con una placa en la que se insertan exactamente seis fibras. Todas estas piezas están hechas con proteínas. Empaquetado en la cabeza como si se tratara de un ovillo muy enredado se halla el DNA del virus.

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Figura 4.1. Microfotografía electrónica de un virus bacteriano (el fago T2). 1.000 Å son una diezmilésima de milímetro.

Las fibras de la cola reconocen puntos concretos de la superficie de E. coli (Figura 4.2) y al quedar convenientemente ancladas a ellos, la cola perfora un agujero en la pared bacteriana e inyecta en el interior de la célula el DNA del fago. El DNA, y sólo él, es el responsable de la producción de nuevas partículas víricas. El aparataje proteico tan elaborado de la cabeza, collar, cola y fibras, sólo sirve para proteger del ambiente el DNA vírico y actuar de jeringuilla para inyectarlo en la célula hospedadora.
La inyección del DNA sólo dura un segundo.

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Figura 4.2. Anatomía del fago T2. Después de haberse enganchado las fibras de la cola en la superficie de la célula bacteriana, se contrae la cola y el DNA empaquetado en la cabeza se inyecta en la célula de manera parecida a como lo hace una jeringuilla.

De una forma que aún permanece misteriosa, el propio DNA celular queda inmediatamente inmovilizado y el DNA vírico asalta la maquinaria celular y la obliga a hacer cientos de copias del DNA vírico (Figura 4.3). Cada una de éstas (cromosoma) se encierra en una cabeza y se ensamblan las partes restantes. La construcción de la cabeza, del cuello y la cola está sometida a control por los genes víricos.

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Figura 4.3. El ciclo de infección vírica dura unos veinte minutos (1). La entrada del DNA fágico (cromosoma) produce la destrucción del DNA celular (2). Los productos resultantes de ésta se emplean como elementos de construcción para hacer, siguiendo la» directrices del 'cromosoma del fago (3), varios cientos de copias cromosómicas y las proteínas necesarias para armar las cabezas, los Cuellos y demás estructuras (4). La reunión de todas las partes origina fagos infecciosos que son liberados de la célula (5)

Los varios cientos de virus infectivos acumulados en una célula se liberan al transcurrir unos veinte minutos (Figura 4.4).

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Figura 4.4. Microfotografía electrónica de la sección de una bacteria infectada que muestra una agrupación de cabezas víricas (conteniendo cromosomas) en espera de que se les unan las colas y la fibras de las colas.

Al destruir de forma artificial la cabeza de un virus, se desparrama el DNA enrollado compactamente en su interior y puede apreciarse en forma de una fibra extremadamente larga (fig. 4.5).

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Figura 4.5. Microfotografía electrónica que muestra en forma de una hebra contínua de 51 milésimas de milímetro de longitud el cromosoma (DNA) extraído de la cabeza del fago T2.

El cromosoma de T2 tiene 50 micrómetros de longitud (un micrómetro es una millonésima de metro). Aunque se ampliara 1.000 veces todavía sería difícilmente visible a simple vista y con todo contiene más de cien genes diferentes dispuestos en una secuencia linear precisa. Un gene es un fragmento de DNA que contiene una sarta de unas mil unidades llamadas nucleótidos y el mensaje que porta está deletreado en la secuencia de éstos. El mensaje ha de transcribirse en primer lugar en RNA y traducirse a continuación, usándose el código genético, a la secuencia de aminoácidos correspondiente. Los aminoácidos unidos en un orden concreto constituyen una proteína. Uno de los genes del virus T2 especifica la proteína de la cabeza; otro, la proteína de la cola, etc. (Uno de los cromosomas humanos contiene exactamente de la misma forma el gene que define la estructura precisa de la hormona insulina, por ejemplo.)
Volvamos a repetirlo. Se puede considerar que el DNA, ya se trate de un virus o de una persona, tiene dos papeles (Figura 4.6): 1) proporcionar la información para producir las proteínas que confieren a cada tipo de célula una estructura y maquinaria distintivas, y 2) servir de plantilla de replicación con objeto de que el DNA de las dos células hijas sea idéntico al DNA parental.
Este flujo de información

DNA → RNA → Proteína

podía considerarse a mediados de los años cincuenta como el «dogma central» de la Biología Molecular, pero en 1970 se descubrió que los virus tumorales (y más recientemente el virus del SIDA), que tienen RNA en vez de DNA, se transcriben primero a DNA y posteriormente vuelven a pasar a RNA. El flujo anterior hubo de modificarse a

DNA ↔ RNA → Proteína

Una vez que el cromosoma vírico de RNA se ha expresado en el lenguaje del DNA se puede introducir en uno de los cromosomas del hospedador apropiado. Las consecuencias de esta integración en el cromosoma del hospedador son frecuentemente de largo alcance. Unas veces el DNA vírico puede distorsionar la expresión ordenada de los genes celulares y producir cáncer. Otras veces, se puede retro transcribir a su estado natural de RNA, encapsularse en envolturas proteicas y abandonar la célula hospedadora para infectar a otras.

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Figura 4.6. Doble papel del DNA: transcripción (a través del RNA) para producir proteínas, los agentes que determinan cada uno de los detalles de la forma y función celulares y replicación que proporciona las dos copias idénticas que han de compartir las dos células hijas tras la reproducción.

La publicidad que acompañó al descubrimiento de la retro transcripción de RNA a DNA, con titulares como «Derrocamiento del Dogma Central», irritó a Francis Crick el científico que abanderaba más claramente el precepto (y uno de los codescubridores de la estructura duplo helicoidal del DNA). Objetó que el dogma central no había excluido nunca la transcripción directa e inversa entre DNA y RNA, lo único que excluía era el flujo de información en dirección proteína →ácidos nucleicos. Me divertía que Crick, qué unos meses antes me aconsejó que no prestara atención a las interpretaciones distorsionadas que había hecho Nature de mi trabajo, estuviera ahora tan molesto por la versión errónea que tenía esta revista del suyo.

§. Los elementos de construcción del DNA
Algunos fagos, tras infectar a una célula, dirigen la síntesis de su propio DNA con una velocidad diez veces mayor de lo que la bacteria sin infectar es capaz de sintetizar él suyo. A comienzos de los años cincuenta no se tenía ni la más remota idea de la forma en que las células fabrican su DNA y mucho menos de qué forma un diminuto virus puede hacer valer sus derechos a la maquinaria celular para elevar la productividad de su DNA muchas veces. Tampoco se conocía la manera en que las células o los virus usaban los monómeros para fabricar el DNA. Llegué a interesarme por ésta cuestión en 1950 cuando todavía estaba en el NIH. Me sentía envalentonado por mi éxito reciente de haber encontrado las enzimas responsables de la biosíntesis de diversas coenzimas y tenía la esperanza de que con el tiempo podría encontrar la que ensambla los bloques de construcción de los ácidos nucleicos en las cadenas de DNA y RNA.
¿Qué son realmente, estos bloques con los que se construye el DNA? Se puede considerar que un ácido nucleico (ya sea DNA o RNA) consta de un espinazo de grupos fosfato (P) y azúcar (designados por R en el caso de la ribosa) alternantes de forma perfecta. Cada uno de los grupos fosfato de este esqueleto está unido al carbono número tres del azúcar que tiene a un lado y al carbono número cinco del que tiene al otro (Figura 4.7) (En el DNA, a la ribosa le falta el oxígeno del segundo carbono y se llama 2 desoxirribosa.)

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Figura 4.7. El espinazo o esqueleto del RNA está formado por una serie de unidades alternantes de Azúcar y fosfato. Los grupos fosfato se enlazan al carbono 5 de una ribosa y al 3 de la que le sigue en la cadena

Unidas al carbono número uno de cada uno de los azúcares hay una de las cuatro bases o «letras» del lenguaje del RNA o de DNA: adenina (A), guanina (G), citosina (C) y uracilo (U) en el RNA o timina (T) en el DNA.
El examen de la estructura de una cadena de ácido nucleico no me indicaba en 1950 la manera obvia en que podría construirse. ¿Se ensamblaba en primer lugar el espinazo y después se le unían las letras? ¿Se añadían los eslabones como nucleótidos enteros (esto es, base-azúcar-fosfato) a la cadena en crecimiento? De ser así, ¿se unía en primer lugar el fosfato de cada uno de los nucleótidos al carbono número tres?, ¿o al número cinco? ¿Se unían al azar o de forma cíclica? (Figura 4.8).

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Figura 4.8. Antes se creía que las unidades nucleotídicas empleadas en la construcción del espinazo del DNA podían hallarse en cualquiera de las tres formas que se indican en la figura, B simboliza una base púrica o pirimidínica.

Intentando anticipar la forma en que podrían estar, me dejé influir por lo que había aprendido acerca de la biosíntesis de las coenzimas. También comprendí que para investigar la forma en que un nucleótido sirve de elemento de construcción para el RNA o el DNA me ayudaría saber cómo se construye un nucleótido a partir de moléculas más simples (aminoácidos y dióxido de carbono y, por consiguiente, la forma nascente que podría tener.
Cuando expliqué en el capítulo 3 la manera de fabricarse la coenzima NAD a partir del fosfato de nicotinamida y ribosa (NRP) y trifosfato de adenosina (ATP), el lector podría muy bien haberse preguntado: ¿Y de dónde proceden el NRP y el ATP? (La mayoría de los biólogos moleculares de la actualidad asumen sencillamente que del catálogo de la compañía de productos químicos que suministran al laboratorio en que trabajan.) Podría responder que la porción nicotinamida del NRP es una vitamina para los animales y que han de obtenerla comiendo productos vegetales (o a otros animales que hayan comido plantas), los cuales la fabrican a partir del dióxido de carbono (CO2) del aire y del nitrógeno del suelo. En el interior de las células animales se enlazan a la vitamina la ribosa y el fosfato. Igual para el ATP, podría haber comenzado describiendo la fabricación celular de adenina (A) del ATP y de los ácidos nucleicos (RNA y DNA).
El joven bioquímico John Buchanan que primero trabajó en la Universidad de Pennsylvania y posteriormente en el Instituto de Tecnología de Massachusetts obtuvo al final de la Segunda Guerra Mundial los primeros indicios de la fabricación celular de adenina a partir de moléculas más pequeñas. Recurrió a una técnica relativamente nueva que probaría ser la más poderosa de la Bioquímica, el empleo de isótopos para rastrear el destino de las moléculas. Este procedimiento de trazado isotópico en realidad se había originado en un experimento fallido realizado poco antes de que acabara el siglo pasado.
El físico húngaro Georg von Hevesy (1885-1966), que en 1912 trabajaba en el laboratorio de Manchester, Inglaterra, de lord Rutherford, observó la imposibilidad de poder separar dos productos de la desintegración del radio. Un producto intermediario, el radio D, seguía teniendo radiactividad, pero el otro, el producto terminal, carecía de ella. Las propiedades químicas de ambos se parecían a las del plomo, elemento inerte desde el punto de vista radiactivo. Afortunadamente para Hevesy, Frederick Soddy (1877-1956) que trabajaba en el mismo laboratorio, había encontrado la existencia de elementos de distinta masa con propiedades químicas idénticas. Los denominó isótopos. «Son químicamente idénticos y con excepción de las relativamente pocas propiedades que dependen directamente de la masa atómica, también son físicamente idénticos.» Hevesy llegó a la conclusión de que el radio D era un isótopo del plomo, el producto final de la desintegración del radio. Soddy expresaba esta idea de una forma muy simple: «Los isótopos se parecen en la superficie y difieren en el interior».
Las propiedades químicas de un átomo o elemento están determinadas por los electrones, las ligerísimas partículas con una carga eléctrica negativa que pululan en tomo al núcleo positivamente cargado. La masa atómica está determinada, sin embargo, por el número de partículas pesadas que hay en su núcleo compacto. Así, el comportamiento químico del hidrógeno, el elemento más simple, depende del único electrón que describe órbitas en torno al núcleo, mientras que su masa depende del único protón (una partícula con carga positiva) que hay en él (figura 4.9)

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Figura 4.9. Los isótopos del hidrógeno se caracterizan por el número de neutrones (partículas pesadas y, eléctricamente neutras) que hay en el núcleo. Todos los isótopos del hidrógeno poseen un solo electrón y, por consiguiente, presentan las mismas propiedades químicas.

El hidrógeno tiene otros dos isótopos: el deuterio y el tritio. El deuterio tiene en su núcleo una partícula neutra más (neutrón) y posee el doble de masa que el hidrógeno. El comportamiento químico del agua «pesada», formada por deuterio y oxígeno en vez de hidrógeno y oxígeno, es enormemente parecido al del agua ordinaria. Incluso el tritio, con dos neutrones en el núcleo y una masa triple que la del hidrógeno, forma agua y se parece al hidrógeno desde el punto de vista químico porque sólo tiene un electrón contrarrestando su único protón del núcleo.
La incapacidad de Hevesy de separar químicamente los isótopos del plomo le hizo darse cuenta de que un isótopo radiactivo, a causa de su identidad con otro que no lo fuera, podría ser un medio extraordinario de trazar el comportamiento químico del átomo no radiactivo del elemento. Debido a la sensibilidad y precisión de las mediciones radiactivas sólo bastarían cantidades pequeñísimas, imposibles de pesar, para realizar los experimentos oportunos. Un contador de centelleo puede detectar la desintegración de un solo átomo. Para poder apreciar esta sensibilidad, considérese que en un miligramo de sal hay un millón de billones de átomos. Los avances técnicos desarrollados desde la época de Hevesy permiten emplear isótopos estables (no radiactivos), de los que el deuterio es un ejemplo; el tritio es un isótopo radiactivo. Al sustituir el hidrógeno de una posición concreta de la molécula de azúcar por su isótopo se consigue disponer de un periodista fiel que relata su propio destino sin perturbar el metabolismo del compuesto en él que reside. Por ejemplo, el deuterio abunda por toda la naturaleza, ya sea en plantas, en animales y en el agua del mar, en la misma proporción con respecto a la del hidrógeno: una parte de cada cinco mil. La sorprendente constancia de esta relación atestigua en favor de la indiscriminación metabólica significativa existente entre ambos.
Buchanan rastreó el origen de la adenina alimentando a palomas con ciertos aminoácidos y compuestos monocarbonados (como dióxido de carbono y ácido fórmico) etiquetados con isótopos de carbono o nitrógeno. Aisló de las deyecciones de las aves ácido úrico, la excreta de la adenina, que conserva el esqueleto de cinco carbonos y cuatro nitrógenos de ésta (Figura 4.10). Determinando los átomos de carbono y nitrógeno que había marcados en el ácido úrico dedujo que el aminoácido más sencillo, esto es, la glicina, contribuía con todos sus átomos de carbono y nitrógeno a la formación de ácido úrico; los restantes carbonos eran aportados por el dióxido de carbono y el ácido fórmico.

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Figura 4.10. La adenina se sintetiza en las células a partir de moléculas más sencillas, entre las cuales se encuentra el aminoácido glicina. Este resultado se produjo al analizar el ácido úrico, que es el producto final del metabolismo (oxidativo) de la adenina en aves y seres humanos.

Eso fue todo lo lejos que pudo llegar Buchanan con su enfoque experimental. La información sobre los procesos metabólicos de las células que puede obtenerse alimentando con nutrientes marcados plantas o animales y analizando lo que producen y desechan es en el mejor de los casos incompleta e inconclusa. Es como intentar determinar los detalles de una de las muchas operaciones que se desarrollan en una factoría sin entrar en ella. Curiosear la materia prima descargada en el muelle de entrada, examinar los productos y echar un vistazo a los materiales de desecho que hay en los cubos de basura es a todas luces un procedimiento burdo. En último término no hay otra alternativa de estudiar las operaciones que interesen más que recoger los objetos que haya en el interior de las máquinas que los producen.
Las máquinas que realizan las operaciones en el interior de las células son las enzimas. Se pueden buscar entre las miles que hay en un homogenado las que fabrican adenina a partir de glicina, dióxido de carbono, amoníaco, ácido fórmico y otros nutrientes. Esto es lo que hicieron Buchanan y G. Robert Greenberg (por entonces en la Facultad de Medicina dé la Universidad Case Western Reserve de Cleveland) empleando partículas subcelulares de hígado homogeneizado en una batidora o extractos celulares transparentes obtenidos con polvos hepáticos desgrasados.
Teniendo en cuenta que Buchanan y Greenberg habían estudiado los nucleótidos púricos (A y G) decidí en 1950 ir tras la biosíntesis de los nucleótidos pirímidinicos (C, U y T). Volví a las células microbianas por estar convencido de que eran un terreno superior para explorar los mecanismos bioquímicos básicos y comprobar su universalidad en la naturaleza.

§. Cultivos de enriquecimiento
La capacidad que tienen los microbios del suelo para degradar prácticamente todos los componentes de las plantas y los animales me impresionó por primera vez durante el transcurso de mis intentos de comprender la forma de fabricar las células los tres precursores piridírimicos del RNA y DNA. Busqué algún indicio de su síntesis o degradación en jugos extraídos de hígado o células de levadura, pero no encontré ninguno. En esta coyuntura llegó de Osaka para trabajar conmigo en el NIH con una beca posdoctoral Ósame Hayaishi, que más tarde llegaría a ser el decano de la bioquímica japonesa. Realizó el sencillo e impresionante experimento siguiente. Raspó un poco de tierra («no importa la suciedad») de la cubierta de un coche aparcado y la re suspendió en matraces con una disolución salina y un precursor diferente en cada uno. A la mañana siguiente me sorprendió comprobar que el precursor había desaparecido de la disolución y que estaba enturbiada por la multitud de bacterias que habían crecido. Partiendo de ellas sub cultivé colonias puras (clones) de un bacilo que tenía una capacidad especial de usar la citosina, el uracilo o la timina como única fuente de energía, carbono y nitrógeno para poder crecer y reproducirse en el medio. Los extractos obtenidos de estas bacterias convertían muy efectivamente dichos sustratos en barbituratos aunque esta ruta degradativa parecía poco prometedora para hallar la clave de la biosíntesis de los precursores de los ácidos nucleicos.
Con esta técnica de cultivo de enriquecimiento exploré el hecho de que el suelo, con mil millones de microbios por gramo, contiene miles de especies cada una de cuales está dotada de forma singular para reconocer y actuar sobre una o varias de la enorme variedad de sustancias vegetales o animales existentes. Si en el suelo se encuentra alguna de ellas, la especie microbiana que sea capaz de usarla empezará a multiplicarse y acabará predominando en la población de la muestra.
Un año después, en 1951, deseaba investigar la síntesis del ácido orótico, sustancia estrechamente relacionada con el uracilo y considerada en aquel tiempo un precursor pirimidínico más probable que el uracilo (ver capítulo 5). Con los extractos de células animales o de levadura no había hecho progresos ni podía obtener cultivos enriquecidos. Mis íntimos amigos y colegas Terry y Earl Stadman me instaron a que consultara con el experto H. A. Barker su admirado profesor de la Universidad de California en Berkeley. Ello también me ofrecía una buena razón para escaparme de Washington ese verano y visitar por primera vez California.
Barker había estudiado Química en la Universidad de Stanford y durante sus estudios posdoctorales había sido muy influido por el gran microbiólogo C. B. van Niel, de Pacific Grove, California, y del que por entonces era maestro de éste, A. J. Kluyver, de Delft, Holanda. Barker había realizado impresionantes descubrimientos sobre el metabolismo de las grasas y los ácidos nucleicos gracias a su habilidad para trabajar con microbios obtenidos con cultivos enriquecidos. Sus mayores éxitos los había logrado con bacterias del suelo que únicamente se desarrollan en ausencia de oxígeno. Estas bacterias no degradan tanto a los nutrientes como lo hacen las aerobias, pero las limitadas fermentaciones son frecuentemente muy vigorosas y más reveladoras desde el punto de vista bioquímico.
Barker me llevó a su charca salobre favorita, próxima al litoral de la Bahía de San Francisco, de la que saqué unas pocas cucharadas de lodo. Con él sembré pequeños tubos de vidrio llenos hasta el borde, para no dejar aire, con una disolución de ácido orótico y los cerré con tapones. Cuidando de mantener los cultivos libres de oxígeno, pude aislar un microbio nuevo que era especialmente propenso a convertir el ácido orótico en unidades más pequeñas que posteriormente se demostró que eran precursores válidos para la síntesis de los ácidos nucleicos. (Más tarde encontró Barker que este microbio era adepto, como la levadura, a fermentar la glucosa. Al llamarlo Zymobacterium oroticum en vez de Zymobacterium kombergil perdí la mejor oportunidad que he tenido de inmortalizarme).
En los lugares en los que el ácido orótico procedente de la descomposición de los animales y plantas no es fácilmente degradado por los microbios del suelo llega a acumularse, después de millones de años, en depósitos del tamaño de montañas. Las costas e islas frecuentadas por aves marinas contienen enormes depósitos de guanina. En los excrementos medio descompuestos, que se denominan guano, la guanina elude de alguna manera la acción microbiana y no se transforma, por lo que puede explotarse gracias a su valor fertilizante.

§. El invisible mundo de los animalillos
Unos pocos años después, cuando traté de describir mis estudios sobre las vitaminas y enzimas a mis tres hijos Rog, Tom y Ken (que había nacido en 1950), encontré dificultades en explicarles lo que son las vitaminas y enzimas y las razones por las que las necesitamos. Podía haberles dicho que las vitaminas son sustancias que el cuerpo necesita para crecer pero que es incapaz de construir. Podía haberles descrito las enzimas como diminutas máquinas que hacen y deshacen moléculas. Pero eso podría haber sido insulso y vago. No encontraba analogías que sustituyeran las fórmulas químicas y las reacciones que tan esenciales son para explicar la estructura de las vitaminas y su manera de contribuir al funcionamiento de las enzimas del metabolismo humano. Por tal motivo dirigí la atención a los primeros acontecimientos de la Historia de la Medicina y la Bioquímica, una historia que entonces estaba volviendo a trazar en el curso errático de mi propia carrera.
Los relatos sobre las vitaminas y la química metabólica habrían de posponerse hasta que contara a mis hijos una serie de «historias acerca de los gérmenes», cuentos sobre los «animalillos» que de forma real o mítica habían entrado en el cuerpo de las personas y les habían enfermado gravemente. Estas bacterias, hongos y protozoos tenían nombres eufónicos, presentaban ciclos vitales extraños y causaban síntomas exóticos. Estas pequeñas criaturas podían verse al microscopio y observarlas nadar, comer, digerir y excretar. Crecían y se multiplicaban.
Algunas de estas historias trataban de cazadores intrépidos que rastreaban y descubrían por primera vez el germen causante de una enfermedad concreta; otras eran anécdotas que me habían ocurrido en el hospital en el barco. Sin embargo, también había relatos menos terroríficos acerca de gérmenes buenos que forman grandes floras en nuestro intestino y cuyas rentas nos proporcionan servicios digestivos y vitaminas qué necesitamos.
Las cruzadas para erradicar de la faz de la Tierra el virus de la viruela y otros microbios patógenos son el origen de la creencia ampliamente extendida entre la mayoría del público de que los gérmenes buenos están anticuados. Del incontable número de especies microbianas que viven en la actualidad, sólo unos cuantos provocan enfermedades. Durante las cuatro quintas partes de los tres mil millones de años que lleva la vida existiendo en el planeta, los microbios llevaron a cabo el experimento evolutivo que originó los animales, las plantas, los hongos y las bacterias especializadas que nos rodean en el mundo de hoy.
«De acuerdo, os contaré una historia de gérmenes malos, pero la siguiente tratará de microbios buenos.» Mis hijos (y andando el tiempo, mis nietos), igual que las personas mayores, sienten más emoción con los crímenes microbianos y los desastres que con las proezas de los microbios del suelo, las bacterias lácticas y las células de levadura. La común levadura de panadería o cervecera, Saccharomycescerevisiae (Figura 4.11), ha sido buena para el hombre desde los tiempos primitivos y es el héroe de muchas de las historias de gérmenes buenos. La fabricación de vino, cerveza y pan era practicada por los antiguos hebreos y egipcios y depende de la conversión del azúcar en alcohol, en las bebidas, y de la producción del gas (dióxido de carbono) que confiere la textura esponjosa al pan. Los microbios también son esenciales para producir todo tipo de quesos (diversas especies de Penicillium maduran el roquefort y el camembert) y derivados lácteos (yogurt, cuajada y mantequilla) amén de ser responsables de la fabricación de condimentos, vitaminas, disolventes industriales (acetona, alcohol butílico) y antibióticos (muchos millones de kilos de penicilina y tetraciclinas).

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Figura 4.11. Las células de levadura, que se representan en este dibujo en gemación, tienen una longitud cinco veces mayor que las bacterias.

Las bacterias que forman nódulos en las raíces de las leguminosas, como el trébol, la alfalfa o la soja, transforman el nitrógeno del aire en amoníaco utilizable y no necesitan, por tanto, fertilizantes nitrogenados. La compleja flora de los microbios del rumen (el primer estómago) de vacas, corderos, cabras, ciervos, camellos y monos desdoblan la celulosa de la madera, las hojas y el forraje en sustancias que pueden asimilar tanto las bacterias como el hospedador que las alberga. (El rumen de una vaca es un tanque de 100 litros que diariamente se llena de saliva que contiene una comunidad ecológica de microbios cuyas intrincadas operaciones y equilibrios están a la espera de describirse adecuadamente.) El aprovechamiento de los microbios para las necesidades humanas permite obtener alimentos baratos de elevado contenido en proteínas, recuperar el crudo de pozos agotados (generalmente un volumen que equivale a la mitad del contenido inicial), eliminar desechos tóxicos y contaminantes, transformar residuos en combustibles útiles. Los microbios son, además, las factorías de la ingeniería genética.
Mi repertorio de historias se enriqueció enormemente en un verano tranquilo con las heroicidades de las bacterias del suelo, que desempeñan un papel fundamental en el mantenimiento de la vida del planeta. Los seres humanos se alimentan de vegetales o de animales que subsisten gracias a aquéllas. ¿Cómo se las arreglan las especies vegetales para sobrevivir? Emplean la energía solar para convertir el dióxido de carbono en carbohidratos (azúcar, almidón, celulosa), grasas y proteínas. El suministro de dióxido de carbono atmosférico se agotaría en pocas décadas si no se descompusiera toda la materia vegetal y animal muerta que se deposita en el suelo. Toda la vida cesaría de ser así. Es evidente que ha de existir un medio de reciclar el dióxido de carbono del aire por descomposición de los carbohidratos, grasas y proteínas de las plantas y animales muertos. Tal es el cometido de las bacterias del suelo.
Los contados ejemplos en los que el dióxido de carbono no regresa al aire tienen unas repercusiones impresionantes. Los esqueletos calcáreos (carbonato cálcico) de los corales que forman los arrecifes y atolones superan en masa a las construcciones terrestres realizadas por el hombre. Los depósitos de combustibles fósiles —carbón, petróleo y gas natural— deben su origen a plantas o protozoos que permanecen inaccesibles o son resistentes a la descomposición microbiana.
Todas estas historias las contaba en el verano de 1953 cuando estábamos en Pacific Grove, en la península de Monterey, California. Vivíamos los cinco en una pagoda china de una habitación que un oficial retirado de la marina había trasladado desde las Filipinas a la frontera norte de Conference Grounds, en Asilomar. Entonces no había otras casas en Pico Avenue que afearan las encantadoras dunas blancas que se extendían hasta las ricas charcas maréales de la costa. Nos encontrábamos en Pacific Grove porque me había inscrito en el famoso curso de Microbiología que Cornelius (Kees) B. van Niel (1899-1985) impartía una vez al año a doce estudiantes en la Estación Marina Hopkins de la Universidad de Stanford.
Nos habíamos trasladado en enero de ese año de Bethesda a St. Louis por haber sido nombrado Director del Departamento de Microbiología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Washington. El nombre anterior del departamento era de Bacteriología e Inmunología, pero lo que allí se hacía exclusivamente, como en todos esos departamentos de las facultades de Medicina, era diagnosticar y seguir el curso de las enfermedades microbianas y la respuesta inmune del cuerpo. Mi metamorfosis de médico a bioquímico y mis crecientes conocimientos de Genética habían llegado a convencerme de que la instrucción de los estudiantes de Medicina en bioquímica básica y genética de bacterias, virus y parásitos tendría más valor que atender únicamente a las últimas técnicas de cultivo y tinción de cada uno de los muchos microbios patógenos. Como director de un departamento que intentaría enseñar estos aspectos de la microbiología general, creía que debía adquirir alguna instrucción formal al respecto. Además conseguiríamos mi familia y yo refugiarnos del abrasador calor estival de St. Louis. El curso de Van Niel ofreció una soberbia revisión histórica de la Microbiología y supuso un potente antídoto contra la Microbiología orientada desde el punto de vista médico. Se explayó con los microbios beneficiosos para el ambiente y prohibió que se hiciera mención de los patógenos, excepto de los pocos que ocupan una posición prominente en la Historia de la Microbiología. Describió los avances más significativos, refiriendo las hazañas de sus héroes: Antón van Leeuwenhoek, Louis Pasteur, Sergei N. Winogradsky (1856-1953), el microbiólogo ruso del suelo, y, cómo no, la célula de la levadura. Van Niel trazó su propia ascendencia holandesa con reverencia hacia Albert J. Kluyver (1888-1956), su maestro, y al maestro de éste, Martinus W. Beijerinck (1851- 1931). Los trabajos de Van Niel sobre bacterias ha proporcionado uno de los principales avances en fotosíntesis ya que observó que la escisión de las moléculas de agua por la luz genera oxígeno y libera energía, que puede almacenarse para ser usada posteriormente en la oscuridad y convertir el dióxido de carbono en azúcar.
Durante el curso di un seminario acerca de mis trabajos anteriores relacionados con el aislamiento de enzimas a partir de extractos microbianos. Van Niel me dijo después: «Es un trabajo hermoso. Sé que hay que hacerlo, pero no tengo corazón para triturar las pequeñas bestias».

§. Generación espontánea
Una de las historias que relaté a mis hijos fue la de Antón van Leeuwenhoek (1632 – 1725) el abuelo de la Microbiología. Los ingresos de su mercería de Amsterdam y otros menesteres municipales menores le permitían disponer de mucho tiempo libre para esmerilar y pulir lentes biconvexas muy pequeñas, de un grosor inferior a un octavo de pulgada.

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Figura 4.12. Van Leeuwenhoek mirando un espécimen aumentado unas 200 veces por la lente de uno de sus microscopios e iluminado por una vela. Con los microscopios ópticos actuales se logra un aumento de unas 1.000 veces.

Al ser montadas sobre láminas metálicas se convertían en microscopios muy efectivos con una ampliación de 200 veces (figura 4.12). Hizo más de 400 de estos vidrios de aumento y como era inventivo, curioso, aplicado y persistente, examinó todo lo que venía a sus manos. Vio pululando muchos «animáculos» en una gota de agua de lluvia caída unos días atrás. Una fuente más rica era el sarro dental. Lo describió como sigue:
Tomé este material de los alvéolos, lo mezclé con agua de lluvia limpia y lo puse delante del vidrio de aumento para ver si había tantas criaturas vivas como había descubierto anteriormente en dicho material. Debo confesar que todo él me pareció que estaba vivo. Comprobé no sin sorpresa que el número de tales animáculos era tan extraordinariamente grande (aunque, desde luego, eran tan pequeños, que habría que tomar a mil millones de ellos para llegar al tamaño de un grano de arena corriente y varios miles nadaban en una cantidad de agua no superior al tamaño de dicho grano) que incluso parecía mayor de lo que realmente era, debido a que los animáculos nadaban tan vigorosamente en el agua que ponían a las pequeñas partículas inanimadas en movimiento, de manera que muchas personas podrían tomarlas también por criaturas vivas.
Las «bestezuelas», como él denominó a las bacterias, tienen formas regulares: esféricas, cilíndricas y espirales (Figura 4.13). Se distinguen fácilmente de las partículas de polvo y suciedad. En el curso de cincuenta años de muchísimas observaciones extraordinariamente cuidadosas, que comunicó a la Sociedad Regia de Londres, Leeuwenhoek fue el primer autor que vio los corpúsculos rojos de la sangre humana y las células ovales en los capilares de las ranas y peces.

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Figura 4.13. La gran variedad de formas bacterianas comprende cilindros (bacilos), muelles (espiroquetas) y esferas (cocos).

También fue el primero que observó espermatozoides, protozoos, la anguílula del vinagre y reconstruyó el complejo ciclo biológico de la hormiga, desde el huevo al estado adulto, pasando por la larva y la pupa. Pensó que las criaturas vivas más pequeñas tendrían que originarse de igual forma que las de mayor tamaño en lugar de formarse a partir de la materia en descomposición, como generalmente se aceptaba en su época. La prueba definitiva en favor de que incluso las diminutas bacterias no podían generarse espontáneamente hubo de esperar hasta los experimentos que realizaron Lazzaro Spallanzani y Louis Pasteur en los siglos siguientes.
Aunque resulta difícil creerlo actualmente, en los tiempos de Leeuwenhoek se pensaba que los escarabajos y las avispas se generaban del estiércol y que las plagas de ratones eran engendradas por el lodo del Nilo. Aristóteles y sus discípulos llegaron a creer durante muchos siglos que algunos animales nacían del suelo, las plantas o criaturas mitológicas y que los gusanos se generaban de la carne en putrefacción. Francesco Redi (1626-1697), poeta, lexicógrafo y médico de la corte de los grandes duques de Toscana, tenía una mente inquisidora. Les describí a mis hijos el sencillo experimento que llevó a cabo. Redi cubrió un tarro que contenía carne en descomposición con una fina gasa napolitana y pese a exponerlo al aire y al calor, la carne no llegó a criar nunca gusano alguno. Vio, por el contrario, salir gusanos de los huevos que habían puesto las moscas encima de la gasa.
Aunque podía descartarse la generación espontánea de ratones y moscas, el origen de los primitivos microbios era harina de otro costal. El naturalista galés John Needham llegó en 1749 a la conclusión que el caldo de carne de cordero poseía una «fuerza vegetativa» para generar microbios. Hirvió el líquido para destruirlos, pero aunque se taparan los frascos volvían a aparecer en grandes cantidades. Pero Lazzaro Spallanzani (1729-1799), abad y naturalista italiano, no estaba convencido. Pensó que los tapones de corcho que Needham empleaba para tapar los frascos podrían no ser lo bastante compactos y permitían que los microbios entraran con el aire al enfriarse el líquido. Cuando se fundía y sellaba el cuello de los frascos, los caldos de carne hervidos permanecían indefinidamente estériles. Entonces realizó un experimento sorprendente. Tomó una gota de uno de los caldos que contenían bacterias bacilares y se las ingenió para aislar bajo el microscopio una de ellas y colocarla en una gota que no contenía bacterias. Observó pacientemente durante una hora y vio cómo el bastoncillo se dividía en dos.
Otros científicos planteaban objeciones a los experimentos de Spallanzani al afirmar que la falta de aire en sus frascos sellados impedía que el caldo generara microbios. Estos inconvenientes podían resolverse de diversas formas, pero la más simple consistía en taparlo con una torunda de algodón para que permitiera la entrada de aire (Figura 4.14). Este dispositivo, usado rutinariamente hoy día para filtrar las pequeñas partículas, impedía que aparecieran microbios en las preparaciones calentadas.

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Figura 4.14. Una vasija simple para cultivos bacterianos consiste en un matraz Erlenmeyer o tubo de ensayo mantenido en esterilidad con una torunda de algodón.

Los trabajos de Spallanzani debieran haber zanjado el asunto de la generación espontánea, pero algunas creencias tardan en morir. Esta idea rebrotó después de unas décadas y para que sucumbiera a mediados del siglo XIX fue necesario que, Louis Pasteur combinara toda su pericia de experimentador con su capacidad de polémica.

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Figura 4.15.— Uno de los clásicos experimentos de Pasteur que contribuyó a desaprobar la generación espontánea de los microorganismos se basaba en mantener la esterilidad de un medio nutritivo hervido empleando para ello un matraz de cuello de cisne que atrapa el polvo y las bacterias que son arrastrados con el aire que entra, una vez que se, enfría.

Para demostrar que las células de levadura eran indispensables en la fermentación había ideado unos matraces de cuello largo y estrecho, como el de los cisnes (Figura 4.15). El aire «natural» podía entrar con entera libertad en el frasco pero los microbios y el polvo se depositaban en el cuello y no contaminaban la preparación. El caldo de cultivo no experimentaba fermentación a no ser que se llenara el cuello con un poco de medio y arrastrara los microbios y polvo depositados.
Cuando abría los frascos en el aire carente de polvo de una bodega subterránea y húmeda o en el aire impoluto del Mont Blanc, los microbios no invadían el caldo. Pasteur describió así en 1864 los medios estériles:
Los he conservado y sigo haciéndolo, lo cual está por encima de los hombres; los he protegido de los gérmenes que flotan en el aire. Los he mantenido sin vida... No existe condición conocida en la actualidad en la que pueda afirmarse que los seres microscópicos vienen al mundo sin gérmenes, sin padres iguales a ellos. Los que lo alegan juegan con la ilusión, con experimentos mal hechos, viciados con errores que no han sido capaces de percibir y no tienen ni idea de la forma de evitarlos.

§. Los gérmenes provocan enfermedades en el vino y en las personas
Las extraordinarias hazañas de Louis Pasteur, descritas en 1950 en la brillante biografía de René Dubos, constituían un maravilloso filón de historias sobre los gérmenes. Las contribuciones de Pasteur y de un contemporáneo suyo más joven, Robert Koch han significado tanto para la ciencia biológica y son tan fundamentales para comprender los procesos vitales que tengo que hacer un alto para saborearlas.
Los orígenes de Pasteur fueron humildes. Se crió en Arbois, una pequeña ciudad del este de Francia en la que su padre era curtidor. Estudiante laborioso sin ser distinguido, marchó a París y quedó prendado de la Química. Resolvió uno de los grandes problemas de la Química física cuando tenía veintiséis años.
Le impresionaron las observaciones del químico alemán Eilhardt Mitscherlich relacionadas con las dos formas del ácido tartárico (el tartárico propiamente dicho y el paratartárico) obtenidas del crémor tártaro de las tinajas de la fermentación del mosto. Aunque eran idénticas en composición química, el ácido tartárico giraba un rayo de luz polarizada a la derecha mientras que el paratartárico no tenía efecto alguno. ¿Cómo se podían comportar de una forma tan distinta sustancias idénticas en composición? Al examinar los cristales de ambas formas advirtió lo que muchos químicos anteriores a él habían desapercibido. Había algunos cristales cuyas caras no se distribuían de forma simétrica. Las correspondientes a los de ácido tartárico parecían iguales, pero en el ácido paratártártíco había dos tipos: unas eran idénticas a las del ácido tartárico y las otras su imagen especular. Al clasificar los dos tipos de cristales de ácido paratartárico comprobó que había igual número de unos y otros; los qué eran idénticos al ácido tartárico giraban la luz polarizada a la derecha mientras que sus imágenes especulares la giraban a la izquierda. Ello permitía explicar por qué el ácido paratartárico, con igual número de formas dextrógiras y levógiras, no presentaba rotación neta de la luz polarizada al compensarse mutuamente ambas formas. Pasteur razonó correctamente que las formas cristalinas son un reflejo de las imágenes de los tipos de moléculas que componen los cristales. Este solo descubrimiento lo catapultó de inmediato a la fama y hoy se reconoce como uno de los grandes avances realizados en Química estructural.
Pasteur se convirtió en el padre de la Microbiología y en el máximo exponente del desarrollo de la teoría infecciosa de las enfermedades ya que su formación de químico le permitió aplicar con rigor los métodos físicos a la experimentación biológica. En vista de la enorme brecha existente entre las disciplinas de la Microbiología y la Química merece la pena recordar que uno de los microbiólogos más destacados es calificado de químico y cabeza visible más preclara del movimiento químico de su época en la edición de 1911 de la Encyclopaedia Britannica.
Pasteur fue catedrático y decano de la Facultad de Ciencias de Lille y se le solicitó que ayudara a resolver un grave problema que tenían las destilerías de remolacha azucarera. Las tinajas de fermentación se llenaban con frecuencia en vez de alcohol con un limo fluido que olía y sabía a leche agriada. Observó al microscopio muestras de fermentaciones bien y mal hechas. Las saludables que producían alcohol casi exclusivamente contenían enormes cantidades de glóbulos de levadura creciendo y dividiéndose mientras que las agriadas carecían de ellos y acumulaban depósitos de color gris formados por una multitud de partículas pequeñas de forma bacilar. Fue capaz de cultivarlas en un medio nutritivo claro, menos complejo que el zumo de la remolacha, y llegó a la conclusión que esas diminutas criaturas transformaban el azúcar en el ácido láctico de la leche agria y no en alcohol, como hacen las levaduras.
En ocasiones no se producía ácido láctico, sino ácido butírico, y confería a las preparaciones el desagradable olor de la mantequilla rancia. Al observar las muestras vio moverse en todas direcciones largos bacilos en lugar de los pequeños y temblorosos. En oposición a las creencias predominantes debidas a los químicos líderes, como el sueco Jöns Jakob Berzelius y el alemán Justus von Liebig, Pasteur mantenía que esos microbios vivos eran las factorías en las que tenían lugar todas las fermentaciones y no los productos finales de los procesos químicos originados fuera de aquéllos. Afirmaba con sus dotes idiomáticas pintorescas que los millones de galones de vino francés y los océanos de cerveza alemana no eran fabricados por el hombre sino por el trabajo incesante de «ejércitos de criaturas diez mil millones de veces más pequeñas que un bebé poco crecido».
Los conocidísimos hallazgos científicos y tecnológicos de Pasteur se reconocieron entonces de forma amplia y fue requerido para que diagnosticara y curara las enfermedades que arruinaban las fermentaciones alcohólica y acética. Con su equipo y personal de laboratorio investigó las razones de que tantos vinos de su natal Arbois se volvieran amargos, viscosos u oleosos. En todos los casos pudo identificar la fermentación alcohólica deseada con la presencia de levaduras y los fallos de la misma con la intrusión de otras poblaciones microbianas distintivas.
La película superficial que se desarrollaba en las tinajas durante la producción comercial de vinagre es la responsable de que el oxígeno del aire se combine con el alcohol del vino y se forme ácido acético. Pasteur descubrió que cuando los microbios que constituían la película se sumergían, carecían del oxígeno suficiente para transformar el alcohol y que cuando había mucho oxígeno destruían el ácido acético al oxidarlo completamente hasta dióxido de carbono y agua.
Sin saber la manera exacta en que la invasión de los microbios no deseados estropeaba una fermentación, Pasteur fue capaz de idear un medio de prevenir tales contaminaciones. Calentando lentamente el vino a una temperatura de unos 70-90° C durante media hora inmediatamente después de haber tenido lugar la fermentación, destruía los microbios sin que quedara afectado el aroma. Este proceso de esterilización parcial se ha adoptado ampliamente para conservar vino, cerveza, vinagre, sidra, leche y muchos otros alimentos y bebidas perecederos y se llama pasteurización.
Los gérmenes que desviaban las fermentaciones no tenían por qué ser los responsables directos de las enfermedades humanas. La fiebre puerperal acabó en el siglo pasado con la vida de muchas mujeres después de haber dado a luz. ¿Podría estar causada la enfermedad por un germen que las comadronas o los médicos transportaban de una madre a otra? Entre los pocos autores que así lo creían se encontraba Oliver Wendell Holmes (1809-1894), figura médica y literaria y padre del afamado jurista. La misma convicción era compartida por el médico húngaro Ignaz Philipp Semmelweis (1818-1865), quien redujo notablemente la incidencia de la infección entre sus pacientes empleando mayor higiene y antisépticos. No obstante, la creencia que prevalecía en los círculos médicos consistía en que la fiebre puerperal o la tifoidea, la tuberculosis o cualquier otra enfermedad no se contagiaban. Aunque la teoría microbiana de Pasteur pudiera aplicarse a los vinos y cerveza, los médicos no creían que los gérmenes causaran enfermedades en el ser humano.
La presencia de microbios en los tejidos enfermos se consideraba como una consecuencia secundaria de su estado debilitado, tal vez un elemento agravante pero nunca la causa primaria de la enfermedad. Florence Nightingale, recordada por ser pionera en sanidad, prácticas hospitalarias, cuidado del personal de enfermería y, sobre todo, por el rigor en la toma de datos estadísticos, expresó el escepticismo generalizado que había a la hora de considerar los gérmenes como agentes patógenos. Basándose en la gran experiencia conseguida en los hospitales de campaña durante las guerras de Crimea y la India y obsesionada con la importancia de la higiene, escribió:
Los hombres de ciencia y las mujeres ignorantes traen a colación de distinta forma la creencia de que la viruela es un espécimen que hubo una vez en el mundo y que fue auto propagándose a lo largo de una cadena perpetua de descendencia, lo mismo que lo hizo el primer perro (o pareja de ellos), y que no podría aparecer otra vez más que con el concurso de unos padres. Desde entonces yo he visto con mis ojos y olido con mi nariz aparecer en las habitaciones cerradas y en las salas de hospital atestadas los primeros especímenes de viruela, ya que era imposible que se hubieran «cogido » pero no que hubieran empezado. Es más, he visto comenzar enfermedades, desarrollarse y extenderse de unos a otros. Los perros no engendran actualmente gatos, pero yo he visto, por ejemplo, que la fiebre aumenta con poco hacinamiento, la fiebre tifoidea con un poco más, el tifus con otro poco más, y todo en la misma sala o barraca. Como todas las experiencias indican, las enfermedades son adjetivos, no sustantivos...
La doctrina de la enfermedad específica es el refugio de las mentes débiles, iletradas e inestables, como las que son norma actualmente en la profesión médica. No existen enfermedades específicas: sólo hay condiciones patológicas específicas.
§. Postulados de Koch: Un germen, una enfermedad
Le tocó al genio de Robert Koch (1843-1910), un excéntrico médico rural alemán establecer la idea de que un germen concreto provoca en la especie humana una enfermedad particular. Su esposa le regaló en su vigésimo octavo cumpleaños un microscopio con el que poder divertirse algo en su frustrante práctica cotidiana. Y se divirtió. Hallar, examinar y propagar microbios se convirtió en una pasión incontrolable, que hizo de él el bacteriólogo puro más grande de todos los tiempos. Descubrió el gran bacilo del ántrax, él diminuto responsable de la tuberculosis y el coma («vibrión») del cólera.
Aunque generalmente se puede rastrear la historia de una idea hasta la Antigüedad, el momento que más interesa es cuando su valor ha sido engalanado por alguna aplicación reciente o actual. Koch demostró hace sólo un siglo que a un fenómeno complejo, como la enfermedad del ántrax, se le puede atribuir de manera rigurosa una única causa fundamental, un microbio concreto. La asignación de una relación causal tan clara a algo tan dramático como es una enfermedad humana repercute en otros fenómenos científicos y asuntos sociales.
El ántrax (gangrena, en el bazo) es una enfermedad tan horrible que elimina corderos, cabras y vacas, individualmente o rebaños enteros, y con frecuencia se ha cobrado la vida de granjeros pastores, esquiladores y curtidores. Koch encontraba invariablemente en el bazo y en la sangre de los animales y seres humanos que morían de ántrax las características bacterias en forma de bastoncillo. Otros autores habían realizado observaciones similares y sólo habían supuesto una relación causal entre la enfermedad y dichos corpúsculos.
Koch fue mucho más lejos. Inyectó tejido infectado a un ratón y contrajo el ántrax enseguida, llegando a observar estas bacterias en su bazo y sangre. Los tejidos animales o humanos normales que se inyectaban al ratón no contenían los microbios ni provocaban la enfermedad. ¿Eran los microbios vivos la causa real del ántrax? Koch re suspendió una pequeña porción de tejido infectado en una gota de medio de cultivo hecho con el humor acuoso del ojo de buey. Se sorprendió al comprobar que en unas horas dos microorganismos se habían multiplicado un millón de veces. Con unas cuantas bacterias de la gota sembró otra estéril, y observó nuevamente que se multiplicaban de manera muy efectiva. Incluso después de haber subcultivado ocho veces, la gota de fluido tenía bastoncillos y bastaba una pequeña muestra para desarrollar el ántrax en ratones u ovejas. Las bacterias podían clasificarse ahora como pertenecientes al género Bacillus (del latín baculum, bastón) y a la especie anthracis.
Estos experimentos realizados con el ántrax, repetidos una y otra vez modificando variables, le permitieron desarrollar el protocolo requerido para probar de forma rigurosa que un microbio dado causa una enfermedad concreta:
  1. Encontrar invariablemente el microbio donde se da la enfermedad.
  2. Cultivar una población homogénea del mismo en gran cantidad (por ejemplo, multiplicando su número por un millón).
  3. Emplear dicho cultivo para provocar la enfermedad en un animal susceptible de contagiarse con ella.
  4. Aislar del animal infectado experimentalmente el microbio y hacerlo crecer en un cultivo puro.
Estos criterios, llamados desde entonces Postulados de Koch, eran muy difíciles de satisfacer porque los cultivos bacterianos de un medio nutritivo estaban generalmente contaminados con otros microbios y, en ocasiones, en mayor proporción. ¿Cómo obtener un cultivo puro de un microbio?
Pasteur favorecía el crecimiento de unos microbios sobre otros eligiendo los nutrientes, la acidez, la temperatura y el grado de aireación y seleccionaba el desarrollo de un cultivo o fermentación determinados. Sin embargo, al modificarse las circunstancias, un tipo de microbio que abundara en un cultivo mil millones de veces menos que otro podía multiplicarse y acabar predominando. Las consecuencias aritméticas de una duplicación del número de microorganismos cada veinte minutos son asombrosas. Una de estas células puede generar en diez horas mil millones, lo que supone un peso de un miligramo. En veinticuatro horas, de poderse mantener el suministro de nutrientes y la eliminación de productos de desecho, la masa de bacterias pesaría diez mil toneladas. Si siguieran estas condiciones ideales durante unas cuantas horas más, el cultivo pesaría más que toda la Tierra.
En 1881 se comprobó que la obtención de cultivos puros, esto es, poblaciones originadas a partir de un solo individuo, era impresionantemente simple y esta técnica llegó a ser más indispensable que el microscopio más potente. Aún se usa en todo tipo de investigaciones científicas, industriales y hospitalarias. Aunque Koch la descubrió por accidente, su mente estaba preparada.
Un día se encontraba mirando media patata hervida y observó que había varias manchas pequeñas en la superficie cortada. La diversidad de colores y formas de las mismas atrajo su atención. Con su afición de observar por microscopio todo lo que cayera en sus manos, comprobó con sorpresa que una de las manchas de color gris sólo tenía microbios de forma bacilar, otra de color amarillo presentaba exclusivamente cocos y que una diminuta mota roja sólo contenía microbios serpenteantes parecidos a sacacorchos. Comprendió que cada una de estas bacterias constituía un cultivo puro, derivado a partir de un único germen de los muchos que hay flotando en el aire y que casualmente habían caído en el medio nutritivo, que en este caso era la patata. Para obtener medios sólidos que presentaran una superficie uniforme, añadió gelatina al caldo de ternera y vertió una capa en una lámina de vidrio para que cuajara al enfriarse. Al extender un cultivo microbiano convenientemente diluido se formaron colonias individuales y características constituidas por una progenie de mil millones de individuos (clones) procedentes cada una de un único microbio.
Dejando a un lado dos perfeccionamientos posteriores, el uso de medios nutritivos sólidos para aislar cultivos microbianos puros no ha experimentado ninguna modificación durante el último siglo. Una de estas mejoras consistió en encontrar una sustancia solidificante mejor que la gelatina, ya que ésta se derrite a una temperatura cercana a la del cuerpo y no permite que pueda usarse en climas cálidos o con microbios requieren altas temperaturas de incubación. Frau Hesse, la esposa de uno de los colaboradores de Koch, había usado agar-agar como sucedáneo de la gelatina para hacer mermeladas. Sus amigos holandeses se la habían traído de Batavia, donde se producía a partir de las algas de los mares del este asiático. El agar-agar (o simplemente agar) tenía la afortunada propiedad de fundirse a temperaturas próximas a la de ebullición del agua y una vez fundida podía enfriarse hasta cerca de los 40 °C antes de que adquiriera consistencia y se transformara en un sólido casi transparente.
La otra mejora debida a un ayudante de Koch llamado R. J. Petri, consistió en sustituir las láminas planas de -vidrio por unos platillos de poco fondo con tapadera (Figura 4.16). Un cultivo puede examinarse reiteradas veces en estas placas o platillos de Petri sin que llegue a contaminarse mucho y pueden almacenarse de forma conveniente apilándolas unas sobre otras. Las placas Petri con agar abrieron las puertas para que una pléyade de bacteriólogos descubriera los microbios responsables de cada una de las enfermedades infecciosas. A la base solidificante se añadió toda clase de nutrientes, como azúcares, proteínas, vitaminas, minerales, sangre y extractos tisulares, que favorecieran y permitieran detectar el crecimiento de un microbio concreto y de esta manera fue posible medir la abundancia de cada uno de los microbios en el agua, aire, suelo y fluidos corporales.

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Figura 4.16. La placa Petri contiene un medio nutritivo sólido en cuya superficie se pueden multiplicar las bacterias para formar colonias (clones). El vidrio o plástico transparente con el que están hechas permite la esterilización, el almacenamiento y la observación.

§. Tisis, cólera y otras conquistas de la caza de microbios
Cinco de los cuarenta y cuatro estudiantes de mi clase que ingresaron en la Facilitad de Medicina de la Universidad de Rochester en 1937 contrajeron durante los dos primeros cursos la tuberculosis, número que representaba un valor parecido al de promociones anteriores. Tuvieron que permanecer en reposo y respirando aire fresco en un sanatorio un año o más. Los antibióticos efectivos tardarían todavía diez años en llegar. La mayoría de mis compañeros se recuperó, pero otros no. ¿Cuál era la causa de este contagio tan espantoso? Cincuenta años antes, una de cada siete defunciones producidas en Europa y en los Estados Unidos se debía a la tisis, que así se llamaba anteriormente la tuberculosis. La Gran Plaga Blanca de 1882 sería el próximo safari microbiano de Robert Koch, después de haber triunfado con el bacilo del ántrax. No tenía duda alguna sobre la naturaleza contagiosa de la tuberculosis y su origen microbiano ya que podía transmitirse a animales de experimentación. No obstante, fracasó repetidamente al intentar encontrar organismos en los pequeños nódulos gaseosos y de color gris amarillento llamados tubérculos que había en los tejidos afectados de los pacientes.
Koch sabía que algunos colorantes teñían a los microbios y los resaltaban y caracterizaban, pero ello no sucedía con el microbio de la tuberculosis hasta que descubrió que al extenderse sobre un portaobjetos y desecarse por calentamiento («fijación»), los microorganismos tomaban el tinte más fácilmente. Cuando se trataban los tubérculos de esta manera y se exponían en solución alcalina al azul de metileno, pudo apreciar por primera vez unos sutiles y pequeños bastoncillos azules curvados. Desde entonces siempre los observó en los tejidos tuberculosos, en los esputos de los pacientes con los pulmones afectados y en los animales de experimentación contagiados, pero nunca en los animales o en las personas normales.
Pese a la invariable asociación de dichos bacilos y la enfermedad tuberculosa, Koch no pudo considerarlos a ciencia cierta como la causa de la enfermedad ya que no fue capaz, empleando todos los medios de cultivo conocidos, de propagar los bacilos infecciosos fuera del cuerpo. Otra vez hizo gala de ingenio y persistencia. Ideó un medio que remedaba el interior de los animales. Una jalea de suero sanguíneo coagulado y solidificado en un tubo de ensayo inclinado proporcionaba una superficie en la que podía sembrarse una línea de material tuberculoso. Aguardó muchos días, más de los que eran necesarios para que los bacilos del ántrax u otros alcanzaran un crecimiento vigoroso. Al cabo de dos semanas empezaron a aparecer colonias de los bacilos tuberculosos, con ellas reprodujo la enfermedad en animales de experimentación y de los cuales aisló bacilos virulentos que más tarde se denominaron Mycobacterium tuberculosis.
¿Cómo se contrae la enfermedad? Probablemente, pensaba Koch, a través de la inhalación de los vahos producidos por los enfermos al toser o estornudar. Para comprobar esta hipótesis expuso repetidamente a cobayas y conejos a pulverizaciones de cultivos de bacilo tuberculoso y demostró que cogían la enfermedad. El peligro que se corría al asperjar los cultivos y manipular a los animales era enorme. De haber realizado estos experimentos sus estudiantes, Koch podría haber llegado hasta los noventa años de edad.
En el curso de Patología impartido durante nuestro segundo año en Rochester, presenciamos autopsias de casos de tuberculosis en el cercano Monroe County Hospital, donde se nos instaba a examinar de cerca —prácticamente a respirar las pulverizaciones— los pulmones extraídos recientemente con la finalidad de observar los tubérculos, a resultas de lo cual muchos de nosotros contraíamos la tuberculosis. Resulta extraño e inexplicable que el doctor George H. Whipple, director del Departamento de Patología y decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Rochester, famoso por haber recibido el premio Nobel y muy admirado por sus conocimientos médicos, supiera —o fuera el responsable— de esta peligrosa exposición que podía evitarse fácilmente.
El cólera ha sido durante siglos el azote rival de la tuberculosis. Imagínese la siguiente escena, ocurrida en Alejandría, Egipto, en 1883: el terrible cólera asiático que anteriormente había arrasado Europa en diversas pandemias, matando a cientos de miles de personas a su paso, se había desatado con todo su furor en Egipto procedente de la India, un área en la que es endémica. Llegaron al escenario los dos equipos de cazadores de microbios más famosos del mundo para competir por el descubrimiento del microbio responsable.
Independientemente de la rivalidad para conseguir el premio que suponía este logro científico de primera magnitud estaban las contenidas hostilidades personales y las lealtades patrióticas de las comisiones francesa y alemana. Pacientes moribundos, cadáveres, animalarios, microscopios y el calor abrasador constituían el telón de fondo. Una repentina recesión de la epidemia altera el tempo. El joven y notable científico francés Louis F. Thuillier muere fulminantemente de una infección de cólera y ambos equipos regresan a sus respectivos países, desconsolados y sin resultados concluyentes.
La horrorosa epidemia de cólera que se desata en Calcuta revive al indómito Koch. Parte para allá y en una de cada cuarenta víctimas encuentra bastoncillos en forma de coma. Se hallan en las ropas ensuciadas con el agua de los arrozales, en los intestinos de los pacientes afectados y en los depósitos de agua para beber. Consigue cultivos puros e infecciosos de Vibrio cholerae en caldos de carne y regresa a Alemania donde será recibido como un héroe.
Al identificarse los microbios de cada una de esas enfermedades se logran los medios para evitarlas, mejorándose la higiene, fabricándose vacunas y, años más tarde, prescribiéndose tratamientos de sueros y antibióticos específicos. Las técnicas que se pusieron a punto en el descubrimiento de los bacilos del ántrax, la tuberculosis y el cólera, se perfeccionaron y se aplicaron con éxito a la difteria, la escarlatina y la fiebre tifoidea. Hasta la década de los setenta se creía que los cazadores de microbios tenían la veda abierta porque cada microbio patógeno que aparecía se identificaba al momento con alguno de los conocidos. Pero en dicha década surgieron tres enfermedades que producían defunciones a un ritmo muy elevado y que al principio eran muy misteriosas en lo que respecta a sus orígenes y modo de transmisión. Se ha rastreado el agente responsable de cada una de las tres —la enfermedad del legionario y el síndrome de shock tóxico son de origen bacteriano y el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA) está causado por un virus—, pero para esta última aún no se ha encontrado ningún remedio que la cure ni vacuna alguna para prevenirla.
En algunos casos, los primitivos cazadores de microbios se frustraron por fracasos iniciales que con el tiempo condujeron a importantes descubrimientos acerca de las enfermedades infecciosas. Por ejemplo, se encontró que algunos microbios, como los causantes del ántrax, tétanos y botulismo, pueden prever condiciones adversas y se convierten en esporas con capacidad para hibernar durante años y resistir condiciones extremas de calor y radiación. Uno de los mayores descubrimientos relacionados con los agentes patógenos fue el de los virus, que tienen un tamaño mil veces menor que las bacterias y no pueden verse con el microscopio óptico. Durante los seis años en que dirigí el Departamento de Microbiología de la Universidad de Washington, y oficialmente era microbiólogo, lo que más llegó a fascinarme fue la termoresistencia de las esporas y virus. Estos objetos fenomenales acapararían la atención de mis investigaciones bioquímicas de los treinta años siguientes.

Capítulo 5
Síntesis de DNA

Contenido:
§. ¿De dónde sale el ácido orótico?
§. Salida de los NIH, mi alma mater
§. Emplazamiento del ácido orótico en la ruta principal
§. Rutas alternativas para los monómeros del DNA
§. Síntesis de DNA en extractos celulares
§. Una notable copiadora
§. Extraña replicación sin necesidad aparente de una plantilla
James Watson y Francis Crick comunicaron en 1952 el asombroso descubrimiento de que el DNA consiste en dos cadenas enrolladas en espiral una sobre otra, esto es, una doble hélice. Esta estructura no sólo permitía explicar las propiedades físicas del DNA sino también la forma de reproducirse fielmente en el interior de la célula. Si la significación del escueto artículo de Nature hubiera de medirse por el número de palabras, podría decirse con toda seguridad que se trata de uno de los informes más importantes jamás publicados en Biología. Pero ninguna gema está exenta de defectos. Watson y Crick proponían ingenuamente que la replicación del DNA tendría lugar espontáneamente al alinearse los bloques de construcción al lado de las cadenas parentales, que intervendrían a modo de plantillas. Es poco probable que ni una sola de las reacciones celulares, y no digamos una tan intrincada, vital, rápida y fiel como es la replicación del DNA, proceda sin la catálisis, la dirección y el afinado control que proporcionan las enzimas.
Dos años después de la publicación del histórico artículo de Watson y Crick encontré en extractos celulares una enzima que sintetiza las enormes cadenas de DNA a partir de los sencillos monómeros. Tomando como base esta cronología, se ha supuesto generalmente, cosa que es comprensible, que el descubrimiento de Watson y Crick me animó a buscar las enzimas de la replicación. Pero no fue tal lo que ocurrió. El DNA estaba en 1953 muy lejos del centro de mis intereses. La significación de la doble hélice no irrumpió en mis investigaciones hasta 1956, fecha posterior a la época en que dispuse de la enzima que arma el DNA a partir de los nucleótidos. Me interesé por la replicación del DNA, tema que constituiría el foco de mis estudios durante los últimos treinta años, fundamentalmente gracias a la incansable fascinación que siento por las enzimas.

§. ¿De dónde sale el ácido orótico?
Mis ambiciones se remontan a 1950. Anteriormente había encontrado en los extractos de patata una enzima que inserta una molécula de agua en una de las coenzimas respiratorias y la escinde en sus dos componentes nucleotídicos. Empleando esta enzima aparentemente ordinaria para generar un nuevo material de partida, descubrí la síntesis celular de las coenzimas, y con ello, el modelo bioquímico básico seguido en la biosíntesis de lípidos, esteroides, proteínas y ácidos nucleicos. Al estudiar la manera de construirse una coenzima a partir de un nucleótido, uno de los monómeros del RNA y del DNA, me pregunté si podrían ensamblarse muchos de ellos para formar las cadenas de los ácidos nucleicos. En primer lugar tenía que conocer la síntesis de los propios nucleótidos a partir de moléculas todavía más sencillas. Con Buchanan y Greenberg yendo tras los nucleótidos púricos (A y G) yo me pondría a perseguir la biosíntesis de los pirimidínicos (U, C y T).
Para encontrar las múltiples rutas de la biosíntesis de estos nucleótidos era indispensable trazar el destino de las moléculas marcándolas con uno de los isótopos radiactivos de carbono o fósforo, técnica que se había implantado hacía relativamente poco. Igualmente importante era la separación por medio de los nuevos métodos cromatográficos de los nucleótidos y de las enzimas que los fabrican. Actualmente me resulta difícil recordar, y para mis alumnos imposible de creer, que pudiera hacerse algún descubrimiento sin emplear trazadores radiactivos o métodos cromatográficos. Son estas técnicas las que nos han permitido delinear las intrincadas rutas que han de seguir las moléculas para llegar a formar parte del RNA o del DNA. Este conocimiento fundamental ha tenido repercusiones prácticas tales como diagnósticos y tratamientos más eficaces de muchas enfermedades, gota y cáncer incluidos, y el control de los rechazos de órganos trasplantados.
Los bioquímicos creían alrededor de 1950 que el tráfico metabólico degradativo y biosintético seguía las mismas rutas. Se aceptaba generalmente que la degradación del azúcar a alcohol (en levaduras) o a ácido láctico (en músculo) podía invertirse para obtenerse la primera a partir de éstos. Ya que cada uno de los doce pasos de la ruta es catalizado por una enzima, y puesto que prácticamente todos ellos parecían ser reversibles, se esperaba que la biosíntesis de un carbohidrato fuera simplemente la ruta inversa de su degradación. Lo mismo ocurriría con la biosíntesis de las proteínas y ácidos nucleicos. Esta pre concepción me indujo a estudiar las bacterias del suelo especializadas en vivir usando pirimidinas como fuente de energía y de carbono y nitrógeno. Tenía la esperanza de que la degradación de estas bases orgánicas pudiera revelarme los pasos claves de su biosíntesis.
Otra de las razones por la que recurrí en esa época a los cultivos de enriquecimiento fue, como ya he dicho, la llegada al laboratorio de Osamu Hayaishi, que tenía una considerable experiencia en este tipo de técnicas antes de ponerse a trabajar conmigo como estudiante de pos doctorado. Había nacido en Stockton, California, cuando su padre se estaba especializando en Medicina clínica y regresó a Japón a la edad de dos años. Después de servir durante la guerra en la marina japonesa como médico pensó dedicarse a la Bioquímica. Su primer año de estancia en los Estados Unidos al terminar la contienda lo pasó en la Universidad de Wisconsin, en Madison, trabajando sobre fosforilación aeróbica en el laboratorio de David E. Green. Allí le llamaban sus amigos judíos Sam Schnellstein: Sam por Osamu, Schnell por haya (rápida) y stein por ishi (piedra). Más tarde se trasladó conmigo de los Institutos Nacionales de Sanidad a la Universidad de Washington y fue profesor ayudante, el primer nombramiento que hice siendo director del nuevo Departamento de Microbiología. Volvió a pasar una breve estancia en los NIH hasta que aceptó el prestigioso cargo de catedrático de Bioquímica en Kyoto y con los años sería el bioquímico más destacado de Japón.
Cuando Hayaishi y yo aislamos cultivos puros de bacterias del suelo que consumían ávidamente pirimidinas y medraban con estas sustancias cómo único nutriente nos sorprendió y consternó que se oxidaran a barbituratos, sedantes muy conocidos, en vez de que se transformaran en precursores de la biosíntesis de la pirimidina. En este caso parecía que la ruta degradativa no era una inversión de la biosintética.
Volví al ácido orótico al enfocar de otra manera el problema de la biosíntesis de la pirimidina. Este ácido es uracilo con un grupo carboxilo (-COOH, Figura 5.1).

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Figura 5.1. Al perder el ácido orótico una molécula de dióxido de carbono se transforma en uracilo, una de las cuatro bases de RNA

Su nombre deriva del vocablo griego oros (suero), donde lo descubrieron a la vuelta del siglo dos químicos italianos. Después cayó en el olvido durante casi cincuenta años y volvió a aparecer en escena porque se acumulaba en grandes cantidades en los medios de cultivo de mutantes del moho del pan (Neurospora).
Era presumible que los mutantes (ya sean de Neurospora o de seres humanos) fueran deficientes en la enzima que convierte el ácido orótico en el siguiente intermediario de la ruta metabólica. Dicha enzima podría ser la que transforma el ácido orótico en uracilo al eliminarle el grupo carboxilo; en tal caso dicho ácido sería un intermediario importante de la síntesis de dicha base orgánica. Esta suposición quedaba reforzada por experimentos en los que se trazaba el destino del ácido orótico marcándolo isotópicamente y alimentando con él a la estirpe silvestre de Neurospora o a ratas o haciendo que lo absorbieran rodajas de hígado de estos animales. El ácido orótico se convertía en las pirimidinas que constituyen el RNA o el DNA.
Con todo, la transformación del ácido orótico en la ruta metabólica de las pirimidinas de los ácidos nucleicos no probaba que se tratase de un precursor de la ruta biosintética principal ya que podría estar conectado a ella a través de un ramal que sólo se usara cuando se incorporase al medio de cultivo dicha sustancia. Para resolver esta cuestión, traté de descubrir los mecanismos y la magnitud del origen intracelular de ácido orótico. De nuevo busqué pistas en su metabolismo degradativo. Al no encontrar ninguna actividad en los extractos de diferentes tejidos animales me dispuse a visitar el laboratorio de H. A. Barker, en Berkeley. Con su ayuda aislé una bacteria genéticamente equipada para usar el ácido orótico con fines energéticos y biosintéticos (ver capítulo 4). Regresé a los NIH con la presa y traté de obtener preparaciones libres de células en las que poder purificar las enzimas que llevan a cabo el metabolismo del ácido orótico.
Poco después ingresó en mi laboratorio Irving Lieberman. Durante los años en que lo conocí, Lieb era lo más parecido al prototipo de «científico loco» de todas las personas con las que he trabajado. Nada le amedrentaba ni le desalentaba. Su energía era inagotable, prodigioso su rendimiento. No estaba satisfecho de su doctorado en Medicina veterinaria y cuando lo conocí estaba terminando su PhD en Microbiología, dirigido por Barker. El día en que Lieb llegó a mi laboratorio de Bethesda como becado posdoctoral estaba anocheciendo. Había atravesado el país con su mujer e hijo y fue directamente al laboratorio. Sin apenas saludar, me dijo que deseaba conocer los proyectos de investigación en los que podíamos trabajar e inmediatamente eligió el ácido orótico. Supuse que se tomaría una semana para buscar alojamiento y asentarse y me ofrecí a ayudarle. Me interrumpió con un « ¿Podemos revisar ahora el plan experimental?». Ya era tarde para cenar en casa. Le dije: «Eso será lo primero que hagamos mañana». « ¿Por qué mañana, Doc? Podemos dejar creciendo esta noche algunos cultivos». Me fue imposible disuadirle de que no esterilizara los medios y los sembrara en ese momento. Después supe que su esposa e hijo le habían estado esperando a oscuras encerrados en el coche atestado de equipaje.
Fracasamos muchas veces al intentar extraer de las bacterias una preparación capaz de usar el ácido orótico. Qué ridículo me sentí cuando caí en la cuenta de que el primer paso del proceso podría reflejar el ambiente anaerobio en el que viven estas bacterias. Cuando reforcé el extracto con la forma reducida del NAD, la opuesta a la oxidada más conocida que predomina en las bacterias aerobias, el ácido orótico empezó a desaparecer rápidamente. Después de separar las enzimas responsables de cada uno de los pasos de su degradación, encontramos que se producía ácido carbamilaspártico, un derivado del aminoácido ácido aspártico (figura 5.2). Se trataba de un posible intermediario de la ruta biosintética que conduce al ácido orótico.

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Figura 5.2. Fases del metabolismo degradativo del ácido orótico. Al modificarse esta sustancia por adición de dos hidrógenos (es decir, en su forma reducida), se rompe por una molécula de agua y se forma ácido carbamilaspártico, el cual se transforma seguidamente en un aminoácido (el ácido aspártico) al ser eliminado el grupo carbamilo (N-C-O).

Entonces pensé que el ácido orótico sería probablemente un genuino precursor de la fabricación celular de los monómeros pirimidínicos del RNA y DNA. Estábamos en una encrucijada. Empleando extractos de levadura e hígado podíamos intentar demostrar la síntesis del ácido orótico a partir del aspártico a través del ácido carbamilaspártico.

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Figura 5.3. Se puede analizar el metabolismo del ácido orótico ya sea considerando la ruta «descendente» que se dirige hacia la formación de la sustancia a partir de la cual se origina (el ácido aspártico) o bien estudiando su conversión «ascendente» en UMP, uno de los monómeros del RNA y un precursor del DNA.

Con impaciencia intenté también hallar la forma en la que el ácido orótico se convierte en uno de los verdaderos bloques de construcción pirimidínicos de los ácidos nucleicos. Lieberman también empujaba para que fuéramos «orótico cuesta arriba» (hacia el montaje de los ácidos nucleicos) en lugar de «orótico cuesta abajo» (esto es, hacia su formación a partir de moléculas más pequeñas todavía) (Figura 5.3). Tiramos, por consiguiente, por la ruta «orótico cuesta arriba».

§. Salida de los NIH, mi alma mater
Estos experimentos con el ácido orótico no fueron las únicas encrucijadas a las que hube de hacer frente en 1953. Tenía que decidir si iba a continuar en los NIH o girar hacia poniente y continuar mi carrera en la Universidad de Washington, en St. Louis, ciudad que más tarde sería mi «puerta al (lejano) oeste». La decisión de trasladarme se basaba en dos consideraciones, que resultaron ser errores de juicio. Primera, creía que la creación del Centro Clínico y la orientación patológica de los institutos sofocarían la investigación básica que se hacía en los NIH. Segunda, pensé que la vida administrativa de las universidades era más inspiradora que la de los NIH. Pero resultó que se produjo un florecimiento de la investigación en los NIH y comprobé para mi desconsuelo que la administración y política universitarias pueden ser realmente una carga.
Cuando ingresé en los NIH en 1942, el entonces general cirujano Thomas Parran me hizo saber que le gustaba que sus oficiales del Servicio de Salud Pública tuvieran bordes afilados y fueran agresivos. Por tanto, un nombramiento en dicha institución prometía más que la mera rotación convencional bienal del servicio militar. Los NIH costearon en 1947 mi formación bioquímica con Severo Ochoa, en Nueva York, vistiendo todavía de uniforme, y posteriormente con Cari y Gerty Cori, en St. Louis. Al regresar en 1947 de estas estancias, el Instituto no había variado mucho de cómo lo dejé. Pero al año siguiente se le añadió una S a la palabra Instituto del rótulo del Edificio Administrativo, lo que significaba la creación de diversas categorías, dental, cardíaca, etc. Se estableció la División de Ayudas a la Investigación y empezó a planearse el Centro Clínico.
Pese a tales aires de cambio, los cinco años comprendidos entre 1947 y 1952 fueron los más productivos y gratificantes de mi vida científica. Recuerdo la visita que me hizo Gerty Cori en 1950. Se lamentaba de estar en un laboratorio del gobierno. ¿Cómo podía persuadirle de que trabajar sin descanso en problemas que había elegido yo mismo y que asimilar artículos de trabajos bioquímicos durante noches enteras con amigos y colegas íntimos que tenían mi misma formación y puntos de vista, como Bernie Horecker, León Heppel y Herb Tabor, era un ambiente académico ideal (Figura 5.4).
Muy pocas personas identifican el acrónimo NIH ni saben de su existencia cuando se les dice que significa Institutos Nacionales de Sanidad. Es difícil exagerar los logros de los NIH ya que son la materia prima de la revolución más extraordinaria de las Ciencias Biológicas. En palabras de Lewis Thomas: «Esta magnífica institución resalta por derecho propio como la invención social más brillante en todo el mundo del siglo XX». Es el alma mater de las universidades y me he visto impulsado a interrumpir el hilo de estas memorias para narrar sus orígenes, cómo llegó —citando de nuevo a Thomas— «a hacer algo a la vez singular, imaginativo, útil y correcto» y a explicar las razones de que haya sido y continúe siendo vital para el futuro de la ciencia médica.

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Figura 5.4. Sección de Enzimología de los Institutos Nacionales de Sanidad, 1952. De pie: O. Hayaishi, R. Stroud, H. A. Barker, I. Clark, B. Verham, B. L. Horecker, I. Lieberman, R. Clary, R. Hilmoe, A. Kornberg, H. Klenow. Agachados: L. A. Heppel, P. A.Smyrniotis, W. E. Pricer.

En 1987 se celebraron los centenarios de la fundación de los Institutos Nacionales de Sanidad y del Instituto Pasteur de París. Al contrario del impresionante edificio, plantel y reconocimiento mundial que engalanaron al instituto parisino desde los comienzos, los NIH empezaron siendo un humilde conjunto de laboratorios de una sola habitación por científico en un ático del Servicio de Salud Pública del Hospital de la Marina situado en un extremo de Staten Island. Desde su fundación se expandió con moderada velocidad y cuando ingresé en ellos en 1942 ocupaban seis pequeños edificios en Bethesda. En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial crecieron de forma explosiva y cambió el rostro de la ciencia médica: 13.000 personas que trabajan en 50 edificios repartidos por unos terrenos de Bethesda de 300 acres de superficie, amén de 52.000 científicos en 1.600 instituciones de todo el mundo y un presupuesto anual cercano a los siete mil millones de dólares.
Los logros colosales por los que los NIH se han hecho famosos con toda justicia se deben a la innovación y mantenimiento de este vasto programa de ayudas a la investigación y formación en laboratorios dispersos por todo el mundo. Esta política ha sido la causa más importante de la revolución biológica del período de posguerra. Controlado inicialmente por científicos de los NIH, el sistema de revisar hasta el más mínimo detalle las ayudas y nombramientos ha administrado muchas decenas de miles de millones de dólares teniendo en consideración de forma escrupulosa la calidad y actuando sin ningún tipo de tapujos. No conozco ningún otro programa gubernativo de esta magnitud que haya alcanzado semejante récord. A veces se subvalora el logro que supuso para los NIH la primera reunión de alumnos del año 1975, en Bethesda, sugerida por muchos de nosotros. La conferencia que di con tal motivo trataba de expresar que los NIH habían moldeado nuestra vida, en el sentido más profundo del término, más que ninguna otra facultad o universidad. En la atmósfera de total libertad de unos laboratorios bien equipados y gestionados se introducían en la profesión científica a jóvenes MD y PhD. Algunos se quedaron, pero más de 25.000 se fueron y formaron parte de los equipos de investigación, clínicos y administrativos de muchos departamentos repartidos por todo el mundo. Actualmente pueblan y dirigen —como catedráticos, directores o decanos— los más prestigiosos departamentos universitarios de las ciencias médicas básica y clínica. Constituyen los médicos de los hospitales de vanguardia y los directores de investigación de las principales compañías farmacéuticas. Llevan el nuevo enfoque de su formación biológica o química básicas a las salas de conferencias, laboratorios, estudios y fábricas. Los NIH son ciertamente la UniversidadNacional de la Sanidad.
Por ser uno de los primeros participantes me impresiona contemplar el notable éxito de esta magna institución que empezó su andadura sin el plan o liderazgo de una persona. Si alguna vez llega a escribirse su historia, habrá que citar varios nombres y algunas decisiones políticas claves. Entre las personas más significativas hay que mencionar a James A. Shannon, que dirigió los NIH desde 1955 a 1968, en una época en la que el presupuesto se multiplicó por quince (de 81 millones de dólares a 1.200 millones) y amplió la base científica de la Medicina. John E. Fogarty, un albañil de Providence, Rhode Island, y J. Lister Hill, Senador de Alabama, fueron los santos patrones del Congreso que hicieron posible este crecimiento.
Entre las decisiones políticas resaltaría las siguientes:
  1. Invertir la mayoría del presupuesto en becas externas para universidades y organizaciones de investigación privadas.
  2. Conceder dichas ayudas a título individual a jóvenes y a investigadores consagrados en vez de darlas a departamentos o instituciones.
  3. Otorgar esos premios exclusivamente en base a los méritos científicos juzgados por un plantel de especialistas que no pertenecían al gobierno.
  4. No dejarse influir por consideraciones políticas o geográficas.
  5. omentar la investigación básica, incluso dentro de los institutos dedicados a cuestiones patológicas (corazón, cáncer, etc.).
  6. Conceder nombramientos y becas para la formación de estudiantes pre y posdoctorados.
  7. Ampliar los recursos de intramuros (en Bethesda) con objeto de acomodarse a la enorme expansión investigadora y de formación posdoctoral.
Tal vez sea lo más significativo de esta política la concesión de becas a individuos seleccionados por especialistas. En 1959 formé parte de un grupo de cinco bioquímicos americanos (los restantes eran Konrad E. Bloch, Herbert E. Cárter, Bernard D. Davis y Albert L. Lehninger) que visitó la Unión Soviética a raíz de un programa de intercambio entre las respectivas Academias Nacionales. Después de observar durante un mes la gestión de la investigación en las principales universidades e instituciones soviéticas, el Ministro de Ciencia nos pidió que comparáramos los sistemas soviético y americano.
Le dijimos diplomáticamente: «Su sistema es diferente ya que ponéis la autoridad para regir la investigación en manos de un director nombrado. El control lo ejercen en los Estados Unidos los propios científicos. Inmediatamente después de terminar su formación, el joven científico recurre a una beca de investigación y es juzgado en competencia con otros participantes por un grupo de especialistas de su misma área científica y ajeno a su institución. Si se le concede la beca, se convierte en su propio jefe. El éxito o el fracaso sólo depende de su habilidad.»
Nuestro anfitrión soviético estaba perplejo: «Vuestro sistema es el diferente», y añadió: «Nuestro sistema es el mismo que se practica en todos los países de Europa y en Japón.» Estaba en lo cierto y sigue siendo verdad que en la mayor parte del mundo la dirección de la investigación la lleva un grupo relativamente reducido de científicos consagrados, mientras que el grueso del presupuesto para las investigaciones biológicas en los Estados Unidos recae en miles de investigadores individuales. Y lo que es más, la concesión de becas por especialistas funciona mejor. El avance científico depende de la energía creadora de los individuos.
Un aspecto del programa de ayudas de los NIH que merece más publicidad es la concesión de becas para fomentar la investigación fuera de los Estados Unidos. Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los fondos no llegaban para todos los científicos americanos cualificados, se tomó la decisión de conceder las ayudas a los científicos y laboratorios más sobresalientes con independencia de la nación a la que pertenecieran. Me congratulo de haber jugado un papel en esa decisión.
Las ventajas de este espíritu internacional en la promoción de la Ciencia han demostrado ser mucho más grandes de lo que esperábamos. Además, no habíamos previsto el tremendo empuje que este altruismo daría a la ciencia médica y a la tecnología en los Estados Unidos. Rejuveneciendo a los científicos y laboratorios europeos y japoneses —ciertamente un «miniplán-Marshall» científico comparable al plan Marshall de relanzamiento económico desarrollado después de la guerra- dispusimos de un vasto reservorio de talentos de los tres continentes. De esta manera aprecié que podíamos compartir y generar el avance médico más notable que jamás había conocido el mundo.
A consecuencia del renacimiento de los centros científicos europeos y japoneses fluyó hacia los Estados Unidos una marea de estudiantes dotados e investigadores consagrados. Fueron bienvenidos y muchos se quedaron y enriquecieron las universidades, institutos de investigación e industrias de América. Muchos miles de científicos extranjeros (más de tres mil japoneses), considerando sólo los laboratorios de los NIH en Bethesda, han recibido formación posdoctoral y se han convertido en leales alumnos al regresar a sus países de procedencia. Todo ello contribuyó a la apertura de mercados para la tecnología y los productos farmacéuticos americanos y al establecimiento del inglés como el idioma científico internacional.
La historia de los NIH podría describirse como un experimento de administración científica, arbitraje imparcial e incluso de los aspectos sociales de la Ciencia a la hora de preguntarse uno por la existencia de otros factores que explicaran sus buenos resultados. El programa de Ciencias Agrícolas desarrollado en América durante el mismo período de posguerra puede considerarse como el experimento control. El Departamento de Agricultura conservó toda la autoridad circunscrita a su propia burocracia y limitó la investigación a los pocos laboratorios regionales que había establecidos por el país. No se concedían becas a las universidades e instituciones privadas. Con este sistema obsoleto de gestión, los conocimientos agrícolas básicos quedaron estancados y se avanzó poco en la bioquímica y genética básicas de las plantas y animales domésticos. Sólo recientemente, al introducirse la tecnología del DNA recombinante, ha habido por fin un ligero despertar en el interés y actividad de la ciencia agrícola fundamental.
La reunión de alumnos de 1975 no tuvo lugar por razones sentimentales ni para dar publicidad a los logros pasados y actuales, sino para expresarles la preocupación por el futuro de los NIH. Pese a sus soberbios logros, su dedicación a la Ciencia y la conquista de las enfermedades humanas, los NIH se han convertido en la diana de los recortes presupuestarios y de las fuerzas anticientíficas. Lo destacado no gana nunca en la lucha por la supervivencia. Y en Ciencia resulta más cierto que en otros ámbitos sociales.
He llegado a darme cuenta que las dificultades con las que nuestra sociedad apoya a la investigación se deben a la incapacidad de comprender la naturaleza e importancia de la vertiente básica, tanto por el público lego como por los líderes políticos, los médicos e incluso los propios científicos. La mayoría de las personas no están dispuestas a cargar con la investigación básica a largo plazo ni comprenden la necesidad de que el esfuerzo colectivo requiere una masa crítica. Los conocimientos que no son bien recibidos o no se explotan, se pierden, como sucedió con los descubrimientos genéticos fundamentales de Mendel. La inmensa mayoría de los legisladores no aceptan la aparente irrelevancia de la investigación básica. Si en la Edad de Piedra se hubieran concedido becas de investigación, es casi seguro que las más importantes habrían recaído en los proyectos de construcción de las mejores hachas de piedra y que los críticos de la época ridiculizarían a las pocas y descabelladas concesiones relacionadas con materiales como el hierro o el bronce. El público no se da cuenta que cuando los científicos que se dedican a la investigación básica solicitan fondos para financiar sus proyectos disponen de argumentos menos articulados y temperamentales para justificar lo que hacen. En una sociedad en la que vender es tan importante, en la que el mensaje es el medio, estos inconvenientes pueden presagiar la extinción.

§. Emplazamiento del ácido orótico en la ruta principal
En 1953 sabíamos que el ácido orótico podía convertirse en uno de los monómeros pirimidínicos de los ácidos nucleicos, pero no estábamos seguros si se localizaba en la ruta principal o formaba parte de un ramal. Para averiguar si iba derecho «cuesta arriba» hacia el nucleótido de uracilo, marcamos con carbono radiactivo su grupo carboxilo con la esperanza de que, de ser así, se liberara y pudiera identificarse entonces el dióxido de carbono radiactivo (Figura 5.1). En realidad se liberó una pequeñísima cantidad de radiactividad al incubar el ácido orótico etiquetado con extractos de levadura o hígado. La reacción era bastante débil ya que sólo se afectaba menos del uno por ciento de las moléculas del ácido orótico. Con todo, nos sentíamos animados porque esta reacción, aunque fuera insignificante, requería que suministráramos otros componentes necesarios para que el uracilo se transforme en el nucleótido correspondiente, fundamentalmente ribosa con un grupo fosfato enlazado en el carbono 5, y ATP, presumiblemente para aportar energía u otro tipo de activación. En el verano de 1953, mientras me hallaba en Pacific Grove, California, aprendiendo Microbiología general, Lieberman, que se había venido conmigo a la Universidad de Washington en calidad de instructor, permaneció en St. Louis y trabajó intensamente para mejorar la eficiencia de la reacción, pero no logró ningún progreso.
Después de regresar en otoño a St. Louis tuve un pensamiento afortunado. En vez de emplear extractos de levadura o hígado, ¿por qué no usar ambos? Tanto las células de levadura como las hepáticas hacen uracilo a partir del ácido orótico y seguramente por la misma ruta. Tal vez nuestros extractos de hígado fueran deficientes en una de las enzimas y los de levadura en otra. ¡Increíble! La reacción era explosiva, cientos de veces más pronunciada de lo que habíamos conseguido anteriormente. El contador de radiactividad se volvió loco, una de esas raras ocasiones que sólo ocurren una vez en la vida. Era obvio que al menos se requerían dos enzimas. Como había supuesto, una de ellas abundaba en los extractos de levadura pero no llegaba a sobrevivir en las preparaciones de hígado y la otra se extraía muy escasamente en las preparaciones de levadura y abundaba en las de hígado. Al mezclar los dos extractos se complementaban mutuamente. Ahora teníamos que purificar las dos actividades. «Lieb, ¿cuál te gustaría purificar?» «Escogeré la de levadura», me respondió. Eso me dejaba el hígado. La enzima hepática resultó ser la más original y atractiva, una clara candidata a ser una de las enzimas más hermosas. Lieb se quejaba con frecuencia de mi suerte por haber cogido la más preciosa.
Comprobé que el extracto de hígado producía una sustancia a partir de los dos reactantes (ATP y ribosa fosfato) que podía emplear el extracto de levadura cuando se añadía al sistema ácido orótico. De hígado de paloma en polvo extraje una mezcla de proteínas que catalizaba la reacción entre el ATP y la ribosa fosfato 25 veces mejor que el material crudo de partida. El producto de la misma hacía que la enzima de levadura desprendiera el dióxido de carbono del ácido orótico (Figura 5.5). ¿Qué es exactamente lo que hace la enzima hepática? La mejor hipótesis consistía en admitir una activación de la ribosa fosfato por transferencia del grupo fosfato terminal del ATP a su carbono número uno y una posterior unión del ácido orótico a él. En realidad la revista británica Nature había publicado un artículo sobre la existencia de un derivado de la ribosa con dos grupos fosfato (uno en el carbono 1 y otro en el 5) y se rumoreaba que el laboratorio de Buchanan había encontrado lo mismo.

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Figura 5.5. La enzima hepática produce una forma activada de ribosa-P con el concurso del ATP la cual es transformada por la enzima de levadura al eliminarse del ácido orótico dióxido de carbono y producirse una forma de uracilo sin identificar.

Seguidamente intentamos separar y purificar el producto activado derivado del sustrato de partida usando la nueva y poderosa técnica de la cromatografía que había aprendido cuatro años antes. Este procedimiento lo usó por primera vez en 1906 el botánico ruso Michael Tswett. Al filtrar un extracto de hojas por un estrecho tubo de vidrio empaquetado con tiza en polvo se sorprendió de ver, «como los rayos luminosos en un espectro», que a medida que el líquido percolaba por la columna se separaban distintas bandas de colores, verdes para las clorofilas y amarillas, rojas y naranjas para los carotenoides (Figura 5.6).

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Figura 5.6. Columna de cromatografía, a) Se aplica a una columna empaquetada con un adsorbente (como almidón o tiza) una mezcla de sustancias (como un extracto de pigmentos foliares), b) Haciendo pasar un disolvente apropiado por ella se podrán separar las sustancias.

Los pigmentos que se adsorbían con poca intensidad migraban más rápidamente y se eluían de la columna secuencialmente como sustancias relativamente puras. Escribió Tswett: «Llamo cromatograma a tal preparación. Resulta obvio que el fenómeno de adsorción descrito no se restringe a los pigmentos clorofílicos y ha de suponerse que todo tipo de compuestos químicos, tengan color o no, están sujetos a las mismas leyes».
Durante el proyecto Manhattan, que hizo posible la construcción de la bomba atómica, se emplearon columnas empaquetadas con cambiadores iónicos (parecidas a los desionizadores domésticos de agua) para separar y concentrar productos en cantidades traza resultantes de la fisión nuclear. En 1949 pasé un día en Oak Ridge, Tennessee, con Waldo E. Cohn, que había aprendido cromatografía de intercambio iónico durante el año que pasó trabajando en el ejército y ahora se encontraba aplicándola a la separación de nucleótidos derivados de la hidrólisis enzimática de los ácidos nucleicos. Estaba emocionado e impresionado por el poder de la técnica ya que una mezcla de nucleótidos, inseparables por los procedimientos anteriores consistentes en precipitaciones selectivas con metales, se podía resolver haciéndola pasar por el cambiador iónico Dowex 1 fabricado por Dow Chemical Company.
La separación y recuperación sólo dura unas pocas horas y es simple y elegante. Apliqué de inmediato la cromatografía de intercambio iónico para descubrir la localización del tercer fosfato del NADP. Ahora, en 1954, intentaría aislar con este método la forma activada inestable del fosfato de ribosa.
Mi ayudante de investigación Emie Simms intentó separar en primer lugar el producto de la reacción llevada a cabo con la enzima hepática. Uno de los «picos» eluidos serialmente de la columna contenía la mayoría del producto obtenido con la enzima hepática que al incubarlo con la de levadura liberaba el dióxido de carbono del ácido orótico. Reunió las muestras del pico y determinó su contenido en fosfato. La razón fosfato/ribosa era cercana a dos, confirmando las ideas de los investigadores que pensaban que la activación de la ribosa fosfato entrañaba la adición de un grupo fosfato al carbono 1.
No me encontraba cómodo con el resultado porque se basaba en el análisis realizado en un sistema formado por muestras mezcladas. Insistí en que debíamos desarrollar más columnas y analizar cada una de las fracciones eluidas. Cuando lo llevamos a efecto, obtuvimos unos valores sorprendentemente distintos. La razón entre el fosfato y la ribosa era en cada una de las fracciones que formaban el pico cerca de tres en lugar de dos. Trabajando deprisa y a baja temperatura para contrarrestar la presunta inestabilidad del producto resultante del fosfato de ribosa conseguimos aislarlo intacto. Tenía dos fosfatos (un grupo pirofosfato) en el carbono 1. ¡Se trataba de una clase de reacción totalmente nueva! El acrónimo que utilizamos para nombrar al fosfato de ribosa activado, 5-fosforribosil 1 -pirofosfato, fue PRPP. A la enzima que lo fabricaba le llamamos PRPP sintetasa.
Tres años después, en 1957, Gobind Khorana contribuyó a elucidar la forma en que la enzima fabricaba el PRPP a partir del ATP. El difosfato terminal de la cadena trifosfatada que tiene éste es capturado por un ataque del fosfato de ribosa (Figura 5.7). Khorana nos devolvía con su estancia en St. Louis la visita que le habíamos hecho el verano pasado a su laboratorio de Vancouver, Columbia Británica, los Bergs (Millie y Paul), mi familia y yo. Paul y yo habíamos ido a aprender sus nuevas técnicas químicas para enlazar fosfatos y aminoácidos con los nucleótidos al objeto de producir los precursores que necesitábamos para estudiar la síntesis enzimática del DNA y las proteínas.

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Figura 5.7. El fosfato de ribosa se activa adquiriendo los dos fosfatos terminales de una molécula de ATP y se produce PRPP (fosforribosil-pirofosfato).

En años posteriores, y haciendo gala de un talento singular para combinar las técnicas químico-orgánicas y enzimológicas, pudo sintetizar fragmentos de DNA que le permitieron descifrar el código genético, trabajo que le valió compartir el premio Nobel de 1968.
Me identifiqué con Gobind pese a que nuestra formación era muy diferente. Los dos nos habíamos esforzado para realizar contribuciones científicas. Se había criado en la única familia letrada que había en un pueblecito del Punjab de unos cien habitantes. La preparación que necesitó para poder ingresar en la universidad se la proporcionó un maestro itinerante que visitaba el pueblo mensualmente. Consiguió una beca para estudiar la carrera en Leeds y un nombramiento posdoctoral con Vladimir Prelog, en Zurich, y Alexander Todd, en Cambridge. Por carecer de trabajo en la India, aceptó una plaza de investigador en Vancouver, pero la Facultad de Química de la Universidad de la Columbia Británica le ignoró. Finalmente, en la Universidad de Wisconsin, en 1960, dispuso de los medios para explotar su extraordinaria capacidad y energía para integrar los conocimientos químicos y biológicos.
En un encuentro que tuvimos Gobind, Francis Crick y yo, Crick le preguntó la razón de haberse dedicado a trabajar con DNA. Gobind le respondió que al haber tenido éxito con la síntesis química del ATP, lo intentó con la molécula más compleja de la coenzima A, lo cual le llevó a intentar otras condensaciones más complicadas de cadenas de nucleótidos. Finalmente, todo ello lo encarriló hacia la síntesis de un trozo de DNA, es decir, de un gene. Igual que me había sucedido a mí, un descubrimiento le había llevado al siguiente. Éramos conscientes de la importancia del DNA y nos fascinaba tanto el viaje como el destino. El estilo de Crick, por el contrario, consistía en buscar los grandes diseños y, para su buena fama, los encontró.
Durante el trabajo de 1954 con el PRPP recuerdo los incidentes divertidos del inconfundible José Fernandes, miembro de la Fundación Rockefeller de la Universidad de Sao Paulo y, últimamente, afortunado agricultor de cítricos. Sus notas de laboratorio describían a los compañeros que iban con él a la fábrica de cerveza para recoger las levaduras, el camino por donde iban, etc. Había anotaciones como las que siguen: « ¡Santo cielo!, tiré el precipitado en vez del sobrenadante». Un día que estaba revisando sus experimentos le dije: «José, no comprendo lo que insinúas», y él respondió: « ¿Insinuar yo? ¡Nada! ¡Tú eres el que insinúas! ¡Insinúas continuamente!».

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Figura 5.8. La enzima de levadura dirige la transferencia de la ribosa-P procedente del PRPP al ácido orótico. El producto, llamado orotato de fosforribosilo, pierde dióxido de carbono por la acción de otra enzima de levadura y se convierte en uridínmonofosfato, UMP, uno de los monómeros del RNA y un precursor del DNA.

Con el PRPP en la mano, Lieb purificó la actividad de la enzima de levadura que eliminaba el dióxido de carbono del ácido orótico y producía el nucleótido de uracilo (Figura 5.8). Comprobó además que se necesitaban dos enzimas. La primera dirigía el ataque del ácido orótico al carbono 1 del PRPP, desplazando el grupo de pirofosfato y liberando al hoy día familiar pirofosfato inorgánico. La segunda eliminaba seguidamente el dióxido de carbono y producía el uridínmonofosfato, el nucleótido de uracilo que se encuentra en el RNA.

§. Rutas alternativas para los monómeros del DNA
El PRPP había abierto la puerta del fosfato de uridina, uno de los cuatro nucleótidos que forman el RNA. ¿Sería la clave también de la síntesis de los otros nucleótidos del RNA y del DNA? ¿Existiría una activación de alguno, como la del monofosfato de adenosina, que se convertía en di y trifosfato de forma sucesiva y originaba el cacareado ATP? Éstas y otras emocionantes posibilidades llenaban mi mente hasta hacerla rebosar. Había para hacer más cosas de las que podía. Me sentía ansioso e incómodo de que pudieran escapárseme preciosos descubrimientos. Mi equipo de investigación constaba en el año 1954 de sólo cinco personas. Dos de ellas, mi esposa Sylvy y Paul Berg, que acababa de incorporarse con una beca posdoctoral, estaban atareados con otros proyectos interesantes. Sylvy iba tras la pista de la enzima que hace el misterioso polifosfato, que es una larga cadena compuesta de grupos fosfato. En la levadura y otras células se acumula en grandes cantidades y anteriormente se llamaba volutina y se había confundido con un ácido nucleico con una columna vertebral rica en fosfato. Puesto que sus grupos fosfatos están activados, como ocurre en el ATP o en el pirofosfato, podría ser que su importancia metabólica rivalizara con la del ATP.
Paul se dedicaba a descubrir nuevas fuentes de pirofosfato. Cuando llegó al laboratorio el año anterior, yo deseaba saber si la síntesis de las coenzimas podían explicar toda la síntesis de pirofosfato. Disponíamos de un ensayo sencillo para descubrirlo. Al invertirse la síntesis coenzimática, el pirofosfato marcado radiactivamente se recupera como ATP y éste puede absorberse completamente en carbón en polvo. La reposición de los fosfatos terminales del ATP con pirofosfato podía, por tanto, medirse fácilmente, incluso en un extracto celular crudo. (Un poquito de buen carbón se guardaba durante muchos años como «oro negro».) Paul encontró inesperadamente que otras enzimas también intervenían en estos intercambios, una de las cuales usa ATP para activar el ácido acético y otra activa al aminoácido metionina. Estas reacciones y otras parecidas resultaron ser más adelante de capital importancia en la síntesis de lípidos de membrana, esteroides y proteínas.
Ya que Sylvy y Paul no podían echar una mano, Lieb, Simms y yo tendríamos que trabajar más firmemente todavía para cosechar los descubrimientos relacionados con los nucleótidos. Inmediatamente encontramos en extractos de hígado y levadura las enzimas que convertían el monofosfato de uridina en sus formas di y trifosfatadas, lo que condujo a Lieb a hallar otra enzima que usa el trifosfato de uridina como sustrato. Uniendo amoníaco (NH3) lo transformaba en el trifosfato de citidina, que es el estado activado de otros de los componentes pirimidínicos del RNA. También encontramos la enzima que condensa PRPP con adenina para formar el fosfato de adenina y ribosa (ARP), el nucleótido adenídico, y otra enzima llamada HGPRTasa que hace otro tanto con la guanina para formar el otro nucleótido púrico. Ahora parecía que disponíamos de los cuatro monómeros del RNA y podíamos hacer presión para descubrir las enzimas que los montaban en una molécula gigante.
Al principio nos confundió el hecho de que la ruta que conduce a los nucleótidos pirimidínicos difiera de la que lleva a los púricos. Para fabricar nucleótidos de uracilo o citosina, se construye en primer lugar el anillo pirimidínico (el ácido orótico) y seguidamente se une —a través del PRPP— al azúcar fosfato. Buchanan y Greenberg descubrieron que en la síntesis de los nucleóticos púricos (adenina y guanina), un fosfato de ribosa activado (posteriormente identificado como PRPP) proporciona la base sobre la que ha de construirse el complejo anillo de la purina a partir de unidades más pequeñas.
Y lo que es más, estábamos detrás de las enzimas que pudieran también condensar con PRPP la adenina o guanina preformadas para construir directamente los nucleótidos. Resultaba obvio que las células podrían haber explotado desde hace mucho tiempo la capacidad de algo tan precioso como es un anillo de purina hecho ya. ¿Disponían las células de mecanismos análogos que le permitieran salvar las purinas o pirimidinas con un azúcar enlazado (nucleósidos) pero sin grupos fosfato? Encontramos enzimas, llamadas quinasas (en griego, mover) que transferían el fosfato del ATP y fabricaban nucleótidos a partir de precursores no fosfatados.
Me parecía claro que las células pudieran emplear las dos rutas para fabricar los monómeros de los ácidos nucleicos. Por una, que denominé de novo (en latín, otra vez), se sintetizan los bloques de construcción a partir de moléculas más sencillas (como azúcar fosfato, aminoácidos, dióxido de carbono) en una serie de diez o más reacciones enzimáticas (Figura 5.9). Se producen los monómeros de adenina (A), guanina (G), citosina (C), uracilo (U) y timina (T) con el grupo azúcar fosfato ya enlazado y en este estado activado están listos para convertirse en ácidos nucleicos. En otro conjunto de rutas, que denominé salvamento, se reciclan las porciones de los monómeros que se liberan al descomponerse los ácidos nucleicos celulares o se originan durante la digestión de los alimentos, y se convierten en monómeros activados (Figura 5.10).
Lo que conocía de las rutas biosintéticas de los precursores de los ácidos nucleicos se basaba en los estudios enzimáticos realizados con bacterias, levaduras y células hepáticas. Supuse equivocadamente que el tráfico que va por la ruta de salvamento es menor que el que circula por la de novo. El significado peyorativo de la palabra «salvamento» también nos distrajo de poder apreciar la importancia vital de estas rutas. No estaba lo bastante atento a los desórdenes humanos de la síntesis de purinas, como la gota, ya que las bacterias y las palomas no se quejan. Por esa razón quedé sorprendido en 1967 al enterarme que el grotesco y fatal síndrome de Lesch-Nyhan podría estar causado por la deficiencia de una enzima concreta de la ruta de salvamento, a saber, de la HGPRTasa. Los niños que nacen con esta mutación, un defecto en la enzima que salva la G (añadiéndole un grupo fosfato), la convierten en ácido úrico y acaban padeciendo gravemente de gota y mostrando profundas alteraciones mentales (ver capítulo 3). Se han descubierto más ejemplos en los que la función defectuosa de otras enzimas de salvamento se traduce en una disminución del tráfico metabólico que conduce a problemas en el sistema inmune y otros desórdenes fatales.

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Figura 5.9. La biosíntesis de los nucleótidos pirimidínicos, como el UMP, entraña la unión de ribosa-P (procedente del PRPP) a la estructura pirimidínica previamente formada (ácido orótico, por ejemplo). Por el contrario, en la biosíntesis de los nucleótidos púricos (como el AMP), el PRPP se incorpora a los precursores (tales como aminoácidos) de la estructura purínica.

Cuando se llevaron a cabo mediciones cuantitativas tanto en seres humanos como en microorganismos pudimos apreciar que las rutas de salvamento son esenciales en muchas circunstancias. Las neuronas carecen de la ruta de novo y dependen totalmente de los precursores salvados por los hepatocitos. Los organismos y células deficientes en la ruta de novo como resultado de enfermedades, envenenamiento, drogas, agotamiento metabólico o una velocidad de producción de monómeros inadecuada por las razones que sean, dependen de las rutas de salvamento.

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Figura 5.10.—Las rutas biosintéticas de los nucleósidos son de dos tipos generales: rutas de novo en las que los nucleótidos (A*, G*, C*, U*, T*) se construyen a partir de moléculas más pequeñas (dióxido de carbono, amoníaco, azúcar, aminoácidos) y rutas de salvamento en las que los nucleótidos o porciones de los mismos (A, G, C, U, T) proceden de la digestión del RNA o DNA de los alimentos o del recambio intracelular.

El reciclaje es muy importante en el metabolismo y al fallar se produce una acumulación en masa, como en el caso del ácido úrico, que plantea serios problemas de eliminación. Los patrones del tráfico molecular que se da en la síntesis, desmontaje y salvamento de los monómeros son intrincados y están ingeniosamente controlados. Aunque estos circuitos son básicamente los mismos en toda la naturaleza, difieren en los detalles de unas especies a otras e incluso entre las distintas células y tejidos de un organismo.
En las conferencias sobre el metabolismo de los ácidos nucleicos que he dado durante veinticinco años he descrito la gota, una enfermedad única entre los seres humanos, como el resultado de dos desafortunados acontecimientos evolutivos. Uno consiste en que todos los primates y aves han perdido el gene de la uricasa, una enzima que en los demás mamíferos y en los invertebrados transforma el ácido úrico en alantoína, una sustancia mucho más soluble y factible de excretar. El otro es la adquisición de un mecanismo renal, ausente en los demás primates, que reabsorbe más ácido úrico y lo reintegra al torrente circulatorio. A consecuencia de esas dos mutaciones, los niveles sanguíneos y de plasma intersticial son en los seres humanos diez veces más elevados que en los restantes primates, un valor peligrosamente próximo al punto de cristalización.
Actualmente parece que podía haberme equivocado al considerar desafortunado la selección de los mecanismos de retención del ácido úrico en seres humanos hasta alcanzar el valor más elevado posible. Bruce Ames, de la Universidad de California en Berkeley, ha indicado que el ácido úrico, por ser un potente antioxidante, podría intervenir de primera línea defensiva en la desintoxicación de ciertas sustancias contenidas en los alimentos y en la atmósfera y que son responsables de procesos oncogénicos, mutagénicos y contribuyen al envejecimiento. Desde este punto de vista pudiera ser incluso más efectivo que la megadosis diaria de dos gramos de vitamina C. En lugar de considerar los elevados niveles de ácido úrico en los fluidos corporales humanos como un error, habría de verse como una eficaz adaptación surgida durante el período de 60 millones de años de la evolución de los primates para compensar la incapacidad de sintetizar vitamina C y el abandono de una dieta consistente en enormes cantidades de vegetales ricos en dicha sustancia.

§. Síntesis de DNA en extractos celulares
Uno de los estímulos para embarcarme en la síntesis de los ácidos nucleicos se produjo en 1953 como consecuencia de las obligaciones que tenía al ser nombrado director del Departamento de Microbiología Médica de la Universidad de Washington en St. Louis. Intentando introducir algo del aroma bioquímico en los programas tradicionalmente descriptivos de la Microbiología, ideé una práctica de laboratorio para demostrar que ciertas bacterias (como los estreptococos) segregan enzimas que degradan el DNA. Aislé del timo de ternera algo de DNA con esta finalidad. El paso final de la técnica de aislamiento consiste en enrollar en una varilla de vidrio el mechón de las blancas hebras del material genético parecido al algodón dulce. (Ver directamente al DNA fue casi tan emocionante como un nuevo descubrimiento. Hay pocas cosas en Bioquímica que sean visualmente excitantes; generalmente sólo se puede seguir el movimiento de la aguja de un espectrofotómetro o mirar el centelleo de un contador de radiactividad como indicación de éxito o fracaso.) De no haber reunido un generoso acopio de DNA para las clases prácticas, y poder usar parte de él, la realización de experimentos sobre su síntesis habría quedado aplazada.
Al saber la forma en que las células sintetizan y activan los elementos de construcción nucleotídicos de los ácidos nucleicos resultaba natural que en 1954 me dedicase a la búsqueda de las enzimas que los arman en RNA y DNA. El reto que ello suponía fue considerado una audacia por la mayoría de mis colegas. La síntesis de almidón y grasas fue considerada en un tiempo como algo imposible de llevar a cabo fuera de las células vivas y, sin embargo, se había podido realizar en el tubo de ensayo con ayuda de las enzimas adecuadas. Pero la disposición monótona de las unidades de azúcar en el almidón o de las unidades de ácido acético en las grasas son gritos en la lejanía comparados con el tamaño miles de veces superior del DNA y la precisión genética con que se ensamblan las unidades nucleotídicas.
Todo lo que tenía que hacer es seguir la tradición bioquímica clásica que habían practicado mis maestros durante el presente siglo. Siempre fui de la creencia que un bioquímico dedicado a las enzimas podría reconstruir en el tubo de ensayo cualquier proceso metabólico llevado a cabo por las células. ¡Y, de hecho, mejor! Sin las limitaciones que operan en una célula intacta, el bioquímico puede manipular las concentraciones de los sustratos y enzimas y elegir el medio que favorezca la reacción que desee.
Resulta afortunado que las moléculas de RNA o DNA se agreguen (precipiten) al acidular las disoluciones que las contienen mientras que los nucleótidos con los que están hechas siguen disueltos. Este simple fenómeno permite separar unas de otros y recuperarlos. Etiquetando un nucleótido con fósforo o carbono radiactivo se puede seguir su incorporación a las cadenas de RNA o DNA. Este fue el procedimiento que empleamos con extractos de la bacteria intestinal común Escherichia coli. Este organismo se había convertido en 1954 en el objeto favorito de los estudios bioquímicos y genéticos que se realizaban en todo el mundo y sustituía a la levadura, nuestra fuente de enzimas, por tener un crecimiento más rápido.
Exploré la síntesis del RNA con mi nuevo ayudante posdoctoral Uri Littauer, que venía del Instituto Weizmann de Israel. Había nacido en Israel, luchado en la Guerra de la Independencia de 1948 y se contaba entre los primeros científicos- soldados que hicieron su doctorado en Israel. Más tarde regresaría a dicha institución y llegó a destacar en este sobresaliente centro de investigaciones. Uri y yo preparamos ATP marcado en la adenina y observó que, tras exponerlo a un extracto de E. coli, una pequeña pero significativa cantidad de la radiactividad podía precipitarse (presuntamente como RNA) al acidular.
¿Estábamos en presencia de una genuina reacción enzimática? Dedujimos que sí lo era por tres razones: 1) la actividad del extracto celular era inestable; 2) su desarrollo dependía del tiempo (de diez a treinta minutos), y 3) la temperatura óptima estaba entre 30 y 37°C, un intervalo en el que se favorece el crecimiento de la bacteria. Littauer progresaba en el fraccionamiento de las proteínas del extracto para poder enriquecer las que fueran necesarias para la reacción y eliminar las irrelevantes o que interfirieran. Éramos conscientes de que íbamos tras algo de mucha importancia como es la síntesis enzimática del RNA.
En 1955 también me puse a perseguir la síntesis del DNA y conté con la ayuda inestimable de Morris Friedkin, que se hallaba en un edificio cercano de la Universidad de Washington. Había ingresado en el Departamento de Farmacología después de haber realizado su formación posdoctoral en Copenhague con Hermán Kalckar, donde descubrió la enzima que fabrica timidina. El DNA se distingue del RNA en que tiene timina (T) en vez de uracilo (U) y el azúcar desoxirribosa, esto es, ribosa que carece de oxígeno en el carbono 2 (Figura 5.11). La enzima de Friedkin condensa timina con desoxirribosa-1-fosfato (Figura 5.12) en un proceso análogo al que Kalckar había descubierto cuando las purinas y pirimidinas se hacían reaccionar con la ribosa-1 -fosfato.

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Figura 5.11. Dos características distinguen al RNA del DNA: en el primero hay ribosa y uracilo (U) y en el último desoxirribosa (pentosa a la que le falta oxígeno en el carbono 2) y timina.

Friedkin fabricó con su enzima timidina al incubar con ella una pequeña cantidad de timina marcada con carbono 14 radiactivo y desoxirribosa y comprobó que la timidina marcada era absorbida por las células en rápido crecimiento de la médula ósea de conejo o de los meristemos radicales de cebolla e incorporada al DNA de esos tejidos.

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Figura 5.12. —La timidina, uno de los precursores del DNA, se sintetiza por medio de una enzima que dirige el ataque de la timina a la desoxirribosa-fosfato (activada en el carbono 1) y libera el grupo fosfato. La reacción es reversible.

Pese a mis consejos, Friedkin no se sentía inclinado a investigar la incorporación de timidina al DNA en extractos obtenidos rompiendo células. Sin embargo, salvó generosamente el líquido de reacción sobrante de sus experimentos celulares y pude recuperar timidina radiactiva para emplearla en ensayos con extractos de E. coli.
Los resultados eran variados. Al contrario de lo que ocurría con la médula ósea y las raíces de cebolla, muy poca de la timidina radiactiva se convertía en una forma que tuviera las propiedades del DNA. Después de una hora de incubación con el extracto bacteriano a 37 °C, se pudo recoger una pequeña cantidad de radiactividad en un precipitado insoluble en ácido que probablemente podría ser DNA. Se midieron 68 desintegraciones por minuto, que representaban menos del 0,01 por 100 del millón de desintegraciones por minuto del que habíamos partido y era ligeramente superior al encontrado en una muestra de timidina que no había reaccionado por haberse incubado con el extracto a una temperatura de 0°C. El aumento atribuible a la acción enzimática se hallaba en el límite de significación. Dado que en posteriores intentos no pudieron mejorarse los resultados centré mi atención en una reacción más vigorosa. Del 10 al 15 por 100 de la timidina se transformaba en una forma soluble semejante a la forma fosforilada de los bloques de construcción nucleotídicos. Denominamos a estos nuevos compuestos «timidina X» y teníamos la esperanza de que pudieran ser mejores precursores para la síntesis del DNA que la timidina.
En este momento, primavera de 1955, visitó St. Louis Hermán Kalckar y nos trajo algunas noticias sorprendentes que nos hicieron recapacitar. Para Littauer eran devastadoras. Ochoa y sus colaboradores de la Universidad de Nueva York acababan de descubrir la síntesis enzimática del RNA a partir del ADP (difosfato de adenosina). Se trataba de un hallazgo que no se esperaban. Marianne Grunberg- Manago, una becaria posdoctoral, había estudiado el mecanismo de la síntesis de ATP en el metabolismo energético empleando extractos de una bacteria fijadora de nitrógeno (Azotobacter vinelandii). Tras descubrir lo que parecía ser una incorporación de fosfato radiactivo a la posición terminal del ATP, comprobó más tarde que en realidad se incorporaba a las moléculas de ADP que contaminaban la preparación de ATP. A instancias de Ochoa y dirigida por él, procedió a purificar la enzima responsable y quedó confundida al ver que no podía explicar la gran cantidad de ADP de partida. El ADP aparecía entre los compuestos que tenían las propiedades del RNA y fue capaz de demostrar que la enzima fabricaba cadenas parecidas al RNA al condensar muchas moléculas de ADP y otros nucleósidos difosfatos (tales como GDP, UDP y CDP) (Figura 5.13).

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Figura 5.13. Se puede armar una cadena parecida al RNA a partir del difosfato de adenosina (ADP) y otros nucleósidos difosfatos por eliminación de grupos fosfato. La reacción es reversible y está catalizada por una enzima llamada polinucleótido fosforilasa.

La reacción era fácilmente reversible y la escisión del RNA por fosfato lo convertía en nucleósidos difosfatos. Ochoa denominó a la enzima polinucleótido (RNA) fosforilasa en reconocimiento de su capacidad para escindir el RNA con fosfato así como para hacerlo (con liberación de fosfato). El nombre fue una elección presciente ya que las investigaciones posteriores pusieron de manifiesto que la verdadera función celular de la enzima es la degradación del RNA en vez de la síntesis.
En base a esta nueva información me pasé al uso del ADP en lugar del ATP para realizar nuestros estudios con E. coli. Inicialmente me había esmerado en excluir el ADP haciendo uso de un potente «sistema regenerador»: un gran suministro de un compuesto fosforilado junto con la enzima específica que rápidamente transfiere su grupo fosfato al ADP y convierte, por consiguiente, cualquier traza de ADP en ATP. Con menos ADP, el sistema de regeneración, la velocidad y desarrollo de nuestra reacción eran más grandes, de modo que hicimos rápidos progresos en la obtención de la enzima de E coli altamente enriquecida. Sus propiedades eran muy parecidas a las descritas por el grupo de Ochoa.
Estábamos profundamente decepcionados. Sólo habíamos confirmado la existencia de la polinucleótido fosforilasa en otra bacteria. Habíamos dado el clásico patinazo y perdido el descubrimiento del verdadero sistema de síntesis del RNA. Ser capaz de explicar un fenómeno no es garantía en modo alguno de que sea la única explicación del mismo o la mejor. En este caso concreto, nos habíamos desviado del descubrimiento mucho más importante de la RNA polimerasa dependiente del ATP en lugar del ADP. Al cambiarnos a éste y rastrear la actividad sintética de la polinucleótido fosforilasa perdimos la enzima fundamental para el funcionamiento y crecimiento celulares, la que es responsable de la transcripción génica de la ruta de la síntesis de proteínas.
Pasó un año antes de volver a repetir el experimento de tratar de convertir la timidina radiactiva en una forma insoluble en ácido indicadora del DNA. Los resultados en diciembre de 1955 eran los mismos: una vez más sólo se convertía una pequeña cantidad de este precursor. No obstante, habían cambiado dos cosas. La primera consistía en que la radiactividad de la timidina era tres veces mayor y los resultados parecían más impresionantes. La otra, creyendo que me había perdido en la síntesis del RNA, comencé a considerar la síntesis de DNA como un premio más codiciado.
El ensayo de la incorporación al DNA de la timidina radiactiva era un asunto simple. Expuse el producto a una enzima del páncreas llamada DNasa (desoxirribonucleasa) cuya función en la digestión consiste en desdoblar la molécula gigante de DNA en sus constituyentes nucleotídicos. Después de unos pocos minutos de actuar la DNasa, la radiactividad, que previamente había sido atrapada en la pastilla obtenida al centrifugar la muestra tratada con ácido, había desaparecido. Realmente parecía como si la timidina, aunque fuera escasamente, hubiera entrado a formar parte del DNA.
Me pregunto si de no haberme animado el diagnóstico de la acción de la DNasa hubiera tenido la voluntad de perseguir una luz tan débil. Nunca se homenajeará lo bastante a este miembro del proletariado enzimático ni a los investigadores que lo hicieron posible. La enzima que se aísla del jugo pancreático sólo degrada al DNA. Maclyn McCarty y Oswald T. Avery, del instituto Rockefeller, la emplearon por primera vez para demostrar, en uno de los experimentos más históricos de toda la Biología, que el DNA es el material genético. Moses Kunitz llegó a cristalizarla posteriormente.
Antes de calcular los resultados que arrojaban las lecturas de radiactividad del contador Geiger le relaté a Robert Lehman, que había llegado tres meses antes para trabajar conmigo como becario posdoctoral, el experimento de la DNasa. Bob había pasado su infancia en Europa durante la Segunda Guerra Mundial y había regresado a Baltimore para estudiar en la Universidad Johns Hopkins. En sólo unas pocas semanas había hecho un descubrimiento impresionante en un problema de importancia. El DNA del virus T2 que infecta a E coli tiene en su citosina (uno de los cuatro constituyentes del DNA) un radical CH2OH, cosa que no ocurre con otros DNA. Nos preguntamos por la manera de fabricarse esta nueva forma. Bob ya había encontrado extractos de células infectadas con el virus T2 que podían llevar a cabo esta modificación del nucleótido de citosina y estaba empezando a purificar la enzima responsable.
Me sorprendió que al oír mis resultados de la DNasa me dijera repentinamente que quería abandonar su proyecto y trabajar conmigo sobre la síntesis de DNA. ¡Qué decisión más osada y fatal! Y se vino al mío. Confirmó mis resultados y en días sucesivos mejoró el nivel de síntesis de DNA en una serie de experimentos que nos convencieron de que estábamos en algo complicado e importante. Bob encontró pronto que el fosfato de timidina, el nucleótido completo, era un precursor mucho mejor que la timidina y aumentaba la síntesis de dos a tres veces. Más tarde demostró que el trifosfato de timidina era todavía mejor.
Al perfeccionar los ensayos de la síntesis de DNA en estos extractos crudos, nuestra meta era evidente: purificar la enzima que ensambla los nucleótidos en una cadena de DNA, esto es, la DNA polimerasa. Las ideas más complejas y reveladoras de la reacción procederían de explorar la función del DNA que había incluido en la mezcla de reacción en mi anterior intento de incorporar timidina al DNA.
En informes que he escuchado desde entonces sobre el descubrimiento de la DNA polimerasa se dice que incluí DNA para que actuara como una plantilla a causa del modelo que habían propuesto para la replicación dos años antes Watson y Crick. Podía usar DNA de cualquier procedencia: E. coli, timo de ternera o esperma de salmón. Según esa creencia, la idea de un cebador para el DNA, con objeto de proporcionarle un extremo por el que poder alargarse, surgió muchos años después (Figura 5.14).
Ni hablar. Yo añadí DNA en los primeros experimentos esperando que sirviera de cebador del crecimiento de una cadena de DNA. Y lo hice por influencia del trabajo que Cari y Gerty Cori habían realizado con el crecimiento de las cadenas de carbohidrato por medio de la glucógeno fosforilasa. Ellos fueron los primeros en demostrar que el montaje de un polímero, en este caso una cadena parecida a la del almidón, depende de la presencia de una cadena que pueda alargarse. Al explorar la síntesis de DNA no pensé que descubriría inmediatamente un fenómeno sin precedentes en Bioquímica, a saber, la dependencia tan absoluta que tiene una enzima por su sustrato, ya que la plantilla ha de instruirla.
También había añadido DNA por otra razón importante. Sabiendo que la hidrólisis del DNA por nucleasas de los extractos de células rotas superaba con mucho a la síntesis, esperaba que algunas de las moléculas de DNA de la gran población de partida incorporasen timidina marcada por síntesis y que algunas sobrevivieran a la acción de las nucleasas. Después de varios meses Bob Lehman y yo comprobamos, con sorpresa y regocijo, que el DNA añadido no sólo protegía el producto de las nucleasas y parecía actuar de cebador, sino que además cumplía otras dos funciones esenciales. Era ciertamente fundamental como plantilla y también proporcionaba los bloques de construcción que no teníamos. Esto último se lograba al hidrolizarse en nucleótidos por las DNasas existentes en el extracto. Estos nucleótidos se activaban por cinco enzimas contenidos en el extracto que empleaban el ATP que nosotros suministrábamos y generaban los nucleósidos trifosfatados de A, C y G y el de la T marcada que incluíamos en la mezcla de reacción. Aún no se conocían en esa época los nucleótidos activados y no podíamos añadirlos deliberadamente a nuestro sistema experimental.
Estaba claro que el camino era descubrir y purificar todas las enzimas esenciales para la síntesis de DNA y, antes que nada, la propia enzima polimerizante, esto es, la DNA polimerasa.

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Figura 5.14. La síntesis de DNA catalizada por la DNA polimerasa requiere tres elementos: á) Una cadena cebadora que proporcione un extremo al que puedan añadirse nucleótidos y alargarse, b) Un nucleótido (activado en su forma trifosfatada) que encaje en el lugar libre siguiente de la plantilla, c) Una plantilla o molde que guíe el emparejamiento del nucleótido entrante (A con T, G con C o a la inversa

§. Una notable copiadora
De todos mis asuntos amorosos con las enzimas, el de la DNA polimerasa ha sido con mucho el más apasionado y duradero. Pero conservo vínculos sentimentales con muchas otras. Cuando mis alumnos y colegas se reunieron en mayo de 1988 en San Francisco con motivo de la celebración de mi setenta aniversario pensé que sería divertido seleccionar entre algo más de la treintena de enzimas con las que he trabajado mis diez favoritas. Inmediatamente quedé sorprendido de la lista. Las seis primeras habían sido descubiertas entre 1948 y 1955 y sólo había sitio para seleccionar cuatro entre más de veinte atractivas candidatas que aparecieron en los treinta años siguientes. (Las seis eran: nucleótido pirofosfatasa de patata, NAD sintetasa, ácido fosfatídico sintetasa, PRPP sintetasa, polifosfato sintetasa y DNA polimerasa.) Después de pensar un poco me parecieron claras las razones de haberlas elegido. Estoy vinculado más sentimentalmente con las enzimas estudiadas en la época de mi vida en que yo mismo obtenía los resultados desde la concepción al parto.
Al leer las notas de laboratorio referentes a las exploraciones preliminares de la síntesis de DNA en extractos de células rotas siento escalofríos al ver a lo que nos enfrentábamos tan inocentemente. Las señales que seguíamos apenas eran detectables, el suministro de bloques de construcción era escaso y primitivo, disponíamos de pocas y desafinadas técnicas de fraccionamiento de enzimas y carecíamos de guías genéticas para las enzimas de la ruta sintética. Pero mi fe en el poder de la Bioquímica era tan grande que habiendo ideado un ensayo creía que siempre era posible introducir una cuña en esta pequeña grieta y emplear el martillo de la purificación enzimática para llegar a la solución.
Maurice (Moish) Bessman, becario posdoctoral, y Steven Zimmerman, estudiante graduado, se unieron a mí en la primavera de 1956 y con Bob Lehman, Sylvy, Ernie Simms y uno o dos más en nuestro laboratorio de veinte por veinte. Julius Adler ingresó un año después como becado posdoctoral. Hacinados, excitados, compartiendo buen humor, ideas y reactivos, llegamos a producir unos resultados mucho mejores de los que habríamos conseguido de haber estado diluidos en un espacio mayor y separados por tabiques.
En mayo, seis meses después de haber comenzado a trabajar sobre la síntesis de DNA en extractos celulares, comuniqué algunos progresos significativos en el histórico simposio de la Universidad Johns Hopkins titulado «Bases Químicas de la Herencia». Muchos de los treinta y siete artículos presentados generarían el tsunami de la Biología molecular. Un estudiante actual equipado con los conocimientos establecidos acerca de las acciones de la DNA polimerasa quedaría sorprendido de las incertidumbres de mi trabajo. Pero aún así, quedaba clara nuestra euforia por hallarnos en el camino que nos llevaría a conocer la replicación del DNA.
Las macromoléculas requeridas para la acción sintética comprendían tres fracciones y se describían como: «una fracción termoestable que contenía el DNA —lo que actualmente se considera el cebador—, y dos fracciones enzimáticas S y P, cada una de las cuales se habían purificado más de 100 veces». La fracción S tenía la enzima que actuaba sobre el DNA para producir los tres nucleósidos trifosfato que no añadíamos (G, A y C); la fracción P contenía la enzima que los montaba en una cadena de DNA y que empezamos a denominar «polimerasa». De ella dijimos que «solamente actúa bajo la notable condición de que estén presentes los cuatro nucleósidos trifosfato». El alargamiento de las cadenas tendría que estar dirigido por una plantilla de DNA, como habían propuesto en su modelo Watson y Crick. Pero carecíamos de las pruebas que permitieran afirmarlo.
En nuestras conclusiones podía leerse: «Queda por resolver la cuestión decisiva de cómo se forma biológicamente DNA específico. Por encima de la investigación experimental, se convierte en un objetivo inmediato la síntesis enzimática de un factor transformante bacteriano.» La replicación fiel del factor transformante bacteriano al que nos referíamos es un segmento de DNA que contenga el gene responsable de una característica determinada. Al introducir esta pieza de DNA en una estirpe receptora se le confiere la propiedad encontrada en la donante. Para poder ensayar factores transformantes fuimos al Instituto Rockefeller de Nueva York y pedimos a Rollin Hotchkiss que nos aconsejara sobre el factor de Pneumococcus pneumoniae. Invité a Sol Goodgal para que viniera a St. Louis y nos enseñara a ensayar el de Hemophilus influenzae. Más adelante, Walter Bodmer y Joshua Lederberg, en Stanford, nos ayudaron en la síntesis de DNA genéticamente activo de Bacillus subtilis. ¡Estábamos tan esperanzados!
En primer lugar había que purificar la fracción P que contenía la polimerasa. Muchos años más tarde, al abandonar el salón de conferencias de Berkeley después de haber dado un seminario sobre mi trabajo, oí que un estudiante le decía a otro:
« ¡Qué aburrido debe ser purificar enzimas!». Me entristeció el no haber sido capaz de transmitir toda la emoción que siento sobre este trabajo. Tal vez debiera haber empleado la metáfora del escalador.
Antes de embarcarse uno en la purificación de una enzima es decisivo elegir una fuente abundante de la misma. La mejor para la DNA polimerasa resultó ser un cultivo en crecimiento de E. coli. Aunque encontramos actividad polimerasa en los tejidos animales, su lento crecimiento, cien veces menor que el de coli, iba parejo con los bajos niveles de la enzima E. coli infectada con virus fabrica DNA a una velocidad diez veces mayor de lo normal y atrajo en primer lugar mi atención relativa a los misterios de la síntesis de DNA, pero sus actividades polimerasa exhiben unas complejidades que nos llevó varios años resolver. Continuamos examinando extractos de otra bacteria de rápido crecimiento (Bacillus subtilis) sólo para encontrar los numerosísimos enzimas que degradan las proteínas, polimerasa incluida.
Una parte importante de nuestros primeros esfuerzos consistió en cultivar la bacteria. Para obtener una onza [5] de células bacterianas había que cultivar doce frascos de cuatro litros de capacidad conteniendo un litro de cultivo cada uno y airearlos a 37 °C en un agitador mecánico. Ello suponía un largo y fatigoso día de trabajo. Después adquirimos un reactor de 100 litros en el que sembrábamos 60 litros de cultivo bien aireado y podíamos recoger casi una libra de células [6]. Andando el tiempo llegamos a disponer de un equipo adecuado que nos suministraba Grain Processing Corporation, de Muscatine, Iowa. Un fermentador de 10.000 galones [7], de los que generalmente se usan para obtener alcohol a partir del líquido de remojo de los cereales, nos producía 200 libras de bacterias. Partiendo de este material conseguíamos al cabo de un mes de trabajo cerca de medio gramo de enzima casi pura. Actualmente es mucho más sencillo. Con las técnicas de la ingeniería genética se puede programar a E. coli para que produzca una cantidad de enzima cien veces superior y aislarse con la décima parte del esfuerzo ya que una libra de células puede rendir en dos días un gramo de enzima pura.
¿Cómo se puede extraer el jugo de las células bacterianas teniendo en cuenta que mil millones de ellas no ocupan sino el volumen de un grano de arena? Intentamos diferentes métodos de desintegración mecánica: pulverizándolas en un mortero o en una batidora eléctrica con diminutas bolitas de vidrio, comprimiéndolas en una prensa a una presión de 2.000 libras por pulgada cuadrada [8] seguido de una rápida liberación a través de un pequeño orificio o bombardeándolas con ondas sonoras de alta frecuencia (ultrasonidos). La extracción sónica nos proporcionó el mejor rendimiento en DNA polimerasa con el mínimo esfuerzo y un material de partida razonablemente estable para aislar la enzima. Años después, al investigar las enzimas que faltaban para la replicación del DNA, estos procedimientos resultaron ser muy drásticos y hubimos de recurrir a procedimientos químicos más sutiles para romper las paredes externas y las membranas internas de las células bacterianas.
Para purificar la DNA polimerasa a partir de extractos de E coli intentamos en 1956 un cierto número de procedimientos que separaban las proteínas según su tamaño, forma, carga eléctrica y capacidad de unión a diferentes adsorbentes. Puesto que no conocíamos de antemano las propiedades de la enzima, la técnica a seguir tenía que ser totalmente empírica. Con un buen paso se obtenía el 80 por 100 de la actividad enzimática en una fracción que sólo contenía el 20 por 100 de las proteínas de partida, lo que significaba una purificación de cuatro veces. El paso consistente en una precipitación bastante selectiva de los ácidos nucleicos unidos a proteínas con el antibiótico básico estreptomicina era sensacional: lograba purificar cuarenta veces sin que se perdiera prácticamente la actividad. Nuestra enzima estaba casi pura después de seis pasos: habíamos comenzado con un extracto crudo que contenía una mezcla de miles de proteínas distintas y una actividad de una parte de cada 5.000 y habíamos recuperado el 20 por 100 de la original.
La recompensa inmediata por haber purificado la DNA polimerasa era desembarazarnos de la mayoría de las enzimas que alteraban nuestros sustratos y sobre todo de las nucleasas que degradaban el DNA. Podíamos sintetizar cantidades de DNA mucho mayores de las que partíamos y tenían el tamaño, la forma y las propiedades químicas características del DNA aislado de células animales, vegetales y bacterianas. Esta síntesis requería absolutamente que se añadiera DNA y las formas activadas (trifosfatadas) de sus constituyentes A, G, T y C. La omisión de alguno de ellos reducía la síntesis de DNA en más de 100 veces, que caía a los niveles basales, esto es, la que se observaba sin añadir enzima o incubando de 30 a 37 °C.
Todos estos descubrimientos se describieron en dos artículos titulados «Enzymatic Synthesis of Deoxyribose Acid. I. Preparation of Substrates and Partial Purification of an Enzyme from E. coli» y «II. General Properties of the Reaction». En octubre de 1957 se enviaron al Journal of Biological Chemistry. Aproximadamente después de un mes nos devolvieron los manuscritos sin aceptarlos. No ponían objeciones al núcleo de los trabajos, en los que se describían por primera vez las formas trifosfatadas de los bloques de construcción del DNA, los procedimientos para sintetizarlos y el aislamiento de una enzima que los polimerizaba. La caracterización del producto no se criticaba, excepto que no debería llamarse DNA.
Algunos de los árbitros anónimos, que eran diez especialistas en investigación de ácidos nucleicos, insistían en que debíamos llamar a nuestro producto sintético de forma precisa, aunque fuera insípida, es decir, ácido polidesoxirribonucleótido en vez de DNA. Uno de ellos, que logré identificar gracias a su inequívoco estilo literario cáustico, indicaba que teníamos que demostrar que nuestra sustancia sintética tenía actividad genética para poder calificarla de DNA. ¿Por qué? Este criterio únicamente se seguía en menos del 2 por 100 de los artículos sobre DNA que aparecían en las revistas bioquímicas. Después de varios intercambios de correspondencia decidí retirar los trabajos. Entonces, John Edsall, que conocía la controversia e iba a hacerse cargo de la dirección de la revista, intervino. Deseaba que se publicaran los trabajos y me pidió que esperara. Los artículos aparecieron en el número de mayo de 1958.
¿Podíamos demostrar que el DNA sintetizado enzimáticamente era una copia fiel de la plantilla? Para que así fuera, la composición del producto sintético había de satisfacer dos criterios. Uno es una característica que se encuentra en todos los DNA. Puesto que A siempre se empareja con T en una doble cadena de DNA, las proporciones de A y T tienen que ser iguales; de forma similar, el emparejamiento de C y G dicta la equivalencia entre ellas. El otro criterio es una característica del DNA de la especie concreta que se usa como plantilla, fundamentalmente, la razón A-T/C-G. Este cociente oscila según los organismos desde menos de 0,5 hasta cerca de 2,0.
En el verano de 1958 éramos capaces de determinar la composición de los DNA sintéticos hechos con un cierto número de plantillas. ¡Los resultados eran demasiado buenos para ser ciertos, pero ahí estaban! Las equivalencias de A y T y G y C eran exactas: para cinco cebadores oscilaban entre 0,98 y 1,02. Los resultados de las cantidades relativas de los cuatro constituyentes, expresados en forma de razón pares A-T/pares G-C, eran igualmente impresionantes. Por ejemplo, al partir de DNA de E coli, que presenta una razón media de 0,97, obteníamos un producto con un cociente A+T/G + C de 1,02. El valor del DNA del fago T2 que infecta a E. coli es 1,90 y nosotros obteníamos uno de 1,92. Estas concordancias eran muy estrechas y gratificantes. Las razones no se alteraban cuando modificábamos las concentraciones relativas de los monómeros A, T, G y C para comenzar la síntesis o variar el desarrollo de la misma desde el 2 por 100 de la plantilla añadida hasta una cantidad diez veces mayor. El artículo publicado en el número de diciembre de 1958 de Proceedings of the National Academy of Sciences concluía: «Estos resultados sugieren que la síntesis enzimática de DNA por la polimerasa de E. coli representan la replicación de una plantilla de DNA».
¿Estaban los demás convencidos de que la polimerasa dependía de las directrices de una plantilla? Pese a datos tan notables, algunos bioquímicos no lo estaban. Cuando presenté estos resultados en un seminario del Departamento de Bioquímica de la Universidad de Yale, mi anfitrión Joseph Fruton, bioquímico destacado, autor del mejor libro de texto de Bioquímica de su tiempo y un erudito en Historia de la Ciencia, estaba escéptico. Me dijo: «Arthur, una enzima está diseñada para dirigir una reacción específica. No se conoce ningún caso en que la enzima reciba instrucciones de su sustrato». A lo que respondí: «Joe, la replicación del DNA es un acontecimiento singular en la vida de la célula». Pero dejando eso a un lado, ¿de qué otra manera se podían explicar mis resultados? No había ninguna otra alternativa y no la habrá. Quedaban todavía muchas preguntas. ¿De qué forma retiene la enzima a la plantilla? ¿Con qué rapidez y hasta qué punto la copia? ¿Con qué precisión?
¿Cuál es la fidelidad con que se copia la plantilla? Al emparejarse erróneamente una G con una T o una A con una C se obtiene una mutación, una falta en el DNA que puede permanecer indeleble. Si este segmento del DNA codifica una proteína es probable que sea defectiva a consecuencia de este error de replicación del gene. ¿Con qué fidelidad replicaba nuestra enzima la secuencia del gene, cuya longitud media es de unos 1.000 nucleótidos? Los análisis de nuestro DNA sintético sólo nos revelaban que, con un pequeño porcentaje de error, reproducíamos la composición general de los A, T, G y C del DNA pero no indicaban en modo alguno la distribución en el producto. Faltaban más de veinte años para que se desarrollaran los métodos rutinarios con los que secuenciar fácilmente los nucleótidos del DNA.
En colaboración con John Josse, un becado posdoctoral que acababa de salir de residente en el Hospital General de Massachusetts, ideé un procedimiento para determinar la frecuencia con la que aparecían en un DNA sintético cada uno de los pares formados por los cuatro nucleótidos. Existen dieciséis posibles formas de agruparse con el «vecino más próximo»: AA, AG, AT, AC, GA, GG, GT, GC, TA, TG, TT, TC, CA, CG, CT y CC. El procedimiento para determinar el porcentaje relativo que representa una de estas secuencias se basa en las sencillas operaciones sucesivas siguientes:
  1. Se sintetiza DNA con uno de los cuatro sustratos (por ejemplo, el APPP) marcado radiactivamente en el fosfato más interno que formará parte de él. (Figura 5.15)
  2. Se degrada el producto sintético hasta nucleótidos individuales con una nucleasa (DNasa) que escinde el esqueleto de azúcar-fosfato de una manera concreta. Esta se lleva a cabo invariablemente en el lado del fosfato marcado que lo separa del azúcar al que estaba enlazado en el sustrato original. De esta manera el fosfato marcado queda unido al azúcar que hay al final de la cadena en crecimiento con el que reacciona, esto es, con su «vecino más próximo». En el ejemplo de la figura 5.15 el vecino más próximo del sustrato A marcado radiactivamente es G.
  3. Se separan los nucleótidos A, G, C y T por cromatografía. La cantidad de radiactividad que presente cada uno indica la frecuencia con la que A estaba unido a A, T, G y C.
  4. Se repite todo el procedimiento tres veces usando cada vez un sustrato distinto marcado radiactivamente: GPPP, TPPP y CPPP.
  5. Se calcula fácilmente la frecuencia o porcentaje de cada una de las dieciséis formas en que pueden agruparse los monómeros de dos en dos.
Los resultados fueron todo lo que podíamos esperar. Cada uno de los DNA sintéticos mostraba una distribución característica de las secuencias del vecino más próximo y razonablemente podíamos inferir que dicha distribución era un reflejo de las secuencias del DNA concreto que se le había dado a copiar a la enzima.

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Figura 5.15. Procedimiento para determinar las secuencias del «vecino más próximo». Se sintetiza DNA a partir de los cuatro sustratos, uno de los cuales (APPP) lleva el fosfato más interno marcado radiactivamente. A continuación se hidroliza el DNA sintético con una dnasa que deja el fosfato radiactivo enlazado al carbono 3 de la desoxirribosa de su vecino inmediato. (Ver texto.)

Cuando analizamos estos datos se pudieron extraer consecuencias más impresionantes aún que revelaban una característica fundamental de la organización básica de la doble hélice. Durante los siete años transcurridos desde que Watson y Crick habían propuesto la ordenación doblemente helicoidal de las cadenas de DNA había permanecido sin resolver la cuestión de si se dirigían en la misma dirección o iban en direcciones opuestas. Los análisis de rayos X en los que se basaba el modelo no permitían elegir entre esas dos posibles orientaciones de los esqueletos del DNA (Figura 5.16). Cuando dispusimos las dieciséis secuencias del vecino más próximo del DNA sintético tal como debieran haber estado alineadas en las dos cadenas de la doble hélice surgió un resultado sorprendente. Cuando las secuencias se situaban en cadenas orientadas en direcciones opuestas los porcentajes de cada uno de los pares adyacentes de las dos cadenas concordaban perfectamente.

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Figura 5.16. Las dos hebras de la doble hélice orientadas en la misma dirección (izquierda) o en direcciones opuestas o antiparalelas (derecha).

Por el contrario, si se orientaban las cadenas en la misma dirección, la abundancia de las secuencias enfrentadas no coincidían. Esta relación se daba en los DNA de las células animales y bacterianas que se ensayaron y no podía dudarse que la actividad sintética de la enzima nos revelaba una de las propiedades fundamentales del DNA: ¡Las dos cadenas de la doble hélice del DNA se dirigen en direcciones opuestas! Dicho técnicamente: son antiparalelas.
De las muchas frecuencias de parejas que determinamos, una fue y sigue siendo una curiosidad misteriosa: la secuencia CG se encuentra en células animales en un porcentaje que representa la cuarta parte de la que se da en bacterias o de la secuencia GC. Puesto que el lenguaje del DNA es universal en toda la naturaleza, esta propiedad única de las especies animales requiere una explicación. ¿Indica en el DNA de los animales esta secuencia de baja frecuencia algún gene o es un mero accidente evolutivo?

§. Extraña replicación sin necesidad aparente de una plantilla
Cuando dispusimos de polimerasa suficientemente pura para sintetizar DNA en grandes cantidades anhelábamos desesperadamente demostrar, desde 1957 en adelante, que el producto que fabricábamos tenía actividad genética. Empleamos un DNA procedente de Hemophilus influenzae como plantilla que previamente se había probado que presentaba capacidad de transformar (esto es, que podía transferir genes de una estirpe a otra). En lugar de aumentar esta actividad en función del tiempo, descubrimos que se perdía constantemente. La preparación enzimática parecía estar relativamente libre de nucleasas. Al intentar explicar este fallo, realizamos un descubrimiento sorprendente que proporcionó una idea sobre la evolución del DNA y de nuevas moléculas que resultó de valor incalculable para realizar cientos de estudios sobre el material genético.
Teniendo en cuenta que la actividad genética de una cadena de DNA se puede destruir por la hidrólisis enzimática de sólo unos pocos monómeros, era obvio que necesitábamos un método más sensible para poderlos detectar. Howard Schachman, de la Universidad de California en Berkeley, cedió el dispositivo y la experiencia para medir la viscosidad que generan las cadenas de los polímeros. Howard pasó con nosotros el año sabático de 1957. Se había especializado en bioquímica física y había adquirido experiencia para trabajar con los ácidos nucleicos gracias a las investigaciones que había llevado a cabo con Wendell Stanley y otros autores sobre el virus del mosaico del tabaco. Uno de los instrumentos utilizados en estos estudios es el viscosímetro, que sirve para determinar la viscosidad de una disolución midiendo el tiempo que tarda en atravesar un capilar de longitud dada. Tanto los largos y delgados cilindros del virus del mosaico del tabaco como las sinuosas hebras de DNA confieren viscosidad a las disoluciones que los contienen. Unas pocas roturas en el DNA son suficientes para que disminuya la viscosidad de la muestra.
Con objeto de descubrir si nuestra preparación de polimerasa podía estar rompiendo el DNA, un día de diciembre de 1957 Bob Lehman vertió en el viscosímetro una disolución con la enzima y DNA de timo de temerá. Para simular las condiciones de replicación añadió los restantes ingredientes necesarios excepto uno. Omitió el sustrato G (la desoxiguanosina trifosfato) porque era el más difícil de preparar y los suministros eran escasos. Comenzó a disminuir ligeramente la viscosidad. Después de treinta minutos, lo que duraban nuestros experimentos de síntesis, la viscosidad había descendido el 10 por 100, presumiblemente debido a la hidrólisis del DNA por alguna nucleasa.
Normalmente el experimento se habría dado por finalizado en este punto. Pero como el viscosímetro no estorbaba donde estaba colocado y Bob tenía que acudir a un examen en la planta de abajo, lo dejó tomando lecturas cada cuarto de hora. Al cabo de cinco horas la viscosidad de la preparación había descendido a la mitad del valor de partida. Entonces empezó a ocurrir algo extraño. La viscosidad comenzó a subir lentamente al principio y después aumentó de forma constante. Resultaba evidente que alguna cosa había resultado mal. Tal vez alguna partícula de suciedad obturaba el delgado tubo del viscosímetro. Uno de nosotros dijo: «Seguramente será perder el tiempo, pero deberíamos repetirlo otra vez».
Al realizar Bob el mismo experimento, obtuvo el mismo resultado. No parecía probable que el tubo se ensuciara a consecuencia del crecimiento de un contaminante bacteriano. Creyendo que era imposible que pudiera fabricarse nuevo DNA en ausencia de G, un monómero esencial, omitió posteriormente C y usó una preparación nueva de enzima. Otra vez disminuyó gradualmente la viscosidad a lo largo de cuatro horas y comenzó a subir abruptamente hasta alcanzar un valor seis veces mayor que el inicial. ¿Qué sería lo siguiente? Omitió todos los monómeros excepto T. La viscosidad cayó igual que en los anteriores experimentos y en esta ocasión continuó siendo baja. No se dio ningún «efecto Lázaro».
Tanto A como T se requerían absolutamente, lo mismo que la enzima. En este caso parecía que se estuviera armando realmente un polímero. Con una plantilla de DNA de timo de ternera, ¿cómo podía tener lugar la síntesis sólo con A y T?, ¿cómo se produciría el emparejamiento de C y G cuando se encontraran en la plantilla? «Eliminemos la plantilla de DNA.» Después de una fase de latencia de seis horas se produjo un pequeño aumento de la viscosidad y después se dio un ascenso algo mayor. Dos horas después, la viscosidad había alcanzado un valor muy elevado, igual que antes.
Podía demostrarse inequívocamente que se estaba formando DNA nuevo marcando radiactivamente A o T. Después de un intervalo de varias horas y pese a la ausencia de una plantilla de DNA, tanto si hubiera C y G como si faltaran, la enzima fabricaba DNA nuevo usando cantidades iguales de A y T. Al «sembrar» otra reacción, aunque sólo fuera con menos del 1 por 100 del producto obtenido en otra anterior, desaparecía el retraso. El producto resultante, generado espontáneamente o por siembra, tenía una estructura de lo más sorprendente. Los análisis del vecino más próximo nos permitieron deducir que las «aes» y las «tes» se alineaban en cadenas emparejadas con una secuencia alternante perfecta y una longitud de diez mil o más eslabones

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Parecía como si se formaran pequeñas cantidades de este extraño DNA independientemente de la plantilla que hubiera y posteriormente actuaba de cebador y plantilla para auto reproducirse. La síntesis tenía lugar tanto más rápidamente, hasta que se agotaban las existencias de A y T, cuanta mayor fuera la cantidad de plantillas existentes.
Estos hallazgos solucionaron inmediatamente un problema que nos había estado importunando durante meses. En alguno de los experimentos diseñados para ensayar la función que tenía el DNA de actuar como plantilla, el contenido en A y T del producto era mayor que el que había en el DNA de partida. Ahora estaba claro que estas reacciones anómalas se habían producido en mayor grado de lo normal y que el exceso de A y T en el producto se podía explicar perfectamente por estas cadenas de composición alternante. Aliviaba que pudiéramos ser capaces de dar cuenta de la discrepancia de nuestros datos, pero ahora habíamos de enfrentarnos a una cuestión más difícil aún: ¿Cómo se puede explicar la generación espontánea de una molécula de DNA?
En el gran número de publicaciones que aparecieron en 1960, tres años después de descubrir el poli A-T, no se describía la forma en que nos habíamos encontrado casualmente con él. El renombrado biólogo George Beadle y su esposa Muriel, una escritora científica, me escribieron diciéndome que les intrigaba la generación espontánea de las moléculas de DNA y que les había impresionado la audacia de los experimentos que llevaron a su descubrimiento. Yo podía desengañarlos fácilmente en lo que se refería a la «audacia», pero no sabría informarles acerca del origen y significado evolutivo del nuevo polímero.
Disponíamos de pocas pistas. Una era que una minúscula cantidad de polímero primara de forma efectiva la rápida y extensa síntesis del polímero. Esta síntesis se puede medir espectrofotométricamente ya que la polimerización de los monómeros del DNA en una doble hélice lleva pareja una disminución de la absorción de la luz ultravioleta del 30 por 100. No obstante nos sorprendió que en experimentos sucesivos disminuyera el tiempo de latencia desde muchas horas a unos pocos minutos. El misterio se resolvió por fin cuando prestamos atención a la manera de lavar los tubos de ensayo. Durante años habíamos lavado a conciencia con detergente los tubos de vidrio. No bastaba. Sólo cuando se lavaron con una disolución de ácido fuerte empezó a observarse regularmente que la síntesis del polímero no tenía lugar hasta que transcurría una fase de latencia de muchas horas. Era evidente que trazas del polímero quedaban pegadas a las paredes de vidrio y aunque no pudieran detectarse con el espectrofotómetro eran suficientes para cebar la replicación y eliminar la fase de latencia.
Haciendo un inciso diré que este «poder infeccioso» del poli A-T en nuestras reacciones hizo que me preguntara en una ocasión sobre su posible toxicidad. En 1960, más de una década antes de que se exageraran excesivamente las preocupaciones sobre el DNA recombinante y la manipulación genética de una «estirpe Andrómeda», pensé en las consecuencias que se deducirían si pudiera introducirse en una célula. Si el poli A-T accediera a la maquinaria replicadora del núcleo, asunto rutinario para el DNA de los virus, gracias a su capacidad de funcionar como una plantilla más eficaz, podría usurpar el lugar del DNA del patrón y sintetizarse en cantidades prodigiosas. El polímero se transcribiría en mensajes nuevos que se traducirían a proteínas con miles de efectos impredecibles. La lisis de la célula propagaría el polímero a otras como la pólvora. Comprendí que las barreras celulares se opondrían a esta situación y que la función de las ubicuas y abundantes nucleasas es precisamente degradar el DNA foráneo e impedir la entrada al interior de la célula. Además, el polímero no se propagaría de una persona a otra. Decidí, pues, que esta posibilidad estaría en la lista de preocupaciones al lado del peligro de coger una insolación en el ártico durante el invierno.
Tan pronto como se podía detectar el desarrollo del poli A-T, éste ya constaba de muchos miles de unidades de longitud. ¿Cómo alcanzaba este tamaño? ¿De qué manera actuaría un pequeño segmento de plantilla y cebador para que la enzima fabricara unas cadenas tan enormes? Gobind Khorana, que en 1963 estaba en la Universidad de Wisconsin, nos ayudó a solucionar este problema. Disponía de un surtido de pequeñas cadenas de A-T que había fabricado por síntesis química y que oscilaban entre un par (A-T) y siete pares (A-T-A-T-A-T-A-T-A-T-A-T-A-T) de longitud. (Al contrario que las cadenas largas, llamadas polímeros, estas cortas se denominan oligómeros, del griego oligos, unos pocos). Un oligómero de siete dobletes de A-T puede auto alinearse con otro a 37 °C (la temperatura corporal) y formar un dúplex. (Véase más abajo.) Aunque los enlaces químicos que se establecen entre las unidades que forman una cadena son muy fuertes y resisten temperaturas superiores a las del punto de ebullición del agua, las fuerzas que mantienen unidas una A de una cadena con la T de la complementaria (los puentes de hidrógeno) son muy débiles y sólo son efectivas cuando se dan muchos de estos enlaces de forma sucesiva. Los dúplex que tengan diez o más dobletes A-T son estables hasta 60 °C, pero al sobrepasarse esta temperatura se derriten («abriéndose la cremallera») y se separan las cadenas. Los oligómeros que tienen seis o menos pares A-T constituyen dúplex muy tenues y es difícil demostrar su existencia a una temperatura de 37° C, que es la que normalmente empleamos en nuestras reacciones enzimáticas.
¿Podrían tales oligómeros cebar la enzima para fabricar polímeros gigantes? En caso afirmativo, ¿sería la temperatura de la reacción un factor decisivo? Los resultados fueron impresionantes y mucho más reveladores del origen espontáneo del poli A-T de lo que podría haberse anticipado. La fase de latencia normal de seis horas que observábamos cuando no se añadía cebador no se modificaba al añadir oligómeros con dos o tres dobletes A-T. Sin embargo, con un oligómero de cuatro unidades se reducía a 2,6 horas, con uno de cinco unidades a 1,4 horas y era prácticamente instantánea, tal como ocurría con el polímero, con oligómeros más largos. Los efectos fueron pronunciados cuando se bajó la temperatura de la reacción. Cada oligómero tenía una temperatura óptima y estaba correlacionada directamente con el tamaño. Por ejemplo, para un oligómero de cuatro unidades dicha temperatura era de 10 °C, para uno de cinco, 20 °C, para uno de seis, 37 °C y para otro de siete, 45 °C.
Para explicar estos y otros hallazgos ideamos un modelo que denomínanos replicaríón reiterativa. Así, un dúplex de cuatro unidades A-T totalmente emparejadas puede separarse y al unirse de nuevo sólo se emparejan tres. Este «deslizamiento» o «corrimiento» genera una mella en los extremos y la polimerasa la rellena, originándose una oligómero de cinco unidades:

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Sucesivas rondas de deslizamiento y replicación generarían oligómeros más largos hasta alcanzarse el tamaño de los polímeros.
¿Por qué un oligómero de cuatro unidades ceba a la temperatura óptima de 10 °C? Es el mejor compromiso entre una temperatura superior, que desfavorecería la formación de dúplex, y otra más baja, que impediría el deslizamiento. Sigue sin conocerse exactamente el mecanismo del deslizamiento y la influencia que pueda tener la enzima en el mismo. No obstante, el modelo permite en esencia dar cuenta de la generación de DNA sencillos como el poli A-T.
Una cuestión primordial acerca de la síntesis espontánea de polímero es la relativa a la fuente de los oligómeros A-T que ceban la reacción. Dedujimos algunos conocimientos relacionados con el inicio de la síntesis del polímero estudiando la aceleración que ejercía el DNA natural. Mientras la mayoría de las muestras no tenían influencia detectable, las que presentaban un contenido relativamente alto en A y T (superior al 60 por 100) reducían la fase de latencia de seis a una o dos horas. El caso más notable era el del DNA procedente de ciertas especies de cangrejos, que llegaban a anularla casi completamente. El análisis secuencial del vecino más próximo demostró que una gran parte (del orden del 30 por 100) del DNA de cangrejo se compone de sartas de A y T alternando casi perfectamente, justo como en el poli A-T, entremezcladas con unas pocas Cs y Gs. Es probable que durante la evolución de ciertos cangrejos, la replicación reiterativa de un oligómero A-T contenido en el DNA hubiera generado estas enormes regiones casi perfectas de poli A-T.
Ahora podíamos ofrecer una explicación de la síntesis aparentemente espontánea del poli A-T por la DNA polimerasa de E coli basándonos en las propiedades que conocíamos de la enzima. La generación al azar de un oligómero A-T a partir de nucleótidos individuales (A y T) que fueran añadiéndose alternativamente era extraordinariamente improbable. Más creíble sería que quedaran absorbidos como impurezas fragmentos de DNA de E. coli a las pocas moléculas de DNA polimerasa. Estos servirían de cebadores para producir oligómeros y seguidamente experimentarían replicación reiterativa. Una sola tira de ATATAT de un trozo de DNA pegada a una molécula de polimerasa de cada veinte mil (en una reacción típica puede haber cien billones presentes) bastaría para comenzar la síntesis y no podría detectarse en los análisis realizados durante la purificación enzimática.
Desde un principio nos había incomodado el hecho de que la reiteración de una simple secuencia contenida en una región del DNA sólo produjera el polímero alternante A-T y no su análogo poli C-G. ¿Por qué no habíamos encontrado dúplex más simples formados por cadenas de poli A emparejadas con cadenas de poli T o de poli C emparejadas con poli G? Tales inquietudes se desvanecieron al observar que la síntesis «espontánea» de todos esos polímeros dependía de las condiciones en las que se llevaba a cabo la reacción de la polimerasa (acidez, presencia de fosfato y unión de ciertos fármacos al DNA).
¿Podía ofrecer la replicación reiterativa observada en el tubo de ensayo algunas indicaciones relacionadas con los orígenes evolutivos del DNA? Han transcurrido más de veinte años desde que hiciera estos experimentos y pensara seriamente en esta cuestión. Qué extraño resulta que mientras estaba escribiendo estas páginas de mis memorias recibiera una llamada telefónica de un estudiante que se encuentra trabajando precisamente en este asunto. Es una de esas coincidencias que inviste a la parapsicología de una tenue existencia. El interlocutor estaba terminando su tesis en la Universidad de California, en Irvine, sobre el papel evolutivo de la replicación reiterativa en la generación de ciertos segmentos de DNA que son virtualmente idénticos en los cromosomas de la especie humana, los ratones, las serpientes y las moscas. Pese a la gran atención que se le ha prestado recientemente al DNA, las funciones de esas largas tiras de DNA monótono siguen siendo un profundo y fascinante misterio.

Capítulo 6
Crear vida en un tubo de ensayo

Contenido:
§. Bioquímica, un asunto de familia
§. El Departamento de Bioquímica de Stanford, una familia numerosa
§. Esporas: una forma extrema de vida
§. Virus: en la frontera de la vida
§. Síntesis de una «molécula viva»
§. Creación de vida en un tubo de ensayo
De toda una vida sólo destacan unos pocos años y sirven como punto de referencia para los restantes por simple adición o sustracción. El año 1959 fue eso para mí. En mayo recorrí durante un mes la Unión Soviética. En junio nos mudamos de St. Louis a California para iniciar en Stanford el Departamento de Bioquímica; estrenando un local en el campus de la nueva Facultad de Medicina. En octubre me anunciaron la concesión del premio Nobel de Fisiología o Medicina compartido con Severo Ochoa. Las semanas que pasamos en diciembre en Estocolmo y en otras ciudades europeas a la ida y vuelta fueron para mi familia y para mí la mejor fiesta de nuestra vida (Figura 6.1). También hubo tristeza ese año: Sylvy perdió a su padre y yo al mío.
Supimos que algo se estaba cociendo el día anterior a la concesión del premio. Había ido a Bethesda a dar una conferencia en los NIH. Me acompañaba mi hijo Roger y estábamos en la casa que nuestros viejos amigos Celia y Herb Tabor tenían en los terrenos de los NIH. Recibieron llamadas telefónicas de periodistas que preguntaban por mí. También había periodistas en el aeropuerto de San Francisco cuando regresábamos a casa esa tarde. Había oído que se presionaban a los contendientes para obtener filtraciones y no presté mucha atención a sus preguntas. A las cinco de la mañana del día siguiente nos despertó a Sylvy y a mí una llamada telefónica de algún periódico del este preguntando por mi reacción ante la concesión del premio. Me sentía contento, desde luego, y sorprendido aunque no conmocionado.
Las menciones del premio se referían al descubrimiento de Ochoa de la síntesis enzimática del RNA y a mi descubrimiento de la síntesis enzimática del DNA. Los dos hallazgos habían ocurrido independientemente y bajo circunstancias muy dispares. Ochoa había descubierto accidentalmente en el curso de las exploraciones bioquímicas que realizaba en 1955 sobre el metabolismo de los animales y plantas una reacción que fabricaba polímeros parecidos al RNA. Yo había decidido deliberadamente en 1950 estudiar las enzimas que sintetizan los ácidos nucleicos. No obstante, había girado en esa dirección después de mi formación en el laboratorio de Ochoa durante el año 1946 y, en cierto sentido, los descubrimientos no estaban desconectados después de todo.
Alfred Nobel hizo constar que se concediera el premio por realizar un descubrimiento importante. Al contrario de lo que sucede con el Baseball Hall of Fame, el premio Nobel no se concede en recompensa a toda una vida, como es el caso de Oswald Avery, David Keilin, Stephen Kuffler, Michael Heidelberger, Harland Wood, H. A. Barker o Charles Yanofsky, por citar sólo unos pocos.

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Figura 6.1. Retrato de familia (Estocolmo, diciembre de 1959): Roger, Ken, Sylvy, el autor y Tom.

Este criterio de selección no sólo eliminaba a muchos científicos merecedores, sino que también premiaba a los pocos que un descubrimiento oportuno los catapultaba al centro del escenario, independientemente de que realizaran un trabajo distinguido distinto al que se refería la concesión.
El premio Nobel no modificó mi vida ni interrumpió totalmente la rutina de los primeros días que siguieron a la concesión. Desde luego Sylvy y yo fuimos alertados sobre la gran celebración con champagne que darían esa tarde Leah y Henry Kaplan a la que asistirían muchos amigos y personalidades de la universidad. Pero fuimos de los últimos en llegar porque teníamos que recoger a uno de nuestros hijos de la clase de música que tenía después de terminar el colegio.

§. Bioquímica, un asunto de familia
Un periódico del día siguiente ponía jocosamente en boca de Sylvy la frase: «Me han robado». En realidad ella había contribuido de forma significativa al descubrimiento de la DNA polimerasa y es imposible imaginarse que este trabajo hubiera seguido adelante sin su constante apoyo en el laboratorio y en casa.
Su gusto por la ciencia seria despuntó en ella mucho antes que en mí. Era una de las poquísimas de su clase en la Universidad de Rochester que se cambió del recinto para señoritas de Prince Street al de River de cursos avanzados de Biología y Química. También fue editora de The Tower Times, un periódico universitario. Sus trabajos de graduada los realizó en el Departamento de Bioquímica de la Facultad de Medicina y centró principalmente su atención en los lípidos corporales, bajo la dirección de Walter R. Bloor. Fue de los primeros investigadores que usaron fosfato radiactivo para trazar el metabolismo de los fosfolípidos pero se desanimó por la falta de interés que había en su círculo para aplicar esta técnica a la Enzimología y al estudio del metabolismo intermediario. Su primer trabajo lo realizó en el Instituto Nacional de Oncología, empezando a estudiar en 1942 con el químico orgánico Jonathan Hartwell y el biólogo Murray Shear la síntesis de nuevas sustancias cancerígenas y los efectos que producían en el ratón.
La vi por primera vez en Rochester y llegué a conocerla mejor en Bethesda. Nos casamos en noviembre de 1943. Cuando nuestros tres hijos eran pequeños, redactaba libros en casa para Interscience Publishers (que actualmente pertenece a Wiley), entre ellos Advances in Enzymology y Radioactive Indicators, de George Hevesy. Cuando nos mudamos a St. Louis en 1953, Roger, Tom y Ken tenían, respectivamente, seis, cinco y tres años y pensamos que ya eran bastante mayores para que Sylvy reanudara las investigaciones en el laboratorio con dedicación exclusiva. Descubrió la enzima que sintetiza las enormes cadenas de polifosfato, sustancia que actúa como fuente de fosfato y energía. La amplia significación de esta olvidada área del metabolismo energético está apreciándose en sus justos términos actualmente. Diseñaba los experimentos y gustaba realizarlos. Su gran inteligencia proporcionó ideas clave en muchas fases de nuestros trabajos sobre replicación, incluyendo las modificaciones metabólicas que introducen los virus para conferir a sus DNA propiedades singulares.
Nuestros hijos iban con frecuencia al laboratorio al salir del colegio y en los fines de semana. Era una atmósfera atareada y simpática en la que los becados posdoctorales (Paul Berg, Bob Lehman, Maurice Bessman, Julius Adler) y demás personal los atendían con cariño. Una vez que se le preguntó a Roger cuando tenía nueve años qué es lo que quería hacer en Navidad, respondió: «Pasar una semana en el lab».
Cuando salía de viaje para dar conferencias o asistir a congresos casi siempre me llevaba a uno de mis hijos. Antes de acabar el curso se hacía una visita de dos días a Nueva York, Washington o Boston (ciudades en las que teníamos amistades y familiares) y otro medio día de excursión. Cuando fueron mayores hacíamos viajes de una semana de duración a Yale, al Instituto de Investigaciones Waksman, de Rutgers, o a la Facultad de Medicina de Georgia, en Atlanta, que incluían la asistencia a las clases impartidas por un instructor. Los chicos fueron compañeros maravillosos en una docena de estos viajes, cada uno más delicioso y memorable. Una vez que fui a Houston con Roger a uno de los Congresos Welch de Química pasamos por Nueva Orleans. Llegamos bien entrada la noche a nuestro hotel y nos encontramos en el vestíbulo al fallecido Feodor Lynen (al famoso e irrefrenable bioquímico alemán) que no tenía habitación. Le invité a compartir la nuestra. Cuando nos estábamos desnudando para ir a descansar dijo Lynen: «Sólo es medianoche. Deberíamos ir a ver la ciudad.» «Pero si Roger sólo tiene trece años», le supliqué. Hubo dos votos contra uno y salimos a escuchar jazz en Bourbon Street. No regresamos hasta las cuatro de la mañana.
Roger tenía una magnífica preparación para estudiar Bioquímica ya que después del Instituto y de los primeros años de universidad había pasado sucesivos veranos estudiando Enzimología de ácidos nucleicos con Paul Berg, genética bacteriana con Charles Yanofsky y química orgánica con Cari Djerassi. Cuando Charles Richardson (que más tarde sería director del Departamento de Bioquímica de la Facultad de Medicina de Harvard) vino a Stanford en 1961 como becado posdoctoral, Roger, que entonces estaba en el Instituto, le enseñó a purificar la DNA polimerasa aunque lo pusiera en un aprieto al no saber lo que era el sulfato amónico. El verano libre del último curso de Instituto lo pasó en la goleta Te Vega, recogiendo fauna del Pacífico.
Al no tener que dedicar su tiempo de universitario en Harvard a aprender a investigar, Roger pudo asistir a los cursos avanzados de Física, Química y Matemáticas que nunca tuve y que me perdí para siempre. Cuando regresó de Harvard para trabajar en Stanford sobre su tesis, vivía en casa, donde los problemas del laboratorio y el progreso del trabajo eran el pan de todos los días. Al aplicar las técnicas de resonancia magnética, ideadas por su director Harden McConnell, al estudio de las membranas biológicas, Roger desarrolló métodos que condujeron a profundas ideas.
Las membranas están hechas con dos capas de fosfolípidos parecidas a empalizadas (Figura 6.2). El fosfato terminal de las moléculas fosfolipídicas que componen cada una de las capas está enfrentado al mundo acuoso de la parte interna y externa de la célula. Los largos ácidos grasos de las moléculas de fosfolípido, entre los que frecuentemente se intercalan moléculas de colesterol, se desplazan con entera libertad en el ambiente hidrófobo de la porción interna de la membrana. Roger descubrió que las moléculas individuales de fosfolípido podían moverse libremente e intercambiar su posición con las vecinas diez millones de veces por segundo. Por el contrario, el paso de la molécula de una capa a otra, o «flip flop», ocurre muy raramente, quizá una vez cada muchos días. Estos acontecimientos son decisivos para comprender la fluidez, rigidez y funciones de la membrana celular.

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Figura 6.2. La membrana celular se compone de fosfolípidos organizados en un par de capas con moléculas de colesterol intercaladas (sombreadas) y proteínas (que no se muestran). La porción hidrófoba de cada capa se oculta de las superficies hidrófilas externa e interna.

Para especializarse posteriormente en química estructural, Roger pasó tres años en el renombrado Laboratorio de Biología Molecular de Cambridge, Inglaterra, trabajando en un viejo asunto: ¿Cómo están organizados en los cromosomas el DNA y las proteínas asociadas (histonas)? Empleando métodos bioquímicos muy suaves encontró que las histonas forman octetes esféricos en los que se enrolla el DNA (figura 6.3).

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Figura 6.3. El DNA de los cromosomas está enrollado en un núcleo proteínico (histonas) constituido por un octámero de cuatro pares de histonas (1, 2, 3 y 4). Una sucesión de estas unidades nucleosómicas se parece a las perlas de un collar.

Estas unidades fundamentales se denominan nucleosomas y constituyen una sarta de perlas que se pliega a su vez en el cromosoma compacto. Desde 1978 se halla en Stanford (actualmente dirige el Departamento de Biología Celular) y ha encaminado sus investigaciones a cómo el nucleosoma y otras estructuras moleculares gobiernan la expresión de la información genética.
El talento de Tom para la música y su afición al cello desde que tenía ocho años no presagiaban una especial atención a la Ciencia. A los dieciséis años fue seleccionado por el desaparecido Leonard Rose, cellista y maestro de primera fila, para ingresar en Juilliard School. A instancias mías, también se matriculó como estudiante a tiempo completo en Columbia College para asistir a los cursos de Biología, Química y Física, que formaban parte de las asignaturas optativas de la carrera artística. Mientras que los decanos de ambas facultades me aseguraron que les entusiasmaba este programa combinado, el de Juilliard insistía en que debía completar su formación científica con los cursos nocturnos de Psicología, a la vez que el de Columbia no creía que estuviera dotado para las humanidades, pese a tener cuatro cursos de teoría musical, composición y ejecución.
Cuando un trauma ocupacional le produjo dolorosos neuromatas (tumores en los terminales nerviosos) se vio forzado a abandonar la ejecución musical. Tom decidió intentar trabajar en el laboratorio. Como describiré en el capítulo 7, tuvo un comienzo sensacional. Se doctoró en Bioquímica, en Columbia, y realizó investigaciones posdoctorales, primero en Princeton y después en el Laboratorio de Biología Molecular de Cambridge, donde eligió la genética y desarrollo de Drosophila, bajo la dirección de Peter Lawrence.
Tom tiene un gran don para el trabajo experimental y un sentido del propósito que le han permitido destacar entre los que se dedican a estudiar las bases moleculares de la biología del desarrollo (es decir, Embriología). Actualmente es catedrático del Departamento de Bioquímica y Biofísica de la Universidad de California en San Francisco.
La temprana influencia que la Bioquímica ejerció en Ken fue evidente cuando a la edad de ocho años, al discutir sobre el ácido que había que emplear para limpiar unas manchas de cemento, sugirió brillantemente el único que conocía: «Ácido nucleico.» Ken trabajó conmigo un verano sobre esporulación bacteriana y después de terminar los primeros cursos del Instituto pasó seis meses en Italia con Arturo Falaschi en los laboratorios de Biología molecular de la Universidad de Pavía. Sin embargo, la Ciencia no era su profesión. Estuvo dos veranos excavando en Israel y quedó insatisfecho de las bases fragmentarias y poco concluyentes de la Arqueología. Al pasarse a la Arquitectura encontró un medio de expresar su gusto por el diseño con resultados menos ambiguos.
Ken no se ha librado del todo de la Ciencia. Se ha especializado en el diseño de laboratorios y construcciones para investigaciones biomédicas y biotecnológicas. A la mayoría de los arquitectos que se ponen a hacer un plano de un laboratorio les intimida las arcanas actividades de sus clientes. Por tal motivo son pródigos en «espacios secos» como despachos, bibliotecas, salones de conferencias, etc., en los que piensan que es donde verdaderamente se hace el trabajo creativo. Les dejan a los ingenieros y a los proveedores de mobiliario de laboratorio el equipamiento de los «espacios húmedos», los tristes cubículos, que no han cambiado desde hace medio siglo, en los que los ayudantes comprueban las ideas que producen los científicos.
Ken sabe que la Biología molecular no es una ciencia teórica y que los progresos que han hecho su familia y amigos son el resultado de pasar casi todas las horas de vigilia en esos espacios húmedos poco atractivos. ¿Por qué no construirlos brillantes, despejados, soleados y llenos de color? ¿Por qué no hacer laboratorios que inviten a trabajar y en los que uno se sienta como en una casa acogedora? Estos diseños incluso serían más parcos en el empleo del espacio y el equipo al tiempo de ser «amigablemente científicos».
Sylvy y yo confiábamos completamente en nuestros hijos y sabíamos de sus conocimientos y facultades. En la época en la que entraron en la Universidad compartimos con ellos nuestra experiencia y sentimientos. Quizá eso les ayudara a superar la turbulencia de los sesenta y setenta sin tener que lanzarse a las drogas o precipitarse a la «búsqueda de la identidad». Aparte de la profunda amistad que surgió cuando se hicieron mayores, lo que me hizo más dichoso fue la gran lealtad que se han guardado mutuamente.

§. El Departamento de Bioquímica de Stanford, una familia numerosa
Mi vida familiar ha sido muy afortunada tanto en casa como en el laboratorio. A la mayoría de la gente le resulta extraño el Departamento de Bioquímica de Stanford. Durante más de treinta años lleva siendo como una pequeña facultad en la que se hace uso comunal de los recursos y los esfuerzos se centran en un único tema: el DNA. El departamento no nació con este diseño de familiaridad y forma de vida agradable. No hubo ningún plan o meta. La mayoría de los científicos han ido de paso. Los que permanecieron fueron desarrollando las pautas e intereses que han conferido a esta familia académica sus peculiares estilo y naturaleza.
El Departamento de Bioquímica de Stanford empezó a cuajar en 1953 cuando todavía me hallaba en la Facultad de Medicina de la Universidad de Washington de St. Louis. Halagado por haber sido elegido catedrático y director (a los 34 años) de una facultad que era de las más prestigiosas en investigaciones médicas, me trasladé de Bethesda a St. Louis el 21 de enero, el día de la inauguración, pensando en plan broma que con la llegada del Presidente Eisenhower, Washington quedaría pequeño para ambos. Mis nombramientos para el nuevo Departamento de Microbiología fueron los dos becados posdoctorales de los NIH, Osamu Hayaishi, que pasaría a profesor ayudante, e Irving Lieberman como instructor. Paul Berg llegó ese otoño y fue el primer becado posdoctoral. Después de hacer su tesis en Bioquímica en la Western Reserve University, Cleveland, el director del departamento Harland Wood le aconsejó encarecidamente que pasara otro año de becado en el laboratorio de Cari Cori en St. Louis después de ir otro a Copenhague y trabajar con Hermán Kalckar. Paul se reveló contra el clima inaguantable de St. Louis y decidió trabajar conmigo en los NIH. Imagino su reacción cuando le escribí a Copenhague diciéndole que me iba a trasladar a St. Luois el próximo año. Fue muy afortunado para todos nosotros que esta vez decidiera venir a la «puerta del oeste». Los laboratorios del Departamento de Microbiología se habían construido hacía cincuenta años y estaban decrépitos. Desnudas bombillas colgando de un techo a una altura de veinte pies, escasas tomas de corriente, diminutos fregaderos con escapes y poyos con encimeras de madera onduladas y llenas de agujeros. Había muchísimas llaves, una para cada habitación y cada despacho. Las tiré todas. ¡Y los laboratorios! ¿Por qué había dejado los laboratorios nuevos, relucientes y bien equipados de los NIH?

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Figura 6.4 Miembros del Departamento de Microbiología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Washington, St. Louis (alrededor de 1956). Primera fila: J. McLeary, K. Horibata, M. Walsh, J. Hurwitz, A. Kornberg, E. Battley, D. Hogness. Segunda fila: I. R. Lehman, M. Bartsch, A. D. Kaiser, S. Johnson, M. Cohn, P. Berg, E. Simms, J. Ofengand, G. Bugg. Tercera fila: H. Wiesmeyer, O. Ward, E. Holmes, D. Daniels, H. Morales, L. McKeown, M. Bessman, E. Stonehill, V. Johnson

Ollie Lowry, experimentalista dotado, genial colega y director del Departamento de Farmacología, intentó consolarme: «El mío tenía un aspecto tan malo como éste, pero con la instalación eléctrica y unos arreglitos que hice en los fines de semana quedó fenómeno». Gemí: «Si no sé poner una bombilla, ¿cómo voy a instalar un departamento?» Lentamente se restauraron tres laboratorios, pero todavía faltaba el de Paul Berg. Finalmente le comuniqué al decano que si no estaba listo dentro de un mes me iría y Cari Cori le dijo lo que eso significaba.
Durante los tres años siguientes vinieron a la facultad siete personas (Figura 6.4). Melvin Cohn, David Hogness y Dale Kaiser ingresaron después de haberse formado con Jacques Monod y Frangois Jacob en el Instituto Pasteur, el centro de genética bacteriana más importante de aquel tiempo. Más tarde se unió Robert De Mars que venía del grupo que Salvador Luria tenía en la Universidad de Illinois y Jerard Hurwitz, que procedía de los NIH. Paul Berg y Robert Lehman permanecieron conmigo hasta que se les acabaron las becas. Nuestra facultad enseñaba y adiestraba en Inmunología, Virología y Metabolismo bacteriano, pero carecía de un parasitólogo e intentamos sin éxito conseguir uno que tuviera una orientación bioquímica. En este período dejaron la facultad cuatro personas: Hayaishi regresó a Japón después de pasar por los NIH, Lieberman se fue a la Universidad de Pittsburgh, De Mars a hacer el servicio militar en el Hospital Walter Reed y Hurwitz a la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York.
En esos años de gestación se desarrollaron las características culturales clave del departamento. Compartíamos nuestros limitados fondos, originariamente concedidos al madurar proyectos de investigación. Las decisiones para hacer desembolsos de importancia y asignar espacios se tomaban colectivamente. Compartíamos nuestros intereses científicos en los seminarios diarios que teníamos al mediodía. Todos nos sentíamos impulsados a comprender cualquier tema y aceptábamos el reto de presentar material del área específica de los demás. Las discusiones eran intensas y desinhibidas pero siempre amistosas. Conocíamos el estado de los experimentos de los demás lo bastante bien para saber si pasaría la nota de «trabajado». Compartíamos la ilusión por la enseñanza y comprometíamos a los becados posdoctorales también.
Enseñábamos Microbiología a los estudiantes de Medicina de segundo curso poniendo hincapié en los aspectos bioquímicos y genéticos de los organismos patógenos en lugar de en sus características diagnósticas. Los estudiantes se rebelaron contra este cambio radical e instigados por dos miembros de la facultad que anteriormente habían pertenecido a este departamento llamaban al curso que impartíamos Bioquímica II, una ampliación de la asignatura que tenían que soportar en primero. Por falta de un libro de texto de apoyo o por no haber antecedentes en otras facultades, esta resistencia de los estudiantes duró la mayoría de los seis años que permanecimos en St. Louis. Después de marcharnos, Hermán Eisen y su nueva facultad mantuvieron intacto nuestro programa de estudios. Al salir al mercado Microbiología, un libro de texto impresionante y moderno, de Davis, Dulbecco, Eisen, Ginsberg y Wood, se ganó la batalla de la Microbiología básica. Muchos de los estudiantes que asistieron a nuestras clases de esos años nos agradecieron posteriormente los firmes fundamentos de las enfermedades infecciosas al haber aprendido los detalles diagnósticos en su formación clínica posterior.
Henry Kaplan, amigo y director del Departamento de Radiología de Stanford, me hizo saber el interés que tenía la Universidad de Stanford para que dirigiera su nuevo Departamento de Bioquímica. Transcurrieron dos meses sin oír nada más del asunto y me sentí aliviado de que no se desafiara mi arraigada vida de St. Louis. Entonces Sylvy y yo fuimos invitados a visitar Stanford. Intentamos mirar más allá de la estupenda recepción, más allá de la lisonja que supuso, por ejemplo, que al detenemos a echar gasolina en Rickey’s Motel, en Camino Real, nos alojaran en una elegante suite y nos dijera el camarero: «Sí, señor. A propósito, doctor Kornberg, me gustó muchísimo su seminario». Al regresar a St. Louis referí las perspectivas de Stanford a mis colegas y debo admitir que los convencí.
La Facultad de Medicina de Stanford iba a trasladarse dentro de dos años de San Francisco al campus de Palo Alto. En los nuevos y elegantes edificios diseñados por Edward Durell Stone, arquitecto de la Embajada de los Estados Unidos en Nueva Delhi, se le asignó al Departamento de Bioquímica una espaciosa planta que podía distribuir según mi conveniencia. Podía elegir al personal y al ejercer ahora de legítimo bioquímico podía enseñar y practicar mi materia sin disfraces. Podía nombrar a los bioquímicos orgánicos y físicos que tanto necesitaba. No podía enmudecer por más tiempo el otrora miembro júnior del Comité Ejecutivo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Washington. Por el contrario, tenía que participar en la política de selección para hacer renacer la Ciencia y la Medicina en Stanford tal como había prometido J. E. Wallace Sterling, el presidente, y Frederick E. Terman, el rector. Habiendo pasado en California varios veranos, a Sylvy y a mí nos entusiasmaba vivir permanentemente en un clima más agradable y en esa parte del país, y también sería atractivo para nuestros hijos, futuros estudiantes y colegas. En lugar de permanecer en la «puerta del oeste» ahora viviríamos en el oeste de verdad.
El entusiasmo de todos los asociados de mi departamento de seguir conmigo facilitó finalmente la decisión. Robert (Buzz) Baldwin, de treinta y ocho años y ya conocido por sus contribuciones a la química física de proteínas, estuvo de acuerdo en trasladarse desde Wisconsin. Con él, el grupo inicial estaba formado por siete investigadores: Berg, Cohn, Hogness, Kaiser, Lehman y yo. Nuestro inmediato traslado persuadió a Joshua Lederberg, codiciado por todos, para que dejara la Universidad de Wisconsin e iniciara un Departamento de Genética en la Facultad de Medicina de Stanford. (Hubiera preferido entonces, y en los años siguientes, pertenecer al Departamento de Bioquímica, pero yo era de la opinión de que su liderazgo en Genética merecía un escenario más grande.) Charles Yanofsky, de la Universidad Western Reserve, al conocer nuestros planes decidió aceptar un ofrecimiento del Departamento de Ciencias Biológicas. También intervine en el reclutamiento de nuevo personal para el Departamento de Química. La selección de William Johnson, como director, y Cari Djerassi, Paul Flory, Henry Taube, Harden McConnell y Eugene van Tamelen, colocó al departamento en una destacada posición nacional.
Me daba pavor decirle a Cari y Gerty Cori, que habían sido los responsables de mi ida a St. Louis, que había decidido marcharme. Cari estaba enojado y balbuceó: « ¿Y dónde vais a ir de vacaciones?» Gerty intervino rápidamente: «Carlie, quizá nosotros debimos haber ido a California cuando tuvimos oportunidad.» También me entristecía dejar a Ernie Simms, que se había convertido en un investigador ayudante dedicado y eficiente. Sus raíces en St. Louis eran demasiado profundas como para trasladarse. La falta de formación universitaria debido a su ascendencia de color era compensada con creces por su inteligencia, motivación y buen juicio. La Universidad de Washington le concedería posteriormente un nombramiento remunerado de profesor asociado.
Los dos insolventes años de St. Louis fueron desagradables. Había algunos resentimientos en la facultad pese a haber dado renombre y equipado la plaza, fundamentalmente con becas externas, y haber dejado sitio para nuevos nombramientos. En junio de 1959 partíamos para la tierra prometida veintidós personas, contando a Esther Shelberg, mi futura secretaria administrativa, a Hilbert Morales, nuestro gerente, a Peter Hoefer, escultor y fabricante de instrumentos (más tarde el fundador de Hoefer Scientific Instruments, de enorme éxito) y a cinco niños.
Seleccionaré tres acontecimientos decisivos —las «crisis» de las autobiografías de los políticos— de la historia del Departamento de Bioquímica de Stanford. Uno fue cuando en 1961 Mel Cohn decidió convertirse en miembro fundador del Instituto Salk, en La Jolla, y tuvimos que sustituirlo por un bioquímico especialista en mecanismos de acción enzimática. Después de entrevistar a varios candidatos, encontramos a uno que nos pareció adecuado a tres (yo incluido) de los seis miembros. Sin deliberar, propuse que siguiéramos buscando hasta que encontráramos uno que nos satisficiera a todos. Siempre había elegido yo al personal, y aunque seguía gozando de esa facultad, no me sentía cómodo con ella por más tiempo. Con esta acción quería dejar claro que cada uno de los miembros de la institución tenía la misma voz a la hora de seleccionar un colega, la decisión más importante que puede tomar un departamento. Enseguida pasaron George Stark y Lubert Stryer. Como los dos nos parecieron apropiados a todos, ambos quedaron comprometidos (Figura 6.5).
Otra de las crisis ocurrió en 1969. Necesitábamos más espacio para acomodar la ampliación de los grupos de investigación y se nos cedió varias habitaciones del ala contigua. Lubert Stryer quería quedarse con el nuevo espacio, que constituía una buena proporción del total disponible. Pero si lo hacíamos, se incumpliría la práctica establecida de compartir todo el espacio del departamento. Teníamos la costumbre de mezclar estudiantes y miembros de diversos grupos en laboratorios de cuatro personas y eso era considerado sin excepción como una de las características más notables de la estancia en Stanford. A pesar de nuestros deseos de adaptarnos a los gustos personales, esta cuestión era tan decisiva para el resto de nosotros que de mala gana permitimos que Stryer aceptara una oferta de Yale que satisfacía sus deseos de mayor autonomía.
Otro de los acontecimientos a resaltar también tuvo lugar en ese mismo año de 1969. Ese año fui nombrado de nuevo director del departamento, después de haber permanecido en el cargo diez años en Stanford y seis en St. Louis. Era costumbre de los departamentos de la facultades de Medicina que los directores desempeñaran el cargo hasta la jubilación, pero al ampliarse la estructura piramidal de los departamentos creía que esta ocupación vitalicia no era deseable ni para el individuo ni para la institución. Todos habíamos compartido la dirección y administración del Departamento de Bioquímica y había varios miembros que estaban muy cualificados para asumir dicha responsabilidad. Paul Berg fue el primero que elegimos; se sentía cómodo con el cargo y tomó la iniciativa de inaugurar un «retiro» de investigación anual en Asilomar que se convirtió en modelo para los departamentos de toda la nación. Cada cinco años el cargo fue rotando a Bob Lehman, a Dale Kaiser y actualmente lo ocupa David Hogness. En ningún momento desde que me aparté del puesto ha cambiado el estilo del departamento ni me he sentido menos comprometido en las aspiraciones y políticas que definen su estilo.
Nuestras reacciones ante los problemas rutinarios han sido tan enérgicas cuando menos como las esgrimidas ante los acontecimientos decisivos.

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Figura 6.5. Departamento de Bioquímica de la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford (alrededor de 1956). Primera fila: J. Kriss, D. Hogness, L. Solí, I, Scheffler, P. McPhie, D. Nelson, E. DuPraw. Segunda fila: B. Olivera, M. Deutscher, K. Gray, G. Stark, E. Sherberg, D. Kaiser, A. Kornberg, R. Lehman, L. Stryer, R. Baldwin, P. Berg, M. Goulian. Tercera fila: P. Chambón, B. Egan, R. Sternglanz, P. Primakoff, P. Bayley, W. Galley, W. Folk, C. Scandella, Z. Hall, K. Collins, N. Cozarelli, J. Finsterbusch, J. Scheufler, L. Bertsch, H. Epstein, G. Hobom, L. Foster, C. Huebner. Cuarta fila: D. Loskutoff, J. Champoux, E. Padilla, T. Mackinlay, P. Englund, T. Jovin, M. Pearson, R. Freedman, R. Doherty, F. Welland, J. Foulds, C. Hill, B. English, T. Broker, L. Cromwell.

Uno de los asuntos recurrentes fue el relacionado con el tamaño. Hemos permanecido formando un grupo pequeño, pese a las muchas presiones y tentaciones, con aproximadamente la mitad del número de miembros de los departamentos de Bioquímica comparables. En vez de pretender cubrir un par de docenas de temas, nos hemos concentrado esencialmente en uno: los ácidos nucleicos y las proteínas que interaccionan con ellos. Con todo, pensaba que nuestra panorámica era muy amplia ya que abarcábamos un espectro de disciplinas que iba desde la Química física hasta la Genética. Para dar cobertura a otras áreas bioquímicas contribuimos a reclutar bioquímicos que dirigieran otros departamentos de la ciencia básica y clínica de la universidad. Aunque el número de profesores permaneció pequeño, aumentando a nueve con la llegada en 1972 de Ron Davis y dos años después Doug Brutlag, los grupos de investigación de cada uno de los miembros aumentaron grandemente y llegaron a alcanzar un tamaño medio de diez personas; el mayor volumen de alguno de los grupos se contrarrestaba con la reducción de otros. Un grupo típico de éstos constaba de cinco o seis becados posdoctorales, tres o cuatro doctorandos y un «sénior» de investigación asociado o, más frecuentemente, un ayudante de investigación. Los asociados de investigación, LeRoy Bertsch en mi grupo y Marianne Dieckmann en el de Paul Berg, proporcionaban la continuidad necesaria para equilibrar el continuo recambio de estudiantes y becados. Bertsch ha guiado con paciencia y sabiduría a mi grupo durante veinticinco años, lo mismo que ha hecho Dieckmann con el de Berg. La expansión del departamento hizo necesario el empleo de personal de secretaría, recados y vigilancia y, lo más importante, un competente contable que de hecho funcionó como director suplente. Las fotografías anuales que nos hacíamos los miembros del departamento muestran 30 caras en 1959, 75 en 1969 y 100 en 1979. El censo de 1988 era de 122. El presupuesto anual superaba con creces los diez millones de dólares.
En este saludable crecimiento se perdieron, no obstante, algunas cosas entrañables. Una de las que recuerdo con cariño era el seminario de investigación mensual que tenía lugar por la tarde en el abarrotado salón de mi casa. Después de haberse dado allí durante varios años hubo de ser trasladado a la biblioteca del departamento que era más espaciosa. Al eliminarse uno de los ingredientes esenciales, tardó muy poco en desaparecer. Los seminarios del club de las revistas del mediodía (revisiones de los trabajos que publicaban otros laboratorios) sobrevivieron más tiempo aunque sólo tenían lugar dos veces por semana en vez de diariamente como en St. Louis. Con el tiempo también llegó a perderse por la competencia de los seminarios que impartían visitantes de los muchos departamentos relacionados, tanto de Stanford como de ciudades próximas. Para seguir estando unidos y que cada uno conociera las investigaciones de los demás, el profesorado se reunía los viernes durante la hora del almuerzo, pero la lucha contra el apretado horario de compromisos nunca se aligeraba.
Un problema reiterativo era sobrepasarnos del presupuesto. Teníamos que declarar periódicamente una moratoria en la compra de equipo y reactivos caros y apelar a iniciativas para encontrar apoyos financieros adicionales. Sin llevar una estricta contabilidad resultaba natural que alguno de los profesores creyese que él no se había extralimitado. Sin embargo, nos resistíamos a la tentación de adoptar la práctica convencional de «cada mochuelo a su olivo». El científico más acaudalado recordaba cómo le ayudaron cuando él comenzaba y todos estábamos de acuerdo que tomar una dirección en investigación no debería depender de su forma de financiarla. La comunión había demostrado una y otra vez su efectividad para promover la ciencia y la camaradería entrañable, la economía de fondos y recursos y la posibilidad de subsanar ocasionales preocupaciones relacionadas con las desigualdades.
Los asuntos más serios y persistentes de los años recientes tal vez hayan sido el del envejecimiento del profesorado y la forma de preparar el futuro. Nunca creí en la utilidad de planificar a cinco años vista, pero con todo había que reparar en el calendario. En 1984 fue el veinticinco aniversario del departamento y seis de los profesores tenían 57 años o más. Resultaba notable que durante la década anterior se hubiera mantenido la productividad y eso que estaban en la avanzadilla de las nuevas direcciones y continuaban atrayendo a los estudiantes y becados posdoctorales más capaces. El entusiasmo de continuar es el primer ingrediente del vigor científico y se aviva con los ejemplos de los colegas que nos rodean. Entretanto, ha ingresado en el profesorado gente joven para que a la vuelta de siglo, cuando el equipo fundador esté oficialmente retirado, el nuevo grupo siga sintiendo la misma devoción por la ciencia y el placer de compartirla con la familia académica.

§. Esporas: una forma extrema de vida
Los que están familiarizados con mi carrera científica saben que me he dedicado intensamente a un único tema —la síntesis enzimática del DNA— y de mi obcecación para centrarme en él. Casi todos nos hemos olvidado ahora de los ocho años (1962-1970) que dediqué la mitad del tiempo de trabajo, simultaneando los estudios sobre el DNA, a un tema tan misterioso como es el desarrollo y germinación de las esporas.
Durante mi nombramiento de director de un Departamento de Microbiología (1953-1959) había llegado a interesarme de nuevo por las esporas como agentes patógenos: ántrax, tétanos, botulismo. Constantemente recordaba con profunda angustia la horrible espora de Clostridium perfringens (responsable de la gangrena gaseosa) que acabó con la vida de mi madre en un día al practicársele en 1939 una intervención quirúrgica «rutinaria» de vesícula. Ahora veía más allá de las esporas «asesinas» y podía contemplar la ingente cantidad de especies inocentes cuya misteriosa biología y bioquímica tanto me fascinaban.
Uno de los últimos argumentos en que se parapetaban los partidarios de la generación espontánea era el crecimiento de los bacilos en infusiones de heno hervidas (a 100 °C) durante dos horas. ¿Cómo podría explicarse la desaparición y resurgimiento de esas bacterias del heno (Bacillus subtilis) al someterlas a un tratamiento que destruían a los demás gérmenes? El botánico alemán Ferdinand Cohn (1828-1898) resolvió el misterio al observar que los bacilos de esos cultivos termorresistentes contenían en su interior un pequeño cuerpo esférico y refráctil (brillante), una espora, cada una de las cuales podía generar tras la ebullición un nuevo bacilo al sembrarse en un medio nutritivo (Figura 6.6).

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Figura 6.6. Ciclo de esporulación y germinación. La célula vegetativa desarrolla en condiciones adversas una espora (endospora) que al ser liberada permanece latente hasta que las condiciones favorables actúan de señal para que germine y origine una célula vegetativa.

¿Cómo se pueden destruir las esporas? Son necesarias las temperaturas de 120 °C que se alcanzan con un autoclave de vapor a sobrepresión. Otra manera de destruirlas la descubrió el físico inglés John Tyndall (1820-1893) a quien se debe que actualmente se comprenda el ciclo vital del bacilo del heno. Hervía durante cinco minutos los cultivos para destruir las células vegetativas y dejaba un breve período de tiempo para permitir a las esporas resistentes que germinaran y entonces sometía a los bacilos sensibles resultantes a otra ebullición. Al repetir este procedimiento se esterilizaba completamente el medio.
Las observaciones que realizaron otros autores sobre el bacilo del heno ayudaron a Koch a explicar un aspecto misterioso del ántrax. Los granjeros habían observado que las vacas y los corderos que se conservaban sanos en un pastizal morían rápidamente de ántrax cuando se llevaban a pastar a otro. En los terrenos montañosos de Auvernia, Francia, había excelentes prados donde era imposible resistirse al pastoreo. Koch descubrió que las esporas del bacilo del ántrax, procedentes de los cadáveres enterrados podían permanecer en el suelo en estado latente durante muchos años. Esos campos repletos de esporas eran la fuente «oculta» que infectaba de ántrax a los animales que escarbaban en el suelo.
Más tarde se reconoció la amenaza de la esporulación en los bacilos causantes del tétanos y el botulismo. Las esporas del suelo de Clostridium tetani se introducen en el cuerpo al lesionarse la piel, germinan, se multiplican y liberan la toxina que provoca el fatal trismo. Las esporas de Clostridium botulinum de los alimentos enlatados inapropiadamente germinan y liberan el veneno que causa los violentos calambres abdominales y la muerte.
La patogenicidad de las esporas se había estudiado durante años pero lo que más me fascinaba era la manera de estar construidas y cómo su organización química les confería unas facultades tan impresionantes. ¿Qué es lo que dice a un bacilo que se avecinan tiempos difíciles y que es prudente entrar en un estado de letargo e hibernación en vez de dividirse y formar dos células hijas vulnerables? ¿Qué componentes celulares esenciales se arman y de qué forma se condensan y rodean de series de envolturas para producir el estado de hibernación resistente a temperaturas extremas, desecación, desinfectantes y radiaciones ultravioletas que son letales para la célula? ¿Cómo se las arregla una espora para permanecer durante años en un profundo estado de letargo y revivir en un minuto al exponerse a las sustancias que le señalan que las condiciones son apropiadas para convertirse en un nuevo bacilo? Conocer tales procesos era un fin por sí mismo, pero además yo era de la creencia, y continúo siéndolo, que ese conocimiento podría contribuir de forma importante a la comprensión del desarrollo embrionario de los animales y sus reacciones ante las presiones ambientales.
En 1962 comencé a trabajar con esporas examinando la forma de almacenarse el DNA en las mismas, la maquinaria replicativa que se incluía, si es que lo hacía alguna, y la forma de emplearse el DNA cuando la espora era llamada a formar una nueva célula. No obstante, continuaba mi interés principal en la replicación del DNA, sobre todo en las enzimas de E. coli que montan los bloques nucleotídicos. Durante el período de ocho años que duró este trabajo, diez becados posdoctorales, tres doctorandos y yo invertimos un total de veintitrés años de esfuerzo y publicamos veintiséis artículos científicos en los que se describían un cierto número de propiedades bioquímicas fundamentales de las esporas. A modo de ejemplo, descubrimos que una espora contiene toda la información vital y la maquinaria necesaria para formar una nueva célula y que principalmente difiere de la parental en la reserva de combustible, en la ausencia de bagaje extra y en la manera de disponerse y rodearse los componentes celulares. Pero aún estamos muy lejos de responder satisfactoriamente las cuestiones generales que me atraían al principio.
Aunque las esporas seguían fascinándome, abandoné su estudio por varias razones. Comprendí que la esporulación y la germinación eran mucho más complejas de lo que imaginaba inicialmente. Estos procesos están dirigidos por varios cientos de genes y sabíamos muy poco de ellos y de las proteínas que producen. Se dispone de muy poca información bioquímica y fisiológica en relación con las esporas y difícilmente preocuparía conseguir alguna más. La poca investigación que se ha llevado a cabo con las esporas, entonces e incluso ahora, es fundamentalmente de naturaleza práctica, como saber destruirlas al enlatar alimentos o emplearlas como pesticidas contra las plagas.
Además del desánimo y el aislamiento que supone trabajar en un problema arduo de un campo que no está de moda había que considerar el aturdimiento que supone tener a la otra mitad del grupo de investigación de ocho personas haciendo un trabajo sobre replicación del DNA mucho más atractivo y productivo. Debido a mi natural ambivalencia, no puse la menor resistencia cuando uno de los miembros del grupo que se dedicaba al estudio de la esporulación desertó al equipo que se dedicaba a estudiar la replicación. Finalmente, después de este cerco de ocho años, yo también acabé perdiendo la esperanza El progreso científico depende del vigor con que se cultive un área. Al contrario de lo que sucede con la esporulación, el interés que despierta el cáncer es enorme. Cientos de laboratorios de todo el mundo atraen a muchos miles de científicos, incluyendo a algunos de los más brillantes, para descubrir los procesos responsables del crecimiento maligno. Pero los estudios de la esporulación también merecen recursos y talentos. La esporulación, el letargo y la germinación son procesos fundamentales de la naturaleza que se harán más accesibles al examinarlos incisivamente y cuanto mejor se comprendan más información podrían producir en relación con los procesos cancerosos de algunos tumores animales.

§. Virus: en la frontera de la vida
Recuerdo que fue una conferencia sobre virus las más memorable de las que asistí siendo estudiante. Era el año 1938 y la pronunció George Packer Berry, que en aquel tiempo era catedrático de Bacteriología de la Universidad de Rochester y posteriormente fue decano de la Facultad de Medicina de Harvard. Describió el espectro de la materia viva. En su extremo inferior, la bacteria más simple lindaba con el virus más complejo, y más abajo todavía, los virus más sencillos se mezclaban con las macromoléculas (Figura 6.7). Me emocionaba la unificación de la naturaleza, sin líneas de demarcación ni brechas misteriosas. Me sentía liberado de la anterior necesidad de separar lo animado de lo inanimado, los animales de los vegetales, las células de las moléculas.
Actualmente se reconoce que los virus son los microbios más simples, demasiado pequeños para poderse ver con un microscopio óptico capaz de aumentar mil veces. Como carecen de la maquinaria metabólica apropiada, al contrario de las bacterias o células animales y vegetales, son inertes cuando se hallan en un medio nutritivo. Para poder reproducirse han de introducirse en una célula y parasitaria. Entonces expropian su maquinaria y fabrican muchos cientos o miles de nuevas partículas víricas que a menudo destruyen la célula durante el proceso. El vocablo virus (veneno en latín) significaba hace un siglo cualquier agente tóxico, bacterias incluidas, capaz de causar enfermedades. El empleo restringido que tiene el término en la actualidad surgió de una forma curiosa.
Los primitivos bacteriólogos que seguían el destino de las bacterias patógenas depositadas en el suelo descubrieron que la lluvia y los efluentes no las transportaban hacia los horizontes profundos del mismo. De este efecto de tamizado del suelo procede la idea de usar tierra compactada y porcelana sin vidriar como filtros para eliminar las bacterias de los cultivos. Algunas veces sucedía que tales filtros eran atravesados por agentes capaces de transmitir enfermedades a los animales de experimentación. Al observar por microscopio no podía distinguirse microbio alguno ni tampoco era posible cultivar esos agentes en medios nutritivos. Por tal motivo se llamaron «virus filtrables».
Los virus filtrables permanecieron en el limbo hasta que sucedieron tres acontecimientos:
  1. Se aislaron en forma pura y se comprobó que eran simplemente moléculas de ácido nucleico (RNA o DNA) rodeadas por una cubierta de proteína.
  2. Podían observarse con el microscopio electrónico (con un poder de magnificación cien veces superior al del óptico).
  3. Podían cultivarse dentro de células que estuvieran creciendo en medios nutritivos. Muy pronto se descubrió una enorme casa de fieras en los virus animales y vegetales, con formas singulares que diferían ampliamente en tamaño (Figura 6.7).
Se observó que el virus de la poliomielitis era una especie de esfera de múltiples facetas (parecido a una cúpula geodésica poliédrica) y que el virus del mosaico del tabaco era un bastoncillo estrecho y alargado. Se desconfiaba que las diminutas bacterias fueran acosadas por virus, pero también pudieron verse al microscopio y comprobarse que tenían una gran variedad de formas. Ya que esos virus «devoran» a sus hospedadores se llaman bacteriófagos, o fagos abreviadamente. Merece la pena recordar los versos proféticos de Jonathan Swift:
Los naturalistas han observado que las pulgas tienen otras más pequeñas que las parasitan; y éstas tienen a su vez otras que les muerden; y así sucede ad infmitum.

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Figura 6.7. El tamaño tan variado de las moléculas, virus y células es un reflejo de su complejidad y pone de manifiesto que no existen interrupciones o demarcaciones.

Quince años después de saber de la existencia de los virus, iluminaron de nuevo mi interés, en esta ocasión en lo que respecta a su DNA y su replicación. Una célula animal tarda 6-8 horas en reproducir su material genético, una bacteria sólo unos 40 minutos. Tras una infección vírica (como cuando el bacteriófago T2 invade E. coli), la velocidad de la síntesis del DNA vírico es diez veces mayor. Cuando empecé a preguntarme cómo lo lograba el virus, caí en la cuenta de que no se sabía nada sobre la síntesis celular de DNA. Puesto que generalmente es mucho mejor explorar la bioquímica de un proceso en el sitio y en el momento en el que es más activo, seleccioné el sistema compuesto por E. coli infectada con el fago T2 para abordar la síntesis de DNA. Los extractos libres de células formados con este sistema se comportaron en los primeros estudios menos activos, en lo que se refiere a la síntesis de DNA, que los de las células normales. Pero con todo, el empleo de fagos demostró ser crucial, como describiré, para aclarar muchas propiedades del proceso impresionantemente complejo que es la replicación del cromosoma.

§. Síntesis de una «molécula viva»
Después de los muchos seminarios que di durante los diez años (1957-1967) que estuvimos trabajando en la síntesis de DNA con la enzima que llamamos DNA polimerasa siempre se me hacía la misma pregunta: ¿Por qué no se ha podido replicar una plantilla de DNA con actividad genética? Alguna vez intenté anticiparme a una pregunta tan desconcertante proyectando una diapositiva (Figura 6.8) que ponía de manifiesto cómo la actividad biológica del DNA de una crema capilar podía medirse observando la pulcritud del peinado de una modelo. Añadía que el ensayo era aún demasiado errático para poderlo usar de forma rutinaria.

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Figura 6.8. Anuncio insertado en un periódico italiano (alrededor de 1963).

Desde luego habíamos intentado muchas veces replicar los DNA de Pneumococcus, Hemophilus y Bacillus subtilis, que presentaban una actividad transformante fácil de medir. Todos estos DNA actuaban adecuadamente como plantillas y cebadores y se producía DNA de nueva síntesis, pero en lugar de haber un aumento neto de actividad biológica siempre había una disminución. Los experimentos estaban condenados a fracasar por razones que comprendí años después.
Nuestro problema se solucionó estudiando la replicación de los fagos más pequeños. Uno de ellos había sido aislado de una cloaca parisina por N. A. Boulgakov, que trabajaba en el laboratorio de M. F. d’Herelle, y lo llamó ΦX174: Φ por la f griega de fago y XI74 es el número que Boulgakov dio a una estirpe concreta de las muchas que aisló y que infecta y destruye a los bacilos tifoideos. (Durante dos décadas se esperó en vano que los bacteriófagos, descubiertos en 1917 por Twort, en Inglaterra, y d’Herelle, en Francia, pudieran combatir eficazmente las infecciones intestinales causadas por las bacterias tifoideas y disentéricas.)
Se puede ver a simple vista de una manera muy fácil la infección vírica de una célula bacteriana. Se extiende una gota de una suspensión muy diluida de virus sobre la superficie de una placa de agar en la que esté creciendo una capa uniforme de bacterias. Cuando uno de los virus se adhiera a la superficie de una de las bacterias e inyecte su DNA, la maquinaria replicativa de la célula lo multiplicará muchas veces y al transcurrir aproximadamente veinte minutos la célula estalla y quedan en libertad varios cientos de partículas víricas que podrán infectar a las bacterias de las proximidades. Al cabo de unas pocas horas se habrán producido miles de millones de descendientes del virus en cuestión que habrán lisado a otras tantas bacterias. Su destrucción quedará marcada por la formación en el tapete bacteriano de un círculo claro del tamaño de la cabeza de un alfiler. El número de partículas infecciosas que había en la gota original se puede estimar de una manera precisa contando estas zonas aclaradas (que indican el punto donde se localizaba la primera bacteria en ser infectada y se llaman calvas).
El tamaño extremadamente pequeño del fago ΦX174 atrajo el interés de Robert Sinsheimer al principio de los años sesenta. Era biofísico y se había trasladado del Departamento de Física de la Universidad de Iowa a la División de Biología del Instituto Tecnológico de California. Imagínense su sorpresa y deleite cuando descubrió varias características poco frecuentes de esta criatura largamente olvidada. Su DNA era increíblemente pequeño ya que sólo contenía unos 5.000 nucleótidos, suficientes para proporcionar la información que hay contenida en unos cinco genes de tamaño medio. Otros fagos más grandes tienen varios cientos y E. coli tiene 4.000. Entre las propiedades físicas raras estaba la extraña composición de sus monómenos: 25 por 100 A, 33 por 100 T, 24 por 100 G y 18 por 100 C. Resulta evidente que A no es igual a T ni G a C. La interpretación, que ha resultado correcta, consistía en suponer que el cromosoma de este pequeño fago es una hebra o cadena sencilla en lugar de la doble hélice que se encuentra en los fagos más grandes, en las bacterias y en las células vegetales y animales. Cuando ensayamos el DNA del fago ΦX174 que nos había enviado Sinsheimer vimos que actuaba de plantilla para la DNA polimerasa. Cuando la cantidad de DNA sintetizado de nuevo era un pequeño porcentaje de la de partida tenía una composición diferente al DNA del fago ΦX174 pero era exactamente igual a la que habíamos predicho por el emparejamiento de bases, esto es, complementaria a la de la plantilla: 33 por 100 A, 25 por 100 T, 18 por 100 G y 24 por 100 C. Cuando la síntesis progresaba hasta un nivel del 600 por 100, la composición y frecuencia de las secuencias del vecino más próximo ponían de manifiesto que tanto el DNA monocatenario del fago como la hebra complementaria del producto resultante habían actuado de plantillas. Uno y otra se emparejaban orientados en direcciones opuestas (ver capítulo 5) y este DNA bicatenario dirigía posteriormente la replicación de manera tan eficaz como las plantillas normales. Dicho con pocas palabras, la enzima convertía el DNA monocatenario atípico en un dúplex convencional.
Sinsheimer y colaboradores encontraron otras tres propiedades destacadas del DNA del fago ΦX174. La cadena no tenía extremos, esto es, era circular. Segunda, unos instantes después de entrar en E. coli, las enzimas de ésta, exactamente igual que ocurría en el tubo de ensayo con nuestra DNA polimerasa, convertían el DNA vírico monocatenario en la estructura helicoidal doble común (Figura 6.9). La cantidad de A era exactamente igual a la de T y la de G a la de C. Tercera, el DNA podía infectar por sí mismo a las células. Sin la cubierta de proteína que el virus emplea para engancharse a la superficie celular y le confiere su capacidad infecciosa, la entrada en la célula del DNA vírico desnudo es un acontecimiento raro, unas diez mil veces menos eficaz. No obstante, puede medirse con confianza y precisión.

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Figura 6.9. El DNA circular monocatenario del fago Φ X174 se convierte rápidamente por las enzimas de E. coli en bicatenario al entrar en el interior de ella.

Otro tipo de fagos pequeños que influyeron grandemente en mis investigaciones posteriores llegaron a mí a través de Sankar Mitra. Nacido en Calcuta, ingresó en mi laboratorio en 1964 como becado posdoctoral después de haber hecho su tesis en la Universidad de Wisconsin. Traía consigo un virus filamentoso llamado MI3 (figura 6.10), una ligera variante del fago fd que unos pocos años antes había descubierto en el Instituto Rockefeller Norton Zinder. Estos virus extremadamente largos se unen a los túbulos de la superficie de E. coli llamados pili. Las células que presentan estos pelos se denominan «machos» y los usan para emparejarse con células que carezcan de ellos (llamadas «hembras») durante un proceso sexual en el que se transfiere parte del DNA. Además de la cuestión fascinante del mecanismo por el que un virus ligado a un pilus inyecta su DNA a la célula para iniciar el proceso infeccioso estaba el pequeño tamaño de su DNA y la naturaleza monocatenaria del mismo, características ambas que recuerdan al DNA del fago ΦX174. ¿Sería también circular el DNA del MI3? Si efectivamente así fuera, podríamos comprobar si actuaba de plantilla para nuestra DNA polimerasa tan bien como lo hacía el DNA del ΦX174.
Durante muchos años intentamos en vano descubrir la iniciación de la síntesis de cadenas del DNA. Cuando averiguamos que la DNA polimerasa era capaz de replicar el DNA circular monocatenario (una plantilla sin extremos que sirvieran de cebadores) parecía que disponíamos de la prueba que respaldaba la creencia de que la enzima podía iniciar una nueva cadena. Sólo estábamos a un paso de realizar el experimento definitivo para determinar si la cadena que fabricásemos podía generar nuevos virus al infectar una célula. (No deja de ser irónico que los estudios posteriores pusieran de manifiesto que ni esta enzima ni ninguna otra de las DNA polimerasas de la naturaleza puedan iniciar la síntesis de una cadena; véase el capítulo 7.) No obstante, confiábamos erróneamente en que la capacidad de la enzima para iniciar la síntesis de una cadena era lo que necesitábamos para demostrar la lejana y difícil actividad biológica del DNA sintético.
Para que nuestro producto tuviera actividad había de cumplir el requisito de ser circular. Al contrario de lo que sucedía con el DNA vírico, nuestro producto sintético era una cadena lineal y necesitábamos soldar sus extremos entre sí para que fuera capaz de infectar a E. coli, Muchos de nosotros creíamos que en esta bacteria tendría que existir una enzima que uniera o ligara de forma apropiada los extremos de la cadena para formar un anillo y restañar las roturas del DNA.

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Figura 6.10. El fago filamentoso M13 tiene un DNA circular monocatenario plegado como una goma dentro de una envoltura proteica. Las tres moléculas más grandes de proteína localizadas en uno de los extremos amarran al fago a un lugar de unión de la célula.

En 1967 publicaron cinco grupos independientes el descubrimiento de dicha enzima, que andando el tiempo se llamaría DNA ligasa. Martin Gellert, de los Institutos Nacionales de Sanidad, fue el primero. Para ensayar la capacidad de la enzima de convertir una doble cadena lineal en otra circular usó un fago llamado Λ. (lambda), tal como se sabía que ocurría inmediatamente después de infectar a la bacteria. Sólo unos meses más tarde y empleando otros métodos distintos lo consiguieron otros equipos: el encabezado por Charles Richardson, de la Facultad de Medicina de Harvard, el de Robert Lehman, que estaba en el laboratorio vecino de Stanford, el de Jerald Hurwitz, de la Facultad de Medicina Albert Einstein, y el mío, con Nicholas Cozzarelli como becado posdoctoral.
Disponiendo de una ligasa para circularizar un DNA lineal y con el grupo de Sinsheimer impaciente por ensayar la capacidad infecciosa de nuestros productos, el paso siguiente que tenía que dar, en colaboración con Mehran (Mickey) Goulian, un becado posdoctoral, consistía en comprobar si nuestra DNA polimerasa era capaz de fabricar DNA biológicamente activo a partir de los cuatro nucleótidos. ¿Podría haber, como afirmaban algunos, alguna modificación esencial, aunque fuera escasa, de las proporciones A, T, G y C, o alguna ramificación o enlace nuevos, que nuestros análisis fueran incapaces de detectar? ¿Podíamos confiar en la fidelidad de la DNA polimerasa para copiar cadenas de más de 5.000 unidades sin que tuviera lugar ninguna omisión ni ningún error de emparejamiento entre A con T y G con C?
Goulian no parecía ser al principio la persona idónea para llevar a cabo este esfuerzo. Se había formado en Medicina Interna en el Hospital General de Massachusetts y había estado durante dos años en hospitales de misiones, en África, antes de decidir dedicarse a la investigación bioquímica. A los 34 años tenía relativamente poca experiencia de laboratorio y estuve a punto de dar el patinazo de no aceptarlo en mi grupo de investigación. Sucedió que Goulian resultó ser un experimentalista dotado y eficaz. Muy pocos podían comparársele en entusiasmo y destreza. Era el último en dejar el laboratorio por la noche y el primero en llegar por la mañana. Se las ingeniaba para estar un rato con su esposa e hijo durante el almuerzo, que hacían en el campo que lindaba con la facultad.
Goulian era un miniaturista excepcional. Una vez le pedí un reactivo y me dio al instante un pequeño tubo en que no podía ver absolutamente nada. Protestó indicando que quedaba un poco y con una micro pipeta me demostró que había tres o cuatro micro litros (un micro litro es una millonésima de litro), una gotita casi invisible a simple vista. Goulian continuó practicando la Medicina como jefe de Hematología aunque se le recordará sobre todo por haber sido un investigador fundamental de la replicación del DNA, primero en la Universidad de Chicago y posteriormente en la Universidad de California, en San Diego.

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Figura 6.11. Fases de la síntesis in vitro de DNA vírico. Se copia el DNA circular vírico V (fase I) y se aísla la copia circular complementaria C (fase II). Ésta se emplea como plantilla (fase III) en la producción de nuevo DNA circular vírico (fase IV), que se aísla y se ensaya su capacidad infectiva.

Fase I. Usamos como plantilla la cadena circular monocatenaria de DNA del fago ΦX174 (llamada V, de virus) marcada con hidrógeno radiactivo (3H). Con la DNA polimerasa sintetizamos la cadena pareja (llamada C, de complementaria) marcada con fosfato radiactivo (32P). También hicimos cadenas «pesadas» sustituyendo la T por una sustancia análoga que tenía un átomo de bromo, con una masa de ochenta, en lugar del grupo metilo (un átomo de carbono con tres hidrógenos y una masa de quince) que tiene la T normal. (La enzima no distingue durante la replicación la forma T natural del análogo porque el bromo se halla en una parte de la molécula que no está comprometida en su emparejamiento con la A de la plantilla.) Después de circularizar con una ligasa la cadena C, aislábamos por centrifugación el producto bicatenario VC y lo examinábamos al microscopio electrónico. Era indistinguible de los dúplex víricos aislados de las células infectadas con ΦX174. Exceptuando el marcaje identificador, todas las demás propiedades físicas del VC semisintético eran iguales que las del natural.
Fase II. Ahora había que aislar la cadena C que habíamos sintetizado en forma de anillo intacto. Expusimos para ello el producto VC a la acción de la DNasa, enzima que produce cortes aleatorios en las cadenas de DNA. Se ajustaban la cantidad de enzima y el tiempo de exposición para que se produjera por término medio un corte en cada uno de los anillos dobles, generando una cadena lineal y dejando intacta la otra. Aproximadamente la mitad de nuestras cadenas sintéticas C sobrevivirían en forma de anillo. ¿Cómo las recuperábamos?
La técnica había sido puesta a punto diez años antes por el fallecido Jerome Vinograd en el Instituto Tecnológico de California. Comprobó que si se incluían átomos pesados en las cadenas de DNA se podían separar por centrifugación de las que sólo tuvieran átomos ligeros. Los anillos intactos se podían separar también por centrifugación de los rotos porque sedimentaban mucho más rápidamente. Por tanto, al fundir las dobles cadenas circulares VC y aplicar los métodos de Vinograd podían separarse los diferentes tipos de cadenas del DNA. Disponiendo de un medio inequívoco de rastreo, aislamos los anillos sintéticos C marcados con 32P para comprobar a continuación su poder infectivo. Para nuestro consuelo y placer vimos que eran infecciosos. Eran tan activos como los anillos preparados siguiendo el mismo procedimiento y obtenidos a partir de las moléculas VC generadas de forma natural en las células infectadas.

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Figura 6.12. Microfotografía electrónica de DNA bicatenario completamente sintético (Fase III de la Figura 6.11). (Por cortesía del Dr. Jack Griffith.)

Fase III. Ahora había que aislar los anillos C sintéticos para emplearlos como plantillas en la replicación. Había que realizar las mismas operaciones que en la fase I, excepto que se usaba la T natural en vez de su análogo bromado. De esta manera producíamos un dúplex VC totalmente sintético (Figura 6.12).
Fase IV. ¡El ensayo final! A este doble anillo sintético le aplicábamos las manipulaciones de la fase II. Pudimos aislar de la mezcla de cadenas sintéticas Vs y Cs (rotas y circulares) los anillos V con las propiedades físicas de las cadenas obtenidas a partir de virus ΦX174. ¡Eran igual de infecciosas!
Después de haberlo intentado durante doce años, lo habíamos conseguido por fin; es decir, habíamos obtenido una DNA polimerasa capaz de armar una cadena de DNA de forma, composición, secuencia y actividad biológica idénticas al DNA de un virus natural. Todo lo que necesitaba la enzima no era más que los cuatro bloques de construcción comunes: A, T, G y C. En ese momento no parecía haber impedimentos para poderse sintetizar el DNA de los genes y cromosomas. El camino estaba despejado para crear nuevo DNA y genes. Sólo había que manipular los monómeros y las pantillas adecuadas.
Sentimos a pequeña escala algo parecido a lo que debieron experimentar en un día de julio de 1945 los investigadores de Alamogordo al observar la fuerza explosiva del núcleo atómico. El aprovechamiento del poder enzimático del núcleo celular no llegaba a ser algo tan luminoso y sonoro como la bomba atómica, ni de consecuencias generalizadas tan manifiestamente asombrosas. No obstante, esta demostración de la fuerza de las enzimas que fabrican y unen las cadenas de DNA contribuiría pronto a que otros investigadores forjaran una revolución distinta, a saber, la ingeniería genética y la modificación de las especies.

§. Creación de vida en un tubo de ensayo
Spyros Andreopoulos, director del Stanford New Bureau, solicitó una rueda de prensa el 14 de diciembre de 1967 para que respondiéramos a los muchos interrogantes suscitados por un trabajo que acabábamos de publicar en el número de ese mes de las Proceedings of the National Academy of Sciences con el título «Enzymatic Synthesis of DNA, XXIV. Synthesis of Infectious Phage ØX174 DNA». Los editores del periódico creyeron que se había sintetizado un virus en el tubo de ensayo y eso les parecía un acontecimiento periodístico notable. Asistieron a la reunión cien periodistas de prensa escrita y de televisión y fotógrafos.
Después de la conferencia oí hablar por teléfono a uno de los reporteros con su periódico y decía: «No es lo que creíamos. No han hecho un virus, sino una corta cadena de DNA. Llevan doce años haciendo DNA en el tubo de ensayo». No se habían creado de forma artificial monstruitos peludos. Sólo se había armado a partir de los cuatro nucleótidos sintéticos un cromosoma vírico completamente infeccioso. Como hito bioquímico era ciertamente una noticia de periódico. El artículo que hacía el número veinticuatro de la serie dedicada a la síntesis de DNA in vitro ponía de manifiesto que un cromosoma es una cadena lineal de los nucleótidos conocidos y sin ningún componente extraño más y que la DNA polimerasa descubierta doce años antes es capaz de copiar sin errores una cadena de DNA vírico preexistente formada por más de 5.000 nucleótidos. Esas eran las razones por las que la DNA polimerasa llegaría a convertirse en uno de los principales utensilios de la revolución de la ingeniería genética, aún por nacer.
Tal vez los editores y periodistas se emocionaran por la síntesis en el tubo de ensayo de un DNA vírico porque desconocían la diferencia que existe entre esta sustancia y un virus. Quizá también influyera el hecho de que algunos virus sean agentes patógenos para los que existen muy pocos remedios médicos eficaces y les parecieran criaturas mucho más formidables que las bacterias, sistemas miles de veces más complejos, que sucumben ante los antibióticos. No es de extrañar que los periodistas me asediaran con la pregunta: « ¿Es una molécula viva el DNA que ha hecho?».
En la conferencia de prensa traté con dificultad de explicar la razón de que la respuesta a dicha pregunta sea tan elusiva. El DNA vírico no tiene vida per se, ni tampoco el virus que lo porta, en el sentido de ser capaz de crecer y reproducirse fuera de las células de un organismo. No obstante, ese DNA posee una poderosa fuerza vital. Al encontrarse en el interior de una bacteria o de una célula vegetal o animal es capaz de secuestrar la maquinaria de su hospedador y hace poco más que no sean centenares de virus idénticos a sí mismo. En la extensa gama de virus que hay, algunos son grandes y complejos hasta el punto de parecerse mucho a las células más simples. ¿Están vivas las células? Ni debiera cuestionarse eso. Pero existen células tan desmanteladas de envolturas y equipo metabólico que su supervivencia es sutil sin el soporte y nutrición de las células vecinas. Intenté establecer que, en esencia, no existe un punto en el que se haya infundido un hálito de vida durante la ascensión de los átomos de carbono a los nucleótidos, al DNA, a los virus, a las células, al hombre.
Andreopoulos, cuyas notas de los acontecimientos ocurridos en ese día tan ajetreado añaden elementos que he olvidado o que nunca supe, recordó que «desde el principio en que planeamos anunciar al público general, simultáneamente a la publicación del trabajo en las PNAS, usted había rogado que se evitara la expresión síntesis de vida en el tubo de ensayo. Empleé tanto tiempo como había hecho usted en prevenir a los periodistas de que no relataran el trabajo en tales términos. Fue entonces cuando en una conversación telefónica el periodista científico de The New York Times, Harold Schmeck, sugirió la frase síntesis del núcleo interno de un virus. No era particularmente hermosa, pero presentaba menos objeciones».
Pese a nuestras protestas, había tanta excitación en ese día que la creación de «vida» en el tubo de ensayo ocupó las cabeceras de prácticamente todos los periódicos del mundo. El interés fue resaltado por las palabras que dijo ese día el Presidente Lyndon B. Johnson en la Smithonian Institution de Washington durante la ceremonia del bicentenario de la Encyclopaedia Britannica. Escribió Andreopoulos:
El día de la proyectada conferencia de prensa recibí por la mañana una llamada telefónica de un escritor de discursos de la Oficina de Ciencia y Tecnología en la que me pedía si podía darle unos cuantos párrafos para incluirlos en el discurso del 14 de diciembre del presidente en la Smithonian.
Le telefoneé inmediatamente a usted refiriéndole el asunto. Su reacción inicial fue: « ¿Quién conocemos del gobierno que pueda evitarlo?». Yo dije que lo sugerido al presidente había llegado por el director de los NIH Jim Shannon, que atendió al Comité de Asignaciones del Senado, el cual había amonestado anteriormente a dicha institución por no dar a conocer la política federal que se hacía en investigación sanitaria. Usted estuvo de acuerdo. Esa misma tarde se celebró en Stanford su conferencia de prensa. Explicó las distintas fases que habían desarrollado y valoró su potencial. También puso énfasis al indicar que existía cierto desacuerdo entre los científicos a la hora de calificar de «vivos» a los virus.
Al atardecer me marché a casa y después volví a la televisión. La comunicación clave de las noticias de las seis fue la síntesis del DNA. El presentador de la BBC Roger Grimsby comenzó diciendo: «A veces se acusa a los periodistas de simplificar excesivamente cuando hablan de los avances científicos. Conectaremos con Washington para que sea el Presidente Johnson quien les hable de lo ocurrido hoy en Stanford».
Al aparecer en la pantalla tuve un presentimiento. LBJ empezó a leer la primera frase del escrito preparado: «Por vez primera se ha tenido éxito en la manufacturación de una molécula sintética...». En ese momento hizo una pausa, apartó la hoja y dijo: « ¿Qué van a leer mañana por la mañana? Una de las historias más importantes que hayan leído jamás ustedes, sus padres o sus abuelos... ¡Unos genios de la Universidad de Stanford han creado vida en el tubo de ensayo!».
Todos los resúmenes de noticias del día siguiente comenzaban con ese encabezamiento y el escrito preparado de LBJ.
En él se leía lo que sigue:
En este preciso instante los bioquímicos de la Universidad de Stanford están anunciando un salto espectacular en el conocimiento humano. Han conseguido por primera vez fabricar artificialmente una molécula de un organismo vivo. Su trabajo representa un acercamiento a la creación de vida en el laboratorio al producir el material genético de un virus. Cuando este material vírico artificial infectó una bacteria empezó a auto reproducirse.
Estos hombres han descubierto un secreto fundamental de la vida. Se trata de una realización impresionante. Abre de par en par las puertas a nuevos descubrimientos en la lucha de las enfermedades y edifica una vida más sana para el género humano. Pudiera representar el primer paso adelante en el control futuro de ciertos tipos de cánceres.
El trabajo de estos científicos encabezados por el doctor Arthur Kornberg es la prueba viva de la colaboración creadora desarrollada durante años entre ciencia, universidades y gobierno federal. Estamos orgullosos de que nuestras exploraciones hayan sido posibles por las ayudas financieras de los Institutos Nacionales de Sanidad y de la Fundación para la Ciencia Nacional.
A medida que el hombre prosiga realizando nuevos descubrimientos tan impresionantes como éstos tenemos que esperar confiadamente que aumenten los conocimientos necesarios para aplicarlos en beneficio de toda la Humanidad.
No deja de ser irónico que Johnson ya había empezado a frenar el apoyo gubernamental a la investigación básica, política que ha resultado ser la tónica de las administraciones que le siguieron. Las reacciones de los editoriales fueron incómodamente efervescentes.
New York Times: «Las perspectivas abiertas cortan la respiración lo mismo que las que se revelaron hace décadas cuando los biólogos empezaron a usar por primera vez átomos radiactivos artificiales para poder estudiar directamente el destino de los distintos compuestos de los organismos vivos.»

Chicago Sun-Times: «Se trata de una victoria de la investigación pura, esto es, de la exploración por la exploración aunque jamás se aplique a la práctica el conocimiento de lo descubierto.»

Los Angeles Times: «La síntesis histórica no sólo nos dará nuevas ideas para comprender las infecciones víricas, sino que también abrirá nuevas avenidas para descubrir lo que ocurre cuando las células normales cambian a malignas o cancerosas.»

Time: «Desde el alba de la ciencia, uno de los sueños más imposibles del género humano ha sido crear vida en el tubo de ensayo. Los científicos dieron un paso la semana pasada para hacer posible ese sueño.»
El relato que más me gusta lo escribió para el Manchester Guardian Weekly Alistair Cooke, mi comentador y ensayista de TV favorito de ese día. Su despacho decía:
San Francisco, 17 de diciembre.
Kornberg, un nombre todopoderoso para los biólogos y bioquímicos, se ha encontrado repentinamente en los periódicos de todo el mundo en compañía de personajes como Koch, Ehrlich, Pasteur y Einstein.
Se siente agradablemente disconforme con ello y al entrar en el Tresidder Memorial Union, de la cercana Universidad de Stanford, y oír el estruendo de los empleados de televisión y contemplar la maraña de micrófonos y el respetable ejército de periodistas se colmaron sus temores de prematura inmortalidad.
La semana pasada se le hizo una adoración nocturna por haber comunicado a la Academia Nacional de Ciencias que, en colaboración con otros dos científicos, habían conseguido sintetizar DNA (la sustancia química de la herencia) vírico con actividad biológica. La prensa dijo «que se había creado vida en un tubo de ensayo». Para el sorprendido lego ello está muy cerca de la verdad pero para el enfadado experto dista mucho.
El doctor Kornberg apareció ante el hombre de la calle con el responsable propósito de honrar al honor, despejar dudas y tratar de hacer, con una calma absolutamente imperturbable, las distinciones pertinentes relacionadas con lo que a la mayoría de nosotros le parecería un experimento semántico de redefinir el cabello con objeto de dividirlo.
Para empezar, ¿había efectivamente «creado vida en el tubo de ensayo»? Se quitó sus gafas de montura negra, exhaló un vivo suspiro y ponderó: «Bueno, es absolutamente imposible definir la vida y lo viviente y dejar satisfecho tanto al lego como al científico. Existe una acalorada controversia acerca de si un virus está o no vivo. Las bacterias son seres vivos. Quizá la mayoría de los científicos piensan que los virus también lo están.»
Lo que han hecho él y el doctor Mehran Goulian, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chicago, ha sido crear el material vivo del núcleo de un virus que se reproduce y engendra nuevos virus que viven como los demás. «Con las reservas que he mencionado, parece razonable pensar que el DNA vírico es una forma simple o primitiva de vida.»
La nueva síntesis ha seguido el recorrido de once años que se expone a continuación. El largo experimento ha repetido hasta la última fase la proeza que le hizo merecedor del premio Nobel de 1959: la síntesis de un virus que se parecía a DNA de virus vivo. Pero ello sólo ha sido posible en el último año, al descubrirse la enzima responsable del paso vital de conferir al DNA sintético la capacidad de auto reproducirse.
Con paciencia agudísima y exquisita claridad (supongo) describió el proceso de empaquetamiento de los nucleótidos (los elementos de construcción de la vida, estúpido) en un tubo de ensayo con la familiar enzima DNA polimerasa y «una plantilla de DNA vírico natural marcada radiactivamente». No resultará sorprendente saber que emplea a la plantilla como programa para dirigir y potenciar que los nucleótidos no vivos se ensamblen en una larga cadena de DNA vírico que es «una copia exacta del material de la plantilla». Entonces se elimina el DNA natural marcado y se añade la nueva «enzima soldadora DNA ligasa». Se forma un anillo al unirse los dos extremos de la cadena.
¡Kornberg y Goulian han hecho eso! Y saben por qué el DNA sintético que habían fabricado anteriormente no conseguía auto reproducirse: porque los extremos de la cadena no estaban unidos.
Estos dos hombres enviaron el nuevo DNA vírico al doctor Robert Sinsheimer, del Instituto de Tecnología de California, el investigador que descubrió e identificó el Φ X 174, que es el nombre del virus natural empleado como plantilla. Otros científicos al oír estos hallazgos se están preguntando si Kornberg y Goulian eliminaron realmente del tubo todo el DNA natural de la plantilla.
Habiendo dicho lo que había hecho, el doctor Kornberg estaba encantadoramente ansioso de decir a quién habría de reconocerse el mérito para tranquilizar después a los que se sintieran aterrorizados por problemas éticos.
Primero diría: «Sabemos escandalosamente poco sobre la química del DNA, sólo nos hallamos al comienzo de un largo programa de investigación básica» No obstante, estos preliminares prometían «la creación de material genético con propiedades desconocidas hasta ahora» y la fabricación de «virus oncogénicos simulados» que conferirían inmunidad frente a los patogénicos.
Finalmente planteó el problema moral. « ¿Cree doctor Kornberg que llegará un momento en que su trabajo entrará en conflicto con la moral tradicional?» Se quitó de nuevo las gafas y mirando hacia el suelo meditó. Respondió muy suavemente: «Nunca seremos capaces de predecir los beneficios que resultarán de los avances fundamentales del conocimiento. No hay saber que no pueda usarse incorrectamente pero tengo la confianza de que al perfeccionarse los conocimientos de la química genética seremos más capaces de afrontar las enfermedades hereditarias. No veo posibilidad de conflicto en una sociedad decente que use los conocimientos científicos para la mejora del hombre».
No todas las reacciones fueron favorables. Algunas caricaturas dibujaban escenas de laboratorio en la que científicos sobrecogidos veían emerger homúnculos de sus tubos de ensayo (Figura 6.13). Max Perutz, el eminente biólogo molecular británico, se quejaba en una carta al Times de Londres de la conmoción de un descubrimiento que había anticipado y de cuya significación práctica dudaba.
Estuve de acuerdo en lo que se refería a la publicidad excesiva y, como él, no pude prever que este descubrimiento y otros relacionados que no tardarían en producirse llevarían rápidamente al DNA recombinante y a sus extraordinarias aplicaciones de la ingeniería genética.

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Figura 6.13. Caricatura aparecida en un periódico el 15 de diciembre de 1967.

Un recorte de un periódico del 4 de enero de 1968 pareció comprender lo que Max y yo no supimos. Su cabecera decía: «La primera noticia científica del año 1967 ha sido la creación de vida.» Y con tipografía más pequeña: «En segundo lugar, el trasplante de corazón en seres humanos.»

Capítulo 7
Impresionantes maquinas replicadoras

Contenido:
§. Corrección de pruebas y edición de una enzima replicadora
§. La DNA polimerasa en el banquillo
§. La DNA polimerasa no es capaz de iniciar cadenas
§. La máquina de replicación es más compleja de lo que parece
«Me apuesto una botella de champagne —dijo el colega de mi departamento Buzz Baldwin— a que la DNA polimerasa tiene actividad nucleasa.» Una preparación de la enzima replicadora que había sido purificada intensamente podía degradar todavía cadenas de DNA. En ausencia de los nucleótidos requeridos para la síntesis, el DNA podía degradarse lenta y serialmente nucleótido a nucleótido. Acepté la apuesta de Baldwin porque para mí no tenía sentido que la DNA polimerasa degradara el extremo de una cadena que normalmente tendría que alargarse. La apuesta también suponía un incentivo para purificar más aún la polimerasa y eliminar la nucleasa y otras supuestas actividades contaminantes en cantidades traza. Dos años después hube de aceptar que la actividad nucleasa era una parte integral de la DNA polimerasa, comprendí la razón de ello y pagué la apuesta.
Para empezar habrá que decir que éramos incapaces, empleando diferentes procedimientos, de reducir la actividad nucleasa en relación a la polimerasa. La razón entre las dos actividades permanecía constante durante las últimas fases en las que la enzima se había purificado 100 veces con respecto a otras proteínas. Un simple hecho de la nucleasa nos dio la clave. Douglas Brutlag, que trabajaba en este problema para su tesis, observó que la actividad degradadora era mucho más potente en el DNA monocatenario que en la forma normal de cadena doble. Esta preferencia se hacía extrema al disminuir la temperatura de la reacción. La degradación de cadenas simples a 20 °C era moderadamente menor de la que tenía lugar a 37 °C, pero en el DNA bicatenario desaparecía casi completamente. Los extremos del dúplex de DNA se deshilachaban (fundían) presumiblemente a 37 °C, pero quedaban trabados (congelados) y, por consiguiente, nunca aparecían cadenas simples, a baja temperatura. ¿Cuál era la razón de que el sustrato a degradar por una enzima sintetizadora fuera un cebador terminal suelto?

§. Corrección de pruebas y edición de una enzima replicadora
No es frecuente que un conjunto de experimentos ofrezca una visión tan clara de un problema. Brutlag preparó diversos DNA bicatenarios en los que el extremo cebador de una hebra no estuviera emparejado con la otra hebra y, por consiguiente, deshilacha a bajas temperaturas. Uno de estos dúplex consistía en una corta cadena de poli T alineada pero más larga. El extremo cebador de la cadena formada por T presentaba unas cuantas C que no podían emparejarse con las A (Figura 7.1). Las T estaban marcadas con fosfato radiactivo y las C se distinguían por tener carbono radiactivo. Después de exponerse a la DNA polimerasa, todas las C mal emparejadas se eliminaron en menos de un minuto y después se fueron eliminando mucho más lentamente las T (Figura 7.2).

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Figura 7.1. Los dos nucleótidos que contienen C en el extremo de la cadena cebadora no se emparejan con la plantilla construida a base de nucleótidos que tengan A.

Se repitió exactamente el experimento, pero en esta ocasión se incluyó en la reacción monómeros que contenían T con objeto de potenciar el alargamiento de la cadena. ¡Qué resultado más hermoso! Todos los C se eliminaron rápidamente, igual que había sucedido antes, pero la cadena de poli T permaneció intacta y sé alargó inmediatamente por síntesis a lo largo de la cadena poli A que actuaba de plantilla (Figura 7.3).

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Figura 7.2. Los nucleótidos que contienen C mal emparejados se eliminan rápidamente de la cadena cebadora mientras que la eliminación de los que contienen T es más gradual.

Muchos otros experimentos de este tipo pusieron de manifiesto que la enzima eliminaba a todas las unidades mal emparejadas. Se añadían nuevas unidades al extremo cebador de la cadena únicamente cuando su final estaba emparejado correctamente con la cadena de la plantilla (A con T y G con C). Podíamos deducir apropiadamente que si la enzima sintetizadora cometía un error durante el alargamiento de una cadena, como insertar una C como complementaria de A (se estimó que esto sucede una vez de cada diez mil), procedería a la eliminación del nucleótido incorrecto antes de seguir alargando la cadena. Esta impresionante capacidad de la enzima de corregir pruebas unida a su fina discriminación a la hora de elegir el monómero correcto durante la síntesis reduce los errores del proceso general de la replicación a uno entre diez millones.

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Figura 7.3. Los nucleótidos mal emparejados que contienen C se eliminan rápidamente, pero los que contienen T quedan protegidos al añadirse por síntesis nuevos T, que se emparejan con la plantilla.

Una demostración gráfica de este mecanismo de corrección de pruebas la realizó Maurice Bessman, que estaba estudiando las propiedades de otra DNA polimerasa. Cuando trabajó conmigo en St. Louis como becado posdoctoral hizo muchas contribuciones fundamentales sobre los estudios preliminares de la DNA polimerasa. Después accedió a un nombramiento del Departamento de Biología de la Universidad Johns Hopkins y empezó a estudiar la nueva DNA polimerasa que se inducía en E coli al ser infectada por el fago T4. (Este virus, veinte veces más complejo que el diminuto ΦX174, tiene un conjunto de genes que dirige la producción por parte de la célula hospedadora de un aparato replicador único, ya que el fago tiene necesidad de una síntesis muy rápida de DNA.) Algunos mutantes de este fago tenían alterado el gene de la DNA polimerasa, y la enzima resultante tenía diferentes propiedades dependiendo del lugar y del tipo de alteración del gene. Algunas estirpes cometían más errores de replicación y podían llamarse mutantes mutadores, otros cometían menos errores de lo normal y se denominaron antimutadores. Bessman descubrió que la actividad nucleasa responsable de la corrección de pruebas que tenían las polimerasas de la mayoría de los mutadores era inferior a lo normal mientras que dicha actividad estaba exagerada en las polimerasas de los antimutadores. Dicho con otras palabras, la fidelidad de la replicación del DNA del fago estaba correlacionada admirablemente con la facultad de corregir pruebas de la DNA polimerasa.
Habiendo comprendido finalmente las razones de que la actividad que degrada al DNA es parte integral de la enzima que lo fabrica, no estábamos preparados para la siguiente conmoción. Bob Lehman hizo la paradójica observación de que la actividad nucleasa que presenta la polimerasa con los DNA bicatenarios se multiplicaba diez veces al hallarse presentes los cuatro bloques de construcción (A, T, G y C) requeridos para la síntesis. ¿Cómo la síntesis iba a potenciar la degradación? Desde el principio habíamos observado que la síntesis alarga el final del cebador de una cadena, protegiéndolo, por lo tanto, de la acción nucleasa.
Las claves para resolver este problema vinieron de dos laboratorios. Edward Reich y sus colaboradores del Instituto Rockefeller observaron que la DNA polimerasa podía añadir a una cadena de DNA un análogo que se parecía a A pero que no podía ser eliminado por la actividad nucleasa de la enzima. No obstante, la cadena marcada radiactivamente a la que se añadía el análogo se degradaba constantemente. Murray Deutscher, un becado posdoctoral de mi laboratorio, encontró que una cadena cuyo extremo cebador estuviera modificado por la unión de un grupo fosfato era inerte para la actividad sintética de la DNA polimerasa aunque sí podía ser degradado por la enzima.
Para interpretar estas observaciones hay que recordar en primer lugar la estructura del raquis de una cadena de DNA. En la figura 7.4 se representa un corto segmento. El grupo OH unido al carbono 3 es tanto el extremo de la cadena cebadora (el punto de crecimiento) como el extremo en el que tiene lugar la corrección de pruebas. Los grupos fosfato (P) conectan el carbono 5 de un azúcar con el 3 del que ocupa la siguiente posición en la cadena. Esta tiene dos extremos distintivos, denominados 3 y 5.
Tanto el grupo de Rockefeller como nosotros llegamos a la conclusión de que la preparación de DNA polimerasa debería tener una actividad nucleasa adicional que degrada serialmente a partir del extremo 5 de la cadena y que no se afecta al bloquear el extremo 3 con un análogo o con fosfato. Por varios procedimientos, incluyendo el marcaje del extremo 5 con fosfato radiactivo, pudimos demostrar que eso era precisamente lo que ocurría y concluimos que la enzima debería poseer un dominio separado diseñado para esta función particular.

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Figura 7.4. Una cadena de DNA es susceptible de degradarse paso a paso bien por el extremo cebador (3) bien por el otro (5).

Ahora puede explicarse la paradoja de Lehman, a saber, por qué los cuatro bloques y la síntesis que hacen posible potencian la actividad nucleasa a partir del extremo 5 por el que la cadena no se alarga. La respuesta estaba en el DNA que suministrábamos a la enzima. El DNA es vulnerable a las roturas ocasionales que se producen en el esqueleto de una de las cadenas y que pueden localizarse con el microscopio electrónico (Figura 7.5) gracias a que la DNA polimerasa encuentra esas mellas y las rellena. En ellas no puede tener lugar la síntesis porque no hay ninguna plantilla libre con la que puedan emparejarse los nucleótidos (Figura 7.6). Sólo después de remover el DNA del extremo 5 de la mella queda expuesto un trozo de plantilla para que se proceda al emparejamiento de los nucleótidos sustrato y tenga lugar la síntesis. Al progresar ésta, la polimerasa se desliza a lo largo de la plantilla (de izquierda a derecha) hasta que llega al extremo 5 de la cadena y la degrada entonces. Es de esta manera cómo la síntesis estimula la remoción de DNA a partir del extremo 5. ¿Existe alguna razón para que tenga lugar este aparentemente fútil ejercicio de la DNA polimerasa que remueve DNA por el extremo 5, y crea una brecha, mientras que la rellena por alargamiento del extremo 3? Enfáticamente, sí. Algunos años después caímos en la cuenta de que esta maniobra de la polimerasa es un paso fundamental de la replicación. Lo que resultaba obvio de inmediato era que esta acción nucleasa de la polimerasa podría tener un papel decisivo en una de las operaciones biológicas más básicas, a saber, la reparación de las lesiones que puedan producirse en el DNA.

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Figura 7.5. La DNA polimerasa se liga a las regiones melladas de las cadenas de DNA como se indica en la fotomicrografía electrónica v en el esquema de la derecha.

En todas las células, desde las más primitivas hasta las más especializadas, existen diferentes dispositivos disponibles al instante para detectar y corregir las diversas lesiones a las que está sujeto su precioso DNA. El daño causado por los rayos cósmicos y ultravioleta, las sustancias químicas contenidas en los alimentos y en el aire, el oxígeno activado del metabolismo y los errores introducidos por la replicación deben repararse para preservar la integridad de la molécula principal de la que depende la supervivencia de los organismos y las especies.

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Figura 7.6. Al cortarse una cadena de DNA no queda expuesta plantilla alguna. El alargamiento del extremo cebador (3) solamente es posible si se elimina el extremo 5 adyacente.

Las lesiones infringidas por la luz ultravioleta (UV) se encuentran entre las más comunes y penetrantes. Un rayo UV que incida en dos T consecutivas de una cadena de DNA las fusiona en una estructura común (Figura 7.7) de manera que no pueden emparejarse con las A de la cadena opuesta.
De no prestársele atención, esta aberración obstruiría la replicación o provocaría una mutación puntual. Debe eliminarse la lesión que provoca la UV y pensamos que la DNA polimerasa podía tener un lugar preponderante en el equipo enzimático que lo hace.
El DNA de una célula epitelial expuesta a la luz solar sufre unas 50.000 lesiones por luz UV a la hora. El DNA de una célula bacteriana es igualmente susceptible. Para afrontar esta descarga abrasadora, que se ha estimado que aumenta 10.000 veces el riesgo de contraer cáncer, se ha desarrollado un retén de enzimas que patrulla a lo largo del cromosoma para detectar las deformaciones que producen los dímeros de timina en el raquis del DNA. En el lugar de una de esas lesiones, las enzimas reparadoras escinden el esqueleto de la hebra (Figura 7.8) y la DNA polimerasa, que se une con avidez a cualquier mella de la cadena, elimina la parte dañada (y como medida de seguridad, un trozo más largo de la hebra). Seguidamente rellena la brecha usando la cadena opuesta como plantilla. Finalmente, otro de los miembros del equipo enzimático, la ligasa o enzima unidora, sella la rotura de la hebra y deja al DNA sin ninguna traza del daño inicial.

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Figura 7.7. La exposición a la luz ultravioleta provoca la unión de dos nucleótidos vecinos que contengan T (dímeros de timina), se deforma la cadena y se evita el normal emparejamiento con las A complementarias.

Los estudios de diferentes laboratorios, incluyendo el nuestro, demostraron de forma convincente que estas operaciones de corte, parcheo y sellado se producen en todas las clases de células. En E. coli, la DNA polimerasa con la que nos habíamos familiarizado puede suprimir la lesión causada por la UV y reemplazarla por DNA sano.

§. La DNA polimerasa en el banquillo
En 1970 y 1971 apareció una serie de editoriales sin firma en Nature New Biology donde se me hacían acusaciones, en paráfrasis, como éstas: «El disfraz de enzima replicadora que ha atribuido a la DNA polimerasa.» «La facultad de reparar las lesiones del DNA que sus agentes han indicado erróneamente como importantes para la replicación.» «Usted va por el camino falso.»

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Figura 7.8. El daño causado al DNA por la luz ultravioleta puede repararse eliminando el segmento que contiene los nucleótidos de T unidos (dímero de timina) y reemplazándolos por DNA apropiado sintetizado con ayuda de la DNA polimerasa.

Se cuestionaba el papel replicador de la DNA polimerasa por varias razones. La primera era la versatilidad de la enzima para escindir el DNA lesionado y restañar el daño. ¡Después estaba el mutante de Cairns! John Cairns había encontrado en 1969 un mutante de E coli de lo más curioso que parecía carecer de la enzima y no obstante crecía y se multiplicaba de manera normal. Este mutante lo había descubierto «a la fuerza» en extractos procedentes de miles de colonias (derivadas de un cultivo expuesto a dosis casi letales de mutágenos químicos) en los que se ensayaba la actividad DNA polimerasa. El extracto de la colonia número 3.478 sólo tenía del 0,5 al 1 por 100 de los niveles normales de la enzima. Esta estirpe, que sólo se caracteriza por una fuerte sensibilidad a la luz ultravioleta, se convirtió en el testigo estrella del proceso.
Además de las cualificaciones estimables de la DNA polimerasa en la reparación del DNA y de su dispensabilidad aparente en la multiplicación celular se estaban acumulando otros indicios en contra de su papel en la replicación. Se estaban descubriendo genes (designados dnaA, dnaB, dnaC, etc.) que implicaban claramente la existencia de otras muchas proteínas esenciales para la replicación y que implicaban que ésta era un proceso mucho más complejo de lo que se había imaginado anteriormente.
Tengo que hacer una disgresión para describir el inteligente método de obtener los mutantes que, pese a carecer de una función tan fundamental como es la replicación, resultan viables. Fue inicialmente introducido por Norman Horowitz en sus estudios con Neurospora realizados en el Instituto de Tecnología de California y se ha aplicado mucho a bacterias y células animales. Una célula u organismo incapaz de fabricar una molécula pequeña esencial (como la adenina o la vitamina C) puede resolver esta deficiencia importándola de los nutrientes del medio. Sin embargo es imposible alimentar a las células con moléculas grandes, tales como un cromosoma intacto o la enzima que se necesita para hacerlo. ¿Cómo se puede obtener entonces un mutante viable que carezca de la enzima replicativa? La técnica depende de la selección de aquellas mutaciones en un gene esencial que debilite pero no destruya completamente la proteína codificada por él. Por ejemplo, ciertas mutaciones en el gene dnaA producen una proteína que mantiene la replicación a temperaturas medias (30 °C, 77 °F), pero no a una temperatura más extrema (42 °C, 108 °F). Se pueden preparar muchos de estos mutantes termo sensibles y se llaman «letales condicionales» dado que su supervivencia depende de una condición ambiental a la que se adapta la deficiencia.
Pese al manifiesto ambiente contra la idea de que la DNA polimerasa fuera una enzima replicadora, no estaba dispuesto a declararme culpable. Quizá la baja actividad de la polimerasa del mutante de Cairns se pudiera deber a que la enzima se extrajera mal en lugar de que no existiera en la célula intacta. O que funcionara en el interior celular, aunque fuera defectivamente, y no en el entorno artificial de un extracto. La enzima abunda tanto en condiciones normales que era concebible que sólo un 1 por 100 bastase para sustentar la replicación.
El creciente escepticismo sobre la importancia de la DNA polimerasa se ventiló en una vendetta de Nature. No sólo se atacaba a la enzima, sino también al mecanismo básico, a los monómeros, y se juzgó que los ensayos que empleábamos para medir la síntesis de DNA habían confundido a una generación de bioquímicos y que actualmente impedían el descubrimiento de las verdaderas enzimas replicadoras. En este momento entró en el combate mi hijo Tom. Fue en mayo de 1970 y me hallaba en el Laboratorio de Biología Molecular de Cambridge, Inglaterra, en medio del año sabático que dediqué a especializarme en membranas. La razón de encontrarme allí era la desazón que sentía acerca de cuestiones básicas referentes a la química de las membranas surgida durante los seis años que estuve trabajando en la formación de las esporas bacterianas y su germinación. Además, me preguntaba si nuestro fracaso de no encontrar el inicio de la replicación de las cadenas de DNA podría deberse a no haber prestado atención a las membranas. Por estas razones me propuse aprender los métodos físicos y químicos que se practicaban en algunos de los laboratorios líderes en membranas del mundo, tales como el de Harden McConnell, en Stanford, el de George Palade, en la Universidad Rockefeller de Nueva York, el de Alee Bangham, en Cambridge, Inglaterra, y el de Laurens van Deenen, en Utrecht, Holanda. Al final de un año agradable (que incluyó viajes en coche por Inglaterra, Escocia, Francia, España y Holanda) decidí que mi futuro trabajo seguiría centrándose en la replicación y considerando las proteínas que operan en la membrana en vez de cambiarme a los componentes fosfolipídicos de la bicapa. También deseaba regresar a la enzimología fundamental de la replicación.
En mayo, mientras todavía permanecía en Cambridge, llamó Tom desde Nueva York para comunicarme dos noticias. El empeoramiento de la hinchazón de su dedo índice izquierdo le imposibilitaba seguir estudiando cello en Julliard School. La segunda es que estaba angustiado por los comentarios en términos despreciativos que se hacían sobre la DNA polimerasa en su curso de biología del Columbia College, en el que estaba matriculado como estudiante con dedicación plena. Puesto que no podía tocar el cello se había planteado investigar la polimerasa perdida del mutante de Cairns.
Al contrario de lo que había ocurrido con sus hermanos, Tom no había tenido experiencia de laboratorio cuando era pequeño o en su primera juventud. «No te preocupes» —le dije—. «Lo está intentando Charles Richardson, pero incluso con la experiencia que tiene no ha encontrado ninguna otra nueva actividad polimerasa en el mutante de Cairns.» Sin desanimarse, Tom obtuvo un sitio de trabajo en el laboratorio de Malcolm Gefter, del Departamento de Biología de Columbia y en tres semanas había descubierto en E. coli una DNA polimerasa diferente de la estudiada por mí. En septiembre presentó su sensacional hallazgo en la reunión trienal del Congreso Internacional de Bioquímica celebrada en Suiza. Apenas habían transcurrido tres meses desde que entrara a trabajar en el laboratorio.
Al año siguiente, ya como doctorando, purificó la nueva actividad polimerasa y la denominó DNA polimerasa II (pol II) para poderla distinguir fácilmente de la «clásica», que en la actualidad se conoce como DNA polimerasa I (pol I). Durante el transcurso de la separación cromatográfica advirtió otra banda de actividad polimerasa que eluía bastante separadamente de la pol II en la posición correspondiente a la de la pol I de los extractos de células normales y que por tal motivo quedaba enmascarada. Pese a las opiniones de enzimólogos experimentados, que pensaban que esta nueva banda sería probablemente un artefacto técnico, demostró que se trataba de una actividad diferenciada y la llamó DNA polimerasa III (pol III). Más tarde, él y Gefter localizaron el gene de la pol III y pusieron de manifiesto que las mutaciones letales condicionales de este gene bloqueaban la replicación del DNA. La pol III, en una forma mucho más elaborada que después de cincuenta años de estudio está a la espera de describirse de manera más completa, fue reconociéndose progresivamente como la clave de la replicación del DNA en E. coli.
Aunque las tres polimerasas difieren significativamente en estructura, tienen prácticamente el mismo mecanismo para usar los sustratos y para sintetizar y corregir pruebas del DNA. La polimerasa maligna (pol I) de E coli se convirtió en el prototipo de todas las DNA polimerasas de plantas, animales y virus. Las lóbregas profecías de Nature New Biology desaparecieron pronto y lo mismo le ocurrió a la revista.
En lo que se refiere al mutante de Cairns, diferentes estudios demostraron enseguida que las mutaciones que tengan lugar en cualquiera de uno de la docena de genes perjudican seriamente a la replicación. La identificación y localización en el mapa genético de los mismos tiene poco que ver con las funciones de las proteínas que codifican. El proceso de la replicación, que al principio pensábamos que era llevado a cabo por sólo dos proteínas, la DNA polimerasa y la ligasa, resultó ser mucho más complejo. ¿Cómo procedimos para encontrar tantas proteínas como hacían falta para completar la intrincada maquinaria de la replicación?

§. La DNA polimerasa no es capaz de iniciar cadenas
Sentía cierta intranquilidad pese a la emoción de haber sintetizado en 1967 una cadena infecciosa de DNA vírico. Una de las consecuencias de la replicación de una plantilla circular monocatenaria era que la DNA polimerasa podía comenzar la síntesis de cadenas. No obstante, nunca habíamos encontrado pruebas directas en favor de ello. El primer bloque de construcción con el que empieza la cadena tendría que conservar su forma trifosfatada activa (Figura 7.9) y al irse añadiendo sucesivamente más monómeros se irían perdiendo en forma de P-P los grupos activantes. No fuimos capaces de detectar traza alguna de unidad iniciadora aunque empleáramos un mareaje radiactivo intenso.
Además, habíamos observado que una plantilla circular se replicaba más eficientemente si en la mezcla de reacción estaba presente una pequeña cantidad del extracto hervido de E. coli. ¿Por qué? Tal vez tuviera fragmentos de DNA, que al alargarse directamente cebaran el crecimiento de una nueva cadena. No obstante, parecía improbable que fragmentos aleatorios de DNA pudieran actuar como cebadores de la plantilla del DNA vírico. Cuando en 1969 descubrimos la facultad de editar y corregir pruebas de la DNA polimerasa esta remota posibilidad llegó a convertirse en realidad.

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Figura 7.9. Se puede marcar la iniciación de la síntesis de una cadena por la DNA polimerasa gracias a que permanece la forma activa (trifosfatada) del primer nucleótido.

Se demostró que el efecto estimulador de los extractos hervidos de E. coli se debe a fragmentos del cromosoma. Este fenómeno se eliminaba digiriendo completamente un extracto: con la enzima degradadora del DNA (DNasa); además, el extracto podía sustituirse por DNA de E. coli parcialmente digerido (fragmentado). 'Ahora resultaban claros los acontecimientos que tenían lugar (Figura 7.10). Una pequeña porción de los fragmentos aleatorios eran complementarios casualmente con la secuencia correspondiente de la plantilla vírica. La corrección de pruebas de la polimerasa elimina todas las unidades desemparejadas á partir del extremo 3 del fragmento y hasta que se disponga de plantilla tiene lugar la síntesis. La edición a partir del extremo 5 elimina no sólo a las unidades desemparejadas sino también a una generosa porción de la región emparejada; la polimerasa llena la brecha y la ligasa cierra finalmente el anillo. Usando fragmentos de DNA de E. coli marcados radiactivamente sólo pudimos detectar la retención de un nucleótido «cebador» por cada cinco anillos (27.000 nucleótidos) replicados.

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Figura 7.10. La replicación del DNA vírico por la DNA polimerasa requiere un fragmento extraño que actúe de cebador en el comienzo de la síntesis de una cadena de DNA. La corrección de pruebas y edición de la polimerasa elimina cualquier vestigio del mismo.

Nuestra creencia de que el anillo vírico sintético se hacía completamente a partir de los cuatro monómeros que suministrábamos a la enzima seguía siendo correcta en 1967. El primer fragmento se eliminaba sin dejar rastro prácticamente en todos los anillos.
De nuevo nos hicimos la pregunta: ¿cómo comienza exactamente la síntesis de una nueva cadena cuando entra la plantilla vírica a la célula? No cabe duda de que seleccionar un cebador entre el conjunto al azar de fragmentos de DNA que hay en la célula es un método algo desmañado y fortuito para ser digno de la naturaleza. Tenía que responderse una cuestión parecida relacionada con la iniciación de las cadenas que ha de tener lugar en la replicación de la mayoría de los cromosomas. Reiji Okazaki había demostrado cuatro años antes, en 1967, que el comienzo de la síntesis de las cadenas no sucede de una vez al principio del cromosoma, sino que se repite una y otra a modo de staccato al ir avanzando la replicación. Este descubrimiento lo hizo famoso.
Al morir Reiji de leucemia en 1975, cuando contaba con 45 años, los periódicos lo relacionaron con la bomba atómica, ya que treinta y cinco años antes había estado buscando a sus padres entre los escombros de Hiroshima. Debido a que la incidencia de la leucemia en la época en que murió era la misma entre los individuos de la población general y entre los que habían sido expuestos a la radiación, la causa de su muerte ha de considerarse incierta. Lo que sí es claramente trágico y doloroso es que el mundo perdiera a un experimentalista excepcional cuando todavía era joven. Reiji y su esposa Tuneko se fueron de mi laboratorio en 1963, después de haber tenido una estancia posdoctoral productiva, y regresaron a la Universidad de Nagoya para realizar el descubrimiento que haría época.
La forma de investigar de Reiji no se puede deducir claramente de sus publicaciones pero se conserva viva en mi memoria. Sólo citaré un ejemplo. Para purificar una enzima empleaba un paso de calentamiento: calentaba a 70 °C en un tubo de ensayo durante cinco minutos una preparación de unos diez mililitros y eliminaba por centrifugación las impurezas coaguladas. Cuando tenía que aplicar el procedimiento a un volumen de varios litros, simplemente repetía la técnica original varios cientos de veces. Era para mí embarazoso tener que comunicar un procedimiento tan poco sofisticado cuando me puse a escribir el trabajo para publicarlo. Pero me di cuenta que era capaz de realizar este paso en unas pocas horas y comprobé que ni se perdía tiempo ni se gastaba material. Más adelante, cuando otro de los estudiantes purificó una enzima con un paso térmico y hubo de ampliar dos mil veces la escala, le hablé del procedimiento de Okazaki. Repitió nueve veces el procedimiento de calentar y centrifugar 200 tubos con 3 ml de preparación. Al intentar calentar un gran volumen de preparación se formaba un gran coágulo con el que se perdía la enzima.
La principal paradoja de la replicación en 1967 era la siguiente: las dos cadenas del dúplex parental que sirve de plantilla ensamblan dos hebras nuevas y se generan, por consiguiente, dos dúplex hijos idénticos entre sí y al parental. A vista de pájaro, que es como se vería con el microscopio o se deduciría por análisis genético, el avance de la horquilla de replicación aparecería como si estuvieran creciendo simultáneamente los dos dúplex hijos (Figura 7.11). No obstante, la síntesis a nivel molecular de las cadenas hijas en cada una de las plantillas sería discordante.

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Figura 7.11. Como propusieron Watson y Crick la replicación de la doble hélice de DNA tiene lugar en una horquilla.

Recuérdese que las dos cadenas de un dúplex están orientadas en direcciones opuestas (antiparalelas) y que la DNA polimerasa sólo sintetiza en la dirección 5 →3, opuesta a la de su plantilla (Figura 7.12) ¿Cómo se podía reconciliar los indicios de un crecimiento simultáneo de ambas cadenas hijas con esta limitación de la enzima? Con objeto de solucionar el problema, otros investigadores y nosotros mismos propusimos, un esquema en el que la síntesis de las dos cadenas se lleva a cabo de distinta forma. La DNA polimerasa trabajaría en una de las hebras parentales de forma continua y convencional y generaría una «cadena adelantada» (figura 7.13) y en la otra plantilla la síntesis de la cadena hija procedería por iniciaciones repetidas. Esta fabricación discontinua de la «cadena retrasada» parece continua ya que el fragmento nuevo recién sintetizado se suelda con el inmediatamente anterior gracias a la ligasa. El crecimiento de la cadena retrasada, aunque opuesto a la dirección del movimiento de la horquilla, parece ir en la misma dirección al ser considerado a gran escala.

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Figura 7.12. El crecimiento de las dos hebras hijas no puede avanzar en la misma dirección porque las parentales que forman el dúplex están orientadas en direcciones opuestas y la DNA polimerasa sólo es capaz de copiar en la dirección contraria a la hebra que actúa de plantilla.

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Figura 7.13. Avance de la horquilla de replicación durante la síntesis contínua de la hebra adelantada y la discontinua de la retrasada. El corto fragmento naciente se une posteriormente al resto de la hebra.

Okazaki y sus colaboradores demostraron de forma convincente, en una serie de notables estudios sobre la replicación del DNA de los bacteriófagos y del cromosoma de E. Coli que una fracción significativa del DNA recién sintetizado se encuentra en forma de pequeños fragmentos con una longitud del orden de mil nucleótidos. Estos «fragmentos de Okazaki» se forman en la horquilla de replicación del cromosoma bacteriano a una velocidad de uno por segundo y desaparecen al quedar ligados a la cadena principal que, una vez que se acaba de sintetizar, es mil veces más larga. El mecanismo de la replicación semi discontinua puesto de manifiesto por los experimentos de Okazaki se aplica al DNA de los virus animales bicatenarios y al de las células eucariotas y bacterianas. Lleva implícito la iniciación repetida que tiene lugar en la horquilla de replicación de las nuevas hebras retrasadas. El problema de la iniciación de las cadenas amenazaba como una medusa policéfala. Y no era el único que teníamos que afrontar.

§. ¿Cómo empiezan a sintetizarse las cadenas del DNA?
Un día del año 1971 Noboru Sueoka, estimado amigo y colega de la Universidad de Colorado, empezó diciendo en un seminario que se le había invitado a dar en Stanford: «Se sabe muy poco sobre replicación». A mí no me agradó eso. No podría recordar las muchísimas preguntas que hizo relacionadas con la replicación a pesar de los considerables conocimientos que habíamos logrado sobre los mecanismos básicos. ¿Cómo empieza a sintetizarse una cadena de DNA? ¿Cuáles son las funciones concretas de las tres DNA polimerasas de E. coli? ¿Qué funciones específicas tienen los numerosos genes, esenciales para la replicación, que se han identificado en E. coli? ¿Cuál es el conmutador que controla el inicio del ciclo de replicación del cromosoma? El comentario de Sueoka no sería la única molestia que hube de soportar. Un dibujo muy conocido (Figura 7.14) representaba una hoja de parra tapando discretamente la horquilla de replicación como símbolo de nuestra falta de conocimientos acerca de los elementos que la hacen posible.
El pinchazo psicológico de este dibujo unido a mi frustración por la falta de avance me incitaron a la larga a reconocer la existencia de algún fallo de base en nuestro trabajo. Empecé a comprender que nunca responderíamos a todas las cuestiones relacionadas con el DNA que usábamos como cebador y plantilla. El DNA procedente de las bacterias y células animales no era el sustrato adecuado para las enzimas de la replicación. Esta idea absurdamente simple que se me había escapado durante varios años marcó un giro capital en el renacimiento de los descubrimientos relacionados con la replicación.

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Figura 7.14. Caricatura de nuestra ignorancia de la maquinaria molecular de la horquilla de replicación. Una hoja de parra la protege de miradas indiscretas.

Los enormes cromosomas son muy frágiles y las fuerzas de origen hidrodinámico que se ponen en juego durante el aislamiento son lo bastante violentas para reducir el DNA a una población heterogénea de fragmentos dañados. Las cadenas tienen «bocados» y roturas en una o ambas hebras y los extremos son irregulares y están deshilachados. Dicho con pocas palabras, estábamos violando el dogma fundamental de la Enzimología al dar a nuestra enzima relativamente «limpia» un sustrato muy «sucio».
Cuando en 1971 reconocí por fin la futilidad de buscar las enzimas de la replicación del DNA bacteriano, y no digamos del DNA de las células animales, también caí en la cuenta que llevábamos cinco años ignorando al DNA que constituía el sustrato apropiado, a saber, el cromosoma de los bacteriófagos pequeños. Recordé con retraso las virtudes del intacto y limpio cromosoma vírico que cuatro años antes había servido para demostrar la síntesis de DNA infeccioso llevada a cabo por la DNA polimerasa. Como se tratan de anillos monocatenarios pequeños, los podíamos ver al microscopio electrónico y comprobar en las muestras purificadas si estaban intactos, el grado de homogeneidad y si estaban contaminados con el DNA de la célula bacteriana hospedadora. También sabíamos que inmediatamente después de entrar en la célula el DNA vírico se convierte gracias a las enzimas bacterianas en un anillo bicatenario, cosa que podíamos verificar fácilmente por varios procedimientos. Registrar el inicio y terminación de un nuevo anillo iluminaría la intrincada maquinaria enzimática que usa la célula para replicar su propio cromosoma.
Podíamos emplear cualquiera de los cromosomas de los dos tipos de fagos pequeños: el ΦX174 cuyo DNA está empaquetado en una cabeza redondeada y el del alargado MI3. En ambos casos, después de haberse inyectado el DNA vírico, las enzimas celulares empiezan a fabricar nuevas cadenas de DNA y convierten al anillo monocatenario en la forma de dúplex. Puesto que las DNA polimerasas no son capaces de iniciar la síntesis de las cadenas, debería hacerlo alguna otra cosa. Tendríamos que tener la suerte de encontrar qué era esa otra «cosa». Los acontecimientos posteriores revelaron que fuimos afortunados por haber elegido para realizar los experimentos el MI3 en vez del ΦX174. Me incliné por él debido a la forma poco corriente en que las membranas celulares se ven envueltas en el desmontaje del MI3 en la superficie celular y en el ensamblaje de nuevas partículas víricas, aspectos de la infección que me habían intrigado durante el año sabático que pasé en Inglaterra.
Habiendo decidido trabajar con MI3, me reuní al día siguiente con los componentes del grupo de investigación y pude persuadirlos de la importancia de concentrar todos nuestros esfuerzos en el MI3. Rápidamente nos pusimos a leer la bibliografía sobre el tema y en menos de una semana todos los doctorandos y becados posdoctorales dejaron sus proyectos anteriores y empezaron a trabajar en las diferentes fases del ciclo biológico del MI3. A veces nos sentíamos ansiosos por la osadía que nos movía y por los acontecimientos emocionantes que tendrían lugar en las próximas semanas.
Mi preocupación por el suceso inicial de la replicación del MI3 me puso en contacto con otros tres hechos, por lo demás sin relación alguna, que me hicieron concebir una idea sobre la posible iniciación de las cadenas. Recuérdese que los nucleótidos del RNA se diferencian de los del DNA en que poseen un átomo de oxígeno en la posición del anillo de la ribosa que se indica en la figura 5.11, y de ahí el nombre de ácido ribonucleico para el RNA y de desoxirribonucleico para el DNA.
Hecho primero: La RNA polimerasa, la enzima que copia en el lenguaje del RNA (transcribe) el mensaje genético contenido en una plantilla de DNA, se diferencia de la DNA polimerasa en un aspecto fundamental, a saber, que es capaz de iniciar la síntesis de cadenas (Figura 7.15, fase I), mientras que la DNA polimerasa no.
Hecho segundo: Aunque la DNA polimerasa excluye por rutina a los ribonucleótidos durante el montaje de la cadena de DNA, consiente que un cabo de RNA se empareje con el DNA plantilla y sirva de cebador que pueda alargarse con la síntesis de DNA (Figura 7.15, fase II).
Hecho tercero: La DNA polimerasa I posee una función editora que puede eliminar la porción extraña del principio de la cadena de DNA y sustituirla con el DNA apropiado (Figura 7.15, fase III).
¿Podría ser cierto este esquema?
  1. La RNA polimerasa fabrica un corto fragmento de RNA sobre el DNA monocatenario del MI 3.
  2. La DNA polimerasa lo emplea para iniciar la síntesis de una cadena de DNA.
  3. Después de terminar de copiar la plantilla disponible, la función editora de la enzima reconoce como extraño el fragmento de RNA, lo borra y sintetiza el DNA apropiado en sustitución de él (Figura 7.15; véase también Figura 7.9).
Michael Chamberlin estaba de visita en el laboratorio el día que tuve esta idea. Mike había sido un estudiante sobresaliente de Paul Berg el primer año de Stanford y había ingresado en la plantilla del Departamento de Bioquímica de la Universidad de California en Berkeley. Se convirtió rápidamente en una de las autoridades mundiales en RNA polimerasa. Estuvo de acuerdo en que podría ser una buena idea el que la cadena de DNA empezara por RNA. Sylvy y mi hijo Roger estaban entusiasmados durante la cena. Al día siguiente discutí la idea con el estudiante graduado Doug Brutlag. Había una forma muy simple de comprobarla y estaba ansioso de ponerse manos a la obra.

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Figura 7.15. El RNA ceba el comienzo de la síntesis de una cadena de DNA y posteriormente es eliminado y sustituido por DNA.

Podíamos usar rifampicina, antibiótico que bloquea el crecimiento de E. coli y bacterias relacionadas al inhibir la RNA polimerasa. Si la síntesis de RNA por la RNA polimerasa era el primer paso fundamental de la replicación del DNA invasor del M13, la rifampicina también tendría que bloquearlo. Disponíamos de la droga y del protocolo a seguir. Tendríamos los resultados en menos de veinticuatro horas. ¡La rifampicina impidió que el anillo monocatenario del MI3 se convirtiera en la forma dúplex! ¿Podría deberse a un efecto de la rifampicina en otra diana? Obtuvimos una estirpe mutante de E. coli que era resistente a la rifampicina debido a que su RNA polimerasa no se afectaba por ella. Al infectarlo con MI3, la primera fase de la replicación no se vio perturbada. «Ahora parece posible —escribíamos en la publicación que enviamos a Proceedings of the National Academy of Sciences de septiembre de 1971— que la RNA polimerasa tenga algún papel directo en el comienzo de la replicación del DNA, quizá formando un cebador de RNA que sirva para enlazar covalentemente el desoxirribonucleótido que inicia la nueva cadena de DNA.»
En los meses siguientes obtuvimos pruebas en extractos de E. coli que corroboraban lo que habíamos observado en células intactas. El título de nuestra siguiente publicación fue: «RNA Synthesis Initiates In Vitro Conversión of M13 DNA to its Replicative Form». Empleando como plantilla el anillo del virus M13, la RNA polimerasa sintetiza un corto fragmento de RNA que se alarga con DNA.
Había una nota discordante. La rifampicina no afectaba a la conversión del anillo monocatenario parecido del fago ΦX174 en la forma dúplex, tanto in vivo como in vitro. Ni tampoco interrumpía el avance de la replicación del cromosoma de E coli, a pesar de que durante el crecimiento de la horquilla, la síntesis de la hebra de DNA tendría que iniciarse repetidas veces. Teníamos que concluir que o bien el cebo de RNA tenía una significación limitada o que era general, y así una nueva forma de sintetizarse RNA independiente de la RNA polimerasa, era la responsable del cebado que tenía lugar en el fago ΦX174 y en los fragmentos de Okazaki de las horquillas de replicación. Las dos maneras tan distintas de llevarse a cabo la iniciación de la síntesis en los anillos de M13 y 0X174 ponían claramente de manifiesto que durante la evolución del M13 se había desarrollado un segmento en su cromosoma para explotar la RNA polimerasa mientras que el ΦX174 aprovechaba las proteínas iniciadoras usadas por la célula hospedadora para replicar el suyo.

§ . La máquina de replicación es más compleja de lo que parece
Nunca imaginé que la iniciación y terminación de la síntesis de un pequeño anillo de DNA vírico fueran tan complicadas. Cuatro años antes, en 1967, estábamos seguros de que habíamos sido capaces de dar cuenta de ello in vitro invocando sólo dos enzimas: una polimerasa que iniciara y alargara la cadena y una ligasa que soldara los extremos. En 1988, tras diecisiete años de investigar un proceso que la célula tarda en ejecutar unos cuantos segundos, todavía nos encontramos luchando a brazo partido con algo impresionantemente complejo. Para iniciar la síntesis de una cadena se requieren siete proteínas distintas (con un total de más de veinte componentes) y para acabarla se necesita otro tanto de otras. Podría parecer una mala noticia saber que una gran parte de mi vida científica se haya empleado en estudiar una pequeñísima porción del ciclo biológico de un oscuro virus bacteriano. Pero la verdad es que el trabajar con el diminuto y manipulable DNA vírico ha iluminado las operaciones del enorme e inaccesible cromosoma hospedador. Ello se debe a que el virus se apropia de la maquinaria que la célula usa para fabricar su propio DNA durante los acontecimientos iniciales de la replicación.
Hay que desplegar mucha astucia para exprimir el jugo de una bacteria y obtener las numerosas proteínas de la replicación, intactas y libres del cromosoma y de la membrana con la que parece estar ligado en el interior de la célula. En 1972 se dedicaron muchos meses de intenso trabajo experimental para encontrar la estirpe adecuada que permitiera romperla en las condiciones más suaves posible y recuperar las proteínas que andábamos buscando. Después de ensayar muchos cientos de preparaciones llegamos a la conclusión de que el procedimiento para recoger la enorme cantidad de células que se necesitan y romperlas dista mucho de ser rutinario y requiere considerar meticulosamente docenas de detalles.
Las células se cultivan en general en un tanque de 300 litros a 37° C con un medio a base de glucosa, minerales y extracto de levadura y con agitación continua para airearlo. Pasadas unas seis horas, mientras las células todavía están doblando su número cada media hora, se centrifuga el cultivo rápidamente. De unos 200 litros de partida se recoge una pasta de células bacterianas que pesa menos de un kilo, se re suspende para formar una sopa espesa y se reparte en bolsas de plástico de las que se emplean para proteger los alimentos y se congelan con rapidez en nitrógeno líquido (—196° C). Estas «tortas» de E. coli se pueden almacenar durante muchos meses en un congelador.
Se descongela lentamente el paquete de células manteniendo la temperatura cerca del punto de congelación y se añade lisozima, una enzima que rompe (lisa) la envoltura a modo de saco que rodea la célula. (La lisozima es una sustancia antibiótica que Alexander Fleming descubrió por vez primera en las lágrimas y que posteriormente le inspiró los descubrimientos de la penicilina y su modo de acción.) A continuación se centrifugan las células lisadas para eliminar el sedimento membranoso y el DNA y recoger el precioso sobrenadante con las proteínas.
Un requisito fundamental para aislar y purificar enzimas, sobre todo cuando en el proceso de múltiples fases se ven envueltas varias proteínas, es disponer de ensayos que sean rápidos. (El ensayar veinte muestras en dos horas da ánimos para que se intenten diversos procedimientos de purificación alternativos.) Para ensayar la replicación del DNA del fago ΦX174 medíamos la síntesis de nuevas cadenas de DNA viendo la incorporación de nucleótidos marcados radiactivamente a los cromosomas anulares. Al acidular la preparación, el DNA precipita mientras que los nucleótidos libres permanecen en la disolución. El DNA particulado y radiactivo se recoge en un disco de papel de filtro y se mide en un contador (Figura 7.16).
¿Cuál es la estrategia a seguir para separar y aislar cada una de las numerosas proteínas del extracto celular responsables de una serie de reacciones complejas? Uno de los abordajes se denomina complementación y requiere información genética sobre las proteínas; otro se denomina resolución y es puramente bioquímico.
Para poderse emplear la complementación hay que tener a mano un mutante deficiente en cada una de las fases del proceso. Una limitación evidente de este método consiste en que ha de disponerse de mutantes de todos los genes relacionados con la replicación y algunos de estos últimos son desconocidos todavía. Otro problema es que los mutantes, a consecuencia de su disfunción, generalmente presentan deficiencias secundarias en otras proteínas de la replicación que normalmente dependen de interacciones estabilizadoras con las proteínas que no están mutadas. Por tanto, un extracto obtenido de un mutante puede complementar con otras proteínas distintas a la que uno persigue. Finalmente, ha de tenerse éxito en aislar la proteína hasta tenerla pura y se sacan, para colmo, pocas conclusiones añadiendo esta «perla» al «cerdo» desordenado que es un extracto crudo.
Para conseguir un gene de la replicación alterado se necesita un procedimiento especial ya que un defecto así es muy probable que imposibilite la multiplicación de la célula. Como ya se ha referido anteriormente, se selecciona un mutante que codifica una proteína debilitada que puede funcionar a 30 °C pero no a 42 °C. De los mutantes termo-sensibles para la replicación del DNA que se conocen, el denominado dnaG permite la infección del virus ΦX174 a baja temperatura y la impide a alta. De forma similar, en los extractos procedentes de mutantes dnaG sólo funcionarán a baja temperatura los ensayos de medir el inicio y elongación de nuevas cadenas sobre los DNA circulares del cromosoma de ΦX174. Una puntualización más. Al añadir la proteína dnaG, bien en extracto crudo o en forma purificada, de células E coli normales a un extracto obtenido con células mutantes se restablecerá el funcionamiento de este último a una temperatura de 42 °C. Así, el extracto de células mutantes, inerte a una temperatura restrictiva (alta), sólo necesita la proteína dnaG normal (termorresistente) para complementar su deficiencia y en ello se basa el fundamento para detectarla y ensayarla cuantitativamente.

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Figura 7.16. El ensayo de la actividad DNA polimerasa se basa en la incorporación de monómeros solubles en ácido en DNA que es insoluble en dichas condiciones.

El método de la «resolución» para separar y aislar proteínas puede ilustrarse con lo que hemos estado haciendo diariamente durante años: añadir sulfato amónico a los extractos celulares. Según la cantidad, que se determina por ensayo y error en cada uno de los procedimientos de purificación, algunas de las proteínas se agregan y forman partículas mientras que otras siguen estando disueltas. Centrifugando la preparación se logra separar la fracción insoluble (que posteriormente se re disuelve) de la soluble (Figura 7.17).
Al perseguir la actividad replicadora presente en el extracto crudo, no pudimos encontrarla ni en el precipitado (fracción I) ni en el sobrenadante (fracción II). La actividad se recobraba al volverlas a combinar. Resultaba evidente que se necesitaban al menos dos proteínas y que se habían distribuido en las dos fracciones. (Al emplear los ensayos de complementación descritos más arriba comprobamos que la proteína dnaG sólo estaba en la fracción del precipitado.) Para estudiar las actividades de las fracciones I y II probamos cierto número de adsorbentes. Después de filtrar la fracción I por una columna empaquetada con adsorbente A observamos que la actividad no estaba ni en el eluyente (fracción Ia) ni en la disolución de alto contenido en sales usada para despegar las proteínas que se habían quedado adsorbidas (fracción Ib). No obstante, se recuperaba cuando las combinábamos. De igual forma, la fracción II se podía subfraccionar en otras dos, la IIa y la Ilb. En este momento parecía que teníamos cuatro proteínas distintas, por lo menos (las actividades de las fracciones la, Ib, IIa y IIb), necesarias para iniciar y alargar rápidamente una cadena de DNA complementaria a la plantilla del cromosoma de ΦX174.

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Figura 7.17. Primeros pasos del fraccionamiento (separación y purificación) de las numerosas enzimas que se necesitan para la replicación del anillo monocatenario del fago ΦX174.

Después de haber estado diez años sin descubrir una nueva enzima, ahora se iban a descubrir a raudales. El brillante y tumultuoso equipo liderado por Randy Schekman y Bill Wickner las recogería y clasificaría en el año 1972. Aunque Randy era un estudiante graduado principiante, ya era experto en técnicas experimentales y sentía pasión por explorar los mecanismos de la replicación del DNA. Bill se había formado como médico en Harvard y había trabajado en bioquímica de lípidos dirigido por Eugene Kennedy. Era consciente del poder de la purificación enzimática. Su entusiasmo desbordante nos deparó algún problema. Telefoneaba diariamente dando novedades a su cuñada Sue Wickner, que trabajaba de estudiante graduada con Jerard Hurwitz en la Facultad de Medicina Albert Einstein, y la animaba a que siguiera la misma línea que nosotros y entablar una carrera. No ponía objeciones a las llamadas de Bill porque no me gustan los secretos en Ciencia. El intercambio de información diario y sin cortapisas entre los miembros del equipo es esencial y, teniendo cuidado para evitar sacar conclusiones de resultados a medio acabar, ha de compartirse inmediatamente con colegas pertenecientes a otros equipos, visitantes y demás científicos interesados. De vez en cuando, el uso ilimitado e indiscreto de información sin publicar vicia la prioridad de un descubrimiento importante. (Atribuirse inadecuadamente descubrimientos publicados es más común todavía.) Tales molestias pueden afligir a uno pero son superadas por el beneficio y el placer de compartir la emoción y los quebraderos de cabeza derivados de datos todavía calientes y su posible significación. Tampoco me agrada demasiado la competencia en Ciencia. No me divierte esforzarme en algo que está haciendo otro en ese mismo momento. A no ser que sea urgente despejar un obstáculo del camino para lograr un objetivo importante, prefiero trabajar en alguno de los muchos problemas centrales que me interesan y que están en el círculo de mi competencia y que es probable que no lo resuelvan pronto otros científicos. Jerry Hurwitz es de una opinión muy distinta en relación con el progreso científico. Sus amplias miras y ambiciones en conjunción con su habilidad para la experimentación, sus conocimientos y sus ejecuciones le demandan muy pocas inhibiciones territoriales. Lo mismo que a otros muchos científicos, le divierten los empujones y el alboroto de las carreras científicas. Después de empezar a purificar los componentes responsables de la actividad replicasa, pudimos separarlos en dos grupos según promocionaran el inicio de la síntesis de las cadenas o la elongación de las mismas. Al intentar purificar cada una de esas fracciones se obtuvieron muchos componentes separados. El júbilo experimentado al descubrir los rastros de tantas proteínas nuevas pronto dio paso al desánimo despertado por ser incapaces de seguirlos todos. Juzgamos que para fabricar el pequeño fragmento de RNA que ceba la síntesis de una cadena de DNA se necesitarían ocho proteínas diferentes. ¿Qué eran y qué hacían cada una de ellas? Purificarlas y obtener cantidades con las que se pudiera trabajar era una tarea formidable. (Una de ellas todavía no se ha purificado después de quince años de investigaciones.) Para empezar digamos que son muy escasas en la célula ya que se encuentran en una proporción de una parte de cada 10.000. El aislamiento afortunado de una de ellas basado en tres años de trabajos exploratorios produjo un rendimiento de sólo tres miligramos obtenidos a partir de tres kilos de pasta de bacterias recolectados tras un mes de arduo esfuerzo. Un material tan precioso y conseguido tan duramente se mantenía en un congelador acorazado fuera del alcance de los estudiantes novatos. Los ensayos también eran fastidiosos. Una actividad concreta se encontraba en diferentes fracciones y su medición en las enriquecidas no era tan decisiva ni repetitiva. Algunas de las proteínas eran inestables y otras interaccionaban entre sí y se agregaban. También tenían importancia las proporciones relativas y el orden en el que se mezclaran unas fracciones con otras y con el DNA y los monómeros para construir una receta de cerca de treinta ingredientes.
Siempre quedaré agradecido al alcantarillado de New Haven y al fago G4 que Nigel Gordon, de la Universidad de Yale, aisló de él. Los estudios realizados con aguas residuales llevaron a descubrir alguno de los otros fagos que depredan las bacterias que habitan en el intestino humano. El nuevo fago G4 tenía muchos parecidos con el ΦX174 y nos permitió comprobar la manera de comportarse como plantilla para la replicación su pequeño DNA circular. ¡Qué sorpresa tan agradable! La replicación en extractos crudos del DNA de G4 era más vigorosa que la del ΦX174 y, lo que resultaba más importante, mucho menos exigente. Sólo se necesitaban tres fracciones en lugar de ocho. Ahora seríamos capaces de purificarlas hasta comprender sus funciones.
Nos pusimos muy contentos al descubrir que una de las fracciones se purificaba muy fácilmente porque la actividad era estable a la temperatura de ebullición, un tratamiento que coagula e inactiva más del 95 por 100 de las proteínas celulares. Esta proteína liga y envuelve todo el DNA monocatenario que encuentre excepto en ciertos lugares en los que éste se pliega a sí mismo gracias a un emparejamiento de bases que forma una doble hélice y adquiere una estructura que recuerda a un alfiler (Figura 7.18). Este recubrimiento del 99 por 100 del DNA por la proteína que se liga a cadenas simples (SSB) dirige la acción de la siguiente.
La segunda fracción resultó contener la proteína que complementa la deficiencia de los mutantes dnaG y que ha desarrollado la facultad de reconocer el segmento descubierto en forma de alfiler, único del DNA del fago G4, y sintetizar una tira de RNA complementario a él. Puesto que este RNA actúa de cebador para que la DNA polimerasa inicie la síntesis de la cadena de DNA, volvimos a denominar primasa a la proteína dnaG. (El DNA del fago ΦX174 carece de la secuencia particular de G4 y requiere un conjunto complejo de proteínas para hacer posible el funcionamiento de la primasa.)
La tercera fracción contenía la DNA polimerasa. Como describiré en el capítulo 8, esta forma enormemente compleja de DNA polimerasa III está equipada con muchas unidades auxiliares que la capacitan para replicar DNA de una longitud enorme con una rapidez y precisión increíbles. La replicación del DNA del fago G4 nos proporcionó la mejor forma de purificar esta super polimerasa de E.coli, que actualmente se denomina holoenzima de la DNA polimerasa III.
¿Aún sigue trabajando en la replicación del DNA? ¿Cómo podría hacerles ver a las curiosas y compasivas personas que me hacen esta pregunta que el perímetro de la ignorancia que tenemos sobre el tema es muchísimo más amplio que cuando empecé hace treinta años y que la búsqueda de soluciones es más emocionante todavía?
El conjunto impresionantemente complejo de proteínas que inician la síntesis y alargan las cadenas de DNA consumirá los esfuerzos de los científicos durante las siguientes décadas.
Incluso cuando se identifiquen cada una de las muchas piezas de la máquina y se localicen y clonen los genes que las codifican para amplificarlas mediante ingeniería genética y se pongan a trabajar seguiremos estando muy lejos de conocer todo el proceso de replicación.

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Figura 7.1 Fases de la transformación del anillo monocatenario del fago G4 en su forma bicatenaria

Necesitaremos saber la disposición a nivel atómico de tales componentes para poder explicar la extraordinaria rapidez y precisión con la que se hace una cadena de DNA. Es más, deseamos saber cómo operan los genes de la replicación para fabricar sus correspondientes proteínas en las cantidades y proporciones apropiadas según el momento. Por encima de las actividades catalíticas y de los factores que sintonizan minuciosamente sus operaciones, si queremos comprender cómo tienen lugar la iniciación y terminación de la replicación de los cromosomas y cómo los resultantes se distribuyen entre las dos células hijas, tendremos que conocer tanto las relaciones sociales que guardan en el interior de la célula, cómo es su interacción con otras proteínas y su unión a las membranas y al citoesqueleto.

Capítulo 8
Las fronteras de la replicación

Contenido:
§. La locomotora que inicia la síntesis de cadenas del DNA
§. Una supermáquina de coser
§. ¿Qué esconde la hoja de parra de la horquilla de replicación?
§. El inicio de la replicación de un cromosoma
§. Membranas celulares y partición de los cromosomas hijos
§. Cáncer, envejecimiento y ciclo celular
Cuando los científicos descubren una nueva entidad y le dan un nombre es frecuente que, exhaustos por el esfuerzo, echen el freno y dejen para otra oleada de investigación el problema de comprender su composición y mecanismo de funcionamiento. Eso es lo que ha ocurrido con la maquinaria replicativa del DNA y con el aparato transcripcional que expresa en el lenguaje del RNA la información contenida en aquél y con los dispositivos que lo traducen a proteínas.
El complejo y amplio conjunto de proteínas que inicia la síntesis de una cadena de DNA lo denominamos pnmosoma. Esta maquinaria molecular funciona en la horquilla de replicación para cebar la cadena «retrasada» de la réplica de la doble hélice. Hemos sido capaces de examinar algunos principios de su estructura y mecánica y también hemos quedado frustrados a causa de su fragilidad.
Cuando tuvimos conocimiento del tamaño y delicadeza del sistema multienzimático que fabrica las cadenas del DNA nos vimos obligados a denominarlo holoenzima de la DNA polimerasa III. Esta máquina de coser que arma las cadenas de DNA con rapidez y fidelidad extraordinarias consta de más de veinte componentes. Rivaliza en tamaño y complejidad con las máquinas ribosómicas que sintetizan las cadenas de las proteínas.
Reuniendo el primosoma con la holoenzima de la polimerasa podemos imaginar una superpolimerasa (o replisoma) que también incluye proteínas auxiliares de la replicación, como helicasas, encargadas de descorrer la cremallera del dúplex parental al ir avanzando la horquilla de replicación. Sería agradable desde el punto de vista estético que el replisoma funcionara con una coordinación uniforme al objeto de conseguir una síntesis prácticamente simultánea de las dos hebras nacientes y no con una dinámica espasmódica y a tirones propia de los mecanismos con componentes desacoplados. Descubrir los engranajes de esta elaborada e impresionante máquina así como su montaje y desmontaje sería un premio extraordinario.
Quedaba por resolver una de las cuestiones más fundamentales de la síntesis de las cadenas de DNA. ¿Cuál es el botón que enciende y apaga todo el ciclo de la replicación cromosómica? ¿Cuál es el mecanismo responsable del inicio de la replicación tanto en células que se dividen con rapidez, como las embrionarias o las cancerosas, como en otras que quedan estancadas, como las adultas o quiescentes? Los virus no son modelos apropiados para estudiar los mecanismos reguladores de la iniciación del ciclo de replicación cromosómico debido a que su multiplicación no tiene límites. Los estudios bioquímicos con cromosomas bacterianos intactos, y no digamos con los cromosomas de las células eucariotas, están fuera del alcance experimental. Sin embargo, el advenimiento de la tecnología del DNA recombinante y la ingeniería de plásmidos han hecho posible un abordaje alternativo.
Los plásmidos son diminutos dúplex circulares de DNA que presentan las bacterias de forma natural. Poseen el tamaño de pequeños bacteriófagos y se replican independientemente del cromosoma bacteriano. Tienen muchos genes que codifican proteínas que destruyen antibióticos, neutralizan fármacos, escinden DNA o les confieren facultad para ser transferidos de una célula a otra.
Se puede crear por ingeniería genética un mini cromosoma que se comporte de forma parecida al bacteriano cortando del cromosoma de K. coli el sitio correspondiente a la iniciación e insertándolo en un plásmido. De esta forma se convierte en el sustrato adecuado para estudiar las proteínas que operan en el botón de puesta en marcha de la iniciación de la replicación cromosómica y controlan el crecimiento y reproducción celulares.
Una frontera más remota es la fase final de la replicación, en la que el par de cromosomas recién formados debe repartirse correctamente entre las dos células hijas. El problema es especialmente espinoso en las células con muchos pares de cromosomas. Es posible que la membrana celular participe en la distribución de los cromosomas entre las células hijas durante el proceso de división, pero todavía no se dispone de indicios directos que apoyen la idea. Después de muchos años de sondear infructuosamente la textura fosfolipídica de la membrana podremos por fin acercarnos a comprender el papel químico que pueda desempeñar en la replicación. El empleo de pequeños plásmidos manipulados por ingeniería genética podría resultar provechoso ya que muchos de ellos poseen medios especiales que aseguran de forma eficaz su distribución entre las células en división. El conocimiento que tenemos de estos dispositivos se basa casi enteramente en pruebas genéticas y para explorar su naturaleza bioquímica habrá que desarrollar nuevos tipos de ensayos. Aunque mi trabajo sobre la replicación del DNA se ha referido exclusivamente al aparato de E. coli, existen indicios a favor de que durante la evolución se han conservado los procesos bioquímicos fundamentales, síntesis de macromoléculas incluida (DNA, RNA y proteínas). Las enzimas de la replicación y los mecanismos descubiertos en K. coli durante los últimos treinta años se consideran prototipos de los desvelados posteriormente en las células eucarióticas, tanto animales como vegetales. Actualmente se pueden realizar de forma amplia y rutinaria intensivos estudios bioquímicos con los sistemas eucarióticos. Por encima de las apreciaciones estéticas relacionadas con la manera que tiene la naturaleza de replicar sus hilos de la vida, existe la expectación de que los conocimientos que se adquieran acerca de las bases de la replicación también ayudarán a paliar algunas de las trágicas lacras que padece la humanidad, tales como las enfermedades genéticas, el cáncer y el envejecimiento.

§. La locomotora que inicia la síntesis de cadenas del DNA
Aunque se trate de una analogía burda, la imagen de una locomotora ayudó durante algún tiempo a explicar las operaciones moleculares del primosoma. Al principio estábamos desconcertados para encontrar, y no digamos encajar, el rompecabezas de las ocho proteínas que componen la iniciación de la replicación del anillo del fago ΦX174. Sólo después de haber purificado dos de las proteínas fundamentales y haber averiguado sus funciones en el sistema más simple del fago G4 pudimos regresar al problema del ΦX174.
Descubrimos que una de estas proteínas encapsula el DNA monocatenario. A lo largo del DNA, excepto en el dúplex con aspecto de alfiler, se alinean unas 200 moléculas de ellas. La otra proteína, anteriormente llamada dnaG y rebautizada como primasa, busca las regiones que tengan este aspecto y deposita una copia de RNA para cebar la cadena de DNA. Entre las fases inicial y final otras seis proteínas arman y propulsan la locomotora. Se trata de una estructura grande, compleja y tan organizada como los ribosomas, razón por la que se denominó primosoma. Dos de estas proteínas son productos de los genes dnaB y dnaC, cuyas mutaciones producen defectos en la replicación. Seis moléculas de la proteína dnaB se emparejan con otras tantas de la dnaC y forman una estructura parecida a una rosquilla. La proteína denominada i se ha relacionado recientemente con el gene de la replicación dnaT. No se conoce todavía el origen genético de las tres proteínas que faltan y que se aíslan por los métodos de fraccionamiento. Se denominan con los nombres triviales de n, n' y n".
¿Cómo se ensambla y funciona el primosoma? Hemos identificado una región particular en el anillo de DNA del fago ΦX174, de 40 nucleótidos de longitud de los 5.386 que tiene en total, que se pliega en forma de alfiler. La cubierta formada por la proteína que se liga a las cadenas sencillas (SSB) impide que la proteína n' se una a cualquier región del DNA que no sea la que tiene forma de alfiler. Cuando esta unión tiene lugar se produce una deposición secuencial de las restantes proteínas (Figura 8.1). La máquina de veinte piezas está ahora lista para funcionar.
La proteína n' es accionada por la energía del ATP y actúa de motor y como rastrillo que retira a su paso por el DNA la cubierta de SSB. La proteína dnaB es el maquinista. Usando la energía del ATP localiza o da forma a una porción del DNA para que la primasa deposite una corta tira de RNA, que atraerá a la DNA polimerasa para que inicie la síntesis de la cadena de DNA.
Al examinar el comportamiento y destino de estas proteínas ensambladas en el primosoma sobre el anillo de DNA quedamos impresionados por el virtuosismo químico del que se vale la naturaleza, azorados por haber sido incapaces de anticiparlo y frustrados por su esquivez.
Para examinar el primosoma añadíamos las diversas proteínas necesarias para iniciar la replicación, habiéndolas marcado radiactivamente a cada una de ellas con objeto de trazar su destino.
Encontramos que se arman de forma regular y que se unen firmemente al DNA. Una de las principales sorpresas consistió en que una vez que se forma el primosoma, se mueve rápidamente en torno al DNA circular y genera muchos cebadores sobre él. Ello explica de una vez la antigua observación según la cual el comienzo de la replicación del DNA infectivo del fago ΦX174 no ocurría en un sitio único, como sucede con los DNA de los fagos M13 o G4, sino en muchos lugares dispersos por el anillo. El movimiento a lo largo del DNA sólo se efectúa en la dirección 5 → 3 de la hebra. Es probable que la polaridad de este movimiento sea importante al avanzar la horquilla de replicación de un cromosoma de doble cadena.

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Figura 8.1. Fases del montaje del primosoma multiproteico en el DNA circular del fago ΦX174.

Otra de las propiedades del primosoma que no nos esperábamos es la persistencia con que se une al DNA circular del fago ΦX174 después de haber realizado el trabajo de cebar e incluso después de que la polimerasa y la ligasa han terminado de sintetizar y soldar el dúplex circular. ¿Por qué el primosoma permanece enganchado al DNA? Actualmente resulta obvio. Una vez que el primosoma termina de formarse, sólo se puede usar una vez, después de lo cual es descartado. Por el contrario, si permaneciera fijado en el dúplex circular, podría usarse repetidamente una y otra vez en la fase de multiplicación del DNA del fago. Esta forma de actuar recuerda a una máquina automática de tickets y de ella salen los cientos de anillos de DNA para rodearse de la cubierta proteica y poder ser liberados como partículas víricas infecciosas (Figura 8.2).
Al examinar la forma de multiplicarse los anillos descubrimos que una proteína codificada por el fago mella una de las hebras en un lugar concreto y se une a un extremo de la cadena rota para dar comienzo a un proceso que genera una tanda de anillos de DNA vírico y que se denomina replicación «en rodillo». Una revelación fascinante fue que una vez ocurrido esto, la proteína de E. coli llamada helicasa emplea la energía del ATP para descorrer el dúplex a modo de cremallera y exponer la plantilla al avance de la horquilla de replicación.
Pudimos ver al microscopio electrónico el primosoma enganchado al anillo de DNA del cromosoma ΦX174, aunque estas imágenes y sus intrigantes lazos no daban respuesta a las preguntas más fundamentales (Figura 8.3). ¿De qué forma se une el primosoma al DNA y cómo se desplaza por él en una dirección única? ¿De qué manera se emplea la energía del ATP y cuánta se gasta en una vuelta? ¿Cómo el primosoma aumenta unas veinte veces la velocidad con la que otra enzima escinde más tarde un enlace concreto (de los 5.386 que hay en el anillo) durante la fase siguiente de la replicación? Estábamos confiados y ansiosos de afrontar estas cuestiones, y otras muchas como ellas, cuando el monstruo que siempre habíamos temido enseñó sus colmillos.

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Figura 8.2. Ciclo biológico del fago Φ X174. El anillo monocatenario unido al primosoma actúa como una máquina de tickets y fabrica muchas copias en forma de dúplex. Los anillos monocatenarios que surgen a partir de ellos se rodean de una cubierta proteica y son liberados como partículas infecciosas.

Alcanzó a Bob Low, un becado posdoctoral que había continuado el estudio del primosoma comenzado por Ken-ichi Arai, también becado posdoctoral. Después de regresar al principio del año 1981 de unas prolongadas vacaciones de Navidad, Bob fue incapaz de repetir el aislamiento de un primosoma intacto y activo. Otros miembros del laboratorio habían usado durante su ausencia alguna de las proteínas parcialmente purificadas de las preparaciones y después las habían sustituido. ¿Carecían las nuevas muestras de algún factor que se encontraba en las preparaciones antiguas? ¿Interferían nuevas impurezas con las delicadas asociaciones de las numerosas proteínas necesarias para crear y conservar el primosoma? Quizá se hubiera introducido algún cambio sutil en los reactivos o procedimientos empleados para aislar el primosoma.

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Figura 8.3. Microfotografía electrónica de primosomas unidos a dúplex de DNA formados a partir de anillos monocatenarios de DNA vírico. (Por cortesía del doctor Jack Griffith.)

Después de más de un año de estar intentando afanosamente recapturar el primosoma llegó el momento de batirse en retirada. Bob estaba exhausto y deprimido por el esfuerzo y otros proyectos le parecían más atractivos. Tres años después decidimos perseguir de nuevo al esquivo primosoma. Esta vez se unieron a la cacería nuevas caras y nos equipamos con un arsenal repleto de proteínas producidas por ingeniería genética y, lo más importante de todo, había un claro sentido de misión.

§. Una supermáquina de coser
Imagine una máquina de coser capaz de inspeccionar una montaña de cinta enmarañada y localizar instantáneamente un trocito para empezar a copiarlo. Que pudiera seleccionar un punto con un color concreto, de cuatro posibles, y que diera mil puntadas por segundo y fabricara otra cinta completamente igual que la de partida. Esta máquina reduce los errores a una proporción de uno entre diez millones y reconoce y elimina los puntos mal dados. Cose ininterrumpidamente durante cuarenta minutos y logra una réplica perfecta de una cinta que tiene una longitud de cuatro millones de unidades. Todas las piezas de esta enzima cosedora reciben el nombre de holoenzima de la DNA polimerasa III.
Seguidamente sólo se describirá de forma somera una pequeña parte de las facultades de la holoenzima. Es muy probable que sus actividades replicadoras y su orientación en el interior celular se deban a una «antena» sensible a diversas señales ambientales y a los contactos «sociales» con otras proteínas. Estas propiedades adicionales, que todavía no se han explorado, son necesarias para poder integrarse con otras enzimas replicadoras y con las responsables de las que simultáneamente reparan y reordenan el cromosoma y con las que al mismo tiempo transcriben y expresan la información genética contenida en él.
Llegamos a tomar conciencia de las impresionantes propiedades de esta máquina en 1972, año en que intentábamos realizar la labor aparentemente simple de convertir un anillo monocatenario de DNA vírico en su forma de dúplex. Con el RNA cebador puesto por el primosoma en su sitio para que pudiera tener lugar el inicio de la síntesis de la cadena, ninguna de nuestras polimerasas purificadas, I, II y III, podían fabricar una copia de DNA a una velocidad significativa. Al ensayar los extractos celulares crudos comprobamos que tenían dicha actividad. Se demostró que se trataba de una forma enormemente compleja de la polimerasa III, que tenía diez proteínas diferentes repetidas dos o más veces.
Era la enzima más difícil con la que nos las habíamos visto en quince años y finalmente nos acercábamos a conseguir una preparación homogénea. La denominamos «holoenzima» para diferenciarla de las formas que carecen de uno o más de los componentes. Se han realizado innumerables intentos de desmontar la holoenzima en sus subunidades y reconstituirla funcionalmente a partir de ellas. Estos trabajos se han llevado a cabo tanto en nuestro laboratorio como en otros asociados (por ejemplo, en el de Charles McHenry, que actualmente está en la Universidad de Colorado, en Denver, y en el de Robert Bambara, en la Universidad de Rochester) y han tenido mucha dificultad debido a la fragilidad de la enzima y la pequeña proporción en la que se halla en la célula. Con únicamente de 10 a 20 copias por célula de E. coli, comparadas con los miles que hay en el caso de las demás enzimas, sólo pudimos obtener unos pocos microgramos de la enzima purificada partiendo de varios kilos de pasta celular. Como ocurre con las primeras ediciones raras, estas preciosas muestras sirven más para admirarlas que para trabajar con ellas, de manera que se progresó relativamente poco hasta que hizo su aparición en escena la ingeniería genética.
Existe la generalizada y justificada impresión de que la tecnología del DNA recombinante está haciendo milagros médicos, agrícolas e industriales, por no hablar de los que también está haciendo en Wall Street. La fabricación de insulina, interferones, interleucinas y vacunas ha tenido un impacto extraordinario en el diagnóstico y tratamiento de las enfermedades. Pero para mí esos logros son nimios en comparación con lo que la ingeniería genética ha hecho en la ciencia biomédica. Clonando el gene de una de las subunidades de la holoenzima de la polimerasa, amplificando sus productos proteicos muchas veces por encima del nivel que tienen normalmente y aislando la proteína en forma activa, hemos conseguido obtener la mayoría de las subunidades en cantidad suficiente para estudiar sus propiedades individuales. Hemos podido reunirlas en agrupamientos funcionales y armar una holoenzima casi completa con una eficacia catalítica y una fidelidad de replicación que se aproximan bastante a la enzima que se halla en la célula intacta (Figura 8.4). Es evidente que cuando reexaminemos este montaje reconstituido y diseñemos ensayos más precisos encontraremos algunos puntos concretos que habrá que enmendar, como sucede con cualquier obra humana.

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Figura 8.4. Agrupación gemela de las diez subunidades diferentes de la holoenzima de la DNA polimerasa III ordenadas en tomo a la subunidad α junto con las subunidades auxiliares dispuestas asimétricamente.

Como ejemplo de ensamblaje de subunidades individuales consideraremos los dos elementos principales del núcleo funcional de la enzima. La denominada subunidad α es la polimerasa o unidad cosedora. La otra se denomina subunidad ε y su papel consiste en eliminar los nucleótidos del extremo en crecimiento de la cadena de DNA. El gene que la codifica se descubrió diez años antes y se llama mutD porque defectos en él aumentan 100.000 veces el nivel de mutaciones espontáneas en E. coli. Es evidente que una subunidad defectiva no corrige pruebas durante la replicación y ello se traduce en la retención de numerosas mutaciones. Lo más gratificante que hemos encontrado es que al mezclar las subunidades α yεse produce un complejo con una potencia muchísima mayor que la suma de las dos porciones: la actividad polimerasa es más del doble de la que tiene la subunidad α sola y la capacidad para corregir pruebas de la ε aumenta 50 veces. Pudimos demostrar que la subunidad α mejora la eficacia de la corrección de pruebas por dirigir a la subunidad ε a su lugar de acción, esto es, al extremo de la cadena que se está alargando. De igual modo, la subunidad e mejora la eficacia polimerizadora de la subunidad α.
La función de las otras subunidades consiste en proporcionar un anclaje entre el núcleo y la plantilla y desplazarse por ella durante el curso de la replicación. Una de estas subunidades se denomina τ y aumenta la eficiencia del encuentro y unión entre la holoenzima y el extremo del cebador y a continuación afianza la polimerasa a la plantilla para prevenir su disociación cada vez que inserta un nucleótido y asciende un puentecillo para añadir el siguiente. Otro grupo de cinco subunidades (γ, δ, δ, χ y ψ) ó forma también una abrazadera, quizá un dispositivo regulado más finamente que gobierna el anclaje de la polimerasa en la plantilla.

§. ¿Qué esconde la hoja de parra de la horquilla de replicación?
El estudio de la replicación de los pequeños fagos permite hacernos una idea del inicio, elongación y terminación de la síntesis de las cadenas de DNA y poder echar finalmente una mirada al borde de la «hoja de parra» que cubre la horquilla de replicación (Figura 7.14) para empezar a ver parte de la maquinaria molecular en funcionamiento e imaginar la forma de replicarse el dúplex de un cromosoma.
Las helicasas o enzimas que con el concurso de la energía del ATP abren la cremallera del dúplex en la parte anterior de la horquilla exponen el DNA monocatenario para que actúe de plantilla. Para desenroscar el dúplex se requiere la acción giratoria de las enzimas denominadas topoisomerasas. Las proteínas que se unen a las cadenas sencillas las cubren para mantenerlas separadas, protegerlas de la destrucción por las ubicuas nucleasas y conferirles la configuración óptima para que puedan ejercer de plantillas (Figura 8.5).
La polimerasa multimérica fabrica rápida y continuamente la cadena de DNA a lo largo de la hebra parental que hace de plantilla y se convierte en la cadena adelantada durante el avance de la horquilla de replicación. La otra cadena parental expuesta también se cubre por las proteínas que se ligan a ella y gracias a las repetidas iniciaciones que lleva a cabo el primosoma se genera de forma discontinua la cadena retrasada (Figura 8.6). El primosoma coloca un corto cebador de RNA y se desplaza por la plantilla en la dirección del movimiento de la horquilla, posicionándose en ella para desestabilizarla primero y descorrerla a continuación. El cebador se alarga al sintetizarse DNA y este material naciente (fragmento de Okazaki) cubre la plantilla que esté a la vista hasta alcanzar el fragmento anterior. Al ejecutar la DNA polimerasa I la función que no puede realizar la III, identifica como extraño el esqueleto de RNA del cebador en el fragmento anterior, lo elimina y rellena la brecha resultante. La ligasa sella finalmente la junta de los dos fragmentos.
La replicación de un cromosoma dúplex es semi discontinua, esto es, continua en un lado y discontinua en otro. Mirada en conjunto la operación parece correcta, pero desde el punto de vista del detalle molecular resulta bastante espasmódica y desgarbada, máxime si se tiene en consideración la elegancia que sería de esperar de los procesos químicos naturales. Imaginamos un dispositivo más eficaz que abarcase la polimerasa, el primosoma y las helicasas —esencialmente es la super entidad que anteriormente se había llamado replisoma— y que pueda llevar a cabo la replicación de ambas cadenas simultáneamente en lugar de a tirones.
Las células no son meras bolsas conteniendo enzimas a granel desconectadas unas de otras. Se reúnen, por el contrario, en unidades familiares que llevan a cabo funciones específicas y se localizan en puntos concretos. Debido a que los enlaces que ligan unas con otras son con frecuencia muy tenues, no aguantan las fuerzas necesarias que hay hacer para abrir una célula y aún no se dispone de un replisoma «vivo». Independientemente de la posibilidad de su existencia, nuestros datos fragmentarios son consistentes con una estructura así. La holoenzima que aislamos o armamos contiene dos juegos de cada una de las subunidades en vez de uno. Así, para ejecutar la replicación simultánea de ambas cadenas y coordinar la acción cebadora del primosoma con la actividad sintética habrían de yuxtaponerse en el holoenzima dos conjuntos gemelos de las subunidades de la polimerasa.

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Figura 8.5. Esquema aceptado actualmente que representa las enzimas que abren el dúplex y exponen la plantilla para la síntesis continua que tiene lugar durante la replicación en la cadena adelantada.

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Figura 8.6. Esquema aceptado actualmente que representa las enzimas que inician la síntesis discontinua cebada por RNA de la cadena retrasada. Posteriormente se elimina el RNA extraño, se rellenan las brechas y se sellan los cortes.

La propuesta de una replicación tipo locomotora de las dos cadenas parentales que opera en gran medida de forma simultánea ha de hacer frente a dos dilemas. Uno consiste en que las cadenas de un dúplex de DNA están orientadas en direcciones opuestas mientras que la dirección en la que crece la cadena de DNA gracias a la polimerasa es invariablemente, como ya se ha visto, en una dirección. Este dilema se puede sortear si se supone que una pequeña porción de la plantilla de la cadena retrasada gira 180° y forma un lazo que le confiere, durante un cierto tiempo, la misma dirección de la plantilla adelantada (Figura 8.7). El esqueleto del DNA, sobre todo el monocatenario, es muy flexible y se puede doblar fácilmente en las dos direcciones de un plano.
El otro dilema se pone de manifiesto cuando se separan las partes de la «locomotora» del primosoma y encontramos que mientras la proteína B y el mismo primosoma se desplazan sobre los raíles del DNA en la dirección de avance de la horquilla de replicación, la proteína n' y los componentes de la primasa se desplazan por el DNA en la otra dirección. Resultaba evidente que habría de abandonarse esta metáfora ya que los componentes fundamentales de la locomotora empujan en direcciones opuestas. Tendríamos que revisar nuestros conocimientos relacionados con el movimiento relativo del replisoma y del DNA. Es posible que el replisoma sea una máquina estacionada, tal vez fijada al andamiaje del citoesqueleto, y que la plantilla de DNA corra por él. Para sacar un lazo de DNA del atasco del replisoma (Figura 8.7) hay que considerar que las dos partes del lazo se mueven en direcciones opuestas con relación a las proteínas.
Al examinar lo que ya se conoce de la replicación del DNA en muchas bacterias, hongos, células vegetales y animales y los virus que las infectan, se comprueba que lo descubierto en E. coli se repite una y otra vez con pequeñas variaciones. La generalidad de los modelos bioquímicos fundamentales, puestos de manifiesto en el metabolismo de la glucosa en la levadura y en el músculo, se ha observado actualmente que también se cumple en la biosíntesis de las macromoléculas principales, esto es, DNA, RNA y proteínas. E. coli, la gallina que ha puesto tantísimos huevos de oro, sigue siendo fértil. A lo largo de su dilatada evolución se han ido refinando enormemente sus mecanismos y han sido adoptados por las células que denominamos «organismos superiores».

§. El inicio de la replicación de un cromosoma
¿Cuál es el mecanismo que controla la replicación? ¿Qué procesos bioquímicos abren o cierran el ciclo de replicación de un cromosoma? Estas preguntas tan simples se las habrá hecho cualquiera que haya pensado en la naturaleza del crecimiento celular y sus fallos. El comienzo de la replicación del DNA cromosómico es el acontecimiento clave que distingue a una célula embrionaria de otra adulta y una cancerosa de otra normal. Pero todavía la química de este proceso es una «caja negra». Prácticamente no se conoce nada de cómo ocurre en las células animales y nuestra ignorancia ha sido abismal hasta hace poco en lo que respecta a las células bacterianas. Creo que la mejor manera de resolver este enigma básico consiste en exponer y analizar el control de la replicación en bacterias.

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Figura 8.7. Representación hipotética del replisoma considerado como una máquina que arruga la cadena retrasada y forma un lazo que permite que ambas cadenas se repliquen esencialmente de manera simultánea. La dirección de la plantilla de DNA en los dos brazos del pliegue es distinta en la proteína n', situada en el DNA en la dirección en la que se va alargando la cadena, y en la proteína B, situada en la dirección contraria.

Estas células crecen y se dividen a velocidades muy diferentes dependiendo en gran manera de las condiciones de cultivo pese al hecho de que la rapidez con que se sintetiza una cadena de DNA es relativamente inflexible. En la mayoría de las estirpes de E. coli se tarda 40 minutos en duplicar el cromosoma al desarrollarse a 37 °C. El tiempo tardado en fabricar una pared (septo) intracelular, para segregar a ambos lados de ella los cromosomas duplicados y convertirse en dos células hijas, también es fijo y resulta ser de unos 20 minutos (Figura 8.8). ¿Cómo puede lograrse este proceso de una hora de duración en bacterias que duplican su masa y se dividen cada 20 minutos? ¿Por qué en otras condiciones nutritivas estas mismas bacterias tardan 200 minutos en completar un proceso que puede hacerse en una hora?
En células que se encuentran creciendo de forma rápida, las nuevas iniciaciones de los cromosomas tienen lugar en cadenas iniciadas previamente que no han terminado de sintetizarse del todo. Se están fabricando nuevos pares de cromosomas antes de que los precedentes se hayan segregado (Figura 8.8). Por el contrario, en las células de crecimiento lento que tardan en dividirse 200 minutos hay un largo intervalo después de terminarse la división celular. Por tanto, la principal variable de la replicación es la decisión del momento de iniciar el proceso. Como en otros procesos biosintéticos (como la síntesis de nucleótidos y aminoácidos y su montaje en ácidos nucleicos y proteínas) la decisión crítica es el comienzo ya que compromete a que la célula se embarque en un proyecto largo y costoso desde el punto de vista energético.

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Figura 8.8. El ciclo celular está controlado en E. coli por la iniciación de la replicación de su cromosoma

Dos avances principales nos permitieron empezar a explorar las propiedades bioquímicas del inicio de la replicación del cromosoma. El primero fue la identificación de una secuencia de 245 pares de bases, de un total de cuatro millones de pares de bases que tiene el cromosoma de E. coli (Figura 8.9), como el único origen (oriC) y su posterior clonación en un plásmido, un anillo de DNA fabricado por ingeniería genética. El segundo fue el descubrimiento, realizado por nosotros, del sistema enzimático responsable de la replicación de tales plásmidos.
La replicación de los plásmidos oriC está sujeta a los mismos controles que gobiernan la replicación del cromosoma del hospedador, esto es, ambos procesos dependen de la proteína fabricada por el gene dnaA (que se sabe que es esencial para comenzar una nueva ronda de replicación), se replican bidireccionalmente a partir del punto de iniciación de oriC y el comienzo de la replicación ocurre en el mismo momento del ciclo celular.
Los japoneses Seiichi Yasuda y el fallecido Y. Hirota crearon con éxito por ingeniería genética en 1977 un plásmido oriC. Cuando Yasuda lo trajo a nuestro laboratorio parecía razonable pensar que enseguida daríamos con los sistemas enzimáticos de su replicación, tal como habíamos hecho con diversos fagos de tamaño parecido. Pero esta vez fue mucho más difícil de lo que habíamos imaginado. Yasuda regresó a su país dos años después y no se había realizado ningún progreso visible. Cinco investigadores de mi grupo emplearon un total de diez años de trabajo y no tuvieron éxito. Uno de ellos era el estudiante licenciado Bob Fuller, que desde principios de 1981 había pasado dos frustrantes años intentando preparar un extracto celular capaz de replicar plásmidos oriC. Había aprendido la manera de detectar e impedir la síntesis de DNA no dependiente del gene dnaA y había mejorado la sensibilidad del ensayo unas 100 veces. Pese a ello la actividad no brillaba ni con luz trémula. «Bob, ya va siendo hora de que hagas algo para tu tesis, como algún estudio interesante con las proteínas de los primosomas.» Sus compañeros que estaban trabajando en otros proyectos del departamento ya habían publicado artículos y estaban preparando comunicaciones para congresos nacionales. «Deme tres meses más», respondió. Estuve de acuerdo después de discutirlo mucho.
Bob había ingresado en Yale para especializarse en Historia, pero lo dejó después del primer año. Durante tres años estuvo viajando de guitarrista en un grupo de rock y después regresó para terminar una licenciatura de ciencias y realizar unas investigaciones impresionantes durante el doctorado. Su ausencia de tres años me hizo dudar para aceptarlo como doctorando, pero se impuso su brillante expediente. Desde entonces ha realizado investigaciones extraordinarias, se ha hecho merecedor de los nombramientos posdoctorales más prestigiosos y ha regresado a Stanford para formar parte del equipo del Departamento de Bioquímica.

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Figura 8.9 Microfotografía electrónica del cromosoma E. Coli. Se trata de un dúplex circular completo de cuatro millones de pares de nucleótidos. El origen de replicación ocupa una región de 245 pares de bases, inapreciable a esta escala. (Por cortesía de la Dra. Ruth Kavenoff.) Copyright de Designer Genes Posters, Ltd. (1983), Carolina Biological Supply Co., Burlington, N. C

Un día de junio de 1981, dentro aún del período de gracia de tres meses que le había concedido, Bob y Jon Kaguni, un becado posdoctoral, encontraron la fórmula para que un sistema libre de células altamente específico replicara los plásmidos oriC. Era mucho más potente de lo que jamás podíamos haber esperado. Ahora estaban abiertas las puertas para descubrir las piezas y operaciones del mecanismo que inicia la duplicación de los cromosomas.
El descubrimiento del sistema libre de células dependía de dos condiciones improbables. Una era usar una enorme concentración de un polímero sintético de gran masa, como el polietilén glicol, por ejemplo, sustancia que se emplea en la manufacturación de pinturas, pulimentos y cosméticos. ¿Por qué? Este polímero era un vestigio de una receta compleja para promover la síntesis de RNA y proteínas y lo añadimos a la mezcla de reacción porque pensábamos que para iniciarse la replicación hacían falta estos procesos biosintéticos. Aunque estos experimentos no llevaron a ningún sitio, en los ensayos posteriores se siguió usando el polímero. Se sabe que estas sustancias ocupan mucho espacio en la disolución y al excluir del mismo a otras macromoléculas (como DNA y proteínas), las concentran y las hacen más interactivas, tal como se cree que ocurre en el interior celular. Posteriormente descubrimos que el polímero sintético también provoca la agregación y eliminación efectiva de algunos inhibidores.
La otra condición improbable que nos condujo al descubrimiento del sistema activo fue hacer algo que todos creíamos que no era razonable. Sometimos un extracto celular completamente inerte a un fraccionamiento salino refinado. Se trataba de una maniobra que me había funcionado hacía treinta años y que después de algunos mimos e intentos también nos salió bien a Jon Kaguni y a mí. Añadía al extracto la sal (sulfato amónico) en cantidades graduales y recogía las fracciones de la proteína precipitada después de cada adición. Estas volvían a disolverse y a ensayarse. Una de ellas tenía una actividad absolutamente increíble y las fracciones obtenidas al añadir una cantidad de sal ligeramente inferior o superior eran completamente inactivas. Con menos sal no precipitaba alguna de las numerosas proteínas que llevaban a cabo la reacción. Con más sal también precipitaban potentes inhibidores que la bloqueaban o que destruían el producto.
Con el sistema enzimático solubilizado (que llamamos fracción II) podíamos empezar la disección de las muchas proteínas del «conmutador» responsable de poner en posición de «encendido» el origen de replicación del cromosoma. También fue un placer que esta misma fracción sirviera para que diversos grupos de investigación exploraran la replicación de otros plásmidos y fagos que no había podido hacerse hasta ese momento.
Aunque diariamente se publican las secuencias genéticas parciales de diferentes criaturas y es probable que algún día se conozca la secuencia completa de los cuatro mil millones de pares de bases del genomio humano (un proyecto de muchísimos miles de millones de dólares), el origen del cromosoma de E. coli (oriC), que únicamente consta de 245 pares de bases de longitud, sigue siendo una secuencia genética singular e impresionante por las razones siguientes (Figura 8.10):
1. Las secuencias oriC de las especies bacterianas remotamente emparentadas con E. coli y separadas por 200 millones de años de evolución son enormemente parecidas aunque el resto de sus DNA sean bastante distintos. Los tramos de secuencias altamente conservadas están separadas por regiones «espaciadoras» de longitud fija y de secuencia aleatoria. La mutación de un solo par de bases (como la sustitución de un AT por un GC) en una de estas regiones conservadas, pero no si tiene lugar en una región espaciadora, perjudica a la replicación. La modificación de la longitud de un espaciador por supresión o inserción de un par de bases también produce un efecto deletéreo.
2. Se ha demostrado que la secuencia TTATCCACA, que aparece en cuatro contextos de las regiones conservadas de oriC, es el sitio de unión específico de la proteína dnaA. Estas «casillas dnaA» son claramente esenciales para que pueda iniciarse la replicación.
3. La secuencia GATC, que en base a razones puramente estadísticas sólo tendría que aparecer una vez, se halla en oriC repetida once veces. La A que hay en dicha secuencia es metilada por una enzima especial de E. coli y sus efectos en la replicación están siendo estudiados intensamente en la actualidad.
4. La secuencia GATCTNTTNTTTTN (en donde N es cualquiera de los nucleótidos) se repite tres veces en oriC y tiene una función decisiva en una fase posterior a la unión de la proteína dnaA a sus «casillas».
La formidable disposición de las secuencias conservadas, separadas de manera precisa por espaciadores fijos, dota a oriC de la facultad de plegarse en las tres direcciones del espacio y adoptar una geometría singular. ¿Habría de esperarse que el reconocimiento y empleo de esta estructura compleja que inicia la replicación dependa de una serie de proteínas de complejidad comparable que también se han conservado durante dilatados períodos evolutivos? ¿Cuáles son?

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Figura 8.10. La secuencia nucleotídica del origen del cromosoma de E. coli ha permanecido bastante invariable a lo largo de la evolución bacteriana.

En cinco años identificamos 13 proteínas que participan en la replicación de los plásmidos oriC. Todas excepto una, la proteína dnaA, tenían papeles conocidos en otros sucesos de la replicación. Manipulando el orden con que se añadían al sistema experimental así como las condiciones de reacción (temperatura, tiempo, fuerza iónica, niveles de magnesio y ATP, etc.) fuimos capaces de separar la reacción global en varias fases discretas. Dicho de una manera sencilla: el origen del cromosoma de E. coli es señalizado y abierto ligeramente por una proteína especial (dnaA). Seguidamente es abierto aún más en esta región susceptible por otra proteína (dnaB) con objeto de que puedan quedar expuestas las plantillas para que tenga lugar la síntesis de nuevas cadenas de DNA (Figura 8.11). En primer lugar se unen unas 20 moléculas de proteína dnaA en sus sitios correspondientes de oriC y le confieren una conformación especial. A continuación reaccionan con ellas dnaB y otra proteína y descorre la doble hélice en ambas direcciones a partir de oriC. La primasa flanquea el dúplex abierto de DNA y coloca cebadores para que puedan alargarse las cadenas de DNA.
Una de las propiedades de la reacción resultó ser una gran sorpresa. Tan pronto cuando empezamos a disecar la mezcla enzimática cruda (Fracción II) nos extrañó que la secuencia de oriC perdiera el requerimiento absoluto de depender de la proteína dnaA. Entonces nos tranquilizó encontrar que se podía recuperar la especificidad observada en las preparaciones enzimáticas crudas volviendo a añadir las fracciones de proteína descartadas que por sí solas carecían de actividad replicadora. Por ello nos pusimos a purificar estas proteínas «de especificidad». Después de casi un año de esfuerzo llegamos al final de nuestra caza de las enzimas perdidas. Se trataban, para nuestra desazón, de dos enzimas familiares, la topoisomerasa I y la RNasa H, que ya las teníamos almacenadas en el congelador. Nos consolábamos de tanto esfuerzo desperdiciado pensando que ya estábamos familiarizados con sus propiedades. Atribuimos sus funciones de especificidad al aborto de la iniciación de la replicación del DNA dúplex en otros sitios distintos del oriC. Nos quedamos más tranquilos con esta interpretación al publicarse posteriormente los resultados genéticos del comportamiento de un mutante de E. coli deficiente en una u otra de estas proteínas. La iniciación de la replicación cromosómica en tales mutantes tiene lugar en sitios distintos al oriC y no se necesita la proteína dnaA. A propósito, estas estirpes no están tan «saludables» como las células normales y no prosperan en las condiciones nutritivas ricas que propician un crecimiento rápido.
Ahora disponemos de las piezas del botón que pone en marcha la replicación en el origen del cromosoma de E. coli. Es seguro que esta operación celular debe estar bajo un control muy preciso y programado para responder a las muchísimas señales que ligan la replicación con la nutrición, el crecimiento y la división celulares. La comprensión de estas reacciones reguladoras decisivas es el reto que nos enfrenta al siguiente nivel de complejidad. Al abordar estos problemas nos hemos dado cuenta que necesitamos saber más de la anatomía y sociología de la proteína dnaA, el principal actor durante las escenas iniciales.

§. Membranas celulares y partición de los cromosomas hijos
¿Parece posible que la repartición de los dos cromosomas completos entre las células hijas esté gestionada por su unión a las membranas celulares? Se puede uno imaginar un mecanismo relativamente simple por el que la membrana que divide la célula parental en dos células hijas crece entre los dos puntos en los que están unidos los cromosomas y asegura su equipartición. Este atractivo esquema carece aún de pruebas firmes que lo apoyen pese a los muchísimos intentos experimentales que se han realizado durante veintitrés años desde que fue sugerido por Francois Jacob, Sydney Brenner y Francois Cuzin.

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Figura 8.11.La iniciación de la replicación del cromosoma entraña la acción de la proteína iniciadora dnaA que al unirse a las cuatro secuencias, cada una de ellas con nueve pares de bases (9-meros), abre la doble hélice por una región que contiene tres secuencias de trece pares de bases cada una (13-meros)

¿Qué es una membrana celular? La célula debe su integridad y la vida a la membrana que la recubre y separa del entorno. Incluso una célula como el eritrocito humano, que carece de DNA y de la maquinaria para biosintetizar proteínas, puede vivir varios meses metabolizando, fermentando y llevando a cabo su función vital de transportar oxígeno mientras permanezca intacta su membrana. Pero minúsculas perforaciones de la misma que causen la fuga del contenido celular puede significar una muerte instantánea. Entre sus muchas funciones especializadas es probable que las membranas desempeñen un papel en el reparto de los cromosomas entre las células hijas y desearíamos comprender la forma que tiene E. coli de gestionar esta partición.
La envoltura de esta célula se compone de cuatro capas (Figura 8.12):
  1. Una membrana interna comparable a la única membrana (plasmática) que rodea a las células animales. Confiere a la célula su individualidad y regula el paso de moléculas entre el compartimento celular y el ambiente. Es una empalizada flexible de moléculas de fosfolípidos, parecida a la de una pompa de jabón, que ancla y aloja a una variedad de moléculas de proteína, algunas de las cuales miran hacia el interior y pudieran servir de puntos de unión para el DNA.
  2. El periplasma (externo a la membrana interna) es una antecámara que comprende casi la tercera parte del volumen celular. En él se llevan a cabo muchas de las funciones nutritivas y digestivas de la célula ya que ésta carece de tracto intestinal.
  3. La pared celular (capa de péptidoglicano) es una molécula gigante sacciforme que proporciona a la célula su forma y rigidez y forma el septo que divide a la célula en dos. La acción antibiótica de la penicilina se debe a que interfiere con el crecimiento ordenado de esta pared. La penicilina no actúa sobre una célula bacteriana que se encuentre en reposo pero al aumentar de volumen antes de dividirse, bloquea el crecimiento ordenado de la pared e induce la actuación de las enzimas hidrolíticas. Se producen ampollas en la membrana y termina rompiéndose y produciendo la muerte celular. Dado que las células animales carecen de esta envoltura de péptidoglicano no se ven afectadas por este tipo de antibióticos.
  4. La membrana externa es la primera barrera que han de transitar las moléculas del exterior. Contiene los puntos de anclaje de ciertos virus y determinados grupos químicos (antígenos) contra los que una célula animal hospedadora desarrolla anticuerpos.

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Figura 8.12. La múltiple envoltura de E coli consta de la membrana externa, la rígida pared celular, el periplasma y la membrana interna.

Sería simplista considerar que tales capas están dispuestas como en una cebolla. Es muy probable que existan zonas en las que se fundan las capas y proporcionen puntos de anclaje en ciertas etapas del ciclo de replicación así como canales que los virus explotan para entrar en la célula. Para aumentar mis reducidos conocimientos de la estructura, crecimiento y funciones de la membrana estudié en diversas ocasiones el metabolismo y propiedades de los fosfolípidos que la componen. Este esfuerzo ha quedado en gran parte sin recompensa. Aún estoy trabajando una vez más con membranas y espero que mis crecientes familiaridad y conocimientos respecto a ellas rinda esta vez algunas ideas sobre la mecánica y control de la replicación del DNA.
La primera de las diversas incursiones al estudio de las membranas se remonta a 1952 y surgió del concepto erróneo según el cual la síntesis de una molécula relativamente simple de fosfolípido podría ser un modelo instructivo de la fabricación del complejo eje o columna vertebral de un ácido nucleico. Pensé que la síntesis del puente de fosfato existente entre las dos mitades «alcohólicas» de un fosfolípido (el glicerol y la colina) podría enseñarnos la manera de establecerse la conexión fosfatada entre los azúcares semejantes a alcoholes del eje de un ácido nucleico. Aunque este enfoque me alejó de la marca, aprendí de él una lección de gran valor. En el futuro creería menos en mi intuición para diseñar modelos e intentaría ir hacia los objetivos más directamente. Pero pese a todo, mi equivocado esfuerzo llevaría a un descubrimiento emocionante.
Aunque el extracto hepático que usaba no lleva a cabo la reacción simple que buscaba, encontré que cataliza la síntesis de fosfolípidos más complejos. En esa época, 1952, era candidato a un puesto en el Instituto Tecnológico de Massachusetts y presenté con orgullo esos hallazgos en un seminario titulado «The Enzymatic Synthesis of a Phospholipid». Al terminar ocurrió algo muy extraño. El profesor S. J. Thannhauser (1895-1962), el patriarca de los fosfolípidos, dijo de pie: «Me preocupé al ver el título de su charla porque creía que había descubierto de verdad la síntesis enzimática de los fosfolípidos en la que nosotros nos habíamos estrellado. Ahora me tranquiliza saber que usted sólo ha encontrado la síntesis del ácido fosfatídico. Todos sabemos que esta sustancia es un producto resultante de la degradación de los fosfolípidos. No se detecta entre los fosfolípidos celulares y seguramente carece de importancia, incluso como intermediario biosintético.» La audiencia se quedó con la boca abierta y mi anfitrión, el fallecido Gerhard Schmidt, que había estudiado con Thannhausser en Alemania, se sonrojó. Yo contesté diciendo que el ácido fosfatídico es por definición un fosfolípido y que también había presentado los indicios preliminares de la síntesis de lecitina (un importante constituyente fosfolipídico de las membranas) y, finalmente, que la ausencia aparente de ácido fosfatídico en las células podía explicarse perfectamente porque se usa de una forma extremadamente eficaz como intermediario de la ruta de otros fosfolípidos.
No conseguí el trabajo del MIT aunque estaba en lo cierto respecto a la síntesis de fosfolípidos. Al año siguiente me trasladé de los NIH a la Universidad de Washington y estuve muy ocupado con la biosíntesis de los núcleotidos para continuar la investigación de los fosfolípidos. Paul Berg, que había venido de becado posdoctoral, no estaba interesado en ellos y Eugene Kennedy, entonces en la Universidad de Chicago, encontró mis resultados preliminares de gran interés en relación con la biosíntesis de los fosfolípidos que estaba estudiando. En las décadas siguientes, cuando los impresionantes estudios de Kennedy revelaron una gran variedad de fascinantes conexiones en las rutas secundarias de la biosíntesis de fosfolípidos, sentí con tristeza el haberme perdido el placer de descubrir alguna de ellas.
Encontrar DNA o una proteína de la replicación en una fracción de membranas generalmente se toma como prueba de su conexión funcional. El ver objetos que se tocan en una micrografía electrónica seleccionada se considera indicación de una interacción específica. Desgraciadamente, la culpabilidad por asociación es un descarrilamiento común de la verdad, tanto en Bioquímica como en Derecho. Un indicio así de interacción debe quedar bajo sospecha ya que hay una gran probabilidad de que dos moléculas cargadas que no estén funcionalmente relacionadas en la célula se atraigan mutuamente entre sí adventiciamente como resultado del caos en masa requerido para preparar un extracto celular crudo. Entre las posibilidades que surgieron durante los quince años de trabajo dedicados a estudiar la idea de que la membrana interna se vea implicada en la replicación del DNA ninguna ha resistido los rigorosos ensayos de especificidad química y funcional. Empleamos varios años en buscar el sistema enzimático para replicar plásmidos oriC en una gran variedad de fracciones de membrana. El sistema enzimático pertinente está libre de ellas.
La falta de asociación aparente también puede conducir erróneamente a la inocencia. Se pueden perder las relaciones funcionales por dilución, ataque enzimático y reacciones químicas que acompañan a la destrucción celular. Pese a nuestros muchísimos intentos fallidos, todavía hay criterios químicos y biológicos sensatos para pensar que diversas fases de la replicación cromosómica están orientadas y dirigidas por el anclaje a la membrana interna. Los recientes progresos de nuestro trabajo me animan a creer que tantos años de seguir la pista al enredo de la membrana y la replicación nos pondrán finalmente en algún rastro consistente. Hemos encontrado que la proteína dnaA, el factor crucial para iniciar el ciclo de replicación cromosómica, tiene una notable afinidad por ciertos fosfolípidos de la membrana interna de E. coli. Esta afinidad se puede demostrar de forma dramática cuando la proteína en cuestión con una molécula de ATP unida lo hidroliza a ADP, que también permanece fuertemente unido, y produce una proteína inactiva para la replicación. Algunos fosfolípidos concretos son únicos entre los numerosos agentes y procedimientos ensayados en su capacidad para desplazar al ADP y regenerar la proteína dnaA inerte. Esta interacción altamente específica entre una proteína clave de la replicación y constituyentes de la membrana que se conoce que experimentan rápidos cambios durante el ciclo celular abre posibilidades emocionantes en la regulación de la replicación y la división celulares.
Los plásmidos ofrecen un abordaje atractivo para descubrir la forma de repartirse los cromosomas entre las células hijas. Para que estos diminutos anillos de DNA, de tamaño y complejidad mil veces inferiores a los de un cromosoma, sobrevivan en una población bacteriana es esencial que se distribuyan uniformemente entre las células hijas que resultan de la división. Si la distribución de los plásmidos se dejara al azar, de manera que unas veces la mayoría de ellos o todos fueran a una de las dos células hijas, con el tiempo irían menguando en número, y como sólo hay unas pocas copias por célula acabarían desapareciendo después de varias generaciones. La supervivencia de los plásmidos se consigue por diversos dispositivos que aseguran su distribución equitativa entre la población de células hospedadoras. Para sondear los procesos bioquímicos de tales mecanismos se necesitan ensayos que registren el tránsito de las moléculas de DNA entre las células. Comparados con los ensayos convencionales que valoran las transacciones de DNA que se llevan a cabo completamente dentro del compartimento celular, estas determinaciones intercelulares representan por el momento un nuevo y formidable reto.

§. Cáncer, envejecimiento y ciclo celular
« ¿Cómo podría su trabajo sobre el DNA ayudarnos a remediar el cáncer?» Algunos de los pocos que permanecen atentos hasta el final de mis ocasionales conferencias «populares» me hacen frecuentemente esta pregunta. Mi primera reacción es generalmente de desilusión por no haber cautivado a mi audiencia con las descripciones de la impresionante belleza con que la naturaleza ha diseñado la replicación del material genético. Pero también me doy cuenta del gran interés que hay sobre los fallos de la replicación que pueden conducir al cáncer y al envejecimiento.
Recientemente respondo a esta pregunta de forma vaga pero sin desánimo, sin desgana. Cáncer es un término amplio que incluye un centenar de enfermedades diversas caracterizadas por haberse perdido los controles normales del crecimiento celular. En algunos casos se conocen los agentes iniciadores y pueden evitarse; en unos pocos se puede detener el proceso. Estoy impresionado de cómo ha aumentado en los últimos diez años el conocimiento básico de los genes y proteínas responsables del crecimiento ordenado y las funciones de la célula. Si no se despilfarran nuestros recursos para la investigación, dentro de otros diez se producirán mayores descubrimientos aún. Tengo la esperanza de que la aplicación de estos conocimientos químicos sobre los genes y su manera de replicarse mejoren de forma significativa en nuestra generación la prevención, el diagnóstico y el tratamiento de muchos tipos de cánceres.
El envejecimiento constituye un problema más espinoso que el cáncer, simplemente porque no sabemos lo que es o la manera de medirlo. Los millones de células que mueren cada segundo en el cuerpo de una persona adulta han de sustituirse. La mayoría de ellas son sanguíneas, epiteliales e intestinales. La división celular tiene lugar en cuatro fases y tarda una media de veinticuatro horas (figura 8.13). El noventa por ciento de este tiempo lo pasa la célula en un período de crecimiento (G1), preparándose para la fase de replicación del DNA (S) a la que le sigue otro intervalo de crecimiento (G2); la fase de mitosis (M) es breve y en ella se condensa en cromosomas el DNA duplicado y se reparte entre las dos células hijas.
El ciclo de crecimiento se analiza más fácilmente en cultivos de células que en los tejidos o tumores. Cuando las células normales advierten que se limita su división o dispersión por una superficie, se detienen (G0) antes de entrar en la fase G 1. Las células cancerosas ignoran esta barrera, siguen dividiéndose y se apilan unas en otras; parece como si hubieran perdido un mecanismo de control por retroalimentación.

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Figura 8.13. Ciclo celular en animales y vegetales. A una fase de quiescencia (G0) le sigue un período de crecimiento (G1 ), otro de replicación del DNA (S), una preparación para la mitosis (G2) y la mitosis y división celular (M).

Al transferir periódicamente una población de células normales a un medio de cultivo nuevo y alcanzarse la cincuenta generación, las células tardan cada vez más en dividirse y acaban muriendo. En las células cancerosas no se observa esta «muerte celular programada». Parece como si fueran inmortales.
Nuestro conocimiento de la base bioquímica del control del crecimiento celular y su transformación en cáncer es todavía descorazonadamente pobre. Se desconoce la manera por la que una señal recibida en la superficie celular da cuenta a una célula que se halle en reposo que ha de sintetizar su DNA y dividirse. Tampoco podemos identificar ninguno de los mecanismos responsables de la proliferación descontrolada de las células cancerosas. No obstante, existen razones para estar esperanzados en que la emoción actual despertada por los oncogenes conducirá a ideas significativas.
Diciéndolo simplemente, un oncogene, como parte de un virus oncogénico, es el gene responsable de la transformación de células normales en células de crecimiento maligno, tanto en cultivo como en animales enteros. Actualmente se conocen más de cincuenta oncogenes diferentes. Ellos u otros genes muy relacionados (protoon- cogenes) han sido encontrados en todos los casos en los cromosomas de las células normales. Puede que sea la superabundancia de estos genes celulares, su empleo incorrecto o su mutación lo que pervierte la pauta normal del crecimiento celular. Algunos de los oncogenes codifican proteínas ligadas a membrana y tienen la facultad de transferir fosfato del ATP al aminoácido tirosina de proteínas celulares específicas. Pese a los muchos ejemplos y estudios realizados de esta propiedad, su significación es un profundo misterio.
La enorme actividad de las investigaciones relacionadas con los oncogenes, con artículos escritos sobre ellos que se cuentan por millares, necesita ser complementada con los conocimientos de los mecanismos y controles de la replicación del DNA y la expresión de su información genética en las células animales. Cuando se estreche esta brecha de la bioquímica básica y se acoplen estos hechos con la enorme potencia de la genética e ingeniería genética se producirá un progreso significativo y gratificante en la comprensión de los procesos cancerosos y de envejecimiento.

Capítulo 9
Los cazadores de genes y la edad de oro

Contenido:
§ . La Bioquímica y los orígenes de la Biología molecular
§. Los orígenes del DNA recombinante
§. Ingeniería genética y fabricación de DNA
§. Comprender la vida desde el punto de vista químico
§. Biotecnología: Biología o Tecnología
Cabe hacerse muchas preguntas sobre el origen de la edad de oro de la Química genética y del DNA recombinante y sobre los científicos que la hicieron posible. Suponiendo que sean los biólogos moleculares los que predominen entre los cazadores de genes, ¿de dónde proceden? ¿De la Física, de la Química, de la Biología o de la Bioquímica?
Como bioquímico que soy (aunque frecuentemente se me haya identificado como biólogo molecular) me parece que los físicos y genetistas, y sus entusiastas que registraron los orígenes y hazañas de la Biología molecular, han ignorado las importantísimas contribuciones de los bioquímicos, que, colectivamente, han tenido implicaciones de amplio alcance. Las plantillas de investigadores y profesores de muchos departamentos, incluyendo los de Bioquímica, se han despoblado de bioquímicos y en la actualidad se carece de la perspectiva filosófica y tecnológica tan esencial para que se progrese hacia las metas de la Biología molecular.
La Bioquímica se enraíza en la Química orgánica, en la Medicina y en la Agricultura de hace más de un siglo y abarca los objetivos y las prácticas de la Biología molecular, una disciplina cuya edad es inferior a la mitad de ese valor. La mejor descripción de la Bioquímica la dio en 1931 F. G. Hopkins y yo la he recitado cada vez que empezaba el curso de introducción en Stanford:
La labor del bioquímico que desea penetrar en el corazón de su problema es excepcional dado que ha de estudiar sistemas cuya característica más importante es la organización de los procesos químicos, un asunto más espinoso que la simple coordinación de los sistemas no vivos. La filosofía en boga pone énfasis en el tópico de que las propiedades generales no son un mero resumen, sino que emergen de las propiedades de sus partes. Algunos de sus exponentes mantienen a priori que los datos bioquímicos no pueden iluminar en modo alguno la naturaleza de los organismos, que son esencialmente una unidad. El biólogo ha estudiado durante mucho tiempo los organismos vivos como un todo y así continuará haciéndolo con creciente interés. Sin embargo, tales estudios no podrán decirnos nada sobre la naturaleza de la «base física de la vida», que ninguna filosofía puede ignorar. Han sido la Química y la Física las que han reemplazado el vago concepto de «protoplasma» —una pura abstracción— por algo más real y descriptivo. No conozco ningún fenómeno que haya puesto de manifiesto que las investigaciones actuales para conseguir este fin no traten con realidades. Sólo es necesario que el bioquímico recuerde que sus datos cobran pleno significado únicamente cuando los puede relacionar con las actividades del organismo como un todo. Ha de ser atrevido en sus experimentos pero cautelosos en sus afirmaciones. Puede que su palabra no sea la última a la hora de describir la vida pero sin su ayuda no se dirá nunca la última palabra.
Mientras que la Biología molecular se ha explayado largamente en la tríada DNA-RNA-proteínas, así como en la transferencia de información entre estas sustancias, a la Bioquímica le interesan todas las moléculas de las células y los organismos. Se ha excluido de la competencia de la Biología molecular a la mayoría de las estructuras y funciones esenciales para el crecimiento y mantenimiento: carbohidratos, coenzimas, lípidos y membranas; procesos bioenergéticos y metabólicos; funciones motoras y sensoriales especializadas.
El bioquímico persigue tradicionalmente una función (como la fermentación del azúcar a alcohol, la fotosíntesis, la visión o la replicación del DNA) para descubrir la estructura responsable de ella. Se siente empujado a abrir la célula e idear ensayos con objeto de purificar las moléculas que reproducen la función celular. El bioquímico se centra en la Química para relacionar la Genética y la Fisiología con las propiedades físicas de un sistema. El biólogo molecular, por el contrario, comúnmente persigue una estructura (el DNA o cualquiera de las proteínas) para encontrar sus funciones. Modifica la estructura, la introduce en una célula intacta y según responda ésta intenta deducir las funciones de dicha estructura. Es frecuente que se haya formado en Física o en Genética. Es posible que no se encuentre a gusto con la Bioquímica y generalmente la evita.
A Francis Crick y James Watson les cayó el premio gordo de la Biología de este siglo con su descubrimiento en 1953 de la doble hélice del DNA. El deslumbrante éxito de la estructura duplohelicoidal no se debe tanto a que explica una multitud de propiedades físicas y químicas del DNA, sino porque proporciona mecanismos convincentes de su replicación, su mutabilidad y la expresión de su información genética. Este descubrimiento de la doble hélice, edificado sobre décadas de investigaciones bioquímicas, catapultó a la Biología molecular a un estatus que ha eclipsado las prácticas tradicionales de la Bioquímica.

§. La Bioquímica y los orígenes de la Biología molecular
En un intento de resarcir las olvidadas raíces bioquímicas de la Biología Molecular, Seymour S. Cohen, pionero en aplicar la Bioquímica al estudio de los virus, puso la mirada en el fisiólogo francés Claude Bernard. Fue él quien demostró que la digestión de las grasas era una típica hidrólisis química localizada en una región específica del intestino. Basándose en los análisis de diversos procesos digestivos y metabólicos llegó a establecer las relaciones causales entre las reacciones químicas y los procesos vitales. Con ello efectuó la transición de la Fisiología general, el estudio de los mecanismos de las funciones biológicas, al enfoque más afinado del aislamiento y caracterización de las sustancias y reacciones corporales, una disciplina que primero se llamaría Química fisiológica y posteriormente Bioquímica.
Uno de los primeros logros de esta Química fisiológica fue el descubrimiento de los ácidos nucleicos llevado a cabo en 1869 por Friedrich Miescher. Le había impresionado que su tío Wilhelm Hiss, el famoso anatomista, en lugar de estudiar la anatomía de los tejidos explorara la composición química de los mismos «porque en última instancia los problemas del desarrollo tisular se resolverán sobre una base química». Para examinar la composición del núcleo celular hizo extractos con el pus de los vendajes quirúrgicos ya que eran una fuente abundante de células nucleadas. De esas preparaciones obtuvo una sustancia rica en fósforo. Poco después aisló una sustancia parecida en el esperma de salmón y la llamó nucleína. Posteriormente se ha denominado ácido nucleico. Durante varias décadas se analizaron los ácidos nucleicos de plantas y animales y se identificaron los nucleótidos componentes del RNA y del DNA. (Cuando en 1938 empecé a estudiar Bioquímica, se creía que el RNA era el ácido nucleico de las plantas y el DNA el de los animales; además, ¡se pensaba que los ácidos nucleicos estaban formados por una cadena de tetranucleótidos!)
Dos décadas antes de que Watson y Crick desarrollaran su modelo del DNA, diversos descubrimientos bioquímicos aclararon las ideas: tanto el RNA como el DNA se encuentran en todas las células, tanto en las animales como en las vegetales y en las bacterias; los ácidos nucleicos son largas cadenas de nucleótidos; el organismo heredable que causa mosaicos en los vegetales —un virus— es simplemente una molécula de RNA envuelta en una vaina de proteína; el DNA es la sustancia genética de todas las criaturas, ya sean microbios, plantas o animales. La identificación de la molécula de DNA como la base química de los genes y de la herencia culminó en 1944 la obsesión de toda la vida de Ostwald Avery: pneumonía y el agente que la produce, esto es, el pneumococo. Al concentrar su atención en estas bacterias, luchó a brazo partido para desvelar el fenómeno de que unas estirpes posean la capacidad de «transformar» a otras. (Fred Griffith, 1877-1941), había descubierto en 1928 que al infectar un ratón con dos estirpes de pneumococos, una de ellas podía adquirir características hereditarias de la otra.) Avery rastreó en extractos bacterianos esta capacidad transformante y demostró finalmente que el DNA es la molécula que dota a cada una de las estirpes de características distintivas.
Erwin Chargaff analizó la composición en bases de DNA de diferentes especies y encontró que el porcentaje de A era igual al de T y que el de G igualaba al de C; no obstante, la razón de A más T entre G más C era muy variable y podía considerarse como una rúbrica de cada una de las especies. Cuando se sumó a todos estos hechos bioquímicos los indicios procedentes de los trabajos de Linus Pauling relacionados con la estructura helicoidal de las cadenas de proteína, ya se tenía prácticamente de todo lo necesario. Watson y Crick fueron los primeros en encajar, en reñida carrera, todos los análisis disponibles de difracción de rayos X del DNA con un modelo duplohelicoidal. Estos datos no permitían deducir la orientación antiparalela de las dos cadenas de la doble hélice, hecho que llegaron a establecer nuestros estudios enzimáticos de la síntesis de DNA realizados ocho años después.
Otra de las raíces importantes, pero más reciente, de la Biología molecular surge de los intensivos estudios biológicos y bioquímicos realizados con los fagos de E coli. El «grupo del fago» del laboratorio de Coid Spring Harbor, en Long Island, comenzó en tomo al año 1945 con un puñado de físicos expatriados liderados por Max Delbrück y se centró en estudiar cómo el virus T2 se las ingenia en veinte minutos para producir doscientas copias de sí mismo. Seguramente, pensaba Delbrück, «el esfuerzo concertado de un grupo de personas astutas podría aclarar en unos pocos años un proceso biológico que sólo tarda unos pocos minutos». Se esperaba que los resultados de las manipulaciones genéticas y fisiológicas sencillas realizadas con poblaciones de fagos y bacterias se pudieran observar en placas de Petri y proporcionaran respuestas decisivas. No habría que trabajar con sucios extractos celulares ni fetiches bioquímicos parecidos.
Al celebrarse en 1966 los éxitos de la Biología molecular en unaFestschrift[9] de Max Delbrück, todo el crédito del origen de esta nueva disciplina se concedía a los fagos. Bajo el título de El fago y los orígenes de la Biología molecular, los editores John Cairns, Gunther Stent y James Watson reunieron una serie de impresionantes artículos para ilustrar las principales contribuciones que habían aportado a la Biología molecular los estudios realizados con fagos. La omisión de las primeras y fundamentales investigaciones bioquímicas y físicas sobre el DNA y las proteínas condujo desafortunadamente a la idea distorsionada de que los fagos eran la única fuente de la Biología molecular. En ese volumen se incluía la clásica demostración bioquímica de Alfred Hershey (un cardenal disidente de la iglesia Delbrück) de que el DNA inyectado en una célula por un fago parecido a una jeringuilla, y no la proteína que queda en el exterior, es la responsable de la información hereditaria. Aun así se ignoraron los importantes estudios bioquímicos realizados con fagos que sentaron las bases del experimento de Hershey y de otros tan significativos que le siguieron.
El eminente historiador de la Biología Molecular Robert C. Olby cree que los bioquímicos y la Bioquímica han sido tratados injustamente por Stent y Watson en sus narraciones populares de la Biología molecular. Pero también indica que el pensamiento poco receptivo que los bioquímicos han mostrado en diversos momentos podría haber tenido parte de culpa. Aunque exhumar opiniones de aquí y allá puede ser un ejercicio estéril, recuerdo que durante mi estancia en St. Louis en 1947, Gerty Cori, la quintaesencia como bioquímica, me dio el artículo de Avery y dijo: «Tendrías que leer esto. Es muy importante.» Cinco años después, el celebrado grupo genetista del fago del Instituto Tecnológico de California, incluyendo a Delbrück, seguía ignorando el descubrimiento de Avery de que el DNA es la base química de la herencia.
Creo que la práctica común de la Biología molecular es esencialmente de naturaleza bioquímica y, no obstante, los biólogos moleculares que trabajan en esta forma especializada de Química no lo consideran así. Identifican y aíslan un pequeño gene de los relativamente enormes cromosomas, con frecuencia una parte de varios millones o miles de millones, y lo amplifican hasta alcanzar magnitudes mayores aún usando procedimientos bioquímicos y clonación microbiana. Dichas técnicas se denominan colectivamente ingeniería genética y hacen posible la cartografía de los cromosomas, el rediseño de su disposición genética, el análisis minucioso de su composición, el aislamiento de sus componentes y la producción de los mismos en factorías bacterianas a escala industrial. Ni el más osado de nosotros podría haber soñado hace diez años con este tipo de Química.
La Biología molecular con todos sus éxitos, sin embargo, no ha resuelto ninguna de las profundas cuestiones relacionadas con el funcionamiento y desarrollo celulares. ¿Qué gobierna la redistribución de genes durante la producción de anticuerpos? ¿Qué es lo que determina que una célula primordial se desarrolle en neurona o en osteocito? Los planteamientos actuales desfallecen cuando ignoran la química de los productos del plano del DNA que son las enzimas y proteínas que representan la maquinaria y andamiaje celulares.
Las mareas de las modas científicas erosionan unas playas y crean otras. En la prisa y emoción de los nuevos dominios del DNA se ha dejado a un lado la Enzimología. A la mayoría de los estudiantes se les enseñan las enzimas como reactivos comerciales, y las encuentran tan desprovistas de rostro como los tampones y las sales. Los bioquímicos merecen compartir la gloria de la edad de oro de los descubrimientos de la química genética y de la inmunología molecular que frecuentemente se han atribuido a otros desinteresados por la Bioquímica.
Los premios Nobel de Ciencias son una medida, aunque no muy precisa, de la novedad y trascendencia de los descubrimientos. Lars Ernster, que durante muchos años perteneció al comité seleccionador de Química, ha analizado las concesiones en Biología (Medicina o Fisiología) y Química desde su instauración a principios de siglo. El resultado es notable. El cuarenta por ciento de las concesiones relacionadas con ambas ciencias ha recaído en la disciplina híbrida de la Bioquímica.
La popularidad y poder de la ingeniería genética, bajo el dominio de la Biología molecular, ha erosionado en años recientes el importante papel y el puesto de la Bioquímica. Sin atender a ésta no se resolverán las cuestiones básicas del crecimiento y desarrollo celulares, las enfermedades degenerativas y el envejecimiento. La Biología molecular ha hecho saltar la banca de la Química celular pero para abrir la caja fuerte principal se requiere la formación y los utensilios de la Bioquímica.

§. Los orígenes del DNA recombinante
Aunque estuviera aclarada la genealogía de la Biología molecular sería imposible predecir de sus antecedentes el extraordinario poder que llegaría a alcanzar. El notable filósofo e historiador de la ciencia Gunther Stent anunció la muerte de la edad de oro de la caza de genes apenas acababa de nacer. Cascadas de avances tecnológicos produjeron el torrente que hizo de la ingeniería de genes, cromosomas y especies un ejercicio rutinario de laboratorio. Los orígenes de las técnicas del DNA recombinante están tan frescos y cercanos que se merecen una breve revisión antes de que se olviden los acontecimientos y las personas que los hicieron posibles. Nadie de los que hemos trabajado tantos años en la síntesis y degradación del DNA podía haber imaginado que se convertirían en los utensilios indispensables del avance técnico más trascendental de toda la historia de la Biología. Ninguno de nosotros tampoco podía anticipar que subiera tan pronto la marea de la ingeniería genética y nos arrastrara con ella.
El poder de la ingeniería genética yace en su tremenda sencillez y su amplia aplicabilidad. Los técnicos comerciales la percibieron como una bomba financiera e indispensable para el progreso médico, agrícola y químico industrial y con el mismo furor que sucedió en las décadas pasadas con los plásticos y los ordenadores, cientos de empresas compiten actualmente para perfilar los utensilios y diseñar nuevas formas de emplearlos. Ha surgido una industria publicitaria de gran tamaño simplemente para comunicar estos avances y aconsejar sobre ellos.
Algunas de las raíces significativas de la ingeniería genética crecieron en el Departamento de Bioquímica de Stanford, dado que habíamos descubierto o nos encontrábamos aplicando los reactivos básicos para manipular el DNA: la polimerasa para sintetizar sus largas cadenas o para rellenar sus brechas, la ligasa para unir los extremos contiguos de las cadenas, la exonucleasa III para eliminar los grupos fosfato que obstruyen los extremos de las hebras, la exonucleasa del fago λ para «pelar» uno de los extremos de una de las hebras de la cadena de DNA y la transferasa terminal, una enzima del timo que añade nucleótidos a la fuerza al otro extremo de la cadena. Estas cinco enzimas se encontraban entre los reactivos que estimularon y sustentaron los dos experimentos de Stanford que dieron a conocer la tecnología del DNA recombinante y condujeron a la ingeniería de genes y cromosomas.
Uno de éstos fue la tesis de Peter Lobban, dirigida por Dale Kaiser. Lobban había trabajado antes en el MIT con el fago λ y había asistido a un cierto número de cursos de ingeniería. Su proyecto con el fago k no había cuajado después de llevar tres años en Stanford y pasó el verano de 1969 escribiendo un informe sobre investigación en un área ajena a sus intereses inmediatos, en cumplimiento de uno de los mínimos requisitos del departamento.
A Lobban le había impresionado la capacidad del DNA del fago infectivo para recombinarse con el cromosoma del hospedador y llevarse genes específicos del mismo al abandonarlo. Con su gran pasión por la ingeniería se preguntó si podría manipularse fuera de la célula este tipo de recombinación. Diseñó un plan detallado para conseguir que dos moléculas de DNA diferentes (tales como el gene de la insulina humana y el DNA del fago λ) tuvieran los extremos de tal forma que le permitieran soldarse. Usando la técnica Kaiser-Hogness para ayudar a la entrada por medio de un fago residente se introdujo de contrabando en E. coli el DNA recombinante.
La propuesta fue la siguiente (Figura 9.1):

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Figura 9.1. Primera técnica para fabricar DNA recombinante. A los dos extremos 3 de cada una de las hebras de un fragmento de DNA bicatenario de una de las procedencias se añaden cabos de nucleótidos T. Con el fragmento de la otra procedencia se hace otro tanto, pero cambiando a cabos de poli A. (En la ilustración se ha exagerado el tamaño relativo de los cabos.) Al mezclarse las moléculas de las dos poblaciones se unen por emparejamiento de los cabos poli T con los poli A. Las brechas que queden se rellenan por síntesis con la DNA polimerasa y los extremos de las cadenas contiguas se pegan con ligasa.

  1. Se añade un cabo de nucleótidos A (por medio de la tranferesa terminal) a los dos extremos 3 de las hebras de un fragmento de DNA bicatenario y se repite la operación con el otro lote de DNA, cambiando los cabos T por A. (Al sospechar que esta enzima muestra una fuerte preferencia por el DNA monocatenario, se pelaron los extremos 5 de las hebras con un poco de exonucleasa del fago λ.)
  2. Se mezclan las dos poblaciones de moléculas alargadas de esta manera y se forman moléculas anulares híbridas al emparejarse las Ts con las As. (Lobban recordó más tarde que la idea de usar moléculas alargadas con la transferasa terminal para generar DNA recombinante se la dio un seminario impartido por el estudiante graduado Tom Broker. En ese momento Broker estaba trabajando bajo la dirección de Bob Lehman con células infectadas por el fago T4.)
  3. Aprovechando que su sedimentación en la centrífuga es más rápida y característica, los fragmentos lineales alargados y otras formas de DNA se separan del híbrido circular (con el doble de longitud que el DNA inicial).
  4. Se rellenan las brechas y los extremos deshilachados con polimerasa y para formar un dúplex circular completo se sellan con ligasa los extremos contiguos de las cadenas.
  5. Se emplean los métodos de microscopía electrónica y químicos disponibles para verificar las distintas fases de la técnica.
A Bob Lehman, Buzz Baldwin y Dale Kaiser, los miembros del profesorado que se hicieron eco de la propuesta de Lobban, les gustó la idea y pensaron que el plan experimental era tan factible que lo animaron a intentarlo. Kaiser tenía noticia de que el grupo de Paul Berg de la planta de abajo había pensado algo parecido e instó a Peter a que consultara con él antes de empezar.
Paul Berg había quedado fascinado un año antes con el virus de los simios (SV40) que infecta y produce tumores en los monos. Creía que, lo mismo que los pequeños fagos de E. coli, sería muy sencillo y que el estudio de su ciclo biológico ayudaría a comprender los mecanismos usados por la célula animal para expresar su propio DNA y expresar la información genética. Además, la susceptibilidad de las células para infectarse con el DNA libre del SV40 permite observar las consecuencias de las disecciones experimentales y reordenaciones del DNA realizadas fuera de la célula.
Habiendo asistido a un seminario de James C. Wang sobre los anillos de DNA encadenados (catenanos, Figura 9.2), Paul se preguntó si podría usarse de esta manera el anillo del DNA del SV40 para transportar genes foráneos a una célula animal.

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Figura 9.2. Catenanos o anillos de DNA encadenados.

Por carecer de los métodos para encadenar las moléculas de DNA, David Jackson y Bob Symons, dos becados posdoctorales que trabajaban con Paul, consideraron otras formas de enlazar DNA extraño al SV40, entre ellos el método de los cabos A-T. Ellos tenían un problema adicional. Puesto que el DNA del SV40 era circular, primero tenían que abrirlo para engancharle el DNA foráneo y volverlo a circularizar.
La finalidad de Lobban y Kaiser de convertir a E. coli en una factoría que amplificara y expresara genes de mamífero empleando un fago como vector parecía distinta de la del grupo de Berg, que consistía en introducir genes foráneos en células de mamífero empleando de vector al virus SV40. Los dos grupos se reunieron para acordar perseguir sus caminos separadamente y mantener relaciones. Los estudios metódicos de Lobban sobre la transferasa y la nucleasa y el meticuloso empleo que hizo de ellas fue decisivo para el éxito de la técnica del DNA recombinante de ambos grupos.
La escisión del anillo del SV40 por un lugar concreto se llevó a cabo con una nucleasa denominada EcoRl que entró en escena justo en el momento preciso. Se trata de uno de los miembros de una clase de enzimas llamadas nucleasas de restricción, de las que actualmente se conocen cientos, que reconocen secuencias específicas de cuatro o más nucleótidos y cortan por ellas el DNA con una precisión de cirugía molecular (Figura 9.3).
El descubrimiento a finales de los años sesenta de la impresionante capacidad de dichas enzimas para trinchar los enormes cromosomas en fragmentos manipulables las han convertido en los instrumentos insustituibles de la ingeniería genética. Por tal motivo les concedieron el premio Nobel de 1978 a Werner Arber, Hamilton Smith y Daniel Nathans.

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Figura 9.3. Una nucleasa de restricción particular corta las moléculas de DNA específicamente por una secuencia concreta de nucleótidos y crea extremos salientes. «Reconociendo» estos extremos «pegajosos» se forman juntas que pueden soldarse con ligasa.

El estudiante graduado de Berg llamado John Morrow descubrió el hecho afortunado de que la secuencia que corta EcoRl sólo se da una vez entre los 5.224 pares de bases de SV40 y pronto figuraría de nuevo en otro acontecimiento importante de la historia del DNA recombinante.
Lobban presentó en 1972 su tesis de 137 páginas en la que se describía el empalme de dos moléculas lineales de DNA para formar el anillo esencialmente idéntico al que habían diseñado en su propuesta de 1969. Empleó el fago P22, parecido al λ, a causa de que los extremos de su DNA podían analizarse más rigurosamente a la hora de unirlos con otras moléculas diferentes. Jackson, Symons y Berg prepararon un manuscrito para enviarlo a publicar en el que describían su método para insertar genes del fago λ y E. coli en el anillo del SV40. Después de romper éste con EcoRl, unieron cabos de poli A a los extremos resultantes y cabos de poli T al DNA de los genes víricos y bacterianos. Mezclaron las moléculas alargadas con estos polinucleóticos para que se empalmaran y obtuvieron un anillo de doble longitud al que habían conseguido Lobban y Kaiser circularizando el DNA lineal del fago P22 (Figura 9.1).
Era razonable que aparecieran juntos en el mismo número de las Proceedings of the National Academy of Sciences sendos resúmenes de ambos trabajos. Kaiser prefirió, sin embargo, que se ataran algunos cabos sueltos que quedaban para completar la tesis de Lobban. Por tanto, el extenso informe sobre el trabajo realizado con el P22 enviado en 1973 al Journal of Molecular Biology no apareció hasta casi un año después del histórico artículo del grupo de Berg. Vista retrospectivamente, esta decisión de esperar pudo haber conducido a los acontecimientos que impidieron que Lobban hiciera una carrera científica.
Peter Lobban no sólo no suena entre los pioneros del DNA recombinante sino que no estuvo por más tiempo en el coro de la ciencia básica. En 1972 fue becado posdoctoral en la Universidad de Toronto para estudiar genética de células animales con Lou Siminovitch con la idea de introducir genes animales en células bacterianas. Cuando dos años después pudo acceder a un nombramiento académico, rechazó las ofertas de las quince universidades que le habían pedido una entrevista. ¿Por qué? Eligió como tema de un seminario su trabajo posdoctoral incompleto en lugar de los primeros hallazgos realizados en Stanford sobre DNA recombinante. Pero aunque hubiera elegido este tema, la comunidad científica podría no haber apreciado el significado de esta nueva tecnología. Además, abundaban los rumores sobre una moratoria de la investigación en ingeniería genética en un momento en que había un exceso de especialistas cualificados. Peter era también tímido y reservado y siempre se había sentido atraído por hacer una carrera de ingeniero. Regresó a Stanford para licenciarse en Ingeniería eléctrica y en la actualidad dirige el negociado de programas de ordenador de una compañía de instrumentos médicos de tamaño medio de Silicon Valley.

§. Ingeniería genética y fabricación de DNA
La nucleasa de restricción EcoRl es una de las primeras artistas del drama de la ingeniería genética. Herbert Boyer reconoció que la enzima era el producto de un gene del plásmido R1 de E. coli y de ahí el nombre. John Morrow encontró posteriormente que EcoRl partía por un único sitio el DNA de SV40. Janet Mertz, otra estudiante graduada de Berg, se asoció con Ron Davis, un nuevo profesor, y demostraron en 1972 que las roturas se llevan a cabo cuando las dos hebras del DNA están escalonadas, esto es, tienen salientes en los extremos (Figura 9.3). Como consecuencia del escalón que forma este tipo de rotura, los dos productos resultantes tienen extremos encajantes. Estos extremos complementarios o cohesivos («pegajosos») facilitan el empalme de las juntas y posteriormente se pueden soldar con ligasa. Más tarde se demostró que todos los DNA escindidos con EcoRl tienen el mismo tipo de extremos y que usando secuencialmente EcoRl y ligasa se puede formar el DNA recombinante que se desee.
Stanley N. Cohen, físico del Departamento de Medicina de Stanford, había estudiado la resistencia de las bacterias a los tratamientos con antibióticos y realizado investigaciones con plásmidos, que son la causa principal del problema de dicha resistencia. Tenía formación bioquímica y estrechas relaciones de trabajo con miembros del Departamento de Bioquímica. Estaba atento a los avances que se hacían con el DNA recombinante y sobre todo con los recientes progresos en el empleo de la nucleasa EcoRl para fabricar extremos pegajosos y sellar con ligasa las brechas. Boyer también sabía mucho sobre las enzimas de restricción codificadas por plásmidos y EcoRl era su favorita. Cohen y Boyer intuyeron y explotaron la gran oportunidad de emplear EcoRl y ligasa para producir un plásmido quimérico, es decir, un híbrido dotado con el gene de un plásmido parental para la resistencia a un antibiótico (como la penicilina) y con el de otro plásmido que confería resistencia a otro antibiótico (como la tetraciclina).
También sabían que acababa de abrirse una brecha en uno de los mayores obstáculos para introducir DNA desnudo en células de E. coli. Muchos cientos de investigadores que trabajaban en genética bacteriana se habían frustrado durante veinte años por la mala gana con la que E. coli absorbe el DNA. Otras bacterias como Pneumococcus, Hemophilus y Bacillus lo hacían tan fácilmente que se convertían por defecto en los organismos ideales para estudiar la transformación, es decir, la transferencia de DNA de una estirpe abacteriana a otra. No deja de ser irónico que Joshua Lederberg hubiera descubierto por primera vez en E. coli el proceso de la conjugación bacteriana y que el 99 por 100 de los esfuerzos genéticos y bioquímicos que se habían invertido en intentar la entrada del DNA desnudo resultaran infructuosos. Así ocurrió hasta que en 1971 Mort Mandel descubrió el uso del calcio, una contribución que ha recibido poco aprecio pero que resultó crucial para la historia y desarrollo de la ingeniería genética.
Siendo Mandel profesor de Física de Stanford se había intrigado por el DNA en uno de los seminarios que di en su departamento y decidió pasarse a la Biología. A instancias de Lederberg estaba realizando investigaciones espectroscópicas en su Departamento de Genética. Trabajaba en el laboratorio de al lado y conocía el método de Kaiser-Hogness para introducir en E. coli DNA de fagos. Había aprendido la manipulación con fagos durante un año de estancia en Estocolmo y posteriormente se había incorporado como profesor en la Universidad de Hawaii. Sabía que el calcio mejoraba la infectividad de algunos fagos y enseguida descubrió que dicho ion afecta a las barreras de E. coli y promueve la entrada de moléculas de DNA aunque sea de forma limitada. Esta estrategia es actualmente una maniobra indispensable en la práctica totalidad de las operaciones de la ingeniería genética.
Cohen, Boyer y sus colaboradores emplearon inmediatamente con éxito EcoRl para escindir y ligasa para sellar y generaron una molécula de DNA recombinante a partir de dos plásmidos, uno de E. coli, que porta el gene de la resistencia a la tetraciclina, y otro de Staphylococcus, que lleva el gene para la resistencia a la penicilina. Con la estrategia del calcio de Mandel para abrir portillas introdujeron el nuevo plásmido en un cultivo de E. coli y confirieron a las células permanente resistencia frente a ambos antibióticos. Morrow formó poco después equipo con el grupo de Cohen y Boyer e insertaron un gene del sapo Xenopus laevis en un plásmido. Al introducirlo en E. coli se perpetuó en ella como si le perteneciera. Estaba completamente despejado el camino para introducir en E. coli y propagar cualquier otro gene, ya fuera bacteriano, vírico, vegetal o de mamífero. Cohen y Boyer entrevieron las aplicaciones de esta tecnología en relación a objetivos industriales.
Pese a la desgana de Cohen, las universidades de Stanford y California (San Francisco) patentaron el invento y el empleo del DNA recombinante desarrollado por él y Boyer. Cerca de cien compañías desembolsan actualmente 10.000 dólares al año en concepto de licencia para usar la técnica. Estas compañías deben abonar cantidades adicionales por derechos de autor dependiendo de la facturación de los productos resultantes. De los ingresos que le corresponden a Stanford, una parte es administrada por Cohen, otra por el Departamento de Medicina y el de Genética (del cual ha sido hasta hace poco el director) y con el otro tercio se queda la universidad. Al Departamento de Bioquímica y a los muchos investigadores que tanto tuvieron que ver con la puesta a punto del DNA recombinante se les reconocen sus contribuciones, pero, a causa de los remilgos relacionados con la patente y comercialización, no obtienen ningún tipo de ingresos.
Como uno de los fundadores de Genetech, la primera y más afortunada de las compañías que explotan la ingeniería genética, la habilidad financiera y visión de Herb Boyer es completa y contrasta con la mía. Mi íntimo amigo Alex Zaffaroni, presidente y fundador de ALZA Corporation, estuvo preguntándome durante años por la posibilidad de aplicar a la industria farmacéutica los conocimientos que se iban produciendo en Química genética. Siempre le dije que era prematuro, pero el éxito de Genetech en Wall Street demostraría pronto que estaba equivocado. No podía anticipar que las células de E. coli fueran tan permisivas y se convirtieran en factorías productoras de enormes cantidades de hormonas, vacunas e interferones. Nunca dudé de que pudieran explotarse la universalidad de la replicación del DNA y su expresión, pero perdí la oportunidad.

§. Comprender la vida desde el punto de vista químico
La manida palabra «revolucionario» no exagera el extraordinario impacto científico, médico e industrial que han tenido la Química e Ingeniería genéticas. Igualmente revolucionaria, aunque menos advertida, es la coalescencia fundamental de las ciencias básicas con la Medicina. Esta confluencia carece de nombre y no tiene bandera ni aplicaciones comerciales obvias. Sus consecuencias, no obstante, demostrarán ser tan profundas como las de la Ingeniería genética y las de los primeros safaris relativos a la búsqueda de microbios, vitaminas y enzimas.
Para una conferencia que di en Convention Center el año 1981, en Pittsburgh, elegí el título «Confluencia de las ciencias médicas». En ese lugar, en el que se encuentran los ríos Allegheny y Monongahela para formar el Ohio, pensé que los acontecimientos humanos recuerdan el curso de los ríos. «Un río serpentea, recoge pequeños cauces, se ensancha, ahonda e incluso se puede escindir en otros dos que siguen caminos separados. En ocasiones confluyen dos ríos y forman uno más caudaloso.» Me parecía que la Ingeniería genética, creada al interactuar Bioquímica, Genética y Microbiología, era ese cauce vigoroso que alteraría profundamente el curso de la Ciencia y la Medicina.
Cuando estudiaba Medicina a finales de los años treinta no se conocía la base química de la herencia. La Genética se expresaba en términos abstractos y creía imposible que durante mi generación pudiera explicarse en un lenguaje químico simple. La relatividad y la mecánica cuántica revolucionaron la Física y la Química a principios de siglo y no imaginaba que durante mi vida fuera a producirse otra revolución y mucho menos en Biología. Hoy se sabe la fórmula precisa y la organización del DNA, esto es, de los genes y cromosomas y comprendemos por qué esta sustancia dirige las funciones y encarna la información genética de todos los seres vivos.
Otra confluencia importante ha sido la fusión de la Inmunología con la Genética y la Bioquímica. Ello ha conducido a uno de los avances técnicos más notables cual es el de los anticuerpos monoclonales, esto es, globulinas de composición uniforme y en grandes cantidades creadas por factorías biológicas. Los anticuerpos tienen un inmenso valor práctico dada su especificidad. Confieren inmunidad contra virus, microbios y células cancerosas. Su exquisita sensibilidad para ser detectados los hace indispensables en el diagnóstico y tipificación de los tejidos a trasplantar. Son poderosas herramientas para aislar enzimas, hormonas y otras moléculas de gran importancia médica e industrial.
Después de la Segunda Guerra Mundial se desarrollaron con un fundamento físico, químico y biológico diversas disciplinas básicas para la Medicina. El plan de estudios preclínicos que cursé inmediatamente antes de la guerra constaba de siete asignaturas: Anatomía general, Anatomía microscópica, Bioquímica, Fisiología, Farmacología, Bacteriología y Patología. Cada uno de estos temas era impartido por un departamento separado, tan estancos entre sí como puedan estar los de Matemáticas, Clásicas, Historia o Geología.
Actualmente se han desvanecido las fronteras entre las disciplinas médicas y biológicas. Las ciencias médicas básicas han convergido en una disciplina única que investiga y enseña de manera interdependiente y sin que prácticamente se puedan distinguir unos departamentos de otros. En Anatomía y Embriología se considera el ensamblaje de moléculas en entidades cada vez más grandes hasta que finalmente se originan células, tejidos y organismos. Las propiedades físicas y químicas de las moléculas y células se interdigitan para construir un cuadro dinámico de la estructura y función de un animal desde el cerebro al pie. Los biólogos, químicos y físicos de un departamento de Anatomía presentan el cuerpo humano a los estudiantes de Medicina como una ascensión ininterrumpida desde los átomos al hombre: desde la decena de átomos que forman una molécula pequeña hasta los
miles de monómeros que constituyen un polímero (como una proteína o un ácido nucleico), hasta los millones de polímeros que originan una célula y hasta los billones de células especializadas que edifican un cuerpo. En esta amplia vista panorámica, el cuerpo humano y su manera de comportarse no es más que un minúsculo decorado del tapiz de la vida entretejido con una increíble variedad de plásmidos, virus, bacterias, plantas y animales durante cuatro mil millones de años de desarrollo evolutivo.
La coalescencia de las ciencias biológicas y médicas, como lo ponen de manifiesto todos estos ejemplos, se basa en gran medida en poder ser expresadas por un lenguaje común cual es la Química. Para comprender la vida, comportamiento humano incluido, la Química tiene que ligar las ciencias biológicas con las físicas. El rico y fascinante lenguaje químico pinta imágenes de gran belleza estética de los misterios más profundos.
Pero la importancia del fundamento químico de toda la ciencia médica se sumerge y oscurece con frecuencia al atender a problemas específicos y urgentes. Esta simple verdad puede escapar tanto a los médicos como a los científicos.
Los médicos se sienten inclinados a la acción. Según una historia muchas veces repetida había un cirujano que estaba haciendo jogging alrededor de un lago y vio ahogándose a un hombre. Se desnudó, entró en el lago, rescató a la víctima y la resucitó. No hizo más que reemprender su carrera cuando vio ahogándose a otro hombre. Lo rescató también y le devolvió la respiración. Aburrido, volvió a su deporte y enseguida vio que había más gente ahogándose. También divisó a un profesor de Bioquímica absorto en sus pensamientos y le pidió que fuera a por una de las personas mientras él iba a por otra. Cuando después de un rato reaccionó el bioquímico, le preguntó por qué no estaba haciendo nada. El profesor le respondió: Ya lo creo que hago algo. Intento desesperadamente saber quién es el que tira a toda esa gente al lago.
Esta parábola no pretende decir que a los médicos no les interesan los temas fundamentales y que los científicos son insensibles. Más bien subraya el hecho de que unos deben aportar sus habilidades particulares a la lucha contra la enfermedad y otros han de conseguir los conocimientos básicos necesarios para burlar a los enemigos presentes y futuros.
Tanto los físicos como los biólogos han tenido en baja estima a la Química y poca paciencia con ella. Los físicos que durante el período de posguerra centraron su atención en los aspectos genéticos de la Biología creyeron que podrían evitar la Bioquímica. Los biólogos saben que las enzimas determinan la estructura, la función y el destino de las células pero se estremecen por la multiplicidad y complejidad de las mismas y tratan de ignorar a la Bioquímica. (De hecho, la disciplina denominada «Biofísica» ha sido algunas veces refugio de los biólogos y físicos que no se sienten a gusto con la Bioquímica.)
Como sucede con el público en general, las distinciones entre las ciencias naturales son poco significativas. Muchas personas son incapaces de distinguir un átomo de una molécula, un virus de una bacteria o un gene de un cromosoma. Por ello no hay que sorprenderse de que los periodistas y abogados pregunten si una molécula, un virus o una célula están vivos. Les impacienta que no se les den respuestas directas y simples relacionadas con el dónde y el cuándo empieza y acaba lo vivo.
«Mejores productos para una vida mejor a través de la Química» fue durante muchos años el eslogan de una campaña publicitaria de DuPont. El propósito del mensaje consistía en informar al público del valor de los plásticos, los herbicidas y demás productos químicos industriales para nuestra calidad de vida individual y colectiva. La campaña tuvo éxito durante un tiempo en promover el buen nombre de la Química y de la compañía DuPont. Más tarde se eliminó el «a través de la Química» cuando fue de dominio público que los productos químicos, como cualquier otra cosa natural o artificial, también podían ser tóxicos. No hace mucho divisé en un mercado de abastos a una niña que decía: «Mamá no compres eso, que tiene química». Ni su madre ni el dependiente encontraron extraño o preocupante el comentario. Ni las campañas publicitarias, ni el sistema educativo, ni los medios de comunicación, incluyendo los excelentes programas de televisión Nova, han enseñado al público que la vida es un proceso químico. Todos ellos no han aclarado que la forma y comportamiento del cuerpo humano están determinados por reacciones químicas discretas, como también lo están su origen, sus interacciones con el ambiente y su destino.
¿Tomarán conciencia los médicos de que los impresionantes avances realizados en la comprensión de los procesos químicos metabólicos subyacentes a enfermedades como la diabetes, la úlcera y las cardiopatías también nos acercarán a conocer el comportamiento y la mente humanos? El primer y más formidable obstáculo es aceptar sin reservas la naturaleza química de la estructura y función del cerebro y del sistema nervioso. Me siento perplejo ante las personas inteligentes y bien informadas que se muestran reacias a considerar la mente como materia y simplemente materia. Tal vez sean los reiterados fracasos de la Ciencia para analizar los sistemas sociales, económicos y políticos los que hayan perpetuado la idea de que el comportamiento humano individual no pueda explicarse por leyes físicas.
Puede que la Neuroquímica sea novedosa y muy compleja, pero se puede expresar con los familiares elementos carbono, nitrógeno, oxígeno, hidrógeno, fósforo y azufre que constituyen el resto del cuerpo. Las neuronas tienen el mismo DNA que las demás células. Los sistemas enzimáticos básicos se encuentran en todas las partes del cuerpo. Las hormonas que se creía en un tiempo que sólo estaban en el cerebro, se sabe en la actualidad que se producen en el intestino, ovarios y demás tejidos e incluso en las plantas y en los protozoos.
Rompo una lanza por la investigación de la química cerebral, animal y humana, en organismos sanos y enfermos. La aplicación de las bien conocidas y simples técnicas bioquímicas permitirán cartografiar y analizar las funciones cerebrales específicas. Al desarrollarse técnicas químicas expresamente diseñadas para explorar el sistema nervioso se producirán rápidamente futuros avances. Cuando los neurobiólogos (los «cazadores de cabezas») de las próximas décadas exploren las regiones sensitivas especiales, las áreas motoras, los centros emotivos y los vastos tractos sin cartografiar todavía, contemplaremos impresionantes revelaciones sobre la memoria, el aprendizaje, la personalidad, el sueño y el control de las enfermedades mentales.
Resumiendo, mucho de la vida puede comprenderse en términos racionales si se expresa en lenguaje químico. Se trata de un idioma internacional, intemporal, un lenguaje que explica nuestra procedencia, lo que somos y hacia dónde nos permitirá ir el mundo físico. Resulta desafortunado que el uso pleno de este lenguaje para comprender los procesos vitales se vea dificultado por el golfo que separa la Química de la Biología. Me referí a este tema en una charla que di en 1987 en la Asociación Americana para el Progreso de la Ciencia. Su título fue «Química y Biología: las dos culturas». El golfo entre estas dos culturas no es tan amplio como el que separa a las humanidades de las ciencias, al que C. P. Snow ha prestado una atención particular. Con todo, las áreas correspondientes a la Química y a la Biología siguen dos culturas distintas y la fractura que las separa es seria, generalmente inapreciada y contraproducente. Se da la paradoja de que se distancian cada vez más a medida que se va descubriendo más terreno común, como la Química genética y el DNA recombinante.
Los químicos han de saber que tres mil millones de años de evolución celular han perfeccionado las moléculas y las sociedades moleculares hasta alcanzar una sofisticación química tremenda. El químico interesado en catálisis, en especificidad esteroquímica, estructura de polímeros, reacciones organometálicas y cien facetas más de la Química se sorprenderá y le resultarán instructivas las miríadas de formas biológicas. A nivel social es urgente la necesidad de informar a la ciudadanía sobre la importancia de la Química. La comprensión de los procesos químicos de la herencia y la nutrición, de la salud y la enfermedad, es un medio eficaz de conseguir una vida sana.
Los biólogos tienen que saber que los procesos vitales, su evolución y variedad se pueden y deben describirse últimamente en términos moleculares. Han de recurrir a las técnicas químicas para refinar y ampliar el ámbito de sus exploraciones relacionadas con la competencia y cooperación de los vegetales, animales y microorganismos. El nexo entre los acontecimientos cosmológicos, los orígenes de la vida terrestre y los posibles destinos que le aguardan sólo se encuentra en la Química.
Las diferencias culturales entre la Química y la Biología quedan empequeñecidas desde la perspectiva más amplia que abarca la Ciencia en general. Es esta disciplina la que posibilita que químicos o biólogos corrientes hagan las cosas corrientes que una vez urdidas revelan la extraordinaria complejidad y la impresionante belleza de la naturaleza. La Ciencia les permite que no sólo contribuyan a grandes empresas sino que también les ofrece una frontera cambiante e ilimitada que explorar. Me gusta la cita de Einstein, que ha demostrado ser punto de referencia tanto en Filosofía como en Física: «Lo misterioso es la experiencia más hermosa que podemos tener. Es la emoción fundamental que yace en la cuna del verdadero Arte y la verdadera Ciencia. Quien no lo conozca y no se admire, no se maraville, es como si estuviera muerto.»

§. Biotecnología: Biología o Tecnología
La Ingeniería genética es un bebé recién nacido que fascina a Wall Street y preocupa a los académicos. ¿Quién engendró a este niño? ¿Quién le puso el nombre? ¿Qué puede hacerse para asegurar su desarrollo normal y la fertilidad de su linaje? Son las cuestiones que planteé en los laboratorios farmacéuticos de la Compañía Bristol-Meyers de Siracusa, Nueva York, y en un artículo de Syracuse Scholar (otoño de 1984). Su título era «Replicación enzimática e industrial del DNA».
Creo que han sido las ciencias biológicas básicas amalgamadas con la Química las que han dado a luz a la Ingeniería genética. El origen del término es oscuro para mí y recuerdo haberlo usado por primera vez en 1968 en una charla de la Universidad de Washington, St. Louis. En la recepción que hubo después de la conferencia un amigo me indicó que la expresión «ingeniería genética» sonaba mal y me instó a encontrar otra. Persiste parte de ese sentimiento, de manera que el eufemismo «biotecnología» se ha convertido en un término más usado para referirse a los trabajos que incluyen operaciones con el DNA recombinante.
La semántica puede tener importancia. El término «biotecnología» puede desdibujar las diferencias significativas que hay entre tecnología y Biología. Lo mismo sucede con Ingeniería genética. La Biología y la Genética, como ciencias que son, permiten la adquisición de conocimientos básicos. La tecnología y la ingeniería, por otra parte, son las responsables de aplicar estos conocimientos a problemas prácticos.
Reconocemos que la ciencia y la tecnología son interdependientes y con frecuencia están inextricablemente unidas. Sabemos que los avances científicos dependen de las técnicas; la disponibilidad de éstas, a su vez, de los progresos comerciales innovadores. La investigación se multiplica por mil al disponerse de instrumentación sofisticada y reactivos bioquímicos de calidad. Los explosivos avances realizados en clonación y secuenciación de DNA hace unos pocos años hubieran sido imposibles sin contadores de centelleo, centrífugas, enzimas comerciales, nucleótidos radiactivos, plásticos, etc.
Mientras que la Ciencia es generalmente el piloto de la tecnología y la investigación aplicada, su rol se puede invertir: la búsqueda de una solución práctica puede dar un nuevo giro científico. Ya se ha dicho antes que Oswald Avery estaba interesado en mejorar el tratamiento de la pneumonía lobar y eso le impulsó a explorar la naturaleza del pneumococo hasta el punto de descubrir que el DNA es el material genético de la vida. Otros descubrimientos fundamentales se han producido gracias a los esfuerzos realizados para prevenir y tratar la anemia, el cáncer y las cardiopatías.
Por todo ello resulta evidente que la tecnología puede inspirar o facilitar ocasionalmente el camino hacia un descubrimiento científico básico, pero nunca ha de olvidarse que no podría existir sin apoyarse en la Ciencia. Los refinamientos tecnológicos oscurecen y hacen olvidar con frecuencia esta base científica y son los responsables de que el producto comercial parezca más importante que el conocimiento básico que lo ha creado.
Puesto que la Biología y la tecnología han llegado a hacerse interdependientes, incluso se han interdigitado, hay que intentar no solamente integrarlas sino también impulsar su amalgama cuando aparezcan como discretas. Se fomenta tan frecuentemente esta unión que parece algo deseable e inevitable. Existe el riesgo, no obstante, de que si no se gestiona con cuidado esta fusión, bien en el laboratorio bien en la financiación de las investigaciones, ambas puedan resultar debilitadas.
Un peligro, consecuencia de la creciente popularidad de la investigación biológica aplicada, estriba en las fantásticas historias sobre la posible mala utilización de los nuevos conocimientos de la Química genética. Hemos escapado por los pelos de la legislación federal que habría confundido y estrangulado tanto la investigación genética básica como su aplicación industrial, aquí y en el resto del mundo.
En la cumbre de ámbito nacional de 1977 sobre DNA recombinante el senador Edward Kennedy apoyó una norma para regular la investigación genética. Cuando declaré que cualquier ley de ese tipo era posiblemente un error, replicó: «Es esencial para los que estén despegando y aterrizando.» Con ello quería decir que el público ha de conocer las consecuencias de la investigación antes de permitirla y sufragarla.
Traté de explicar al senador la imposibilidad de anticipar las consecuencias de la investigación básica. Es frecuente que el público, políticos incluidos, cite como ejemplo de locura científica la bomba atómica. Ignoremos de momento la confusión entre Ciencia, tecnología y política y preguntemos: ¿Podría haberse adelantado o regulado la cadena de investigaciones físicas y matemáticas que van de Newton a Einstein y Bohr, de Heisenberg, Meitner y Hahn a Fermi y Oppenheimer? ¿En qué eslabón de esta serie de descubrimientos básicos se debería haber intervenido?
Con respecto al DNA recombinante, ¿debiera haber prohibido algún aprensivo de hace un siglo los estudios químicos del núcleo de Friedrich Miescher? ¿Podría alguien haber imaginado que los trabajos de Avery sobre pneumonía le llevarían a descubrir que el DNA es la sustancia de los genes? Descubrimientos como éstos han proporcionado las bases para que actualmente sea posible redistribuir el DNA, crear genes y manipular rápidamente la herencia. Si en algún momento se creyera que las investigaciones con DNA recombinante se están usando indebidamente, ¿se podrían suprimir las sencillas y fundamentales técnicas bioquímicas y genéticas que se han convertido en práctica común en miles de laboratorios científicos y médicos de todo el mundo?
Los análisis y reagrupamientos del DNA que constituyen el teatro de operaciones de la Ingeniería genética dependen fundamentalmente de un elenco selecto de enzimas. Estos personajes ni se descubrieron ni se eligieron para que desempeñaran tales papeles. Algunas de las enzimas se descubrieron en mi laboratorio por simple curiosidad de conocer los mecanismos de la replicación del DNA. Estas exploraciones fueron sufragadas durante veinticinco años con un coste total de varios millones de dólares por los Institutos Nacionales de Sanidad y la Fundación para la Ciencia Nacional y no se anticipó ni prometió ningún tipo de aplicación industrial. Ni tampoco hicieron algo parecido con fondos federales ninguno de mis colegas. Dicho en pocas palabras, la industria de la Ingeniería genética actualmente en expansión surgió casi enteramente de líneas de investigación universitarias aparentemente irrelevantes gracias a que agencias federales invirtieron muchos cientos de millones de dólares durante más de dos décadas.
Si la Ingeniería genética sigue desarrollándose tan saludablemente y hay que sostener la fertilidad de su descendencia, me parece claro que las boyantes empresas biotecnológicas deban estrechar lazos con la ciencia académica. Es inconcebible que se dificulten las relaciones entre lo académico y la industria. Los científicos, departamentos y universidades que suministren ideas y reactivos, técnicas y maquinaria y los especialistas en química genética e inmunológica no quieren verse excluidos de la recompensa financiera que tanto necesitan. Hay, no obstante, peligros evidentes de que la universidad, al no ser una corporación lucrativa, se convierta en patrón y emplee a su claustro y estudiantado con finalidad académica y comercial. Existe también el grave peligro de que las compañías biotecnológicas se apropien de una generación de científicos experimentados para colocarlos de ejecutivos y consultores y den empleo a los científicos jóvenes y queden aislados del libre intercambio de los nuevos conocimientos.
No puede haber duda alguna respecto a lo deseable que es que se usen con fines prácticos estos nuevos conocimientos e incluso que se haga con urgencia. Tampoco se debe cuestionar lo necesarios que son los estrechos vínculos entre el mundo académico y el industrial para asegurar el buen desarrollo de la biotecnología. Las íntimas relaciones mantenidas durante muchos años entre los departamentos de química universitarios y las compañías comerciales han creado nuestra inmensa industria química y otro tanto ha ocurrido con los departamentos de física e ingeniería y la industria electrónica. Las características poco comunes de las aplicaciones industriales de la ciencia biológica se deben a que la tecnología de base ha surgido exclusivamente en laboratorios académicos y se ha desarrollado muy rápidamente. Esta es la razón de que los científicos y las autoridades universitarias hayan tenido que ver con el asunto de forma tan ruidosa.
Relacionado con el tema de las relaciones académico-industriales en el desarrollo de las aplicaciones biológicas están los peligros de las reservas. La mayoría de los científicos están convencidos de que el secreto en los establecimientos académicos impide el progreso y no beneficia a nadie. Los líderes universitarios y comerciales están de acuerdo en que las investigaciones académicas patrocinadas por las corporaciones sean abiertas. Bien, ¿qué tipo de apertura? Yo iría más lejos. Creo que el secreto tiene menos sentido en un establecimiento industrial que en uno académico.
Es justificable que un científico académico que trabaje en un campo altamente competitivo sienta temor ante la filtración de una idea sobre la manera de operar de algún proceso o sobre la fuente de un reactivo clave ya que ello puede hacer que otro investigador lo publique antes y gane la autoría de un descubrimiento importante. La apropiación de una idea es menos probable en una empresa dedicada a la industria. La comercialización de un producto de interés, sobre todo un producto farmacéutico, requiere ser aprobado por la Junta de Alimentación y Productos Químicos y la obligación de invertir mucho dinero durante varios años. Por ello interesan otros muchos factores distintos a tener una idea original como son el elegir astutamente una meta, la competitividad para conseguirla y la comercialización eficaz del producto.
El mejor seguro para el éxito industrial es una atmósfera despejada que permita acceder óptimamente a todas las informaciones y concejos disponibles. De conseguirse avances significativos se podrán ir protegiendo todos los pasos del proceso con un equipo de solicitud de patentes que guarde relaciones con los científicos. Una política de reservas, por el contrario, cierra el intercambio con los científicos académicos y excluye colaboraciones provechosas con otras compañías. Generalmente no se cae en la cuenta de que guardar secretos en una compañía ampara la mediocridad y desanima el vigoroso intercambio que identifica la excelencia.
Las verdades científicas son de naturaleza lógica. Sólo pueden constatarse con sencillez y resulta difícil ocultarlas. Los avances tecnológicos, por otra parte, son más intrincados y están más relacionados con la cultura. En realidad resulta difícil deshacerse de ellos. Es posible que sean esas razones las que expliquen que Japón, que ha hecho pocas contribuciones a la ciencia básica, asimile fácilmente los conocimientos y sobresalga en sus aplicaciones, mientras que Inglaterra, pese a su lugar preeminente en la ciencia básica, se haya quedado retrasada en los desarrollos tecnológicos.
Los argumentos en contra del secreto industrial son más convincentes en biotecnología que en otras áreas a causa de su enorme potencial para expandirse. El impacto médico e industrial de las nuevas posibilidades técnicas para analizar, sintetizar y reordenar el DNA y para explotar los anticuerpos monoclonales ha excedido con mucho las afirmaciones más optimistas. Las fluctuaciones en el entusiasmo por la biotecnología como aventura capitalista reflejan simplemente la valoración que se haga para obtener dinero con rapidez. Aunque creo muy firmemente en el poder de esta nueva tecnología para hacer descubrimientos prácticos y crear nuevas industrias, más me impresiona el impacto que la Ingeniería genética y la nueva inmunología ha tenido en la Biología fundamental.
Pronto tendremos unos conocimientos más profundos de la organización y control funcional de los cromosomas y con ellos será posible intervenir en aspectos del crecimiento, desarrollo y envejecimiento que actualmente están fuera de nuestro alcance. Las perspectivas más emocionantes de la Medicina e industria de dentro de unos años serán las cuestiones y productos que no podemos imaginarnos actualmente. Uno se pregunta qué científicos serán receptivos a estas nuevas oportunidades y qué organizaciones estarán equipadas para poder abarcarlas.
Los especialistas activos que se vean implicados en estos nuevos avances ya se habrán aburrido con la rutina de clonar y secuenciar el DNA y fabricar hibridomas. Los jóvenes dotados que accedan a la ciencia biológica pasarán de la clonación de hormonas y vacunas y buscarán nuevas técnicas que resuelvan retos más problemáticos. Los exploradores de la Biología de antaño trabajaban, con pocas excepciones, en instituciones académicas completamente aisladas de la industria y en gran medida podría esperarse que así siguiera siendo.
No obstante, una gestión inteligente y previsora de la empresa biotecnológica podría cambiar esta tradición. Algunos se desaniman por la atmósfera que frecuentemente se respira en los departamentos universitarios: excesiva importancia de las facultades para obtener ayudas, choques inevitables con la burocracia, obligación de participar en juntas, pesadas cargas educativas y presiones para elegir un programa de investigación seguro, que esté en boga y que produzca las publicaciones necesarias para obtener la siguiente ayuda y la promoción académica. Frente a todos estos problemas puede considerarse que la instituciones industriales ofrecen más ventajas, tales como excelentes recursos, objetivos de investigación en áreas científicas interesantes, menores distracciones y un espíritu de equipo aunado por los logros.
La gestión industrial debe proporcionar un ingrediente crítico si se desea captar y retener científicos creativos y productivos cual es una atmósfera limpia que anime a discutir con colegas de dentro y fuera de la institución las ideas, su avance y sus fallos, y a publicar sin reservas. Este ambiente hará fluir una corriente de estudiantes, posdoctores y profesores visitantes por la compañía. Esta es la atmósfera en la que el científico se siente seguro de sí mismo y le ofrece confianza con relación a la promoción de sus facultades creativas. Es un sistema que funciona cuando se le da un empujón adecuado.
Un problema urgente es el relativo a la alimentación de la gallina de la investigación básica que pone los huevos de oro del desarrollo industrial. Los avances impresionantes de las ciencias biomédicas en el período de posguerra han demostrado que existe un amplio fondo de talentos científicos para conseguir el florecimiento si se ponen los recursos y voluntad adecuados. El nacimiento de la Ingeniería genética y la revolucionaria confluencia de las ciencias médicas ha sido posible gracias a los programas de ayudas federales en masa de los NIH y la NSF en el período de posguerra. En los períodos en los que estas agencias se han retraído, el progreso científico se ha embotado. El presupuesto de los NIH en años recientes no ha proporcionado los recursos adecuados y las becas que necesitan los científicos altamente especializados y competentes. Sencillamente se producirán menos investigaciones y las que se hagan, aunque lleven la firma de los investigadores de más talento, serán menos innovadoras y aventureras.
Se oye con frecuencia decir que los filántropos y las corporaciones privadas rellenan la brecha dejada por los recortes federales. Esto es una profunda estupidez. El agujero en cuestión es del orden de miles de millones de dólares anuales. No se dispone de estas fuentes privadas ni existen mecanismos equiparables para obtener y distribuir tales sumas a no ser a través del sistema tributario federal y la Administración. ¿Compartirán sus fortunas las compañías biotecnológicas con sus padres académicos y benefactores de los que han obtenido los conocimientos y los científicos? Hay que decir, para empezar, que la mayor parte de esos dineros son más ficticios que reales. En segundo lugar, la lógica que hay tras esa compartición no es persuasiva del todo. ¿Desearían compartir las universidades las pérdidas sufridas cuando fracasen en su aventura esas audaces compañías?
Pese a la irritación y envidia inevitables despertadas por algunas injusticias de las ganancias empresariales, la reciente explotación comercial de la biología molecular y celular básicas ha conseguido algunas cosas dignas de alabanza. Se han fabricado importantes productos médicos, industriales y agrícolas. Ha revitalizado la industria farmacéutica y está sembrando las industrias relacionadas. Ha creado muchos puestos de trabajo atractivos para biólogos y genetistas en un momento en que empezaban a escasear y con ello ha incentivado la matriculación de estudiantes en los cursos universitarios de ciencias biológicas, que también estaban en baja.
Además, los éxitos comerciales han elevado la respetabilidad de la ciencia biológica básica entre nuestros conciudadanos y sus representantes gubernativos, un valor que no había sido logrado por el predominio americano en los premios Nobel concedidos.
Hay pocas compañías biotecnológicas ricas y menos aún que estén dispuestas a dar dinero. Ni la más rara de ellas invertirá muchos millones de dólares en recónditos proyectos con períodos de gestación de veinte años o más. La única manera de encarar el futuro de la investigación básica consiste en asegurar y amparar los programas federales que la financian. La voluminosa investigación básica que el gobierno federal ha soportado en los últimos treinta años ha demostrado de manera convincente que existen cauces para distribuir de forma inteligente y adecuada enormes sumas de dinero y que se cuenta con el talento para sacar de esos recursos el máximo partido en lo que se refiere a progresos espectaculares. Desde el punto de vista práctico, la investigación cara es una ganga comparada con el coste de la enfermedad.
Conseguir el porcentaje adecuado del presupuesto federal es una cuestión política. El electorado, el Congreso y la Administración han de convencerse de la importancia vital de invertir en la formación de científicos y de sufragar las investigaciones de aquellos que sean altamente competentes y estén motivados. Es esencial el cabildeo, ingrediente clave del proceso político americano. Este esfuerzo se está rezagando y ha de competir con otros poderes perspicaces, experimentados e ingeniosos y representar a circunscripciones grandes y responsables.
¿Quiénes han de pactar? Sería de desear que fueran el mundillo académico y las industrias médicas y biotecnológicas. La parte corporativista y médica de una tal colaboración en apoyo de la ciencia básica ha de esperar más bien poco de los académicos ya que sus actitudes e historiales de actuación en los foros han sido decepcionantes. Por ejemplo, si se le habla al profesor Smith de la desagradable noticia de que no le han renovado la ayuda a un estimado colega es probable que diga: «Gracias Dios mío, todavía me quedan dos años de la mía.» Al notificarle a un científico que se ha declarado un fuego en la planta baja puede que siga trabajando hasta que las llamas lleguen a su puerta.
Mientras que la comunidad de científicos organiza admirablemente conferencias y publica revistas, su inercia e incapacidad para entrar en el proceso político son tradicionales, congénitas tal vez. En 1965, siendo Presidente de la Sociedad Americana de Bioquímica, propuse aumentar la cuota anual de 10 a 20 dólares con objeto de que se encargara una persona con dedicación exclusiva de informar al Congreso, a la Administración y al público sobre la naturaleza e importancia de la investigación bioquímica porque, entonces y ahora, apenas se dispone de un cauce así o incluso falta totalmente. El consejo de la sociedad rechazó mi proposición e imagino que los miembros de la misma también. El comportamiento de avestruz que exhiben los bioquímicos no es exclusivo de esta especie de científicos.
A todos nos interesa que la ciencia básica sea vigorosa y que se amplíe la base científica de la Medicina e industria. Disponemos de los recursos humanos y físicos para realizar proyectos inspirados. Las catedrales de la Ciencia que construimos no tienen límites. No hay necesidad de darse empujones en el diseño y modelado de tales estructuras.
El reto competitivo de todos nosotros consiste en añadir belleza, cuerpo y fortaleza a estos edificios de la civilización y para fundarlas en la notable grandiosidad de nuestra vida.
Al unir las ciencias físicas, biológicas y del comportamiento con un lenguaje común, la Química ofrece el conocimiento que crea una visión racional y estética de la vida. Pese a las presiones para cosechar beneficios económicos y a las cruzadas para curar enfermedades, el alma de la Medicina es conseguir conocimientos básicos aparentemente irrelevantes.

Capítulo 10
Reflexiones sobre mi vida científica

Contenido:
§. Científico, profesor, autor, director... ¿en qué orden?
§. Algunas sombras en el escenario soleado
§. El virus del antisemitismo
§. La investigación básica, sustento de la Medicina
Las circunstancias parecen reglamentar nuestra vida aunque el futuro quedará determinado según actuemos en las muchas coyunturas que se presentan. También importa la rapidez y la decisión con la que elijamos. Al cambiarme de la Medicina clínica a la Enzimología tuve que hacer dos elecciones importantes. Habiéndoseme asignado trabajar en la nutrición de ratas en los NIH durante la Segunda Guerra Mundial hube de decidir en menos de un año si tenía que olvidarme de hacer carrera en Medicina interna y dedicarme al trabajo de laboratorio. Plantear cuestiones concretas y dar respuestas directas, e interesantes a veces, después de un trabajo organizado es para mí más gratificante que el ajetreo no programado de la práctica médica. La segunda elección que hube de hacer fue después de haber estudiado durante tres años la alimentación de ratas con dietas purificadas. Me frustré por no saber lo que hacían las vitaminas y de improviso abandoné la nutrición animal para sumergirme en la nueva bioquímica. Conocí a las enzimas por primera vez y quedé prendado de ellas.
Cuando se me pregunta si un estudiante interesado en la investigación bioquímica debe ir a una facultad de Medicina, no recomiendo que haga una carrera pacientes- ratas-enzimas como la que yo tuve que hacer. No obstante, esas primeras experiencias son de algún valor. Mi formación médica me dio una visión general de las disciplinas pre clínicas y clínicas y, con garantía o sin ella, desde entonces me he sentido confiado por comprender la práctica médica y saber de sus limitaciones. No siento ningún desasosiego, común entre mis colegas PhD, de haberme perdido algunos ritos o revelaciones esenciales del compromiso de la investigación clínica y el trato con pacientes. Me he sentido más seguro que otros al solucionar problemas médicos familiares, en participar en las decisiones políticas de una facultad de Medicina y en la convicción de que la mejor manera de servir a la Medicina es asegurar sus fundamentos científicos.
Decidir entre una carrera médica o científica ha sido y sigue siendo algo muy difícil para la mayoría de las personas que se encuentran en esa tesitura. Generalmente la decisión queda aplazada durante años hasta que se encuentra un compromiso. Pero la investigación científica a tiempo parcial es muy difícil. Igual que sucede con otros empeños creativos, mantener en Ciencia una producción de elevado nivel exige una devoción total. No conozco excepciones.
En mis estudios de nutrición con ratas en los que manipulaba los factores ambientales que influyen en su crecimiento y mantenimiento, encontré agradable pasar de la Medicina a trabajar exclusivamente en el laboratorio de investigación. Después me percaté de las grandes limitaciones de los estudios dietéticos con animales y tuve envidia de los investigadores que estaban encontrando muchas más cosas sobre las funciones de las vitaminas al estudiar la nutrición bacteriana. Cuando supe de las enzimas cuyas propiedades catalíticas explican las razones de que las vitaminas sean tan esenciales, deseé más aún contarme entre los que estaban realizando esos descubrimientos.
El DNA y los genes atrajeron décadas después los focos que hasta entonces habían iluminado a las enzimas, pero en mi teatro éstas continuaban representando los papeles principales. El DNA es el manual de construcción de la célula y el RNA lo transcribe a una forma más legible, pero las proteínas, y sobre todo las enzimas, llevan a cabo todas las funciones celulares y confieren la forma a los organismos.
Me ha guiado la regla de que todas las reacciones químicas celulares proceden por la catálisis y control enzimáticos. Durante un seminario sobre las enzimas que degradan el ácido orótico que di una vez en el Departamento de Química de la Universidad de Washington me percaté que los asistentes estaban en las nubes. Quizá hubieran venido a oír hablar del «ácido erótico». Quemando el último cartucho para atraer su atención dije muy alto que ningún proceso químico celular tiene lugar sin la acción de las enzimas. En ese momento despertó el joven y brillante director Joseph Kennedy: ¿Quiere usted decir que algo tan simple como es la hidratación de una molécula de dióxido de carbono (para formar bicarbonato) necesita una enzima? El Señor lo puso en mis manos. [10] «Exactamente, Joe, se llama anhidrasa carbónica y aumenta la velocidad de esa reacción más de un millón de veces. »
Las enzimas son máquinas impresionantes con el nivel de complejidad que me va. Me enferma la facilidad con la que vencen los problemas las células y no digamos las criaturas multicelulares. Tampoco me encuentro bien con el análisis de la afinada química de las moléculas pequeñas. He llegado a familiarizarme en la justa medida con la personalidad de las enzimas de una ruta metabólica importante. Para lograrlo hay que purificarlas en primer lugar casi hasta homogeneidad. Para separar un tipo de proteína que representa la décima o la centésima parte del uno por ciento de los otros miles de tipos que hay en la comunidad celular hay que disponer de un ensayo rápido y fidedigno de su actividad catalítica para poder guiarse.
Ninguna enzima se puede purificar hasta la homogeneidad absoluta. Aunque las restantes proteínas constituyan menos del uno por ciento de la purificada y no puedan detectarse con los métodos más sensibles, es probable que existan en la mezcla de reacción muchos millones de moléculas extrañas. Generalmente estos contaminantes no tienen importancia a no ser que predomine un tipo y sea muy activo con alguno de los componentes que se están estudiando.
Únicamente después de conocer las propiedades de la enzima purificada es beneficioso examinar su comportamiento en el extracto crudo. Suena a dogma el «Limpiar enzimas no es perder el tiempo». No recuerdo ni un solo caso en que haya empleado el tiempo de mala gana para purificar una enzima, ya fuera para aclarar una ruta metabólica, para descubrir nuevas enzimas, para conseguir un reactivo analítico único o simplemente para conseguir más experiencia en los métodos de purificación. Por tanto, purificar, purificar, purificar.
Recuerdo una conferencia celebrada en Stanford en 1969 en la que James Watson expuso ante una gran audiencia el descubrimiento de un factor que dirige a la RNA polimerasa para comenzar a copiar uno de los mensajes del cromosoma. En un momento de la misma dijo: «Realizamos muchos experimentos para determinar cómo usan diferentes tipos de células las distintas regiones de su DNA. Cuando descartamos ideas muy ingeniosas hicimos lo que dice Arthur Kornberg. Purificamos la enzima». Más tarde le dije: «Jim, si hubieras sido listo de verdad, hubieras hecho eso en primer lugar».
Siempre recompensa purificar una enzima, desde las primeras fases en las que se deshace uno del grueso de las proteínas hasta que finalmente se aísla. Es muy importante que después de removerla de su nicho celular se tenga cuidado con muchas inclemencias tales como grandes diluciones en disolventes activos, contacto con superficies de vidrio o temperaturas peligrosas, exposición a metales, oxígeno e innumerables peligros más. Frecuentemente se atribuyen los fracasos a la fragilidad de las enzimas y a su fácil desnaturalización, pero la culpa siempre es del científico que es el que se desnaturaliza con más facilidad. Como un padre preocupado por el paradero y la seguridad de un hijo, no puedo irme del laboratorio por la noche sin saber la cantidad de enzima recuperada con el método seguido ese día y los contaminantes que quedan.
Con la enzima pura podemos saber sus actividades catalíticas y las moléculas reguladoras que la aumentan o disminuyen. Además de los aspectos catalíticos y reguladores, las enzimas tienen una faceta social que dicta interacciones cruciales con otras, con los ácidos nucleicos y con las membranas. Para lograr una perspectiva de las contribuciones de las enzimas a la economía celular deben identificarse también los factores que inducen o reprimen los genes responsables de la fabricación de las mismas. Rastreando las enzimas que sintetizan el aminoácido triptófano, Charles Yanofsky descubrió año tras año las extraordinarias sutilezas del mecanismo por el que una célula bacteriana fabrica las enzimas de forma precisa según sus necesidades fluctuantes.
El interés popular se centra actualmente en comprender el crecimiento y desarrollo de moscas y gusanos, sus células y tejidos. Muchos laboratorios trabajan en las deformaciones cancerosas y tienen la esperanza de que estos estudios permitan comprender las pautas normales. También se están dedicando enormes esfuerzos al SIDA, tanto al virus que lo causa como a la destrucción del sistema inmune que provoca. Las consecuencias de manipular el genomio celular y las acciones que ejercen los virus y agentes casi siempre se siguen en todos estos estudios empleando células intactas y organismos. Raras veces se intenta examinar una etapa del proceso global usando sistemas libres de células. Esta confianza de la investigación biológica convencional por las células intactas y por los organismos para desentrañar sus procesos químicos es la versión moderna del vitalismo en la que cayó Pasteur y que ha calado en la actitud de generaciones de biólogos anteriores y posteriores a él.

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Figura 10.1. Placa de matrícula muy particular de un coche de California.

Me extraña que el enfoque enzimológico tan simple y probado para resolver los problemas básicos del metabolismo se ignore con tanta frecuencia. El precepto según el cual hay que comprender antes las sustancias y sus interacciones que la explicación de los fenómenos más complejos se enraíza en la historia de la Bioquímica y actualmente debiera ser de sentido común. Robert Koch pensaba hace un siglo que para identificar el microbio responsable de una enfermedad había en primer lugar que aislarlo de los otros. Más antigua aún es la creencia de los químicos orgánicos según la cual para demostrar la identidad de una sustancia tenía que purificarse y cristalizarse. Los cazadores de vitaminas, más cercanos a nosotros, encontraban fútil intentar descubrir el papel metabólico y nutritivo de las vitaminas sin haberlas aislado antes en forma pura. Lo mismo ocurre con las enzimas. La purificación es la única manera de poder identificar claramente las máquinas moleculares responsables de una operación metabólica concreta. Uno de mis estudiantes graduados se convenció de ello y lo expresó de forma muy personal en la matrícula de su coche (Fig. 10.1).

§. Científico, profesor, autor, director... ¿en qué orden?
Una vez sobresalté al decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Washington diciéndole que me interesaba más, como director del Departamento de Microbiología, investigar que enseñar. No podría ser de otra manera. Los experimentos me apasionan y me llenan más que cualquier experiencia didáctica. No obstante, me ha divertido enseñar un poco, tanto teórica como prácticamente, y lo he hecho a conciencia. No sirve de nada enseñar a los estudiantes sin infundir el escepticismo científico y el fervor por los nuevos descubrimientos y para ello hay que dedicarse, naturalmente, a la investigación. Diez conferencias anuales refrescan mis conocimientos básicos, y la preparación de ejercicios de laboratorio ha contribuido en una ocasión a abrir uno de los caminos principales de mi trabajo experimental.
La experiencia didáctica que más me ha recompensado ha sido el íntimo contacto diario con los estudiantes graduados y posdoctorales. Más de un centenar de ellos han pasado de dos a cinco años en mi laboratorio y aguantaron mis gustos y mi obsesión por el tiempo. Me sentía más cerca de los que compartían mi devoción por las enzimas y les preocupaba el aprovechamiento productivo de nuestro recurso más precioso, esto es, todas las horas y días de los pocos años de la vida creativa que tan rápidamente pasan. Recuerdo en 1948 cuando le contaba a Sidney Colowick y Ollie Lowry (mayores que yo en edad y experiencia) mis problemas con un determinado procedimiento para purificar una enzima de la patata. «Perdí toda una tarde intentándolo», dije. Colowick se volvió a Lowry y le dijo con fingida gravedad: «Imagínate Ollie, perdió toda una tarde.»
«Una idea no funciona hasta que uno no la ponga a funcionar», dijo Oswald Avery. El credo de trabajar duro ha sido profesado prácticamente por todos los que conozco (ya sea personalmente o por relatos históricos) que han tenido carreras afortunadas en Biología o en Química biológica. La doble hélice de Jim Watson (para el que algunos han sugerido el título alternativo de Jim el afortunado) describe otra trayectoria en la que la ingenuidad y la suerte traen de golpe fama y fortuna.
Especular en abstracto sobre fenómenos complejos o el tenaz acopio de datos, en el otro extremo, puede traer el éxito a veces. Sin embargo, el enfoque más consistente para adquirir los conocimientos bioquímicos de la naturaleza yace en medio. Aún no se ha escrito la novela que capte la esencia creativa y artística de los descubrimientos científicos y disipe la idea de los científicos como soñadores que pasean por los bosques en espera de un destello de inspiración o como diseñadores ante un panel instrumental ejecutando un experimento planeado con precisión. En mí mismo y en mis estudiantes he visto algo intermedio, mucho trabajo, planificación cuidadosa y un toque de fantasía.
La mayoría de los científicos a los que se les pide que hagan una lista de las diferentes torturas mentales pondrían en los primeros lugares el escribir. Como consecuencia de ello, los artículos científicos se aplazan frecuentemente o se hacen apresuradamente y desmerecen la calidad y el valor del trabajo que describen. Redactar un artículo es una parte integrante de la investigación y seguramente merece una pequeña fracción, digamos el cinco por ciento, del tiempo empleado en hallar algo que merezca la pena publicar. He de confesar, con todo, que no me siento a gusto cuando veo a los estudiantes y a mis colegas escribir en sus despachos en horas de trabajo en lugar de verlos atareados en sus poyos del laboratorio. Quizá sea inevitable dedicar parte del día a preparar un artículo científico, pero escribir un libro me parece ciertamente una abdicación sin sentido de la investigación, por lo menos hasta que se escribe uno.
En 1972 di una serie de conferencias para licenciados sobre la replicación del DNA en la City University de Nueva York y otra parecida, las Robbins Lectures, en el Pomona College. Me consternaron las visiones desinformadas y deformadas que tenían los estudiantes y el profesorado sobre el tema y mis contribuciones, quizá influidos por los artículos y comentarios distorsionados de Nature New Biology de los años precedentes. Al estar de acuerdo en que se publicaran las Robbins Lectures, pensé que sería fácil, arreglando un poco las extensas notas tomadas para las conferencias, escribir un libro para tener a mano experimentos y referencias y que proporcionara una guía directa a los demás.
La escritura de Síntesis del DNA, un libro de 400 páginas que apareció dos años después, me sorprendió en muchos aspectos. En primer lugar, me costó mucho más de lo que había imaginado. Muy pocas de las notas de la conferencia y separatas podían permanecer y situarse en el contexto adecuado para poder leerse. El tiempo que necesitaba tenía que conseguirlo explotando el insomnio senil latente, generalmente desde las dos a las seis de la madrugada, horas que se convirtieron en las más agradables y productivas del día. También me sorprendió el placer que sentía al reescribir y pulir frases y parágrafos en aras de la brevedad y claridad, satisfacción que no he encontrado nunca en los crucigramas y otros juegos de palabras. Y lo mejor de todo, podía exponer mi trabajo, puntos de vista y emoción sobre la enzimología de la replicación del DNA ante una audiencia inesperadamente amplia. El libro, adoptado como texto en algunos cursos, se convirtió en punto de referencia para escritores de revisiones sobre el DNA y para autores de libros de texto de Biología y Bioquímica.
En 1978, cuatro años después de publicarse Síntesis del DNA, había que ponerlo al día para que siguiera siendo útil, tanto para mí como para los demás. Para abordar esta tarea nos invitaron a Sylvy y a mí a pasar un mes en la Villa Serboloni de la Fundación Rockefeller, en la confluencia de los lagos Como y Leccho. Favorecida por los emperadores romanos y uno de los puntos más encantadores del globo, la Villa proporciona a diez profesores residentes una estancia para escribir en medio de la elegancia del siglo XVIII. Sin llaves, coche, dinero y teléfono, con una comida y demás servicios soberbios, este idílico retiro está muy reñido entre los humanistas de todo el mundo pero prácticamente es desconocido por los científicos. El boletín semanal de la Villa comunicaba que la misión de mi estancia era revisar un libro con cuatro años de antigüedad, punto que no podían comprender mis colegas porque a las crónicas del siglo XIX las consideraban como mero periodismo. Daban por sentado que la primera edición había sido una chapuza espantosa.
Replicación del DNA se publicó en 1980. Con un tamaño que doblaba a su predecesor, era en realidad un libro nuevo, tanto en ámbito y organización como en contenido. Pese a su gran tamaño, era un libro mejor y encontró una audiencia más amplia. Sin embargo, como el progreso en esta área era tan rápido, se requerían revisiones anuales. Como experimento editorial compuse un libro de 273 páginas titulado Suplemento de 1982 para replicación del DNA, que alargó la vida (y las ventas) de su padre. Los editores pusieron objeciones al «1982» que había en el título y previeron correctamente que suponía un anuncio de su caída en desuso. No ha habido más suplementos bienales.
Si la enseñanza y la escritura se consideran actividades desviadas para un científico con dedicación, entonces seguramente resultará inaceptable el trabajo administrativo de director de departamento. Sin embargo, fui director durante más de veinte años y nunca encontré que fuera un obstáculo serio en lo que a pérdida de tiempo y atención se refiere. Por el contrario, creo que la mejor inversión que he hecho ha sido crear y mantener un círculo académico y estimulante. La dirección de las actividades departamentales no requiere más tiempo que el ser un miembro consciente si se dispone de una excelente asistencia administrativa y la entusiasta participación de los profesores.
Otro asunto completamente distinto es verse implicado en las tareas más amplias de la facultad y universidad. Nunca tuve habilidad y paciencia para funcionar a esos niveles. Lo más pesado del cargo de director de departamento es la obligatoriedad de pertenecer al Comité Ejecutivo de la Facultad de Medicina cuya labor consiste en encargarse de los presupuestos, promociones, disputas interdepartamentales y salarios. Durante seis años en la Universidad de Washington y diez en la Stanford no recuerdo que se discutiera de Ciencia o de política científica. No es de extrañar que no tuviera interés en ser decano en las ocasiones que surgió esta posibilidad. Las actividades administrativas y educativas de extramuros son cada vez más frecuentes en la vida científica corriente y pueden absorber la mitad del tiempo de los miembros más destacados del claustro. Conferencias y visitas, reuniones científicas y consejos de sociedades, paneles gubernativos, juntas consultivas, consultorías industriales. Todas prestigiosas, divertidas, menos exigentes que la investigación y terriblemente tentadoras. He hecho menos que la mayoría; no obstante he sido incapaz de resistirme algunas veces, particularmente cuando se trataba de ayudas federales para investigación y educación. Más recientemente también me he visto envuelto en la fundación y desarrollo de una empresa biotecnológica (Instituto de Investigación DNAX, más tarde adquirida por Schering-Plough Corporation) cuya misión consiste en aplicar las técnicas de la Biología molecular y celular a la terapia de enfermedades del sistema inmune.
Todas estas actividades no investigadoras intra y extrauniversitarias no me dieron un sentido profundo de los logros personales. En investigación hay que coger una esquina del rompecabezas gigante de la naturaleza y hallar y encajar algunas de las piezas que faltan. Después de falsas salidas y titubeos dichas piezas van encontrando su lugar y dan la pista de otras. Me gusta hacer algo creativo. Por el contrario, en las otras actividades, que son igual de personales, creo que todo lo que hay que hacer es tratar de usar el sentido común y comportarse de la manera adecuada y responsable como el primero. Este sentido personal de la creatividad es la razón de que en mí haya habido un predominio de la investigación sobre la enseñanza, la escritura y las actividades administrativas (colocadas en orden descendente muy en picado) aunque algunas veces me maravilla que se hayan invertido (dependiendo del valor que tuvieran para la Ciencia).
Considérese la creación y administración del Departamento de Bioquímica de la Universidad de Stanford. Según se cree, ha ocupado la parte alta de la lista durante muchos años y se ha considerado como una de las principales fuentes de los descubrimientos fundamentales que condujeron al DNA recombinante y a la revolución de la Ingeniería genética. En el departamento han hecho carrera más de quinientos investigadores que actualmente son miembros y dirigen departamentos de Bioquímica y Biología molecular de todo el país y del mundo. La organización, desarrollo y conservación de este notable profesorado frente a intensas fuerzas centrífugas y atractivas, no puedo negarlo, ha sido un logro singular.
Los libros de texto sobre la replicación del DNA, con más de cuarenta mil ejemplares vendidos, han facilitado que otros autores entraran a trabajar en este campo. Fred Sanger, al que se le concedió por segunda vez el premio Nobel por su método para determinar la secuencia de una cadena de DNA, me contó que la idea de usar un análogo didesoxi de los desoxinucleósidos trifosfato se la sugirió uno de estos libros. Más que proporcionar un informe legible de un área formidablemente especializada de la Bioquímica, estos libros han contribuido a revivir la apreciación de que la Enzimología ofrece una ruta directa para resolver problemas biológicos y es una fuente de reactivos para el análisis y la síntesis de una gran variedad de compuestos de todas las ramas de la ciencia biológica.
Con respecto a la enseñanza siempre me ha intrigado la idea que supone que el crédito del éxito de un estudiante es su mentor. Simplemente no existen controles para este experimento. ¿Cómo se puede saber en el caso de un estudiante dotado y motivado si se le ha ayudado u obstaculizado? No obstante, por haberme visto envuelto en la vida científica diaria de los estudiantes, he podido haber guiado a algunos en las direcciones que me gustaran a mí, como la Bioquímica o la Enzimología, apartándolos de una carrera química o médica. Esta progenie incluye a figuras ilustres de la ciencia actual y han dispersado este evangelio a un amplio círculo de grandes y magníficos estudiantes.
Si pudiera suponerse que mis actividades administrativas, escritoras y didácticas han sido una contribución única ciertamente no podría decirse lo mismo de mis descubrimientos científicos, y es muy probable que hubieran sido hechos por otros poco tiempo después. Después de todo, el descubrimiento histórico de Darwin de la evolución por selección natural también lo hizo simultáneamente en la otra punta del mundo Alfred Wallace, y la estructura del DNA de Watson-Crick podría haberla deducido Rosalind Franklin, Maurice Wilkins o Linus Pauling un año después. Diré por último que lo que más me ha importado ha sido la investigación porque todas las restantes actividades y actitudes que desplegué estaban moldeadas por ella.

§. Algunas sombras en el escenario soleado
La Ciencia, dado que es una actividad creativa, es una forma de arte. Para intentar desvelar una vista oculta de la naturaleza, el investigador usa o construye instrumentos para escarbar más profundamente o ampliar el perímetro. Como sucede con las demás actividades creativas, generalmente los experimentos fallan y pueden ser más bien desalentadores.
Cuando ya no puedo hacer experimentos con mis propias manos me maravilla la paciencia y fortaleza de los estudiantes —no puedo recordar con facilidad las que yo tenía— con que se enfrentan a los reiterados fracasos. Fastidia echar a perder un experimento por un tosco movimiento, la omisión de un reactivo esencial, cambiar el orden de los tubos de ensayo o incumplir alguna de las leyes básicas de la Química o la Biología. También están las frustraciones cuando se rastrean iniciativas interesantes y se redescubren hechos ya conocidos.
El fracaso más terrible, y uno muy común, es la incapacidad de repetir lo que parecía ser un nuevo hallazgo y que la fantasía amplía a gran descubrimiento. ¿Por qué el peor? La primera vez pudo darse un indicio de funcionamiento debido a la afortunada concatenación de acontecimientos durante la preparación de un extracto de una manera concreta a partir de células que estaban en una cierta fase, la adición de los reactivos en un orden determinado, la incubación de la mezcla a una temperatura y durante un tiempo dados, etc. Hay una gran tentación de repetirlo jugando con distintas combinaciones de los múltiples parámetros. ¿Por qué este fallo es tan frecuente? Simplemente porque los experimentos en los que no se vislumbra algo interesante no se repiten.
Las contadas ocasiones en las que se arranca un secreto a la naturaleza avivan la voluntad de continuar. Aparte de la satisfacción que supone realizar un descubrimiento está la aprobación que dan los demás. Resulta desafortunado que la medida del reconocimiento dependa a menudo de la habilidad para publicar y hacer propaganda y de la suerte para convertirse en el centro de la escena, quizá demasiado en relación con la importancia del descubrimiento. Uno de los científicos más corteses y agradables que conozco me dijo una vez que le gustaría que los resultados experimentales se publicaran anónimamente. Sin embargo, unos años después de que abriera una nueva área de investigación se quejaba de que otros autores que llegaron al campo después tuvieran un crédito inmerecido.
El principio «publica o perece» nos gobierna a todos los que nos dedicamos a la investigación y hay que contar con las ayudas que lo potencian. Para solicitar una ayuda, lo que importa son publicaciones oportunas y numerosas. Un título bien elegido, un tema conocido y los detalles prolijos contribuyen a preparar una solicitud para dirigirla a una de las agencias mejor dotadas (como los Institutos Nacionales del Envejecimiento y Cáncer) y uno de los grupos de revisores más comprensivos. Con la reducción presupuestaria de los años recientes se han dado casos de favorecer a los científicos menos competentes.
Pese a tales injusticias, el apoyo científico es incalculablemente mejor que cuando yo empecé. En 1942 había muy pocos puestos de investigador y no se concedían becas dignas de mención. Los pocos investigadores, como la mayoría de los artistas, únicamente podían disponer de materiales muy simples y tenían que subsistir con salarios exiguos. La motivación para hacer Ciencia actualmente no se mide por las privaciones y hay oportunidades para llevar a cabo un trabajo creativo en un puesto prestigioso y bien pagado para un gran número de científicos con formación e inteligencia. Al contrario que muchos, pienso que mi buena fortuna se ha basado en una carrera científica que sólo ha estado limitada por mis propias iniciativas y capacidades.
El natural remordimiento por no haber hecho más cosas en menos tiempo ha sido contrarrestado por mi forma de ser optimista y por el profundo goce estético con que siempre he contemplado la impresionante belleza de la Naturaleza. He mirado por encima de todo el tapiz de vasta extensión de las formas vivas con la satisfacción adicional de haber contribuido a descubrir unas pocas de sus características. Casi siempre he estado asociado con científicos en los que he depositado mi amistad, cuya compañía me ha agradado y cuyo trabajo creativo me ha deparado casi tanto placer como el mío.
Sólo me han decepcionado las ocasionales flaquezas de algunos de los que hacen Ciencia y la administran. Lo que confiere singularidad a la Ciencia es la disciplina y no los que la practican. Lo que la diferencia de otras formas de arte es la susceptibilidad de poderse verificar y su creciente progreso. El científico ha de ser escrupuloso en lo que se refiere a hablar de progreso porque la culpa siempre será de él hasta que no sea confirmado por otros y los demás descubrimientos demuestren su inocencia. Otra cuestión distinta es el comportamiento personal. Las revelaciones de algunos comportamientos inadvertidamente científicos que hizo Watson en su relato del descubrimiento de La doble hélice conmocionó a los lectores que no tenían conocimiento de la naturaleza humana de la actividad científica.
Generalmente los científicos son deficientes administradores. Autoseleccionados para tener más interés en las «cosas» (como moléculas o células) que en las personas y sus interacciones sociales, frecuentemente no actúan óptimamente como directores de departamento o decanos de facultades. Se ven desbordados por los detalles procesales, muestran estilos idiosincrásicos intolerantes y no saben ejercitar liderazgo científico. El decanato de una facultad de Medicina es una labor prácticamente imposible y los aciertos de cualquiera que lo desempeñe caen inmediatamente bajo sospecha. Como única facultad universitaria empeñada plenamente a través de los hospitales afiliados en una gran actividad empresarial, la facultad de Medicina es acosada por las molestias de las relaciones comunitarias, prácticas médicas hostiles, presupuestos extravagantes y un enorme claustro. Pero ello no es excusa para la existencia de una burocracia inflada y del alejamiento de la misión fundamental de la facultad, cual es la adquisición de nuevos conocimientos. Afortunadamente las ayudas para la investigación procedentes de las agencias federales, el sustento de la investigación, se conceden directamente a los científicos y quedan al margen, por tanto, de políticas facultativas y departamentales maliciosas.
Mi experiencia académica más amarga ocurrió en 1969, al principio de la guerra del Vietnam y la lucha por los derechos civiles. Para poner fin a la derrota en el exterior y corregir las injusticias raciales del país, los claustros de las facultades de toda la nación cayeron en una especie de histeria colectiva y abandonaron todos los respetos por la libertad académica y la normalidad. Sidney Hook ofreció una descripción gráfica de los acontecimientos en la Universidad de Nueva York en un capítulo titulado «Walpurgisnacht» (noche del sábado de brujas) de su autobiografía Out of Step. También indica la notable ausencia de un registro histórico apropiado de este período combativo de la vida académica.
Los laboratorios de investigación y de prácticas del Departamento de Ingeniería eléctrica de la Universidad de Stanford fueron ocupados y molestados por estudiantes y otras personas con aprobación de algunos miembros del profesorado. Intervine en una pequeña comisión presidencial de crisis y me horrorizó que este ultraje no fuera respondido más contundentemente por el profesorado o por acciones eficaces de la Administración.
Otro incidente fue más personal y penoso. Había criticado en una junta de facultad la excesiva indulgencia con respecto a un estudiante de Medicina que había suspendido repetidamente el curso. Dado que era reconocido que pertenecía a la raza negra (lo que no era del todo evidente para mí, y en todo caso irrelevante si realmente lo fuera), se me acusó de racismo en uno de los periódicos de los estudiantes y fui amenazado físicamente por una organización de estudiantes negros. Algunos colegas del profesorado en lugar de demostrarme su apoyo desaprobaron con sus cuchicheos mi «insensibilidad». ¿Cómo pudieron comportarse así? Deberían conocer mi lucha personal contra los prejuicios, mi dilatado curriculum de compasión con las víctimas de las injusticias sociales y mi devoción por las causas liberales. En la disposición del momento abandonaron su lealtad de camaradas por la pasión de un antiguo y repugnante equívoco.
Las consecuencias de esta erosión general de los valores académicos se podían predecir. El comité de admisiones dominado por estudiantes y dirigido para que el 20 por 100 del alumnado fuera de origen negro o hispánico fue más lejos y discriminó la minoría de solicitudes cuyas calificaciones académicas atribuían a una formación «ventajosa». Bajo tales presiones se eliminaron las notas y los cursos difíciles se hicieron optativos. Estas actitudes calaron en la masa estudiantil y favorecieron los nombramientos de profesorado con una falta similar de devoción académica. Después de una década de «revolución cultural» se volvió gradualmente al sano reconocimiento de que el rigor científico es la base última del progreso de la Medicina, de la buena práctica clínica y de la responsabilidad de los médicos.

§. El virus del antisemitismo
Algunos virus son erradicables. El de la viruela se ha eliminado de la población y únicamente sobrevive bien guardado en museos. Algún día se podrán lograr conquistas parecidas con el de la polio y otros virus patógenos. Es triste que no sea probable tener el mismo éxito con el agente devastador del antisemitismo, una epidemia que dura veinte siglos y que ha mostrado su virulencia en torno a mí desde el principio de mi carrera.
En la escuela y el instituto de Brooklyn me desarrollé en un círculo de estudiantes y amigos judíos y no tuve conocimiento de sentimientos antisemitas dirigidos contra mí. Esta inocencia persistió hasta el último año del académicamente prestigioso City College de Nueva York cuyo cuerpo de estudiantes constaba entonces con más del noventa por ciento de judíos. Después vino el disgusto de ser rechazado prácticamente por todas las facultades de Medicina de las muchas en que presenté una solicitud de admisión. Pero eso no era para sorprenderse, porque todos mis compañeros de clase, con notas estupendas, también fueron rechazados. Entonces me indignó saber que el Colegio de Médicos y Cirujanos de la Universidad de Columbia, cercano al City College, llevara declarando desierta durante nueve años una beca para el City College por falta de candidatos.
Finalmente fui admitido en la Facultad de Medicina de la Universidad de Rochester en un curso de cuarenta y cuatro en el que estábamos dos judíos.
Mientras tanto se olvidó el sufrimiento de las anteriores negativas; también se borró el saber que en 1937 a todos excepto cinco de los doscientos compañeros premiados en el City College se les negó el ingreso en facultades de Medicina.
Mi primer choque en Rochester fue oír comentarios antisemitas y percatarme de que debían ser más numerosos en mi ausencia. Lo peor de todo era la negación de premios académicos y oportunidades para investigar por ser judío. Codicié particularmente la beca de Patología, que consistía en un año de investigación y formación especial que se concedía a dos estudiantes al acabar el curso de dicha asignatura. Los miembros eran elegidos por George H. Whipple, galardonado con el premio Nobel, director del departamento, decano de la facultad y dios del universo médico de Rochester. Los ungidos continuaban en el camino para conseguir los mejores nombramientos de internos y las mejores carreras médicas de la universidad. Sabía que mis actuaciones en clase eran mejores que las de los estudiantes premiados y después supe que había sacado el número uno del curso. Las becas de los restantes departamentos eran menos atractivas pero nunca se me ofreció alguna.
Dieciséis años después asistí en calidad de director del Departamento de Microbiología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Washington a la Conferencia para la Enseñanza de la Patología y Microbiología. En uno de los grupos que discutían la manera de evaluar la actuación de los estudiantes entablé una pugna con Sidney Madden, que había sido mi instructor de Patología en Rochester y actualmente era director de departamento en la Universidad de California, en Los Angeles. Después de la sesión me preguntó por qué había sido tan insistente sobre la estricta objetividad de las calificaciones. «Arthur, ya sabes la importancia que concedía el decano (Whipple) al carácter de los estudiantes.» «Mira Sid —respondí— no quiero andarme por las ramas. Whipple era antisemita y sus juicios me ponían colorado.» Madden reflexionó un momento y contestó: «Eso es cierto Arthur, y tampoco le gustaban los italianos.»
Me he preguntado todos estos años cómo mis profesores de la facultad, por lo demás hombres decentes y con inteligencia, podían tolerar y participar de esta discriminación contra mí. Suponiendo la ausencia de antipatía personal o de alguna reacción visceral contra los judíos, ellos podrían haber tenido la bondad de ocultarme el camino en el que sólo iban a cerrárseme las puertas. O quizá hubieran sido persuadidos prudentemente, no importa cómo, de no desperdiciar una oportunidad con alguien al que no se le daría la posibilidad de emplearla. Tengo que destacar, no obstante, a un profesor de Rochester, William S. McCann, director del Departamento de Medicina. Fue el único en nombrar a un residente jefe judío e hizo todo lo que estuvo en sus manos para ayudarme. Convenció a un paciente adinerado para que dotara una beca de la que yo sería el primer receptor, un fondo de cien dólares (una suma significativa en aquel tiempo) para poder comprar bilirrubina y realizar mi primer proyecto de investigación (sobre la ictericia), nombrándome interno y después residente asistencial y probablemente cuidó de que hiciera una carrera médica en la universidad.
Veinte años después de terminar en la facultad, a mediados de los años sesenta, me visitó en Stanford W. Alien Wallis, entonces Presidente de la Universidad de Rochester, para comunicarme sus deseos de que aceptara el cargo de decano de la Facultad de Medicina. Cuando le hice saber que no ambicionaba un cargo de la Administración de ese nivel, me preguntó si no me haría cambiar de opinión el vínculo sentimental con Rochester. Entonces le describí el residuo de amargura que sentía por ella a causa del trato que me había dispensado. «En esa época me encontraba aquí, en Stanford, y las condiciones eran igual de malas que en Rochester.» Desde luego tenía razón. Antes de la Segunda Guerra Mundial el antisemitismo era muy virulento en todo el mundo académico.
Dan A. Oren presenta en Joining The Club: A History of Jews and. Yale (Yale University Press) un informe muy bien documentado de las restricciones para el ingreso de judíos y describe la atmósfera de tipo club que rechazaba la diversidad y sentía repulsa por las becas. En una época tan reciente como es 1950, «de los veinticuatro profesores de plantilla de la Facultad de Medicina de Yale no era judío ni uno. El profesor Joseph Fruton, bioquímico, era el único de los veintisiete profesores con dedicación exclusiva del claustro que impartía enseñanza». Emil Smith, profesor emérito de Bioquímica en UCLA, recuerda que los que votaron a favor del nombramiento de Fruton ninguno sabía en ese momento que era judío. Incluso Albert Einstein tuvo problemas a principios de siglo para conseguir su primer nombramiento de profesor. Abraham Pais describe en la biografía Subtle is the Lord... que la propuesta para elegir a Einstein profesor de la Universidad de Zurich fue hecha por un tal Alfred Kleiner, que escribió: «Hoy Einstein desfila entre los físicos teóricos más importantes y generalmente ha sido reconocido como tal desde sus trabajos de los principios de relatividad... concepción aguda como pocas... claridad y precisión de estilo.» La respuesta del profesorado en su informe final dice: «Las expresiones de nuestro colega Kleiner, basadas en varios años de contacto personal, fueron de gran valor para la comisión, así como para la totalidad del claustro, dado que Herr Dr. Einstein es israelita y sabido es que a los profesores israelitas se les atribuyen (no sin razones en numerosos casos) todo tipo de peculiaridades desagradables de carácter, tales como intrusismo, insolencia y mentalidad de tendero para concebir su posición académica. Debe decirse, no obstante, que también entre los israelitas existen hombres que no exhiben traza alguna de cualidades tan desagradables y que no resulta apropiado descalificar sólo porque se trate de un judío. Ocasionalmente también se encuentran en realidad profesores no judíos que conciben y utilizan su posición académica con fines comerciales y desarrollan cualidades que generalmente se consideran específicamente judías.» Los profesores votaron en marzo de 1901 que se nombrara a Einstein. Hubo diez votos a favor y una abstención.
A pesar de que prevalecía el antisemitismo en el mundo académico de la sociedad occidental, también existían bolsas de tolerancia e individuos que rechazaban valientemente las discriminaciones. Los más prominentes fueron Gowland Hopkins, de la Universidad de Cambridge, Hans T. Clarke, de la Universidad de Columbia, y Cari Cori, de la Universidad de Washington. Al recibir sin reparos a científicos de todas las nacionalidades y dar asilo a los refugiados de la opresión desarrollaron los departamentos de Bioquímica más adelantados de su época. Por el contrario, los viciados antisemitismo y anti intelectualismo alemanes durante los años treinta llevaron la ciencia de ese país de la cumbre a un estatus inferior del que sólo ha empezado a recuperarse después de medio siglo.
Cuando me trasladé a St. Louis en 1953 empezaban a desaparecer las barreras contra los judíos, aunque seguía siendo grave la segregación de los individuos de color. El director del departamento que me precedió era Jacques Bronfebrenner. Puesto que era judío había tenido que limitar el número de investigadores de esta condición en su departamento para evitar la aparición de cualquier favoritismo. Determiné que no tendría consideraciones raciales. En los treinta y cinco años que he estado en las Universidades de Washington y Stanford jamás se pensó en la raza o se tuvo en consideración a la hora de elegir el profesorado, los miembros del equipo o los estudiantes. Nunca supe en muchos casos si una persona era judía o no. En vista de la gran densidad de judíos que se dedican a la Bioquímica tengo que extrañarme ante las actitudes raciales de los departamentos de Bioquímica que durante varias décadas no admitían a judíos o admitían a muy pocos.
La escena académica actual se parece muy poco a la que conocí al principio de mi carrera. Los judíos pueblan todas las áreas del alumnado y los niveles de la administración universitaria. Mis tres hijos y mis estudiantes encuentran difícil creer que fue distinto. No han sido atacados ni por el virus de la poliomielitis ni por el del antisemitismo. Existe desde luego una profunda diferencia entre estas dos afecciones. La supresión del virus de la polio depende del desarrollo racional de una vacuna. La inmunidad que confiera será superada por una mutación del virus y tendrá que contraatacarse desarrollando otra nueva. Para el antisemitismo no hay vacuna. No puedo creer que esta enfermedad, pandémica durante muchos siglos y que ha prevalecido hasta muy recientemente, no surja otra vez.

§.La investigación básica, sustento de la Medicina
La penicilina y otros antibióticos han sido los avances terapéuticos más sobresalientes de mi generación. Cuando era estudiante de Medicina e interno antes de que se desarrollara la penicilina, el tratamiento de la pneumonía lobar era desalentadoramente inefectivo. Moría uno de cada cuatro pacientes. La endocarditis bacteriana subaguda era invariablemente fatal. La fiebre reumática y la nefritis aguda estaban a la orden del día.
Muchos conocen que la terapia con antibióticos no se descubrió en la mesita de noche ni en un laboratorio de farmacología clínica. Las plazas de toros españolas tienen estatuas de Alexander Fleming, que en 1929 advirtió la inhibición del crecimiento bacteriano alrededor de una colonia de penicillium que había contaminado una placa Petri. La apoteosis de Fleming por parte de los toreros corneados es exagerada, ya que el uso práctico de la penicilina no fue descubierto por Fleming. Fueron Ernst Chain, bioquímico, y Howard Florey, patólogo, los que aplicaron sus conocimientos al aislamiento del moho y a la demostración de su utilidad clínica.
Pero en la historia de la penicilina hay mucho más. Las cuestiones básicas y los hallazgos esenciales que permitieron el descubrimiento de Fleming comenzaron por lo menos cincuenta años antes. Fleming nunca habría realizado sus observaciones sin las placas de agar de Petri. Y lo que es más importante, nunca hubiera comprendido lo que vio en la placa si no hubiera tenido firmes conocimientos de Bacteriología e Inmunología.
Podría suponerse que Chain y Florey emprendieron el aislamiento de la penicilina debido a su posible potencial clínico. Ni hablar. Animado por Florey, Chain empezó a estudiar la penicilina sólo porque curiosamente disuelve las paredes bacterianas como lo hacen las enzimas tales como la lisozima. Pensó que la penicilina era también una enzima y quería saber su mecanismo de acción. Se sorprendió al comprobar que se trataba de una molécula pequeña que atravesaba fácilmente los poros de la membrana de diálisis. La penicilina no era, por tanto, una enzima, ya que éstas no pueden atravesarlos. Este descubrimiento inmediatamente abrió la posibilidad de que, por ser una sustancia de bajo peso molecular, pudiera administrarse a los animales. Utilizando la técnica de la liofilización, que justo acababa de ponerse a punto, Chain fue capaz de concentrar y conservar la penicilina y probar su eficacia terapéutica.
¿Por qué Chain y Florey ensayaron tan rápidamente la eficacia clínica de sus preparaciones crudas de penicilina? Su decisión estuvo probablemente condicionada por el descubrimiento a mediados de los años treinta de que las sulfonamidas inhiben el crecimiento microbiano y no son tóxicas para los animales. Por tanto, un agente podía interrumpir selectivamente el crecimiento microbiano sin afectar al hospedador y esta observación dio confianza a Chain y Florey para probar sus preparaciones de penicilina en ratones infectados. También explica que diez años antes Fleming, creyendo que las infecciones sólo las podía combatir el sistema inmune, considerara a la quimioterapia una técnica inapropiada y no comprobara el valor terapéutico de sus preparaciones crudas de penicilina.
He elegido la penicilina como ejemplo de la importancia de la investigación básica porque su historia es reciente y dramática. Podría haber citado los rayos X de una generación anterior, que habían sido descubiertos por Wilhelm Röntgen en 1895 e inmediatamente se aplicaron a la Medicina. Estas radiaciones no se descubrieron porque se necesitaran en Medicina y Cirugía, sino porque los físicos estaban profundamente intrigados por una cuestión esotérica, como es el comportamiento de la electricidad en el vacío.
El desarrollo histórico de cualquier fármaco o procedimiento con eficacia médica probada es virtualmente el mismo. El camino que ha seguido un descubrimiento con relevancia clínica es una secuencia compleja de muchas etapas y ramificaciones con diversas disciplinas y se encuentra que las iniciales y más importantes generalmente no han estado relacionadas con ningún objetivo clínico específico.
Cuando alabamos lo que ha hecho por nosotros la investigación básica estamos reflejando simplemente los logros que se obtienen al hacer Ciencia. Las metas y actitudes de la investigación no se han modificado apreciablemente desde hace siglos. La práctica científica depende de las mismas cualidades humanas conocidas que se necesitan en otras profesiones, en el arte o en los negocios. Lo que distingue la práctica científica de la médica, el derecho y la política no son los científicos, sino la disciplina que han de seguir.
La esencia de la Ciencia consiste en preguntarse por cuestiones pequeñas, humildes y que tengan respuestas. En vez de buscar toda la verdad, el científico examina fenómenos reducidos, definidos y claramente separables. La pauta científica es progresar paso a paso. Mientras que el médico ha de tratar a la totalidad del paciente y de una vez, el científico puede aislar la faceta más pequeña que le intriga y aferrarse a ella el tiempo que sea.
Me sorprendió que estas verdades que expuse en 1976 en una conferencia a un grupo de élite de investigadores clínicos en su reunión anual de Carmel, California, tuvieran una respuesta calurosa. Parecía como si a los científicos, o a los abogados, hubiera de recordárseles la naturaleza de los descubrimientos científicos y los peligros que entraña buscar soluciones simples a problemas complejos.
Empecé por describir la divertida idea que tuve mientras preparaba un seminario sobre un mutante de E. coli con un defecto en su capacidad de regular la división celular. Este organismo producía unas mini células que carecían totalmente de DNA. No obstante, podían respirar y hasta cierto punto sintetizaban proteínas. Dado mi enorme interés por el tema me fui preocupando cada vez más de que dichas células pudieran arreglárselas tan bien sin DNA. Resultaba evidente que si tenían futuro sin DNA, mis investigaciones sobre esta sustancia no lo tenían.
Desde luego no pueden reproducirse y tienen gravemente limitada la capacidad para sintetizar proteínas, pero, con todo, tienen presente, como ocurre con las células eucarióticas que carecen de núcleo (como, por ejemplo, los eritrocitos). Sus membranas les confieren la integridad para retener las preciosas macromoléculas que les permiten llevar a cabo un vivo y beneficioso intercambio con el entorno. Por el contrario, la gran inteligencia que representa el DNA no confiere per se ni futuro ni presente. El DNA sin una célula que lo mantenga y lo exprese carece de sentido fisiológico. Pensar en este mutante de E. coli me hizo más consciente de lo relativo que es el valor de las ideas y la inteligencia, por una parte, y de su expresión por otra.
Antes de conocer el verdadero valor de una idea, ha de expresarse o hacerse efectiva. Ha de ponerse en venta, usarse y ensayarse. Así es como debiera ser. Lo contrario, desafortunadamente, no es cierto. Comercializar durante una larga temporada una idea o un producto puede resultar útil aunque se piense que no tenga sentido. Este predominio de la comercialización es cierto en todos los aspectos del comportamiento humano, práctica médica y Ciencia incluidas.
El mercado médico consta de muchos productos y prácticas populares que son peligrosos, inútiles y de incierto valor ya que no descansan en los fundamentos firmes del conocimiento científico. Éste ha sido y sigue siendo el problema médico clave. La investigación para lograr un conocimiento básico y esencial es tediosa, difícil y lleva mucho tiempo, mientras que las referencias a una rápida recompensa son irresistibles. Nos descorazona y divierte el enorme éxito comercial de las prácticas sencillas y rápidas que carecen de este conocimiento básico y esencial.
Me he preguntado a menudo cuál habría sido mi destino si la Segunda Guerra Mundial no me hubiera apartado de la carrera de la Medicina clínica. Probablemente habría encontrado un hueco académico relevante en investigación clínica, como los que me escucharon en Carmel. Siento admiración por los que hacen bien este trabajo y creo que yo no hubiera servido para él. Uno debe tener mucha práctica clínica para poder enseñar esta rama de la Medicina, para hacer justamente lo que necesitan los pacientes y, sobre todo en los años recientes, ganar dinero. Pero la atención a los pacientes consume mucho tiempo y distrae frecuentemente de una investigación de laboratorio sostenida. Y, por encima de todo, las investigaciones clínicas tienen una extraordinaria dificultad y raramente se obtienen recompensas intelectuales y cuando ello sucede son de manera fragmentaria.
Otro problema es elegir lo que se va a investigar. Para el investigador clínico existe la tentación de embarcarse en diversos proyectos dado lo estimulantes que son muchos problemas clínicos. No hay nada más destructor para la productividad del investigador clínico que centrarse intensamente en un único problema durante mucho tiempo. La causa principal de este fallo del progreso no es la falta de esfuerzo, o motivación u oportunidades. Tampoco lo es la falta de creatividad, de inteligencia o de formación. El investigador clínico fracasa cuando se deja dominar por los problemas que ha elegido. Los investigadores han de preguntarse por cuestiones pequeñas y modestas, centrarse en ellas como si fueran un rayo láser y mantener el enfoque hasta perforarlas. El trabajo más creativo y productivo lo hará un individuo o un grupo reducido en vez de un gran equipo.
Se dice que la misión primaria de una facultad de Medicina consiste en enseñar esta materia a los estudiantes. ¡Cuán trágicamente estéril es una visión así! Dichas instituciones, como ocurre con las restantes facultades universitarias, deben evidentemente preparar a los estudiantes con los conocimientos básicos, las habilidades y la experiencia que necesitan para convertirse en profesionales cualificados. No obstante, la misión central de la facultad de Medicina es hacer avanzar los conocimientos médicos e imbuir este espíritu a los estudiantes. Sondeando y penetrando en las cuestiones que retan un dicho conocido formamos a médicos que estarán atentos a los nuevos conocimientos y a los que confiaremos el cuidado de nuestras familias. Pienso también que una gran cantidad de lo que se enseña es para satisfacer el ego y el estatus del profesor y del departamento en vez de por necesidades del estudiante serio. Eso es imperdonable, lo mismo que la proliferación del trabajo administrativo universitario. Mucho del tiempo que se gasta en rellenar papeles para solicitar becas, en juntas, revisiones y demás distorsiona y destruye la responsabilidad primaria que consiste en el progreso de los conocimientos médicos fundamentales.
También me he preguntado en ocasiones lo que habría hecho de haberme comprometido exclusivamente con la práctica médica. Me pongo en el lugar del médico que debe confiar en sus propias manos y en su ingenio para tratar a los pacientes, ganarse la vida y soportar una póliza de seguros que cubra sus errores. ¿No hace ya bastante con mantenerse al frente de los nuevos avances de la práctica médica? ¿Es razonable esperar de él que también haga progresar el conocimiento? Creo que sí. La esencia de la profesionalidad, ya sea artística, literaria o médica, es resolver los problemas suscitados por la curiosidad intelectual y ser creativo. Sólo entonces el médico actúa como un artista en vez de como un practicón.
Sé que si fuera un médico clínico me habría sentido intranquilo y curioso por los muchos interrogantes que encuentran continuamente los médicos. No sabría decir la mejor forma de recoger datos cuantitativos de mis pacientes. Pero los recogería, los clasificaría y analizaría y después recogería más. La disciplina de este ejercicio agudizaría mis habilidades prácticas de médico. Y lo que es más importante, tras estudiar durante muchos años el conjunto de datos sobre una cuestión concreta es seguro que llegaría a saber un poco más, aunque fuera muy poco, y eso haría avanzar el conocimiento médico. Y a no ser que avancen los conocimientos médicos, aunque sean de forma infinitesimal, es segura la regresión dado que continuamente aparecen nuevos problemas, como toxinas desconocidas, organismos resistentes y mitos irracionales sobre la salud y la enfermedad. La experiencia nos ha enseñado que la investigación es el sustento de la Medicina. ¡Qué extraordinario sería si decenas de miles de médicos pudieran publicar alguna vez en su vida la forma en que habían remodelado uno de los hechos de la ciencia médica!

Cronología

1918Nacimiento en Brooklyn, N. Y., de Joseph Aaron y Lena Rachel (Katz de soltera), hermano de Martin y Ella, de 13 y 9 años, respectivamente.
1933 Termina los estudios secundarios en Abraham Lincoln High School (Brooklyn). Ingresa en el City College de Nueva York (CCNY).
1937Título de Bachelor of Science. Ingresa en la Facultad de Medicina de la Universidad de Rochester, Rochester, N. Y.
1941Título de M. D. Inicio del internado en Medicina Interna en Strong Memorial Hospital, N. Y.
1942Termina el internado. Ingresa en el Servicio de Salud Pública y se le asigna un puesto en U.S. Coast Guard (Armada de los EE.UU.). Obligaciones en el Caribe como médico de a bordo. Transferencia a la Sección de Nutrición, Instituto Nacional de Sanidad (NIH).
1943Matrimonio con Sylvy Ruth Levy.
1946Formación con Severo Ochoa en la facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York.
1947Formación con Cari Cori en la Facultad de Medicina de la Universidad de Washington, St. Louis. Nacimiento de su hijo Roger. Regreso al NIH para crear la Sección de Enzimas.
1948-50Nacimientos de sus hijos Tom y Ken.
1953Renuncia del cargo del NIH (con rango de Director Médico) y nombramiento de catedrático y director del Departamento de Microbiología de la Universidad de Washington.
1959Traslado a la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford para desempeñar el cargo de catedrático y director del Departamento de Bioquímica. Concesión del Premio Nobel de Medicina o Fisiología, compartido con Severo Ochoa.
1986Muerte de Sylvy tras una larga enfermedad.
1988Matrimonio con Charlene Walsh Levering.

Bibliografía

Capítulos 1 y 2

Glosario

A. Símbolo de la adenina y sus derivados.
Adenina. Un tipo de purinas. Constituyente fundamental del RNA y DNA, del trifosfato de adenosina (ATP) y de algunas coenzimas (como el NAD y la coenzima A).
Adenosina. Compuesto formado por adenina y ribosa (un azúcar pentosa).
Aminoácidos. Bloques de construcción (monómeros) fundamentales de las proteínas. Generalmente éstas constan de veinte tipos distintos (como glicina, triptófano, ácido glutámico, etcétera) que se enlazan a través de enlaces peptídicos y forman cadenas de varios cientos de restos o unidades de longitud. La secuencia o el orden que presentan los restos en las cadenas deriva del DNA a través del RNA.
Bacteriófago. Virus que infectan a las células bacterianas. Uno de estos virus consta de un ácido nucleico (RNA o DNA) encerrado dentro de una envoltura de proteína. El ácido nucleico, o cromosoma, contiene menos de diez genes, pero en los más grandes este número puede llegar a ser superior a doscientos. (Con fines comparativos, sépase que una bacteria típica tiene unos cinco mil.) Igual que sucede con los demás virus, los bacteriófagos pueden sobrevivir fuera de una célula viva aunque no pueden reproducirse. Al introducirse el ácido nucleico en el interior de la célula bacteriana, dirige el montaje de cientos de nuevas partículas infecciosas y en menos de media hora son liberadas al medio. (En ocasiones se simplifica a «fago».)
C. Símbolo de la citosina y de sus derivados. También es el símbolo del carbono, el bioelemento más abundante.
Cebador. Corta cadena de DNA o RNA, complementaria a la hebra de DNA plantilla que se puede alargar por la DNA polimerasa. Su extremo 3 acepta los nucleótidos nuevos que se añadan y es el punto de partida de la síntesis del DNA.
Citosina. Un tipo de pirimidinas. Constituyente fundamental del RNA y DNA.
Cromosoma. Un fragmento discreto mono o bicatenario de DNA enormemente plegado. Las células con núcleo (eucariotas) tienen muchos pares de cromosomas, las procariotas o bacterias sólo tienen un cromosoma individual. El DNA de los cromosomas generalmente se encuentra asociado con proteínas (que en los eucariotas se llaman histonas).
DNA (Ácido desoxirribonucleico). Sustancia que forma los genes y cromosomas. La información codificada en el DNA se transcribe a RNA. El DNA se diferencia de éste en que posee desoxirribosa (un azúcar pentosa) y timina (una pirimidina) en lugar de ribosa y uracilo.
E. coli (Escherichia coli). Bacteria común del tracto intestinal. Es uno de los organismos experimentales favoritos («cobaya») en Genética y Bioquímica.
Electrón. Partícula elemental (subatómica) con carga eléctrica negativa que se mueve en tomo al núcleo del átomo. Tiene aproximadamente una masa 1.800 veces inferior que el protón.
Enzima. Moléculas de proteína que catalizan las reacciones metabólicas. Todas las reacciones bioquímicas de un organismo están prácticamente catalizadas por enzimas.
Fermentación. Degradación metabólica de los compuestos orgánicos que tiene lugar en ausencia de oxígeno y produce pequeñas cantidades de energía. Son ejemplos la conversión del azúcar en alcohol y C02 por medio de la levadura y la transformación anaeróbica del azúcar muscular en ácido láctico.
Fosfato. Ion formado por un átomo de fósforo y cuatro de oxígeno con tres cargas negativas (P04-). Cuando éstas se neutralizan con átomos de hidrógeno se obtiene ácido fosfórico; si la neutralización corre a cargo de metales (sodio, potasio o calcio) se forma una sal fosfatada.
G. Símbolo de la guanina y sus derivados.
Gene. Un fragmento de DNA localizado específicamente en el cromosoma y que generalmente codifica una proteína concreta. Un gene de tamaño medio de 900 nucleótidos (o pares de bases) codifica una proteína de 300 aminoácidos.
Guanina. Un tipo de purinas. Constituyente fundamental del RNA y DNA.
Guanosina. Compuesto formado por guanina y ribosa.
H. Símbolo del hidrógeno. En el agua «pesada» se encuentra el isótopo pesado deuterio. El isótopo radiactivo se llama tritio (3H). El hidrógeno es el elemento más simple y abundante del universo.
Horquilla de replicación. Punto del DNA en el que tiene lugar la replicación. En ella se separan las dos cadenas parentales para servir como plantillas de cada una de las dos nuevas hebras (hijas) a sintetizar. Por eso tiene forma de Y.
Lisis. Rotura y disolución de las células.
Monómero. Unidad que se repite en un polímero (son ejemplos los aminoácidos de las proteínas, los nucleótidos de los ácidos nucleicos y el azúcar del almidón).
N. Símbolo del nitrógeno. Constituye casi las 4/5 partes, en volumen, del aire y es un elemento de las proteínas y los ácidos nucleicos.
Nucleótido. Unidad fundamental de las cadenas de RNA y DNA. Cada uno consta de una purina o pirimidina enlazada a una pentosa (ribosa o desoxirribosa) que, a su vez, tiene unido un grupo fosfato.
O. Símbolo del oxígeno. La molécula que se encuentra en el aire es diatómica (02) y en el agua está combinado con dos átomos de hidrógeno (HzO).
P. Símbolo del fósforo. Casi siempre se encuentra en los organismos combinado con oxígeno para formar fosfato, una sal.
ØX174. Pequeño bacteriófago con un cromosoma de DNA monocatenario formado por 5.386 nucleótidos encapsulado en una envoltura proteica groseramente esférica (icosaedrica).
Plantilla. Hebra o cadena de DNA que determina el bloque de construcción (nucleótido) que ha de añadirse al cebador.
Plásmido. Pequeña molécula anular de DNA bacteriano (generalmente con una longitud del orden de 5.000 pares de bases) que se replica independientemente del cromosoma bacteriano. Pueden llevar genes que confieren resistencia a los antibióticos o a la hidrólisis del DNA. Los plásmidos pueden transferirse de unas bacterias a otras.
Polímero. Compuesto de elevada masa molecular (como las proteínas, el almidón o los ácidos nucleicos) que consiste en largas cadenas de unidades repetitivas llamadas monómeros, que pueden ser idénticas o diferentes.
Precipitado. Material sólido que se obtiene cuando se modifican las condiciones de una disolución (por ejemplo, la temperatura) o se añade una sustancia (por ejemplo, sal).
Protón. Partícula elemental (subatómica) del núcleo atómico con una carga eléctrica positiva. Es el núcleo del átomo de hidrógeno.
Pirimidina. Base orgánica nitrogenada que incluye algunos de los bloques de construcción del RNA y DNA (uracilo en el RNA, timina en el DNA y citosina en ambos).
Purina. Base orgánica nitrogenada que incluye la adenina y la guanina del RNA y DNA.
Replicación. Síntesis de DNA en la que dos hebras o cadenas preformadas (parentales) actúan de plantillas o moldes para fabricar dos hebras hijas o réplicas.
RNA (Ácido ribonucleico). Polímero que transporta el mensaje genético del DNA para que se puedan sintetizar proteínas. Se diferencia del DNA por su contenido en ribosa (en lugar de desoxirribosa) y uracilo (en lugar de timina).
Sustrato. Sustancia sobre la que actúan las enzimas. Su conversión en un producto dado está catalizada por una enzima específica.
T. Símbolo de la timina o sus derivados.
T2, T4. Bacteriófagos con un largo cromosoma de DNA bicatenario empaquetado en una cabeza y con una estructura elaborada que consta de cuello, cuerpo y cola.
Timina. Un tipo de pirimidina. Constituyente fundamental del DNA.
U. Símbolo del uracilo y sus derivados.
Uracilo. Un tipo de pirimidina. Constituyente fundamental del DNA.
Virus. La forma biológica más simple, que consta de información genética (DNA o RNA) protegida con una cubierta de proteína. A veces presenta una envoltura externa lipídica. Para poderse reproducir ha de entrar en una célula hospedadora de la que requisa fuentes energéticas, bloques de construcción y, en ciertos casos, la maquinaria replicativa y de expresión génica. Los virus bacterianos se llaman bacteriófagos.
Vitamina. Pequeña molécula necesaria en minúsculas cantidades para los procesos meta- bólicos y que como un organismo concreto no puede fabricar por sí mismo ha de obtenerla con la dieta.

El autor

Arthur Kornberg (Brooklyn, Nueva York; 3 de marzo de 1918-Stanford, California; 26 de octubre de 2007) fue un bioquímico estadounidense. Estudió medicina en la Universidad de Rochester, donde se doctoró en 1941. Arthur_Kornberg.jpg Permaneció trabajando en el Servicio de Salud Pública de Estados Unidos durante diez años. En 1952 fue nombrado jefe del Departamento de Microbiología de la Universidad Washington en San Luis, posteriormente aceptó la plaza de jefe del Departamento de Bioquímica de la Universidad Stanford, de California.
Llevó una investigación paralela a Severo Ochoa, descubriendo la síntesis de ADN utilizando una bacteria intestinal (Escherichia coli). Consiguió un ADN sintético idéntico al natural.
Junto con Severo Ochoa, fue galardonado con el Premio Nobel de Fisiología o Medicina de 1959.
En 1958, Arthur Kornberg, a partir de 60 mg de Escherichia coli, logró obtener miligramos de una enzima que él denominó ADN polimerasa; ésta era capaz de sintetizar una nueva cadena de ADN a partir de una cadena existente y empleando nucleótidos trifosfato. Posteriormente, se demostró que la nueva molécula sintetizada en esas condiciones era biológicamente activa, es decir, conservaba en su totalidad la información genética. La enzima ADN polimerasa parecía ser la responsable de la replicación del ADN que años atrás había postulado James Watson y Francis Crick.
Sin embargo, aunque la ADN polimerasa realice perfectamente la replicación del ADN en experimentos de laboratorio, se han obtenido cepas de Escherichia coli y de otras bacterias que no poseen actividad ADN polimerasa y siguen siendo capaces de replicar su ADN; pero en cambio, estas cepas son mucho más sensibles a los daños producidos en el ADN por las radiaciones ultravioleta. Ello induce a pensar que en la replicación natural la ADN polimerasa es una enzima reparadora de los daños producidos en el ADN.
Dentro de otros de sus descubrimientos, en 1957, propuso que el PPi (pirofosfato) era un compuesto secundario del metabolismo que debía ser hidrolizado por la PPasa (pirofosfatasa) citosólica para darle direccionalidad a las reacciones biosintéticas de la célula. En consecuencia, la energía contenida en la unión fosfoanhidra de este compuesto se liberarían en forma de calor.
En conclusión Arthur Kornberg logró sintetizar el ADN en un sistema artificial o en un sistema libre de células.
Notas:
[1] Lengua vernácula de los judíos europeo-orientales y emigrantes formada por una mezcla de alemán antiguo y vocablos de diversos idiomas modernos. (N. del T.)
[2] En alemán en el original. Significa consejero privado. (N. del T.)
[3] Es evidente que esas calorías sé refieren a kilocalorías. Una Kcal es aproximadamente igual a 4,2 kb (Nota del T.)
[4] Un acre equivale a unos 4.000 metros cuadrados( N. del T )
[5] Una onza es algo menos de 30 gramos. (N.del T.)
[6] Una libra son unos 450 gramos. (N. del T.)
[7] El galón norteamericano equivale a unos 3,3 litros (N. del T.)
[8] Como una pulgada equivale a unos 2,5 centímetros, el valor de la presión referido en el texto supone unos 180 kilogramos por centímetro cuadrado. (N. del T.)
[9] En alemán en el original. Publicación con motivo de un homenaje. (N. del T.)
[10] Célebre frase pronunciada por T. H. Huxley en el sonado debate que mantuvo con el obispo Wilberforce en la reunión de la British Association celebrada en Oxford en 1860 poco después de publicarse El origen de las especies. (N. del T.)