Polvo eres - Nieves Concostrina

Peripecias y extravagancias de algunos cadáveres inquietos

Mi agradecimiento a Paloma, Pepa, Lola, Carlos y Alex. Ellos saben por qué. Vaya si lo saben. Pero sobre todo y por encima de todos, a Jesús Pozo.
Un bendito.

Introducción

Aquellos lodos trajeron estos polvos…

Polvo eres comenzó a gestarse hace ya diez años, pero nadie lo sabía. Yo tampoco. Hasta entonces, el periodismo me había llevado por los derroteros habituales que marcan las secciones de un periódico como Diario 16. Fue allí, en el diario de la libertad sin ira, donde aprendí de qué pie cojeaba el monstruo informativo. En la Facultad de Ciencias de la Información también intentaron enseñármelo, pero o no supieron o yo era demasiado zoquete para aprender periodismo dentro de un aula de hormigón. Trabajar en secciones como información local, cultura, economía, radio y televisión, sociedad, opinión y edición me dio una visión general y ninguna especialización. Pero aprendí como nunca y con los mejores, hasta que Diario 16 se fue al garete… porque entre todos lo mataron y él solito se murió. El desempleo espabila el entendimiento y el Fondo de Garantía Salarial te recuerda de una sola colleja que el periodista es aprendiz de todo y maestro de nada. La muerte, por tanto, se presentó como única salida.
Un peculiar encargo —ser redactora jefe de una revista del sector funerario titulada Adiós— me puso en contacto con una información absolutamente desconocida. Su director, Jesús Pozo, me guió por la senda de las vertientes sociales, económicas, culturales, religiosas, antropológicas e históricas de la muerte. Me dijo: «O esto lo cuentas con humor, o no hay tutía». Le hice caso —aún se lo hago a pie juntillas— y aquellos lodos trajeron estos polvos.
Indagué en libros, hemerotecas y biografías que me enseñaron algún aspecto, perdido entre líneas, de la muerte de personajes históricos o contemporáneos, famosos o anónimos; entrevisté a directores de cementerios, personal sanitario, políticos, fabricantes de féretros, empleados de funerarias y cementerios, gestores de grandes y pequeñas empresas, especialistas en duelo, inventores de artilugios fúnebres… y, por último, Internet me facilitó el acceso a periódicos de todo el mundo que, diariamente, me ponían en bandeja informaciones —estrafalarias unas, curiosas otras e interesantes siempre— sobre ritos, costumbres o nuevas tecnologías funerarias. La vasta documentación recopilada y publicada durante años era extensa en exceso como para limitarla a una revista funeraria, así que no quedó más remedio que armarse de valor y presentar un proyecto en Radio Nacional de España para hablar en Radio 5 Todo Noticias acerca de la muerte. Éramos conscientes —Jesús Pozo seguía siendo el motor a reacción— de que la propuesta de realizar un espacio dedicado a la muerte en una radio de ámbito nacional provocaría un silencio sepulcral. Pero no. La vida te da sorpresas.
El jefe de Informativos en aquel noviembre de 2003, Manuel Ventero, no lo dudó… y compró. Es de justicia reconocerlo, y justo es también decir que la siguiente en el escalafón, la coordinadora de Radio 5 Todo Noticias, Paloma Zamorano, asumió el reto —entre incrédula y pasmada— de encajarme en la programación. « ¿Título?», me preguntó. «Polvo eres», contesté. «Pero… ¿esto va de sexo o de muerte?», replicó.
«Psssshhh… según se mire», respondí. Eros y Tánatos se apañan bien juntos, pero el fondo de este asunto es que «quia pulvis es et in pulverem reverteris». Después vino lo más inesperado. Pasé de esconderme por los rincones de la Casa de la Radio para que nadie me señalara como «la de los polvos» a levantar el mentón y decir «sí, yo soy la de los muertos… ¿qué pasa?». Los constantes ánimos de los compañeros técnicos y redactores de Radio 5, y sobre todo las continuas felicitaciones de los oyentes, parecían demostrar que aquellos pequeños «polvos» que comenzaron a emitirse a diario por espacio de apenas tres minutos no eran mal recibidos entre la audiencia. Y como la audiencia es tremendamente curiosa, comenzó a indagar: ¿qué y cuántos libros eran la base para hacer el programa? Pues la verdad, todos y ninguno. La pregunta llevaba implícita la sugerencia: había que escribir uno. El segundo espaldarazo llegó con el premio de la Junta de Andalucía de Periodismo en Radio. Polvo eres, un programa de muertos y muerte, había sido reconocido. Ver para creer. Pero aún faltaba la segunda mano en la espalda para arrear el empujón definitivo. Y fue una mano catalana: Pepa Fernández, directora de No es un día cualquiera en Radio 1 los fines de semana, vio que en su programa, abonado con buen talante cultural, salpicado de palabras moribundas, de músicas imposibles, de física nuclear si se tercia y hasta de la más irreverente historia popular, también tenía cabida la muerte.
Polvo eres —ahora negro sobre blanco— sólo pretende demostrar que la muerte (de otros) puede llegar a ser tan interesante, extravagante o divertida como la propia vida. Y que Dios, o quien sea, nos pille confesados.

Capítulo 1
Los mandamases

Contenido:
§. El botellón fúnebre de Nerón (37 — 68)
§. Jaime I El Conquistador: demasiados cráneos para un rey (1208-1276)
§. El testículo atrófico de Carlos II el Hechizado (1661-1700)
§. Carlos I de España y V de Alemania, el pejiguera de las tumbas (1500-1558)
§. Felipe II: La obsesión por las reliquias (1527-1598)
§. Maximiliano I de México, un cadáver desastrado (1832-1867)
§. Alfonso XII, el último rey que murió reinando (1857-1885)
§. La maldita casualidad de Humberto I de Saboya (1844-1900)
§. Alejandro I, un zar muerto y esfumado (1777-1825)
§. Gengis Khan, un difunto sanguinario (1167?-1227)
§. Cuauhtémoc, el rey azteca con dos tumbas (1495-1525)
§. Napoleón Bonaparte: dando guerra después de muerto (1769-1821)
§. Los huesos coronados de Inés de Castro (c.1320-1355)
§. El botellón fúnebre de Nerón (37 — 68).[1]
Nerón estaba como una cabra, esto no es nuevo. Fue el emperador más sanguinario de Roma, no tenía el más mínimo escrúpulo y su entretenimiento favorito, además del sexo y tocar la lira, consistía en matar a aquel que le estorbara. Nerón murió en junio del año 68, tras conocer que el Senado le había destituido y que toda Roma le buscaba para saldar cuentas. No tuvo valor para matarse y fue uno de sus libertos de mayor confianza, Epafrodito, quien tuvo que hundirle el cuchillo en la garganta. O sea, que más que suicidarse, a Nerón «le suicidaron».
Nerón era tan, tan pesado con eso de creerse un gran virtuoso —« ¡Qué gran artista muere conmigo!» fue lo último que pronunció—, que sus actuaciones duraban días y noches. Cuando interpretaba estaba terminantemente prohibido que nadie abandonara el teatro, y algunos espectadores llegaron a fingir que habían muerto para que retiraran sus cadáveres y así poder huir de los insufribles cantos de Nerón. La vida de Lucio Domicio Claudio Nerón estuvo salpicada de muertes. Subió al trono con dieciséis años, después de que Claudio, su padre adoptivo, muriera envenenado por Agripina, madre de Nerón. Esto fue sólo el principio. Nerón mató luego a su medio hermano Británico, a su madre y a sus esposas Octavia y Popea. También mandó a Séneca, su maestro, que se suicidara, y no hace falta recordar la ingente cantidad de cristianos que acabaron en la barriga de las fieras durante su reinado. Como Nerón, además, era un cínico impresentable, durante la cremación de su segunda esposa, Popea, que murió tras recibir una patada de su perturbado marido, lo que le complicó el embarazo, se mostró como un esposo doliente. Así, organizó para ella unos funerales con honores y, según relató Plinio el Viejo, quemó toda la producción anual de incienso de Arabia en la pira funeraria. Nerón fue incinerado en Roma, y los huesos que quedaron, enterrados en las afueras de la ciudad. El hombre no era especialmente querido por las gentes de bien, así que su tumba, sobre la que creció un frondoso nogal, acabó siendo centro de reunión de brujas y hechiceros. Allí se organizaba una especie de botellón que traía de cabeza a autoridades civiles y eclesiásticas. Tuvo que pasar un milenio para que llegara un papa y pusiera fin a tanto desenfreno. Fue Pascual II, que reinó entre los años 1099 y 1118, quien decidió acabar no sólo con las reuniones hechiceras, sino con la propia tumba de Nerón practicando un exorcismo en el lugar. Lo primero que hizo Su Santidad fue imponer un ayuno en Roma a la espera de recibir la inspiración para acabar con la maldición, si bien no hay datos fehacientes de cuántos romanos estuvieron sin comer mientras al Papa le venía alguna idea.
Afortunadamente, a la tercera noche se le apareció la Virgen y le indicó cómo liberar a Roma del poder diabólico del emperador quien, por cierto, se aparecía de vez en cuando. Al cuarto día se reunieron en torno al nogal que había sobre la tumba de Nerón cientos, quizá miles de personas. Según cuenta la leyenda, asistieron aterrorizadas a la ceremonia de exorcismo, junto a los rezos del Papa y numerosos cardenales. Pascual II, siguiendo instrucciones de la Virgen, taló el nogal, abrió la tumba y desenterró lo poco que quedaba del emperador. Los huesos fueron arrojados al río Tíber, que viene a ser lo mismo que mandarlos a freír espárragos. A partir de entonces Roma vivió en paz, sin el espectro de Nerón dando vueltas por ahí. Los brujos y hechiceros se trasladaron a otro lugar y, años más tarde, otro papa, Sixto IV, mandó erigir en el lugar donde estuvo la tumba una iglesia consagrada a Santa María. El lugar está en la actual Piazza del Popolo. Allí, sobre el altar mayor, en uno de los relieves, está representado el papa Pascual II arreando el primer golpe de hacha al nogal. De Nerón nunca más se volvió a saber.
Quizá aún esté dando la murga a los peces del Tíber.

§. Jaime I El Conquistador: demasiados cráneos para un rey (1208-1276).
Cuentan las crónicas que el rey Jaime I el Conquistador fue un tipo de gran carácter, fuerte personalidad y con mucha cabeza; cabeza que empleó en reinar durante más de sesenta años. Fue un gran creyente, y también un gran pecador, porque tenía mucha y muy buena cabeza para ligar. Dicen que era alto, guapo y que tenía una gran cabeza cubierta de pelo largo y rubio. Pero también tenía mucha cabeza a la hora de batallar, y por ello anexionó las Baleares a la Corona de Aragón y arrebató el reino de Valencia a los musulmanes. Y como ya ha quedado claro que cabeza no le faltaba, quizá esto tenga algo que ver con que en su tumba haya ahora dos cráneos. Los restos de Jaime I fueron de los más vapuleados cuando a mediados del siglo XIX se profanó el monasterio de Poblet, en Tarragona, donde llevaba plácidamente enterrado unos seiscientos años. En este monasterio estaban sepultados los reyes de la Corona de Aragón, y hasta allí llegó en 1837 la desamortización de Mendizábal —el Estado se incautó de los bienes de la Iglesia, lo que se llamaba «bienes de manos muertas», para aliviar la mala situación económica del país—. Claro que una cosa es desamortizar y otra muy distinta arrasar.
Los reales huesos acabaron haciendo compañía a Mister Proper, y no sólo los de los reyes, porque el monasterio guardaba cientos de cadáveres aristocráticos y eclesiales entre sus muros. En plena desamortización, el párroco de L'Espluga de Francolí recogió con paciencia de santo los huesos dispersos de reyes, nobles y frailes, los metió en sacos de aceitunas y los guardó en su iglesia.
Con Jaime I, sin embargo, se tuvo especial cuidado: como sus restos parecieron más fáciles de identificar a simple vista, fueron separados de todo el batiburrillo y guardados en una caja de nogal, mientras que el resto de osamentas fue a parar a siete cajas de pino. Pasados unos años, todos los huesos rescatados se llevaron a la catedral de Tarragona, y fue entonces cuando se montó un bonito litigio entre esta ciudad y Valencia. Cuando los valencianos se enteraron de que entre los muertos rescatados estaba su querido Jaime, lo reclamaron, pero Tarragona dijo que nones. Hubo una bronca importante, pero al final Valencia se quedó sin Jaime I. El rey disfrutó en Tarragona de un descanso privilegiado y en solitario, en una tumba exclusiva. Entonces llegó el año 1952, cuando los monjes de Poblet reclamaron el regreso de los restos al monasterio, petición que Francisco Franco atendió de mil amores. Y aquí se produjo otro episodio que no pasó a mayores porque la intentona no prosperó. Lo relata el autor Màrius Carol en su novela El segrest del rei: un grupo de personas, entre las que se encontraba el ex presidente del Parlamento catalán, Joan Raventós, intentó secuestrar los restos de Jaime I aprovechando el traslado desde Tarragona a Poblet. La intención era hacerse con los restos en la catedral, llevarlos en coche hasta Camprodon (Gerona) y luego cruzar la frontera por las montañas. Los planes del comando secuestrador consistían en dar una conferencia de prensa internacional en Sant Miguel de Cuixà, ya en territorio francés, y contarle al mundo que su acto era una protesta contra el régimen franquista. El propósito quedó sólo en eso, en propósito.
Para el solemne traslado a Poblet de todos los huesos se organizó una comitiva fúnebre de padre y muy señor mío. Acudió tanta gente importante que sólo la lista de asistentes ocupaba trece páginas de un libro que se editó para recordar el acontecimiento. Lo que no se dijo es que nadie tenía ni la menor idea de qué huesos pertenecían a tal o cual rey o reina, o a tal o cual noble o fraile. La comisión de expertos se apañó como pudo, hizo un reconocimiento de restos y clasificó los huesos por tamaños antes de devolverlos a las tumbas de Poblet: «Este fémur para Leonor de Portugal, este cráneo para Juan II, esta costilla para el príncipe de Viana…». Y así, de forma tan sobria y científica, quedó recolocada la maltrecha Corona de Aragón. El esqueleto de Jaime I fue relativamente fácil de localizar, porque era un tipo altísimo y porque se sabía que su cráneo debía de tener una marca o incisión, ya que durante el asedio de Valencia el rey recibió un flechazo en plena cabeza que le atravesó el casco y se le incrustó en la sien. Con la autoridad propia de un monarca, él mismo se extrajo la flecha. Debió de doler.
El cráneo atribuido a Jaime I desde que el párroco de L'Espluga acudiera al rescate de la Corona aragonesa presentaba, efectivamente, una importante herida, pero un experto planteó que aquella marca era excesivamente grande para ser producto de una flecha. Es más, según él, nadie con ese boquete en la cabeza habría sobrevivido. Como podría decir algún portavoz del Samur, era una herida incompatible con la vida. Optaron entonces por revolver entre el excedente de huesos y, como era de esperar, apareció otro cráneo con una herida más acorde con la de una flecha, a la altura de la sien. Así que dijeron: «Tate, ésta es la auténtica calavera del rey Jaime». Aunque parecía claro que el cráneo encontrado en segundo lugar era el verdadero, no se atrevieron a desechar el otro, así que, para no meter la pata de cara a la posteridad, metieron los dos en la tumba del rey. Y de esto no cabe la menor duda, porque el NO—DO grabó un reportaje en el que se veía la caja con los restos antes de ser ubicada en Poblet, y dentro se aprecian perfectamente las dos calaveras. La mala noticia es que hasta la actualidad no se ha localizado el lugar donde dejaron a Jaime I en 1952, así que el rey lleva medio siglo con un esqueleto y dos cabezas. Un rey cabezón donde los haya.

§. El testículo atrófico de Carlos II el Hechizado (1661-1700).
Al rey Carlos II le llamaron el Hechizado. Falleció el 1 de noviembre del año 1700, pero sólo un mes antes de morir, el 2 de octubre, firmó un testamento que montó una buena en Europa: como murió sin descendencia, declaró al duque de Anjou, futuro Felipe V, heredero de la Corona de España, decisión que nos trajo la famosa Guerra de Sucesión. La consecuencia de la esterilidad de Carlos IIfue que los Borbones ganaron el trono.
Carlos II tuvo más enfermedades en sus escasos años de vida que un tratado de medicina. Sufrió sarampión, raquitismo, viruela, problemas gástricos, paludismo, hidrocefalia, fiebres tercianas y, lo que era peor, hipogenitalismo, o sea, que sólo tenía un testículo, y no precisamente a pleno rendimiento. Al rey se le intentó curar con miles de remedios, y de hecho el verdadero milagro es que sobreviviera casi treinta y nueve años, cuando nadie daba un duro por su vida casi desde que nació. Al ser rey, lo que más preocupaba era su esterilidad, porque de ella dependía un inmenso territorio. Primero se pensó que la culpa, cómo no, era de su primera mujer, María Luisa de Orleans, que se quejaba de la eyaculación precoz de su marido. Luego se creyó que había sido víctima de un hechizo, y más tarde algún iluminado le convenció de que el origen de todos sus problemas estaba en que no se había despedido de su padre en el lecho de muerte. Cómo iba a despedirse el chaval, si Felipe IV murió cuando Carlitos tenía cuatro años. El caso es que como Carlos II lo intentaba todo, ni corto ni perezoso se plantó en El Escorial, mandó exhumar la momia de su padre y se quedó unos minutos con ella. Ni que decir tiene que volvió a Madrid tan estéril como cuando se fue. En otra ocasión intentó curarse con las momias de San Isidro y San Diego de Alcalá, para lo cual se trasladaron los restos de estos dos santos hasta unas capillas cercanas a palacio. Carlos II tenía especial confianza en la momia de San Diego, incorrupto —momificado, en realidad—, porque su bisabuelo Felipe II también la utilizó para curar a uno de sus hijos. Pero el remedio tampoco sirvió de mucho, porque San Diego ni le repuso el testículo que le faltaba ni mucho menos le desatrofió  el único que tenía.
Cuando murió se le realizó la autopsia, algo poco común con los reyes españoles. Según el informe de los médicos, el corazón era tan pequeño como un grano de pimienta, los pulmones estaban corroídos, los intestinos, gangrenados, el testículo estaba negro como el carbón, y la cabeza llena de agua. No tenía desperdicio. A todos nos han enseñado en la escuela que la llegada de los Borbones al trono español tuvo sus orígenes en la Guerra de Sucesión, pero si tiramos del hilo queda claro que la culpa la tuvo el único y atrófico testículo del rey Carlos II.

§. Carlos I de España y V de Alemania, el pejiguera de las tumbas (1500-1558).
El rico heredero Carlos, nieto de los Reyes Católicos, tendría que haber adornado su nombre, además de con los cien mil títulos que ostentaba, con un apodo: «el Indeciso». No ha habido monarca con más dudas sobre su enterramiento que Carlos V. Cambió veinte veces de opinión al respecto: que si quiero que me entierren aquí; luego que no, que en otro sitio; que ahora éste no me gusta, que mejor en este otro… La última vez que mudó su idea fue catorce días antes de morir. Y afortunadamente se despidió un 21 de septiembre de 1558, porque de no haber sido así, no existiría el monasterio de El Escorial.
Al parecer, el primer deseo del emperador fue ser enterrado en Innsbruck, Austria, porque allí es donde estaba sepultado su abuelito paterno, Maximiliano, quien casi merece historia aparte porque viajó durante los últimos años de su vida con el ataúd en el que quería ser enterrado y al que llamaba «mi tesoro». Sin embargo, Carlos cambió de idea y decidió que no, que en Innsbruck no. Mejor en Dijon, en el corazón de la Borgoña, lugar en donde les sale tan buena la mostaza.
Claro que también se pensó mejor lo de Dijon y decidió que Granada estaría bien, cerquita de sus padres, Juana la Loca y Felipe el Hermoso, y de sus abuelos, los Reyes Católicos. Cerquita, pero no con ellos, porque Carlos V, además de un poco pejiguera con su enterramiento, era bastante vanidoso. Pretendió en un principio ser enterrado bajo el gran cimborrio que rodea la Capilla Real de la catedral de Granada, en un espacio diferenciado del de sus padres y abuelos. Su argumento estaba en que él, el gran Carlos I de España y V de Alemania, era, además de rey, emperador, y quería dejarlo claro. Nada de estar mezclado con reyes castellanos y aragoneses. Carlos pensó también que con su título imperial continuaría la saga de emperadores y todos deberían quedar diferenciados de los anteriores reyes. Pero no pudo ser. Su hijo Felipe II se quedó sólo con la Corona de España. No fue emperador ni del Sacro Imperio ni de Buitrago de Lozoya.
El caso es que tampoco Granada fue la decisión definitiva del rey. Como se retiró al monasterio de Yuste, en Cáceres, para sufrir sus numerosas enfermedades, decidió que allí quería ser sepultado, justo debajo del altar mayor y no de cualquier manera. Dejó dicho que la mitad de su cuerpo, desde los pies hasta el pecho, estuviera debajo del altar; y la otra mitad, del pecho a la cabeza, fuera de él.
Pero ni siquiera Yuste fue el lugar definitivo, porque en el testamento que cambió dos semanas antes de morir acabó dejando en manos de su hijo Felipe II su sepultura definitiva. Eso sí, con unas claves fundamentales: tenía que ser nueva, enorme y espectacular. Helo ahí: el monasterio de San Lorenzo de El Escorial. La momia de Carlos I de España y V de Alemania (porque el emperador no está en los huesos, está momificado) ha salido varias veces de su tumba. Una, cuando lo trasladaron desde Yuste a El Escorial. Otra, cuando su hijo Felipe II quiso ver cómo estaba amortajado para quedar él exactamente igual. Otra en el siglo XVII, cuando un fraile cotilla avisó a Felipe IV de que el emperador continuaba con buen cutis, y el rey organizó una especie de peregrinación para que la corte y unos cuantos embajadores contemplaran momia tan maja. Una más en 1868, durante la revolución en la que fue destronada Isabel II. Otra ocasión se dio en 1872, momento que se aprovechó para hacer el único retrato oficial que existe de la momia.
La última fue en 1936, durante los asaltos republicanos a edificios religiosos. A algún miliciano le debió de hacer gracia profanar la tumba del rey-emperador y se hizo una foto abrazado a la momia. Esta imagen salió publicada en un periódico francés, y este periódico lo vio, siendo un adolescente, el ahora médico Julián de Zulueta. La imagen quedó en la retina del joven Zulueta, y cuando se convirtió en especialista en medicina tropical pidió permiso para estudiar la momia de Carlos V y saber si, como él sospechaba, además de la gota, la malaria había sido otro de los males del emperador. La Casa Real negó los permisos porque consideraron que ya había tenido bastante ajetreo. Según relató Zulueta al diario La Voz de Asturias, la respuesta del rey Juan Carlos I fue amable pero contundente: prefería que se dejaran tranquilos los restos de su «augusto antepasado». No sé… Colega de profesión de Juan Carlos I sí fue Carlos V, pero no ascendente. El hecho de que los dos porten corona no les hace compartir genes. Sea como fuere, ahí quedó la cosa hasta que tiempo después se descubrió, casi por casualidad, que en una sacristía del monasterio de El Escorial existe una urna que guarda parte de un meñique, una pequeña falange del emperador Carlos V. Al parecer le cortaron el dedo en 1868, en la tercera de sus exhumaciones. Esta vez, al ser un insignificante meñique y no un cuerpo entero, la Casa Real sí dio permiso para estudiar el dátil, porque con ello no se incordiaba en absoluto al emperador. Como el médico Zulueta no disponía del laboratorio adecuado, entró en contacto con investigadores catalanes para realizar un estudio a fondo del meñique, y allá que se fue la falange, a Barcelona. Resultado: efectivamente, el emperador Carlos V debió de pasarlo fatal, porque la falange ha contado que sufrió unos terribles ataques de gota y una artritis severa a más no poder. Y no ha terminado de hablar, porque los investigadores biomédicos del hospital August Pi i Sunyer siguen a vueltas con el dedo para saber si, además, el Habsburgo padeció malaria, diabetes y asma. Y si la miserable falange de un insignificante meñique puede contar todo esto, imaginen lo que cuenta un cuerpo entero… Canta hasta La Traviata.

Felipe II: la obsesión por las reliquias (1527-1598).
Felipe II… Qué hombre, qué obsesión con los santos. Los tenía fritos, porque constantemente llevaba de acá para allá sus reliquias para sentirse más protegido. Sin embargo, cuando a uno le llega la hora, no hay santo ni patrón que le libre de la muerte. El rey Felipe II murió en su cama del monasterio de El Escorial en septiembre de 1598. Se fue el día 13, mal día. Eso sí, no se murió hasta que su entierro lo tuvo perfectamente organizado.
El pobre Felipe II estuvo agonizando con su maldita gota durante casi dos meses. En medio de unos dolores insoportables quiso rodearse en sus aposentos del mayor número posible de pedacitos de santos, porque veía cerca su muerte. Mandó que le trajeran la rodilla y el pellejo de San Sebastián; una costilla del obispo San Albano; el brazo de San Vicente Ferrer; otro hueso de San Ivón… y esto por citar sólo cuatro. Cada mañana, durante dos meses, Felipe II hacía que le acercaran todas las reliquias para besarlas y pasárselas por la pierna enferma. Y las tenía perfectamente contadas, porque a veces debía advertir a fray Martín de Villanueva, a cargo de las reliquias, por su olvido en darle el fémur de San Fulano o la rótula de Santa Mengana. Precisamente a la obsesión del rey por los huesos ajenos se debe que el monasterio de El Escorial guarde lo que se considera, probablemente, el mayor relicario del mundo: a los lados del altar mayor, en las capillas laterales, se guardan a buen recaudo 144 cráneos, todos de santos; una docena de esqueletos, igualmente sagrados, y más de 4.000 huesos que en algún momento llevaron puestos casi todos los santos del martirologio. Casi todos, porque dos o tres se libraron, entre ellos el apóstol Santiago, y esto sea quizá la prueba más fehaciente de que en la tumba de Compostela no está el patrón. De haber estado allí los huesos del apóstol, a Felipe II no se le hubieran escapado.
El segundo empeño del rey antes de morir, y después de la recolección de reliquias, fue dejar perfectamente medido todo su funeral. Felipe II ordenó que abrieran el ataúd de su padre, el emperador Carlos V, para ver cómo estaba amortajado y dispuesto, porque él quería quedar de manera idéntica. También dispuso cómo debía ser su féretro y exigió que estuviera terminado para darle el visto bueno. Ordenó que se construyera un ataúd de plomo que cerrara herméticamente y evitara los malos olores, féretro que luego debería introducirse en otro realizado con un tipo de madera muy especial, la del árbol del paraíso. El capricho tiene una explicación: con la madera de este árbol se construyó un galeón portugués que permaneció olvidado y pudriéndose en el puerto de Lisboa. El rey, veinte años antes de su muerte, compró el galeón e hizo que lo llevaran a El Escorial. Con la madera del barco se hicieron cruces, bancos, vigas… Pues bien, en su lecho de muerte pidió que una de las vigas de esa madera se convirtiera en tablas para su ataúd.
Llegó, evidentemente, la hora de su muerte, y se abrió el testamento para cumplir con los oficios religiosos que Felipe II dejó dispuestos: tuvieron que celebrarse 62.500 misas, y cuando se hubieran dicho éstas, ordenó otras 6 misas diarias, más 24 de réquiem en los aniversarios de su nacimiento y muerte, más otras muchas que resultaría largo relatar. No es que sorprendiera la petición, porque tal era la costumbre de reyes, reinas y nobles para asegurarse una parcela en el cielo. Dentro de lo que cabe, Felipe II fue prudente con el número, porque según relata el estudioso Javier Varela en La muerte del rey, otros soberanos posteriores, como Felipe IV y Carlos II, pidieron 100.000, y 300.000 fueron las que solicitó María Luisa de Orleans.
La puntilla la dio Felipe II al pedir que jamás dejara de haber dos frailes jerónimos rezando permanentemente frente a su sepulcro. Falta documentación respecto al tiempo que aguantaron los jerónimos con tal capricho, pero lo único cierto es que ser fraile en la época de Felipe II era un oficio agotador.

§. Maximiliano I de México, un cadáver desastrado (1832-1867).
A Maximiliano I, emperador de México, le pasó lo que le pasó por meterse en camisas de once varas. ¿Qué hacía un archiduque austriaco gobernando a los mexicanos por orden de los franceses? Napoleón III le ofreció la Corona de México como quien regala un chicle, y le convenció de que los mexicanos le adorarían. A Maximiliano, que era cuñado de Romy Schneider, o sea, de la emperatriz Sissí, le duró la corona imperial y la vida los tres años que tardó Benito Juárez en ordenar su fusilamiento. Volvió a Austria con los pies por delante en la fragata Novara, la misma que le había llevado vivo hasta México. Su muerte acabó siendo tanto o más azarosa que su reinado. Maximiliano se rindió a Juárez el 15 de mayo de 1867, y treinta y cuatro días después fue conducido al paredón en Querétaro. Hasta el escritor Victor Hugo pidió el perdón de Maximiliano con una carta dirigida a Benito Juárez. Le escribió: «A esos emperadores que con tanta facilidad hacen cortar la cabeza de un hombre, ¡demuéstreles cómo se perdona la cabeza de un emperador!». La carta llegó dos días después del fusilamiento.
El cadáver presentaba cinco impactos de bala en pecho y abdomen, y el famoso tiro de gracia en el corazón. Al trasladar su cuerpo surgió el primer problema. Maximiliano era muy alto y no entraba en el ataúd. No hubo más remedio que dejarle los pies por fuera.
El segundo inconveniente llegó a la hora de embalsamarlo, porque el encargo lo recibió el médico más tonto, inútil y aprovechado que había en México, el doctor Vicente Licea. El trabajo que hizo fue pésimo, y para quien piense lo contrario, he aquí un detalle: un ojo de Maximiliano quedó maltrecho y el médico lo sustituyó por uno de cristal tomado de una imagen de Santa Úrsula. Pero Maximiliano tenía los ojos azules y el que le pusieron era negro.
La chapuza y la falta de sensibilidad no acabaron aquí. El médico decidió lucrarse con el cadáver y con todos los objetos que hubieran estado en contacto con él. Durante los siete días que duró el embalsamamiento, los sirvientes de grandes señoronas entregaban al doctor Licea lienzos y pañuelos para humedecerlos en la sangre de Maximiliano. Y esto no era gratis. Benito Juárez acabó enterándose y enjuició al doctor Licea.
Maximiliano aguantó insepulto en Querétaro durante tres meses, mientras Austria pedía que se devolvieran los restos. Se decidió su traslado a la iglesia de San Andrés, en México capital. Como hay emperadores que nacen con estrella y otros estrellados, el carro que trasladó los restos de Maximiliano volcó dos veces. El austriaco acabó revolcado en las aguas de un arroyo y, en la caída, perdió un trozo de nariz. Es fácil hacerse una idea del estado en que llegó el cadáver. Los productos usados en el primer embalsamamiento se mezclaron con el agua y a Maximiliano hubo que colgarlo para que escurriera. Literalmente.
Por fin, cinco meses después de su ejecución, el emperador destronado pudo regresar a Austria, y allí llegó con un ojo negro, otro azul y una nariz de cera. Pero al final pudo descansar, y aún lo hace, en el sepulcro imperial de los capuchinos, en Viena. Entre las últimas frases que dejó, escribió ésta: «He esperado la muerte con calma y quiero, igualmente, gozar de calma en el féretro». No pudo ser.

§. Alfonso XII, el último rey que murió reinando (1857-1885).
Alfonso XII ha sido el último rey de España que murió reinando. Quiere esto decir que el último entierro de un monarca en España se produjo en 1885. Casi un siglo después enterraron a su padre, Alfonso XIII, pero ni murió siendo rey ni disfrutó del protocolo de los entierros reales.
Alfonso XII se fue cuando sólo le faltaban tres días para cumplir veintiocho años, pero le dio tiempo a todo: a reinar, a casarse, a enviudar, a ligar, a volver a casarse y a dejar en camino al sucesor, el futuro Alfonso XIII. Al rey se lo llevó por delante la tuberculosis, una enfermedad a la que sucumbió en El Pardo un 26 de noviembre. El mismo día de su cumpleaños, el día 28, su cuerpo era entregado a los monjes agustinos de El Escorial para su custodia. Se realizaba por última vez un protocolo de entierro real.
La inconsolable María Cristina se encargó de lavar el cadáver antes de dejarlo en manos del doctor Camisón, el médico de cámara que realizó el embalsamamiento en El Pardo. De vestir al rey para que estuviera presentable durante su exposición en el Salón de Columnas del Palacio Real de Madrid se ocuparon el conde de Revillagigedo y el duque de Bailén, ayudados por el marqués de Mancera, cuyos padres amortajaron en 1833 a Fernando VII. Parece que quedó como una costumbre familiar. Con su uniforme de gala de capitán general, Alfonso XII permaneció un día en la capilla ardiente de palacio para después ser trasladado en tren hasta El Escorial. El cortejo fúnebre llegó hasta el atrio de la iglesia, donde estaban en perfecta formación los alabarderos, y entre ellos fue depositado el féretro. Aquí comenzó un estricto ritual. Primero el ministro de Justicia, que era el notario mayor del reino, leyó la orden que dio la reina viuda mandando que los monjes se hicieran cargo del cuerpo. Luego el ministro se dirigió a los monteros de Espinosa, la Guardia Real, y les preguntó lo siguiente con el féretro abierto:
—Monteros de Espinosa: ¿juráis que el cuerpo que contiene la presente caja es el de su majestad el rey don Alfonso XII de Borbón y Borbón, el mismo que os fue entregado para su custodia en el Real Palacio en la tarde del día 27 último?
— ¡Sí, es el mismo! —respondieron los monteros de Espinosa.
— ¡Juradlo! —insistió el ministro de Justicia, que no se daba por vencido fácilmente.
— ¡Juramos! —contestó la Guardia Real.
Pasado este primer trámite, la caja se cerró para pasar a un segundo: la entrega del cuerpo a los monjes agustinos. Los grandes de España y gentilhombres descendieron por las escaleras que conducen al Panteón Real. Una vez allí, volvió a quedar al descubierto la cara del rey Alfonso XII y se produjo la siguiente escena: el féretro en medio del panteón. Las más altas autoridades rodeándolo. El ambiente, solemne. En ese momento el montero mayor se dirigió al rey —muerto, no lo olvidemos— y le llamó:
— ¡Señor! ¡Señor!
Evidentemente el rey no respondió. Se acercó entonces el jefe de alabarderos, inclinó la cabeza sobre el féretro, e insistió por tres veces:
— ¡Señor! ¡Señor! ¡Señor!
Como el rey seguía sin decir ni mu, el jefe de alabarderos dijo en voz alta:
—Pues que Su Majestad no responde, verdaderamente está muerto. Cuando quedó perfectamente claro que el rey no tenía nada que decir, el jefe de alabarderos rompió en dos pedazos el bastón de mando real y los arrojó a los pies de la mesa. El cuerpo quedó en manos de los monjes, que lo trasladaron al pudridero, a la espera de que el monarca se redujera a reales huesos para poder ubicarlo definitivamente en su féretro de mármol del panteón.
Después de tanto protocolo, que aún no ha sido modificado, cabría esperar que alguien hubiera gritado aquello de « ¡El rey ha muerto, viva el rey!», pero es que no había rey. Alfonso XIII, en aquel momento, sólo era un real embrión. Con corona, pero embrión.

§. La maldita casualidad de Humberto I de Saboya (1844-1900).
Hubo un tipo muy listo, filósofo pesimista para más señas, que definió la coincidencia como «la aparición simultánea de acontecimientos causalmente desconectados». Schopenhauer, que así se llamaba el cerebrito, dijo que los acontecimientos simultáneos discurren en líneas paralelas, de forma que el destino de un individuo se ajusta invariablemente al destino de otro. Schopenhauer, si hubiera aguantado vivo unos años más, habría tenido noticias de una serie de coincidencias que le habrían matado del susto. Le ocurrió a Humberto I de Saboya y al dueño de un restaurante. La historia es para morirse.
Humberto I de Saboya reinó en Italia entre 1878 y 1900. Era un monarca de gran mostacho que el 28 de julio del año 1900, durante una visita oficial a la ciudad de Monza, en el norte de Italia, entró en un restaurante. Cuando estaba sentado a la mesa, al rey Humberto le llamó la atención un hombre que se parecía muchísimo a él. Mismo pelo, misma altura, igual bigote. Le mandó llamar y entabló conversación. Aquel hombre resultó ser el dueño del restaurante y también se llamaba Humberto. Qué casualidad.
El rey continuó indagando y averiguó que el hombre había nacido también en Turín, el mismo día y el mismo año que él. Caramba, cuánta coincidencia junta. « ¿Y está usted casado?», preguntó el rey. «Sí —contestó el hombre—, y mi mujer se llama Margarita». «Vaya, la mía también», se asombró Humberto de Saboya. El remate fue cuando comprobaron que las dos parejas se habían casado el mismo día del mismo año. Aquello comenzaba a ser inquietante.
« ¿Y hace mucho que tiene usted este negocio?», siguió preguntando el rey. «Pues lo abrí el 9 de enero de 1878», contestó el dueño de la pizzería. «Qué casualidad, porque yo fui coronado ese mismo día de ese mismo año». Compartieron unas risas ante tanta coincidencia y al rey Humberto le cayó tan bien aquel hombre que decidió invitarle al día siguiente, 29 de julio, a que le acompañara en el palco real durante una competición atlética que tenía que presidir en Monza.
Llegado el momento, el rey esperó en vano a su nuevo amigo en el palco real. Su tocayo no llegó. Humberto I de Saboya fue informado de que su invitado había muerto acribillado a disparos en la puerta de su establecimiento hacía sólo unas horas. Humberto Ide Saboya quedó consternado por haber perdido tan rápido a su nuevo amigo y tocayo, pero no tuvo tiempo de pensarlo mucho. Aquel mismo día, 29 de julio de 1900, cuando subía a su carruaje tras el acontecimiento deportivo, el rey Humberto I de Saboya moría bajo las balas de un anarquista.
Aquí acabó la retahíla de casualidades en la vida y la muerte de los dos hombres, porque uno fue enterrado como rey y otro como plebeyo. Humberto I de Saboya fue a dar con sus huesos al Panteón de Roma y los de su tocayo tocaron tierra en el cementerio de Monza. Pero el resumen de todo esto es que Schopenhauer tenía razón y que esto no hay quien lo entienda.

§. Alejandro I, un zar muerto y esfumado (1777-1825).
Alejandro I, el zar de todas las Rusias, ha pasado a la historia por haber derrotado a Napoleón con la ayuda del más famoso de sus oficiales, el General Invierno, por tener un tipazo que quitaba el hipo, a juzgar por los retratos, y por ser más rarito que un perro verde. Pero también ha pasado al ámbito de la leyenda porque se esfumó. Se supone que se murió. Vale. Se supone que le enterraron. De acuerdo. Pero también se supone que cuando a un muerto lo dejas en un sitio, se está quieto hasta nueva orden. No fue así con Alejandro I.
Nunca se ha demostrado si murió de verdad o si lo fingió y dieron el cambiazo al cadáver. Todo visitante que se acerca por la cripta de los zares en San Petersburgo puede ver su sarcófago, pero está vacío.
Alejandro I se convirtió en el mandamás europeo más popular, pero no se sabe en qué momento y por qué le crujieron las ideas reformistas, su espíritu ilustrado y su papel de árbitro de Europa. Se volvió muy desconfiado, muy místico y muy conservador. Y en mitad de todas estas rarezas, un día fue y se murió. De repente, con sólo cuarenta y ocho años, en su palacio de Taganrog, una Ciudad costera al sur de Rusia.
Cuentan que tenía una depresión de caballo porque nunca superó haber participado en un complot que se le fue de las manos y que acabó con el asesinato de su padre, el zar Pablo I. En teoría, sólo en teoría, Alejandro murió de paludismo, pero el informe de la autopsia es una chapuza de principio a fin. Parece ser falsa, porque los médicos que supuestamente la firmaron confesaron años después que ellos no la hicieron. Dicen que el zar Alejandro I, simplemente, quería quitarse de en medio, por eso dio orden de buscar un cadáver que se le pareciera.
Se expuso un cuerpo, parecido en altura pero con la cara deformada, y al principio todo el mundo, más o menos, tragó. Y una curiosidad: el compositor catalán Fernando Sors fue el que compuso la marcha fúnebre para las exequias de Alejandro I. Once años después de la muerte, cuando el zar estaba supuestamente muerto y enterrado en San Petersburgo, pillaron en las llanuras de Siberia a un ermitaño de maneras refinadas, muy culto y que de vez en cuando soltaba datos imposibles de saber si no era por alguien de muy alta cuna política. Comenzaron las sospechas de que aquel tipo era Alejandro I. Algunos, incluso, le reconocieron. El episodio está tan aceptado en Rusia que el escritor León Tolstoi lo recoge en su libro Guerra y paz. El escritor asegura que aquel eremita era el zar Alejandro.
Tan pesada se puso la gente y tanto corrió la leyenda, que otro zar, Alejandro III, decidió años después acabar con la superchería y ordenó abrir el féretro de su antepasado. El ataúd estaba vacío. La leyenda, por supuesto, se acrecentó, y en 1926 de nuevo se abrió el sarcófago en la cripta de los zares por si acaso Alejandro III estaba tonto y se había equivocado de muerto. Nada. La tumba de Alejandro I seguía tan vacía como lo estuvo entonces y como lo está ahora.
El sarcófago, muy mono, de mármol blanco, sigue en la cripta, pero allí no está el zar ni nadie que se le parezca.

§. Gengis Khan, un difunto sanguinario (1167?-1227).
Había una vez un tipo montado a caballo que atendía por Temujin. Era mongol y vivió, también a caballo, entre los siglos XII y XIII. Como le cabrearon mucho de pequeño, comenzó a tomarse la venganza en cuanto pudo. A los quince años ya tenía un grupo de seguidores y a los treinta y pocos ya era el hombre más poderoso de Oriente. Le dieron el título de Gengis Khan y con este nombre pasó a la historia. Cuando uno se entera de cómo fue el entierro del sanguinario Gengis Khan, se le quitan las ganas de ir a ningún otro, por pacífico que se presente. Gengis Khan está muy bien enterrado; tanto, que no hay forma de encontrarlo pese a que lo buscan arqueólogos e historiadores de todos los países desde hace décadas. Pero nada, no aparece. Se puso tanto cuidado en que nadie supiera dónde había sido sepultado, tanto celo en cortarle el cuello a cualquiera que lo supiera, que encontrar la tumba de Gengis Khan sigue siendo uno de los grandes retos de la arqueología moderna «tumberil» (junto con los de Alejandro Magno y Cleopatra). De estas tres figuras, el que tiene la tumba más fastuosa debe de ser el mongol, porque jamás ha sido localizada Y, por tanto, permanece intacta. Gengis Khan murió muy mayor, no se sabe si con sesenta y tantos o setenta, pero eran una barbaridad de años para la época. La muerte le vino de una forma un poco tonta, porque se cayó del caballo y Gengis Khan llevaba montando toda su vida de guerrero. Su muerte se produjo en mitad de una batalla, cerca del Tíbet, pero sus hombres mantuvieron oculto el dato para que el enemigo no se beneficiara de la mala noticia. Sólo cuando se produjo el triunfo, los hombres del gran Khan iniciaron el traslado del cuerpo.
Antes de morir pidió ser enterrado en las montañas sagradas de sus antepasados, pero no especificó en qué montaña, y como las cordilleras de Siberia son inmensas, nadie sabe por dónde empezar a buscar. A Gengis Khan le preocupaba que nadie profanara su tumba, y por ahora puede estar tranquilo. Todos los que salieron al paso del cortejo fúnebre fueron pasados a cuchillo, porque nadie que hubiera visto en qué dirección iba el cuerpo podía seguir vivo. Y esto no es leyenda: hay textos y miniaturas de la época que recogen los hechos.
La cosa no acabó aquí. Nada menos que 2.000 sirvientes construyeron la tumba, y una vez que la concluyeron fueron asesinados por 800 soldados para que ninguno contara dónde estaba el enterramiento. Pero estos 800 soldados no corrieron mejor suerte, porque como también ellos sabían dónde estaba enterrado Gengis Khan, cuando volvieron de su misión fueron ejecutados por otros soldados. A partir de aquí, si quedó alguno que supiera dónde estaba enterrado el amo Gengis, sufrió un ataque de amnesia postraumática a largo plazo.
La ubicación de la tumba fue declarada ij joring, que significa en mongol «gran tabú». Nunca más, nadie, habló de la tumba de Gengis Khan. Además, el día que aparezca, si es que aparece, Gengis no estará solo. Estarán sus caballos, sus doncellas y sus criados, porque todos ellos fueron sacrificados y enterrados junto a él para seguir sirviéndole en el más allá. Lo malo de toda esta historia es que los descendientes del Gran Khan continuaron luego esta costumbre de cargarse a todo bicho viviente que presenciara sus entierros.
Afortunadamente, la gente se aprendió el truco y, cada vez que se moría un Khan, salían corriendo en dirección contraria al cortejo fúnebre.

§. Cuauhtémoc, el rey azteca con dos tumbas (1495-1525).
Son famosas las disputas históricas entre España y la República Dominicana por los restos de Cristóbal Colón. Que si los tienen ellos, que si los tenemos nosotros, que si los tenemos los dos… Pues algo parecido les ocurre a los mexicanos con los huesos del último rey azteca, Cuauhtémoc, «Águila que desciende», según traducción del náhuatl. El señor Águila que desciende dio mucho trabajo a los invasores españoles. Cortés se la tenía jurada, hasta que le pilló, le torturó y le ajustició. Esto sucedió muy cerca de un pueblo que ahora se llama Tenosique, en el Estado de Tabasco, y allí aseguran tener su tumba. Pero es que en el Estado de Guerrero, en Ixcateopán, dicen que los que tienen los restos de Cuauhtémoc son ellos y que los otros son unos farsantes. Y así llevan más de medio siglo.
Cuauhtémoc murió ahorcado en una ceiba, el árbol sagrado de los mayas, en febrero de 1525. Los habitantes de Tenosique, situado a cuatro kilómetros del lugar de la ejecución, defienden a capa y espada que allí está enterrado Cuauhtémoc, porque por aquellos tiempos no estaban las cosas en México, con los españoles dando guerra por ahí, como para estar trasladando el cuerpo del rey azteca de acá para allá. Están muy seguros de ello por la tradición oral, ya que dicen que la existencia de la tumba ha pasado boca a boca de generación en generación.
Pero hete aquí que el 26 de septiembre de 1949 aparecieron unos documentos en Ixcateopán en los que se hablaba del traslado y entierro del rey Cuauhtémoc bajo el altar mayor del templo de Santa María de la Asunción. Se abrió la cripta y, efectivamente, se encontraron unos huesos muy deteriorados que un equipo de arqueólogos señaló como los del último emperador azteca.
En México se desató un fervor nacionalista increíble, la discusión llegó a la política y los expertos se enzarzaron en una pelea defendiendo si los huesos de Cuauhtémoc estaban en un lugar o en otro. A la postre, una comisión de académicos resolvió que no había suficiente base documental y científica para asegurar que Cuauhtémoc estuviera enterrado en Ixcateopán, para alegría de los vecinos de Tenosique. Pero la bronca, casi sesenta años después, sigue vigente. Y ahora viene la parte actual: resulta que hasta hace nada existía la figura del custodio de los huesos de Cuauhtémoc en el templo de Ixcateopán, un guardián de nombre Jairo Rodríguez del Olmo al que se supone descendiente en decimotercera generación del emperador azteca y, por tanto, heredero de la tradición oral y escrita de la dinastía Moctezuma-Chimalpopoca y custodio de los restos del último tlatoani (rey) de México-Tenochtitlán. Si a estas alturas no tienen la lengua hecha un nudo, siéntanse afortunados.
El alcalde que lo era en septiembre de 2005, Rafael Barrera le quitó del puesto por una cuestión de ajustes presupuestarios, y la decisión sentó fatal a los grupos indígenas que defienden que Cuauhtémoc está enterrado allí. Organizaron una marcha a pie desde Ciudad de México hasta Ixcateopán que duró ocho días, sin que sus protestas devolvieran a su puesto de vigilancia al presunto descendiente real. Todo este follón se acabaría si se abrieran las dos tumbas y se hicieran un par de análisis científicos, porque quién sabe si el guardián de los huesos de Cuauhtémoc estaba custodiando los huesos de alguien que, una vez, pasó por allí. Es más: ¿y si estuvo salvaguardando con devoción los restos de un invasor español? Les da algo.

§. Napoleón Bonaparte: dando guerra después de muerto (1769-1821).
«Cuando estamos muertos, estamos muertos». Esta perogrullada salió de la boca del emperador Napoleón I Bonaparte, quien comprobó personalmente la verdad de tal sentencia el 5 de mayo de 1821, cuando se largó de este mundo en su exilio británico de la isla de Santa Elena. En los últimos dos siglos, por hache o por be, su muerte, sus entierros, sus traslados o sus máscaras funerarias siempre dan para temas de conversación muy animados. Lo que aún no ha podido demostrarse es de qué murió este genio de la estrategia militar. ¿O es que le ayudaron a morirse?
Napoleón tuvo una de las autopsias más concurridas que se han documentado. Asistieron diecisiete personas entre médicos, oficiales y sirvientes. Y total, para que no se pusieran de acuerdo. El médico corso Francesco Antommarchi firmó un certificado de defunción en el que se asegura que la causa de la muerte fue una hepatitis crónica. Los médicos británicos, en cambio, firmaron otro en donde certificaron que la muerte le vino a Napoleón por un cáncer de estómago que tuvo su origen en una úlcera con perforación.
Otros médicos echaron la culpa de la muerte a la incompetencia de otros médicos cuando prescribieron un tratamiento. Napoleón tomaba habitualmente tártaro emético para su grave dolencia de estómago. Según cuentan, un día antes de morir, el emperador pidió una bebida a base de almendras amargas y, a su vez, los médicos le suministraron calomelano, usado como purgante y para matar los parásitos intestinales. Ocurrió que la mezcla del tártaro emético, las almendras amargas y el calomelano provocó que en el estómago se formara cianuro de mercurio, que le destruyó las paredes del órgano y le provocó la muerte.
La cuarta teoría es la más famosa: el envenenamiento con arsénico. El análisis a los cabellos de Napoleón, realizado por el FBI, concluyó que el pelo tenía cantidades suficientes de arsénico como para haber provocado un envenenamiento. Pero como no hay bien que por mal no venga, a decir de otros estudiosos fue el arsénico lo que contribuyó a que el cuerpo de Napoleón apareciera incorrupto cuando lo exhumaron de su tumba en la isla de Santa Elena para su traslado a París. Napoleón fue sepultado en la isla, en un valle conocido como «de los Geranios», junto a un manantial y a la sombra de unos sauces llorones. Todo muy bucólico, pero los deseos de Napoleón eran otros: «Deseo que mis cenizas reposen a orillas del Sena, en medio del pueblo francés al que tanto amé». Su anhelo tardó diecinueve años en cumplirse.
Los ingleses se hicieron los suecos, y Napoleón permaneció enterrado en Santa Elena casi dos décadas. El rey Luis Felipe de Orleans, finalmente, arrancó a los británicos el permiso para trasladar el cuerpo. El 12 de mayo de 1840 se leyó ante la Asamblea francesa el siguiente comunicado: «Francia, y sólo Francia, tendrá los restos de Napoleón. Su tumba, como su memoria, no pertenece a nadie salvo a su país».
Francia, efectivamente, puso en marcha un dispositivo impresionante para devolver al emperador a París. La expedición costó un millón de francos. El 15 de octubre, poco después de la medianoche, a la luz de unas lámparas de aceite, comenzó la exhumación. Los británicos habían puesto tanto cuidado en enterrar bien a Napoleón que casi no lo pudieron sacar. Tuvieron pánico de que alguien lograra profanar la tumba y robar los restos, porque si Inglaterra no los hubiera custodiado bien, se habría montado otra guerra con Francia. Se tardaron nueve horas y media en desenterrar el ataúd imperial de caoba, que a su vez encerraba otro de plomo, sellado; y éste, otro de madera. Y dentro del de madera había otro de hojalata. Napoleón era como las muñecas rusas, que siempre guardan otra más en su interior, y el emperador resultó ser la última matrioshka. Allí estaba él (supuestamente él) junto con dos recipientes que guardaban su corazón y su maltrecho estómago.
Napoleón fue colocado en un ataúd de ébano de 1.200 kilos de peso y el féretro se cubrió con terciopelo púrpura. Fue trasladado por cuarenta y tres artilleros británicos hasta una carroza que lo llevó al puerto de Jamestown, donde fue entregado oficialmente a los franceses. A cada minuto de aquel recorrido sonó una salva de cañón. Los ingleses no podían creerse que distinguieran con semejantes honores al tipo que les hizo la vida imposible. La fragata Belle Poule, con Napoleón a bordo, puso rumbo a Francia.
El recibimiento fue apoteósico. En diciembre, el cuerpo del destronado emperador desembarcó en París y se trasladó a un carruaje adornado con 14 estatuas —representaban sus victorias más brillantes— y tirado por 16 caballos. El féretro transitó bajo el Arco del Triunfo y por los Campos Elíseos hasta la capilla de Sant—Jérôme, en Les Invalides, a la espera de que se construyera su enterramiento definitivo, el mismo que hoy contemplan millones de turistas.
Napoleón había vuelto a Francia al grito de «aquí estoy yo», pero no estaba dispuesto a permitir que el mundo dejara de hablar de él: hasta principios del siglo XX estaba muy de moda plasmar el último gesto de personajes ilustres en máscaras funerarias. La costumbre se ha ido perdiendo, pero aún se practica con determinadas personalidades de tarde en tarde. Lo lógico es que sólo exista una máscara funeraria del personaje, máscara que luego suelen guardar los museos. Pero siempre hay excepciones a la regla, y la máscara de Napoleón es una de ellas. Se cuentan por cientos las máscaras funerarias de Napoleón repartidas por museos del mundo y entre coleccionistas particulares. Todos, por supuesto, aseguran tener la original. A Napoleón se le realizó una primera mascarilla en cera a las pocas horas de morir, y ésta fue pasando de mano en mano durante los siguientes años, hasta que acabó en el palacio de las Tullerías, en París. Cuentan que un incendio la destruyó, pero allá por 1921 un espabilado aseguró tenerla después de que alguien la salvara del fuego. En la actualidad se cree que podría estar en manos de un coleccionista privado en Estados Unidos. Aquí acaba la historia de la primera máscara. El negocio vino con la segunda. Después de que a Napoleón se le practicara la autopsia, se realizó una segunda máscara, pero, con las prisas del momento, faltó yeso. Se buscó más escayola, pero no de la mejor calidad posible, así que la máscara acabó rompiéndose en tres pedazos. En uno de los trozos quedó impresionado el rostro, y el médico Francesco Antommarchi hizo el agosto con la fabricación de máscaras en serie a partir de este pedazo. Repartió rostros de Napoleón por todo el mundo, y por eso no hay museo en la Tierra que no tenga en una vitrina el gesto último del estratega francés. El Museo del Ejército español también tiene una. Es de bronce y pesa diez kilos.
Aunque, ojo: los expertos aseguran que sólo existen diez máscaras en todo el mundo sacadas directamente de la primigenia.
Después de auténticas labores detectivescas a base de leer cartas autógrafas del doctor Antommarchi y de seguir distintas pistas del yeso original de la máscara de Napoleón, hace pocos años se concluyó que la verdadera mascarilla estaba en Italia. ¿Por qué se sabe que era la auténtica? Porque en ella quedaron impresos los dos tapones que se pusieron en la nariz de Napoleón cuando se volcó sobre su rostro la colada de escayola.
Y si máscaras hay cientos, penes sólo uno, porque de esto no se pueden hacer réplicas. Al emperador difunto se lo cortaron durante la autopsia y se guardó como recuerdo, al parecer por las ridículas dimensiones que presentaba (2,5 centímetros). Nos quedan unas palabras dedicadas a él en la autopsia firmada por Antommarchi: «Tiene los genitales y el pene más pequeños de lo normal». Pena.
Tras pasar de mano en mano y de subasta en subasta durante el último siglo, actualmente el pene de Napoleón está en un sinvivir, porque su último propietario murió en mayo de 2007 y no se lo llevó a la tumba para no pasar a la historia como el único muerto con dos penes. El dueño era el urólogo estadounidense John K. Lattimer, quien adquirió el miembro en 1977 por 3.600 dólares y que ahora lo ha legado a sus herederos. Seguramente, el pene volverá pronto a cambiar de manos. Lástima aún mayor es no saber con total seguridad que el cuerpo que guarda la tumba de Napoleón es, efectivamente, de Napoleón. Por ahora no hay pruebas, sólo los argumentos que esgrimen algunos historiadores para sospechar que el emperador no está donde debería. La pregunta que se hacen es: ¿y si los británicos dieron el cambiazo al cuerpo de Napoleón para que nadie averiguara que había sido envenenado? Al fin y al cabo, ellos fueron los únicos custodios y pudieron obrar con impunidad en todo momento. Un grupo nutrido de estudiosos lleva años solicitando al Ministerio de Defensa francés que exhume a Napoleón porque la tumba podría ser un fraude. Defensa repite por activa y por pasiva que nanay, que se niega la petición, pero que todo se andará si aparecen pruebas sólidas. Los expertos dicen que el muerto que hay allí dentro es el mayordomo de Napoleón, Jean-Baptiste Cipriani (o sea, Juan Bautista, como todos los mayordomos), quien, por supuesto, también habría sido su asesino. Si no, sería una birria de mayordomo.
Lo que hace sospechar a los historiadores que los ingleses les dieron gato por liebre es el estudio detallado de la documentación referida a la exhumación de 1840. Los historiadores que reclaman la realización de pruebas de ADN al cuerpo que hay en la tumba de Napoleón esgrimen evidencias contundentes, según ellos, pero poco concluyentes según el Gobierno francés. ¿Qué ocurre? Que al comparar textos escritos en el momento del entierro, en 1821, y otros de veinte años después, los datos no cuadran.
Por ejemplo, se dice que Napoleón murió con la dentadura en muy mal estado, pero cuando lo exhumaron tenía una sonrisa Profidén. Y otro asunto: las vasijas que se colocaron en una esquina del féretro cuando se realizó el entierro en 1821 aparecieron, dos décadas después, cuidadosamente colocadas entre las Piernas. O hubo un terremoto en la isla de Santa Elena que desplazó las vasijas o Napoleón era un nervioso. Más datos. A Napoleón, cuando lo enterraron, le pusieron unas medias de seda y luego le calzaron sus botas, pero cuando lo exhumaron las punteras de las botas estaban abiertas, le asomaban los dedillos y ya no había medias. Como si le hubieran crecido los pies.
De ser así, cabe pensar que quienes pretendieron dar el cambiazo fueron unos chapuzas, pero es probable que tampoco tuvieran previsto que Napoleón reapareciera tal cual cuando, tras veinte años enterrado, debería estar en los huesos.
Y llegamos al quid de la cuestión. Si es verdad que el tipo que desenterraron y trasladaron a París no era Napoleón, ¿quién era, por qué lo cambiaron y dónde escondieron al gran Bonaparte? El objetivo del reemplazo, siempre según los referidos historiadores, fue impedir que una posterior autopsia demostrase que fue envenenado por los ingleses, estando como estaban hasta el gorro de mantener a Napoleón en Santa Elena. Se supone que para envenenar a Napoleón los británicos contaron con la inestimable colaboración del mayordomo del emperador, el citado Juan Bautista Cipriani, que le fue suministrando arsénico tacita a tacita. El mayordomo, cuando le pillaron, se suicidó, y los británicos pusieron su cadáver en lugar del de Napoleón.
¿Adónde se llevaron al emperador? Pues a donde se supone que aún está: al subsuelo de la abadía de Westminster, en Londres. Escondido. Es para partirse. Como los franceses descubran que los ingleses tienen a Napoleón, la batalla de Waterloo habrá sido una pantufla china comparada con la que se puede liar.
Como dijo Victor Hugo, todo en Napoleón era desmesurado y espléndido, y lo único que está meridianamente claro hoy es que el mayor genio militar del siglo XIX sigue dando guerra casi dos siglos después de muerto.

§. Los huesos coronados de Inés de Castro (c.1320-1355).
Hubo en Portugal un rey, allá por el año 1355, a quien no le gustaba nada, pero nada, la amante de su hijo. El rey era Alfonso IV; la amante, la gallega Inés de Castro, y el hijo, el infante don Pedro. Tanta ojeriza le cogió el rey a la pobre Inés de Castro, que decidió cortar por lo sano la relación que mantenía con su hijo. La decapitó. Y aquí, más que terminar la historia de Inés de Castro, comienza. Dos años después de su muerte fue sentada en el trono y coronada reina de Portugal. Luego, evidentemente, la volvieron a enterrar.
Todo empezó por la manía que tenían los reyes de entonces de concertar matrimonios interesados. Matrimonios que, ante la falta de amor, estaban condenados al fracaso. El rey Alfonso IV pactó el segundo matrimonio de su hijo Pedro con la descendiente del poderoso noble castellano don Juan Manuel (el autor de El conde Lucanor), doña Constanza. Pero con doña Constanza llegó a la corte portuguesa su prima, una galleguiña muy mona llamada Inés de Castro (cuentan que tenía un precioso cuello de garza), de quien el infante don Pedro se prendó. Tanto se quisieron, que se fueron a vivir juntos, se casaron en secreto y tuvieron cuatro hijos. Alfonso IV se enteró de la jugada, y ante el temor de que el matrimonio se llegara a legalizar y que alguno de los críos reinara en Portugal, mandó a tres hombres que decapitaran a Inés de Castro. Ocurrió una mañana de enero en el Palacio Real de Coimbra, junto a la Fonte das Lágrimas.
Del infante don Pedro se apoderó un cabreo monumental. No era para menos. Se enfrentó a su padre, el rey, provocó una guerra civil y consiguió arrebatarle el trono. El infante comenzó a reinar con el nombre de Pedro I el Cruel, apodo que luego fue mudado por el de «Justiciero», y entre las primeras cosas que hizo fue llamar a capítulo a quienes decapitaron a su amada Inés.
Buscó a los tres hombres que la mataron, pero sólo encontró a dos (Diego López Pacheco huyó a España y logró escabullirse, quizá por justicia histórica, porque nunca ha quedado clara su participación en el asesinato). Pedro Coelho y Álvaro Gonçalves no escaparon a la venganza de Pedro I: fueron torturados hasta la muerte, se les arrancó el corazón en vivo y sus restos fueron quemados.
A partir de aquí lo que ocurrió da lugar al mito de Inés de Castro y su reinado después de muerta. Pedro I exhumó el cadáver de su mujer, asesinada dos años antes, y cuentan que lo que quedaba de ella lo engalanó con ropajes de reina y lo sentó en el trono. Obligó a toda la corte portuguesa a rendir pleitesía a la reina, a besarle la mano y a tratarla como si estuviera viva. Inés de Castro, con el cutis un tanto deteriorado, aguantó el tipo como pudo sin escurrirse del trono.
La leyenda histórica de Inés de Castro se prolongó en el tiempo gracias a romances, dramas (Reinar después de morir, de Luis Vélez de Guevara), películas (Inés de Castro, de José Leitao de Barros) y hasta óperas.
Luego, los restos de la reina consorte fueron trasladados en mitad de un fastuoso cortejo fúnebre hasta un sepulcro del monasterio de Alcobaça, en el centro de Portugal, donde años más tarde fue a hacerle compañía su marido, Pedro I el Justiciero. Es fácil imaginar por qué le apodaron así, aunque también es cierto que la idea de la justicia derivó en obsesiva. En una ocasión ordenó la ejecución de un hombre por haber violado a una mujer años atrás, pese a que luego violador y violada se habían casado, habían tenido hijos y eran felices como lombrices. La mujer y los críos pidieron al rey que perdonara al reo, que ya era un buen hombre, pero Pedro I dijo: «Aaaah, se siente, que no te hubiera violado». Hombre, lo de Inés de Castro se comprende, pero lo del violador…
El alias más adecuado al rey Pedro, sin embargo, hubiera sido El Optimista. Cuando se situaban en las iglesias los sarcófagos de reyes y reinas, la costumbre era colocarlos en paralelo, uno al lado del otro, pero los sepulcros de Inés de Castro y Pedro I no están en paralelo, sino enfrentados. Esto es así por deseo expreso del rey Pedro, para que cuando llegue el día del Juicio Final y los cuerpos salgan de sus tumbas, lo primero que vea el monarca al levantarse sea el rostro de Inés de Castro. Es lo que se llama un rey enamorado, pero sobre todo eso, optimista.

Capítulo 2
En olor de santidad

Contenido:
§. San Juan de la Cruz, un santo en una maleta (1542-1591)
§. San Lucas, la clave de un cráneo dolicocéfalo (siglo I)
§. Sobran huesos de san Valentín (siglo III)
§. Los huesos anónimos de san Félix (siglo I)
§. San Celestino v, una muerte rara, rara, rara… (1215-1296)
§. Franco y la mano de santa Teresa de Jesús (1515-1582)
§. El brazo chamuscado de San Vicente mártir (siglos III-IV)
§. San Antonio de Padua, cachito mío… (1195-1231)
§. El cráneo maltratado de Benedicto XIII (1328-1424)
§. Papa Formoso: bronca a un cadáver (816?-896)
§. Silvestre II, un santo sudoroso (938?-1003)
§. Juan XXIII, el perfecto embalsamado (1881-1963)
§. Obispo Alonso Suárez de la fuente del sauce: quinientos años insepulto (?-1520)
§. San Juan de la Cruz, un santo en una maleta (1542-1591).
En el capítulo XIX del primer libro de El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, Cervantes narra una aventura del caballero y su escudero Sancho con un cuerpo muerto. Como don Miguel era, además de un genial escritor, un fantástico cronista, la inspiración para esta aventura la tomó de la realidad, y el muerto real, el que existió e inspiró a Cervantes, fue San Juan de la Cruz, conocido de pequeño como Juan de Yepes.
San Juan de la Cruz, un hombre pacífico, un místico, un poeta, provocó, no obstante, con sus huesos una bronca de padre y muy señor mío entre Segovia y el pueblo jienense de Úbeda. Hasta el Papa tuvo que intervenir para que dejaran de pelearse por el fémur, la tibia y el peroné de San Juan de la Cruz. Al final, el único que salió perdiendo fue el poeta.
El pobre Juan de Yepes murió en Úbeda, en Jaén, un 14 de diciembre de 1591, y como allí murió, allí fue enterrado. Pasaron unos meses, y una dama segoviana de rancio abolengo, doña Ana de Mercado y Peñalosa, que se había enamorado de Juan cuando se conocieron en Granada, se dijo: «Si no lo he conseguido en vida, me lo llevo muerto».
Se encaprichó de los huesos del fraile y quiso llevárselos a Segovia y enterrarlos en un convento de la ciudad. Como tenía enchufe en las altas esferas del poder —su hermano se manejaba fácilmente en el Consejo de Castilla— logró el permiso para exhumar al santo en Úbeda. Sabía doña Ana que la idea no sería bien recibida entre los vecinos y planeó sacar los huesos de San Juan con el mayor sigilo posible. Nueve meses llevaba enterrado Juan de Yepes cuando un alguacil abrió el sepulcro con apenas dos testigos que presenciaban de mala gana cómo les hurtaban a su fraile con permiso oficial. Pero el plan se frustró. San Juan estaba tan entero como si hubiera muerto antes de ayer, y pareció feo trasladarlo a Segovia en esas condiciones. Se decidió entonces esperar un tiempo para que Mamá Naturaleza hiciera su trabajo y el místico quedara reducido a huesos.
Pasó un año y volvieron a por el santo. Abrieron el sepulcro de noche y guardaron a Juan de Yepes en una maleta para llevárselo con disimulo. Así viajó hasta Segovia el pobre santo, hecho un manojo de nervios y huesos en la maleta de un alguacil. San Juan llegó de incógnito a Segovia, pero los ubetenses acabaron descubriendo que les habían robado al fraile. Se inició un litigio muy sonado y se llamaron de todo menos bonito. Úbeda exigiendo la devolución de su santo y Segovia que de eso nada, que no lo devolvía, que hubieran estado más listos.
El asunto llegó a Roma y el Papa ordenó a Segovia que devolviera lo que se había llevado con nocturnidad y alevosía. Sin embargo, doña Ana devolvió sólo alguna extremidad y el santo quedó repartido. Así que otra vez para Úbeda parte de los huesos de San Juan de la Cruz.
Para ver las reliquias ubetenses de Juan de Yepes —un fémur y una mano— sólo hay que acercarse al oratorio de San Juan de la Cruz, y para ver los huesos segovianos hay que darse una vuelta por el monasterio de los padres carmelitas. La osamenta de Segovia está muy limpita y aseada, porque en 1992 unos expertos llegados del Vaticano la examinaron, desinfectaron, hidrataron y recompusieron para que San Juan estuviera de buen ver. De buen ver, pero dividido por el capricho de una dama segoviana.

§. San Lucas, la clave de un cráneo dolicocéfalo (siglo I).
Al igual que hay cocineros antes que frailes, hay escritores antes que santos. Lucanus fue uno de ellos, que así se llamaba antes de ingresar como San Lucas en la nómina del santoral. ¿Qué conocemos de San Lucas además de que escribió un Evangelio según él mismo? Pues se sabe que sufrió una osteoporosis gravísima, que la columna vertebral la tenía fatal por la artrosis, que los dientes los mantuvo en muy malas condiciones y que padeció un enfisema pulmonar, aunque al parecer San Lucas no fumaba.
También se ha comprobado que murió entre los setenta y los ochenta y cinco años, que medía un metro con sesenta y tres y que perdió la cabeza después de muerto. Y, por cierto, se murió hace mucho. Tal preámbulo sólo pretende ilustrar que si hay tantos datos sobre San Lucas es porque los expertos han estado hurgando en sus huesos, y los huesos lo cuentan todo.
El autor del tercer Evangelio y de los Hechos de los Apóstoles murió —no se sabe exactamente cómo, aunque se supone que debido a los disgustos propios de la edad— y fue enterrado en un Sepulcro de Tebas (Grecia).
Los huesos de San Lucas evangelista acabaron más tarde en la basílica benedictina de Santa Giustina de Padua, en Italia, donde maldito el caso que les hacían. En Tebas, sin embargo, se veneraba con auténtica devoción el sepulcro vacío del santo. Dios da mocos a quien no tiene pañuelo.
En 1992 el arzobispo ortodoxo de Tebas escribió al obispo de Padua, Antonio Mattiazzo, casi suplicando que regalara a la ciudad griega una falange, una vértebra, un diente… algo de San Lucas para colocarlo en el sepulcro y tener así un huesecillo del santo que reverenciar.
Ésta fue la excusa para reunir a un grupo de expertos y estudiar los restos del evangelista. Lo cierto es que todo comenzó a encajar, desde la edad hasta la etnia, porque San Lucas era sirio. Los estudiosos recompusieron el esqueleto y comprobaron que estaba casi completo. Sólo le faltaba el cúbito derecho, el astrágalo izquierdo —un hueso muy pequeño del pie— y el cráneo.
¿Y dónde estaba el cráneo? Pues en Praga, en la República Checa. ¿Y por qué no estaba el cráneo con su dueño? Porque el rey Carlos IV (1316-1379), el más famoso de los soberanos checos, se encaprichó de la cabeza de San Lucas y se la llevó a la catedral de San Vito, el del famoso baile. Así que el pobre evangelista tenía su sepulcro en Grecia, estaba de cuello para abajo en Italia y con la cabeza puesta en la República Checa.
Si los documentos históricos tenían razón, todo debía encajar como un puzle. Se comprobó que la caja de plomo que guardaba los restos en Padua se ajustaba milimétricamente al sepulcro de mármol de Tebas, y cuando la catedral checa de San Vito prestó el cráneo para el estudio, se verificó que la primera vértebra cervical se amoldaba perfectamente al cráneo dolicocéfalo del santo escritor; o sea, alargado hacia atrás y estrecho, que así es como tenían la cabeza los sirios del siglo I. En el año 2000 terminó el trabajo de los expertos y se concluyó que aquél era San Lucas o uno clavadito a él. Como todo esto se logró gracias a la petición del arzobispo ortodoxo de Tebas, qué menos que darle a la ciudad lo que había pedido, un huesecillo de San Lucas. Y no se envió una reliquia cualquiera: Padua regaló la costilla más cercana al corazón.
Teniendo en cuenta que si Tebas no llega a pedir un hueso del santo de Padua habría seguido sin hacer puñetero caso a San Lucas, el obispo Mattiazzo podría haber regalado, por lo menos, una cervical, o el esternón, o el coxis… ¿Qué tal el hueso sacro?

§. Sobran huesos de san Valentín (siglo III).
San Valentín fue, allá por el año 270, un obispo italiano que con santa paciencia se empeñó en casar a parejas en secreto. El emperador Marco Aurelio Flavio prohibió el matrimonio de sus soldados porque estaba convencido de que los hombres casados eran malos guerreros. Al obispo Valentín se le fue la cabeza casando a diestro y siniestro por llevarle la contraria al emperador, y acabó perdiéndola. Literalmente, porque fue decapitado.
Aun a riesgo de restar romanticismo al asunto, no estaría de más aclarar cómo es posible que con los huesos de San Valentín podamos reconstruir, al menos, tres santos: en Terni, en Italia, hay varios huesos del casamentero, incluidos unos siete centímetros de cráneo; en Madrid hay dos fémures y una calavera; en Almería parece ser que tienen el esqueleto entero; en otros dos pueblos de Italia, otro montón de huesos, y en una iglesia de Roma, la mayor parte de los restos. Las cuentas, está claro, no salen. Una de dos: o alguien está equivocado o San Valentín tenía un esqueleto formado por unos 745 huesos, incluidas las piezas dentales. Quienes peor lo tienen son los italianos, porque se supone que conservan al santo en cuatro ciudades distintas. En la iglesia de Santa Práxedes, en Roma, aseguran que lo tienen entero, dentro de la tumba donde fue enterrado. En la basílica de Terni, ciudad en la que nació Valentín el ubicuo, en el centro de Italia, están seguros de tener la tumba original a la que fue llevado tras su martirio y decapitación en Roma; en Turín, al norte del país, también tienen reliquias, y en el sur, en Belvedere Marittimo, aseguran guardar las auténticas. Si nos trasladamos a España, dos iglesias dicen guardar restos de San Valentín. La de San Antón, en Madrid, la misma a la que se llevan a bendecir animalitos, guarda un cráneo y dos fémures, como ya dijimos. Según narró el propio párroco de San Antón, estos huesos fueron un regalo de Roma a los reyes de España en el siglo XVIII. Los reyes, a su vez, los regalaron a San Antón, y esta iglesia los guardó en una cripta en la que permanecieron olvidados durante casi dos siglos. Pero si la iglesia de San Antón tiene parte de San Valentín, ¿cómo se explica que el archivero de la catedral de Almería esté convencido de que el santo completo está enterrado en el jardín de la basílica?
En los archivos de la catedral-fortaleza existen, al parecer, unos documentos que dicen que el cuerpo de un mártir llamado San Valentín, cuya fiesta se celebraba el 14 de febrero, fue trasladado desde el cementerio de San Ciriaco, en Roma, hasta Almería. Los huesos primero estuvieron en una urna bajo el altar y luego en un armario. Cuando el San Valentín almeriense salió del armario, nadie se acordaba de quién era, y lo enterraron en el cementerio de la catedral creyendo que era un muerto común. Al caer en la cuenta de que era el pobre San Valentín, ya era tarde para desenterrarlo porque sus huesos se habían mezclado. Y allí se supone que sigue, según esta teoría, en el jardín de la catedral de Almería.
En honor de los italianos hay que reconocer que se toman muy en serio los asuntos relacionados con el santo, porque, concretamente en Terni, cada año se celebran actos muy solemnes en honor de San Valentín y bodas muy especiales. Los fémures del San Valentín de Madrid reciben pocas visitas de enamorados, entretenidos como están en comprar bombones y pañuelos.
Cuando el Vaticano se lava las manos con el asunto de las reliquias de los santos y no declara obligatorio creer en ellas, sabe lo que se hace: según el martirologio existen 7.000 santos, pero si sumáramos sus huesos nos saldrían unos 23.507. O más.

§. Los huesos anónimos de san Félix (siglo I).
El tráfico de reliquias a lo largo de la historia da tanto juego que no hay santo que se libre de estar repartido por medio mundo.
El Libro IV, Parte II, Título IV, «Del culto de los santos, de las imágenes sagradas y de las reliquias», del Código de Derecho Canónico, recoge en su Canon 1.190 de forma escueta todo lo referente a las reliquias, pero sin ahondar en profundidades, porque el Vaticano es consciente de lo arduo que es poner orden en el tema. Casi todo templo católico del mundo tiene alguna reliquia que venerar, pero no siempre era fácil conseguirlas.
Se han dado casos en los que algún pueblo cuenta con patrón protector pero ni un mísero huesecillo que venerar, y esto, antiguamente, no se podía permitir. Tener patrón y no tener reliquia es como una primavera sin flores. No es éste el caso de Vilafranca del Penedès (Barcelona), donde disfrutan de dos patrones.
En Vilafranca tenían como patrón a San Ramón de Peñafort, Pero ni una reliquia suya, porque San Ramón está enterrado en la catedral de Barcelona. En los siglos XVII y XVIII Roma repartió huesos en plan mercadillo, porque tenía exceso de santos en las catacumbas y las reliquias servían como incentivos para los fieles. El vicario general de la diócesis de Barcelona, atendiendo las peticiones de Vilafranca, hizo de intermediario para conseguir alguna reliquia de algún santo, el que fuera. Lo importante es que fuera santo. El vicario consiguió que le mandaran desde Roma el esqueleto de San Félix, que fue sacado de la catacumba de Calepodi. Muy bien, pero ¿quién era el tal Félix?
Resulta que cuando los romanos practicaban su deporte preferido, martirizar cristianos, luego venían otros cristianos que se ocupaban de darles enterramiento, y en la lápida ponían la palabra «Félix», que significa en latín «feliz, dichoso». Era una forma de marcar que los mártires habían muerto felices al haberlo hecho por su religión. Quiere esto decir que en Roma había un montón de felices y los repartieron por el mundo.
Vilafranca recibió hace trescientos años a su particular San Félix, le pusieron un hábito y lo enterraron en el altar. Le cogieron tanto cariño que el anónimo San Félix acabó desbancando en veneración a San Ramón de Peñafort. De fuera vendrán y de tu casa te echarán. Luego llegó la Guerra Civil, y para proteger los huesos de San Félix lo escondieron en el mejor lugar posible, un nicho del cementerio de Vilafranca, hasta que pasara lo peor. Cuando terminó la guerra lo devolvieron al altar. Apareció entonces un agorero que dijo que se habían equivocado de muerto al sacarlo del nicho, y que el pueblo estaba venerando a uno que ni era santo ni nada que se le pareciera. Es más, el mismo agorero dijo que en vez de a San Félix recuperaron el esqueleto de una mujer. ¿Creen que esto importa? Pues no, porque lo único importante cuando se tiene patrón es que te conceda lo que quieras, sea catalán o romano, hombre o mujer. De San Ramón de Peñafort no tenían ni un hueso que pasear, y cada vez que sacaban los de San Félix para hacer rogativas, llovía. Eso es un santo patrón, lo demás, tonterías.
Otros pueblos, como San Adrián, en Navarra, veneran reliquias sin nombre ni apellidos, lo cual no resta ni un ápice de devoción. El cariño que los adrianeses tienen a las reliquias de unos santos desconocidos se demostró a finales de verano de 2007, cuando se descubrió el robo de la arqueta que las contenía.
Las santas reliquias de San Adrián las regaló doña Urraca allá por el siglo XII. Las había traído de Roma y eran de unos desconocidos, de los miles y miles de huesos extraídos de las catacumbas. Con el paso de los siglos la veneración de estos huesos se fue haciendo tradición en San Adrián y acabaron protagonizando las fiestas patronales. La arqueta con las santas reliquias se recuperó una semana después del robo, pero, caramba, menudo susto para San Adrián.

§. San Celestino V, una muerte rara, rara, rara…(1215-1296).
El papa Celestino V fue un pontífice atípico. Tan fuera de lo común, que renunció al solio pontifico porque se consideró incompetente para tal dignidad. Bien es cierto que no fue un papa ejemplar; es más, resultó ser bastante torpe, pero en su beneficio quede el haberse dado cuenta. Su muerte, ocurrida hace más de siete siglos, ha estado rodeada de misterio, y hasta el Vaticano ocultó sus conclusiones cuando estudió los restos, quizá porque podría estar implicado otro papa en esa muerte.
Las autoridades vaticanas siempre han mantenido que Celestino V murió de muerte natural, teoría que se sostiene a duras penas porque nadie se muere naturalmente con un clavo en la cabeza.
A Celestino V se le conoció como «el papa del gran rechazo», porque renunció al trono pontificio cinco meses después de haber sido elegido. Demasiadas intrigas, demasiados intereses. Celestino era un idealista y también un ingenuo, porque recomendó para que le sucediera al menos adecuado, a Bonifacio VIII, que fue el que le estuvo minando la moral con eso de «Tú no vales para esto», «Déjalo», «Váyase, señor Celestino»…
Las sospechas de la muerte de Celestino V siempre han recaído, precisamente, sobre Bonifacio VIII. Pese a que consiguió el papado, Bonifacio encarceló a su antecesor, cuentan que para asegurarse de que no se arrepintiera de su decisión. Celestino murió en la cárcel y lo enterraron en la basílica de la ciudad de Aquila, en el centro de Italia, donde fuera coronado Papa. Muchos años después las reliquias fueron robadas, y cuando se recuperaron, el Vaticano, con la disculpa de hacer una reconstrucción del cráneo, también hizo una tomografía axial computarizada, un TAC. Pero este dato se ocultó durante diez años.
En 1998 el Ayuntamiento de Aquila se enteró, se enfadó y pidió cuentas al Vaticano, porque el TAC demostraba que el cráneo tenía una incisión producida por un clavo que penetró cinco centímetros. El Vaticano tuvo que admitir que se habían hecho radiografías al cráneo, pero dijo que las imágenes, vaya por Dios, habían desaparecido. En la actualidad sigue sin estar claro cómo murió exactamente el pobre Celestino V. El Vaticano no suelta prenda y los estudiosos tienen teorías para todos los gustos. Unos dicen que el agujero en el cráneo se lo hicieron a Celestino después de muerto por orden del rey francés Felipe el Hermoso —no nuestro Hermoso, otro anterior que también era guapo—, porque se llevaba a matar con Bonifacio VIII y pretendía acusarle del asesinato de Celestino y enfangar su memoria.
Otros estudiosos aseguran que quienes dieron con un clavo en la cabeza al Papa fueron los propios monjes celestinos, para hacer pasar la muerte de su fundador por un martirio y lograr que se le declarase santo, honor que alcanzó en 1313. Y, por último, otros dicen que Celestino V se dio sin querer con un clavo que había en la pared de la celda. Quizá en el retroceso de un estornudo.

§. Franco y la mano de santa Teresa de Jesús (1515-1582).
Se impone aclarar una cuestión fundamental respecto a las reliquias de Santa Teresa de Jesús. Una cosa es el brazo incorrupto, otra la mano incorrupta y otra el corazón incorrupto… pero ninguno de ellos tiene tal condición. El brazo está momificado; el corazón, amojamado, y la mano, seca. El brazo y el corazón reposan en dos urnas de cristal en el convento carmelita de Alba de Tormes, en Salamanca, y la mano está en el convento de la Merced de Ronda, en Málaga. Lo que se narra a continuación son las dichas y desventuras de una mano.
Francisco Franco, en contra de lo erróneamente extendido, no se apropió del brazo incorrupto de Santa Teresa. Se quedó con la mano y la tuvo en su poder entre 1936 y 1975 para que le ayudara a gobernar sin que le temblara el pulso —el pulso de Franco, no el de Santa Teresa, que ya no tenía—. Franco durmió con la mano, viajó con la mano, tomó decisiones de Estado mirando la mano, firmó sentencias de muerte con una mano mientras con la otra agarraba la de Santa Teresa, y murió frente a la mano aquel 20 de noviembre de 1975. Sólo cuando el dictador murió, la mano, agotada después de casi cuarenta años de duro trabajo, pudo volver a Ronda.
A Teresa de Jesús le cortaron la extremidad antes que el brazo, durante la primera exhumación de la santa. Fue el principio de su periplo. La mano fue entregada a las carmelitas de San José de Ávila, luego a las carmelitas de San Alberto de Lisboa, en Portugal, y luego a las carmelitas de Olivais, también en Portugal. La revolución en este país vecino, en 1910, expulsó a las monjas, que, por supuesto, se llevaron la mano. Las carmelitas portuguesas acabaron reunidas en Ronda, Málaga, y con ellas… la mano. El 29 de agosto de 1936 Franco requisó la mano para que le diera suerte en sus campañas, y a la vista está que se la dio. Fue mano de santo. Pocos días después de la requisa las monjas portuguesas pudieron volver a su país, pero como Franco se había llevado la mano, regresaron sin ella. El dictador había logrado que el Vaticano le concediera la gracia y privilegio de tener los cinco dedos santos a condición de que, a su muerte, volvieran al convento de Ronda. Franco se murió con la mano al lado, y el 21 de enero de 1976, con todas sus falanges, la mano volvió a Ronda. Queda, pues, claro que Francisco Franco no tuvo en su poder el brazo, protagonista de una leyenda nunca confirmada. Cuentan que mientras Franco estaba con la mano de un sitio para otro, las monjas que custodiaban el brazo de Santa Teresa realizaron una visita de cortesía a las carmelitas de Nueva York. El mejor presente que podían llevar con ellas era el brazo de la santa, pero había que pasar los trámites aduaneros, y llegó la fatídica pregunta: « ¿Algo que declarar?». Las religiosas, lejos de mentir o de ocultar el brazo cual cartón de tabaco, enseñaron al funcionario de la aduana el relicario con el brazo dentro. « ¿Y esto qué es?», preguntó el policía. «El brazo incorrupto de Santa Teresa», respondieron las monjas. El hombre buscó en su listado el arancel que había que pagar por pasar aquel elemento y, evidentemente, no encontró una partida donde pusiera «brazos incorruptos», pero no por ello iba a dejar de ingresar en las arcas la tarifa correspondiente.
Como el aduanero no tenía intención alguna de requisar el brazo, buscó en el listado algo parecido a aquello que iba dentro de la urna, hasta que lo encontró. El brazo incorrupto de Santa Teresa fue incluido en la partida de «salazones y pesca salada» en el permiso de importación temporal. Merece la pena creerlo.
Los avatares de la dividida Santa Teresa comenzaron el mismo día de su muerte. La santa tuvo la ocurrencia de morirse el 4 de octubre de 1582 y fue enterrada justo al día siguiente, que fue… 15 de octubre. Aquel 4 de octubre España cambió oficialmente del calendario juliano al gregoriano, como había ordenado el papa Gregorio XIII. El ajuste de almanaques se hizo suprimiendo diez días, por eso Santa Teresa se murió el día 4 y, efectivamente, fue enterrada al día siguiente, el 15.

§. El brazo chamuscado de san Vicente mártir (siglos III-IV).
Cada 22 de enero Valencia se vuelca con San Vicente. En realidad se vuelca con su brazo, que es lo único que tienen del santo… y gracias, porque les costó lo suyo recuperarlo. Fue un brazo muy viajero por aquel capricho que tenían los obispos de antaño de llevarse reliquias de los santos de acá para allá, para que les dieran suerte en sus viajes a lo largo y ancho del mundo. En uno de estos periplos el brazo quedó despistado por Italia y hasta 1970 la extremidad no fue devuelta a los valencianos. Ahora bien, ¿dónde demonios está el resto del santo?
A San Vicente, que era aragonés, le prendieron en Zaragoza por orden del emperador Diocleciano. Y ya tuvo mala suerte, porque fue víctima de la última persecución decretada por el Imperio Romano. Su nombre era Vicentius Hispanus y fue llevado a Valencia para alejarle del apoyo de sus gentes. El brazo, ya se sabe, está en la catedral de Valencia, pero un poco chamuscado porque a San Vicente le hicieron mil perrerías para que renegara de su fe.
Una conveniente mezcla de realidad y leyenda cuenta que primero le hicieron pasar hambre, que luego le dieron tormento con el potro, que más tarde le apalearon y que después le asaron en una parrilla. De ahí que el brazo esté achicharrado. San Vicente, sorprendentemente, además de seguir en sus trece, continuaba vivo, hasta que, dicen, se apareció un ángel que le felicitó por su fortaleza espiritual, y entonces Vicente murió de emoción. De emoción se dijo entonces, porque hoy se habría diagnosticado fallo multiorgánico.
Los restos de San Vicente, según la tradición cristiana, fueron a parar a un muladar, en donde un cuervo le defendió de otras alimañas. Le arrojaron después al mar con una rueda de molino al cuello, pero nada… volvió a tierra. Fue enterrado en dos o tres lugares distintos, y en una de éstas alguien se quedó con su brazo. Es, probablemente, el brazo más viajero, estudiado y homenajeado del que tengamos noticias.
Lo que no se sabe muy bien es en qué momento alguien recuperó el brazo en vez de recuperar a San Vicente entero. Tuvo que ser antes del siglo XII, cuando el obispo de Valencia, Teudovildo, comenzó a llevarse la extremidad de viaje. El obispo murió en Italia durante uno de sus periplos y los italianos se quedaron con el brazo. Primero lo instalaron en Bari y luego en Venecia, hasta que en 1970 Valencia dijo que ya estaba bien eso de que el brazo de su santo estuviera corriendo mundo. La Universidad de Padua recibió el encargo de estudiar el brazo para comprobar que se devolvía a Valencia la reliquia genuina. La investigación sobre la autenticidad histórica, canónica, antropológica y médico-legal del brazo arrojó conclusiones:

«Carece de dedo pulgar y la piel que recubre el brazo aparece de color marrón oscuro por probable carbonización».

El brazo fue trasladado en la fragata de la Armada española Núñez de Balboa y desembarcado con todos los honores en la Escalera Real del puerto de Valencia. Hubo dos días de homenajes al brazo, hasta que la extremidad quedó definitivamente instalada en la catedral de Valencia.
Han pasado diecisiete siglos desde el martirio de San Vicente, pero todo él, todo menos su brazo, continúa desaparecido. Los arqueólogos no se rinden: llevan veinte años buscando la tumba y están dispuestos a seguir veinte años más. Así que el brazo de San Vicente aguarda tranquilo al resto del esqueleto en la catedral de Valencia. Sólo ha marchado dos veces en procesión y ya no volverá a salir de paseo hasta dentro de cien años. Es de esperar que, para entonces, San Vicente salga al completo.

§. San Antonio de Padua, cachito mío (1195-1231).
A San Antonio de Padua una vez le robaron la mandíbula y las cuerdas vocales. San Antonio no se enteró. Hacía setecientos sesenta años que se había muerto y no las echó de menos. Sin embargo, el robo conmocionó a los italianos, porque San Antonio es el santo más venerado en Italia, muy por encima de San Francisco de Asís. Los cacos, en realidad, robaron las reliquias del santo por el relicario que las contenía, una pieza de orfebrería del siglo XIV valorada en 400 millones de dólares. Lo cierto es que si la mandíbula y las cuerdas vocales hubieran estado con su dueño, los italianos se habrían ahorrado el susto, pero ya conocemos todos esa costumbre de guardar trocitos de santos para venerarlos por partes. Para entender cuándo y cómo se empezó a despiezar a San Antonio, es mejor comenzar por el principio.
Los santos no son de donde nacen, sino de donde mueren, y como San Antonio murió en Padua, en Italia, con San Antonio de Padua se quedó. Y, por cierto, es el mismo santo que en Madrid se conoce como San Antonio de La Florida, un santo muy verbenero. Murió el 13 de junio del año 1231 y cuatro días después fue enterrado en la pequeña iglesia del convento franciscano de Padua.
Treinta y dos años después de la muerte se exhumó a San Antonio para colocarlo en una tumba mejor, y este tiempo fue el único en que el santo estuvo completo. Se descubrió que la lengua estaba incorrupta y se decidió guardarla aparte, y otro tanto se hizo con el antebrazo izquierdo y alguna que otra costilla.
Pasaron cuarenta y siete años y se le volvió a mover para trasladarlo a una capilla construida en su honor. Y cuarenta años más tarde, en 1350, un cardenal, agradecido por haberse curado de la peste negra, regaló un relicario para colocar la mandíbula del santo, así que San Antonio volvió a la tumba con una pieza menos. San Antonio se quedó tranquilo hasta 1981, cuando se exhumaron sus huesos para exponerlos en la conmemoración del 750 aniversario de su muerte. Se reconoció y estudió lo que quedaba de su esqueleto, pero a los expertos les llamó la atención el buen estado de las cuerdas vocales y las colocaron en el mismo relicario donde estaba la mandíbula. San Antonio volvió por quinta vez a su tumba con otra cosa menos. Llegó octubre de 1991, y al más puro estilo mafioso, tres delincuentes encapuchados irrumpieron en la basílica de San Antonio y, a punta de pistola ante el pasmo de los feligreses, arrearon un mazazo al cristal antibalas que guardaba el relicario con la mandíbula y las cuerdas vocales del santo. El hecho sirvió, entre otras cosas, para dejar claro que un cristal antibalas no sirve para proteger una mandíbula. La policía italiana se puso manos a la obra, y hasta el presidente, Francesco Cossiga, tomó cartas en el asunto. Dos meses después, cerca del aeropuerto romano de Fiumicino y a punto de salir al extranjero, los carabineros recuperaron la joya, la mandíbula y las cuerdas vocales del santo, para gozo y regocijo de Padua. San Antonio no gritó de alegría, porque no podía.

§. El cráneo maltratado de Benedicto XIII (1328-1424).
Hubo una vez, allá por el primer cuarto del año 1400, un papa español que fue coronado como Benedicto XIII, aunque es más conocido como el Papa Luna. En realidad, acabó siendo el antipapa, que de pequeño atendía por Pedro Martínez de Luna. Fue un poco revoltoso y uno de los protagonistas del Cisma de Occidente, periodo en el que hasta tres papas anduvieron a la greña por querer mangonear el mundo católico. Benedicto XIII acabó muriendo en su castillo de Peñíscola (Castellón), excomulgado y tachado de hereje. Allí lo enterraron, en Peñíscola, pero como había nacido en Illueca, un pueblo de Aragón, siete años después lo exhumaron para trasladarlo a su ciudad natal. Su momia estuvo expuesta con todos sus huesos en orden y en una magnífica capilla en el castillo de su familia, en el punto más alto de la villa de Illueca. Porque en su pueblo al Papa Luna le tenían especial cariño, aunque en el Vaticano lo odiaran por haber sido un respondón.
Llegó la Guerra de Sucesión en España, aquella lucha entre Austrias y Borbones por ver quién se quedaba con el latifundio, y como los descendientes de Benedicto XIII apoyaron a los Habsburgo, los partidarios de los Borbones la emprendieron con los restos del Papa Luna. Tiraron los huesos por la ventana del castillo, la mayor parte de ellos fue a dar al río Aranda y las gentes del pueblo sólo pudieron rescatar el cráneo. Los huesos del Papa se perdieron, pero el cráneo acabó guardado como reliquia en una urna en el palacio de los condes de Argillo, en Sabiñán, un pueblo de Zaragoza. Allí sentó el Papa la cabeza hasta que en abril del año 2000 unos cacos robaron el cráneo con la intención de pedir un rescate.
Cinco meses duró el secuestro, porque en septiembre la Guardia Civil detuvo a los dos jóvenes que se llevaron la calavera. Como además de ignorantes —las faltas de ortografía en la nota de rescate eran monumentales— eran un par de manazas, los dos ladronzuelos devolvieron el cráneo partido en varios trozos. Los cacos resultaron ser dos hermanos, uno de ellos menor de edad, y al final tuvieron su condena: poco más de 2.000 euros de multa o seis meses de cárcel. Ése era el coste por robar el cráneo de un papa, pena que ahora se vería incrementada si alguien volviera a consumar el mismo delito, porque la cabeza de Benedicto XIII fue declarada Bien de Interés Cultural el 8 de mayo de 2007 por la Diputación General de Aragón. Ahora ya no se robaría el cráneo, se robaría una pieza que pertenece al patrimonio cultural de toda una comunidad autónoma. Benedicto XIII jamás lo habría sospechado, ni con la cabeza sobre los hombros.
Aprovechando el rescate, y ya que la cabeza del Papa Luna estaba de la ceca a la meca, se decidió restaurarla y hacerle análisis antropológicos y de carbono 14 para confirmar que, efectivamente, ese cráneo era de Benedicto XIII. No fuera a ser que después de tanto avatar histórico resultara ser de otro que pasaba por allí. Las pruebas dieron sus frutos a finales de 2004: el cráneo lo llevó puesto el Papa Luna. En el trabajo de identificación estuvieron involucrados durante más de tres años nueve destacados especialistas en neurocirugía, antropología y medicina legal de Aragón, Madrid y el País Vasco. ¿Tanta gente para un cráneo?, habría que preguntarse. Pues sí, porque datar e identificar un cráneo cuando el dueño no contesta ni sí ni no complica mucho la investigación.
Los análisis al cráneo del Papa Luna han determinado que perteneció a un varón que murió con sólo cuatro dientes a los noventa y cinco anos, y que la época en la que tuvo el seso dentro coincide exactamente con la de Benedicto XIII. Se pretendió realizar pruebas de ADN, pero no se han encontrado descendientes por vía materna para hacer la comparativa. Los hijos directos de Luna no se han buscado, porque siendo papa estaría feo, pero podría ser una línea de investigación a seguir. Nunca se debe decir de esta agua no beberé ni este cura no es mi padre.

§. Papa Formoso: bronca a un cadáver (816?-896).
Hace mil ciento y pico de años se instaló en la silla de San Pedro un papa llamado Formoso. Llegó al papado ya talludito, con setenta y cinco años, y provocó amores y odios a partes iguales. Unos le alababan por su austeridad y otros le criticaron por sus ansias de poder y por ser un intrigante. En aquella época los papas no estaban sólo inmersos en asuntos de fe, sino que también se metían en guerras, en camisas de once varas, en destronar y coronar reyes.
El papa Formoso se metió en tantos líos que acabó muriendo violentamente cinco años después de su elección. En su peculiar currículum lleva haber sido el único papa desenterrado para regañarle por lo mal que lo hizo.
En pocas palabras y resumiendo lo necesario, Formoso coronó emperador del Sacro Imperio Romano Germánico a un tipo llamado Arnulfo de Baviera, y esto enfadó mucho, muchísimo, a Lamberto de Espoleto, que aspiraba a la misma corona imperial. El Papa llevaba sepultado nueve meses cuando Lamberto se hizo con el control de Italia y exigió al papa reinante, Esteban VI, que desenterrara a Formoso y declarara nulo su pontificado. Éste fue el principio del famoso Concilio Cadavérico o Sínodo del Terror. En unas condiciones fáciles de imaginar, Formoso, hecho un manojo de nervios, piel y huesos, fue sentado ante un tribunal. Vestía aún sus ornamentos sagrados y portaba la mitra (un gorrito alto y puntiagudo) sobre la cabeza. Como es muy difícil sentar a un muerto, lo tuvieron que atar al sillón para que no se escurriera y mantuviera una postura decorosa ante sus acusadores.
Se comenzó un interrogatorio a la momia de Formoso, que, por razones obvias, no respondía. Se le asignó entonces un abogado defensor para que contestara en su lugar, un abogado que jugaba en el equipo enemigo y que aceptó la defensa sólo por cumplir los trámites.
A Formoso lo pusieron de vuelta y media. Le acusaron de todo y todo se lo echaron en cara, tras lo cual el juicio quedó visto para sentencia. El Papa fue declarado indigno servidor de la Iglesia, su pontificado quedó como ilegítimo y se dictó que todo cuanto había hecho, decretado y ordenado quedara anulado. Se acordó destruir todo lo escrito y dictado por él y borrarle de la historia.
Luego vino la segunda parte: despojarle de las vestiduras, del gorrito papal y de todos los símbolos de su reinado. Es de suponer que esto lo hicieron con un asco terrible, tanto, que lo único que se le dejó puesto fue el cilicio que Formoso llevó en vida y con el que fue enterrado. También tuvieron el temple de cortarle los tres dedos con los que impartió bendiciones. Luego los quemaron y arrojaron las cenizas al río Tíber.
El resto de Formoso fue enterrado en una tumba a la que iban a dar los condenados a muerte, pero días después fue desenterrado y su momia también fue a parar al Tíber. Sin embargo, como Formoso fue un inquieto después de muerto, una crecida del Tíber arrastró sus restos y los dejó varados en una orilla. Un ermitaño los encontró y los enterró. Cuando apareció en Roma otro papa menos vengativo, Teodoro II, a Formoso se le desenterró por enésima vez, se le devolvieron sus ornamentos papales, se le rehabilitó en la historia del papado y sus maltrechos huesos volvieron a la tumba digna que le correspondía. Es la momia pontificia más cansada de la que se tienen noticias, aunque sus maltrechos huesos, a falta de tres dedos y alguno más sin documentar, reposan ahora en la gruta vaticana, acompañados por los de otros ciento cuarenta y ocho colegas de pontificado.

§. Silvestre II, un santo sudoroso (938?-1003).
En Roma, en la iglesia de San Juan de Letrán, hay un sepulcro vacío pero muy especial. Medio Vaticano está pendiente de él, y el otro medio, harto. Es el cenotafio del papa Silvestre II, uno de los más eruditos que se han sentado en el solio pontificio. Se dice que fue el inventor del reloj de péndulo y el introductor en Europa del sistema árabe de numeración. Para colmo, traspasó el milenio en su pontificado, una fecha, aquel año 1000, llena de supersticiones y miedos apocalípticos. La peculiaridad del cenotafio de Silvestre II reside, según aseguran los crédulos, en que tiene mucho que decir cuando se acerca la muerte del papa reinante.
Existe una leyenda que dice que cuando un papa está a punto de morir, la tumba exuda; es decir, que rezuma agua, a veces con tanta intensidad que provoca barro en el suelo. Y también dice la misma leyenda que los huesos del interior provocan ruidos con su crujido. Si resulta dura de aceptar la primera cuestión, mucho más lo es la segunda, porque difícilmente pueden crujir unos huesos que no existen. De ahí que medio Vaticano esté harto de tanta superchería.
Ni que decir tiene que las visitas a Silvestre se multiplicaban cada vez que a Juan Pablo II se le agravaban sus dolencias. Entre quienes se acercaban al sepulcro vacío había obispos y sacerdotes que, evidentemente, no admiten de forma oficial tales visitas. Así lo relata el periodista José Manuel Vidal en su libro Habemus papam, en el que ofrece inquietantes datos sobre este cenotafio profético. Cuenta Vidal que un sacerdote gallego, camuflado de vulgar turista, cumplía todos los días un encargo extraoficial de sus superiores vaticanos durante las distintas recaídas de Juan Pablo II: se acercaba al cenotafio en medio del barullo y, disimuladamente, palpaba el mármol, primero con las yemas de los dedos y luego con un pañuelo, para ver si estaba húmedo. A continuación se agachaba discretamente y pegaba la oreja al sepulcro. Si en los días previos a la muerte de Juan Pablo II crujieron los inexistentes huesos de Silvestre II, nadie lo reconocerá, porque el Vaticano no puede ni debe admitir tales hechos. La tradición dice que la tumba de Silvestre II avisa de la muerte del papa reinante, que se humedeció días antes del fallecimiento de Pablo VI, y que los huesos de Silvestre crujieron justo antes de la muerte de Juan Pablo I. Sin embargo, Giovanni Battista Proia, arcipreste de la basílica de San Juan de Letrán, desmiente todas y cada una de las supersticiones, aunque estas credulidades le vengan de perlas por las innumerables visitas que recibe el templo. Asegura que los huesos no crujen, sencillamente porque no están —se desintegraron al contacto con el aire durante su exhumación en 1648—, y que la humedad del mármol se debe a una condición natural que afecta a toda la iglesia en momentos concretos. La leyenda en torno al sepulcro tiene mucho que ver con la personalidad de Silvestre II. Se difundió la peregrina idea de que este Papa fue castigado por Dios porque era astrólogo, nigromante y brujo —de hecho pasó a la historia como el Papa Mago—, y que por eso no goza en su tumba del justo descanso. Silvestre II, en realidad, era un tipo muy listo, y tener un vasto conocimiento en aquel cambio de milenio era considerado peligroso. De cualquier forma, y gracias a esta leyenda, la tumba de Silvestre II goza del honor de ser la más visitada. Un papa que sigue acaparando la atención mil años después de su muerte.

§. Juan XXIII, el perfecto embalsamado (1881-1963).
Cuando un papa muere, su cuerpo es enterrado en la gruta vaticana, donde permanece durante un tiempo hasta que, según de quién se trate, se le traslada a una capilla dentro de la basílica de San Pedro. Juan XXIII, el Papa Bueno, murió en 1963, y los responsables vaticanos consideraron que enero de 2001 era la fecha adecuada para realizar su traslado al altar de San Jerónimo.
El protocolo del acto no se desarrolló en un pispás, ni mucho menos. Varios técnicos y numerosos prelados asistieron a la apertura de los tres féretros que guardaban a Juan XXIII, al reconocimiento de restos y a la toma de fotografías. En total, diez horas de trabajo. Sin embargo, el Papa no salió de la gruta vaticana, porque los restos de Angelo Giuseppe Roncalli no tenían un aspecto normal, dado su estado. De hecho, no eran restos: era él, con el aspecto de haberse muerto ayer. Vamos, que estaba incorrupto, con el rostro y el cuerpo intactos. Los primeros que se dieron de bruces con la nariz aguileña de Juan XXIII se santiguaron y, casi en su susurro, alguien dijo: « ¡Milagro!». Tan buena era la presencia de Juan XXIII, que las autoridades eclesiales decidieron no enterrar de nuevo al Papa sin antes exponerlo a los fieles. Y así se hizo, aunque el milagro ya se había desinflado. Cuando corrió la noticia de la incorruptibilidad de Juan XXIII todo el mundo se admiró; todo el mundo menos un anciano llamado Genaro Goglia, que levantó la mano y dijo: «He sido yo». Todos los papas son embalsamados al morir, a no ser que pidan expresamente lo contrario, como ocurrió con Pío X. Juan XXIII vivió con la preocupación de ser bien embalsamado, porque durante las honras fúnebres de Pío XII el trabajo estuvo tan mal hecho que la Guardia Suiza se tenía que relevar cada quince minutos. Un minuto más junto al Papa y habrían caído desmayados por el olor que desprendía el cuerpo. Juan XXIII, testigo de las consecuencias de aquel desastre de embalsamamiento, se propuso que a él no le ocurriera lo mismo, y apalabró una preparación especial con el forense Genaro Goglia antes de morir. Un hecho que todos habían olvidado. El doctor Goglia explicó sus conversaciones con el Papa antes de que falleciera y cómo realizó el trabajo de embalsamamiento con un líquido de su invención. Y además dejó clara su molestia porque todo el mundo se hubiera olvidado de él y de su trabajo. El Vaticano solucionó luego el malentendido al sentar a Genaro Goglia en primera fila cuando Juan XXIII fue expuesto en la plaza de San Pedro en junio de 2001. La imagen del Papa dentro de su urna de cristal dio la vuelta al mundo, y cierto es que parecía increíble verle intacto treinta y ocho años después de haber muerto, aunque bien es cierto que observado de cerca su aspecto era el de una estatua de cera. Era la primera vez que se exponía a un papa fallecido y en perfecto estado de revista ante los ojos de decenas de miles de fieles.
Juan XXIII ya descansa en su sepulcro del altar de San Jerónimo, dentro de la basílica de San Pedro, y es, todavía hoy, el papa muerto con mejor cutis del que tenemos noticias.

§. Obispo Alonso Suárez de la Fuente del Sauce: quinientos años insepulto (?-1520).
En Jaén hubo un obispo con nombre de marqués, Alonso Suárez de la Fuente del Sauce. Su nombre real era Alonso Suárez, pero él mismo se añadió lo de la Fuente del Saúz, que ha derivado en Sauce, porque así se llamaba el pueblo que le vio nacer en Ávila, Fuente del Saúz. Murió en 1520 y, tal y como fue su deseo, fue enterrado en la Capilla Mayor de la catedral jienense. Pasados ciento y pico de años le sacaron de su tumba porque había que hacer obras en el templo. Hasta aquí, todo dentro de lo normal. Las obras terminaron y fue entonces cuando el Cabildo de la catedral se negó a que la momia fuera devuelta a la Capilla Mayor. Las autoridades catedralicias, a cambio, ofrecieron a sus herederos otro lugar, el coro, donde estaba enterrado el resto de los obispos. La excusa que pusieron para evitar devolverle al lugar original era buena: la tumba se la habían cargado con la reforma.
Los descendientes de la momia se negaron en redondo a aceptar el nuevo enterramiento. O la Capilla Mayor o nada.
Y fue… nada. La riña no se resolvió hasta entrado el siglo XXI. Han sido quinientos años a vueltas con la más famosa momia de Jaén. Los descendientes del obispo han dado muestras de ser una piña a lo largo de los siglos, porque todos han venido defendiendo lo mismo. Y también se han mantenido como un solo hombre todos los responsables que por el Cabildo han pasado. Merece la pena desmenuzar la historia. El año 1635 fue el de la discordia, cuando, a la espera de que se terminaran las citadas obras de rehabilitación del templo, se exhumó a Alonso Suárez y se dejó la caja con sus restos en el suelo de la sacristía. Los arreglos terminaron casi treinta años después, pero, a la chita callando, el Cabildo decidió anular el enterramiento y dedicar la Capilla Mayor a la veneración del Santo Rostro. Colocar un muerto al lado de reliquia tan sagrada —se supone que uno de los tres pliegues del paño con el que la Verónica enjugó el rostro de Jesucristo camino del Calvario— no pareció oportuno a las autoridades catedralicias.
La familia de don Alonso se negó al cambio de ubicación, se llamara ahora el lugar de la tumba Capilla Mayor o Capilla del Santo Rostro. Aquí comenzó una trifulca que duró, exactamente, trescientos treinta y siete años. Los distintos cabildos, enfrentados con los distintos herederos; los herederos, con los distintos cabildos; y mientras, la momia besando el suelo. En medio de todo esto ha habido un tira y afloja muy simpático, porque se trataba de no perder las formas en ningún momento, de tal manera que cada año, durante tres siglos, se pasaba por un protocolo bastante absurdo a ver si en alguna de éstas se pillaba al enemigo en un renuncio. Y es que el litigio llegó a instancias superiores de la Iglesia, que sentenció que mientras arreglaban sus diferencias las partes contendientes sacaran a la pobre momia de la sacristía y la pusieran provisionalmente en una cajonera en la Capilla Mayor, pero sin enterrar, de tal forma que todos se salían con la suya. El obispo estaba donde quería la familia, pero no estaba enterrado, como quería el Cabildo. Además, la Iglesia estableció lo siguiente: que en cada víspera de Difuntos de cada año, o sea, cada primero de noviembre, la familia de la momia tenía que hacer una ofrenda al Cabildo de la catedral, ofrenda que consistía en una vaca, varios borregos, aceite, trigo, miel y cera para las velas. Quiere esto decir que el año que la familia dejara de hacer su ofrenda el Cabildo tendría el derecho de enterrar al obispo en el coro; pero si la familia hacía puntualmente su ofrenda y el Cabildo la aceptaba, entonces eso daba derecho a los herederos a enterrarlo en la Capilla Mayor. Este protocolo se alargó durante todo el siglo XX. La familia iba con un notario y hacía su ofrenda, y el cabildo, con el notario delante, la rechazaba. Y la momia, a punto del suicidio.
Se trataba de no caer en la trampa del contrario, porque al menor descuido del Cabildo la familia recuperaría el derecho de enterrar a la momia en la Capilla Mayor; e igualmente, al menor descuido de la familia, el Cabildo arramblaba con la momia y la instalaba en el coro.
En 1909, sin embargo, estuvo a punto de ocurrir el desastre. Al Cabildo llegó un nuevo responsable que no tenía ni idea de todos los líos con la momia. Así que cuando la familia se presentó con la ofrenda, dijo: «Anda, pues mira qué bien». Cuando estaba a punto de aceptar las dádivas, con la familia aguantando la respiración, entró a la carrera el arcipreste y al grito de « ¡Quieto, loco! ¡No firmes, que si no tendremos que enterrar a la momia!», el acto protocolario se detuvo. Todo quedó en un susto y la familia se volvió con su ofrenda por donde había venido.
El rito del tira y afloja continuó y la momia siguió en la cajonera hasta que llegó la Guerra Civil y 1939 trajo el punto de inflexión: la familia no hizo la ofrenda. El Cabildo se dijo entonces: «Ésta es la mía». Echó mano del acuerdo y anunció que enterraría a la momia en el coro, tal y como tenía previsto hacerlo trescientos años atrás. Así quedaron las cosas, a la espera de ajustar fecha y hora para proceder a una solemne inhumación. Pero la familia, después de tres siglos litigando, no estaba dispuesta a quedarse quieta. Entre 1939 y 2001 continuaron las negociaciones. Que si en el coro, que si en la Capilla Mayor, que si esto no se hace, que si tú esto, pues tú más… Y la momia, ajena a toda disputa, fue convirtiéndose en atracción turística. La momia del obispo de Jaén Alonso Suárez de la Fuente del Sauce se había hecho tan célebre que cada vez que visitaba la catedral alguien con enchufe podía verla: el rey Alfonso XIII, en 1904, y la mujer del dictador Franco, en 1968, fueron dos de los morbosos que pidieron contemplar a la momia insepulta.
La juerga se les acabó a todos, incluida a la momia, el día 13 de mayo de 2001, cuando por fin, trescientos sesenta y seis años después de su exhumación, don Alonso Suárez de la Fuente del Sauce acabó bajo una lápida justo a la entrada de la Capilla Mayor, ni dentro ni fuera. Ninguna de las partes litigantes quedó conforme, pero la momia, cuando llegó a su descanso, debió de dar palmas con la orejas.

Capítulo 3
Filosofía y letras

Contenido:
§. Jeremy Bentham, de cuerpo presente (1748-1832)
§. El cráneo subastado de René Descartes (1596-1650)
§. Herbert Marcuse, veinticuatro años en una estantería (1898-1979)
§. Pitágoras, un muerto tramposo (siglo VI-V a. c.)
§. Zarandeos póstumos de Pedro Calderón de la Barca (1600-1681)
§. Las mondas parroquiales de Félix Lope de Vega (1562-1635)
§. Percy B. Shelley, un romántico en la hoguera (1792-1822)
§. Giacomo Leopardi: pocos huesos para tanto poeta (1798-1837)
§. Antón Chejov, un entierro confuso (1860-1904)
§. La última voluntad de Dante Alighieri (1265-1321)
§. Victor Noir, un cadáver excitante (1848-1870)
§. El cráneo femenino de Francesco Petrarca (1304-1374)
§. La misteriosa visita a la tumba de Edgar Allan Poe (1809-1849)
§. Oscar Wilde, la sepultura del ángel castrado (1854-1900)
§. El inicuo epitafio de William Shakespeare (1564-1616) §. Jeremy Bentham, de cuerpo presente (1748-1832).
Hubo un tipo muy listo que hace unos doscientos años dijo que toda reforma social debe ir encaminada a conseguir la máxima felicidad para el mayor número de gente posible, que dicho así es fácil, pero aún estamos en ello. Este tipo entendía de asuntos económicos y jurídicos, y dijo también que la pena de muerte no sirve como castigo ni como prevención, porque seguirá existiendo criminalidad. George W. Bush aún no se ha dado por enterado porque no es tan listo como Jeremy Bentham, el padre del utilitarismo, esa corriente filosófica que dice que cualquier cosa que se haga es buena si las consecuencias son buenas, al margen de los métodos utilizados, porque el último fin humano es conseguir la felicidad. ¿Y cómo es feliz Jeremy Bentham? Presidiendo aún hoy algunas juntas directivas del University College of London. Cuando comienzan estas reuniones, una VOZ dice en la sala:
«Jeremy Bentham, presente pero sin derecho a voto». Cómo va a votar… si lleva muerto más de siglo y medio.
La apariencia del filósofo Bentham es buena, admisible, pasable. Digamos que, para estar muerto, está bien. Hay algunos miembros de consejos de administración por el mundo que aún están vivos y tienen peor aspecto.
Bentham era un pelín vanidoso y quiso que no sólo sus ideas pasaran a la posteridad, también él mismo. Quería seguir en los pasillos o en la sala de profesores de la institución para que todos continuaran admirando su obra con él presente, porque Bentham fue uno de los fundadores del University College of London. Dejó instrucciones claras en su testamento, un legado que firmó una semana antes de morir. Donó todos sus bienes al colegio, pero con una condición: que su cuerpo fuera conservado de tal modo que pudiera ser expuesto en alguna vitrina con el fin de continuar asistiendo a las juntas directivas y seguir siendo admirado por los alumnos. Bentham fue más allá. Pidió que su cuerpo fuera diseccionado en presencia de sus amigos, y nombró al médico forense que debía hacerlo, el doctor Southwood Smith. La muerte le llegó al filósofo el 6 de junio de 1832 y sus deseos se cumplieron a rajatabla. No dejó un cabo sin atar: indicó cómo realizar la autopsia, cómo preservar las vísceras, dónde había que colocarlas… porque su intención era servir a la ciencia, primero, y después ser adecentado y vestido para quedar expuesto. Para facilitar este último paso dejó igualmente dispuesto que se le vistiera con uno de los trajes que habitualmente llevaba, que se le sentara en actitud de estar pensando, se le tocara con uno de sus sombreros y que una de sus manos sujetara su bastón. Fue tan meticuloso que él mismo eligió los ojos de cristal que le tenían que poner en su cabeza preservada. Durante mucho tiempo, antes de morir, los llevó en el bolsillo.
Lo que Bentham pretendía con tanto antojo funerario era convertirse en lo que él llamó un «autoicono», es decir, una representación de sí mismo para ser utilizada como monumento en su propio honor por ser un hombre tan genial. El padre del utilitarismo no quiso dejar nada al azar porque, conociendo a los vivos, sabía que ante el más mínimo contratiempo dejarían de cumplir sus deseos. Por eso también dejó especificado que tenían que construirle una especie de armario acristalado y que pudiera ser transportado fácilmente por las distintas estancias del colegio universitario. Entre sus peticiones estaba también que cuando hubiera juntas directivas, fuera transportado hasta la sala de sesiones para asistir a las deliberaciones. Capricho este que, aún hoy, se cumple en reuniones de cierta enjundia.
Sin embargo, algo no salió como estaba previsto. Jeremy Bentham, tras haber sido diseccionado y estudiado para servir a la ciencia, debía ser embalsamado, pero les quedó fatal. No es que se note mucho, porque al estar el cuerpo vestido el aspecto se pudo mejorar con un poco de relleno aquí, unos guantes allá y unos botines lustrosos. Lo malo fue la cabeza, que les quedó hecha una auténtica chapuza. Quienes armaron y vistieron el cuerpo inerte del filósofo decidieron no incluir la auténtica testa porque deterioraba la visión del conjunto. Fabricaron, pues, una de cera a partir del cráneo, y ésta es la que luce Bentham sobre los hombros. Sin embargo, para cumplir con los deseos del utilitarista de estar completo dentro de aquel armario acristalado, la cabeza auténtica, aunque un tanto repulsiva, la pusieron a sus pies, en el suelo. Pero ya no está. Tuvieron que retirarla de su ubicación y guardarla en la caja fuerte del colegio.
Y es que robar la cabeza de Jeremy Bentham se convirtió en una especie de broma de fin de curso entre los estudiantes del University College of London, incluso en un reto para estudiantes de otros colegios rivales. La cabeza acababa apareciendo siempre, pero en los sitios más inverosímiles. En 1975 la robaron y pidieron un rescate de cien libras. Otro año apareció en una consigna de la estación de ferrocarril de Aberdeen. Pudieron recuperarla de nuevo, pero volvieron a robarla y en esta ocasión apareció en mitad del campo de fútbol del colegio. Está claro que la cabeza de un filósofo da mucho juego.
La filosofía es esa búsqueda constante para dar respuesta a preguntas como: ¿de dónde venimos?, ¿quiénes somos?, ¿hacia dónde vamos? Jeremy Bentham tenía tan claro hacia dónde iba, que aún está en el sitio al que quería llegar.

§. El cráneo subastado de René Descartes (1596-1650).
«Cogito, ergo sum», se decía René Descartes, cuando en una de ésas se murió. Dejó de pensar y, por tanto, de existir. Lo que aún no ha quedado firmemente confirmado es si se murió o si lo suicidaron. El pensador y filósofo francés falleció en Suecia, oficialmente, de una pulmonía, pero oficiosamente se sospecha que sus pulmones estaban relativamente sanos cuando murió. Descartes dictó cuatro reglas para la investigación científica, y la primera de ellas era no dar por cierto lo que no resulte evidente. Morir entre vómitos, náuseas y retortijones es evidencia —si no clara, al menos sospechosa— de que no murió de pulmonía. El asunto huele a arsénico. Resfriado o envenenado, ya da igual, porque aquí lo que cuenta es que murió y que fue a dar con sus huesos en el cementerio Fredrikskyrkan, en Estocolmo, en febrero de 1650.
Tuvieron que pasar dieciséis años para que Francia reclamara los restos de su preclaro súbdito. Se le exhumó, se le colocó delicadamente en un ataúd de cobre y allá que se lo llevaron, a la iglesia parisina de Sainte-Geneviève-du-Mont. Como dejar a los muertos quietos no es costumbre muy extendida entre los humanos, durante la Revolución Francesa René Descartes fue de nuevo exhumado y trasladado al Panteón de Hombres Ilustres. Sin embargo, tampoco aquí dejaron tranquilo al filósofo, y volvieron a exhumarlo en 1819 para trasladarlo a la abadía de Saint-Germain-des-Prés, también en París. Y ya vamos por su cuarto entierro. En esta ocasión se decidió hacer un reconocimiento de restos, pero cuando abrieron el féretro para comprobar si Descartes mantenía una postura digna pese al ajetreo, se descubrió que el receptáculo de donde surgió tan vasto conocimiento, el cráneo, no estaba. Cierto es que Descartes proclamó que mente y cuerpo eran dos entidades separadas, pero nadie habría imaginado entonces que lo dijera en un sentido tan literal. Nada podían hacer entonces, salvo lamentarse de que el padre de la filosofía moderna hubiera perdido la cabeza. El misterio vino a solucionarse años después: en Suecia, sobre una mesa de subastas, se puso a la venta un cráneo con la inscripción «Cráneo de Descartes, tomado en cuidadosa posesión por Israel Hanstrom en el año 1666, en ocasión del transporte del cuerpo a Francia, y desde entonces oculto en Suecia». Nadie ha entendido aún hoy por qué demonios el tal Israel Hanstrom tuvo que separarle la cabeza al indefenso Descartes.
El cráneo fue devuelto a Francia, al parecer al naturalista Georges Cuvier —un estupendo paleontólogo, pero de sospechosa catadura moral desde que le dio por ir disecando especímenes humanos—, y está custodiado desde entonces en el Museo del Hombre de París. Lejos, lamentablemente, del resto del esqueleto. A René Descartes, sin embargo, le falta algo más: el dedo índice de la mano derecha. Cuando fue exhumado de su primera tumba sueca, el embajador de Francia, un tipo apellidado Chanut, se quedó con ese despojo alegando que quería poseer el dedo que había escrito las palabras «Cogito, ergo sum». Le habría estado bien empleado al diplomático que Descartes fuera zurdo y que el dedo que se quedó fuera el que el pensador se metía en la nariz mientras escribía el Discurso del método.

§. Herbert Marcuse, veinticuatro años en una estantería (1898-1979).
El 18 de julio de 2003, viernes para más señas, las cenizas del filósofo estadounidense de origen alemán Herbert Marcuse, un referente de la Generación del 68, fueron enterradas en el cementerio de Berlín tras haber muerto a los ochenta y un años de un derrame cerebral. Hasta aquí, nada fuera de lo común. Uno se muere… y lo entierran. Lo malo es que el pobre Marcuse estuvo en el limbo desde que murió hasta que lo enterraron. Había fallecido veinticuatro años antes, en 1979.
¿Qué estuvo haciendo este buen hombre durante todo este tiempo? Nada. Cogiendo polvo en la estantería de una funeraria estadounidense porque se habían olvidado de él. A quién no le ha pasado.
La historia tiene un principio. Marcuse huyó de la Alemania nazi en 1933, primero a Suiza y luego a Estados Unidos. Se nacionalizó estadounidense y se propuso nunca más volver a su país, pero murió precisamente en él, en una visita a Baviera durante el verano de 1979. Cuando Marcuse falleció, su viuda, de nombre Ricky y tercera de sus esposas, se negó a incinerarlo en Alemania por una mera postura contestataria. Dijo que los hornos crematorios ya habían trabajado bastante en Alemania con los nazis y que su marido no se incineraba allí, así que trasladó el cadáver a Austria y allí realizó la cremación. A los hijos de Marcuse la decisión les pareció un poco incongruente, porque los austriacos colaboraron con los nazis y habían participado igualmente en el genocidio judío. Pero bueno, así lo quiso la viuda y así se respetó.
La esposa volvió a Estados Unidos y la funeraria austriaca envió las cenizas a una funeraria de New Haven, en el Estado de Connecticut, porque la ley austriaca prohíbe el envío de cenizas a direcciones particulares. La urna llegó a la funeraria perfectamente empaquetada y allí quedó a la espera de que alguien fuera a por el abuelo Marcuse. Pasó un año, pasó otro, y otro, y otro… y Marcuse aburrido como una ostra en una estantería. La explicación al olvido es tan sencilla como absurda. Se supone que alguien debería haber ido a por él para esparcirlo, para enterrarlo o para echárselo a los boquerones de New Haven, pero la recogida, por unas cosas o por otras, se fue demorando. Sólo tres personas conocían la funeraria donde estaba Marcuse: su viuda, el director de un despacho de abogados y el hijo de Marcuse, Peter. Pasado un tiempo tras la llegada de las cenizas, los dos primeros se murieron y el hijo de Marcuse debió de desentenderse del tema, porque como la viuda se había hecho cargo de todo y el director del despacho de abogados había llevado todos los asuntos legales, el hijo dedujo que su padre había sido convenientemente rescatado. Y mientras, Marcuse de pie derecho en la estantería.
Llegó 2001 y un nieto del filósofo, profesor en la Universidad de California, recibió un correo electrónico desde Bélgica. El remitente era un curioso que quería saber dónde estaba enterrado su abuelo. El nieto se quedó de piedra y cayó en la cuenta de que no tenía ni idea de dónde estaban las cenizas del padre del Mayo del 68. La primera pregunta la dirigió a su padre, y el hijo del filósofo tampoco supo contestar, pero pensó que en la funeraria donde más de veinte años atrás habían recibido a Marcuse podrían darles noticias de dónde encontrarlo. Quizás allí supieran si las habían trasladado a un cementerio, si las habían esparcido o si habían quedado en custodia familiar. Cuando aparecieron por allí, la reacción debió de ser, más o menos: «Ya os vale, que tenemos aquí al abuelo desde ni se sabe». Afortunadamente, la paciencia de los muertos no tiene límites conocidos.
Una vez recuperadas las cenizas, la familia del filósofo se planteó qué hacer con ellas, y para solucionar la cuestión decidieron abrir una página en Internet para preguntar directamente a sus admiradores qué destino dar al abuelo Marcuse una vez recuperado. «Que sea enterrado en Alemania», fue la respuesta mayoritaria, porque no había que dar a los nazis la satisfacción de haber purgado el país incluso de los restos de algunos de sus intelectuales más brillantes. La familia se dijo: «Si Alemania lo quiere, Alemania lo tendrá». Así que otra vez con el filósofo para Berlín. Y así, sin quererlo, Marcuse se convirtió en el Willy Fog de la filosofía: muerto en Alemania, incinerado en Austria, olvidado en Estados Unidos y devuelto a Berlín.
La familia voló a la ciudad alemana con las cenizas del abuelo Marcuse en su equipaje de mano para evitar más despistes. Allí le esperaba un cortejo fúnebre con una limusina impresionante del año 1966. Limusina cedida en su día por un empresario funerario al Museo de la Técnica, y que hasta ahora sólo ha salido en dos ocasiones de la exposición para atender otras tantas comitivas fúnebres famosas: la de la actriz Marlene Dietrich y ésta de Herbert Marcuse.
El Senado berlinés cedió una tumba para que el 18 de julio de 2003 el pensador fuera enterrado con todos los honores en el cementerio —impronunciable— de Dorotheenstädtisch Friedhof, en el centro de la capital alemana, donde seguramente ha podido iniciar sesudos debates con otros filósofos allí enterrados: Georg Wilhelm Friedrich Hegel y Johann Gottlieb Fichte. Bertolt Brecht no era filósofo, pero también es su compañero de cementerio.
Curiosamente, Marcuse y Dietrich sólo consintieron volver a Alemania después de muertos.

§. Pitágoras, un muerto tramposo (Siglo VI-V A. C).
El famoso teorema de Pitágoras dice que en un triángulo rectángulo la suma de los cuadrados de los dos catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa. Bien, pues cómo es posible que un tipo tan listo, que nos ha traído locos en el colegio hasta que nos aprendimos la maldita hipotenusa, muriera por no querer atravesar un campo de habas. Pitágoras vivió a caballo entre los siglos VI y V antes de la era cristiana y fundó una especie de secta filosófica que acabó siendo perseguida. Cierto que era listo, pero también más raro que un perro verde, y un poco tramposo para mantener enganchados a sus seguidores. Por seguir un orden lógico, mejor relatar primero su engañoso viaje al mundo de los muertos y después lo de las habas.
Para los griegos clásicos, Hades era el dios de los muertos, el regente de un mundo subterráneo llamado igualmente Hades. El Hades estaba custodiado por un perro de tres cabezas que atendía por Cerbero. Y, por cierto, nunca han estado claras las razones por las que se llama a los porteros de fútbol cancerberos si sólo tienen una cabeza. En el Hades también estaba Caronte, que con su barca transportaba las almas de los muertos. Muy pocos se atrevieron, estando vivos, a descender al Hades. Uno de aquellos valientes fue Orfeo, que descendió al inframundo para recuperar a Eurídice, su esposa muerta. Y ahora viene la historia tramposa de Pitágoras. Para ganarse la confianza de sus seguidores dijo, con un par, que iba a bajar al Hades, al mundo de los muertos, y que luego volvería y sería capaz de contar lo que había ocurrido en la Tierra durante su ausencia. El listo de Pitágoras se encerró en un sótano durante varios días y reapareció demacrado, con cara de pasmo; su madre le hizo un resumen de lo que había sucedido durante su supuesta ausencia, él se tiró el pisto y todos picaron como pimpollos.
La historia de las habas es todavía más tonta. Esta legumbre estaba repleta de simbología funeraria, cuestión difícil de asimilar cuando uno se las come salteadas con jamón. Según el enciclopedista Plinio el Viejo, el haba se empleaba en el culto a los muertos porque creían que encerraba el alma de los difuntos. Representaban el primer don de la primavera venido de debajo de la tierra, una ofrenda de los muertos a los vivos, y Pitágoras prohibió comer habas porque decía que era como comerte a tu padre. Tampoco le gustaban las habas porque decía que se parecían a las partes íntimas femeninas y a las puertas del Hades, el mundo de los muertos. El caso es que Pitágoras le tenía tal manía a este fruto que, según refieren muchos estudiosos, murió por negarse a atravesar un campo de ellas. Iba huyendo de sus perseguidores y en el camino se encontró un sembrado de habas. Se paró en seco y dijo: «Por ahí no paso». Así que sus enemigos le cogieron allí, pasmado ante tan vulgar sembrado. En el colegio, además de explicarnos el teorema de Pitágoras, deberían contarnos el episodio de las habas, así desmitificaríamos al griego. Es más, quizá la expresión «tonto l'haba» venga de entonces.

§. Zarandeos póstumos de Pedro Calderón de la Barca (1600-1681).
Los huesos de don Pedro Calderón de la Barca se nos han perdido. Ha acabado en el limbo por culpa de la Guerra Civil y porque unos frailes lo escondieron tan bien que ya no hay forma de encontrarlo. Es conocida esa habilidad española para perder muertos ilustres, y Calderón de la Barca, la última gran figura del Siglo de Oro español, con una obra cinco veces más extensa que la de Shakespeare, no iba a librarse. El hombre ha sufrido siete entierros, seis traslados y una incineración. Como curiosidad, señalar que los huesos de Calderón tuvieron el honor de inaugurar el viaducto de Madrid durante su tercer traslado. Si hubiera sospechado lo que aún le esperaba, se tira. El genial autor de La vida es sueño bien podría haber escrito La muerte es ajetreo y El alcalde me zarandea, porque es uno de los muertos más inquietos de los que se tienen noticias. Cierto es que los únicos responsables de los traqueteos de los muertos son sólo los vivos, porque no se conoce a difunto alguno responsable de sus actos. Y puede que muerte tan agitada sea sólo continuación de una vida pendenciera. Calderón, en vida, no fue un santo varón. Se bebió la herencia de su padre, se metió en trifulcas cada dos por tres, echó mano de la espada por menos de nada, profanó conventos de clausura Esto del convento tiene guasa, porque además de tener una bronca monumental con Lope de Vega como consecuencia del ultraje, al parecer pisoteó la tumba de Cervantes. Todo en uno. Aquel episodio, surgido a raíz de una bulla entre gentes de teatro, fue uno de los más sonados en el Madrid de 1629. Según refiere el cervantista Luis Astrana Marín, en el Mentidero de Representantes de la calle del León se organizó una algarabía que acabó en pendencia. Un actor, Pedro Riquelme, desenvainó la espada, hirió a un hermano de Calderón de la Barca y éste se fue a por él. El actor salió por pies y, en su huida, perseguido por varios, se escondió en el convento de las Trinitarias, donde estaba enterrado Cervantes y donde guardaba clausura la hija de Lope. Esto no impidió que Pedro Calderón de la Barca y sus amigotes asaltaran el convento, revolvieran todo, registraran las celdas y levantaran el velo a todas las monjas para comprobar que Riquelme no se hubiera disfrazado como una de ellas. En el trajín, seguramente, pisaron varias veces el sepulcro de Cervantes. No quedó un rincón por registrar. El actor, finalmente, se escapó, pero Calderón acabó arrestado y a ello hubo de añadir la carta que Lope de Vega le dirigió poniéndole a caldo por haber profanado la clausura de su hija. Tal preámbulo ilustra una vida camorrista, entonada con una muerte también bulliciosa.
Murió Calderón con ochenta y un años, una edad muy avanzada para la época. Tan longeva fue su vida, que conoció tres reyes. Nació con el reinado de Felipe III, vivió con el de Felipe IV y murió durante el de Carlos II. El 25 de mayo de 1681 hizo mutis, y como él se olía que le quedaba poco, cinco días antes de morir hizo testamento. Dejó dicho que su féretro fuera trasladado abierto hasta la iglesia de San Salvador y que vistieran el cuerpo con el hábito de San Francisco, atado con su cuerdecita. Además pidió que le pusieran la correa de San Agustín, un escapulario de Nuestra Señora del Carmen en el pecho y encima de todo el manto de la orden de Santiago. En cuanto al entierro, dejó estipulado que le acompañaran doce religiosos de San Francisco, doce niños de la Doctrina, otros doce de los Desamparados… ¿Sirvió tanta precaución para alcanzar la gloria? No hay datos, pero para lo que no sirvió fue para asegurarle un reposo eterno.
Calderón fue enterrado en la iglesia de San Salvador, primera de sus últimas moradas y en donde descansó durante los siguientes ciento sesenta años, hasta que se impuso su exhumación porque el templo iba a ser derruido. Fue un detalle que se acordaran de él y rescataran sus huesos para trasladarlos a la capilla del cementerio de la Archicofradía Sacramental de San Nicolás. Se le trasladó, eso sí, con todos los honores, y hasta los comediantes de la época salieron al paso del cortejo para saludar a quien tantas veces recitaban. Incluso el famoso actor murciano Julián Romea se lució al paso de los restos con su magnífica declamación.
Disfrutó Calderón de otros veintiocho años de tranquilidad en San Nicolás, hasta que un iluminado decidió llevarle a lo que iba a ser el jamás concluido Panteón de Hombres Ilustres en San Francisco el Grande, al que se podría bautizar también como Proyecto Agua de Borrajas. Los huesos de Calderón quedaron amontonados durante cinco años con los de otros insignes, hasta que los muertos volvieron a sus lugares de origen cuando se demostró que aquel panteón no iba a sitio ninguno. Así que vuelta otra vez con Calderón a la Sacramental de San Nicolás, traslado que inauguró el famoso viaducto de Madrid camino de su cuarto entierro.
Corrieron seis años más de tranquilidad para el autor, hasta que sufrió un nuevo traslado al templo de la calle de la Torrecilla del Leal, donde, por supuesto, no tenían la más mínima intención de dejarlo quieto. Cuando se cerró esta parroquia, y a la espera de la apertura de una nueva en la calle de San Bernardo, se consiguió el permiso para trasladar a Calderón a un enterramiento provisional —como si hubiera tenido alguno fijo—, y el escritor, sin rechistar, fue en 1902 camino de una capilla del antiguo Hospital de la Princesa.
El nuevo templo en la calle de San Bernardo estuvo listo unos años después, y por fin Calderón creyó haber llegado a la última de sus últimas moradas. La Guerra Civil, empero, vendría a truncar de nuevo el sueño del autor de La vida es ídem. El templo acabó incendiado durante la triste y famosa quema de iglesias, y los huesos del escritor, se supone, acabaron cremados.
A Calderón, después de tanto trajín, se le dio oficialmente por desaparecido, porque la urna con sus restos no apareció. Pero falta un detalle. Al parecer, un grupo de frailes previsores, temerosos de que los republicanos la emprendieran con los restos de Calderón de la Barca, los ocultó antes del incendio. En tres palabras: emparedaron a Calderón. Así, al menos, se lo confesó un anciano sacerdote antes de morir al historiador Francisco Azorín. Lo que no le dijo es dónde lo escondieron. Quiere esto decir que Calderón, quién sabe, podría estar hoy aporreando una pared pidiendo que alguien le saque de allí Y acordándose del padre del que no le ha dejado estar quieto en un sitio.
Decía Mariano de Cavia que no hay en este desgraciado país profesión más intranquila, insegura e incómoda que la de difunto ilustre. Y qué razón tenía.

§. Las mondas parroquiales de Félix Lope de Vega (1562-1635).
Cuenta don Lope con el dudoso honor de ser otro ilustre español perdido. Se veneró su ingenio en vida porque no daba tiempo a admirar su último soneto o a ver su última obra cuando ya estaba dando los últimos toques a nuevos versos y dramas. O efectivamente era un genio fuera de toda lógica, un Fénix de los Ingenios, un Monstruo de la Naturaleza —así lo llamó Cervantes—, o es que la tan traída y llevada figura del negro literario existía ya en el Siglo de Oro.
Murió el atrevido y revoltoso Lope el 27 de agosto de 1635. Su vida fue en exceso agitada, pero se lo pasó de muerte. Primero marido, luego sacerdote y después amante. Todo un figura, y precisamente por su existencia dispersa el Consejo de Castilla no autorizó el majestuoso entierro que el Ayuntamiento de Madrid había previsto para el escritor. Esto no impidió que los madrileños se echaran igualmente a la calle para despedir a Lope.
Su primer biógrafo, un discípulo suyo con fama de exagerado, Juan Pérez de Montalbán, escribió que la cruz que presidía el cortejo fúnebre había llegado al templo de San Sebastián cuando el cuerpo del escritor aún no había salido de su casa de la calle de Francos. Calle y templo estaban cerca, pero hubo que callejear por unas cuantas manzanas de Madrid debido a que el cortejo tenía que pasar junto a los muros del convento trinitario donde guardaba clausura Marcela, la hija del escritor, para que la muchacha pudiera despedir los restos de su padre. O sea, que el cortejo, efectivamente, debió de serpentear lo suyo.
Precisamente en ese convento de las Trinitarias es donde la lógica decía que Lope debía ser enterrado, pero la vanidad perdió al escritor, porque este convento estaba un tanto deteriorado en aquella época y él deseaba un sepulcro más digno en un templo más ostentoso: el de San Sebastián. Acabaría pagando caro su error. Su enterramiento quedó perfectamente documentado y localizado, concretamente en el segundo nicho del tercer orden, hasta que pasadas dos centurias alguien decidió que ya era hora de poner en valor la tumba del Fénix de los Ingenios. Y entonces, sorpresa mayúscula: Lope no estaba donde lo dejaron. En el lugar donde debía estar el autor de La dama boba, en aquel segundo nicho del tercer orden, reposaba una buena mujer no tan boba, apellidada Ramiro y Arcayo, que resultó ser la hermana del vicario de Madrid. De acuerdo, los enchufes siempre han existido, y está claro que Lope fue desahuciado para colocar en su lugar a una señora que llegó pidiendo sitio, pero… ¿qué hicieron con los huesos de Lope de Vega?
Aquella costumbre tan poco higiénica y elitista de enterrar en el interior o cerca de las iglesias provocaba que, periódicamente, hubiera que sacar a difuntos antiguos para hacer sitio a nuevos inquilinos. Es lo que se llamaba «mondas de parroquia», es decir, la extracción de restos cuando sólo quedaban los huesos. Esto se hacía poniendo un poco de atención para no sacar un fémur con nombre y apellidos relevantes, pero Lope no tuvo esa suerte.
El gran cronista de Madrid Ramón Mesonero Romanos lo dijo a mediados del siglo XIX: «Este lamentable descuido, esta criminal profanación, nos priva ahora de mostrar a los extranjeros el sepulcro del Fénix de los Ingenios». Al encargado en su momento de realizar las mondas de parroquia, una de dos: o no le sonaba de nada Lope de Vega o no le habían revisado el convenio aquel año. Sacó las mondas de Lope con otras muchas y las tiró al osario común. Y aquí la pregunta no es quién mató al comendador, sino quién nos perdió al escritor. No fue Fuenteovejuna, no; fue un inepto, señor.

§. Percy B. Shelley, un romántico en la hoguera (1792-1822).
A decir de muchos, el mejor poeta inglés de todos los tiempos no se llama ni lord Byron ni John Keats, pero irremediablemente, cada vez que se le menciona, de inmediato viene a la memoria su mujer. El poeta es Percy Bysshe Shelley y su esposa, Mary Shelley, la escritora que creó la historia de Frankenstein y que ya apuntaba maneras macabras cuando se llevó a su amado ante la tumba de su madre para jurarle amor eterno. Bien, pues el matrimonio Shelley protagonizó uno de los funerales más excéntricos que se recuerdan entre gentes de la literatura.
El muerto era él, y ella, la viuda doliente. El escenario, una playa italiana; los asistentes, un puñado de poetas y un pequeño grupo de pescadores, y la ceremonia elegida, una gran hoguera donde el poeta ardió. Aquel improvisado crematorio fue tan romántico como poco efectivo, así que al final hubo que enterrarlo. Pero a la tumba se fue incompleto: Mary Shelley se quedó con su corazón… ¿o fue el hígado?
Percy B. Shelley es el ideal del poeta romántico: indómito, expulsado de Oxford, depresivo, colgado gran parte de su vida entre el opio y el láudano, y muerto de forma trágica antes de cumplir los treinta. Si a todo esto se añade el suicidio de su primera esposa —quien, pese a estar separada, no pudo soportar el lío de su marido con Mary— y los mencionados funerales insólitos, el mito está servido. La muerte de Percy B. Shelley tiene un principio, porque el poeta comenzó a morir mucho antes de hacerlo definitivamente, y fue su propia irresponsabilidad la que le llevó primero a la pira y luego a la tumba. El poeta estuvo en dos ocasiones a punto de ahogarse: una navegando junto a lord Byron y otra en los canales de Venecia. Como la suerte aguanta pocos tientos, a la tercera fue la vencida, y el 8 de julio de 1822 el insensato Shelley, pese a las advertencias de amigos y conocidos, se embarcó en mitad de una tormenta. Pasó lo que tenía que pasar.
Diez días después las corrientes marinas de la costa de Italia devolvían su cuerpo a la playa. Estaba irreconocible, pero se le identificó por un libro de poemas de John Keats que llevaba en el bolsillo.
Su mujer y los amigos, unos románticos exagerados, organizaron los funerales en una playa de Vareggio, cerca de Pisa, que consistieron en una pira funeraria donde el cuerpo del poeta fue pasto de las llamas. Unas fuentes biográficas aseguran que Mary Shelley exigió que antes se le extrajera el corazón a su marido para guardarlo, pero otras, la mayoría, relatan un episodio mucho más escabroso. Cuentan que cuando el cuerpo estaba medio chamuscado, uno de los amigos, Edward Trelawny, metió la mano en las llamas y, quemándose, sacó el corazón de Shelley. Otro amigo intentó quitárselo y allí mismo se organizó una trifulca por ver quién se quedaba con el músculo del poeta. El asunto lo resolvió la viuda, que exigió el órgano por los derechos adquiridos. Mary Shelley conservó el corazón el resto de su vida, casi treinta años más, viajando con él, escribiendo junto estaba sobre su escritorio y finalmente fue enterrado en el cementerio de Bournemouth (Inglaterra), junto al sepulcro de uno de sus hijos, Percy. Lo que quedó de Percy B. Shelley, que no fue poco, porque una vulgar hoguera en la playa no incinera totalmente un cuerpo, fue enterrado en el cementerio protestante de Roma, donde aún puede verse su tumba, muy cerca de la de su amigo Keats. Respecto a la ajetreada víscera, hay quien asegura que lo que se extrajo de la hoguera por error fue el hígado, y no el corazón. Pero esto mejor no creerlo porque resta mucho romanticismo al asunto.

Giacomo Leopardi: pocos huesos para tanto poeta (1798-1837).
¿Nos suena Giacomo Leopardi? Pues debería, porque algunos lo consideran el primer poeta italiano después de Dante. Su biografía no ocupa demasiado espacio en las enciclopedias, pero no por ello hay que restarle mérito, porque también las enciclopedias yerran. Sólo hay que recordar aquel fallo de un manual de prestigio mundial que definió en una de sus ediciones a Picasso como «pintor catalán nacido en Málaga».
El señor Leopardi fue un poeta italiano de principios del siglo XIX que tenía una exquisita sensibilidad y un pesimismo desesperante. No es para extrañarse, porque al pobre Giacomo le pasó de todo: tuvo una salud enfermiza toda su vida, sufrió una ceguera temporal, el asma le persiguió y acabó muriendo durante una epidemia de cólera. Durante años esperó ansioso su propia muerte para huir del calvario de la vida. Lo que no se esperaba él es que sus restos fueran objeto de polémica más de siglo y medio después, porque resulta que en la tumba de Giacomo Leopardi puede que no esté Giacomo Leopardi.
Las dudas están más que fundadas. Leopardi murió en Nápoles durante una epidemia de cólera que arrasó la ciudad. Las leyes de entonces obligaban a que las víctimas fueran enterradas en fosas comunes, pero un amigo del poeta, Antonio Ranieri, aseguró haber librado a Giacomo Leopardi del anonimato de una fosa común al enterrarlo en secreto en una gruta de la iglesia napolitana de San Vitale. Pasaron casi setenta años y, en 1900, la tumba de Leopardi se abrió. Muy poca cosa había allí. Sólo un fémur y unos poquitos huesos. Algo lógico por otra parte, puesto que al ser un poeta pesimista su tumba debía estar medio vacía mejor que medio llena. Aquella escasez de osamenta levantó las primeras sospechas. O Leopardi se había quedado en nada o no era Leopardi.
Volvieron a pasar los años y en 1939 Benito Mussolini ordenó el traslado de los supuestos restos del poeta para colocarlos bajo un monolito erigido en el parque Virgiliano de Nápoles, un monumento que desde entonces se ha convertido en lugar de peregrinación de todos los seguidores del escritor. Sin embargo, quizá todos estos admiradores estén venerando los huesos de vaya usted a saber quién, así que un guionista de televisión, Silvano Vicenti, aprovechando la fiebre exhumatoria que atraviesa Italia desde hace unos años, pidió en 2004 que se desenterraran los huesos y se analizasen. Anduvo recogiendo firmas (y de paso haciendo un programa de televisión para la RAI) que animaran a las autoridades y a los descendientes de Leopardi a realizar la exhumación y desvelar el misterio. Pretendía, según dijo, acabar con la farsa. De momento, no ha colado. El primero que se negó a la exhumación fue el conde Vanni, tataranieto del poeta, precisamente el que tendría que ceder una muestra de ADN para compararla con otra del supuesto Giacomo Leopardi. El Centro Nacional de Estudios Leopardianos también puso el grito en el cielo, y pidió al presidente de la región de Las Marcas que intercediera ante el ministro de Cultura italiano para impedir que removiesen los huesos de Leopardi o de quién demonios esté en la tumba.
¿Cuándo comenzó a liarse la madeja? Es posible que a raíz de una mentirijilla de aquel amigo de Leopardi que dijo haberlo enterrado en una iglesia. Parece probable que Leopardi fuera a dar a una fosa común con el resto de víctimas del cólera, y que el amigo del poeta sólo dijera que lo había enterrado en secreto para apuntarse un tanto. Leopardi, esté donde esté, si es que está, con muchos o pocos huesos, si es que son suyos, continúa con su reposo total y absolutamente despreocupado por su fémur. Bastante tuvo en vida con su pesimismo recalcitrante como para seguir pensando en su desgracia casi dos siglos después de haber dicho agur.

§. Antón Chejov, un entierro confuso (1860-1904).
El jardín de los cerezos, El tío Vania, Las tres hermanas o La gaviota son obras del escritor ruso Antón Pávlovich Chejov, todo un maestro del cuento y quizá la figura literaria más destacada y destacable de su época. Y eso que murió con sólo cuarenta y cuatro años.
Antón Chejov era mordaz, de lo más irónico a la hora de narrar sus historias. Quizá por eso habría dado la mano derecha por poder presenciar su propio entierro y así después contarlo. Murió el 2 de julio de 1904 en el balneario alemán de Badenweiler, donde intentaba curarse de una tuberculosis que finalmente le venció. Sus restos tuvieron que trasladarse hasta Moscú, y allí llegaron el 9 de julio. Hasta aquí todo normal, si no fuera porque a la estación llegaron aquel día dos féretros: el de Chejov y el de un importante militar, el general Keller, que había muerto en Manchuria. Además, el ataúd del escritor —asunto este nunca aclarado— venía en un carro con un letrero que decía «Ostras».
El destino de los dos difuntos, el escritor y el militar, era el cementerio de Novodevichi, la necrópolis de los célebres, los VIP de Rusia. Los cortejos fúnebres de ambos entierros se dispusieron a acompañar con todo sentimiento a sus difuntos. Sólo que los generales, coroneles y hasta el ministro de la Guerra de entonces siguieron el féretro de Antón Chejov, mientras que los más destacados intelectuales rusos acompañaron al general a su última morada, con Maksim Gorki al frente. Seguro que el general estaba indignado, pero Chejov se revolcaba de risa en su ataúd. Visto con distancia, resulta gracioso que Antón Chejov, que no tenía especial pasión por los militares, fuera enterrado con los honores propios de los galones y con una banda de música dándole el último adiós con el «chunda chunda». A quienes no les hizo ninguna gracia fue a intelectuales como Gorki o Stanislavski (el del famoso método), que lloraron a un general por el que no tenían el más mínimo aprecio mientras su amigo llegaba a su tumba en la otra punta del cementerio. Es por ello que Antón Chejov habría dado mucho por presenciar el barullo que debió de producirse cuando los dolientes tuvieron que recolocarse para llorar al difunto que les tocaba.
A Chejov, seguro, le habría salido un relato fantástico.

§. La última voluntad de Dante Alighieri (1265-1321).
Dante Alighieri fue el autor de La Divina Comedia. Con eso ya queda todo dicho. Su vida fue azarosa, y azarosa también la peripecia que sufrieron sus restos. Que si ahora estoy aquí, que si ahora no, que si luego me esconden, que si ahora me pierdo… Nació en Florencia, pero murió en Rávena, al norte de Italia, lejos de sus paisanos, porque sus paisanos le expulsaron de la ciudad y le condenaron a la hoguera si volvía. Cuando a Florencia se le pasó el enfado y le comunicó que ya podía regresar, Dante les mandó a freír espárragos. Dijo que allí no regresaría ni muerto, y casi se sale con la suya. Al final le han pillado. Ésta es la historia de cómo jugaba al escondite un muerto llamado Dante.
Todo arranca en 1321, un día de septiembre en el que Dante murió. Fue enterrado en Rávena, en la iglesia de San Francisco. Unos años después de su muerte, Florencia se arrepintió de todos los agravios infligidos al poeta y se dijo: «¡Pero cómo hemos podido ser tan estúpidos! ¡Si este tipo va a acabar apareciendo en todas las enciclopedias!». La ciudad natal reclamó los restos de su Paisano, pero Rávena devolvió una pedorreta y dijo que de eso nada, que si no quisieron tener a Dante vivo, tampoco lo iban a tener muerto.
Pasaron casi doscientos años de tiras y aflojas, hasta que un buen día varios ciudadanos florentinos de pro enviaron súplicas al papa León X pidiendo que de una vez por todas ordenara el traslado de los restos. ¿Quién fue uno de los firmantes? Miguel Ángel Buonarroti, admirador de Dante y empeñado en construirle un majestuoso sepulcro en la ciudad. Miguel Ángel no vio cumplido su capricho. El Papa ordenó por fin la apertura de la tumba y el traslado de Dante a Florencia. Como a un papa no se le puede desobedecer, los monjes no tuvieron más remedio que abrir la tumba, pero entonces se descubrió que allí no había ni un hueso. Lo que sí había era un grupo de franciscanos con cara de disimulo y silbando por el claustro del convento el «pío, pío, que yo no he sido».
Nada más se volvió a saber de Dante, hasta que alguien decidió sacar al escritor de su escondite, momento en el que se confirmaron todas las sospechas: los franciscanos habían ocultado a Dante para evitar que se cumpliera la orden papal. Una carta firmada por un prior del convento en 1677 así lo atestiguaba.
Los vapuleados huesos de Dante fueron llevados a una tumba de honor erigida por el arquitecto Camilo Morigia en 1780, adosada al convento de San Francisco, y todo parecía indicar que ahí acababa el infierno de Dante. Pero no. Llegó el año 1865, sexto centenario del nacimiento del poeta, y Florencia volvió a reclamar los restos del escritor. Rávena se mantuvo en sus trece, pero permitió que se reconocieran los huesos, no fuera a ser que con tanta ida y venida el escritor estuviera un tanto perjudicado. Y lo estaba.
Cuando abrieron el sepulcro, del pobre Dante sólo quedaban polvo y esquirlas, y parte de este polvo lo guardó en seis sobres el artista Enrico Pazzi, autor de la escultura a Dante que hay frente a la iglesia de la Santa Croce, en Florencia. El espabilado Pazzi se quedó con los seis sobres y, en 1889, en un ataque de generosidad, regaló uno de ellos al director de la Biblioteca Nacional de Florencia. La ciudad, por fin, tenía algo de Dante. El sobrecito con las cenizas estuvo dando tumbos por la biblioteca hasta que acabó perdiéndose entre cinco millones de volúmenes. Cierto es que no hay mejor cementerio para un escritor que una biblioteca.
Durante setenta años se buscó sin resultado el dichoso sobre. Florencia se había pasado seis siglos dando la tabarra para que Rávena devolviera a Dante y ahora que tenía un sobre con unas poquitas cenizas, va y lo pierde. Así hasta que ocurrió lo habitual: que las cosas aparecen cuando no las buscas. En 1999 dos empleados que ordenaban viejos libros de viajes del siglo XVII en el segundo piso de la biblioteca encontraron un sobre de 11 por 7 centímetros, protegido por dos cristales y con la autentificación de un notario indicando que aquellas cenizas eran parte de Dante. Florencia estalló de júbilo mientras Dante se revolvía en su tumba, porque una minúscula parte de él volvió a la ciudad en contra de su voluntad. Y que nadie pregunte qué pasó con los otros cinco sobres.

§. Victor Noir, un cadáver excitante (1848-1870).
En el cementerio Père Lachaise de París, sobre la sepultura de un joven periodista y escritor, hay una estatua muy bien dotada —extraordinariamente dotada— un poco más abajo de la cintura. En la tumba se guardan los huesos de un jovenzuelo que murió de un disparo la víspera de su boda. La historia de su vida fue corta, pero la de su muerte, con perdón, trae cola.
Yvan Salmon, verdadero nombre de Victor Noir, era periodista en París allá por 1870, redactor del diario La Marseillaise, una publicación revolucionaria y anti bonapartista. Pierre Bonaparte, primo de Napoleón III, ofendido por un artículo aparecido en el diario y firmado por el redactor jefe, Pascal Grousset, retó en duelo al autor del texto. Grousset, en respuesta al reto, envió a Victor Noir para ajustar día, hora y lugar, pero el jovenzuelo se enfrascó en una discusión, cabreó de más a Pierre Bonaparte y allí mismo recibió un tiro en la cabeza. En resumidas cuentas, murió el mensajero.
El entierro del joven periodista se convirtió en un rechazo masivo al régimen de Napoleón III, y cien mil personas se echaron a la calle para acompañar a Victor Noir hasta el cementerio de Neuilly. Allí quedó sepultado, pero no por mucho tiempo, porque poco después de proclamarse la III República los restos del joven fueron trasladados al Père Lachaise, en donde se le había preparado una sepultura de honor. La estatua que debía presidir la tumba fue encargada al escultor Aimé Jules Dalou, y el artista, en un arrebato de realismo, decidió representar la escultura tal y como quedó el periodista en el momento justo de su muerte. Más claro: Victor está tumbado boca arriba; la boca, entreabierta; los brazos, abandonados a los lados del cuerpo; la chistera, volcada junto a su rodilla derecha; el chaleco abierto; el botón del pantalón desabrochado… y una portentosa erección que se adivina bajo la tela. No se sabe en qué momento ni quién extendió la superchería de que frotar, besar o rozarse con la bragueta de la estatua asegura la fertilidad de la tocadora, pero el resultado es que todo el bronce de la estatua ha adquirido la pátina oscura del tiempo menos la zona de la bragueta, que brilla de forma insultante de tanto y tan continuado tocamiento. Los comentarios junto a la sepultura no varían mucho. «¡Qué barbaridad!», dicen ellas. «¡Eso es de mentira!», replican ellos.
No hay mujer que pase de visita por el Père Lachaise que, bien por una deseada fertilidad, bien por hacerse la foto, se sustraiga a la tradición de tocar la entrepierna a Victor Noir. Hace décadas que esto ocurre, hasta que una mojigata intervención de la Alcaldía de París a principios de 2005 puso freno al acoso sexual a la estatua. Se colocó una valla alrededor de la sepultura y un cartel que prohibía expresamente tocarla. A Victor Noir se le acabó la juerga por unos días, pero las autoridades acabaron reconociendo que la medida se había tomado de forma precipitada y que con ella se daba más importancia al hecho del que en realidad tenía. La valla se retiró, la bragueta recuperó un brillo que comenzaba a apagarse y Victor Noir les quedó a todos profundamente agradecido por devolverle la alegría.

El cráneo femenino de Francesco Petrarca (1304-1374).
En la composición 126 de su Cancionero, escribió Petrarca sobre su muerte en brazos del amor:

La muerte menos dura
será si así lo espero
en el dudoso paso,
que el espíritu triste nunca podría
en puerto más sereno
ni en más tranquila fosa escapar
de la carne y de los huesos.
Pues, lamentándolo mucho, ni tranquila fosa ni puerto sereno, porque Petrarca ha tenido varias tumbas y un considerable trajín. Muy tranquilo no ha estado Petrarca en los últimos seis siglos.
Le enterraron en 1374 en la iglesia de Arquá, cerca de Padua (noreste de Italia), y de ahí le trasladaron a un sepulcro de una plaza cercana. La sepultura la partió un rayo y, aprovechando la grieta, un fraile que atendía por Tomasso, medio perturbado y fetichista, se llevó el antebrazo derecho de Petrarca. Al fraile lo pillaron, pero se negó a soltar prenda sobre qué había hecho con el antebrazo. El cúbito y el radio derechos del poeta se perdieron para siempre.
El daño de la tumba se reparó en 1843 y, aprovechando la circunstancia, se tomó una costilla del poeta que, dos años después, se devolvió a su propietario. A estas alturas Petrarca ya estaba acostumbrado a que cada dos por tres invadieran la intimidad de su tumba, así que ya no dio importancia a que en 1876 volvieran a hurgar en ella para otro reconocimiento de restos. Reconocimiento este bastante chapucero, porque el cráneo quedó un tanto perjudicado por una pésima manipulación. Llegó la Segunda Guerra Mundial y las autoridades italianas extrajeron (otra vez) la osamenta del poeta para trasladarla esconderla en el Palacio Ducal de Venecia y librarla así de una probable destrucción. Un obús era lo único que le habría faltado Finalizó la guerra y de nuevo Petrarca fue a una mesa de laboratorio para ser recompuesto y recolocado en su primera tumba de Arquá, de donde nunca deberían haberlo movido.
El descanso estrenado en 1946 se le acabó a Petrarca el 18 de noviembre de 2003. Estaba próxima la celebración del séptimo centenario de su nacimiento e Italia tenía nuevos planes para el poeta: querían ponerle cara, reconstruir su fisonomía a partir del cráneo. Un grupo de expertos de la Universidad de Padua se hizo cargo de los restos y anunció a bombo y platillo que, por fin, el mundo podría ver el rostro del primero de los poetas líricos modernos. Los retratos que existen de Petrarca, algunos de ellos póstumos, no son fiables. Además, don Francesco pasó prácticamente toda su vida al servicio de la Iglesia y en todos los retratos se le ve con la cabeza medio tapada por una toca púrpura. En ninguno se le ven las orejas, dos piezas importantes de una cara, sobre todo cuando son de soplillo.
Los resultados no pudieron ser más desalentadores: la cara de Petrarca les salía con facciones suaves, pómulos coquetos y mentón delicado. O Petrarca nos tenía a todos engañados o la calavera de Petrarca no era de Petrarca. El cráneo, efectivamente, resulto ser de una mujer, y la técnica del carbono 14 desveló que la dueña murió incluso antes que Petrarca. Por lo tanto, el misterio estaba, y aún está, en saber cómo diablos llegó hasta la tumba una testa que dejó de pensar cien años antes de que naciera el poeta.
El equipo científico había vendido la piel del oso antes de cazarlo y tuvo que pasar la vergüenza, en el séptimo centenario del natalicio, de reconocer que Petrarca no tenía cara. Ni mucha ni poca. Los expertos, al menos, pudieron estudiar muy bien el resto del esqueleto y comprobaron que —de lo que hay— no falta nada. Averiguaron que Petrarca se alimentó mucho y bien y que aún se aprecia en las costillas la marca de una coz que le arreó un caballo.
El director de todo el proyecto científico, el profesor Vito Terribile, clama su pena al cielo y pide que si alguien, por una de esas casualidades, tuviera guardado en el desván un cráneo ajeno a la familia que haya ido pasando de generación en generación, por favor lo lleve a la Universidad de Padua, que a lo mejor es el de Petrarca. Y si junto al cráneo hay un cúbito y un radio… pues que lo lleven también.

§. La misteriosa visita a la tumba de Edgar Allan Poe (1809-1849).
Edgar Allan Poe se pasó la vida escribiendo relatos inquietantes en los que la muerte siempre andaba por el medio. Su fallecimiento fue prematuro y extraño. Apareció medio muerto en un callejón de Baltimore, vestido con ropas harapientas y muy borracho. Sin un dólar encima. Cuatro días después murió en el hospital y dos más tarde fue enterrado en una tumba sin identificar. Ahora tiene una sepultura estupenda, pero la mala noticia es que no se sabe si Poe está dentro.
Murió Edgar Allan Poe a las cinco de la madrugada del 7 de octubre de 1849 en el hospital Washington College. Fue enterrado en el cementerio Old Western Burial Ground, allí mismo, en Baltimore, a la derecha de su abuelo. Nadie se ocupó de poner una lápida que señalara el lugar.
Pasado un tiempo, María Clemm, su tía y además suegra —Poe se casó con su prima—, visitó la tumba de su yerno y la encontró ahogada por la maleza. Habló con un amigo y decidió encargar una lápida como Dios manda para señalar la tumba. La lápida se hizo y se dejó provisionalmente en el patio del cementerio, con tan mala suerte que este patio, situado muy cerca de las vías del ferrocarril, recibió la visita inesperada de un tren que descarriló y destrozó todo lo que encontró a su paso. Entre otras cosas, la lápida de Edgar Allan Poe.
Pasaron los años y varios admiradores del poeta se movilizaron para erigir un monumento en el mismo cementerio y trasladar los restos a una tumba mejor. Se exhumó a Poe y se trasladaron sus huesos, pero alguien que había asistido al entierro advirtió al comité encargado del cambio de tumba de que ese ataúd no era el mismo en el que había sido enterrado el poeta y que ni siquiera habían excavado en el lugar adecuado. El comité dijo que aquel muerto se parecía mucho a Poe, no hizo caso y trasladó los restos.
En 1875 se inauguró de forma solemne la nueva tumba de Edgar Allan Poe, adonde también llegaron luego los restos de su esposa y su suegra. Pero hay quien sigue manteniendo que allí no está el poeta, que Poe sigue donde lo enterraron aquel 9 de octubre de 1849. Para quien prefiera esta segunda versión, el lugar original del enterramiento ha quedado señalado para que unos vayan a una tumba y otros a otra. Edgar Allan Poe tiene dos lugares para honrarle en el mismo cementerio. Quien no tiene dudas es un desconocido que cada año, desde 1949, en la madrugada del 19 de mayo, día que nació el poeta, cumple con un rito en la segunda tumba: saca una botella de coñac, hace un brindis por Poe, pasa la mano por la lápida y deja la botella y tres rosas rojas junto al monumento. Todos los años muchos curiosos se acercan al cementerio para observar desde las tapias a este desconocido, pero nadie le interrumpe el protocolo… al menos nadie lo interrumpía hasta hace poco. El pequeño cementerio privado donde está enterrado Poe permanece cerrado de madrugada, como casi todos los del mundo, Pero la administración del recinto siempre franquea el paso del visitante anónimo para que pueda acceder sin problemas, sin hablar con nadie y sin cruzarse con un alma hasta realizar su rito. Hasta el año 2006 los curiosos que habitualmente se acercaban para intentar ver las evoluciones del hombre misterioso respetaban el espacio, Simplemente se quedaban mirando desde las rejas y en el portón de entrada, ansiosos por ver entrar o salir al hombre, pero nunca lo acosaban ni intentaban fotografiarle. Aquel año de 2006, sin embargo, los cotillas perdieron las formas y asaltaron el cementerio para descubrir y fotografiar al fiel admirador de Poe. Los vigilantes del recinto no daban abasto a sacar a gente emboscada tras las tumbas vecinas, pero en cuanto echaban a uno de una oreja se les colaba otro. Al final consiguieron expulsar a todos y dejar el cementerio desierto para que el hombre misterioso, aunque con retraso, pudiera cumplir su ritual. Y lo hizo. Aunque se carece de datos sobre la persona que lleva a cabo el rito, se sospecha que el anónimo que ahora lo realiza es el hijo de quien comenzó esta costumbre en 1949. Y esto es así porque en 1993 el visitante original dejó una nota sobre la tumba que decía «La antorcha será pasada». Sólo eso. Al año siguiente apareció otra persona que caminaba más ligera y resuelta. Una nota posterior dijo que el hombre, que al parecer murió en 1998, pasó la tradición a sus hijos.
Una bonita y tierna historia en honor de un escritor maldito que, un año de éstos, algún impresentable con cámara digital acabará cargándose.

§. Oscar Wilde, la sepultura del ángel castrado (1854-1900).
En el cementerio Père Lachaise de París, el más visitado del mundo, hay una tumba repleta de besos. Una tumba marcada por infinidad de boquitas pintadas que rodean un nombre y una fecha: Oscar Wilde, 1854-1900. El personal de limpieza de la necrópolis se empeña en borrar del granito las marcas de carmín, pero no tardan en aparecer de nuevo.
El 30 de noviembre de 1900 moría en el hotel D'Alsace de París el escritor irlandés, exiliado por una hipócrita y decadente sociedad victoriana que le condenó y vilipendió por su homosexualidad. Bonita paradoja, porque ahora su tumba está plagada de sugerentes labios carmesí dejados por el sexo opuesto, besos que le recuerdan como un escritor irrepetible.
Murió a los cuarenta y seis años, no de sífilis, como aseguraron los malintencionados, sino de una meningitis causada por una otitis crónica que arrastró durante años. Otra paradoja, porque el padre de Wilde fue un pionero de la cirugía de oído.
Wilde fue inicialmente inhumado en el insignificante cementerio de Bagneaux, rodeado de muy pocos amigos y con una solitaria corona de flores en la que ponía «Para mi invitado». La puso el dueño del hotel donde vivía Wilde, quien, como quedó claro, no pagaba la cuenta. Nueve años después Oscar Wilde fue exhumado y trasladado al selecto cementerio Père Lachaise gracias a la generosidad de su admiradora Helen Carrew, quien pagó 2.000 libras al escultor británico Jacob Epstein, un alumno de Rodin que diseñó un estupendo panteón para el que le sirvieron de inspiración los toros alados asirios del Museo Británico. El artista trabajó sobre un bloque de granito de veinte toneladas y no se le ocurrió mejor cosa que romper la tradición y esculpir un ángel con dos esplendorosos testículos y su correspondiente pene. Cuando las autoridades del cementerio vieron la escultura, dijeron que aquello no entraba en la necrópolis porque era una indecencia. Como todo el mundo sabe, los ángeles no tienen lo que hay que tener. Durante diez años se prohibió la instalación y sólo se pudo colocar cuando el artista accedió a retocar su obra tapando los testículos con una hoja de parra, que siempre son muy socorridas para estas cuestiones. Oscar Wilde disfrutó de su tumba unos cuantos años, hasta que en 1961 unas señoras supuestamente ofuscadas se liaron a bastonazos con la hoja de parra y a base de golpes lograron desprender la hoja y los testículos que había debajo. El ángel quedó mutilado para los restos, y nunca se aclaró, sin embargo, si las señoras querían mutilar al ángel o si sólo pretendían despegar la hoja para ver qué había debajo. Oscar Wilde debió de revolcarse de risa en su tumba mientras recordaba uno de sus aforismos: «Perdona siempre a tu enemigo. No hay nada que le enfurezca más».

§. El inicuo epitafio de William Shakespeare (1564-1616).
Un mal día de abril del año 1616, un tipo medio calvo y con un pendiente de oro en la oreja izquierda salió a tomarse unas copas con un par de amigotes por su pueblo, Stratford-upon-Avon, en Inglaterra. Después de la juerga, el hombre en cuestión comenzó a sentirse mal, le subió la fiebre y murió. ¿Qué dijeron todos? Blanco y en botella, leche. Una borrachera lo llevó a la tumba. Y con esa mala fama murió, a los cincuenta y dos años, el más grande escritor de lengua inglesa, el más conocido, el más traducido y sobre quien más libros se han escrito.
William Shakespeare quizá murió porque se pasó de alcohol o porque le dieron garrafón. O quizá no. Recientes investigaciones dicen que lo que mató al escritor fue un tumor en un ojo, no el tintorro.
En el año 2006 un equipo de científicos alemanes que aseguraron haber empleado cuatro años de trabajo en estudiar la máscara funeraria y el único cuadro que se cree refleja exactamente la fisonomía de William Shakespeare, concluyó que tanto en la máscara como en el retrato aparece reflejado un tumor de gran tamaño en el párpado izquierdo. El cuadro escrutado por el grupo de expertos es el único en el que Shakespeare aparece con barba y un aro de oro en la oreja izquierda. Los otros retratos que existen del autor de Hamlet, aseguran, no son de fiar. Los investigadores afirman haber recabado información de expertos forenses, dermatólogos, patólogos, oftalmólogos y especialistas en imágenes tridimensionales para llegar a la conclusión de que el cuadro del escritor, conocido como El retrato de Chandos —porque fue propiedad del duque de ese nombre— es el único fiable. Además descubrieron que la supuesta máscara funeraria fue realizada en vida del escritor, luego de funeraria tiene poco. Y tercero, dicen que la coincidencia del bulto en el ojo tanto en la máscara como en el retrato demuestra la existencia del tumor que probablemente lo llevó a la tumba.
La teoría no tiene una base científica, es únicamente deductiva, porque sólo a partir del análisis de los restos podrían, quizá, determinarse las causas de la muerte de Shakespeare. Sin embargo, el escritor no se ha movido de su tumba en la iglesia de la Santísima Trinidad de Stratford-upon-Avon desde que lo enterraron. Es de los pocos muertos tranquilos que registra la historia póstuma de famosos, así que el autor se puede dar con un canto en los dientes, si es que aún los tiene. La duda está ahora en aclarar si murió Shakespeare beodo perdido o de un tumor. He ahí el dilema. La exhumación y estudio de los restos podría resolver la disyuntiva y quitarle el sambenito de borrachín a Shakespeare. De momento nadie se lo ha planteado, pero teniendo en cuenta que la iglesia que cobija su tumba está a punto de venirse abajo, esto podría servir de excusa para exhumar, investigar y, de paso, arreglar el templo antes de que la sepultura, Shakespeare y la iglesia se vayan definitivamente al garete.
Los Amigos de la Iglesia de Shakespeare, que así se llama la asociación que defiende los intereses sepulcrales del escritor, lanzaron una petición de ayuda desesperada a principios de 2007 porque dicen que necesitan un millón de libras (1.500.000 euros) para impedir que el templo se caiga. La iglesia se construyó en el siglo XIII, y siete siglos sin hacer reformas son demasiados siglos. Muchos turistas que pasan por Londres intentan encontrar la tumba de Shakespeare en la abadía de Westminster, pero el escritor inglés más influyente de todos los tiempos no está allí. Está en donde quiso estar, en la iglesia de su pueblo. Fue enterrado en el presbiterio del templo de la Santísima Trinidad, muy cerquita del altar mayor, y no porque se considerara entonces que mereciera tal lugar de honor, sino porque la familia pagó una cantidad considerable por la sepultura. La familia de Shakespeare también financió el monumento funerario que hay situado en una de las paredes del templo, una escultura que lo representa en actitud de escribir y con una pluma en la mano. Cada año, en la conmemoración de su nacimiento, esta pluma se cambia como símbolo de permanencia. Y además de pluma el escritor tiene epitafio, un epitafio que, según cuentan, él mismo dejó escrito, cosa que no hay quien se crea porque es muy malo para haber salido de su ingenio y porque él no tenía previsto morirse. Lo hizo de sopetón. Este epitafio, vulgar a más no poder, reza: «Buen amigo, por Jesús abstente de cavar el polvo aquí encerrado. Bendito sea el hombre que respete estas piedras y maldito el que remueva mis huesos». Muchos estudiosos dan por hecho que texto tan simplón debió de escribirlo su familia, y la explicación es más que factible. Antiguamente las gentes enterradas en las iglesias eran exhumadas al cabo del tiempo, cuando ya no quedaba nadie que velara por sus intereses Mortuorios. El objetivo era hacer hueco a nuevos muertos, que volvían a pagar por la sepultura. Por eso la familia de Shakespeare, al parecer, dejó escrita una maldición, para acongojar al que intentara mover el cuerpo del escritor.
La amenaza ha funcionado hasta hoy, pero si tanto riesgo corre la iglesia que lo acoge, y por ende su tumba, una exhumación no vendría mal para averiguar, de paso, si es cierto que le enterraron acompañado de varias obras inéditas. La editorial que las pille se hace de oro.

Capítulo 4
Política, galones y aventura

Contenido:
§. Ugolino della Gherardesca, un muerto con mala fama (1210?-1289)
§. La costilla egipcia de Juana de Arco (1412-1431)
§. Los viajes póstumos del Cid (1043?-1099) y doña Jimena (1054?-1104?)
§. Ni rastro de Gonzalo Fernández de Córdoba, el gran capitán (1453-1515)
§. La momia impostora de Francisco Pizarro (1471?-1541)
§. Francesco I de Medici: Caso cerrado (1541-1587)
§. Los «otros» Medici
§. Oliver Cromwell, una cabeza dando tumbos (1599-1658)
§. Una merienda hawaiana con James Cook (1728-1779)
§. Horacio Nelson, un cadáver inglés en vino español (1758-1805)
§. Antonio López de Santa Anna: el solemne entierro de una pierna (1794-1876)
§. Rasputín, un monje difícil de matar (1872-1916)
§. Pancho villa, tres tumbas y ningún cráneo (1878-1923)
§. Los escondites póstumos de Adolf Hitler (1899-1945)
§. El desahucio de Iosif Stalin (1879-1953)
§. Las manos de Juan Domingo Perón, en busca y captura (1895-1974)
§. Augusto Pinochet, un descanso imposible (1915-2006)
§. Ugolino della Gherardesca, un muerto con mala fama (1210?-1289)
Ugolino della Gherardesca. ¿Nos suena? Pues no mucho si uno no es un experto en historia medieval italiana ni ha leído a Dante. Sin embargo, fue un tipo importante. Debió de serlo si varias instituciones oficiales decidieron poner sus huesos bajo el microscopio de un laboratorio de la ciudad de Pisa, en Italia. El señor Ugolino, conde para más señas, vivió en el siglo XIII y era un tipo metido en guerras cada dos por tres. Cuando no se pegaba con otros condes, se pegaba con la Iglesia católica, y cuando no, con los de su propio bando. El caso era discutir. Por una serie de circunstancias que no vienen a cuento, porque serían extensísimas de relatar, el conde Ugolino acabó encarcelado con dos de sus hijos y sus dos nietos, condenados todos a morir de hambre. Y murieron, pero Ugolino lo hizo con muy mala fama. Se dijo que sobrevivió más tiempo porque se comió a sus descendientes. Menos mal que el ADN estaba ahí para desmentirlo.
¿Quién tuvo la culpa de la mala fama del conde Ugolino? Pues Dante. Dante Alighieri utilizó la figura de Ugolino y la situó en el noveno círculo del infierno de La Divina Comedia, con los traidores, y la lectura de los textos dio pie a pensar que Ugolino se había comido a sus hijos y sus nietos.
Dante escribió: «Ciego busqué sus cuerpos macilentos, tres días los llamé desalentado. ¡El hambre sofocó los sentimientos!». ¿Qué entendió todo el mundo? Pues que se los zampó, y al conde Ugolino le ha costado setecientos años sacudirse de encima la injuria.
Hartos ya en Pisa de la ofensa a su personaje histórico, especialistas de la universidad exhumaron de la iglesia de San Francisco en el año 2001, los restos de Ugolino, sus hijos y sus nietos. Todos estaban en los huesos por razones obvias y no porque murieran de hambre.
El primer objetivo de los expertos era confirmar las identidades. El segundo fin era reconstruir el rostro del conde, porque está representado en infinidad de pinturas y esculturas de grandes artistas y cada uno se inventó una cara. Hasta Francisco de Goya pintó un retrato del conde Ugolino. No obstante, el tercer y más fundamental objetivo era comprobar si, efectivamente, aquel señor de Pisa fue un antropófago desalmado. Dos años duraron las pesquisas para lavar la imagen de Ugolino, y la respuesta la dieron las costillas, porque el análisis de estos huesos permite conocer la dieta de una persona en la última etapa de su vida. Ugolino no se había comido a nadie, y mucho menos a sus descendientes. Y los forenses dieron otro dato: el conde murió con ochenta años y desdentado, y en esas condiciones no hay quien le hinque el diente a un solomillo humano. Ugolino sólo estaba para sopitas de pan en leche templada. Una vez rehabilitada la integridad moral del conde, los restos fueron devueltos a finales de 2003 a su tumba de San Francisco de Pisa, y con ellos un pergamino en el que se explicaban todas las pruebas realizadas, para que nadie, nunca más, volviera a dudar de los correctos hábitos gastronómicos del conde.
Dante la lio… pero bien.

§. La costilla egipcia de Juana de Arco (1412-1431).
Menudo chasco. De la santa patrona de Francia no queda ni un molar, ni un metacarpo, ni una falange… nada. En 2006 un equipo forense francés anunció al mundo su intención de confirmar si las escasas y maltrechas reliquias que se atribuían a Juana de Arco pertenecían, efectivamente, a la Doncella de Orleans. Se suponía que de Juana de Arco no debería conservarse nada, porque lo que quedó en la hoguera después de quemarla tres veces fue arrojado al Sena a su paso por la ciudad de Ruán para que nadie idolatrara sus restos. Sin embargo, como suele ocurrir en estos casos, alguien aseguró haber recuperado de las cenizas unos huesecillos y un trozo de tela de los ropajes de la santa.
Esas reliquias supuestamente recuperadas las custodiaba el Arzobispado de Tours, y un grupo de expertos capitaneado por el médico Philippe Charlier estuvo un año analizando una costillita y la tela. El ADN podría tener la respuesta a la autenticidad de los restos, aun a falta de descendientes de la doncella.
Serviría, primero, para saber si la costilla perteneció a un hombre o una mujer, y después, para conocer la edad del difunto o difunta en el momento de morir. Con análisis de carbono 14 se podría averiguar en qué año más o menos ese hombre o esa mujer llevó puesta la costilla, aunque si los resultados hubieran revelado que la costilla era masculina ya habría dado igual que fuera de hace quinientos o mil años. Es decir, tenían que concurrir varios factores: que la costilla fuera de mujer, que esa mujer tuviera diecinueve años y que hubiera muerto hace cinco siglos. De haberles salido las cuentas, a los forenses les habría tocado la lotería, aunque tenían que coincidir más cosas, porque la tela de los supuestos ropajes de Juana de Arco debía contar su parte de la historia. Del tejido se intentó extraer polen, y si ese polen hubiera sido propio de la primavera, estación en la que Juana fue ajusticiada, sería un dato más a añadir a la confirmación de las reliquias. Algunos franceses, pocos, tenían cruzados los dedos para que la tela no presentara polen de invierno y la costilla no fuera de un hombre que muriera a los noventa y ocho años.
En abril de 2007 llegó la confirmación del fiasco. Aquellos restos no eran de Santa Juana ni nada que se le pareciera: el hueso era de una momia egipcia y, hombre, la Doncella de Orleans había muerto hacía mucho tiempo, pero no tanto. Se trataba de un fraude en toda regla, montado probablemente para ayudar a la beatificación primero, en 1909, y a la canonización después, en 1920, de Juana como santa patrona de Francia. Y el tramposo que urdió el plan parece que fue un farmacéutico parisino, quien aseguró haber guardado con mimo unos restos de Juana de Arco que llegaron a sus manos por arte de birlibirloque. Estos restos los cedió amablemente al Arzobispado de Tours, que a su vez los conservó con cariño. Y así hasta hoy, momento en el que la ciencia ha venido a poner las cosas en su sitio y a confirmar que de Juana de Arco no quedó ni el aliento.

§. Los viajes póstumos del Cid (1043?-1099) y doña Jimena (1054?-1104?).
A Rodrigo Díaz de Vivar le venía bien el alias de «Campeador», porque se pasó media vida campo arriba y campo abajo a lomos de Babieca y con la Tizona en alto. Los almorávides también le apodaron Sidi (señor), un término árabe del que luego derivó fonéticamente el castellano «Cid». Una vez presentado escuetamente el personaje, lo siguiente antes de iniciar el periplo mortuorio del Cid es quitarse a Charlton Heston de la cabeza, porque no se parecían en nada. Charlton Heston se parecía a Ben-Hur, pero no al Cid.
Valencia, Burgos, Francia, Alemania y la República Checa son los cinco destinos conocidos de los huesos de Rodrigo Díaz de Vivar. Su periplo póstumo, durante el cual siempre estuvo acompañado por los fieles despojos de Jimena, ha sido, si no más intenso, al menos más ajetreado que el que desplegó en su vida guerrera. De la ciudad del Turia a un monasterio burgalés; de allí a París; luego a Alemania, y final de trayecto en la catedral de Burgos. Claro que en algún momento del itinerario europeo se fueron despistando algunas reliquias del héroe medieval, y por ello la República Checa puede presumir de contar entre las curiosidades que guarda uno de sus palacios con algunos huesecillos del Cid y su esposa.
Sin embargo, las cuentas no salen. O este hombre tenía huesos de más o tocamos a meñique por país. Al final pasará como con el pobre Cristóbal, Cristóbal Colón, que ahora se nos llena mucho la boca de descubridor pero resulta que tenemos cien gramos mal pesados de Colón en Sevilla. Pues a lo peor del Cid tenemos en Burgos cuarto y mitad siendo optimistas, y eso teniendo en cuenta que lo que hay bajo el cimborrio de la catedral está mezclado con doña Jimena. Ítem más, y todo esto partiendo de la base de que, poco o mucho, al final sean ellos los que están allí, que ésta es otra. La pista de sus huesos comienza el 10 de julio del año 1099, justo el día en que murió. Sus bríos guerreros se apagaron en Valencia y allí quedó enterrado, en la catedral. La leyenda, digna de creer por el romanticismo que lleva implícita, narra que su cuerpo fue embalsamado y que cabalgó por última vez a lomos de Babieca para comandar sus tropas y ganar su última batalla. Pero fantasías al margen, la realidad narra que el Cid permaneció enterrado en Valencia durante dos años, porque los almorávides acabaron tomando la ciudad y doña Jimena tuvo que salir por pies. Por supuesto, se llevó con ella los restos de su marido, porque si los pillan sus enemigos se hacen mondadientes con el fémur.
Doña Jimena se instaló con los despojos de su esposo en el monasterio burgalés de San Pedro de Cardeña, lugar escogido porque el matrimonio y sus hijos habían pasado allí varios destierros. Ya se sabe que cuando el Cid no andaba guerreando, estaba desterrado. El retiro no duró mucho para doña Jimena, porque al poco de llegar, en el año 1104, inició su supuesto definitivo encierro junto a su Rodrigo del alma. Y allí quedaron los dos, en amor y compaña, disfrutando de tranquilidad durante poco más de setecientos años. Hasta que en el convulso año de 1808 Napoleón y sus tropas alcanzaron los sepulcros de San Pedro de Cardeña. La derrota en la batalla de Bailén no había dejado de buen humor al emperador francés, humor que recuperó con su triunfo en la batalla de Burgos. Doña Jimena salvó al Campeador de las probables iras musulmanas, pero no contó con el vandalismo de las tropas napoleónicas. Y aquí empezó el lío.
Al parecer, una delegación francesa tuvo intención de coger los huesos del Cid y enterrarlos con honores en Burgos ciudad, más que nada para congraciarse con los burgaleses. La siguiente suposición nos dice que cuando esta delegación fue a por los huesos, se encontró con que ya habían sido profanadas todas las tumbas del monasterio por sus colegas franceses. Todo lo que había era un desbarajuste importante de huesos. No quedó otra que recoger los que sospechaban eran del Cid y su señora y llevárselos al nuevo mausoleo de Burgos. ¿Cómo supieron que eran los auténticos? No lo supieron, y como por aquel entonces no había forma de desmentir unos huesos, cogieran los que cogieran iban a colar.
Situados los presuntos huesos de Rodrigo y Jimena en Burgos capital, debemos trasladarnos a un momento anterior. Como hemos visto, antes de que llegara la citada delegación, las tumbas de Cardeña habían sido profanadas por las tropas francesas. Inmediatamente después de este ultraje se desplazó desde Francia una comisión parlamentaria para felicitar a Napoleón por sus victorias. Esta comisión, más ilustrada que la soldadesca, fue la que, a su paso por Burgos, supo ver que aquellos restos mancillados en San Pedro de Cardeña no merecían tal trato. Dos de los comisionados, el conde de Salm-Dick y el barón de Delamardelie, se repartieron parte de los huesos, si bien el primero guardó la mayor parte. Así quedó recogido en el acta que se firmó en París en abril de 1811, un documento excepcional que permitiría años más tarde seguir la pista de los huesos castellanos. Ahora se impone repetir la pregunta: ¿cómo supieron el barón y el conde que los huesos que se llevaron a Francia eran del Cid y de doña Jimena? La respuesta también es la misma: no lo supieron. Es más, ¿quién tenía los buenos? ¿El conde y el barón o la delegación que se los llevó a Burgos? ¿O ninguno?
¿O acertaron todos y se repartieron los auténticos?
Seamos optimistas y creamos que los huesos que van a Francia son los buenos, y confiemos en que los que la delegación entierra en Burgos también son genuinos, que es como aceptar pulpo como animal de compañía. De ser así, ya tenemos a la pareja repartida entre Burgos y París, más alguna costilla que quedaría tirada en el suelo del monasterio de San Pedro de Cardeña.
Años después, el conde de Salm-Dick, que se había quedado con más huesos que el barón de Delamardelle, como era muy amigo del príncipe alemán Carlos Antonio de Hohenzollern-Sigmaringen, le regaló los huesos del Cid y de doña Jimena. Y aquí se impone un inciso simpático relacionado con este príncipe: el hijo de Carlos Antonio fue uno de los candidatos propuestos al trono de España durante el Sexenio Revolucionario, aunque finalmente resultó seleccionado el italiano que reinó como Amadeo I de Saboya.
¿Cómo llamaban los españoles al hijo, a Leopoldo Hohenzollern-Sigmaringen, cuando era uno de los aspirantes a la Corona? Pues tradujeron Hohenzollern-Sigmaringen por «Ole, ole, si me eligen», que ya dice mucho de la retranca española en aquella segunda mitad del siglo XIX. Primero, porque tales apellidos se hacían imposibles de pronunciar; y segundo, porque las posibilidades de que aquel pretendiente acabara como rey de España eran más que remotas. Fin del inciso.
El conde Salm-Dick cedió a su amigo el príncipe los huesos del héroe castellano y su esposa suplicándole «les asignara un lugar en las ricas colecciones de objetos históricos, raros o preciosos que poseía en Sigmaringen [en el sureste de Alemania]». Y así lo hizo el príncipe. Los huesos fueron a dar al museo del castillo de Sigmaringen, donde permanecieron cuidadosamente custodiados. Así que ya tenemos presuntos huesos del Cid y doña Jimena en Burgos, en Francia (porque se supone que el barón Delamardelle todavía tenía los suyos) y en Alemania.
Pasaron los años, los franceses se largaron de España con viento fresco y el monasterio de San Pedro de Cardeña volvió a ser ocupado por los monjes, que reclamaron a la ciudad de Burgos la devolución de los huesos del matrimonio para enterrarlos en el mismo lugar donde estaban antes de que llegara Napoleón. Al final se consiguió, pero el vapuleo no había terminado.
Llegó la desamortización de Mendizábal, cuando el Estado se incautó de los bienes de la Iglesia. Los monjes se vieron obligados a desalojar de nuevo el monasterio de San Pedro de Cardeña, y los huesos del inquieto Cid y su esposa volvieron a la ciudad de Burgos, esta vez a la capilla de la Casa Consistorial. No es que hayamos avanzado mucho, porque seguimos igual que hace unas líneas: con huesos en Burgos, en Francia y en Alemania.
Entró entonces en escena un tipo importante, Francisco María Tubino (1833-1888), gaditano de San Roque y uno de los intelectuales más destacados del siglo XIX, miembro de importantes academias de Bellas Artes e Historia europeas y director de la revista Andalucía. Tubino tuvo conocimiento en Viena de que los restos del Cid y doña Jimena estaban en posesión del príncipe germano, en quien, es cierto, encontró un gran colaborador para su futura cruzada: recuperar para España los restos del guerrero medieval y su esposa.
El académico revolvió Roma con Santiago y Francia con Alemania durante la recopilación de suficientes documentos que sustentaran su investigación y corroboraran las afirmaciones de la familia Hohenzollern. Con todas las pruebas bajo el brazo se plantó en palacio para entrevistarse con el conde Guillermo Morphy, secretario particular del rey Alfonso XII. Las pruebas eran tan abrumadoras, tan desconocidas para el Gobierno español, que el conde Morphy organizó una reunión de expertos presidida por el propio rey. En aquella reunión Tubino expuso sus investigaciones y les convenció de que el Cid debía retornar a España. Todos aceptaron que los huesos que guardaba el museo del castillo de Sigmaringen eran los mismos que fueron profanados en 1808 en el monasterio burgalés de San Pedro de Cardeña, y Alfonso XII encargó al propio académico que iniciara las gestiones para un nuevo viaje de Rodrigo Díaz de Vivar, esta vez de vuelta a casa. Tubino marchó a Alemania con una carta autógrafa del monarca, recuperó los restos del héroe medieval y regresó a España con su preciada carga. Así los huesos alemanes del Cid se reunieron con los que aún guardaba la Casa Consistorial de Burgos. A partir de aquí, todos tan contentos porque se creía que el Campeador estaba completito en España. ¿Alguien recordaba que el barón Delamardelle se había quedado con una porción de los huesos? Nadie. Y si alguien reparó en ello, dio los despojos por perdidos.
La primera pista sobre estos posibles huesos que aún quedaban en Francia la ofreció El Diario de Burgos a finales de 2006, cuando publicó que la asociación cultural Page, que opera en la comarca de Saona y Loira, perteneciente al departamento de Borgoña, aseguraba tener huesos del Cid, localizados por casualidad mientras elaboraba una guía del patrimonio de la zona. Este diario afirmaba que el dueño de los huesos es un francés que no quiere que su nombre se haga público, pero que asegura que son un tesoro familiar y que los huesos están guardados en una caja de cristal y madera, con un manuscrito que acredita la procedencia y la peripecia de estas reliquias. ¿De dónde proceden estos nuevos huesos? ¿Cómo llegaron hasta su actual propietario? ¿Serán los que le tocaron en el reparto al barón Delamardelle? ¿Entregaron los príncipes alemanes a España todo lo que tenían o utilizaron algunas reliquias para obsequiar a otros nobles?
Esto último es más que probable. El Cid y doña Jimena se convirtieron en meros souvenirs.
Y es ahora cuando entra en juego un cuarto país en este periplo mortuorio: la República Checa. Milos Ríha, gerente del palacio checo de Kynzvart, quizá desconozca todo el itinerario de los huesos de Rodrigo y Jimena cuando narra, henchido de orgullo, que el Gabinete de Curiosidades que alberga el museo-palacio guarda reliquias «del héroe nacional español el Cid y de doña Ximena». El castillo de Kynzvart, localizado en Bohemia Occidental, muy cerca de la frontera con Alemania, perteneció a la familia Metternich durante trescientos años y hasta 1945. Los Metternich procedían de Alemania y no resulta descabellado pensar que alguno de sus miembros recibiera como presente de los Hohenzollern un trocito de cráneo del Cid y un pedacito del fémur de doña Jimena, porque esto es exactamente lo que tienen los checos. Lo que llega a continuación son meras hipótesis, pero por fabular que no quede con tal de encontrar el hilo que lleve hasta el ovillo. Allá van dos conjeturas. La primera ya la hemos indicado, que la familia propietaria del castillo procediera de Alemania y recibiera como regalo de parte de los Hohenzollern-Sigmaringen unos huesecillos del Cid. Por aquella época todos los nobles se conocían y se reglaban juegos de té, obras de arte, huesos de muertos… Quién sabe, pudo ocurrir. La segunda alternativa pasa por la figura de Klemens von Metternich, conde y príncipe de Metternich-Winneburg, quien desempeñó un papel fundamental en la política europea. Fue uno de los artífices de los acuerdos de paz entre la Francia napoleónica y Austria, y gestionó la realización del Congreso de Viena (1814-1815), tras el cual quedaron fijadas las nuevas fronteras de Europa después de la abdicación del emperador Bonaparte. En el palacio de Kynzvart, Metternich mantuvo importantes reuniones políticas, y cabría la posibilidad de que hasta aquella residencia de verano llegara alguna reliquia del Cid procedente de la colección que quedó en Francia. De alguna de las dos maneras tuvieron que llegar los huesos.
Se plantea ahora si sería conveniente pedir a la República Checa la devolución a España de las reliquias, por muy birrias que sean, para ir completando el rompecabezas esquelético, pero otro cantar sería que los checos permitieran su retorno. Porque resulta que la República Checa tiene declarados los huesos del Cid y doña Jimena como patrimonio cultural, lo cual dice mucho en su favor. O sea, que si en algún momento se planteara devolver los restos a España, habría que anular esta declaración de patrimonio. Otro escollo a salvar es que no existe prueba científica alguna de la autenticidad de los restos, pero en esto estamos todos igual. La catedral de Burgos no sabe si lo que tiene es de verdad del Cid y doña Jimena; los franceses, tampoco, y mucho menos los checos. Es decir, que si por una casualidad Burgos guardara el cráneo completo del Cid, cosa bastante improbable, y resulta que los checos también tienen un trozo de la cobertura de la sesera, significaría que uno de los dos miente o que el Cid tenía dos cabezas.
Lo único que tienen los checos es un título de autenticidad del siglo XIX que asegura que esos huesos son del Cid. Lo mismo que les pasa a los franceses, que también tienen otro título de autenticidad que dice lo mismo respecto a los huesos que ellos guardan en un pueblo de Borgoña. Y al menos los checos están dispuestos a hablar, pero los de Borgoña han dicho que los huesos que tienen son su patrimonio y no los sueltan. Aquí todo el mundo se ha apropiado del Cid y lo ha declarado patrimonio propio. De cualquier forma, lo que parece imponer el sentido común es una comparativa genética de los huesos checos y burgaleses y, si da positiva, ya discutiremos quién se los queda. Si los franceses se apuntan, estupendo, y si no… pues también.
Sería deseable que si algún castillo alemán o francés, si algún palacio checo o austriaco, tiene más huesos de Rodrigo y Jimena, levantara el dedo. Más que nada para averiguar si, reuniendo todas las reliquias, nos sale más de un Campeador.

§. Ni rastro de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán (1453-1515).
Menudo chasco se llevaron en Montilla (Córdoba), con uno de sus hijos más ilustres, Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán. Y otro planchazo se llevó también Granada, la ciudad donde se supone estaba enterrado. Fernández de Córdoba no fue un simple militar espabilado que ganaba guerras; fue un humanista, un hombre de Estado que sentó las bases de aquel imperio en el que nunca se ponía el sol. Cada misión que le encargaban, la cumplía; cada batalla que entablaba, la ganaba; sus negociaciones eran exquisitas y su forma de guerrear, tremendamente hábil y efectiva. El apodo de Gran Capitán se lo pusieron sus soldados, y ya sabemos todos lo difícil que es que unos empleados hablen bien del jefe. Bien, pues un hombre con todos estos méritos carece de tumba. Mejor dicho, tumba tiene, pero él no está dentro. El Gran Capitán falleció en 1515, después de haber servido mucho y bien a los Reyes Católicos. Se retiró a Loja, a Granada, y allí murió. Fue enterrado en el convento granadino de San Francisco Casa Grande, pero su descanso sólo duró siete años, basta que los restos fueron trasladados al monasterio de San Jerónimo, también en Granada. Y hasta hace nada estábamos todos convencidos de que allí seguía. La urna donde se supone estaba el ilustre Gonzalo contenía trozos de calzado, restos de ropas de seda y terciopelo y madera de cedro de las primitivas cajas fúnebres; además, evidentemente, de algunos huesecillos del presunto Gran Capitán.
En 2006 se supo que técnicos del Instituto Andaluz de Patrimonio estudió los restos y que los resultados fueron para echarse a llorar. El tipo que está enterrado en tan digna sepultura no se parece en nada a Gonzalo Fernández de Córdoba. Es decir, que los homenajes realizados hasta ahora ante la tumba de tan ilustre andaluz se los ha llevado otro por la cara. Las sospechas del desaguisado recaen, otra vez, sobre los franceses. Durante la invasión francesa a principios del XIX las tropas napoleónicas hicieron de las suyas en todos los monasterios que encontraban a su paso, y si encima había tumbas, en destrozarlas encontraban su distracción favorita. Así se cargaron la tumba del Cid, las del monasterio de Poblet, las del Panteón de San Isidoro de León… El convento granadino de San Jerónimo no se libró.
Es más, como el Gran Capitán había dado sopas con honda en todas las guerras a los franceses, se la tenían jurada, y encima rechazó ofertas de Francia para comandar sus ejércitos. Quiere esto decir que cuando los franceses se toparon con la tumba del Gran Capitán debieron de decir: «Oh, là, là, éste es el canalla que nos ganaba siempre y que no quiso trabajar para nosotros». Y se la cargaron.
Se conoce que cuando se largaron las tropas napoleónicas, alguien recompuso como pudo las tumbas y los huesos, y allá donde estaba la sepultura del Gran Capitán, metió a otro.
En fin, que el Gran Capitán se ha perdido, pero nos queda su epitafio: «Los huesos de Gonzalo Fernández de Córdoba, que con su valor se apropió el sobrenombre de Gran Capitán, están confiados a esta sepultura hasta que al fin sean restituidos a la luz perpetua. Su gloria no quedó sepultada con él».
Su gloria, seguro que no, pero él… tampoco.

§. La momia impostora de Francisco Pizarro (1471?-1541).
Debe de sentar fatal hacerte famoso en vida y que luego tu tumba la ocupe uno que pasaba por allí. Al batallador Francisco Pizarro, el conquistador del Perú, le ocurrió algo así: estuvo arrumbado y olvidado en la catedral de Lima mientras una momia impostora se llevaba los honores conseguidos por el extremeño. Afortunadamente, la antropología forense vino a poner las cosas en su sitio en los años ochenta del siglo pasado.
Pizarro nació en Trujillo, Cáceres, y se largó muy jovencito a hacer las Américas. Y tantas Américas hizo, tanta riqueza consiguió, tanto poder sobre las tierras conquistadas, que, como suele ocurrir, acabaron llegando las tensiones con los compañeros de conquista a la hora de repartirse el botín. En una de estas diferencias de pareceres, a Pizarro se lo cargaron en Lima.
Lo sepultaron detrás de la catedral, pero luego se supo que en su testamento había pedido ser sepultado dentro, evidentemente debajo del altar mayor. Cuatro años después de su primer entierro metieron los huesecillos en una caja de madera y los sepultaron en el templo. Tras este segundo entierro, la hija del conquistador, doña Francisca, se dispuso a preparar una capilla muy mona en otra parte de la catedral para trasladar a su padre a un lugar más exclusivo. A Pizarro lo mudaron a una nueva caja y le obligaron a disfrutar de su tercer entierro.
Pasaron unos años y en Lima hubo un terremoto que dejó la catedral un poco maltrecha, así que cogieron a Pizarro y se lo llevaron a otra iglesia mientras reconstruían la catedral. Cuarto entierro a la espera del quinto cuando el templo mayor estuviera rehabilitado. Después del quinto hubo un sexto e incluso un séptimo, hasta que un día, buscando los huesos de otro, de Santo Toribio, un vallisoletano que acabó siendo el primer santo de Perú, apareció una caja en la que decía: «Aquí está la cabeza del señor marqués don Francisco Pizarro, que descubrió y ganó los reinos del Perú y puso en la Real Corona de Castilla». Qué cosas: buscando un santo apareció la cabeza de Pizarro. ¿Cuándo se la separaron? Misterio. Con tanta ida y venida, en alguno de los traslados no les debió de entrar la cabeza en la caja del esqueleto, por lo que la pusieron aparte y se quedó descolgada.
Llegamos a 1891, cuando Perú quiso conmemorar el 350 aniversario de la muerte de Pizarro, y se dijeron: «Pues mejor lo hacemos con él delante». Se nombró un comité científico de listillos que descendió a la cripta bajo el altar mayor; listillos porque resulta difícil entender de dónde dedujeron que Pizarro estaba debajo del altar, dado el ajetreo que había sufrido. Una vez en la cripta, los supuestos científicos se encontraron con una momia muy maja, muy tiesa ella. Los religiosos de la catedral les dijeron: «Ése es Pizarro», y los presuntos expertos se lo creyeron. Estudiaron la momia de arriba abajo y… tan convencidos. Aquél era, sin duda alguna, don Francisco Pizarro. Aquella momia se bendijo como es debido y fue colocada en una urna de cristal del altar mayor para que, a partir de ese momento, quien quisiera pudiera saludar al conquistador. Pero la verdad es que aquella momia no se parecía a Pizarro ni en el blanco de los ojos.
Estamos ya en 1977, cuando en la catedral de Lima se ponen a hacer obras y aparecen dos cajas: una llena de huesos y otra que guardaba la cabeza del señor marqués don Francisco Pizarro… ¡Champa! Si aquí está la cabeza, la momia expuesta arriba, y que tiene su propia cabeza, ¿de quién es?
Era la misma caja que se había encontrado doscientos años antes cuando buscaban a Santo Toribio, pero los «expertos» que seleccionaron la momia expuesta no se documentaron bien sobre todos los enterramientos de Pizarro y se les pasó por alto que, primero, Pizarro no era momia, sino que estaba en los huesos; y segundo, que la cabeza estaba por un lado y el resto de huesos por otro.
La solución al desaguisado sólo podía llegar de la mano de un estudio serio, aunque en Perú se estuvo discutiendo varios años, hasta 1984, antes de llamar a uno de los antropólogos forenses más prestigiosos del mundo, William R. Maples. Maples fue a poner orden y enseguida averiguó que, efectivamente, la momia del altar era de un impostor que llevaba casi cien años haciéndose pasar por Pizarro. Además era incomprensible que nadie se hubiera dado cuenta, porque las características antropológicas de la momia farsante eran de un tipo que no había cogido una espada en su vida. No tenía ni una herida, había sido de un hombre bastante escuchimizado y había muerto de forma natural. O sea, que no podía ser Pizarro. Era de sobra conocido que el extremeño había recibido infinidad de espadazos por todo el cuerpo y que el esqueleto debería conservar marcas muy claras, como de hecho conservaba el cráneo. Sólo siguiendo las pistas de las heridas se pudo armar el esqueleto entero con los huesos que había en la otra caja.
La nueva investigación se dio por buena y gracias a ella el busto que hoy está en el museo del convento de La Coria, en Trujillo está hecho a partir de la reconstrucción del rostro que se practicó con el cráneo de Pizarro confirmado en 1984. En una capilla lateral de la catedral de Lima descansa ahora el genuino conquistador. A la momia impostora la enviaron a hacer gárgaras.

§. Francesco I de Medici: caso cerrado (1541-1587).
A principios de 2004, dentro de la fiebre exhumatoria que embargaba y aún embarga a Italia, se anunció el estudio de los restos de los miembros de la familia de los Medici, la más influyente, intrigante y poderosa de Florencia durante cuatro siglos. Fueron banqueros, políticos, comerciantes, guerreros… Entre ellos se contaron dos papas y dos reinas de Francia. Si vivieran actualmente estarían cada dos por tres en el ¡Hola!
La aventura se bautizó como «Proyecto Medici» y se trataba de hurgar en los huesos de toda la saga familiar para saber de qué murió cada uno, qué comían, qué enfermedades sufrían, si fueron envenenados o fallecieron de un disgusto. Cotilleo puro y duro, pero cotilleo muy interesante y esclarecedor, porque los estudios sirvieron para desvelar homicidios en primer grado y otros en grado de tentativa. Lo que pasa es que como los Medici se envenenaban entre ellos, los trapos sucios quedaban en casa. En casa de los Medici.
Dos de los personajes en quienes los técnicos tenían más interés eran Francesco I y su esposa, Bianca Capello (1548-1587). De los Capello de toda la vida, no de los que se dedican a entrenar a actores publicitarios que en sus ratos libres juegan al fútbol. Se creía que esta pareja había muerto de malaria, porque por aquel siglo, finales del XVI, cada vez que alguien moría entre fiebres y retortijones el diagnóstico oficial era de malaria, aunque todos sospechaban que el veneno estaba detrás. Pues, efectivamente, Francesco I fue envenenado con arsénico, y las sospechas, que inicialmente recayeron en el hermano pequeño de Francesco, el cardenal Fernando I de Medici (1549-1609), va a resultar que eran ciertas. Digamos que si el rompe cabezas encajaba entonces, ahora lo hace con más precisión. ¿Por qué quiso cargarse el cardenal Fernando a su hermano mayor? Pues por lo de siempre, por el poder. Francesco I era gran duque de la Toscana, y si desaparecía del mapa, ¿quién heredaba el ducado? El hermano pequeño, el cardenal.
De hecho, todo el mundo sospechó de él, y él, para quitarse los rumores de encima, ordenó una autopsia para demostrar su inocencia. Está claro que tenía en nómina a los forenses de entonces, porque el dictamen indicó que la malaria fue la culpable de las dos muertes. O eso… o se jugaban el pescuezo. Todo el mundo aceptó pulpo como animal de compañía, pero era más que sospechoso que tanto Francesco como Bianca Capello murieran con unos dolores abdominales impresionantes y con sólo once horas de diferencia. ¿Qué hizo el cardenal en cuanto heredó el ducado de su hermano? Pues lo que habría hecho cualquiera con dos dedos de frente: salirse de cardenal y casarse con su amante. Pero como los paleopatólogos, los toxicólogos y los historiadores de ahora no están en ninguna nómina traidora, salvo en la de la incorruptible ciencia, descubrieron que en las vísceras momificadas de Francesco I había una presencia exagerada de arsénico. Estaba claro que las sospechas que hubo en el siglo XVI se confirmaban científicamente en el XXI. Sin embargo, los expertos se quedaron con una espinita clavada: la tumba de Bianca Capello no aparecía por lado alguno y, ante la ausencia de sus restos, no podía confirmarse al cien por cien que las causas de su muerte fueran las mismas que las de su marido, Francesco. Pero como dos y dos son cuatro y ella murió casi a la vez y con idénticos síntomas, no hacía falta tener su hígado momificado para demostrar que su cuñado, el cardenal, fue un trepa, un malvado y un canalla redomado. La depresión les duró poco. Durante el verano de 2007, mientras se realizaban unas obras en la basílica de San Lorenzo, los obreros se dieron de morros con un sepulcro oculto que según todos los indicios pertenece a Bianca Capello. Mira que tienen suerte los italianos; nadie sabe cómo lo hacen, pero cuando se les pierde un muerto terminan por encontrarlo. Al contrario que nosotros, que cuando perdemos un muerto lo hacemos como Dios manda, para los restos.
Se sabía que Bianca no debía de andar muy alejada de las tumbas de los Medici en San Lorenzo, pero no daban con ella porque el enterramiento quedó sin documentar. El cardenal asesino sepultó a su hermano con todos los honores y a la cuñada no le dedicó la más mínima ceremonia. La dejó dentro de la basílica, por aquello del qué dirán, pero tirada en cualquier lado. La han hallado en el subsuelo, en un ataúd de madera y plomo y muy bien conservada, teniendo en cuenta que hace quinientos años que murió. Estaba vestida con ricos ropajes, con su cabecita en un almohadón y cubierta con tules claros. Qué mona. Los investigadores están entusiasmados con los restos, porque en cuanto los analicen y confirmen lo que ya saben, que el arsénico acabó con ella, se cerrará uno de los más apasionantes capítulos de la Florencia del siglo XVI.

§. Los «otros» Medici
El «Proyecto Medici» ha llevado mucho tiempo, mucho dinero y muchos sobresaltos desde que se puso en marcha en 2004. Antropólogos, médicos forenses y arqueólogos de cuatro universidades —dos estadounidenses y dos italianas— se pusieron como locos cuando se dotó su idea con 400.000 euros y se les dieron los permisos para exhumar de las Capillas Mediceas de Florencia a cuarenta y nueve miembros de la poderosa familia.
Cierto es que comenzaron bien, pero cuando apenas llevaban un año de trabajo ya no sabían dónde tenían la mano derecha. No les cuadraban las cuentas; no casaban las tumbas con los muertos; donde debería haber uno, había dos, o tres, o cuatro. Se las prometían felices y en sus previsiones estaba dar resultados concluyentes en uno o dos años, pero el asunto se les fue complicando. Tanto, que acabaron reconociendo que necesitarían décadas para concluir el trabajo. Y es que los muertos, pese a estar quietos, no son tan fáciles de manejar.
Una de las primeras pesadumbres se la ganaron con la tumba de Filippino, un chaval que tenía cuatro años cuando murió y que era hijo de Francesco I. Los restos que encontraron en el sepulcro son de un crío de un año, no de uno de cuatro. En otras ocho tumbas se dieron situaciones similares, de donde los arqueólogos deducen que los Medici tuvieron mucho hijo ilegítimo y mucho desenfreno sexual. Los datos documentales sobre Filippino hablan de que falleció por una enfermedad rara, desconocida en la época, y se tenía la esperanza de averiguar cuál fue aquella dolencia. Sin embargo, mientras no aparezca Filippino, su enfermedad seguirá siendo rara y su desaparición más rara aún.
En otra tumba, la de Gian Gastone de Medici (1671-1737), el último de la dinastía que gobernó Florencia, no estaban sus restos. Sólo descubrieron un sepulcro vacío, así que, lejos de estudiar sus huesos, se sentaron a pensar dónde metieron a Gian Gastone. El susto duró apenas un día: finalmente fue hallado en una pequeña cripta junto con los sepulcros de siete menores muertos de modo prematuro (¿estará entre ellos Filippino?) y otro de un desconocido. Un intruso entre los Medici, qué atrevimiento. Y otro misterio más: la documentación histórica recoge que dos de los hijos de Cosimo I (1519-1574) habían tenido un fin violento. Primero un hermano mató al otro durante una discusión de caza, luego el padre mató al hijo asesino en un ataque de cólera, y después la madre se murió del disgusto. Bueno, pues entre las cuestiones que han podido aclaran los expertos está el que los dos hermanos y la madre murieron de malaria. La primera teoría era más apasionante.
Pese a tanta desazón, aún queda mucho por estudiar. Poco a poco se va averiguando por el estado de los dientes qué tipo de comida consumían; los TAC van dando idea de las condiciones de sus órganos y de si alguno le daba de más al tintorro, porque algún hígado ha aparecido más perjudicado de lo recomendable; las deformidades óseas están dilucidando qué actividades físicas practicaban; mientras que el ADN va desvelando los ascendientes directos y las enfermedades hereditarias.
Aunque entre todo este batiburrillo de los Medici hay dos que no van a salir a contarnos su vida: Lorenzo el Magnífico (1449-1492) y Juliano (1479-1516), porque sobre sus tumbas hay unas magníficas esculturas de Miguel Ángel que sufrirían serios daños si se removieran. Sólo ellos se han librado, por el momento, de que hurguen en sus huesos.

§. Oliver Cromwell, una cabeza dando tumbos (1599-1658).
Son muy pocos los que se han atrevido a lo largo de la historia de Inglaterra a acabar con la monarquía. Una cosa es meterse con las orejas de Carlos de Inglaterra y otra muy distinta tocarles la corona. El que lo ha intentado, lo ha pagado caro, y el más famoso de todos ellos fue Oliver Cromwell. Lo pagó tan caro, que su cabeza ha estado dando tumbos durante, más o menos, trescientos años.
Y digo la cabeza porque es lo único que se ha salvado. A Cromwell lo desenterraron después de muerto, lo arrastraron, lo colgaron y lo decapitaron. Le hicieron de todo por haberle cortado la cabeza al rey Carlos I. Claro, en cuanto fue el propio Cromwell el que adquirió la condición de muerto, la venganza fue terrible. A quién se le ocurre instaurar la primera república de Inglaterra. La primera y la última. En pocas palabras, Oliver Cromwell ordenó decapitar al rey Carlos I, y muerto el rey se acabó el trono. Pero luego se murió Cromwell, y a nadie se le ocurre morirse y no esconderse muy bien después de haber descabezado a un rey de Inglaterra. El político fue enterrado en la abadía de Westminster, en Londres, pero al hijo del rey no se le había olvidado que ese tipo le había cortado la cabeza a su padre, así que cuando Carlos II reinstauró la monarquía inglesa y volvió a sentarse en el trono, se fue a por Cromwell al grito de «Te vas a enterar».
Carlos II ordenó que sacaran sus restos embalsamados de la tumba londinense y que los arrastraran por las calles de Londres. En un punto de la ciudad quedó colgado Oliver Cromwell, hasta que alguien bajó el cuerpo, separó la cabeza, tiró de cuello para abajo a un foso y el cráneo lo dejó clavado en un poste de ocho metros de altura y sobre un tejado, para asegurarse de que nadie lo bajara de allí. Aquello era un aviso a todos los que tuvieran la intención de volver a meter el dedo en el ojo de un rey inglés. Debió de surtir efecto, porque hasta ahora nadie más ha vuelto a intentarlo. Veinticuatro años estuvo la cabeza de Cromwell sin moverse de su poste, hasta que un día sopló un vendaval impresionante en la ciudad y la cabeza salió volando. Se buscó el cráneo para ponerlo en su sitio, pero no apareció. Y no apareció porque un soldado lo escondió en su casa. Cuando este soldado estaba muriéndose, le confesó a su hija que tenía guardada la cabeza de Cromwell (bonita herencia). Después, no se sabe cuándo ni cómo, el cráneo terminó en un espectáculo de variedades. «Pasen y vean la cabeza de Cromwell».
La testa fue pasando de mano en mano en distintas subastas, hasta que un hombre la compró con la intención de donarla al colegio universitario donde estudió Cromwell. En el colegio dijeron que qué asco, que para qué querían ellos la cabeza de un antiguo alumno, así que el cráneo comenzó un nuevo periplo en manos de un joyero, varios empresarios y un médico. Se intentó luego enterrarla en la tumba original de Cromwell en Westminster, pero la abadía dijo que de eso nada, que ése no volvía a entrar allí. Por fin, en 1960, el colegio universitario donde estudio Cromwell aceptó la cabeza —seguramente por aburrimiento—, la enterraron… y hasta hoy. Así que… tomen nota. Si se les ocurre alguna vez derrocar la monarquía inglesa, déjenlo, que son muy vengativos.

§. Una merienda hawaiana con James Cook (1728-1779).
El gran navegante inglés James Cook no tiene tumba. Su memoria se recuerda entre los demás ilustres ingleses con una lápida en la abadía de Westminster, en Londres, pero allí no tienen ni un mísero hueso que llevarse a la honra. James Cook no mereció el final que tuvo.
Fue en 1779, en el archipiélago que hoy conocemos como Hawai. Primero los aborígenes le mataron, luego lo descuartizaron, después se hicieron unos pinchitos morunos con él y por último devolvieron la mayoría de sus huesos mondos y lirondos. La mayoría, pero no todos, porque es muy probable que en una vitrina de la colección de antropología del Museo de Sidney, en Australia, haya una punta de flecha hecha con un hueso de James Cook.
El marino descubrió en 1778 las islas Sandwich (Hawai), y sus relaciones con los nativos fueron cordiales porque creyeron ver en James Cook y sus hombres algo parecido a dioses. El trato que recibieron allí fue exquisito, pero estuvieron un poco lerdos, porque no supieron leer entre líneas. Dicho de otro modo: los sandwicheros de entonces eran pelín traicioneros. Los ingleses deberían de haberse percatado de ello al presenciar alguna ceremonia a la que asistió el propio Cook y que recoge el libro Los intrépidos: cuando los indígenas ofrecían un sacrificio humano a sus dioses, buscaban a un vagabundo y lo aporreaban hasta matarlo antes de atarlo a un poste. El navegante escribió que las víctimas «desconocen su destino hasta que reciben el primer golpe».
¿No les dio esto una pista de cómo se las gastaban?
En un posterior viaje a las islas, en 1779, uno de los hombres de Cook murió y una feroz tormenta dañó los barcos, el Resolutiony el Discovery, y esto hizo cavilar a los indígenas: después de todo, esos supuestos dioses no disfrutaban de tanto poderío. A raíz del robo del bote mayor del Discovery, Cook se enfureció con los nativos y sacó a relucir su genio de hombre blanco. Se fue a por ellos, los naturales respondieron y se montó una trifulca en la misma playa en la que murieron James Cook y cuatro de sus hombres. El resto, salió de naja.
Siete días después, el rey de una de las tribus, profundamente arrepentido, llevó hasta el Discovery, fondeado en la costa, un hatillo con los huesos de Cook. Habían descuartizado el cuerpo y descarnado los huesos. Eso sí, el rey nativo advirtió de que faltaban la mandíbula inferior y los huesos de piernas y pies porque se los habían repartido entre varios jefes. Los hombres de Cook, ya reconciliados con los hawaianos, organizaron un funeral en la bahía de Kelakekua y, con las banderas a media asta, arrojaron los huesos al mar dentro de un ataúd.
Años más tarde, sin embargo, un misionero inglés que cristianizaba a la población indígena aseguró que algunos huesos de Cook permanecían a buen recaudo en una especie de templo dedicado al dios Lono, el cual, según la tradición, había abandonado el lugar siglos atrás. Una profecía señalaba que Lono volvería en un gran barco cargado de regalos, y como los ingleses iban repartiendo baratijas allá por donde pretendían hacer amigos, los nativos, cuando vieron al marino, se dijeron « ¡Tate! Éste es Lono». De hecho, en alguna de las celebraciones que brindaron a James Cook cuando andaban en buenas relaciones, le aclamaron como Lono. Es fácil suponer que tras la ofuscación que provocó la muerte de Cook, los nativos intentaron expiar luego su culpa enterrando los huesecillos que les birlaron a los ingleses en el templo dedicado al dios. Y esto podría confirmarlo el hecho de que en 1824 llegó a la corte británica el rey hawaiano Kamehameha II. Entre los presentes que llevó en su visita oficial iba una flecha realizada con un hueso de la pierna de James Cook, rescatada probablemente del dichoso templo. La flecha se exhibió en Londres en 1886 y luego fue expuesta en Nueva Gales del Sur, Australia. El huesecillo de Cook acabó pasando a la colección de antropología del Museo de Sidney… y allí sigue.
Para confirmar toda esta historia, el museo pretende realizar pruebas de ADN al hueso. Si pertenece a Cook pondrán en lugar preferente la flecha, porque es lo único que queda en todo el mundo del insigne navegante.
En torno al canibalismo con James Cook hay, además, una anécdota simpática. Durante el reinado de Victoria I de Inglaterra viajó al país otra reina, la última de Hawai, llamada Liliukalani, que explicó ante la corte que ella tenía sangre inglesa. Todos pensaron, maliciosos ellos, que la reina hawaiana descendía de la relación de un británico conquistador con una nativa, pero Liliukalani aclaró que el origen de su sangre inglesa estaba en que uno de sus antepasados se había comido a Cook, no porque hubiera tenido el mal gusto de acostarse con un inglés.
Está claro que el humor británico tiene un precedente, el hawaiano. A la reina Victoria, cuentan, le hizo gracia.

§. Horacio Nelson, un cadáver inglés en vino español (1758-1805).
¿Pagaría alguien por un trozo de bandera 71.700 euros? Algunos no lo harían ni por la bandera completa. Para desembolsar tal cantidad de dinero primero hace falta tenerlo, y segundo ser un inglés con un elevado sentimiento patriota. Un británico pagó esta cantidad en el año 2004 por un pedazo de la bandera que cubrió el féretro de Horacio Nelson, considerado el mayor héroe militar de Inglaterra. La misma bandera que, antes de acompañar a Nelson a su tumba, ondeó en el Victory, el buque insignia de la flota británica que nos dio a españoles y franceses sopas con honda en la batalla de Trafalgar.
El gran héroe de aquel enfrentamiento fue el almirante Horacio Nelson, que murió de un disparo a bordo del Victory. Pero ojo, que no lo matamos nosotros. Fue un francés. Según contó el cirujano del buque, las condecoraciones que Nelson llevaba cosidas a la chaqueta le convirtieron en un blanco fácil por el brillo que desprendían. Sobre la conservación y el traslado del cuerpo de Nelson hasta Londres creció una leyenda guasona. Se dijo que los marineros, para preservar a Nelson, lo metieron en un barril de brandy, ron o ginebra —dependiendo de quién relate la historia—, y aunque la intención fue buena, no sirvió de mucho. Algunos marineros no supieron pasar sin su copita diaria y se fueron bebiendo el barril que conservaba a Nelson. Se supone que el barril llegó vacío a Londres y Nelson en muy mal estado de conservación, cuando era él quien debería haber llegado, además de muerto, borracho. Bien, pues esto es, efectivamente, una leyenda, porque ningún marinero se bebió el conservante de Nelson. El vicealmirante pidió minutos antes de morir que no arrojaran su cadáver al mar, que es lo que se solía hacer con quien moría en plena navegación. Esto planteaba un serio problema: ¿cómo conservar el cuerpo de Nelson hasta su llegada a Londres? La batalla de Trafalgar estaba ya ganada por los ingleses, pero la violenta tempestad que se produjo después en las costas de Cádiz impedía arribar al puerto de Gibraltar, y el Victory estaba tan dañado que no podía emprender una travesía rumbo a Gran Bretaña sin antes ser reparado.
El cirujano del barco halló la solución. Se agenció un ataúd de plomo que llenó con una mezcla de brandy y mirra alcanforada. A Nelson lo amortajó a la antigua usanza: lo envolvió de pies a cabeza con vendas, y una vez amortajado cual momia egipcia lo sumergió en el brebaje. Este remedio de urgencia sirvió para que el cuerpo aguantara sin descomponerse hasta que el buque atracó en Gibraltar. Una vez en tierra firme, el cirujano del barco cambió la solución de brandy y mirra alcanforada por alcohol de vino, y en este líquido fue en el que llegó Nelson a Londres. Se supone que bastante contento.
La leyenda sobre el cadáver de Nelson se ha mantenido en el tiempo. Algunos ingleses llaman al ron «sangre de Nelson», convencidos de que, efectivamente, viajó desde Gibraltar a Londres sumergido en este licor. Pero también ha quedado una frase muy usada entre los marineros ingleses: «Beber de la bodega del almirante». Todos entienden que esto significa echar un trago a escondidas.
El recibimiento en Gran Bretaña fue apoteósico. Ni los funerales reales han sido tan sentidos. Había muerto el gran estratega naval Horacio Nelson, el hombre que derrotó con habilidad pasmosa a la poderosa flota hispano-francesa. El hombre que frenó para siempre las ganas de Napoleón de invadir Gran Bretaña. Los funerales se celebraron en la catedral de San Pablo, donde fue enterrado y donde aún se puede admirar su magnífica tumba. El féretro de Nelson fue cubierto con la bandera del Victory que, después de las celebraciones, la multitud despedazó para guardar un recuerdo de uno de sus héroes más admirados. Uno de esos pedacitos fue el subastado.
Aunque si tanto admiraban a Nelson, además de dedicarle Trafalgar Square y ponerle una tumba en la catedral de San Pablo podrían haber cumplido su última voluntad. Dejó escrito que, puesto que lo único que tenía en el mundo era a su amante, lady Hamilton, en caso de que le ocurriera algo a él la dejaba en herencia al rey y al país para que se ocuparan económicamente de ella. El rey rechazó la herencia, y la pobre Hamilton murió arruinada y en el exilio. Si Nelson le hubiera dejado un piso, seguro que lo habría aceptado.

§. Antonio López de Santa Anna: el solemne entierro de una pierna (1794-1876).
Por algún lugar de este libro debe de andar un epígrafe dedicado a las inhumaciones de piernas, pero el más famoso entierro que se ha dado a una pierna está registrado en los anales de la historia de la República de México. Ocurrió el 27 de septiembre de 1842 y la pierna perteneció a un tipo con una ambición sin límites conocido como general Santa Anna, aunque su nombre completo era de culebrón venezolano: Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y Pérez de Lebrón. En México es conocido de sobra porque fue presidente del país en once ocasiones. Pero aquí lo que importa es la pierna del general, una de las historias más absurdas de las que se tienen noticias.
El general Antonio de Santa Anna se pasó toda su vida militar pegándose con unos y con otros: con los españoles, con los yanquis, con los franceses… En una de estas batallas, la que sucedió en Veracruz en 1838, el general Santa Anna perdió la pierna izquierda por culpa de un cañonazo francés. A partir de entonces comenzaron a llamarle «Quince Uñas» por razones obvias. La extremidad la recogió el párroco de Veracruz y la enterró en una hacienda propiedad de Santa Anna en Manga de Clavo, Veracruz. El general, para solventar su carencia y no ir por la vida a la pata coja, encargó a un ebanista de Nueva York que le hiciera dos piernas ortopédicas de corcho y cuero y pagó por cada una 1.300 dólares de la época.
Pasaron cuatro años, y en 1842, cuando se celebraba el vigésimo primer aniversario de la independencia de México y el general estaba en uno de sus apogeos, Santa Anna consiguió que se diera un entierro como Dios manda a su pierna. La fecha que eligió el propio general Santa Anna para la exhumación y el nuevo entierro de su pierna fue el 27 de septiembre de 1842. ¿Por qué este día? Porque se celebraba el vigésimo primer aniversario de la independencia de México y era una fecha pintiparada para enterrar una pierna presidencial. Aquel día era festivo, todos los mexicanos estaban en la calle, había actos por toda la ciudad, salvas de cañón, actos religiosos… Todo ello se utilizó como preludio de lo verdaderamente importante: el entierro de la pierna. Aquel cortejo fúnebre por Ciudad de México fue para verlo, no para contarlo. Altos funcionarios del Estado, del Ayuntamiento, el Estado Mayor del Ejército, ministros, escuelas enteras de niños en perfecta formación, autoridades eclesiásticas, el cuerpo diplomático… Los mismos que estaban celebrando la independencia se fueron de entierro. La pierna discurrió en procesión, cargada por militares en unas andas al hombro, dentro de una caja que a su vez iba dentro de una urna de cristal. La marcha la cerraban varios regimientos de infantería y un escuadrón de caballería con banda de música. Y por supuesto un montón de gente detrás, que era de lo que se trataba. El pueblo a patita, tras otra patita.
Para la pierna se preparó un mausoleo de lujo en el cementerio de Santa Paula. Era el más alto de la necrópolis, y consistía en una columna colocada encima de unas gradas, y arriba del todo, en el capitel, la urna con la pierna. La faena se remató con la lectura de un elogio fúnebre a la canilla.
Sin embargo, como todo lo que sube, baja, el general cayó en desgracia una vez más. Acabó cabreando al pueblo con una de sus poses dictatoriales, y como el pueblo no tenía a mano al general se fue a por la parte de él que tenía perfectamente localizada: la pierna. Poco más de dos años estuvo la zanca tranquila, hasta que el 6 de diciembre de 1844 unos ciudadanos encolerizados se fueron al mausoleo, lo destruyeron y en medio de la exaltación habitual cuando se profana una pierna, la sacaron de la urna y la arrastraron por las calles de México. Ahí fue cuando el general Antonio López de Santa Anna, ahora sí, perdió definitivamente su pierna. Cuentan que la recogió un general llamado García Conde, pero la verdad es que nunca más se supo dónde fue a parar. Se desharía de ella. Para qué quería una pierna que se había muerto hacía seis años. Las que sí están localizadas son las otras tres piernas del general, incluidas las dos ortopédicas. Los mexicanos guardan una, los yanquis otra porque fue un trofeo de guerra, y la tercera, la buena, la tiene puesta el general en su tumba. Porque el general Santa Anna al final se murió. Pasó los últimos años de su vida arruinado, con la cabeza perdida, dando voces y diciendo que no quería recibir a nadie cuando nadie había pedido verle… Una diarrea crónica lo mató y fue enterrado en el cementerio de Tepeyac, situado junto a la basílica de Guadalupe, en Ciudad de México. Santa Anna yace con su segunda esposa y con su pierna natural.
Una de las zancas ortopédicas la guarda el Museo Nacional de Historia del Castillo de Chapultepec, en Ciudad de México. La otra la tienen los estadounidenses porque en 1847, durante la batalla de Cerro Gordo, el general Santa Anna perdió la artificial en una maniobra desafortunada. El general exigió a los yanquis que se la devolvieran, pero el ejército ganador se negó. La pierna está ahora, con su bota puesta, en un museo de Illinois.
Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y Pérez de Lebrón, un general con cuatro piernas, y cada una en un sitio.

§. Rasputín, un monje difícil de matar (1872-1916).
Grigori Efimovich Rasputín fue un místico siberiano que tenía más rollo que un saco de tebeos y que logró embaucar con sus malas artes a la familia imperial rusa, la de Nicolás II, y aprovecharse de media corte femenina. O a lo mejor fueron las féminas rusas las que se aprovecharon de las habilidades del monje, que estas cosas siempre tienen dos lecturas.
Matar al monje fue una labor agotadora. Es como cuando pisas una cucaracha y, cuando te relajas y la crees muerta, el bicho se da media vuelta y echa a correr. Eso pasó con Rasputín, que hubo que matarlo varias veces. Y luego está el episodio de su famoso pene, que todavía anda dando vueltas por ahí para depresión de algunos y regocijo de otras.
Grigori Efimovich sufrió una emboscada disfrazada de cena agradable la noche del 31 de diciembre de 1916. Fue en San Petersburgo. El monje tenía hartos a los aristócratas porque había adquirido un poder para nada merecido con sus falsas curaciones y supuestas predicciones más falsas aún. Rasputín llegó a nombrar a miembros del Gobierno, y su influencia sobre la zarina, y a través de ella sobre el propio zar, era tal, que en la corte rusa no se movía un pelo sin que Rasputín tuviera algo que decir.
Aquella noche de diciembre varios aristócratas decidieron que ya estaba bien de Rasputín, así que le invitaron a cenar. En las tortas de pan y en el vino destinado al monje pusieron cianuro para tumbar a un regimiento; pero a un regimiento, no a Rasputín. Al parecer, el cianuro pierde bastante efecto, cuando no todo, si va acompañado de alcohol, y como el monje se puso hasta las trancas de beber, el cianuro quedó desautorizado. El príncipe Yusupov, uno de los aristócratas allí presentes, cansado de esperar a que Rasputín cayera envenenado, sacó su arma y disparó un tiro al corazón de su enemigo. Lo que pasa es que el tiro debió de pasar rozando el órgano, porque Rasputín salió por pies. Los nobles, ya con las formas perdidas, le persiguieron a tiros y, esta vez, el monje cayó muerto. Por si acaso, le molieron a palos, sobre todo en la cabeza. Luego le ataron y arrojaron su cuerpo a las heladas aguas del río Neva. Es increíble, pero cuando a Rasputín le hicieron la autopsia, el resultado fue que no murió ni envenenado ni por un disparo ni apaleado ni congelado: murió ahogado, porque en sus pulmones había agua. O sea, que cuando lo lanzaron al río aún estaba vivo. Las fotos que se tomaron del cadáver sólo mostraban el pecho y la cabeza, y este detalle es importante.
Rasputín fue enterrado, pero poco después corrió el bulo de que junto con el cadáver también se había enterrado oro. Alexander Kerenski, un líder revolucionario que presidió el gobierno provisional justo antes de la llegada de los bolcheviques, ordenó que Rasputín fuera exhumado. El oro no apareció, pero la exhumación del monje provocó revueltas, así que el Gobierno ordenó hacer desaparecer el cuerpo. Lo desmembraron y lo quemaron.
En algún momento de toda esta peripecia, no se sabe si durante la autopsia, si antes del entierro, si después de la exhumación o antes de quemarlo, alguien amputó el pene de Rasputín. ¿Por qué? Pues… Cómo explicarlo… Porque aquello no era normal. Sólo decir que hoy está guardado y expuesto en un frasco «muy grande» con formol. Hay varios sospechosos de la amputación. La primera, una de sus numerosas amantes. La segunda, la propia hija de Rasputín. El tercero, el forense que realizó la autopsia, si bien esta teoría se sostiene a duras penas porque un hombre en lo primero que habría pensado es en hacerlo desaparecer. Sea quien fuere, el ajetreado miembro de Rasputín acabó en París, aunque suene feo, en manos de un anticuario. Allá por principios de los años noventa del siglo XX un investigador de la Academia Rusa de las Ciencias fue invitado en París a ver el pene, y claro, como era un pene ruso, se lo llevó de vuelta a San Petersburgo.
Como el científico, para más señas, era urólogo, lo colocó en su consulta después de rehabilitarlo, hidratarlo y recuperarlo mínimamente para ser observado sin hacer demasiados ascos. Nunca podrá comprobarse si el miembro perteneció realmente a Rasputín porque, como ha quedado dicho, las fotos que se hicieron al cadáver no encuadraron la zona, pero dada la fama que tenía el monje entre toda la corte zarista femenina, para quien pregunte cómo averiguar si el pene perteneció a Rasputín, la respuesta es: ¿y a quién si no?
La consulta del urólogo se ha convertido ahora en el primer museo erótico de Rusia, así que quienes tengan previsto un viajecito a San Petersburgo tienen que añadir a los palacios zaristas y al Museo del Ermitage una visita al pene embalsamado de veintiséis centímetros de Rasputín. El pene con más guasa de la corte zarista.

§. Pancho Villa, tres tumbas y ningún cráneo (1878-1923).
Andan un poco revolucionados en México porque tienen serias sospechas de que en la tumba en la que veneran a su amado Pancho Villa puede que el general no esté. Pancho está supuestamente enterrado en el Monumento a la Revolución que hay en Ciudad de México, un mazacote de piedra con cuatro patas que parece diseñado por un soviético que tuvo un mal día.
En cada una de las patas hay varias criptas, y en una de esas criptas colocaron a Pancho Villa en 1976. Aquel año lo exhumaron del cementerio de la ciudad de Parral, en el Estado de Chihuahua, para llevarlo a la capital. Ahora bien, hay dos versiones distintas que aseguran que a quien se llevaron no fue a Pancho Villa, sino a su hija, o bien a una mujer estadounidense, según dicen otros. Y como en el Monumento a la Revolución de México hayan enterrado a una yanqui por error, sería para mondarse. Pancho Villa murió acribillado a balazos en 1923. Lo enterraron y, tres años después, su tumba fue profanada y su calavera robada. La primera versión que habla de la errónea identidad de los restos de Pancho Villa la sostiene un historiador, Rubén Beltrán, que habló con la viuda del revolucionario; bueno, con una de las dieciocho viudas del revolucionario, en concreto con Soledad Seáñez.
Esta mujer le contó que, después de la profanación, lo que quedaba del revolucionario, es decir, de cuello para abajo, se trasladó a otra tumba con forma de ele. O sea, hacia abajo y hacia un lado. Esto se hizo así por si los profanadores volvían, que lo tuvieran difícil. Después de este segundo entierro murió una hija de Pancho Villa, que fue enterrada junto a su padre. Cuando las autoridades de la República fueron a llevarse los huesos del héroe a Ciudad de México, se llevaron a la hija, que era la que estaba más arriba, porque Pancho estaba escondido en la pata de la ele. Fin de la primera versión.
Segunda hipótesis. En los archivos del cementerio del Parral consta que Pancho Villa fue trasladado en 1929, es decir, tres años después de la profanación, desde la fosa 632 a la fosa número 10, porque su viuda Austreberta Rentería, otra distinta a la ya mencionada, había pagado el traslado. Es lo que tiene dejar varias viudas, que luego cada una va a lo suyo en cuanto te mueres.
El caso es que en la fosa que Pancho Villa dejó libre fue enterrada una mujer, al parecer estadounidense pero de identidad desconocida, que bajó del tren que la llevaba a Estados Unidos porque se encontraba mal. La atendieron en el hospital, allí la remataron y la sepultaron en donde originariamente estaba la tumba del revolucionario. Cuando fueron a exhumar a Pancho para llevárselo al Monumento a la Revolución, se llevaron, según esta segunda versión, a la mujer.
Todo este embrollo podría haberse evitado si hubieran hecho caso a Pancho Villa, porque él dejó construido su mausoleo, muy bonito, por cierto, en la ciudad de Chihuahua, pero como lo mataron y enterraron en Parral, su tumba quedó vacía. Aunque todavía le espera, porque el Ayuntamiento de Chihuahua ha pedido al Gobierno de la República que saque los restos de Pancho del Monumento a la Revolución y que les permita enterrarlos en el mausoleo de Chihuahua. Pero si lo consiguen, ¿qué restos les van a dar? ¿Los de la hija, los de la estadounidense? ¿Dónde está Pancho Villa? Y, sobre todo, ¿dónde está su cabeza?
Encontrar el cráneo de Pancho es más difícil que hallar el tesoro que este héroe mexicano dejó escondido en Sierra Madre. Puede que la calavera esté localizada; puede, pero jamás se va a poder demostrar que está donde está.
Pancho Villa era uno de los personajes más odiados por Estados Unidos, porque fue de los pocos que se atrevió a atacar territorio estadounidense. Antes lo habían hecho los ingleses, y después de Pancho Villa sólo los japoneses y Bin Laden. Por eso conseguir su cabeza, vivo o muerto, se convirtió en una asignatura pendiente para algunos patriotas. También pudo ser un capricho de unos señoritos estudiantes de la Universidad de Yale, en Connecticut.
El 8 de febrero de 1926 el periódico El Paso Post-Herald difundió la noticia de que había sido arrestado el estadounidense Emil Homdahl en relación con la profanación y el robo del cráneo de Pancho Villa. El supuesto profanador fue liberado tres días después tras muchas presiones del Gobierno de Estados Unidos, cosa que no acabaron de entender los mexicanos. ¿Por qué se tomaban tantas molestias por un vulgar ladrón de tumbas? Tras ser puesto en libertad, al parecer, y sólo al parecer, porque no hay pruebas contundentes, Emil Homdahl vendió la calavera de Pancho Villa por 25.000 dólares a un estudiante de la Universidad de Yale llamado Prescott Bush.
¿Suena el apellido? Pues suena bien, porque Prescott Bush era el abuelo de George W. Bush.
En la Universidad de Yale existe desde 1832 una sociedad secreta llamada Skull and Bones, lo que significa «calavera y huesos». Es la hermandad universitaria más poderosa y se creó para promocionar a los hijos de papá —porque allí no entra cualquiera— a puestos de relevancia política, económica y social. Muchos de sus miembros son ahora presidentes de bancos, congresistas, jueces… Según varias investigaciones periodísticas, algunos de los ritos iniciáticos de esta sociedad secreta se realizan con ataúdes, huesos y calaveras. A esta hermandad de Yale ha pertenecido toda la saga de los Bush, incluido el que la lio con la guerra de Iraq. Muchos escritores estadounidenses han intentado desvelar qué se cuece en esta sociedad secreta y han pretendido confirmar sobre todo si es verdad que allí están los cráneos del indio Gerónimo y del general Pancho Villa, pero no hay forma. La discreción impuesta a sus miembros es clave para la supervivencia de Skull and Bones. El sótano secreto que existe en el campus de la Universidad de Yale y donde se realizan todos los ritos se llama El Sepulcro. Allí, los juramentos de silencio, de lealtad, de no admitir jamás la pertenencia a la sociedad y de ayudar a prosperar social, económica y políticamente a los otros miembros se hacen poniendo la mano sobre los cráneos robados. Lo que pasa es que mientras no haya pruebas encima de la mesa, que en Yale tengan o no el cráneo de Pancho Villa no pasa de ser una leyenda urbana. Y así hay que tomarlo. Una leyenda que en México creen a pie juntillas Y desde donde, aún hoy, continúan pidiendo a Yale la devolución del cráneo de su revolucionario.

§. Los escondites póstumos de Adolf Hitler (1899-1945).
La versión oficial y la más aceptada respecto a la muerte de Adolf Hitler dice que cuando este locuelo vio que se acabó lo que se daba y que el Ejército Rojo ya había tomado Berlín, se casó con Eva Braun y se suicidó. Algunos no aguantan el matrimonio ni veinticuatro horas.
El matrimonio se celebró la medianoche del 28 al 29 de abril de 1945, un día antes de que la pareja muriera. Los datos que hay sobre cómo se produjo el suicidio son sólo sospechas, aunque bastante fundadas, porque los testigos aparecieron minutos después y fueron los mismos que luego incineraron y enterraron los cuerpos. El 30 de abril Hitler se encerró en el búnker con su mujer y dio orden de que nadie los molestara. Se recluyeron con dos cápsulas de cianuro y unas pistolas. Pero si sería malo este Hitler, que el cianuro antes lo probó con su propia mascota, una perra pastor (alemán, por supuesto), para saber si el veneno era suficientemente efectivo. Cuando entraron a por los cuerpos, Eva Braun estaba tumbada en el sofá pero sin señales de haberse disparado, luego está claro que ella optó por el cianuro. Hitler estaba sentado a su lado y, además de tomarse el veneno, se pegó un tiro. Sus colaboradores subieron luego los cuerpos al jardín, los rociaron con gasolina y pretendieron cremarlos. Pero claro, una hoguera no es un horno crematorio; o sea, que Eva Braun y Hitler quedaron sólo chamuscados. ¿Qué pasó con los restos? Aquí empiezan las distintas versiones. Unas dicen que fueron enterrados en el mismo jardín, luego la pareja estaría ahora en pleno Berlín, sepultada en su propio búnker.
Sin embargo, esta versión se cayó del todo cuando salieron a la luz documentos del KGB, el servicio secreto soviético, en los que se especificaba muy claramente qué había sido de los restos. En resumen, que cuatro días después del entierro, el 4 de mayo, las tropas soviéticas abrieron las tumbas del jardín del búnker y se llevaron los cuerpos para enterrarlos en Magdeburgo, en Alemania, hasta que hacia 1970 el KGB decidió incinerar otra vez y tirar lo poco que quedaba al río Elba para evitar que la tumba fuera descubierta y se convirtiera en un lugar de peregrinaje neonazi. Hasta el año 2000 se dio prácticamente por hecho que Hitler y su esposa, Eva Braun, habían quedado enterrados en el mismo búnker donde se suicidaron y que ahora está sepultado en pleno centro de Berlín. No obstante, si creemos al KGB, Hitler no es que esté perdido, es que está irrecuperable. Bueno, menos un par de pedacitos que los rusos se guardaron de recuerdo.
La relación de los siguientes hechos la descubrió el periodista ruso Sergei Turtschenko a base de dejarse los ojos en los archivos del ex servicio secreto soviético. Resulta que lo que hizo el Ejército Rojo fue desenterrar, cinco días después del suicidio, no sólo a Hitler y a Eva Braun, sino también a Joseph Paul Goebbels —ministro de Propaganda nazi— y a su familia. Todos, muy valientes ellos, se habían suicidado.
Conseguir los restos de Hitler era un triunfo para los soviéticos, una especie de recompensa. Y tanto era así, que hubo sus tiranteces dentro del propio ejército por ver quién se quedaba con los despojos. El búnker quedó en manos de una división especial, los Smersh, el servicio de contrainteligencia, los que detectaban espías y desertores. Pero pocos días después los Smersh tenían que ceder el mando del búnker a otra división militar, el Quinto Ejército de Choque. Los Smersh no querían que les quitaran el premio de haber conseguido los huesos del Führer, así que la noche antes de que se hiciera el traspaso de la zona del búnker, desenterraron a Hitler y Braun y salieron por pies con los cuerpos.
Y fue en las afueras de Berlín, en un lugar llamado Buch, donde los Smersh hicieron el primer análisis post mórtem —no autopsia— de los cadáveres. Las huellas de vidrio en la boca por haber mordido una ampolla y el olor a almendra amarga, típico del cianuro, les dejó claro que la causa de las muertes de Eva Braun y Hitler fue el envenenamiento. Y tanto se distrajeron con el veneno, que ninguna lumbrera señaló en el informe el disparo que Hitler tenía en la cabeza, posterior, evidentemente, al intento de envenenarse. Era tan psicópata que hasta él mismo se mató dos veces. Allí mismo, en Buch, donde estaban instalados los Smersh, Hitler y su mujer fueron enterrados otra vez, pero como aquel destacamento fue trasladado unas semanas después, cuando los militares hicieron la mudanza se llevaron los cuerpos disimulados en cajas de municiones. Hitler seguía siendo su premio.
Vuelta a enterrarlos otra vez en otra zona del oeste de Berlín, y ya llevamos tres entierros sin que a Hitler se le hubiera movido el bigote. En esta última tumba se plantaron unos pinos para disimular el lugar del enterramiento de la pareja. Y en éstas llegó Joselito Stalin, primo hermano de Hitler en el fondo y en la forma y le dio por sospechar que Hitler podría no estar allí. Y todo porque el primer y único informe post mórtem que hicieron los soviéticos fue una chapuza.
Pese a que ese informe no reflejaba el tiro que Hitler tenía en la cabeza y sólo registraba el envenenamiento como causa de la muerte, todos los testigos nazis que vieron el cuerpo aseguraron que Hitler, además de tomarse la ampolla de cianuro, se disparó para acabar antes. Esta diferencia entre el informe soviético y las declaraciones de los testigos fue lo que hizo sospechar a Stalin.
Y como Stalin no se fiaba ni de su mano derecha, ordenó una investigación, pero a la vez mandó también a los Smersh que volvieran a desenterrar a Hitler y a Eva Braun y que se los llevaran en secreto a otra base soviética instalada cerca de Magdeburgo. Bonita tontería. A unos les dice que investiguen la muerte y a otros que se lleven el cuerpo sin que se enteren los primeros. La muerte tuvieron que investigarla sin muerto, y se apañaron como pudieron.
Reunieron a todos los oficiales nazis presentes en el búnker en el momento de los suicidios de Hitler y Eva Braun y les hicieron representar, como si fuera una obra de teatro, las últimas horas del Führer. Todos dijeron lo mismo, que Eva Braun se había envenenado y que Hitler se había pegado un tiro antes de que el veneno actuara. Y a lo máximo que llegaron fue a eso, a recopilar testimonios, pero sin confirmar la muerte por bala porque no tenían al muerto.
Stalin se quedó medio convencido y se fue con esa duda a la tumba. Sin embargo, en 1970 el ejército soviético tenía que entregar los cuarteles de Magdeburgo a Alemania del Este y resulta que Hitler y Eva Braun seguían allí disimuladamente enterrados. Fue Leónidas Brezhnev el que, más o menos, se dijo: «Mira, ya basta de estar enterrando y desenterrando a Hitler. Nos deshacemos de él y santas pascuas. No podemos arriesgarnos a que la tumba se descubra y se convierta en un lugar de peregrinaje para los neonazis».
Y así fue como, una noche, un grupo de soviéticos disfrazados de pescadores desenterró los restos, los introdujeron en unas cajas de fusiles Kalashnikov y se los llevaron a una escombrera de Magdeburgo. Las cajas las rociaron con petróleo y las quemaron. Lo poco que quedó lo metieron en un saco, se acercaron al río Elba y allá que te fueron Adolfo y Eva, al río.
No obstante, y como ya hemos indicado, algún recuerdo se quedaron: en las oficinas centrales del KGB se guarda la mandíbula, y en el Archivo Estatal de la Federación Rusa hay un trozo de cráneo del Führer. Como le dé a Hitler por volver a por lo que es suyo, se van a enterar.

§. El desahucio de Iosif Stalin (1879-1953).
El día 5 de marzo de 1953 murió uno de los malos más malos de la historia: Iosiv Visariónovich Dzhugachvili. Pero como este nombre, además de extenso, no daba suficiente miedo, pasó a ser conocido como Stalin, apodo derivado de la palabra rusa que significa «acero». El día 5 es la fecha oficial, pero aún hoy no se sabe qué ocurrió realmente entre el 1 y el 5 de marzo de aquel año.
La noche del 1 al 2 Stalin sufrió una hemorragia cerebral que impuso un silencio sepulcral en el Kremlin. Ni un parte médico, ni una comunicación oficial, nada. El día 5, sencillamente, se dijo al pueblo soviético que el corazón de Stalin había dejado de latir. Sin embargo, lo que falló fue su cerebro. El corazón le había dejado de latir muchos años atrás.
Él fue quien decidió en 1924, y sin que nadie se atreviese a rechistar, que había que embalsamar y exponer a Lenin en un inmenso mausoleo de la Plaza Roja. Pero no lo hizo sólo para mantener a Lenin como un icono vivo de la revolución bolchevique. En sus planes también estaba embalsamarse junto a él y permanecer como otro símbolo indestructible.
Sus propósitos sólo se cumplieron a medias, porque Stalin no calculó en vida que cuando uno está muerto ya no tiene nada que decir ante las decisiones de otros. Los dos líderes compartieron escaparate durante ocho años, pero desde el mismo día de la muerte de Stalin comenzó a gestarse el fin del estalinismo. Había que acabar con aquella figura de terror como fuera y cuanto antes, pero había que dar pasos firmes. La última zancada se dio en 1956, durante el XX Congreso del Partido Comunista. Se revisó la figura de Stalin y se consideró entonces que durante sus treinta años de gobierno había cometido inexcusables errores y numerosos crímenes que habían manchado el comunismo. ¿Cómo se le podía castigar si ya estaba muerto y no se iba a enterar? Pues sacándole del mausoleo y enviándole a freír espárragos a una tumba oscura. En 1961 cogieron su cuerpo, lo encerraron en un ataúd y se lo llevaron a una sepultura de las murallas del Kremlin. Dio con sus huesos en una de las cuatrocientas tumbas que hay en las murallas de la Plaza Roja. Y no es que sea una mala morada, porque tiene hasta su escultura encima, pero desde luego no es la que Stalin quería. Muchos moscovitas aún sufren con la visión de la tumba de Stalin junto a las murallas y de vez en cuando se plantean retirarle de tal lugar, porque no creen que merezca estar cerca, entre otros, de Yuri Gagarin, el primer cosmonauta que se dio un garbeo por el espacio. Por ello, ante el temor de que un día de éstos desahucien a Stalin a traición, un país se ha ofrecido voluntario para llevárselo: Georgia. Un alto representante del Gobierno georgiano dijo que en el País siempre habrá un lugar para sus restos, concretamente en Gori, la aldea donde nació. No es que le aprecien, porque sus represiones fueron especialmente crueles en Georgia, donde durante Su gobierno fueron exterminados casi todos los intelectuales, Pero Stalin no deja de ser el georgiano más conocido y un personaje fundamental en la historia del siglo XX. O sea, que como atracción turística puede servir.
Para eso y para hacer chistes como el que corría en la cúspide de su terror: un preso le pregunta a otro por qué le han condenado a veinticinco años. El recluso responde: «Por nada». «Imposible —contesta el otro—. Por nada sólo te caen diez años».

Las manos de Juan Domingo Perón, en busca y captura (1895-1974).
Es harto complicado localizar el principio del ovillo con este hombre. Lo lógico sería comenzar por el principio, o sea, por el día en el que dijo agur a este mundo, pero como Juan Domingo Perón, aun muerto, es un zascandil, resulta peliagudo decidir si hay que empezar por su muerte, por su entierro, por su traslado, por su otro entierro, por las amenazas de exhumación, por la profanación de su tumba, por su definitiva exhumación, por su tercer entierro… Como dijo Jack el Destripador, vayamos por partes.
El día 1 de julio de 1974 moría en Buenos Aires Juan Domingo Perón. Su vida fue muy agitada, que por algo fue tres veces presidente del Gobierno argentino, y su muerte aún produce algunos sobresaltos de vez en cuando. Las amenazas de la exhumación han pesado sobre el cadáver de Perón casi desde el mismo momento de su muerte, porque son varios los que la pretendieron. Su sobrino nieto quería ponerle dos manos de cera porque al general le robaron las suyas, y una supuesta hija —fallecida en junio de 2007— estuvo durante años luchando en los tribunales pidiendo también la exhumación para demostrar que Perón era su papito. Hasta hoy, lo único claro, mientras no se demuestre lo contrario, es que Perón no tiene ni hijos ni manos. Tras la muerte del general, en los planes de los peronistas estaba edificar un mausoleo de padre y muy señor mío donde descansaran los dos iconos de su ideología: Evita (1919-1952) y el propio Perón. Hasta que se llevara a término el plan, los dos cuerpos embalsamados quedaron a buen recaudo en una cripta de la residencia presidencial de Los Olivos, en Buenos Aires. Sin embargo, en ésas llegó el golpe de Estado de los militares en 1976, el del nefasto Jorge Rafael Videla. Isabelita Martínez, la tercera mujer del general y presidenta de la República en aquellos momentos, fue derrocada, y Perón y Evita se quedaron, literalmente, a verlas venir. El golpista Videla decidió terminar de un plumazo con aquella veneración de reliquias peronistas de la mejor forma posible: divide y vencerás. Envió a cada uno a un cementerio distinto: Perón al de La Chacarita, a hacer compañía a Carlos Gardel, y Evita fue al de La Recoleta. Ahí quedó la cosa.
Cuando Juan Domingo Perón llevaba plácidamente enterrado once años en la necrópolis de Chacarita, unos individuos profanaron su tumba y robaron las manos del general. ¿Por qué? Nunca se conocieron los motivos, pero alguno tuvo que haber. Perón fue enterrado vestido de uniforme militar, con las manos enfundadas en guantes blancos y los dedos entrelazados sobre el pecho. Entre ellos sujetaba un rosa rio de jade que había sido bendecido por el Papa. El 1 de julio de 1987, justo en el decimotercer aniversario de su muerte, los profanadores amputaron las manos con una sierra quirúrgica y se las llevaron junto con el anillo, el sable del general, su capa y un portarretratos con un poema que había dejado la viuda sobre el cadáver. Este poema fue luego cortado por la mitad, y esta mitad, a su vez, en dos trozos que fueron enviados a reconocidos líderes peronistas junto con un texto anónimo que llevaba por firma «Hermes IAI y los 13». También pedían 8 millones de dólares a cambio de la devolución de las manos.
El caso se asignó al juez Jaime Far, que a cuenta de su investigación sufrió amenazas, atentados fallidos y hasta un intento de secuestro. Entre las cosas que descubrió estaba que, dos meses antes de la profanación, unos tipos habían asaltado al guardián del cementerio de La Chacarita y le habían robado las llaves del panteón de Perón. ¿Por qué nadie advirtió del hecho? Un año después del robo de las manos el juez fallecía en un accidente de tráfico que, según se descubrió durante la investigación, de accidente tuvo más bien poco. No fue la única muerte: cuatro personas más relacionadas con el caso de las manos fallecieron en circunstancias poco claras. Con el juez Jaime Far murió su investigación y, por supuesto, se «perdió» el informe con material sensible que recogía todos los datos de la pesquisa. Y aunque la causa aún permanece abierta, los años pasan sin que los peronistas tengan la explicación que reclaman por el ultraje de su líder.
Teorías para explicar el robo de las manos hay varias. Que si le cortaron las manos para tener sus huellas dactilares y acceder a cuentas secretas en Suiza; que si lo hicieron sólo por molestar a los peronistas; que si las robaron para pedir un rescate… Hasta ahora no se han conocido los verdaderos objetivos de la profanación. Hasta ahora, porque dos periodistas que llevan años investigando el asunto aseguran haber desvelado el misterio, y así lo han publicado en el libro La segunda muerte. Los autores son David Cox y Damián Nabot, y allá va su teoría: culpan directamente al líder de la logia masónica Propaganda Due, la famosa logia P2, la que estuvo muy de actualidad a principios de la década de 1990 tras ser ilegalizada por las autoridades italianas cuando se descubrieron sus relaciones con la mafia y sus ramificaciones en varios países sudamericanos, entre ellos Argentina y Uruguay.
El líder de la P2 era Licio Gelli, y los autores sostienen que él fue el culpable de la amputación y el robo de las manos de Perón. Fue, según ellos, un crimen ritual destinado, textualmente, «a privar al cadáver de alguno de sus miembros para que su alma no pudiera completar su tránsito hacia el más allá» en paz. Aquí el único fallo es que la profanación se produjo trece años después de la muerte, y el alma de Perón había tenido tiempo de ir y volver del más allá unas cuantas veces. Perón tuvo muy buenas relaciones con el líder de la P2, pero durante el último mandato presidencial hubo desencuentros porque el general no cumplió la promesa hecha a Licio Gelli de otorgarle «la exclusividad de las exportaciones argentinas a Europa».
En fin, que esto es un lío político-mafioso-fúnebre-comercial que sigue teniendo mucho tirón en Argentina, como todo misterio sin resolver. Muchos argentinos, sin embargo, aseguran saber dónde están las manos de Juan Domingo Perón: en el cuello de Menem.
Un sobrino nieto de Perón solicitó al juez en el año 2002 una autorización para exhumar el cadáver y proceder a la restauración de los miembros amputados. La intención era que un experto tanatólogo le colocara unas manos de cera para restablecer la integridad del cuerpo. El juez no puso inconvenientes, pero la que se negó en redondo fue la viuda, Isabelita, que como familiar más directo tiene la última palabra que decir si alguien quiere airear el cadáver de su extinto general.
Y como hemos visto, había alguien más interesado en la exhumación: una supuesta hija de Juan Domingo Perón, Marta Holgado, que llevó el asunto de tribunal en tribunal durante décadas a la vez que esquivaba las zancadillas de Isabelita. Lógico, cualquiera en su lugar se negaría a repartir la sustanciosa herencia.
La oportunidad llegó cuando, por fin, los peronistas más recalcitrantes pusieron en marcha el mausoleo pendiente. Comenzó a construirse en 2004 por empeño casi personal del ex presidente de Argentina Eduardo Duhalde, una obsesión que le llevó a enfrentarse abiertamente con el primer mandatario, Néstor Kirchner. Ambos pertenecen al Partido Justicialista, pero dentro de facciones distintas. Kirchner apostaba y apuesta por pasar página, por cerrar un ciclo peronista en el país y dejar de vivir de mitos del pasado. A Duhalde y a quienes le apoyan —conocidos en el país como El Grupo Mausoleo—, en cambio, no se les caen de la boca los nombres de Evita y Juan Domingo, y fueron ellos los que emprendieron la construcción de un mausoleo para mayor gloria del matrimonio Perón. Kirchner no apoyó la iniciativa ni al principio ni al final.
El mausoleo se ubicó en las afueras de Buenos Aires, en San Vicente, lugar donde aún está la Quinta 17 de Octubre, convertida ya en museo del peronismo. Los argentinos llaman quinta a una finca con chalé incluido. El nombre 17 de Octubre recuerda la famosa marcha de los descamisados en 1945 con Evita a la cabeza, la marcha que empujó a Perón a su primera presidencia de la República. O sea, que es una fecha emblemática para el peronismo. En esta quinta pasaron sus mejores momentos de asueto Perón y Evita, y allí es donde los nostálgicos de aquella época montaron un gran mausoleo que esperaba recibir a los dos. Al final sólo llegó uno. Las hermanas de Evita no aceptaron aquel circo y negaron los Permisos para trasladar los restos, argumentando que bastante zarandeo había tenido la pobre (tres lustros insepulta, trasladada en secreto a Italia, enterrada bajo nombre falso en Milán, nuevo traslado a Madrid, tumba de incógnito en una iglesia del centro de la capital, regreso luego a Buenos Aires) como para andar de nuevo con ella de la ceca a la meca por el capricho de unos nostálgicos.
La que sí dio autorización para que su marido cambiara de tumba fue Isabelita, y los peronistas tuvieron que conformarse con inaugurar el mausoleo con un solo inquilino. Evita sigue aún hoy en el cementerio de La Recoleta. Eso sí, aprovechando la exhumación del general para el inmediato traslado, finalmente un juez autorizó la extracción de tejidos al cadáver para que realizaran las pruebas de paternidad al cadáver y confirmar o desmentir de una vez por todas si Marta Holgado era hija del general. Los resultados trajeron buenas noticias para Isabelita, que sigue en poder de la sustanciosa herencia, y malas para la frustrada hija.
El traslado de los restos de Perón se realizó finalmente el 17 de octubre de 2006, y terminó, como era de esperar, como el rosario de la aurora. A tiros, a botellazos, a palos y a pedradas. Total, casi cien heridos, numerosos contusionados y varios detenidos. Se veía venir, porque los mismos que promovieron todo el espectáculo llevaban tres meses calentando el ambiente, creyendo que Argentina era la misma república de los años cincuenta. La crisis interna del Partido Justicialista, patente durante los últimos años en constantes ocasiones, quedó una vez más de manifiesto, pero ya sin tapujos. Lo último que faltaba era airear los huesos de Perón, muerto desde hacía más de tres décadas, para acabar de complicar las cosas.
Los organizadores del traslado, empeñados en llevarlo a cabo pese a las opiniones más calmadas dentro del seno justicialista, no se conformaban con sacarlo discretamente del cementerio porteño de La Chacarita, llevarlo a cien kilómetros por hora a su nuevo y fetichista mausoleo y enterrarlo de nuevo con unas sentidas palabras de sus incondicionales. Tuvieron que organizar cortejos fúnebres y paradas en lugares emblemáticos del peronismo, convocar a todos los nostálgicos posibles y hasta buscar al mismo soldado que lloró desconsoladamente en el primer entierro, en 1974, para que estuviera en primera fila y volviera a llorar como lo hizo entonces. Al final lo encontraron. Y José Arnoldo Vázquez… lloró.
En la monumental bronca que se produjo a la entrada del nuevo mausoleo, construido dentro de la Quinta 17 de Octubre, se enzarzaron los propios peronistas. Por supuesto, el presidente del país, Néstor Kirchner canceló su asistencia al nuevo entierro. En aquel caos, a punto de introducir el féretro en su nuevo mausoleo, el ex senador Antonio Cafiero dijo a gritos, porque la bronca de fuera no dejaba oír: «Acá está el pueblo de Perón; el pueblo, sólo el pueblo. Descanse en paz, mi general. Oiga, como siempre, la voz del pueblo, que es la voz de Dios». Y resultó que el pueblo estaba a palos y trompadas unos metros más atrás. Cuando otro sindicalista, Hugo Moyano, dijo: «General, acá está su cuerpo, cumplimos con el cometido a pesar de los imbéciles que tratan de impedirlo», el desbarajuste alcanzó su punto más alto. La bronca no acabó aquí. Las tiranteces continuaron por la Posesión del féretro que había albergado a Perón durante treinta y dos años. Tras la exhumación y previo al traslado, el general fue cambiado de ataúd porque el utilizado hasta entonces estaba un poco cochambroso, pero aquel habitáculo, en lugar de ir directamente al vertedero por su inutilidad, fue a las manos de un maestro restaurador. Unos y otros lo querían para seguir venerándolo pese a que ya no tenía muerto dentro. Lo reclamaron los promotores del mausoleo para incluirlo entre los fondos del museo de la Quinta 17 de Octubre, y lo demandaron para similar fin los «muchachos» (así los llaman allá) de la Confederación General del Trabajo, que también tienen otro museo peronista y pretenden exponer el féretro. El acuerdo se hizo imposible por las buenas, así que la pelota está ahora en el tejado de la Perona, Isabelita Martínez de Perón, propietaria legítima del ataúd, quien en el momento de escribir estas líneas aún no había decidido a quién se lo daba o si, al final, se lo quedaba ella.
Y ahora viene la bonita paradoja: el mausoleo, que tenía prevista su apertura casi de inmediato para que el pueblo argentino (sólo el que no está hasta el gorro de Perón y sus idas y venidas) pudiera honrar las reliquias, continuaba cerrado al público a finales de 2007 y custodiado por ocho policías para evitar profanaciones. El general Perón está más solo que nunca. Con lo tranquilo que estaba el hombre en el cementerio porteño de La Chacarita…

Augusto Pinochet, un descanso imposible (1915-2006).
Ahora que el señor Pinochet es triste historia; ahora que está muerto, incinerado y escondido para que ningún chileno damnificado pegue un soplido a sus cenizas, no está de más saber, no cómo han sido sus funerales, sino cómo habría querido él que fueran cuando estaba convencido de que su tumba sería un lugar de peregrinación. Sin embargo, y como ya es sabido, con la muerte no se pueden hacer planes. Ella va a su bola y casi nunca salen. Y a Pinochet las cuentas le salieron al revés porque dejó más en el debe que en el haber.
El dictador incinerado tuvo propósitos muy concretos para su tumba, pero los fue modificando según se percataba del ambientillo social. Pinochet, como todos los grandes dictadores, quería no una tumba, sino un mausoleo. A ser posible como el de Napoleón.
Cuando Pinochet estaba en pleno y nefasto ejercicio de su poder, pensó, y así se lo dijo a un periodista de la revista The New Yorker, construirse un mausoleo muy parecido al que disfruta el emperador Bonaparte en París. Pinochet era un admirador de Napoleón y, por ende, de todos los césares romanos. Y esto es curioso. También Hitler quiso construirse una tumba igual a la de Napoleón. A todos los perturbados les da por lo mismo.
Evidentemente, con el andar del tiempo, Pinochet recapacitó y se dijo que mejor de lo de Napoleón se olvidaba, que no estaba el horno para bollos. Se decidió entonces por el plan B: pensó que no estaría mal enterrarse junto al libertador de la patria, Bernardo O'Higgins, el que libró a los chilenos del colonialismo español a principios del siglo XIX. O'Higgins, el primer jefe del Estado chileno, está considerado un héroe nacional y permanece enterrado con todos los honores en lo que en Chile se conoce como el Altar de la Patria, frente al Palacio de la Moneda, sede del Gobierno que Pinochet bombardeó y pisoteó en 1973 con el presidente demócrata Salvador Allende dentro.
Cuando las cosas se pusieron peor para él, o sea, cuando la democracia chilena estaba consolidada pese a sus esfuerzos en contra, Pinochet abandonó también esta idea, no porque creyera no merecerlo, sino porque sabía que ningún gobierno constitucional permitiría que un dictador yaciera enterrado junto al héroe O'Higgins. Pinochet sacó entonces el plan C, más modesto pero aún importante: enterrarse en el panteón que se había construido en el Cementerio General de Santiago de Chile. Cuando el dictador arreó su famoso golpe de Estado y se hizo primera figura, sus padres dijeron que la familia debería tener una tumba de acuerdo a su rango. Dicho y hecho. Pinochet construyó un horrible panteón de granito en el que ponía «Familia Pinochet». Luego vino su mujer, Lucía, y dijo que qué era eso de comerse el apellido de ella. Así que la leyenda del panteón se modificó y se puso «Familia Pinochet—Hiriart», para incluir el apellido de la viuda.
En este panteón están enterrados los padres del golpista, pero ningún otro miembro de la familia se ha atrevido a acabar allí, porque es el lugar menos seguro para descansar. Conclusión: a Pinochet se le acabaron los planes y sólo le quedó incinerarse y esconderse. Y además, seguro que se murió corroído por la envidia. Por la envidia de ver la tranquilidad de la que disfruta Salvador Allende en su tumba del cementerio de Santiago.
No obstante, el difunto Pinochet continuó arrojando información desde el polvo de sus cenizas. Se conoció que el ejército chileno se negó en rotundo a custodiar la urna con las cenizas del dictador. Un gesto que honra a la cúpula militar chilena, que más de una vez puso la mosca detrás de la oreja a media humanidad.
Lo que peor estaba digiriendo la familia de Augusto Pinochet era que el dictador no disfrutara de una tumba para que lo recuerden y le rindan homenajes. Si él se murió amargado por no haber podido construir su propio mausoleo de honor para que sus huesos fueran venerados, la familia aún lo está más por tener que esconder las cenizas en su finca privada de Valparaíso.
Desde que gobernaba Chile Ricardo Lagos, la incineración se impuso como la única solución posible cuando quedó muy clarito que no había tumba posible para Pinochet (a no ser que fuera en un mausoleo-iglú de la Antártida). Y la decisión de dónde serían depositadas las cenizas correspondió a la presidenta, Michelle Bachelet, y al jefe del Ejército, Óscar Izurieta. Y fue precisamente el comandante Izurieta el que se encargó de parar todos los golpes de la familia Pinochet cuando le insistían, hasta semanas después de su muerte, para que colocara la urna en la más alta institución militar del país, en la Escuela Militar de Santiago de Chile. La familia venga a insistir, y el comandante en jefe, que nones. Varias veces dijo «no» antes de que muriera Pinochet y muchas más veces mantuvo su negativa una vez muerto el dictador. ¿Razones? No era posible enterrar en la principal escuela de oficiales al hombre que encabezó un régimen asesino e ilegal. Pues menudo ejemplo iba a ser para futuros militares: «Mirad, éste es el que se cargó la democracia y mató a tres mil chilenos».
El comandante Izurieta, es de suponer que para que dejaran de darle la brasa, propuso incluso a la familia un lugar donde podrían descansar las cenizas de Pinochet: sugirió que fueran esparcidas en la carretera Austral, una vía de 1.350 kilómetros de longitud que une el norte y el sur de Chile. Ha sido el proyecto más costoso del país, y como su construcción fue obra de Pinochet, el dictador estaba muy orgulloso. Pues si tan orgulloso estaba, qué mejor que ser esparcido sobre esta carretera, partícula a partícula, a lo largo de sus 1.350 kilómetros. Bueno, pues cómo será esta familia de los Pinochet, que tampoco les ha convenido. No hay forma de complacerles. Al final se han rendido, y como los descendientes del dictador han entendido que no hay posibilidad de hallar un lugar de reposo público y tranquilo para las cenizas en 20.000 kilómetros a la redonda de Chile, y en Chile tampoco, están construyendo una capilla especial para Pinochet en su finca privada de Los Boldos, en Valparaíso. Que la disfrute.

Capítulo 5
Farándula, rock y deporte

Contenido:
§. Los huesos publicitarios de Moliere (1622-1673)
§. El «caché» funerario de Marilyn Monroe (1926-1962)
§. Walt Disney, un muerto calentito y bajo tierra (1901-1966)
§. El falso epitafio de Groucho Marx (1890-1977)
§. Luís Buñuel, muerto y ateo por la gracia de dios (1900-1983)
§. Carlos Gardel, un cadáver inmortal (1890?-1935)
§. El panteón desmantelado de Pedro Infante (1917-1957)
§. Jimi Hendrix, un traslado con nocturnidad (1942-1970)
§. Jim Morrison, un cadáver incómodo (1943-1971)
§. Los funerales de estado de Bob Marley (1945-1981)
§. El cortejo flamenco de Reyes Vargas (1935-2002)
§. Helenio herrera, una tumba con copa de Europa (1910-1997)
§. Ted Williams, muerto y neurocriogenizado (1918-2002)
§. Los huesos publicitarios de Molière (1622-1673).
Molière no se llamaba Molière, sino Jean-Baptiste Poquelin, pero tuvo el buen seso de mudarlo por su famoso apodo, que suena menos cursi. Es uno de los más grandes dramaturgos que ha dado Francia y no mereció la muerte que tuvo. El hombre no sólo se murió tontamente, sino que además su esposa sufrió lo indecible para que fuera sepultado en tierra sagrada. Finalmente se consiguió, pero gracias a la mediación del rey Luis XIV y en condiciones que rozan el absurdo.
Molière murió en febrero de 1673, mientras representaba en el Palais Royal su obra El enfermo imaginario. Debió de ser una broma del destino. Comenzó a encontrarse mal y se desvaneció con terribles dolores ante los atónitos espectadores. Recuperó el temple, se recompuso y aguantó como pudo hasta que oyó la ovación del público. Un artista hasta el final.
Fue trasladado a su casa aún con la ropa de la función, un traje amarillo cuyo color ha dejado un triste legado al teatro: la mayoría de los actores se niega a pisar los escenarios vestidos de ese color porque lo consideran signo de mal agüero. Así nacen las Supersticiones. Si Molière hubiera vestido aquel día de negro, habría que ver cómo se representaría hoy La casa de Bernarda Alba.
Las sátiras que escribía Molière iban dirigidas contra las convenciones sociales y él acabó siendo víctima de ellas. Pese a que pidió asistencia religiosa momentos antes de morir, le fue negada. Dos sacerdotes rechazaron darle auxilio espiritual. ¡¿A un actor?! Ni hablar. Resulta que el llamado Ritual de París, promulgado en 1654 prohibía dar asistencia religiosa a rameras, cómicos, usureros y brujos. Todos en el mismo saco. A todas estas gentes les fue prohibido recibir «la comunión durante sus vidas y entierro cristiano después de sus muertes». Como si una puta no pudiera ser cristiana. Molière se quedó sin los santos óleos y casi se queda sin tumba decente. En los planes de la Iglesia estaba que acabase en una zanja a orillas de cualquier camino de las afueras de París. Gracias a la intervención del rey Luis XIV, su mecenas y padrino de su primer hijo, pudo al menos ser enterrado en el cementerio parisino de San José, aunque eso sí, de noche y sin pompa alguna.
El rey, además, utilizó un argumento bastante curioso para convencer al arzobispo de París de que permitiera el entierro de Molière en sagrado. Le dijo que si habitualmente los entierros cristianos se hacían a un metro y pico de profundidad, que autorizara inhumar a Molière un poco más abajo, porque a esa profundidad la tierra sería menos sagrada. O el arzobispo era un lelo o el rey un liante. Molière fue trasladado años después a un magnífico panteón del cementerio Père Lachaise, inaugurado en 1804, pero más que un reconocimiento fue un truco para atraer clientela adinerada. El Père Lachaise, considerada ahora una de las necrópolis más bellas y selectas del mundo, no gustaba a los parisinos y había que echarles un anzuelo para que se animaran a sepultarse allí. Para dar enjundia al recinto se trasladaron los restos de Molière, de su amigo La Fontaine y de los enamorados Abelardo y Eloísa. Mano de santo. Hubo tortas por comprar tumbas.

§. El «caché» funerario de Marilyn Monroe (1926-1962).
Va camino de cinco décadas desde que enterraron a Norma Jean Mortenson, a Marilyn Monroe, en el cementerio Parque Westwood, en Los Ángeles. Por allí pasa gente que jamás la conoció, que sólo la ha visto en el cine y, sin embargo, muchos de ellos se pegan unas panzadas de llorar impresionantes, besan el nicho, gritan, gimotean… Porque ellos no van a recordar a Norma Jean, sólo imaginan a la explosiva Marilyn Monroe. En realidad allí no está Marilyn, sino los restos de una mujer de apenas treinta y cinco años que murió a manos del personaje que se inventó. De hecho, en el nicho de la actriz no está escrito su verdadero nombre, sino el artístico, lo que es una forma de alimentar el mito cinematográfico. En la placa de bronce que identifica la tumba sólo pone ese nombre y los años de nacimiento y muerte, 1926-1962. La placa que hay ahora es la tercera que se ha colocado, pero no porque las otras dos anteriores las hayan robado (imposible ya que el nicho está vigilado permanentemente con cámaras, y un guarda armado permanece ojo avizor toda la noche). Lo que sucede es que la placa de la tumba se renueva cada quince años. La primera que se quitó, a mediados de la década de 1970, fue destruida; la segunda que se retiró, a principios de los noventa, se la quedó el jardinero del cementerio para regalársela a un amigo. Y este amigo, mucho más espabilado que el jardinero, la sacó a subasta en el año 2002. La compró una coleccionista española de cine, Maite Mínguez Ricart, que aún la atesora en Barcelona. La tercera placa de bronce es la que ahora está puesta en el nicho y que, a la hora de escribir estas líneas, aún no se había retirado.
Desconozco cuánto pagó la coleccionista catalana por la placa de la tumba, pero sí tengo datos de cuánto cuesta el nicho que está al lado del de Marilyn Monroe: 125.000 dólares, casi 98.000 euros. O más claro: poco más de 16 millones de pesetas. Ahí es nada. Total, por enterrarse al lado de Marilyn Monroe, que, evidentemente, ya no está tan buena como estaba antes.
Si se mira de frente el bloque de nichos donde está enterrada Marilyn, el que está en venta aparece situado a la izquierda y arriba. Es decir, que con el de la actriz sólo toca una esquina, porque los cuatro nichos que flanquean los cuatro lados están ocupados. Mejor dicho, tres están ocupados, porque uno, aunque tiene dueño, está vacío de momento. ¿Quién es el propietario? Hugh Hefner, el fundador de la revista Playboy, ése al que nos encontramos cada dos por tres rodeado de conejitas recauchutadas pese a sus ochenta años. El abuelo Hefner compró el nicho hace años por 100.000 dólares, porque quiere enterrarse junto a su primera chica Playboy. Marilyn fue quien posó para el número uno de la revista, desnudita y estirada sobre un estrepitoso fondo rojo. Ahora también está en posición horizontal, pero no es lo mismo.

§. Walt Disney, un muerto calentito y bajo tierra (1901-1966).
«Resulta patético que le recuerden a uno por haber creado un ratón». Son palabras de Walt Disney, gran mito infantil de cara a la galería y con un carácter de mil demonios de puertas para adentro. Porque hace falta estar amargado para renegar de tu creación más célebre, el ratón Mickey.
Según consta en el certificado de defunción, Walter Elias Disney murió de cáncer pulmonar en el hospital St. Joseph de Burbank, en Los Ángeles, el 15 de diciembre de 1966, a las nueve y media de la mañana. ¡¡¡Y noooooo está congelado!!!
Está hecho polvo, incinerado, a dos metros bajo tierra desde hace más de cuarenta años. La pregunta es por qué una leyenda urbana, que suele estar repleta de supuestos claramente disparatados y absurdos, se transforma en un relato que mucha gente cree. Hay muchos más datos y pruebas irrefutables de la incineración de Disney y del entierro de su urna que de su falsa congelación, pero no hay conversación en la que surja Disney sin que alguien recuerde que «está congelado». Un par de datos sirvieron para crear el mito. El funeral, dicen, fue secreto. Pero no, no fue secreto. Fue íntimo. Acudieron cuatro gatos, porque a Walt Disney sólo lo querían en su casa… y lo justo. Asistió sólo su familia más cercana. Él lo pidió así, quizá porque sabía que no era un tipo muy apreciado ni entre sus compañeros de profesión ni entre sus empleados. Era ultraconservador, se alegró públicamente de que Charles Chaplin tuviera que abandonar Estados Unidos por la caza de brujas que puso en marcha el cirrótico McCarthy, sus empleados recibían sueldos míseros y sufrían pésimas condiciones de trabajo, odiaba a judíos y comunistas y no le gustaban los negros. Una joya. Y puestos a sacarle defectos, a muchos nos dejó traumatizados porque no entendimos nunca por qué el pato Donald se paseaba en pluma picada de cintura para abajo, pero cuando se bañaba aparecía con una toalla tapándose no se sabe qué. Los restos de Walt Disney fueron incinerados veinticuatro horas después de la muerte y descansan desde ese momento en una urna colocada a dos metros bajo tierra en el cementerio Forest Lawn Memorial Park, en Los Ángeles. Allí, en un jardincito a la izquierda del Mausoleo de la Libertad, está enterrada la urna junto a la de su mujer y la de su yerno. El nombre de la hija adoptiva también aparece en una de las inscripciones, pero sus cenizas fueron esparcidas en otro lugar. Ésta es la realidad y no otra. Cuando comenzaron a correr los primeros rumores sobre su congelación se hicieron varios chistes. Uno de ellos decía que Walt Disney había sido hibernado para ver si así se convertía en un ser humano más cálido. Para partirse si no fuera tan malo. Pero todo lo dicho es inútil. Es tan difícil convencer a un adulto de que Walt Disney no está congelado (o criogenizado, o en suspensión criogénica, o muerto de frío) como persuadir a un niño de que el creador de Mickey era un antipático. Donde esté una buena leyenda urbana, que se quite la cruda realidad.

§. El falso epitafio de Groucho Marx (1890-1977).
Cuesta más tumbar una leyenda que levantarla. Cualquier falsedad atractiva vuela de boca en boca a la velocidad del sonido, y una vez instalada en el anecdotario no hay dios que la elimine. A saber: ni Walt Disney está congelado ni en el columbario de Groucho Marx aparece por lado alguno eso de «Perdone que no me levante». Julius Henry Marx, Groucho, se cabreó más de una vez porque le atribuían frases que jamás dijo, y más se habría cabreado al comprobar que treinta años después de su muerte muchos aún insisten en decir que en su tumba (que no es una tumba al uso) está inscrita la manida frase. Quizá algún día de su vida Groucho soltó la cita, o puede que en algún momento dijera que ése sería un buen epitafio para su sepultura, pero de ahí a afirmar que tal cosa existe hay un trecho. Algo parecido ha hecho Woody Allen. En alguna de sus muchas e irónicas declaraciones dijo que su epitafio debería ser «No merecí terminar así», pero ni mucho menos significa que la sentencia acabe grabada en mármol.
Groucho Marx murió el 19 de agosto de 1977, sólo tres días después de que lo hiciera otro estadounidense de pro: Elvis Presley. El cómico murió de neumonía, fue incinerado y la urna con sus cenizas, depositadas en un columbario del cementerio Eden Memorial Park, en Los Ángeles. Sobre el columbario hay una lápida de metal flanqueada por dos floreros, y en ella sólo está inscrito el nombre artístico, Groucho Marx, las fechas de nacimiento y muerte, 1890-1977, y una estrella de David por su origen judío. Se acabó. Ni «Perdone que no me levante» ni nada que se le parezca. También el escritor Raymond Chandler declaró en su día que Groucho había pensado para su tumba otro epitafio chistoso: «Nunca besó a una chica fea», pero teniendo en cuenta que Chandler murió dieciocho años antes que Groucho, es fácil suponer que, aunque hubiera sido cierto, el bigotudo de los Marx habría tenido mil oportunidades para cambiar de opinión.
El atrevimiento con Groucho llega a tales extremos que algunos se arriesgan incluso a decir que fue el propio cómico quien redactó el epitafio de su suegra (de una de sus tres suegras), y que grabó en su lápida: «Rip, rip, ¡hurra!». Pues no. Quizá la suegra lo mereciera, pero no hay cementerio serio que permita la mofa de sus difuntos. Groucho Marx no es la única víctima de un epitafio falso en el ámbito de la farándula. Orson Welles, Buster Keaton y Molière también padecen la injuria. Las cenizas del director, actor y productor Orson Welles, el irrepetible Ciudadano Kane, el genio que sembró el pánico en 1938 con su versión radiofónica de La guerra de los mundos, reposan en la finca del torero Antonio Ordóñez (ahora de sus herederos) en Ronda, Málaga. Fueron depositadas en el interior de un pozo en mayo de 1987, dos años después de su muerte. No se sabe quién decidió que el epitafio que allí reza es:
«No es que yo fuera superior, es que los demás eran inferiores».
Valiente tontería para un epitafio aún más falso que el bigote de Groucho.
En cuanto a Buster Keaton, está enterrado en el cementerio Forest Lawn de Los Ángeles. Su lápida es tan sobria como la de Groucho Marx. Sólo aparece su nombre y las fechas de nacimiento y muerte, pero muchos aún hoy se empeñan en que allí están grabadas las palabras con las que terminan todas las películas de Hollywood: «The End» (fin). Pues tampoco.
No obstante, la palma de las falsedades, por rebuscada y manifiestamente inexistente, se la lleva Molière. En el cementerio Père Lachaise el visitante se puede volver loco dando vueltas como una peonza alrededor de la tumba del comediógrafo buscando el famosísimo epitafio que todos los que no han pisado el cementerio aseguran que existe: «Aquí yace Molière, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace muy bien». Mentira cochina. La explicación a tal farsa podría estar en que un amigo de Molière, al ver la cantidad de veces que el escritor y actor moría en el escenario representando El enfermo imaginario, sugirió que el mejor epitafio sería algo así como: «Paseante, aquí reposa un hombre del que se dice que está muerto. No sé si lo está o si lo finge. Su enfermedad imaginaria no puede haberle causado la muerte. Es un papel que representa admirablemente. Era un gran comediante. Sea como fuere, aquí yace Molière. Si se hace el muerto, lo hace muy bien». Pero ni siquiera esto se sostiene, y se entiende fácilmente cuando se conocen las circunstancias del entierro del actor. Cría fama y échate a dormir. O muérete.

§. Luís Buñuel, muerto y ateo por la gracia de dios (1900-1983).
«Pese a mi odio a la información, me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba». El párrafo está extraído del capítulo final de las memorias de Luis Buñuel, tituladas Mi último suspiro. Ya ven, él fabulando con estar en un cementerio y luego van y lo incineran. Y una contradicción más. Buñuel dijo: «Gracias a Dios, soy ateo». Bien, pues sus cenizas puede que estén en una catedral.
El misterio en torno a las cenizas de Luis Buñuel viene desde el mismo día de su cremación, el 30 de julio de 1983 en un cementerio de Ciudad de México. Todo se realizó en la más absoluta intimidad, tal y como él pidió, con su mujer, sus dos hijos y un puñado de amigos. Murió por una insuficiencia renal, hepática y cardiaca, pero él, mejor que nadie, sabía lo que padecía. Dijo: «Puedo establecer mi diagnosis fácilmente: soy viejo. Ésa es mi principal enfermedad».
Las cenizas del director de cine aragonés fueron entregadas a Su mujer, y ella se negó siempre a decir qué había hecho con ellas. Así que, cuando ella falleció, se llevó el secreto a la tumba. Otras fuentes dicen que la urna con las cenizas acabó en Los Ángeles, en casa de uno de los hijos, que para alimentar el misterio ni confirma ni desmiente. Y aquí entra en escena un tercer personaje, un cura mexicano que asegura que la viuda de Buñuel entregó las cenizas a otro cura. Y este cura, el depositario de las cenizas, también guarda silencio. No se entiende tanto misterio en torno a tres kilos de cenizas. O se tienen, o no se tienen.
El sacerdote, supuesto custodio de las cenizas, se llama Julián Pablo Fernández, prior de la catedral de Santo Domingo, en el centro histórico de Ciudad de México, y aunque ahora no quiera decir nada de Buñuel, sólo hay que tirar de hemeroteca y comprobar que en abril de 2004 dijo a un periódico mexicano que él tenía las cenizas en una capilla privada del sur de la ciudad, y que las trasladaría a la catedral en cuanto se terminaran las obras de restauración. ¿En qué quedamos?
A unos el tema les indigna, porque Buñuel era un ateo reconocido y no les gusta que se hable de que sus restos descansen, nada más y nada menos, que en una catedral. Otros dicen que el asunto no es tan importante, y que como Buñuel fue un eterno bromista, cargar a un cura con sus cenizas fue una broma más. Y es de suponer que al resto del mundo nos da igual dónde esté si resulta que está donde quería estar.

§. Carlos Gardel, un cadáver inmortal (1890?-1935).
Si hay un cadáver inmortal en el mundo de la música, ése es el de Carlos Gardel. El Zorzal Criollo murió hace décadas, pero cada vez canta mejor. Es una frase muy manida entre sus admiradores, pero lo cierto es que no acepta discusión. El 24 de junio de 2005 Argentina y Uruguay conmemoraron los setenta años desde que Carlitos Gardel muriera a las 14.58 horas en la pista del aeródromo Olaya Herrera de Medellín (Colombia), en un accidente que ni siquiera se puede calificar de aéreo porque el trimotor en el que viajaba con sus músicos colisionó con otro avión antes del despegue. Gardel murió, pero nació el mito… y la bronca.
Tuvo una muerte, más que violenta, ajetreada, y un entierro, más que ajetreado, demencial. El traslado de sus restos, además, se utilizó para ocultar un turbio asunto político de aquella convulsa Argentina de los años treinta.
Sería muy recurrente decir que de Carlos Gardel se conoce todo: su vida, su obra, sus amores y su muerte, sobre todo su muerte, porque se produjo ante numerosos testigos, pero lo cierto es que la biografía personal —no la artística— del cantor de tangos está salpicada de imprecisiones que él mismo se encargó de propagar. Su violento y temprano fallecimiento, con sólo cuarenta y cuatro años, impidió que Gardel aclarara de una vez por todas sus orígenes, y aún hoy y por los siglos de los siglos tres países andan y andarán tirándose de los pelos reivindicando su nacimiento: Argentina y Francia, que sitúan el origen de Gardel en Toulouse, y Uruguay, que lo localiza en Tacuarembó.
Bien es cierto que al país galo esta trifulca sólo le roza, aunque defiende con orgullo que el mejor cantante de tangos de todos los tiempos sea francés. Es como si nuestra mejor folclórica hubiera nacido en Kioto. La verdadera disputa, más que seria, está entre argentinos y uruguayos, que llevan desde 1935 desgañitándose en congresos y esgrimiendo documentos que supuestamente demuestran uno y otro origen. Si alguien tiene la culpa de todo este embrollo es el propio Carlitos, que jugó con dos barajas según le convino en uno u otro momento, y cierto es que no perdió oportunidad de liar más la madeja. Gardel no imaginó que sus ambigüedades y sus inconcreciones provocarían a lo largo de setenta años disputas por sus restos, incidentes diplomáticos y enfrentamientos gubernamentales que han superado con creces los intrascendentes enfados entre simples admiradores.
Para los argentinos, Carlos Gardel llegó a Buenos Aires procedente de Toulouse en los brazos de su madre, Berthe Gardès. Tenía casi tres años y entró en el país con su nombre de bautismo, Charles Romuald Gardès, hijo de madre soltera y como un emigrante más procedente de Europa. A ello se añade el testamento hológrafo de Gardel (escrito de puño y letra del testador y sin intervención de testimonio ajeno alguno), redactado dos años antes de morir y autentificado oficialmente con posterioridad a su muerte, en el que señaló su origen francés y su verdadero nombre.
Nada de esto tiene valor para Uruguay. Este país defiende que Carlos Gardel nació en la ciudad de Tacuarembó, fruto de las relaciones prohibidas entre un poderoso militar, Carlos Escayola, y una adolescente, María Leila, que entonces era su cuñada y años después llegó a ser su esposa. Para evitar el escándalo, según esa versión el niño fue entregado a la francesa Berthe Gardès con el fin de que lo hiciera pasar por hijo suyo y lo cuidara. Carlitos y su «madre», según defienden, se trasladaron luego a Argentina.
La respuesta a las incógnitas sobre sus orígenes no la dio en vida Carlos Gardel, pero podría darla en su muerte. Las peticiones para analizar el ADN del cantor y su madre, enterrados en el mismo panteón del cementerio porteño de La Chacarita, resolvería todas las dudas. Si coinciden, quedaría demostrado que Carlitos fue hijo biológico de Berthe y dejaría hecha añicos la tesis uruguaya. De no coincidir, argentinos y franceses perderían a su ídolo de un plumazo.
Realizar las pruebas, sin embargo, no será posible por el momento: una juez argentina rechazó en 2004 la petición de exhumación y análisis genéticos al considerar suficientemente probado documentalmente y por testigos directos que el cantor nació en Francia. El fallo de la magistrada Fabiana Schafrikde dio al traste con las intenciones del Centro de Estudios Gardelianos de Buenos Aires, que, pese a estar absolutamente convencido del origen galo de Gardel, solicitó la exhumación porque pretendía una prueba definitiva que callara la boca de los uruguayos de una vez para siempre. Carlos Gardel cantó su último tango en Colombia. Fue la noche del 23 de junio de 1935 en la emisora de Bogotá La Voz de la Víctor. Gardel dio las gracias al país por la acogida recibida durante sus conciertos, se despidió con un «Hasta siempre», y cantó el tango Tomo y obligo. Eran las doce y media de la noche. Horas después otra emisora, La Voz de Antioquía, anunciaba la muerte de Gardel.
El 24 de junio Gardel y sus músicos embarcaron a las diez de la mañana en un trimotor Ford F-31 en Bogotá en vuelo hacia Cali, y realizaron una escala técnica a las 14.26 horas en el campo de aterrizaje Olaya Herrera, en Medellín. Poco después se reanudó el viaje, pero cuando el trimotor intentaba despegar se desvió de su trayectoria y colisionó con otro avión que en ese momento estaba preparado para despegar. Faltaban dos minutos para las tres de la tarde cuando las llamas envolvieron a las dos aeronaves.
¿Causas del accidente? Nunca han sido aclaradas, pero la más aceptada resume que la tragedia se produjo por una rivalidad entre los pilotos de las dos avionetas. El trimotor en el que viajaba Gardel pertenecía a la empresa Saco (Sociedad Aérea Colombiana), y el avión con el que colisionó, a la Scadta (Sociedad Colombo Alemana de Transportes Aéreos, en la que Gardel había hecho su viaje de ida a Bogotá). El trimotor de la Saco iba pilotado por Ernesto Samper Mendoza, y el de la Scadta, por Hans Ulrich Thom. Ambos mantenían un enfrentamiento abierto por la pericia en vuelo y por el control del transporte en Colombia. Al parecer, días antes del accidente el piloto alemán jugó una mala pasada a Ernesto Samper en pleno vuelo, y acongojó al piloto colombiano. Samper quiso devolverle el susto al alemán en la pista de Medellín, dirigiéndose hacia él con la intención de levantar el vuelo en una distancia ajustada. Un fuerte viento según unos y la sobrecarga según otros truncó el propósito, y la temeridad acabó en tragedia. A ello se añade un misterio más: el cadáver del copiloto del avión alemán, totalmente carbonizado, tenía una pistola en la mano, y el piloto del avión de Gardel, un disparo. ¿Cómo llegó la bala de un avión a otro?
La explicación podría haberla dado José María Aguilar, uno de los guitarristas de Gardel, que sobrevivió, junto a José Plaja, tutor inglés del cantor, al accidente. Aguilar, sin embargo, siempre titubeó mucho en sus declaraciones posteriores. En unas afirmaciones realizadas un año después del accidente confirmó la disputa entre los dos pilotos, pero en 1990 relató a Isabel del Valle, autora del libro Ser Gardel, una versión opuesta y demencial: Alfredo Lepera, productor de Gardel y fallecido también en el accidente, obligó a cantar a Carlos en un estadio al aire libre y, claro, sin sonido, el público, que no escuchaba bien, hizo sentir sus protestas. Gardel se enfadó mucho y decidió separarse de Lepera. Ambos discutieron en el avión y Alfredo sacó un arma y le disparó un balazo que, en vez de pegarle a Carlos, le dio en la nuca al piloto Ernesto Samper, por lo que el avión quedó sin gobierno.
La autopsia al piloto, sin embargo, aclaró que la bala no entró por la nuca, sino que salió por ella tras entrar por el maxilar, luego el disparo no pudo proceder del interior del avión. El asunto de la bala en la cabeza del piloto jamás se aclaró y hay teorías para todos los gustos que serían largas de relatar, pero en los primeros momentos, días y semanas tras el accidente la única preocupación que tuvo el mundo latino fue la pérdida de Gardel.
Argentina se desangraba en lágrimas, y todo lo que rodeó el accidente pasó a ser un mal menor. El mundo no daba crédito a la muerte del Zorzal Criollo, pero las imágenes de los aviones ardiendo y, poco después, los cadáveres tapados con sábanas blancas en la pista de aterrizaje no dejaban dudas.
Berthe Gardès, la madre del cantor, recibió la noticia en Toulouse, donde llevaba viviendo dos años con su familia, y fue contundente en sus declaraciones: «Quiero que los restos de Carlos descansen en su patria, la Argentina». Tuvo que pronunciar esta frase en voz alta y dejarla por escrito, porque cuando Armando Defino, representante de Carlos Gardel, llegó a Colombia, se encontró con que el Gobierno uruguayo estaba realizando todos los trámites para la repatriación y el entierro del cuerpo. La declaración de la única heredera era determinante para decidir el lugar de la sepultura, pero aún pasaría tiempo antes de que los restos llegaran a Buenos Aires. Carlos Gardel recibió su primera sepultura al día siguiente del accidente en el cementerio de San Pedro, en Medellín, y allí reposó hasta el 17 de diciembre de 1935, casi cinco meses. ¿Por qué se tardó tanto tiempo en realizar la repatriación de los restos?
Porque el cadáver de Gardel, la locura de sus admiradores, la histeria ante la pérdida y el bombardeo informativo sirvieron para tapar un asunto escabroso en el Gobierno argentino: un asesinato en pleno Senado de la Nación para evitar que se pusiera al descubierto un asunto de corrupción. El presidente de Argentina, Agustín Pedro Justo, que estaba en el ajo de aquel asesinato, solicitó al de Colombia que retrasara la entrega de los restos de Gardel y, con la complicidad de parte de la prensa, se inició una campaña para desviar la atención pública del crimen cometido en el Senado mediante la publicación de artículos relacionados con el cantor. Es fácil imaginar lo que fue la prensa argentina tras la muerte de Carlitos. No había día sin noticia: «La madre de Gardel», «La infancia de Gardel», «Los amigos de Gardel», «Los amores de Gardel»… Una distracción perfecta. ¿Quién iba a ocuparse de un asunto más de corrupción en Argentina si el país había perdido al mejor cantor de tangos de todos los tiempos?
Transcurridos cinco meses, cuando el asunto del asesinato y la corrupción gubernamental habían quedado convenientemente diluidos, Agustín Pedro Justo solicitó al presidente de Colombia la repatriación de los restos de Gardel. El Zorzal Criollo ya podía volver a casa tras haber prestado un servicio impagable al Gobierno de la República.
El cuerpo fue exhumado el 17 de diciembre de 1935 en presencia de Armando Defino, y comenzó la verdadera odisea de los restos. Se mandó construir un lujoso féretro y se trasladó en tren desde Medellín a La Pintada, pero a partir de este punto no había carretera y el féretro hizo parte del viaje a lomos de una mula.
El propio Defino narró en el libro La verdad de una vida que, en tramos donde los caminos eran particularmente escabrosos, el arca con Gardel fue cargada a hombros de los que acompañaban el séquito, que lo acarreaban con muchísimo esfuerzo. Así llegaron los restos a Río Sucio, y aunque las gentes preguntaban quién iba en aquel ataúd, se guardó el secreto para evitar multitudes. Fue inútil. Se acabó conociendo la noticia y la singular comitiva se vio obligada a hacer un alto en el camino para que la municipalidad de Río Sucio rindiera homenaje a Gardel.
Al día siguiente se pudo continuar en camión hasta Armenia, donde otra vez el féretro fue transportado en tren hasta el Puerto de Buenaventura, y desde aquí en barco hasta Panamá. El viaje, pese a tantos y tan peculiares medios de transporte, sólo acababa de empezar.
Desde Panamá, Carlos Gardel continuó viaje a Nueva York, donde llegó el 7 de enero de 1936. Habían pasado veintidós días desde su exhumación. En la ciudad de los rascacielos el féretro de Gardel estuvo expuesto en una funeraria del barrio latino durante una semana.
Gardel emprendió de nuevo viaje rumbo a Montevideo, pero antes el buque Pan American realizó una escala en Río de Janeiro, donde los vapuleados huesos del cantante volvieron a recibir el homenaje de sus admiradores. El barco alcanzó Montevideo el 4 de febrero, y también allí hubo agasajos. En la misma aduana del puerto se organizó un corto e improvisado velatorio. Por fin, al día siguiente, 5 de febrero, Gardel llegó a Buenos Aires. Fue la demencia. Treinta mil personas abarrotaban el puerto, en un ambiente mezcla de la admiración más desbordada, la histeria, el dolor y el gozo por haber recuperado al cantor. Se anunciaron algunas ceremonias que no se pudieron realizar porque a las once y media de la mañana, cuando el barco estaba por atracar, se produjo un tumulto y la policía tuvo que cargar a caballo contra los fanáticos. La calma se instaló de nuevo y el féretro, finalmente, fue desembarcado.
Los restos de Gardel salieron por fin de los salones de la aduana con un pequeño grupo cargando el féretro. Se produjeron nuevos desórdenes porque los miles de personas allí concentradas gritaban « ¡El pueblo a pulso!», porque así querían trasladar los restos de Gardel, a pulso, aunque finalmente el ataúd fue colocado en una carroza que tomó el camino del estadio Luna Park, donde se celebraría una noche de velatorio. Más gente se siguió sumando al cortejo que acompañaba el ataúd, que estaba roto y sin agarraderas por los continuos forcejeos. Algunos intentaron cantar el himno nacional, pero la multitud los silenció porque lo único que quería escuchar eran tangos de Gardel.
A la una y media del mediodía de aquel caluroso día de febrero —porque en Argentina hace mucho calor en febrero—, el féretro quedó instalado en el centro del estadio, y a las dos comenzó un interminable desfile. La gente no abandonaba el lugar y comenzó a ocupar los graderíos para esperar hasta el día siguiente el momento del entierro.
A las nueve de la noche se cerraron las puertas del Luna Park porque ya no entraba un alfiler. Volvieron a producirse altercados en las afueras del estadio y la policía volvió a cargar. A las once comenzaron los discursos. A la mañana siguiente los restos de Gardel fueron trasladados a otro ataúd por lo mal parado que quedó el que Defino había mandado hacer en Colombia. Se cargó en una carroza tirada por ocho caballos y la comitiva inició el camino del cementerio de La Chacarita por la calle Corrientes en mitad de una lluvia de flores. A las dos de la tarde Gardel ingresó en la necrópolis, y con él miles de fanáticos que coparon hasta el más mínimo espacio. Hubo quienes, subidos en los panteones, provocaron la rotura de claraboyas y techos, y cayeron dentro de las tumbas. Se registraron veinticinco desvanecimientos, numerosas crisis nerviosas, infinidad de contusionados y varios heridos por fracturas.
A las tres de la tarde todo había terminado y la multitud comenzó a dispersarse. Desde la primera sepultura, el 25 de junio en Medellín, hasta la mañana del 6 de febrero, habían pasado ocho meses.
Dos días después de su segundo y último entierro, Gardel dejó de ser noticia de primera página, pero su tumba no ha pasado ni un día sin recibir visitas. Berthe Gardès, la madre de Carlitos Gardel, acompañó a su hijo en la sepultura el 7 de julio de 1943. Cada 24 de junio el panteón de Gardel en el cementerio de La Chacarita desborda de flores, y la estatua del cantor, conocida como «El bronce que sonríe», vuelve a tener un cigarrillo encendido entre los dedos. Pero aún hoy, setenta años después de su muerte, Gardel, desde la tumba, sigue animando sus propios misterios.

§. El panteón desmantelado de Pedro Infante (1917-1957).
Bonita trifulca la que se lio en México en abril de 2007 a cuenta de la tumba de Pedro Infante, aquel carpintero que acabó siendo ídolo de masas. De masas mexicanas. Pero antes de abordar la gritería que se organizó en todo el país y la bronca familiar por si se llevaban los huesos a uno u otro lado y si el panteón debía ser así o asá, merece la pena relatar cómo fue uno de los velatorios y entierros más teatrales que ha vivido México, y eso que ha vivido unos cuantos.
Pedro Infante no era el mejor actor, ni el que mejor cantaba, ni el más guapo, pero se murió justo a tiempo para pasar a la historia como el más grande. Murió en accidente aéreo, con sólo treinta y nueve años y en la cúspide de su carrera. Cuando México conoció la muerte de Pedro Infante, se deshizo en lágrimas. Los periódicos lanzaron ediciones extras en toda la República y los tres canales de televisión ofrecieron una programación monotemática. El país se paralizó. En un solo día llegaron a un periódico 6.000 cartas de enamoradas. Para hacerse una idea de hasta dónde llega el personaje, decir que en México hay una radio que desde hace medio siglo dedica una hora diaria a Pedro Infante.
El cantante se estrelló en Mérida, pero el accidente no sólo mató a Pedro Infante y al resto de personas que iban en el avión, ya que la avioneta cayó sobre unas casas muy humildes que dejó completamente destruidas. Pero lo peor es que murieron dos jóvenes de los que nadie ha vuelto a acordarse. Todo el mundo se volcó con Pedro Infante, con el famoso, pero nada más. Recuerda a lo que ocurrió en España cuando el jugador de baloncesto Fernando Martín se saltó con su bólido cinco carriles de la M-30 madrileña y se llevó por delante a un ciudadano inocente. El único importante durante los siguientes días fue el jugador.
El velatorio de Pedro Infante se complicó porque por medio había un considerable lío familiar. El cantante se había separado de su mujer, María Luisa León, y se había casado —sin divorciarse— con Irma Dorantes. Sin embargo, sólo una semana antes del accidente en el que murió, la Suprema Corte de Justicia había fallado a favor de la primera mujer declarándola única y legítima esposa, con lo cual quedaba invalidado el segundo matrimonio. Cuando las dos mujeres llegaron al aeropuerto de México para recibir el cadáver, todo el empeño de los amigos era que no se encontraran las dos familias. Y menos mal que no fue la tercera mujer que Pedro Infante tenía al retortero, la bailarina Lupita Torrentera, con la que tuvo tres hijos. Finalmente no llegó la sangre al río entre las familias, pero la que se montó en el aeropuerto con la llegada de los restos fue tremenda. La gente invadió la pista, plantó cara a la policía y rodeó el avión. No había forma de trasladar el féretro. Mario Moreno Cantinflas, uno de los que portaba el ataúd, se llevó unos cuantos golpes. Pero lo peor tuvo lugar al llegar al cementerio. Ahí la policía ya no pudo hacer nada. La multitud rompió tumbas, destrozó panteones, pisoteó adornos… En total, cuarenta y tres heridos, siete de ellos graves, y más de cien contusionados.
Y la pasión, cincuenta años después de la muerte de Pedro Infante, no ha disminuido un ápice. El 15 de abril de 2007 México conmemoró medio siglo del fallecimiento del cantante y actor. Miles de mexicanos se acercaron a su tumba en el Cementerio Jardín del Distrito Federal, la necrópolis en la que descansa desde el mismo momento de su entierro. Lo que nadie sabe es cuánto tiempo va a durar donde está. Dos ramas de la familia de Pedro Infante han iniciado una batalla por ver dónde continuarán su descanso los huesos: si en el lugar actual o en otra sepultura de lo que allí llaman la Rotonda de Hombres Ilustres del cementerio de Dolores, también en el Distrito Federal. Así que, por un lado andaban los mexicanos llorando a su ídolo, y por otro la familia tirándose los trastos a la cabeza por la posesión de sus huesos. La tumba de Pedro Infante, en la que también descansan sus padres, es propiedad de la hermana y los sobrinos del cantante. Sin embargo, el occiso dejó unos cuantos hijos repartidos por varios puertos. En concreto una hija, producto de su relación con la bailarina Guadalupe Torrentera, ha armado la marimorena. Se llama, evidentemente, Lupita, y Lupita, aprovechando los actos que conmemoraban el quincuagésimo aniversario de la muerte de su padre, pidió permiso a su tía para ir a hacer unos arreglos a la tumba.
La otra parte de la familia le dio la autorización, y pocos días después se encontraron con que la hija había desmantelando el panteón: lápida, estatuas, floreros, cruces, todo… En total veintisiete piezas que entregó a una casa de subastas. Sus planes eran, según dijo, sacar dinero y darlo a una causa altruista. Lo del altruismo, unos se lo creen y otros no, porque es la misma hija que registró el nombre de su padre como marca comercial y anunció que sacaría, entre otras cosas, el tequila Pedro Infante. La hermana del cantante se fue de inmediato al juzgado y consiguió que los preparativos de la subasta de las veintisiete piezas del panteón se paralizaran, pero no tardando mucho, de no haberse producido ya, el panteón del guaperas Infante acabará subastándose.
Y en paralelo a esta bronca familiar hay una segunda que atañe a la exhumación, o no, de los restos de Pedro Infante y el traslado, o no, a otra sepultura. Pedro Infante está enterrado en la fosa 52, lote 126, del Cementerio Jardín de Ciudad de México, cerquita de Jorge Negrete. No obstante, la hija, Lupita, es la que se lo quiere llevar a la Rotonda de Hombres Ilustres, ubicada en un cementerio del otro extremo de la ciudad. Dice que a su padre le corresponde descansar entre los grandes hombres de México, pero la hermana y los sobrinos de Pedro Infante dicen que qué ilustres ni qué niño muerto, que el cantante está muy bien donde está y que de allí no se mueve. La cosa acabará en los tribunales, seguro, lo cual viene a demostrar una vez más que la memoria de los muertos siempre acaba enturbiada por los familiares que a cada uno le tocan.

§. Jimi Hendrix, un traslado con nocturnidad (1942-1970).
Fue bautizado como James Marshall Hendrix, pero dicho así su nombre no suena a nada. La que sonaba como ninguna era su guitarra. La guitarra de Jimi Hendrix, el rey de la psicodelia, el mejor guitarrista de rock de todos los tiempos a decir de la mayoría, calló en 1970. El que la tocaba murió en Londres con sólo veintisiete años y pasó a engrosar la lista de los treinta y ocho músicos fallecidos por sobredosis. Sus huesos fueron a parar al cementerio de su ciudad, Seattle (Estados Unidos), a una tumba en tierra con una sencilla lápida en la que había grabada una guitarra y la frase «Siempre en nuestros corazones».
No la busquen… esa tumba ya no está. En 2003 Jimi Hendrix fue trasladado a un enorme mausoleo en el mismo cementerio. La exhumación y el nuevo entierro trajeron cola, porque el hermano del guitarrista, que se lleva fatal con el resto de la familia, estuvo varios días rezando y llevando flores a una tumba vacía porque nadie le comunicó el cambio. Hace falta mala leche.
Como suele ocurrir, una jugosa herencia es la culpable de todo. Su legado es más que suculento, porque su música sigue generando unos beneficios de ocho millones de dólares al año. Todo comenzó con la muerte de Jimi, quien dejó como heredero a su padre, encargado de administrar su herencia hasta 1995. Jimi tenía un hermano, Leon, y una hermanastra, Janie. El padre del guitarrista traspasó la administración de la herencia a la hermanastra, mientras que el hermano se llevó por todo legado un simbólico disco de oro. Hombre… es para cabrearse.
Éste fue el origen del enfrentamiento familiar y, claro, se retiraron la palabra. Al hermano de Jimi Hendrix no le gustaba el emporio financiero que montó su hermanastra en torno al guitarrista: creó una empresa que se llama Hendrix Experience y puso la cara del músico en todo producto susceptible de ser vendido, desde ambientadores de coche hasta pelotas de golf. La muchacha ha resultado ser un hacha para los negocios. Como la tumba de Jimi Hendrix en el cementerio de Renton, en Seattle, era demasiado modesta para el dinero que seguía generando el artista, la hermanastra compró un espacio enorme dentro de la misma necrópolis y comenzó la construcción de un mausoleo rodeado de gradas para que sus admiradores rindieran homenajes de forma ordenada, y porque la anterior tumba, además, se inundaba cada dos por tres. En noviembre del año 2003, un día antes de que Jimi Hendrix hubiera cumplido los sesenta años, los restos fueron trasladados casi en secreto cuando el mausoleo estaba a medio construir. Se hizo así para evitar una avalancha de fans. Pero claro, como la hermanastra no se hablaba con Leon, no le avisó del cambio de tumba, y el hermano continuó visitando la sepultura de Jimi como si estuviera allí. Por supuesto, acudió a los tribunales y pidió una indemnización hipermillonaria por daños morales. Ni caso le hicieron.
Ajeno a refriegas familiares, Jimi Hendrix descansa ahora bajo un gran templete de granito de doce metros de altura sujeto por tres columnas. Allí está junto a las cenizas de su padre, de su madrastra y de su abuela, la mujer que le crio. Si alguien piensa en darse una vuelta por Seattle un día de éstos y visitar a Jimi, vale, pero si quieren brindar por él con una cerveza, por favor, llévense la lata vacía, que luego los cementerios no quieren enterrar a los rockeros porque dicen que sus seguidores son unos cochinos.

§. Jim Morrison, un cadáver incómodo (1943-1971).
El cementerio parisino Père Lachaise tiene un inquilino bastante molesto. No porque esté molesto él, que no se entera, sino porque incomoda, y mucho, a los vigilantes y responsables de este camposanto francés, el más selecto del mundo según dice la revista Forbes.
El molesto personaje es Jim Morrison, el que fuera vocalista del grupo The Doors y a quien se descubrió muerto dentro de una bañera, en París, víctima de sus propios excesos. Al menos ésta es la versión oficial, porque la oficiosa dice que murió en otro lugar más prosaico (los retretes de un bar) y que, ya cadáver, fue trasladado a su apartamento. Más que nada para que nadie hiciera preguntas sobre los camellos que le acababan de facilitar la droga con la que hizo su último y nefasto viaje. Jim Morrison tiene seguidores incondicionales, aunque hayan pasado más de tres décadas tras su muerte. Lo cierto es que la tumba había que verla: estaba repleta de pintadas y sembrada de latas de cervezas vacías, alguna botella de bourbon y colillas de canutos. Era la única del cementerio que requería una atención y una limpieza permanentes. En 2006 se tomaron medidas drásticas: se valló la tumba y las que la circundan para que nadie pueda acercarse a menos de dos metros a la redonda. Los vigilantes del recinto se quejan de que de los dos millones de turistas que visitan cada año el Père Lachaise los fans de Jim Morrison son los peores. Les tienen fritos, porque a muchos de ellos hay que sacarlos un poco subidos de tono debido a los vapores etílicos y al efecto viajero del hachís.
Los fans de Morrison, algunos bastante talluditos, ocupan las señoriales tumbas vecinas para tomarse sus cervezas y liarse sus canutos, lo que escandaliza sobremanera a los deudos de los difuntos que reposan en los aledaños. Algunos seguidores de Morrison se limitan a dejar poemas escritos o velas encendidas, o a cantar alguna canción del grupo frente a la lápida del músico; otros, en cambio, orinan y vomitan. Hubo uno que, en 1990, arrambló con el busto de Morrison que presidía la tumba del cantante. Algún día aparecerá en una subasta de eBay.
Como siempre en circunstancias así, acaban pagando justos por pecadores, y cada vez que un visitante con el pelo largo y alma de rockero ingresa en el cementerio, los vigilantes se pegan a él como lapas. Algunos disimulan desviando sus pasos hacia el panteón de Molière o hacia la sepultura de Edith Piaf, pero al final les pillan. Los responsables del cementerio y algunos ciudadanos de París han solicitado en alguna ocasión a Estados Unidos que exhume a Jim Morrison y se lo lleve al lugar donde nació, a Florida, para quitarse problemas de encima. Jamás hubo respuesta. Cuando se cumplió el vigésimo aniversario de la muerte del líder de The Doors, allá por 1991, los miles de seguidores de Morrison que allí se congregaron acabaron corriendo entre las tumbas de rancio abolengo del cementerio, huyendo de los gases lacrimógenos que emplearon los antidisturbios para dispersarlos.
El ex director del cementerio, Christian Charlet, estuvo años pidiendo, implorando y rogando que le quitaran a Jim Morrison de encima. Insistía en cada cumpleaños del músico y en cada aniversario de su muerte, e insistió especialmente cuando el Père Lachaise cumplió sus dos siglos de existencia. Dijo entonces, en 2004, que el mejor regalo de cumpleaños que podría recibir la necrópolis sería que Estados Unidos o la familia del cantante se llevaran los restos de Morrison. Los estadounidenses se hacen los suecos y la familia de Morrison reniega del cantante porque éste les mandó a freír espárragos.
Charlet dijo textualmente: «Si alguien quiere a Morrison, yo lo despacharía inmediatamente y con gran alivio, porque el fenómeno Morrison es un fenómeno de delincuencia». Parecía enfadado. El director del cementerio estaba dispuesto a entregar los restos de Morrison a quien se los pidiera, e incluso a pagar los gastos de exhumación y traslado a cualquier parte del mundo con tal de que se lo llevaran. Habría sido capaz de subirse en pelotas la torre Eiffel con tal de que le quitaran al muerto de encima. El cementerio lo ha intentado todo, desde el hostigamiento a los fans hasta la colocación de carteles como éste: «Esta sepultura y este espacio están protegidos por la ley. Toda degradación por inscripciones, graffiti, dibujos o de cualquier otra clase será objeto de intervención judicial inmediata (un año de prisión o 15.000 euros de multa)». Las cosas, sin embargo, están ahora más calmadas. Muchos de sus fans, cada vez con más achaques y un poco más artríticos, ya no están para dar esquinazo a los vigilantes. Y menos mal, porque la polémica tiene difícil salida: el cementerio no puede deshacerse de Morrison si ninguna otra necrópolis lo quiere, y Morrison no parece dispuesto a largarse de allí por sus propios medios. Cierto es que, además de las latas de cerveza, las pintadas en la sepultura y los restos de canutos, llegaron a producirse situaciones más embarazosas, dicho en el sentido más literal del término: las familias de los difuntos vecinos se han encontrado más de una vez a un par de rockeros evocando el espíritu del cantante mientras practicaban sexo sobre la lápida de al lado. ¿Qué hace un doliente llevando flores a su querido difunto y teniendo que espantar de la tumba a dos fans a punto del clímax? ¿Esperar un final feliz? ¿Provocar un coitus interruptus? ¿Darles con el ramo en la cabeza?

Los funerales de estado de Bob Marley (1945-1981).
Bonita bulla se organizó a cuenta de los restos de Robert Nesta Marley, Bob, a principios de 2005. Está enterrado en Jamaica, donde nació, pero su viuda dejó caer, así como quien no quiere la cosa, que pretendía trasladarlo a Etiopía, su país espiritual, el lugar donde nació el movimiento político-religioso rastafari. Rita Marley tampoco es que se explicara ni mucho ni muy bien, porque primero dijo que quería trasladar los fumados restos de su marido y luego, cuando consiguió poner a los jamaicanos de los nervios y a los etíopes como locos de contentos, hizo mutis por el foro.
Percatada de la polvareda que había levantado con sus declaraciones, disimuló como pudo y aclaró que sólo había sido una sugerencia. Etiopía, sin embargo, comenzó a prepararse para recibir los restos de Marley el 6 de febrero de 2005, en el sexagésimo aniversario del nacimiento del músico. Su gozo en un pozo, porque Marley continúa en su mausoleo de Nine Mile, en Jamaica.
Bob Marley murió de cáncer en 1981, con sólo treinta y seis años. Luchó contra la enfermedad con todas sus fuerzas y con todos los talonarios que tenía a mano, pero cuando le dijeron que ya no había remedio, emprendió camino a Jamaica para morir allí. No tuvo tiempo de llegar. Falleció en el camino, en Miami, el 11 de mayo. Cuentan que sus últimas palabras las dirigió a su hijo Ziggy. Le dijo —sabio él— que el dinero no puede comprar la vida.
Marley perdió todas sus rastas en los distintos tratamientos médicos que le aplicaron, pero cuando llegó a la tumba las tenía puestas. Su mujer las había guardado y confeccionó con ellas una peluca que le colocó para que Marley mantuviera su imagen en el más allá. En el féretro, además de sus rastas, le acompañaron su guitarra, su Biblia y un anillo de Haile Selassie.
Jamaica entró en estado de shock y hasta el Parlamento se cerró durante diez días, a la espera de que los restos de Bob Marley llegaran desde Miami. En Jamaica se celebró lo que aún se recuerda como el funeral más multitudinario de la historia del Caribe. Marley era un cantante, pero disfrutó de funerales de Estado, con el primer ministro jamaicano a la cabeza. Se emitieron hasta siete sellos de correos, se erigió una estatua, se construyó un colorido mausoleo y se creó un museo. Allí fue enterrado, en una colina de Nine Mile, y allí sigue, en su mausoleo-cabaña, tras una puerta en la que se lee «Bob vive».
Etiopía no pierde la esperanza de conseguir algún día los restos de Bob Marley, pero ahí está Jamaica para impedirlo. Habría sido más probable que Marley se hiciera de la Liga Anti-Tabaco a que ahora Jamaica ceda sus restos.
Descanse en paz él y perviva su música siempre, pero tengamos mesura en cuanto al personaje. Su mano con las mujeres era más larga que cualquiera de sus rastas, y su verborrea contra los opresores del mundo se quedó en nada cuando se puso en manos de un médico de la famosa SS nazi para que le aliviara su incurable cáncer. No somos nada.

§. El cortejo flamenco de Reyes Vargas (1935-2002).
Allá va una de ternura. El sucedido se dio a principios del año 2002. Concretamente el 3 de enero. Por aquellas fechas Sevilla estaba en pleno Plan Especial de Navidad, con todo el centro cortado al tráfico. Aquel día, sin embargo, un coche fúnebre con matrícula portuguesa y su muertecito dentro vio franqueado su paso y recorrió pausadamente la calle de Zaragoza, la catedral, rodeó la Giralda, pasó por la Torre del Oro, por la plaza de la Maestranza… y acabó donde debía acabar, en el cementerio de San Fernando. Los sevillanos que vieron pasar aquel cortejo fúnebre pensaron que allí dentro iba un portugués caprichoso al que le habían permitido un último deseo, pero no era un portugués. Era una sevillana, una bailaora llamada Reyes Vargas que no consintió ser enterrada sin darse un paseo flamenco por la Sevilla de sus entretelas.
Esto se supo días después, cuando toda la prensa comenzó a preguntarse qué hacía un cortejo fúnebre llegado de Portugal y paseándose por Sevilla. Reyes Vargas, bautizada como Reyes Muñoz y nacida en la Macarena, fue una jovencita que allá en los años cincuenta consiguió engancharse a una compañía de baile que actuaba por toda España y Marruecos con pretensiones de hacer las Américas. Aquella oportunidad llegó, pero la vida rompe sueños, no siempre para mal. A veces es a cambio de un sueño mejor.
Reyes Vargas se enamoró de un portugués mientras actuaba en Lisboa y, con un contrato ya firmado para ir a Venezuela, renunció a todo. José Ferreira, su marido, la retiró de los escenarios a los veinticuatro años y allí se quedaron a vivir, en Lisboa. Reyes Vargas nunca se sacó Sevilla de su cabeza. De hecho nunca aprendió a hablar portugués y menos aún perdió el acento sevillano. Regresaba a Sevilla de vez en cuando y tenía muy claro que sus huesos debían descansar en su ciudad. El día 1 de enero de 2002, con sesenta y seis años, Reyes Vargas se fue, y justo antes de entrar en coma le pidió a su hijo un último deseo: quería ser enterrada al lado de su madre, en el cementerio de San Fernando, y quería dar un último paseo por Sevilla. Dos días después, el cortejo fúnebre partió de Lisboa a Sevilla y llegó hasta el centro, con tan mala suerte que el centro estaba cortado al tráfico por la operación de Navidad. Imaginen toda una procesión fúnebre, con coches y gentes enlutadas, esperando acceder al meollo de Sevilla en plena fiebre navideña. Un policía local que guardaba la barrera de la avenida de los Reyes Católicos se encontró con la papeleta de qué hacer. El tráfico estaba prohibido, pero la normativa no decía nada sobre últimas voluntades. Es de suponer que la petición del hijo, la ternura de las fechas navideñas, y el yuyu que tienen los sevillanos a no hacer caso a un muerto, ayudaron a que aquella barrera se levantara y Reyes Vargas, en exclusiva y como una reina, diera su último paseo flamenco por Sevilla. Su destino último fue el cementerio de San Fernando, junto a su madre, pero seguro que al menos se fue más contenta que unas pascuas.

§. Helenio Herrera, una tumba con copa de Europa (1910-1997).
La mayoría de los hombres de cierta edad recuerdan a Helenio Herrera, así que la siguiente explicación va para ellas: le apodaron El Mago, entrenó al Valladolid, al Atlético de Madrid, al Málaga, al Dépor, al Sevilla, al Barcelona, al Inter de Milán y a la Roma. Se instaló los últimos años de su vida en Venecia, como funcionario de la FIFA, y allí se lo llevó por delante un ataque al corazón en 1997. Su tumba trajo bastante polémica, porque Venecia le prometió a su viuda el oro y el moro en lo que a enterramiento se refiere, pero sus restos acabaron en la última fila de un bloque de nichos, con el nombre de Helenio Herrera escrito de mala manera. Tras varios años de lucha, su tercera esposa, la periodista italiana Fiora Gandolfi, consiguió un lugar más digno para El Mago en el cementerio San Michele de Venecia. Hasta la reina de Inglaterra firmó la petición para conseguir la sepultura prometida. Todo el lío comenzó con la muerte de Helenio Herrera en 1997. El alcalde de Venecia había prometido un estupendo enterramiento en la isla de San Michele, ocupada únicamente por un cementerio precioso, y sabido es que Venecia es uno de los pocos lugares del mundo en donde los cortejos fúnebres se desplazan en barcos. Bien, pues Venecia alquiló un rincón precioso para Helenio Herrera a la Iglesia protestante, gestora de ese espacio del cementerio. Su viuda se puso contentísima y encargó una lápida y una Copa de Europa en piedra como homenaje a su marido. Cuando estaba todo listo para ser colocado en el espacio apalabrado, un representante de la Iglesia protestante dijo que aquello era un cementerio, no un estadio de fútbol, y se llevaron los restos de Herrera al último nicho del lugar más escondido del cementerio, y encima escribieron Helenio Herrera a mano, sin hache y con rotulador azul. Él, a quien medio mundo conocía como «Hache Hache», aguantó en su nicho con faltas de ortografía.
Cuando los ciudadanos cambiaron al alcalde de Venecia, resulta que donde el anterior dijo digo, el sucesor dijo Diego, y el nuevo regidor no hizo presión para que la Iglesia cumpliera su palabra. El portavoz protestante dijo que Helenio Herrera no podía ser enterrado allí porque el espacio estaba reservado a los evangélicos. Una falsedad como una casa, porque en aquel lugar hay todo tipo de gentes enterradas. Sólo se trata de pagar el suficiente dinero para adquirir la tumba. Seguro que quien se lo negó era de la Juve.
Tuvieron que pasar cinco años para que la viuda, por fin, arrancara una promesa al nuevo alcalde de Venecia, quien ordenó que el entrenador volviera al lugar previsto. La mujer revolvió medio mundo y realizó una recogida masiva de firmas para lograr la tumba que su marido quería. No pregunten cómo lo consiguió, pero hasta la reina de Inglaterra, Isabel II, firmó la petición, y Helenio Herrera tiene al fin su sepultura con Copa de Europa incluida, igualita que la que ganó cuando entrenó al Inter. Helenio tiene mucho que agradecer a su viuda, sobre todo porque ella supo perdonarle una mentirijilla que sólo descubrió con su marido muerto. Se supone que Helenio Herrera había muerto con ochenta y un años. Pues no, el papeleo oficial reveló que el ex entrenador tenía seis años más de los que confesaba. Algunos son coquetos hasta la tumba.

§. Ted Williams, muerto y neurocriogenizado (1918-2002).
Ted Williams es un gran desconocido a este lado del Atlántico, pero en Estados Unidos es el equivalente a uno de nuestros grandes mitos del deporte, un Federico Martín Bahamontes, un Miguel Induráin o un Ángel Nieto. Ted Williams fue una leyenda del béisbol en su país. Murió a los ochenta y tres años en Florida, el 5 de julio de 2002. En su testamento dejó dicho que quería ser incinerado y que sus cenizas fueran arrojadas al mar en los Cayos de Florida. Hasta aquí todo normal, pero enseguida llegó la disputa familiar, porque uno de los tres hijos del jugador dijo que su padre había dicho antes de morir, aunque no lo reflejó en el testamento, que quería ser criogenizado, es decir, congelado. Los otros dos hijos se negaron. ¿Dónde está ahora el cuerpo de Ted Williams?
La disputa aún tiene la causa pendiente en los tribunales, pero el hijo que defendía la criogenización ganó la primera batalla porque fue más rápido que sus hermanos. Cogió el cuerpo de su padre y, antes de que el resto de la familia tuviera tiempo de levantar la voz, se lo llevó a un laboratorio de Arizona dedicado a la criogenización de cuerpos y lo congeló. Cuando los dos hermanos reclamaron los restos para incinerarlos, ya era tarde, porque Ted Williams dormía el sueño eterno a 196 grados bajo cero. Un juez deberá decidir si Ted Williams debe continuar sumergido en nitrógeno líquido o si hay que descongelarlo para luego incinerarlo. Del hielo al fuego en un pis pas. Un año después de la muerte de Ted Williams, en 2003, se supo en qué condiciones estaba el famoso bateador. Resulta que le han criogenizado la cabeza por un lado y el cuerpo por otro. Cuando se congela sólo la cabeza se llama neurocriogenización. Es decir, como si las neuronas, que son las que piensan, se quedaran quietas con la última idea a la espera de que dentro de unos años puedan ser reanimadas. Pero claro, el cuerpo está por otro lado, luego es fácil suponer que tendrán un buen plan para resucitarlo, tal y como creen los partidarios de la criogenización, y una vez hecho esto, unirle la cabeza al tronco.
No está muy claro que el hijo de Ted Williams tuviera como único interés cumplir los deseos de su padre, si es que el padre pidió ser congelado, porque ya dijo en una ocasión que la capacidad del jugador para batear no debía perderse con su muerte. Dijo que habría que crear más bateadores como él. ¿Qué hizo? Extraer 182 muestras de ADN de su progenitor y ponerlas a buen recaudo.
O sea, que el hijo no está tan interesado en que resuciten a su padre como en que a partir del ADN se puedan crear muchos y futuros Ted Williams que coparán la liga estadounidense de béisbol. Se trata, al parecer, de hacer clones bateadores cuando la ciencia y las leyes lo permitan, pero esto puede ocurrir dentro de trescientos o cuatrocientos años. Quizá entonces los estadounidenses sólo jueguen al béisbol con la PlayStation, y entonces a los clones de Ted Williams no les querrá fichar ningún equipo. Quién sabe. El futuro es incierto.

Capítulo 6
Una de malos y otra de buenos

Contenido:
§. Pablo Escobar, una exhumación chapucera (1949-1993)
§. La descerebrada de Ulrike Marie Meinhof (1934-1976)
§. La tumba oculta de Lee Harvey Oswald (1939-1963)
§. Billy el niño… ¿murió de viejo? (1859?-1881 o 1950)
§. William Martin, el hombre que nunca existió (1907-1943)
§. Los huesos del auténtico Harry Potter (1920-1939)
§. Marcelo Adrián obregón, el último de los últimos de Filipinas
§. Cochise (1812-1874) y Gerónimo (1823-1909). Cara y cruz de una muerte india
§. Pablo Escobar, una exhumación chapucera (1949-1993)
La última vez que protagonizó un informativo el famoso capo colombiano Pablo Escobar fue el día que lo cazaron, el 2 de diciembre de 1993, intentando huir por los tejados de Medellín. Allí mismo lo abatieron a tiros. Fin de Pablo Escobar. O no… Su muerte, tan espectacular y ajetreada como su vida, tiene miga. Ésta es la historia del hombre que comenzó su carrera delictiva robando lápidas en los cementerios de Colombia; ardua labor que abandonó de inmediato tras comprobar que la droga dejaba más beneficios.
Traficando con ella logró convertirse en el séptimo hombre más rico del mundo. Su tumba tiene guasa; su exhumación tuvo gracia; y el hecho de que se postulara para presidente de la República en 2006, pese a estar muerto, para partirse. Colombia estaba en plena campaña electoral en abril de 2006 cuando uno o varios graciosos empapelaron varias zonas de Bogotá con unos cartelones rojos inmensos donde se podía leer: «Pablo presidente. Soberanía e independencia». Se trataba del único candidato muerto de los ocho que se postulaban para presidente del país y, evidentemente, era un mensaje irónico contra los comicios presidenciales que se celebraron el 28 de mayo y que perdió por goleada Pablo Escobar. Y si lo de las elecciones fue el envite de un grupo de revoltosos, el entierro de Escobar fue de órdago a la grande. Cinco mil personas, entre admiradores y devotos, colapsaron el cementerio Jardines de Montesacro, en el municipio de Itagüí, diez kilómetros al sur de Medellín, para despedirse de su héroe.
El capo Pablo era una personalidad más que admirada en su pueblo. Había construido miles de viviendas para los rebuscadores de basura, instalado canchas deportivas para los jóvenes de los suburbios e iluminado barrios enteros dejados de la mano de Dios. Los vecinos de Medellín, simplemente, le adoraban. Por eso nadie quiso faltar al entierro para alabar la generosidad de Pablo y poner a parir al ex presidente colombiano César Gaviria por haberse aliado con Estados Unidos para facilitar la caza del capo.
La policía y el ejército se sintieron incapaces de ordenar aquel entierro, el cura del cementerio acabó con los pelos como escarpias al ver cómo la marabunta destrozaba puertas y ventanas de su coqueta capilla, y la familia tuvo que refugiarse en un lugar cercano para no acabar aplastada. Hubo empujones, pisotones e histeria colectiva al grito de « ¡Viva Pablo!», hasta que el pueblo consiguió lo que quería: cargar con el féretro de Escobar, sacarlo del cementerio y mostrarlo ante los miles de pobres que hasta allí se acercaron para llorar por su Pablo. Pero como el pueblo también se confunde, en vez de hacerse con los restos de Escobar cogieron el ataúd que guardaba los restos de su guardaespaldas, Álvaro de Jesús Agudelo, alias El Limón, que también cayó en el tiroteo entre mafiosos y fuerzas de seguridad. Los vecinos de Medellín acabaron paseando a hombros al narco equivocado.
La hermana de Pablo Escobar fue la que finalmente puso orden en aquel desconcierto: se subió al féretro de su hermano, agarró un micrófono y pegó cuatro voces a los asistentes pidiendo « ¡Ooooorganización!» para demostrar «al mundo y al Gobierno que los antioqueños somos gente culta» (?).
El capo lleva muerto casi tres quinquenios, pero muchos colombianos mantienen su adoración por él. En Medellín sigue su tumba y es un lugar de peregrinaje incesante. Muchos extranjeros van a curiosear y a hacerse fotos, pero la gente agradecida de Medellín va a rezarle y a colocarle ofrendas. Algunos escritos que le dejan requerirían un comentario de texto: «Mientras el cielo exista, existirán tus monumentos, y tu nombre sobrevivirá como el firmamento». En contra de lo que se pueda imaginar, no es una tumba ostentosa. Sólo tiene una humilde lápida que durante una década estuvo rodeada por una verja. Y menos mal que la sepultura de Escobar es discreta, porque en otro cementerio de Medellín, el de San Pedro, está el panteón de la familia Muñoz Mosquera, vinculada al cártel de la ciudad, un mausoleo bastante escandaloso porque de su interior estuvo saliendo hasta 2006, permanentemente, día y noche, una música estridente que inundaba el camposanto. Lo cierto es que Escobar sigue siendo un dios en Medellín. En su tumba no hay música, pero sus admiradores sí van a cantarle. ¿Y qué le cantan? Pues sobre todo su canción favorita, Si yo fuera rico. Sin embargo, no hay descanso eterno, ni para ricos ni para pobres. A Pablo Escobar le llegó la alteración de su descanso en octubre de 2006: una exhumación más que extraña, quizá innecesaria, pero sobre todo muy televisiva. La madre de Pablo Escobar murió aquel mismo mes de 2006, con ochenta y nueve años, y aprovechando que la iban a enterrar junto a su hijo, los huesos del narco fueron exhumados para tomar unas muestras y hacer análisis de ADN, porque supuestamente había una reclamación de paternidad. Hasta aquí, vale, parece lógico, pero resulta que esa exhumación del narco tuvo poco o nada de oficial.
En cualquier país mínimamente organizado una exhumación la ordena y la dirige un juzgado. Con un juez presente, con un forense que toma las muestras si es que hay que tomarlas, con la policía, con notario… En fin, con todas las de la ley. En Colombia, en Medellín, que es donde está enterrado Escobar, deben de funcionar por su cuenta, porque la exhumación del narco consistió en que allí estaban presentes los obreros, parte de la familia y varios amigos, cuando el sobrino predilecto del narco —Nicolás— agarró el cráneo, cogió tres dientes y unos pelos del bigote y los guardó en una bolsa para, según dijo, llevarlos a un laboratorio. Un asunto de dudosa seriedad, sobre todo teniendo en cuenta que previamente se había avisado a una cadena de televisión que grabó todo el proceso. El vídeo, por supuesto, está colgado en YouTube. Ahora se impone un paréntesis para entender la continuidad de la historia: Pablo Escobar dejó viuda y dos hijos oficiales, chico y chica. La viuda y los dos hijos se fueron a vivir a Argentina y cambiaron sus identidades para desembarazarse del estigma de ser familia del mayor narcotraficante mundial. Pero el hermano de Pablo Escobar, Roberto, alias El Osito, su principal socio en los negocios de la cocaína, sigue viviendo en Colombia y ha salido un tanto negociante. Ha subastado ropa, cartas, libros firmados, fotografías… Cualquier cosa que tocó o usó Pablo Escobar, el hermano lo ha vendido para sacar dinero. Es fácil deducir que estas dos ramas familiares están totalmente enfrentadas.
Bien, pues el hijo de este hermano, Nicolás, fue el que cogió los tres dientes y los pelos del bigote para, según él, hacer el análisis de ADN y demostrar una supuesta paternidad. Los hijos y la viuda de Pablo Escobar dijeron que todo esto es mentira, que ni hay demanda de paternidad ni orden judicial para proceder a la exhumación. Que todo ha sido una maniobra del hermano del narco para coger los dientes y el bigote y venderlos por una millonada. ¿A alguien le puede interesar tener un diente de Pablo Escobar o un pelo de su bigote? Si alguien se topa en una subasta de Internet con la muela del juicio de Pablo Escobar, que alerte a la poli colombiana.

§. La descerebrada de Ulrike Marie Meinhof (1934-1976)
¿Nos suena el apellido Meinhof? Si le ponemos por delante Baader, suena mucho más. Baader-Meinhof fue la banda terrorista alemana que provocó en los años setenta una de las mayores crisis políticas de la República Federal. La banda se llamaba así, Baader-Meinhof, porque fue creada por un hombre llamado Andreas Baader y una mujer que atendía por Ulrike Meinhof. Los principales cabecillas de la Baader-Meinhof acabaron entre rejas.
Ulrike Meinhof murió en 1976 y el resto de los dirigentes al año siguiente. Nunca quedó claro si se suicidaron o los suicidaron, pero lo que sí está claro es que murieron. Ésta es la historia del cerebro de la banda, el de Ulrike Meinhof, y entiéndase en el sentido más literal, porque el cerebro de la señora terrorista, veintiséis años después de su muerte, aún seguía metido en formol. Afortunadamente, ya no pensaba. Ulrike Meinhof fue una descerebrada en vida y continuó siéndolo después de muerta. Apareció ahorcada en su celda en 1976 y, como mandan los cánones, fue sometida a una autopsia. Después de esto el cuerpo se entregó a los familiares, que enterraron a Ulrike en un cementerio de Berlín. Hasta aquí nada fuera de lo común. No obstante, en el año 2002 una de las hijas gemelas de la terrorista publicó un artículo en un periódico alemán en donde denunciaba que el cerebro de su madre había sido extraído y conservado sin permiso familiar en la Clínica Universitaria de Magdeburgo.
La Fiscalía de Stuttgart abrió una investigación y, efectivamente, el cerebro de Ulrike Meinhof flotaba más fresco que una lechuga en un frasco de formol mientras su dueña llevaba veintiséis años aburrida en una tumba porque no tenía con qué pensar. Tirando del hilo se llegó al origen de la historia. Resulta que un neuropatólogo pidió conservar en 1976 el cerebro de Ulrike Meinhof para estudiarlo. Pero era un vago y no estudió nada, y si lo hizo, no publicó conclusión alguna. Total, que en 1997, veintiún años después, el neuropatólogo le pasó el cerebro a otro neuropatólogo, que también quería estudiarlo.
Este segundo investigador estaba realizando un estudio comparado entre asesinos en serie para buscar una explicación científica a ciertos comportamientos violentos. En el caso de Ulrike Meinhof halló lesiones atribuibles a la operación a que se sometió la terrorista en 1962 por un tumor en la zona del cerebro que regula las emociones. La conclusión del neuropatólogo fue que las secuelas de la operación provocaron que Ulrike Meinhof, en contra de lo que dijo la justicia a la hora de condenarla, no fuera dueña de sus actos.
En resumen, que en 2002, tras aclararse todas las idas y venidas del cerebro de la señora Meinhof, el órgano fue entregado a sus hijas gemelas Bettina y Regina, incinerado por deseo de la familia y enterrado en la misma sepultura del cementerio berlinés donde dormita la que fuera la terrorista más buscada de Alemania. Al entierro de Ulrike Meinhof en 1976 fueron 4.000 personas. Al del cerebro en 2002, casi nadie. Para que luego digan que lo verdaderamente importante es lo que uno tiene en la cabeza.

§. La tumba oculta de Lee Harvey Oswald (1939-1963)
Lee Harvey Oswald mató a John Fitzgerald Kennedy. Dos días después, Jack Ruby mató a Lee Harvey Oswald por haber matado a Kennedy. Las imágenes de estas dos muertes en directo dieron la vuelta al mundo. El día 25 de noviembre de 1963 enterraron a los dos hombres. A uno, con todos los honores, en el cementerio de Arlington, en Virginia. Al otro, deprisa y corriendo en el cementerio Rose Hill, en Texas. Si hoy preguntan por la tumba de Kennedy, cualquiera se la indicará. Si preguntan por la de Oswald… mejor ni lo intenten. Nadie se lo dirá. El magnicida Oswald aún hoy sigue pagando su delito. El entierro se hizo a toda prisa. Murió un 24 de noviembre y el día 25 ya estaba enterrado. Todo se realizó a través de la casa funeraria Miller y se sabe que el funeral completo costó 710 dólares. Alguien, no quedó especificado quién, gastó 25 dólares en unas flores. Oswald fue sepultado en el cementerio Rose Hill Memorial Park, en Fort Worth, Texas. Fue todo tan sumamente rápido, que cuando el hermano de Oswald llegó a la capilla donde se ofició el funeral ya se habían llevado el cadáver. Lo curioso es que el féretro lo transportaron desde la capilla hasta la tumba siete reporteros gráficos. Oswald fue enterrado en una pradera del cementerio, aislado, solo. Nadie quería tenerle como vecino de sepultura. Sobre la tumba se instaló una lápida que decía, lacónicamente:

«Lee Harvey Oswald».

Algún fetichista la robó, y fue reemplazada por otra en la que, más lacónica aún, sólo decía: «Oswald».
Allí permaneció enterrado hasta 1981, año en el que se montó una buena porque su viuda llevaba tiempo pidiendo que exhumaran el cadáver y demostrar así que el que estaba allí enterrado era su marido. La culpa fue de un escritor británico que publicó un libro en el que aseguraba que el cuerpo de Oswald había sido sustituido por el de un agente ruso. La afirmación se reveló falsa, porque las radiografías dentales demostraron que Oswald era Oswald.
El magnicida volvió a su tumba del cementerio, aunque ya no estaba solo. Su madre había muerto aquel mismo año de 1981 y pidió ser enterrada junto a su hijo. Pero allí cerca hay algo más. Algo, no alguien. Hay una lápida que dice «Nick Beef», pero bajo esa lápida no hay nadie. Los trabajadores del cementerio de Rose Hill se niegan a facilitar información de dónde está la tumba del asesino de Kennedy porque temen actos de vandalismo. Así que un tipo, hace años, compró una sepultura a nombre de Nick Beef al lado de la de Oswald. Durante cierto tiempo, la gente, para localizar a Oswald, sólo tenía que preguntar en las oficinas del cementerio por la tumba de Nick Beef. Pero como los empleados no son tontos, ahora, al que llega preguntando por Nick Beef, lo miran de reojo y lo mandan a hacer gárgaras. Lógico.

§. Billy el niño… ¿murió de viejo? (1859?-1881 o 1950)
Vivió en el Lejano Oeste un forajido llamado Billy el Niño, que con sólo veintidós años tenía veintiuna muescas en la culata de su pistola. Billy el Niño cayó bajo las balas del mítico sheriff Pat Garrett pasada la medianoche del 14 de julio de 1881. Para entonces, el bandido era toda una leyenda que, más tarde, durante el siglo XX, el cine y la literatura se encargaron de acrecentar. Pat Garrett, un tipo con bombín y de bigotes puntiagudos, pasó a la historia por haber matado al malhechor más buscado de Nuevo México. Ahora bien, ¿y si resulta que Billy el Niño murió de viejo? Pues que tendría gracia haber muerto a los noventa años con el apodo de El Niño. Nunca quedó definitivamente confirmado que Pat Garrett disparara a Billy el Niño. Se creyó en su momento que a quien en realidad mató fue a un amigo de Billy, a Billy Barlow, porque en el Lejano Oeste todos se llamaban Billy. El caso es que Billy el Niño supuestamente fue enterrado en el cementerio de Fort Sumner, pero aquella tumba de 1881 está más que perdida.
Llegamos al siglo XX, cuando en 1950 un hombre se presentó en Nuevo México reclamando el perdón de las autoridades por los crímenes cometidos. Dijo algo así como: «Hola, soy Billy el Niño y quiero que me perdonen porque de joven fui muy malo». Aseguraba ser el legendario forajido, aunque durante los últimos sesenta y ocho años había vivido con el nombre de William Henry Roberts.
Al principio no le creyeron, pero aquel anciano aportó tantas pruebas y dio tantos datos sobre su juventud bandida, contó tantas cosas sobre sus padres y explicó tan detalladamente el error del sheriff al disparar sobre el otro Billy, que la duda quedó irremediablemente en el aire. Bill Roberts aclaró, incluso, los asesinatos que había cometido y cuáles se le habían atribuido sin cometerlos.
Poco se pudo investigar en 1950, porque el anciano murió a finales de aquel año. Quien quiera acercarse por el cementerio de Hamilton, en Texas, puede ver su lápida, porque allí fue enterrado con el nombre de «Billy the Kid», Billy el Niño. En el año 2003 se intentó abrir una investigación genética para aclarar si Billy el Niño murió en 1881 o en 1950, pero para ello había que localizar a algún familiar vivo o muerto y comprobar si el ADN se asemejaba en algo. Lástima, porque no apareció ni uno. Y menos mal, porque de haberse confirmado que el Niño murió con noventa años, la leyenda se habría ido al garete, y en peor lugar habría quedado el sheriff, que pasaría a la historia como «Metedura de Pata Garrett».
Sin embargo, no hay que perder la esperanza, porque si se ha hecho una vez, se puede hacer otra. En el año 2001 científicos estadounidenses lograron confirmar que otro forajido, Wild Bill Longley, había muerto en la horca. Durante más de cien años corrió el bulo de que no fue ejecutado, que en realidad sus hombres le pusieron unos arneses especiales para evitar que muriera ahorcado, que huyó a Lousiana y que murió de viejo. En su lugar, se supone, enterraron a otro con el nombre del forajido.
Sólo hubo que localizar la tumba donde enterraron al supuesto suplantador y se comprobó que de impostor nada de nada. Aquel muerto era en realidad Wild Bill Longley. ¿Cómo lo confirmaron? Pues comparando su ADN con la bisnieta de la hermana del pistolero. Lo cierto es que esto del ADN está muy bien, pero también es un aguafiestas y un rompeleyendas.

§. William Martin, el hombre que nunca existió (1907-1943)
Después de los malos, unas pocas historias de buenos. Ésta es la de «el hombre que nunca existió». Pero este hombre tiene tumba. ¿Cómo puede existir la tumba de un hombre que nunca existió? El asunto tiene fácil comprensión si se sigue cronológicamente, pero no carece de dificultad porque tiene todo que ver con el espionaje. La historia tiene más trampas que una película de chinos, por ello lo mejor es situarse en el tiempo y en el espacio. Ahora, hoy.
En Huelva, en el cementerio de La Soledad, la tumba número 14 de lo que llaman el Sector San Marcos guarda los restos de un británico que, según reza en la lápida, se llamaba William Martin. Mayor William Martin, en concreto. Las fechas inscritas dicen que nació el 29 de marzo de 1907 y murió el 24 de abril de 1943. Textualmente, aunque traducido del inglés, dice: «Amado hijo de John Glyndwyr Martin y de la fallecida Antonia Martin, de Cardiff, Gales». Bajo estas palabras hay una frase en latín que dice

«Dulce et decorum est pro patria mori», o dicho en castellano:
«Es dulce y honroso morir por la patria».

Bueno, pues el mayor William Martin nunca existió, ni nació en marzo ni murió en abril; ni tenía un padre que se llamaba John ni una madre fallecida que se llamaba Antonia, ni era de Gales ni nada de nada de nada. Todo mentira. La tumba guarda en realidad a un mendigo londinense, el cadáver de un indigente que sirvió para que prosperara una de las operaciones militares más importantes de la Segunda Guerra Mundial.
Nos vamos a 1943, con la segunda gran guerra en todo su apogeo, para empezar a tirar del hilo y averiguar qué pinta este mendigo en la tumba de un supuesto oficial del ejército británico. Y encima en Huelva. En abril de aquel año apareció un cadáver flotando en la costa onubense. Lo encontró un pescador de Punta Umbría y, por supuesto, avisó a las autoridades. El cadáver iba muy bien vestido. Llevaba gabardina, botas y, ojo al dato, un maletín esposado a la muñeca. Los documentos personales que llevaba en la cartera decían que era un militar británico que se llamaba William Martin. Pues muy bien. Al cuerpo se le hizo la autopsia y se determinó que había muerto ahogado. Probablemente tras caer su avión al mar, porque aquella zona tenía mucho trasiego. Se dio aviso al cónsul británico y dos días después se enterró el cadáver en el cementerio de La Soledad. Hasta la novia del militar mandó una corona de flores. El maletín, como era de esperar, fue reclamado oficialmente por el Reino Unido, alegando que guardaba documentos clasificados como alto secreto. Para qué queremos más. Basta que te digan que no abras una cosa, para que la abras de inmediato. Por aquel año de 1943, aquel señor bajito y con bigote que atendía por Francisco Franco se llevaba muy bien con los alemanes. Se hacen favores mutuos, y España puso aquellos documentos tan secretos en conocimiento de los nazis antes de devolverlos a los británicos. Cuando el maletín llegó a los ingleses a través de la embajada en Madrid, comprobaron que, como era de esperar, había sido abierto con mucho cuidado y vuelto a cerrar.
En los papeles que cotillearon españoles y alemanes había instrucciones para el desembarco de las tropas aliadas en Grecia, y los alemanes mordieron el anzuelo. Cayeron como pimpollos. Desplegaron sus tropas en Grecia para esperar a los Aliados mientras los Aliados desembarcaban en Sicilia, que había quedado desprotegida porque los alemanes se habían llevado de allí los soldados. Fue uno de los mayores triunfos de inteligencia de la Segunda Guerra Mundial. El nombre en clave de toda esta argucia era «Operation Minsmit» (Operación Carne Picada). Una maniobra de distracción magistral que salió perfecta gracias a un muerto que no era quien dijeron. ¿Cuál era su verdadera identidad?
Cuando los servicios de inteligencia británicos organizaron esta farsa, lo primero que necesitaban era un muerto a quien darle la identidad de un militar. Lo buscaron en la morgue de Londres, pero tenía que ser un cadáver muy bien elegido: sin familia, sin reclamar por nadie, con determinada edad y, lo más importante, que hubiera muerto por unas causas específicas, ya que luego se le iba a realizar una autopsia y tendría que pasar por alguien muerto en el mar. El elegido fue un mendigo de treinta años llamado Glyndwyr Michael, que apareció muerto en una calle de Londres como consecuencia de una bronconeumonía.
La siguiente fase del plan era fabricarle una identidad, inventarle una vida. Agarraron al muerto, le afeitaron, le cortaron el pelo para que tuviera aspecto de oficial de la Armada, le vistieron para las fotos, de civil y militar… Y esto de las fotos tiene gracia porque, claro, un muerto tiene cara de muerto y éste tenía que pasar por vivo. Así que le maquillaron, le abrieron los ojos, le sentaron y le hicieron las fotos de carné. El pobre mendigo Glyndwyr Michael quedó rebautizado como mayor William Martin, pero aún había que confeccionar una vida alrededor de este hombre. Le inventaron una novia, que luego fue la que supuestamente envió una corona de flores a Huelva para el entierro, y metieron la foto dedicada de esta novia en la cartera que llevaría el cadáver. En esta cartera, además, iba una carta del Lloyd's Bank, una factura por 53 libras por la compra de un anillo para su prometida, una ficha de farmacia con su peso, unos trocitos de papel con números de teléfono anotados, unos billetes viejos de autobús… lo que cualquier cadáver lleva en la cartera.
El mendigo Glyndwyr Michael, transformado ya en el mayor William Martin, fue embarcado en un submarino que estuvo dando vueltas durante varios días hasta encontrar el momento propicio para soltar el cadáver y que las corrientes lo arrastraran hacia la costa de Huelva. Ese día fue el 30 de abril de 1943, el día en que el mendigo partió con un maletín esposado a la muñeca hacia la misión que le convirtió en un héroe de guerra. Lo que pasó a partir de que el pescador encontrara el cadáver ya está narrado, pero aún queda enterrar al militar-mendigo.
Fue sepultado en el cementerio de La Soledad con el nombre y los datos falsos, aunque años después, tras finalizar la guerra, se hizo un añadido en la lápida que dice escuetamente: «Glyndwyr Michael sirvió como el mayor William Martin en la Royal Navy». Era el reconocimiento póstumo del Reino Unido a sus servicios, que ha tenido una continuación tierna: en Huelva vive una mujer que se llama Isabel Naylor, de setenta y cinco años a la hora de escribir este texto, a quien la reina de Inglaterra, Isabel II, concedió en el año 2002 la Orden del Imperio Británico por cuidar la tumba del hombre que nunca existió.
Isabel Naylor, hija de inglés y cartagenera, sabía que el hombre que allí había enterrado había sido fundamental para uno de los mayores triunfos de las tropas aliadas. No sabía quién era, no le conocía de nada, pero sí sabía que había prestado un servicio clave en la Segunda Guerra Mundial. Por eso cuidaba su tumba y llevaba flores frescas. Y por eso aún lo sigue haciendo.
Sólo un detalle más. Uno de los jefazos de los servicios de inteligencia británicos que organizó toda esta Operación Carne Picada decidió luego jubilarse en España, concretamente en Periana, en un pueblo de Málaga. Se llamaba Desmond Bislow, y seguro que algunos vecinos lo recuerdan porque montó allí una escuela de remo, en el pantano de Periana. Murió no hace mucho y ahora está enterrado en el cementerio inglés de Málaga.

§. Los huesos del auténtico Harry Potter (1920-1939)
Atentos a la estupidez: la tumba de Harry Potter está localizada. Dicha la tontería, me explico. Harry Potter es un niño mago creado por una escritora británica que al menos ha servido para que muchos críos despeguen el dedo gordo de la PlayStation. Se ha hecho tan famoso en todo el mundo y genera tantos ingresos, que cualquier cosa que huela a Harry Potter es un negocio en potencia. Y esto lo descubrió la ciudad israelí de Ramal, que ha incluido en sus circuitos turísticos el cementerio y la tumba de un tal Harry Potter. Y lo cierto es que no lo han descubierto las autoridades de la ciudad. La tumba la encontró un turista que luego corrió la voz.
En el cementerio británico de Ramla, entre Tel Aviv y Jerusalén, hay una tumba que recibía numerosas visitas allá por 2004. El cuidador del camposanto empezó a mosquearse con tanta entrada y salida de turistas con pantalón corto y cámara al hombro, hasta que preguntó. Y le dijeron: «Hombre de Dios… Es que aquí está la tumba de Harry Potter», personaje al que el guardián del cementerio no conocía de nada. El hombre se quedó con cara de paisaje, porque el ocupante de la tumba llevaba allí enterrado desde hacía sesenta y seis años.
El Harry Potter de la sepultura era un soldado británico que hacia 1939 cayó en acción en la ciudad de Hebrón, cuando Palestina se hallaba bajo dominio del Reino Unido. El cabo Harry Potter murió con diecinueve años y allí fue enterrado. Se acabó el misterio. Pero como los turistas a veces son una especie peligrosísima sin riesgo de extinción, uno de ellos, nadie sabe quién ni cómo, corrió la voz y de inmediato todos se organizaron para llegar hasta la tumba a hacerse fotos. Tal ha sido el tumulto que generó el descubrimiento, que el municipio de Ramla incluyó la tumba de Potter y el cementerio entre los sitios de visita recomendada para los turistas. Para colmo, la creadora del aprendiz de mago, J. K. Rowling, declaró en su momento que, probablemente, mataría a Harry Potter en la séptima novela, cuando cumpliera diecinueve años. Para qué queremos más: justo a la edad que murió el Harry Potter que está enterrado. Muchos vieron en ello una señal divina. Resulta absurdo explicar a estas alturas que el Harry Potter sepultado en Israel nada tiene que ver con el mago del libro, mucho más cuando el apellido Potter es como aquí Gutiérrez. Y lo de Harry… pues más o menos como Pepe. Quiere esto decir que si nos ponemos a buscar tumbas de Harry Potter, aparecerán unas cuantas. La propia autora ha dicho que eligió este apellido porque dos de sus amigos de infancia se llamaban así. Pero da lo mismo, cuando un turista busca, encuentra. Con la tumba de Pipi Calzaslargas aún no ha dado nadie.

§. Marcelo Adrián obregón, el último de los últimos de Filipinas
¿Quién no ha oído hablar de los últimos de Filipinas? Pues alguien habrá… Fueron cincuenta soldados españoles que defendieron durante casi un año la aldea de Baler, en la isla filipina de Luzón, porque no se creyeron que la guerra había terminado. Resistieron durante 337 días el ataque de 800 sitiadores. Los filipinos les decían: «Que lo dejéis, que la guerra se ha acabado». Y ellos respondían: «De eso nada, a nosotros no nos engañáis». Y siguieron batallando por una guerra que ya estaba no sólo perdida, sino firmado el Tratado de París de 10 de diciembre de 1898, por el que España reconoció la independencia de Cuba y cedió a Estados Unidos Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam. Dio igual. Los últimos de Filipinas no se rindieron hasta el 2 de junio del año siguiente.
Entre aquellos rezagados soldados hubo uno que bien podría ser el último de los últimos, porque, efectivamente, ha sido el más tardío en llegar al mausoleo de los héroes de Cuba y Filipinas que hay en el cementerio de La Almudena, en Madrid. Se llamaba Marcelo Adrián Obregón.
Marcelo murió en España, adonde regresó con los supervivientes cuando terminó la guerra. Había nacido en un pueblo de Burgos, en Villalmanzo, pero durante la Guerra Civil (al pobre le tocaron todas las guerras) se trasladó a un pueblo de Cuenca, a Buenache de Alarcón. Estaba solo y contaba únicamente con la ayuda de una sobrina. Allí murió y allí fue enterrado en 1939, sin que nadie supiera que aquel hombre era uno de los famosos últimos de Filipinas. Pasaron sesenta y dos años, y su tumba, además de olvidada, quedó oculta.
Sin embargo, quien no se había olvidado de Marcelo Adrián Obregón era su familia. Guardaban en la memoria la ubicación de la tumba y en el año 2000 pensaron que ya era hora de que los restos de aquel hombre descansaran donde merecían, en el mausoleo dedicado a los héroes de Cuba y Filipinas del cementerio de La Almudena de Madrid. Hablaron con el Ministerio de Defensa y éste reclamó a las autoridades de Buenache de Alarcón los restos de Marcelo.
La sorpresa en el pueblo fue mayúscula, porque ni siquiera los más viejos del lugar sabían que en su pequeño cementerio estaba enterrado uno de aquellos héroes. Gracias a la descripción de la tumba y la lápida, que la familia conocía bien, y al título de propiedad de la sepultura, el alguacil del pueblo conquense inició una labor detectivesca para encontrarle, porque el cementerio estaba muy desordenado, y la lápida, oculta por la tierra.
En noviembre del año 2000 la tumba de Marcelo Adrián Obregón apareció, y hasta Buenache de Alarcón se desplazó una delegación del Ministerio de Defensa para recoger los restos. Al día siguiente, en un acto muy emotivo para la familia y presidido por el teniente general Ramón Lago Vázquez, los restos de aquel soldado fueron de nuevo inhumados en el mausoleo de los héroes de Cuba y Filipinas. Llegó tarde, pero llegó.

§. Cochise (1812-1874) y Gerónimo (1823-1909). Cara y cruz de una muerte india
Uno de los cementerios indios más famosos de Estados Unidos no es cherokee ni comanche ni arapahoe ni cheyenne. Es apache. No están enterrados como a ellos les hubiera gustado, porque el cementerio está en Fort Sill, Oklahoma, en la reserva que los casacas azules prepararon para ellos tras aplastarlos y rendirlos a finales del siglo XIX. Los rostros pálidos les pusieron tumbas muy monas, con lápidas blancas en donde se puede leer, por ejemplo: «Taza, hijo de Cochise y jefe de los chiricahuas». Y otra donde sólo dice: «Jefe Loco», pero escrito así, loco, en castellano. Dos de los indios más famosos de aquella época son Cochise y Gerónimo, dos apaches con desigual muerte, una más digna que la del otro. Cochise no tiene tumba, sólo un monumento conmemorativo, porque se escabulló para morir en soledad. Gerónimo, en cambio, tiene sepultura, pero no mereció terminar como terminó. Cochise murió encerrado en una reserva de Arizona, pero conste que se rindió estando muy enfermo y siendo ya muy mayor. Un día de 1874 él mismo predijo su muerte para el día siguiente, porque los indios eran muy listos para estas cosas. Decían ellos: «Mañana me muero», y se morían. Cochise, efectivamente, se murió al día siguiente de decirlo. Le pintaron como para un combate, le envolvieron en una manta con su nombre, le montaron en su caballo y un guerrero le llevó hasta una grieta de las montañas de Oklahoma, porque a los indios les gustaba morir en comunión con la naturaleza.
Junto al cuerpo de Cochise quedaron su perro y su caballo. Mientras se producía aquel singular entierro sin apenas testigos, los alaridos de su gente en la reserva eran aterradores. Al menos eso cuentan quienes los escucharon. Cerca de aquellas montañas de Arizona hay un monumento en piedra que recuerda a Cochise, con una placa que dice, más o menos: «En su fortaleza favorita, el gran jefe apache Cochise fue enterrado en secreto por sus seguidores. El lugar exacto del entierro sólo lo conocía un hombre blanco, su hermano de sangre, Thomas J. Jeffords». Cochise, al menos, murió a lo indio. Gerónimo, en cambio, no pudo elegir su destino. Fue un guerrero excepcional que trajo loco al Séptimo de Caballería, pero cuando lo encerraron en la reserva acabó siendo una atracción turística. El pobre se dejaba fotografiar por un dólar y fabricaba arcos y flechas para que los visitantes de la reserva se los llevaran de recuerdo. Un día, cuando regresaba a casa borracho perdido, cayó del caballo y quedó toda la noche en el suelo. Una pulmonía lo mató aquel invierno de 1909, a los ochenta y cinco años. A él no le pusieron lápida blanca, porque su propia gente le construyó en Fort Sill una tumba piramidal con piedras, rematada con un águila en la cúspide. Gerónimo murió hecho una piltrafa, pero los apaches jamás olvidaron al gran guerrero que fue y lo mucho que batalló por la libertad de su pueblo.
En otro momento les llegará el turno a Nube Roja y Caballo Loco, pero es que estos dos eran sioux y ahora tocaba apaches.

Capítulo 7
Miscelánea

Contenido:
§. Secuestros de cadáveres
§. Esquelas
§. Hoyo en uno
§. Prohibido morirse
§. Divorcios póstumos
§. Bodas postreras
§. Muertos enjoyados
§. El último e-mail
§. Adn, ¡qué cruz!
§. Piernas autónomas
§. La mafia mata
§. Velorio-dependencia
§. La recremación
§. Caprichos sevillanos
§. Naturaleza viva
§. Un reverendo nutritivo
§. Zoroastro
§. Ñatitas bolivianas
§. Gazapos funerarios
§. Secuestros de cadáveres
Sólo en apariencia no parece estar claro con qué se puede amenazar a una familia si secuestras a uno de sus difuntos. Si no pagan, ¿lo matan? Aunque según el carácter del muerto, algunos se preocuparían más si la amenaza fuera «o pagas o te lo devolvemos vivo». A lo largo de la historia se han registrado unos cuantos raptos de muertos, pero casi todos han acabado bien… Todo lo bien que pueden acabar, porque el muerto sigue muerto.
Aun siendo sonados algunos casos de secuestros, no se dan tanto como en vivos, porque los delincuentes no tienen mucho margen de maniobra a la hora de poner condiciones si no se cumplen las exigencias. La familia siempre puede negarse a atender las pretensiones, pero se quedarían con un mal cuerpo tremendo si renunciaran al difunto con tal de no rascarse el bolsillo.
Secuestrar un cadáver es fácil. Partimos de una base tan sólida como que el muerto no se resiste y que el único daño posible a la familia es el moral: a nadie le hace gracia que le roben a un antepasado. Actores, banqueros, políticos, anónimos… Ni un sólo difunto está a salvo de ser objeto de secuestro. La única ventaja es que se libran de padecer el síndrome de Estocolmo.

Gladys.

En contadas ocasiones los secuestradores se han salido con la suya, y una de ellas se produjo en Gran Bretaña, en 2004. Gladys Hammond, una anciana muerta en 1997 a los ochenta y dos años de edad, fue convenientemente enterrada en el cementerio de Saint Peter, en una iglesia de un condado de Inglaterra. La fallecida era suegra de Chris Hall, dueño de una granja dedicada a la cría de conejillos de Indias destinados a investigaciones médicas. Los sabotajes a la empresa por parte de un grupo de radicales trastornados que decían actuar en defensa de los animales eran constantes: agredían a los trabajadores, les amenazaban de muerte y varias veces intentaron quemar las instalaciones… con los ratones dentro. Tiene guasa.
En octubre de 2004, cuando la abuela Gladys llevaba enterrada siete años, secuestraron su cadáver. La exigencia para devolverlo era el cierre del criadero de cobayas, asunto al que en un principio Chris Hall no se plegó argumentando que él sólo vendía animales a quien los necesitara, al igual que muchos ganaderos crían vacas que luego van al matadero. No obstante, los fanáticos consiguieron a la postre su objetivo y obligaron a la familia de Gladys a cerrar el corralillo de conejillos. En agosto de 2005 la empresa clausuró y la familia esperó inútilmente que les devolvieran los restos de la abuela. Nada. La policía agujereó media Inglaterra en busca de Gladys durante año y medio, porque cada dos por tres recibía un chivatazo. Que está enterrada aquí, que luego allí, que si en mitad de un bosque, que si escondida en un pajar… Finalmente se realizaron cuatro detenciones y uno de los acusados cantó hasta La Traviata. La abuela fue recuperada. Sin vida, pero recuperada. En abril de 2006, por fin, la policía confirmó que había encontrado en una arboleda, cerca de un cementerio alemán de guerra, los restos enterrados de alguien que parecía ser Gladys Hammond. Se hicieron pruebas de ADN, se confirmó que Gladys era Gladys, la volvieron a enterrar en su sitio y los secuestradores acabaron a la sombra.

Inés.

Un siglo antes y en otro continente se produjo un secuestro sonado. Sucedió en la Argentina de 1881, en el cementerio porteño de La Recoleta. La difunta secuestrada era más famosa que la abuela Gladys: se trataba de la cuñada del gobernador de Buenos Aires. Resulta cómico que alguien intente extorsionar al cuñado de una difunta, porque tal parentesco no suele llevar implícito un cariño incondicional. Con ello debían de contar los secuestradores, pues aunque aprovecharon la relación filial, sabían que el gobernador, el cuñado, también estaba muerto.
A quien en realidad pretendían extorsionar era a la hija de la difunta, a Felisa. Los secuestradores pedían que les entregara cinco millones de pesos en un plazo de veinticuatro horas, y si no, «la justa crítica de la nación os cubrirá de vergüenza». Manuel borrego, el gobernador de Buenos Aires, era todo un personaje en Argentina, un mártir de la patria. Pero secuestrar a la cuñada… Valiente bucle estúpido. Mejor habría sido secuestrar al propio gobernador.
Para el rescate de la muerta se impuso la sabia deducción y el sentido común. La hija de la raptada, además de acudir a la policía con la nota de rescate, firmada por «Los Caballeros de la Noche», también se lo comentó a su mayordomo, y como este sirviente fue uno de los que portó el féretro en el entierro de la secuestrada, alertó de que aquél pesaba una barbaridad y que no había quien lo moviera así como así. Este dato fue clave para que la policía buscara a la secuestrada dentro del propio cementerio de La Recoleta. Efectivamente, a la pobre Inés Indart, que así se llamaba la raptada, sólo la habían cambiado de panteón. Nunca salió del cementerio.
Los secuestradores sólo tuvieron que pasar por el trago de ser detenidos, pero no de ser condenados. Los pifiaron porque el dinero que reclamaban se llevó al lugar convenido y allí los trincó la policía. Sin embargo, quedaron en libertad: a la hora de juzgarlos no había ni una sola ley argentina que contemplara el robo de cadáveres. Por eso el cementerio de La Recoleta, entre otras cosas, pasó a la historia porque inauguró una nueva tipología delictiva. A partir de aquel momento se incluyó en el Código Penal el artículo 171, que castiga con dos a seis años de reclusión al que «sustrajera un cuerpo para hacerse pagar por su devolución».

Enrico.

Nuevo salto en el tiempo y en el espacio. Italia, año 2000. El poderoso banquero Enrico Cuccia muere a los noventa y tres años. Fue el gran patrón de las finanzas italianas y por sus manos pasaron las más importantes operaciones de su país: las de Fiat, Olivetti, Pirelli… En vida siempre llevaba guardaespaldas, pero el banquero se murió y, evidentemente, la familia despidió a los escoltas. Decisión esta que, precisamente en Italia, hay que meditar antes de llevarla a cabo. Es el país donde se ha secuestrado mayor número de muertos. Además del banquero Cuccia, también fue raptado el cadáver de Serafino Ferruzzi, fundador del famoso imperio agroalimentario; o el del hijo de un industrial de la pasta, Luigi Pezzullo; también han secuestrado cadáveres de diputados, de hijos de diputados, de hijos de futbolistas… Hasta de Mussolini.
Enrico Cuccia fue enterrado junto a su mujer en la tumba familiar del cementerio de Meina, una localidad cercana a Milán. En marzo de 2001 la tumba amaneció abierta y se comprobó que el muerto se había largado con ataúd incluido. Al principio no se creyó que el rapto lo hubieran llevado a cabo delincuentes. La hipótesis más aceptada inicialmente fue que el cadáver había sido robado para algún rito satánico. De hecho, varias personas relacionadas con una secta llamada Hijos de Satanás fueron interrogadas, pero repitieron por activa y por pasiva que para qué demonios querían ellos un banquero. Como si no tuvieran bastante ya con Satanás. La primera pista fiable llegó tres días después del robo del cuerpo, cuando la agencia de noticias Ansa recibió una carta del presunto secuestrador. Se identificaba como un hombre arruinado en bolsa por culpa de magnates como el banquero Cuccia, y exigía a cambio de entregar el cadáver sano y salvo que el índice MIB 30, algo parecido al Ibex 35, pero en Milán, retornara a los 50.000 puntos. Al principio coló, aunque nadie estaba dispuesto a comprar valores sin ton ni son para provocar una subida bursátil y rescatar a un muerto.
La policía comprobó que el supuesto secuestrador resultó ser falso. Sólo era un inversor cabreado y arruinado. Los auténticos extorsionadores se manifestaron una semana después: exigían varios miles de millones de liras que debían ser ingresados en una cuenta suiza a cambio de devolver el cuerpo. No hizo falta, porque resultaron ser dos amigotes hasta arriba de deudas que cometieron innumerables fallos en las distintas comunicaciones que mantuvieron con la familia. La primera carta pidiendo el rescate la enviaron a un tipo que resultó ser el gerente de una empresa de Roma. El directivo atendía por el mismo nombre que el hijo del banquero, Paolo Cuccia, y los secuestradores-mantas lo confundieron. Al gerente de la empresa romana le pidieron un rescate por el banquero y su respuesta fue que ni de coña, que se quedaran con el banquero. Pero es que, encima, la carta iba repleta de huellas dactilares de los secuestradores. Las llamadas, además, las hacían siempre desde la misma cabina, y como la policía no es tonta, les acabaron pillando. El banquero estuvo quince días escondido en un pajar, y con la resolución del caso quedaron varias cosas claras. A saber: que a los satánicos no les sirve un banquero para sus ritos, que la Bolsa de Milán atravesaba sus peores momentos y que un pajar sirve para varias cosas además de para retozar.

Charlie Chaplin.

Charlie Chaplin no acabó en un pajar. Murió el día de Navidad de 1977, mientras dormía en su casa de Corsier-sur-Vevey, en Suiza. Fue enterrado en un cementerio cercano con la esperanza de que tuviera un descanso eterno y tranquilo. Sin embargo, el reposo de Charlot duró menos que una vela del todo a cien. La noche del 1 al 2 de marzo de 1978 unos delincuentes sacaron el ataúd y se lo llevaron con Chaplin dentro. Los profanadores apuntaron alto en un principio: 600.000 dólares de rescate, luego la misma cantidad, pero en francos, y finalmente dijeron conformase con 500.000 dólares que tenía que facilitarles la viuda de Chaplin, Oona O'Neill. La policía suiza hizo un despliegue sin precedentes para el rescate de un muerto. A lo largo de casi tres meses los investigadores instalaron un operativo de vigilancia sobre doscientos teléfonos públicos de Lausana y sus alrededores, se pinchó el teléfono de la residencia-castillo de la familia Chaplin y se dejó que los secuestradores se relajaran. Eran un búlgaro y un polaco que cayeron como pipiolos. Uno de ellos fue detenido en una cabina pública con el teléfono en la oreja cuando comunicaba con la viuda de Charlot, pero la única respuesta que oyó, en estéreo, fue « ¡Alto, policía!». Fueron condenados a cinco años de prisión y Charlie vuelve a estar enterrado en el cementerio suizo, bajo dos metros de hormigón para evitar futuras tentativas. Y para quienes creen visitar en Los Ángeles, en el cementerio Hollywood Forever, la tumba de Charlot, sólo indicar que el Charlie Chaplin que allí yace es hijo del cómico. No caigan en el mismo error que los secuestradores del banquero Enrico Cuccia. Charlot aún mueve su bigote de pega en un cementerio suizo.

Abraham Lincoln.

Abraham Lincoln tuvo una suerte distinta, porque su caso quedó sólo en tentativa de rapto. Decimosexto presidente de Estados Unidos —dieciseisavo, según algún kamikaze del lenguaje—, Lincoln merece historia al margen, porque ha sido movido diecisiete veces de sitio. Siempre dentro del mismo cementerio de Oak Ridge, en Springfield (Illinois), lo cual convierte al mandatario en el mayor conocedor de aquel recinto. Uno de aquellos ajetreos se produjo a raíz de un intento de secuestro por parte de otro grupo de chapuzas. El primer plan, porque hubo dos, estaba preparado para llevarse a cabo el 3 de julio de 1874, víspera del Día de la Independencia, cuando los estadounidenses están distraídos dando los últimos toques a majorettes y carrozas. El cerebro de la operación era Big Jim Kinelly, un mafioso especializado en la falsificación de papel moneda y sumamente cabreado porque habían encarcelado a Benjamin Boyd, un compinche imprescindible para llevar a término la imitación de los dólares. Big Jim improvisó una banda para secuestrar los restos de Lincoln y exigir como canje la libertad de Boyd. De paso pidió 200.000 dólares en efectivo. A ser posible de curso legal.
Uno de los integrantes de la banda, alias El Bocazas, cometió la insensatez de contar a una prostituta amiga los planes de secuestro, olvidando que las putas son putas pero, a veces, muy patriotas. La ramera trasladó tal revelación a la policía de Illinois y el plan quedó desbaratado.
Big Jim no se rindió. Seleccionó una nueva banda más espabilada y se marcó una nueva fecha para el secuestro: el 7 de noviembre de 1876. Sin embargo, también en esta ocasión alguien se fue de la lengua y el intento de secuestro llegó a oídos policiales. Los agentes infiltraron un topo dentro de la banda, el cual fue dando el correspondiente parte sobre los planes de los delincuentes, de tal forma que el día fijado para el rapto, cuando la banda entró en el gigantesco mausoleo de Lincoln —el más grande de Estados Unidos— se encontró con más uniformes que en el desembarco de Normandía. Nadie más intentó secuestrar a Lincoln. Y aunque lo hubieran intentado… no lo habrían encontrado.
A raíz de los dos intentos, el Gobierno estadounidense decidió sacar el ataúd con los restos del presidente del sarcófago que lo guardaba. Así se aseguraban el fracaso de futuras tentativas. Durante once años Abraham Lincoln estuvo escondido en su propio mausoleo, pero muy pocos supieron exactamente dónde. Las gentes que acudieron a visitar el sarcófago de su mandatario más querido entre 1876 y 1887 dejaron su más sentido homenaje a un cubículo de piedra vacío de contenido. No fue la primera vez, ni ha sido la última, que los países han recurrido a esta argucia para salvaguardar los huesos de alguien con alta trascendencia política. ¿Qué personaje español no está donde todo el mundo cree que está?

§. Esquelas
Un género cuasi periodístico tan sobrio, tan austero y tan perfectamente serio como las esquelas puede provocar daños colaterales y más de un disgusto, al margen del que ya lleva implícito en su contenido. El diario La Vanguardia lo sufrió en carne propia en un mal momento, en 2006, justo el año en el que conmemoraba el 125 aniversario de su fundación.
El 16 de mayo de aquel año se publicó en las páginas de esquelas de La Vanguardia la de un supuesto difunto que quedó en eso, en supuesto. El hombre, para alegría general, seguía vivo y coleando cuando leyó su propia esquela, y aunque al diario le llamó la atención el texto tan extravagante que alguien propuso para la nota necrológica, lo aceptó porque ya estaba curado de espanto y era consciente de que hay quienes buscan las frases más peregrinas para el último momento. Decía así: «Fulano de Tal ha dejado de ser una persona para ser un animal, como siempre quiso». A toro pasado se supo que el texto era una venganza de alguien a quien no le dolió pagar el espacio, que no es barato, con tal de fastidiar al vivo y a su familia. El asunto llegó al Defensor del Lector del periódico, que excusaba la inserción de la esquela con razones más que poderosas. Porque, hay que entenderlo, cuando alguien llama para contratar una esquela en un diario bastan su palabra y su dinero, porque es materialmente imposible que el periódico confirme la defunción. Y a quién diablos se le va a pasar por la cabeza que un perturbado anuncie la muerte de alguien sólo por importunar.
La Vanguardia pone mucho cuidado en que la sección de esquelas no vea alterada su seriedad con la presencia de presuntos graciosos, pero a veces se cuela alguno. Ocurrió también en 1988, cuando aparecieron dos esquelas dedicadas a Mary Ann Nichols y Annie Chapman para recordar el centenario de sus muertes. La esquela la firmaba Jack. ¿Y quién era Jack? Pues Jack el Destripador, y las dos mujeres, dos de las prostitutas a las que asesinó.
De forma distinta a la de La Vanguardia, las esquelas también han incordiado lo suyo a alcaldes de varios municipios españoles, que ven en la pegada indiscriminada de esquelas por las paredes y mobiliario urbano de los pueblos una costumbre de mal gusto que deja mala impresión en los visitantes. Ramón Campos, alcalde de A Estrada (Pontevedra) allá por 2006, intentó por todos los medios que las esquelas se pegaran en lugares adecuados. A saber: en tablones de anuncios habilitados al efecto. Pretendía con ello que las calles estradenses no estuvieran llenas de carteles que anunciaban la muerte de un vecino, porque las esquelas adornaban farolas, papeleras, bancos, portales, puertas de establecimientos, ventanas… Lo que peor llevaba el alcalde era que, pasado el tiempo, las esquelas acababan adornando asfalto y aceras o volando a su aire cual espíritus libres. Decía Ramón Campos que no era decoroso que los difuntos acabaran por los suelos, aunque, por otra parte, es ahí donde casi siempre acaban. Fue tal el enfado ciudadano, que el alcalde tiró la toalla, dio marcha atrás y aceptó que las funerarias mantuvieran empapelado el pueblo con sus esquelas, porque los vecinos no aceptaban dejar de enterarse de la muerte de un conocido a cambio de que el pueblo estuviera mono y aparente.
El caso de A Estrada se ha repetido en otros municipios, y en casi todos ellos los vecinos no han estado muy conformes con que les toquen sus difuntos, las narices y sus costumbres. Hay que entender que así es como se anunciaba antes a toda la población que don Remigio o doña Fructuosa se habían muerto. Ahora parece que queda feo, y las autoridades están prohibiendo la colocación de esos papeles blancos con bordes negros que te cuentan la hora del entierro, del funeral y hasta si el muerto se ha ido en paz con Dios o ha dejado en paz a alguien.
Otro ayuntamiento que prohibió la colocación de esquelas en mobiliario urbano fue el de Fabero, en León. La autoridad envió a las funerarias que actúan en la comarca de El Bierzo un escrito para que dejaran de pegar esquelas en las marquesinas de las paradas de autobuses, porque más que esperar el transporte público parecía que los viajeros esperaban un coche fúnebre. Antes que Fabero, ayuntamientos como el de O Barco, en Orense, Tolosa, en Guipúzcoa, o Lalín, en Pontevedra, tuvieron que advertir a los ciudadanos de que dejaran de pegar esquelas por las farolas, contenedores de basura, papeleras y paredes, porque para eso están las vitrinas repartidas por los pueblos y destinadas a anuncios de todo tipo. Lo que pasa es que no es lo mismo. No impacta igual leer al lado de «Vendo piso» y debajo de «Regalo gato» un papel de borde negro en el que se anuncie la defunción de un vecino que hasta entonces merecía un espacio privilegiado. A no ser que los tres anuncios estén íntimamente relacionados: el gato era del muerto y el piso lo ha puesto en venta un heredero impaciente. Lo de colocar esquelas de forma indiscriminada por las calles de los pueblos tiene, además, un grave inconveniente: que cualquiera puede hacerlo. Le ocurrió a un profesor de Játiva, Valencia, a principios del siglo XXI. Un grupo de estudiantes resentidos se dedicó a pegar por el pueblo esquelas del maestro, anunciando la muerte y la hora del funeral. El profesor, vivo, tuvo que retirarlas una a una y llamar a todos los amigos y enemigos para decir que la esquela era falsa. Los amigos se alegraron; los enemigos, también.
Y ojo con esto de publicitar la muerte de los contribuyentes, porque alguna administración autonómica estuvo en su momento ojo avizor para que no se les escapara ni una esquela y perseguir más fácilmente el fraude fiscal en el impuesto de sucesiones. La mejor manera que encontró la Junta de Andalucía a principios de los noventa para detectar el dolo fue cruzar los datos de las esquelas publicadas en los diarios con los datos fiscales almacenados del finado en cuestión y de los herederos. Cayeron como moscas.
Ahora las esquelas son muy correctas y muy sobrias salvo honrosas excepciones, pero antes había algunas que, releídas con el paso del tiempo, resultan como poco insólitas. En ellas se relataba lo que había sido el muerto, los títulos que tenía y hasta si era miope o le gustaba leer. Allá va una publicada en los años setenta del siglo XX y que afectaba a un capellán militar: «Trigésimo sexto aniversario de Mengano, que el 11 de abril de tal año, mientras que como capellán de la 4ª Bandera de la Legión asistía a los heridos en el frente de Aravaca, el proyectil de un cañón ruso del 12,40 le dio instantáneamente una muerte gloriosa».
Y he aquí el colmo de las esquelas. La publicó un semanario católico en un cuadernillo especial de Semana Santa. No se les ocurrió otra cosa que reproducir una sentida esquela de Jesucristo que rezaba así: «1.938 aniversario de Jesús de Nazaret, que murió crucificado en Jerusalén a los 33 años de edad, después de dar, no de recibir, todos los Sacramentos. Su desconsolada madre, María, tíos, primos y demás familia, al recordar a usted tan sensible pérdida, le suplican una oración por su propia alma».

§. Hoyo en uno
Hay dos tipos de recintos cuya característica fundamental es que tienen hoyos. Son los cementerios y los campos de golf. Nada tienen que ver el uso de unos y otros, pero a veces no les queda más remedio que compartir espacio. Los golfistas que tienen que jugar junto a cementerios aseguran que tal circunstancia no les hace perder la concentración, y hasta ahora tampoco ha habido quejas de los inquilinos de camposantos. Será porque el golf es uno de los deportes más silenciosos, protocolarios y relajados.
En Irlanda, en un pequeño pueblecito llamado Ballybunion, existe un cementerio municipal totalmente rodeado por un campo de golf. Allí, en pleno recorrido de uno de los hoyos, aparece delimitado por un pequeño muro un cementerio tan verde como todo el campo. La diferencia es que, en vez de banderitas que señalan la embocadura del green, hay cruces que marcan que en ese hoyo hay alguien. Los únicos sorprendidos son los que juegan allí por primera vez, porque los socios están más que acostumbrados. El cementerio está considerado un obstáculo más del campo. Es decir, como si fuera un búnker, pero con la diferencia de que bola que cae en el cementerio se considera bola perdida, aunque esté ahí mismo, a la vista del jugador. El caso es que hay que volver a jugar el hoyo, porque el respeto es el respeto, y no es cuestión de importunar al difunto con un hierro 7 jugando sobre su tumba. Algo similar ocurre en Colombia, en un lugar llamado Barrancabermeja. Sólo que en este campo de golf no hay uno, sino dos cementerios. En el camposanto del hoyo 6 están enterrados los colombianos vecinos de la zona desde hace cuarenta años, mientras que el cementerio del hoyo 8 es exclusivo para los extranjeros, porque la zona es un puerto petrolífero con trabajadores de distintas nacionalidades. Resulta curioso observar cómo los golfistas, antes de patear el último golpe en el green del hoyo 8, miran hacia las tumbas y se santiguan, como pidiendo a los difuntos que les ayuden a embocar. Y precisamente en este cementerio, en mitad del recorrido del hoyo 8, están enterrados unos cuantos golfistas que pidieron dormir el sueño de los justos cerca del lugar donde tan bien lo pasaron en vida a golpe de bola.
Que se sepa, no hay supersticiones entre los jugadores por tener que jugar tan sumamente cerca de dos cementerios. Muy al contrario, cuando se logra la hazaña de hacer un hoyo en uno, los jugadores hacen responsables del milagro a las ánimas benditas que descansan bajo el cuidado césped del campo de golf. Quien no se consuela es porque no quiere.

§. Prohibido morirse
Sorprendió mucho en la prensa nacional y mundial una noticia que saltó a finales de 2005 desde un pueblo de Brasil. La reseña decía que el alcalde de Biritiba Mirín, un municipio brasileño de 28.000 habitantes en el Estado de Sao Paulo, había prohibido a sus habitantes que se murieran. Es más, el intrépido alcalde pretendía sancionar al imbécil que se atreviera a desobedecer.
A muchos sorprendió la noticia por lo descabellado de la iniciativa, pero a otros les asombró que muchos se sorprendieran, porque este alcalde brasileño que atendía por Roberto Da Silva no había inventado nada. Dos regidores de dos pueblos de Granada ya prohibieron oficialmente que sus vecinos se murieran mucho antes de que lo hiciera el brasileño. Lo malo es que basta que nos prohíban algo para no hacer ni caso. La prohibición de morirse podría considerarse un truco para no perder votos con la mengua del censo, pero en los tres casos las medidas vinieron dadas por la falta de espacio en los cementerios municipales. Porque cuando un cementerio se queda sin suelo para enterramientos se plantea un problemón de muerte. En el pueblo de Biritiba Mirín resulta que se mueren unas veinticinco personas al mes. El cementerio se inauguró en 1910 y sólo tiene 3.500 sepulturas hacinadas en 10.000 metros cuadrados. Basta echar una sencilla cuenta para comprobar que no sale, que los vivos, literalmente, no tenían dónde caerse muertos y que andaban prestándose tumbas entre amiguetes para salir del paso.
«Pues que hagan otro cementerio» es la primera frase que le viene uno al entendimiento por muy corto que lo tenga. Lo que pasa es que a veces el asunto no es tan fácil, y en el caso brasileño lo impedían razones medioambientales. El 89 por ciento del territorio de Biritiba Mirín está en una zona de manantiales, con lo cual los muertos tendrían que hacerse unos cuantos largos para no aburrirse en caso de instalarse una nueva necrópolis en zona tan acuosa. Pero es que el otro 11 por ciento del terreno está en la Serra do Mar, que es una franja protegida por ley en donde no se puede construir absolutamente nada. El fondo de la cuestión es tan simpático como absurdo, porque estaría bien que la gente, por una vez, acatara al pie de la letra las ordenanzas municipales con tal de no ser sancionada.
Todo quedó en agua de borrajas, porque el pleno del Concejo Municipal de Biritiba Mirín acabó rechazando (sin unanimidad) la propuesta del alcalde para elevarla a rango de ordenanza. Fue todo un descanso para los ciudadanos, que pudieron continuar muriéndose cuando les diera la gana sin miedo a ser multados. La iniciativa, como hemos dicho, no era nueva. En España ya ha habido dos prohibiciones de este tipo. El primer alcalde que se atrevió a prohibir a sus vecinos que se murieran fue José Rubio Alonso, en Lanjarón (Granada), y lo hizo mediante un bando con fondo político que decía lo siguiente: «Ante la poca eficacia demostrada por la corporación anterior para la creación de un nuevo cementerio, esta alcaldía sugiere encarecidamente a sus vecinos que cuiden al máximo su salud para que no se nos mueran hasta que este grupo de gobierno adquiera unos terrenos idóneos para que nuestros difuntos se encuentren en la gloria en cuanto a su ubicación. Queda prohibido morirse en Lanjarón». El bando terminaba diciendo «Lanjarón es vida», y se publicó en septiembre de 1999.
La petición del alcalde, José Rubio, además de destilar un indiscutible buen humor, no era difícil de cumplir. Lanjarón está considerado por la Organización Mundial de la Salud como uno de los municipios más longevos del mundo, y con tal privilegio no resulta complicado aguantarse las ganas de morir. Las aguas de Lanjarón son suficientemente conocidas y por algo se explotan desde 1803. A decir de los expertos, las aguas tienen cinco características fundamentales: son cloruradas, bicarbonatadas, sódico-cálcicas, ferruginosas y magnésicas, que puesto todo junto quiere decir que son estupendas. El asunto de la longevidad de Lanjarón ha traspasado fronteras, hasta el punto de que un equipo de la televisión nacional coreana se plantó en el pueblo para dedicarle un documental a los más longevos del municipio. Los coreanos tuvieron noticias a través de la Organización Mundial de la Salud de que España era el país más longevo de Europa; Andalucía, la comunidad más longeva de España; Granada, la ciudad más longeva de Andalucía; La Alpujarra, la comarca más longeva de Granada, y Lanjarón, el pueblo más longevo de La Alpujarra. No hay como tirar del hilo.
Las aguas pueden ser una explicación, pero seguro que la buena alimentación, el clima y una vida sin prisas tienen mucho que ver con que haya decenas y decenas de personas que superan con creces los ochenta años y otros muchos que traspasan los noventa. Con unos vecinos tan dispuestos a seguir viviendo, no es de extrañar que su alcalde se atreviera a prohibirles que se murieran hasta que se construyera un nuevo cementerio.
Y otro caso granadino. En julio de 2002 el Ayuntamiento de Darro se descolgó con otra orden que decía: «Queda terminantemente prohibido morirse. Los vecinos tendrán que retrasar este trámite hasta que el pueblo cuente con un nuevo cementerio». Que los alcaldes de las grandes ciudades tomen nota. En lugar de tenernos fritos con cien mil obras, deberían prohibirnos que nos muriésemos. Tendrían nuestro voto más eterno.

§. Divorcios póstumos
Hay lugares en el mundo donde las mujeres pueden divorciarse de sus maridos cuando ya están muertos. Hay otros donde, muy al contrario, las mujeres que mueren solteras necesitan casarse después de muertas para que su nombre pueda figurar en una lápida. Y hay otros donde las mujeres pueden casarse con un difunto aunque el futuro marido esté criando malvas desde hace años. Está claro que la muerte ofrece a algunas un amplio abanico de posibilidades, pero siempre con una ventaja común: los cónyuges no tienen que soportarse en vida.
La frase «hasta que la muerte nos separe» no sirve en las familias tradicionales de Japón, porque allí la mujer está condenada a ser enterrada junto a su marido. Si quiere, bien. Y si no quiere, también. Pero esto se va a acabar, como el frotar. En Japón se está poniendo cada vez más de moda divorciarse del marido después de muerto, signo evidente de que en vida las cosas han ido de mala manera. El divorcio es simbólico, porque no median resoluciones judiciales ni cambia el estado civil de la mujer de viuda a soltera.
El procedimiento es como sigue: los japoneses se incineran en el 99 por ciento de los casos, y afortunadamente así lo impone la tradición, porque si no habría que enterrarlos con calzador. Al igual que hay empujadores oficiales que ayudan a que los viajeros del metro japonés encajen dentro de los vagones como las piezas de un rompecabezas, habría que crear un cuerpo similar en los cementerios ante la falta de espacio para el enterramiento.
El caso es que la costumbre ancestral manda que, si primero se va el marido, la mujer vaya luego a hacerle compañía a la tumba para seguir riéndole las gracias. Muchas se han rebelado y han encontrado un truco para saltarse la tradición. Así que ahorran miles de euros a lo largo de los años para comprarse su propio panteón en cementerios para mujeres solas. El secreto lo guardan durante toda la vida, y su decisión no se conoce hasta la apertura del testamento, para pasmo y congoja de la familia del marido.
La maniobra está proliferando tanto, que hasta hace unos años apenas existían tres o cuatro cementerios para difuntas solitarias, y ahora pasan de los quinientos. Las que no tienen posibilidades de ahorrar para comprarse su propia tumba piden que sus cenizas sean llevadas a una fosa común específica para mujeres. Cualquier cosa menos aguantar a Yamamoto en el otro mundo.

§. Bodas postreras
Y si en Japón algunas andan como locas por divorciarse a estilo póstumo, todo lo contrario ocurre entre las familias tradicionales de Taiwán. Allí está muy mal visto morirse soltera, y cuando sucede, la familia de la difunta busca a un novio dispuesto a casarse, porque si no la infeliz se convertirá en un espíritu errante. Nadie rezará por ella, será una vergüenza para la familia y su nombre no podrá figurar en lápida alguna. Solución: hay que casarlas después de muertas con un voluntario, evidentemente vivo. Lo malo es que no se puede elegir. Te toca el que te toca.
En Taiwán existe una tradición milenaria que repara con carácter póstumo la soltería de la mujer. El ritual se llama en chino ming hun, que significa, más o menos, «casamiento con el espíritu». Primero, la familia de la soltera difunta localiza un novio adecuado de la siguiente manera: colocan sobres rojos en un lugar designado por adivinos o por señales que la difunta envía desde sus aposentos en el más allá con una nota invitando al casamiento. Es decir, como si la novia señalara el tipo que le gusta. Si el novio acepta la invitación a casarse, el bodorrio, el ming hun, se celebra de noche. La difunta estará presente en forma de retrato decorado en rojo, con un velo y algunas joyas. Por supuesto, hay banquete para hacer pública la unión. A partir de aquí, la difunta dejará de errar en forma de espíritu, la familia descansará en paz y el nombre de la mujer ya casada podrá aparecer en el panteón familiar. Todos contentos, sobre todo el novio, cuyas ventajas son enormes porque inmediatamente pasa a ser viudo. Imagínense. Da igual si la novia era alta y delgada como su madre o si tenía bigote como su padre, porque el novio no tendrá que dormir con ella ni presentársela a los amigotes. Es más: la familia de la difunta premiará con una sustanciosa dote al novio-viudo, que podrá gastarse en copas, y volver a las tantas sin que nadie le espere rodillo en mano detrás de la puerta. En la otra cara de la moneda están los hombres que mueren solteros en Taiwán. A ellos, es fácil deducirlo, no les afecta la maldición que cae sobre las mujeres. Ellos tienen derecho a lápida, a que se rece por su descanso eterno y a permanecer solteros por los siglos de los siglos sin ser discriminados.
La tradición del casamiento con el espíritu de una mujer viene de antiguo, de una peregrina ocurrencia que tuvo el filósofo chino Confucio uno de los muchos días que le dio por pensar. Dijo algo así como que «los hombres deben tener trabajos y las mujeres, esposos». Y Confucio… se quedó tan ancho.
Sin embargo, no hay que irse a Oriente para encontrar datos sobre matrimonios póstumos. También se celebran en Francia, pero por circunstancias bien distintas y bajo estrictas normas legales. La ley francesa que permite casarse con un difunto se promulgó en 1959 por indicación del presidente Charles de Gaulle, y el último matrimonio formalizado en estas circunstancias se celebró en 2004 entre una viva, Christelle Demichel, de treinta y cuatro años, y un difunto que alcanzó tal condición tras un accidente de tráfico un año antes de celebrarse la boda. La unión tiene que ser civil, prohíbe el acceso a la herencia y tiene que estar de acuerdo la familia directa del muerto.
La ley que permite en Francia el matrimonio póstumo tiene su explicación. En 1959 reventó una presa del sur de Francia y mató a cientos de personas, algo parecido a lo que ocurrió en España con la de Tous. Por aquel entonces el presidente francés era Charles de Gaulle, y durante una visita a la ciudad arrasada por las aguas una joven se acercó al mandatario rogándole que le permitiera seguir con sus planes de matrimonio, pese a que su novio había muerto ahogado. De Gaulle prometió buscar una solución y la encontró. En menos de un mes la Asamblea francesa aprobó la ley que permitía contraer matrimonio con un fallecido para que los vivos pudieran ser declarados viudos oficiales. A esta ley se han acogido desde entonces cientos de franceses, aunque con requisitos muy estrictos.
Primero hay que dirigir una carta al presidente de la nación, quien después la deriva al ministro de Justicia, quien a su vez la envía al fiscal en cuya jurisdicción reside el aspirante a viudo o viuda. Si el fiscal comprueba que la pareja planeaba contraer matrimonio y si los padres del difunto lo aprueban, el fiscal recomienda al presidente francés que permita el matrimonio. Eso sí, la ley impide tajantemente al cónyuge vivo el derecho a cualquier herencia derivada del matrimonio.
Está claro que estas bodas sólo intentan solucionar una cuestión sentimental. Además, como el matrimonio es civil, se ahorran decir eso de «hasta que la muerte os separe», que por otro lado quedaría bastante ridículo. Ahora bien, hay que tener ganas de echarse suegros sin tener siquiera marido.

§. Muertos enjoyados
Kaleth Morales no era muy conocido en España, pero en Colombia tenía enloquecidos a los amantes del vallenato. Tenía veintidós años, acababa de terminar sus estudios y disfrutaba del mayor de los éxitos musicales cuando en agosto de 2005 un accidente de tráfico lo dejó en el sitio. Su muerte en pleno éxito conmocionó Colombia y su entierro en Valledupar paralizó la ciudad.
Meses después de los funerales del joven juglar, un asunto perturbó la tranquilidad de la familia: las constantes amenazas de profanación de la tumba, porque corrió el rumor de que Kaleth Morales había sido enterrado con una cadena de oro valorada en 17 millones de pesos. Que dicho así, en lenguaje monetario colombiano, suena a barbaridad, pero es poco más de 6.000 euros.
El padre del finado, el también músico Miguel Morales, ya no sabía qué hacer para calmar las ansias profanadoras. Por supuesto, lo primero que hizo el patriarca fue desmentir que la cadena valiera 17 millones de pesos. Aseguró que sólo estaba valorada en 3 millones, o sea, poco más de 1.000 euros, y que además el joven no fue enterrado con ella.
Alguien lo enredó todo diciendo que el hermano del cantante había colocado la famosa cadena de oro sobre el pecho del difunto poco antes de cerrar el féretro, pero la familia asegura que lo que descansa junto a Kaleth Morales es un simple escapulario de plata. Las televisiones y la prensa colombianas contribuyeron a enderezar el entuerto emitiendo imágenes del padre enseñando la cadena, intentando demostrar que seguía en poder de la familia y que, por tanto, no estaba en la tumba del cantante. Por ahora se ha librado.
Esto, por otra parte, no es nuevo. Cuando alguien, famoso o no famoso, entierra un cadáver con joyas, y muchos lo hacen, lo menos que puede hacer es no decirlo ni a un primo hermano. En mayo de 2004, en un pequeño cementerio del noroeste de Italia, se profanó la tumba de una buena mujer que llevaba enterrada catorce años. La señora era una amante incondicional de las joyas, que por algo estaba casada con un joyero, uno de los más conocidos de la ciudad de Pont Canavesse. Al viudo no se le ocurrió mejor cosa que enterrar a su esposa en 1990 con oro hasta las cejas, y alguien debió de enterarse. Resultado: desvalijaron a la difunta y se llevaron joyas por valor de 12.000 euros.
Y no hace falta irse a Italia. Jumilla, en Murcia, también sirve al rosario de ejemplos, porque en 2004 se profanó el nicho de un niño sepultado en 1980. Al muchachillo lo enterraron con un calcetín lleno de joyas. Un familiar que lo sabía pasó por momentos de apuro, se acercó al cementerio y arrambló con el botín. Como el ladrón fue un chapuza, le pillaron de inmediato.
Está claro que un nicho es una estupenda caja de seguridad si nadie salvo quien lo ha escondido y el propio el muerto saben lo que hay dentro. El dinero queda en buenas manos por razones obvias, y esto debió de pensar José María Matás, más conocido como «el Dioni murciano». Fue aquel vigilante jurado que en 1994 robó de su empresa de seguridad de Molina de Segura casi 400 millones de pesetas. Pues a él lo trincaron en Ginebra (Suiza), pero el botín estaba escondido en la tumba de su abuelo, en el cementerio de Aljucer, una pedanía de Murcia. Fue, durante unas semanas, el cadáver más rico del cementerio.

§. El último e-mail
Algunos difuntos le han tomado el gusto a dejar mensajes a los vivos aprovechando las nuevas tecnologías. En Estados Unidos existe la posibilidad de dejar grabadas imágenes que luego reproducirá un ordenador instalado en la lápida, pero hace ya más de un quinquenio que, desde cualquier parte del mundo, se puede contratar un servicio de correo electrónico para dejar escritos unos cuantos mensajes que comenzarán a distribuirse poco después del óbito. Hasta ahora el encargado de dar los sustos a amigos y herederos era el notario, pero ahora uno se puede quedar de piedra abriendo el correo electrónico.
No cabe duda de que el testamento sigue teniendo una función insustituible, porque en él quedan reflejadas las últimas voluntades de un difunto. Al testamento se suele dar lectura unos días después de la muerte y es el único documento reconocido, pero nada impide que el difunto, desde su nueva condición de cadáver, ponga sobre aviso al personal antes de su apertura oficial siguiendo un sencillo procedimiento. Consiste en enviar una serie de correos electrónicos, previamente contratados con una empresa dedicada a ello, que comenzarán a distribuirse cuanto la parte contratante haya dejado de respirar. Las empresas que se dedican a esto son muy serias. Antes de empezar a mandar los mensajes confirman que efectivamente se ha producido el fallecimiento. Es entonces cuando empiezan a distribuirse por la red mensajitos, impertinentes unos, cariñosos otros, para que sepamos cuánto nos quería o nos odiaba el muerto.
El método que siguen estas empresas es el siguiente: un vivo contacta con determinada empresa puntocom, paga una cantidad y escribe los mensajes que quiere hacer llegar a un número determinado de personas. Los mensajes los puede cambiar cuantas veces quiera, porque un amigo hoy te cae bien y mañana le deseas un sarpullido. El futuro difunto sólo tiene que advertir a alguien de confianza de ese contrato con la empresa para que se encargue de avisar de la muerte y que la puntocom inicie su labor.
Los responsables de estas empresas consideran que este método sustituye a las cartas y notas que algunas personas van dejando por los cajones con la idea de que alguien las encuentre cuando hayan muerto. Es difícil saber qué pasa por la cabeza de la gente que contrata este servicio, pero es de suponer que disfrutará de lo lindo pensando en el sobresalto de quien reciba un mensaje tipo «Ahora que he muerto puedo contarte lo que de verdad sucedió entre tu mujer y yo». O dando un susto previo a la apertura del testamento, advirtiendo a fulanito de que no espere nada de lo prometido, que era broma.
Estamos todos advertidos. Nadie puede poner freno a un correo electrónico enviado por un muerto.

§. ADN, ¡qué cruz!
Hay que remontarse veinte o treinta años atrás, cuando eso del ADN era todo un misterio para el común de los mortales. ¿Cómo demostrar que el muerto era tu padre cuando todavía había que buscar «genética» en el diccionario? Imposible, no había forma. Ahora, gracias al ADN, da igual que tu padre se haya muerto forrado de dinero y no te haya dejado nada en herencia porque nunca te reconoció como hijo. Cuando el ADN da el chivatazo, no hay herencia que se escape.
En España ya se han visto modificadas varias herencias gracias a los análisis de ADN. Basta con que un juez tenga las suficientes pruebas documentales o testimoniales de que una persona es hijo no reconocido de un difunto para ordenar la exhumación, tomar una muestra de tejidos y comparar los ADN del supuesto padre y el presunto vástago. Esto suele darse cuando hay jugosas herencias de por medio, y los más fastidiados son los aparentes herederos legales, a veces sobrinos o amigos, que se ven de repente sin un euro cuando el ADN demuestra que existen uno o varios hijos con derecho a esa herencia.
Al grano. A finales de mayo de 2006 se descubrió en el cementerio de un pueblo de Murcia el robo de un cadáver enterrado tres años antes. Como el muerto no se pudo ir solo, lo primero que pensó todo el mundo es que se trataba de la acción de un perturbado, pero de perturbado tenía poco. Pocas luces, sí, pero perturbado lo que se dice perturbado… pues no. El robo lo cometió el hijo del difunto, porque se había enterado de que una hija no reconocida de su padre, un empresario forrado que había sido concejal en La Unión, iba a solicitar una comparativa de ADN, y en cuanto se demostrara, tendría que repartir la suculenta herencia.
Lo absurdo del caso es que el posible damnificado por el reparto de los dineros no informó al resto de la familia de que había robado a su padre para que el juez no lo encontrara, así que la familia denunció la profanación de la tumba. Alma de Dios… Si robas a tu padre, por lo menos informa al resto de la prole. El caco acabó entregándose, pero cuando la Guardia Civil le preguntó por qué lo había hecho, sólo acertó a decir que «por motivos personales». Evidentemente. Cualquier robo se comete por motivos personales, mucho más cuando lo robado es tu propio padre.
En Argentina, sin embargo, se ha dado un caso en el que han llegado aún más lejos. Media Pampa está enganchada desde hace unos años a un culebrón más entretenido que la Operación Malaya. Se trata también de la disputa de una herencia, y por medio hay un cadáver. Sin embargo, es el cadáver de un impostor, porque robaron al muerto original para engañar al ADN. Hay en juego 30 millones de dólares, y como la justicia argentina es tan veloz como otras, llevan a vueltas con el tema desde el siglo pasado.
En 1983 murió en la Pampa argentina un tipo llamado Rufino Otero, con dinero y propiedades hasta decir «basta». La herencia fue a parar primero a su viuda, y cuando la viuda pasó a mejor vida, el legado se lo quedó un sobrino, Darío Sarasola. Hasta aquí, vale. En General Acha, el pueblo de la Pampa donde sucede lo referido, casi todos los vecinos se conocen, y la gente empezó a hablar. Y hablaban sobre todo de la tristeza que les daba una mujer que pasaba mil penalidades pese a que su padre había tenido más dinero que pesaba. El cotilleo llegó a oídos de los hijos de la mujer, que comenzaron a recopilar información hasta averiguar que en el pueblo era un secreto a voces que ella, su madre, era la única hija que había tenido el terrateniente Rufino Otero. Y la tuvo, como es de rigor, con una empleada doméstica.
El asunto acabó en los tribunales, con decenas de testigos que aseguraban la relación filial del muerto y la pobre mujer. Sin embargo, el dinero, las tierras y el ganado quedaron en manos del sobrino, que no estaba dispuesto a soltar ni un peso. La primera medida judicial era evidente: ordenar la exhumación de Rufino, comparar su ADN con el de la supuesta hija y esperar resultados. Y así se hizo. Pero alguien, no se sabe quién y no miro a nadie, ni siquiera a Darío Sarasola, se fue al panteón donde estaba enterrado Rufino y dio el cambiazo de muerto. Así no habría forma de que coincidiera el ADN. La policía no es tonta y se percató de una serie de cosas. Una: el ataúd había sido removido hacía muy poco tiempo. Dos: el cuerpo estaba desnudo, y a Rufino lo enterraron vestido. Y tres: al cadáver que pusieron en su lugar le habían hecho la autopsia. A Rufino, no.
Pese a todo, se hicieron los análisis y, como era de esperar, el ADN no coincidió. Todo el mundo sabía que aquello olía a chamusquina, pero quizá porque el caso había llegado a un callejón sin salida. El sumario quedó empantanado en los tribunales durante casi una década hasta que en el año 2007, un comunicante anónimo proporcionó una serie de datos esclarecedores al diario Clarín; entre ellos, que el muerto que habían colocado en el lugar de Rufino se llamaba Alberto, y facilitó igualmente las fechas de nacimiento y muerte. El periódico argentino puso estas referencias en conocimiento de la policía, que, como primera medida, solicitó judicialmente la apertura del nicho del tal Alberto para comprobar si efectivamente seguía allí. El chivatazo resultó ser cierto: Alberto no estaba en su sepultura, luego parecía claro que estaba sustituyendo a Rufino en la suya. Tal confirmación, sin embargo, sólo vino a complicar aún más las cosas, porque en el nicho de Alberto, a su vez, habían metido otro cadáver procedente de vaya usted a saber dónde. ¿Cómo supieron casi de inmediato que no era Alberto? Porque los atributos de este nuevo cadáver decían claramente que se trataba de una mujer. El caso se está convirtiendo en el cuento de nunca acabar, porque cada vez que se ordena una exhumación aparece un cadáver procedente de otra sepultura.
El panorama que tiene ahora por delante la policía argentina es, primero, averiguar quién es la mujer que sustituyó a Alberto para que Alberto pudiera sustituir a Rufino; segundo, buscar en la tumba de la mujer por si acaso dentro hay otro muerto de procedencia desconocida, y tercero y más importante: buscar a Rufino, porque nadie tiene ni idea de por dónde para y él es la clave para que una pobre mujer de la Pampa que vive en la miseria acceda a una herencia de varios millones de dólares. Si alguien está pensando en que la solución es tan fácil como someter al tercer grado al principal sospechoso de haber urdido todo este enredo, al sobrino de Rufino, que se lo quite de la cabeza. Darío Sarasola falleció en un hospital de Buenos Aires en octubre de 2007. Los jueces del caso ya no saben si cortarse las venas o dejárselas largas.

§. Piernas autónomas
Abordar este asunto no es sencillo, porque hablar del entierro de una pierna puede resultar cómico, sobre todo cuando la pierna no es tuya. Pero cuando la pierna te ha acompañado toda tu vida, pues, en fin, se la quiere como a un hijo. Cuando en los hospitales se producen amputaciones, habitualmente estos restos se consideran residuos patológicos. Van al crematorio de restos y ahí desaparecen. Sin embargo, no todo el mundo está dispuesto a deshacerse alegremente, por ejemplo, de una pierna, uno de los apoyos más sólidos que se tienen en la vida. Algunas personas, no muchas, optan por enterrarla en un cementerio. En una ciudad del sur de España, y no es chiste, una familia enterró una pierna, luego enterró la otra y luego enterró al dueño de las dos. Porque poderse hacer, se puede. Es raro, pero se puede. Evidentemente, todo lleva su proceso, porque los nichos o las tumbas no son la puerta de tu casa, que la abres y la cierras cuando quieres. La apertura de una unidad de enterramiento tiene sus plazos. En unos cementerios, según las leyes municipales, no se puede abrir hasta pasados dos años de la primera inhumación; en otros tienen que pasar cinco y en otros, diez. Es decir, que si alguien se empeña en enterrar primero una pierna y antes de que pase el tiempo exigido tiene la desgracia de que le amputen la otra, y también quiere enterrarla, necesita otro nicho para la segunda pierna. Y claro, si desgraciadamente poco después la persona fallece, necesita un tercer nicho. Historias de piernas que disfrutan de su propio entierro hay muchas, como ya vimos con el general mexicano Santa Anna. Y no sólo en España. En Italia, un agricultor que sufrió la amputación del pernil tuvo que batallar lo que no está en los escritos hasta conseguir permiso del municipio de Olevano Romano para enterrar su extremidad.
El hombre tenía comprada una tumba en el cementerio para cuando le llegara la hora, pero como antes de tiempo se le murió la pierna, exigió su derecho a usar la sepultura a la espera de que llegue el resto del cuerpo. El municipio, al final, cedió en el año 2000, pero costó lo suyo porque en Italia cualquier miembro se considera residuo patológico y tiene un destino obligado: la incineración.
Y nos podemos ir más lejos. A Argentina. Allí, en 2004, hubo una buena polémica a cuenta de la pierna de una anciana que murió en la ciudad de Córdoba. Se trataba de una mujer que había sufrido la amputación cuando, apenas dos días después, la señora falleció, así que se recuperó la pierna que estaba en las cámaras frigoríficas de la clínica y a la anciana se la enterró con su miembro, que iba en una bolsa lacrada. A la familia se le dio un papel donde se acreditaba la entrega de la pierna. Unos días después del entierro, cuando la familia se puso a ordenar papeles, comprobó que el papel que acreditaba la entrega del pernil también confirmaba que pertenecía a un señor llamado Fausto Giménez. La familia de la anciana se largó de inmediato al juzgado y exigió, primero, la entrega de la pierna de la abuela, y segundo, la exhumación de la señora para retirar la pierna ajena. No puedo contar el final porque el caso está todavía en los tribunales y la señora sigue enterrada con la pierna de Fausto. A veces trae más disgustos enterrar una pierna que morirse del todo.
Esto de las leyes sanitarias relacionadas con el sector funerario es un galimatías según el país que las aplique, y una no deja de sorprenderse. Nos vamos a México, al estado de Chihuahua, a Ciudad Juárez. Allí existe una normativa que se llama —paciencia—: Ley General de Salud en Materia de Control Sanitario de la Disposición de Órganos, Tejidos y Cadáveres de Seres Humanos. El que puso el título a la ley no hizo otra cosa en todo el día. Esta ley obliga, insisto, obliga, a que las familias se ocupen del entierro de un pie o pierna amputado a un familiar. Lo que en unos países es absurdo, en otros es de obligado cumplimiento.
A finales de septiembre de 2006 toda la prensa de Ciudad Juárez se hizo eco de un caso aparentemente extraordinario que luego resultó no serlo tanto. Un joven fue arrollado por un tren, y como consecuencia del accidente sufrió la amputación de un pie. La extremidad fue entregada a la familia, bastante humilde, por cierto, que contestó que para qué querían ellos el pie, que se hiciera cargo el hospital. Pero el hospital dijo que no, que hasta que no trajeran el certificado de enterramiento del pie no darían de alta al enfermo, con lo cual los honorarios del hospital continuarían aumentando. Resulta que la única ilegalidad en este asunto era la negativa a dar de alta al amputado sin el certificado de inhumación, pero no la obligación de enterrar el pie. La noticia tuvo mucha repercusión y tuvieron que salir al paso las autoridades sanitarias mexicanas para confirmar que, efectivamente, hay que enterrar en cementerios los miembros pélvicos, es decir, pies y piernas. Lo peculiar es que los brazos y las manos no tienen la misma consideración. No es lo mismo que se te muera una pierna que un brazo. Curioso. Es más: en el cementerio de San Rafael de Ciudad Juárez se registra cada mes el entierro de una media de tres piernas. Lo de la media entiéndase como medida aritmética.
El asunto llamó la atención cuando lo recogieron los periódicos, pero al final resultó que era más que habitual, que lo extraordinario estaba en que el hospital se negara a dar el alta al paciente. La oficialidad sanitaria salió a dar explicaciones y para intentar suavizar el revuelo que se montó, dijo que no era para tanto, porque no se exige a las familias que el féretro sea de calidad ni que esté homologado, que se lo pueden construir en casa con cuatro tablas y evitar así acudir a una funeraria. Eso sí, luego hay que ir al cementerio y pagar los derechos de fosa por siete, catorce o veintiún años para depositar el féretro cutre con el pie o la pierna dentro. Este asunto y esta ley no se entienden a este lado del Atlántico, pero está claro que en el estado de Chihuahua es normal que se obligue a que pies y piernas difuntas reciban cristiana sepultura. Menos comprensible es, sin embargo, la trifulca que me llevan dos estadounidenses por la propiedad de una pierna, pese a que la pierna es claramente de uno de los contendientes puesto que el otro tiene las dos de serie. El asunto saltó a la prensa en octubre de 2007 y es, más que absurdo, kafkiano, así que conviene resumirlo con ligereza. John Wood, un ciudadano de Carolina del Sur, perdió una de sus piernas en un accidente aéreo en el año 2004. La extremidad —a saber quién o qué ley permitió tal cosa— quedó en propiedad del dueño, quien se ocupó personalmente, primero, de congelarla, y luego de secarla al sol en su jardín. Cuando consideró que la pierna estaba convenientemente momificada, la guardó, porque su deseo era que la pierna y el resto del cuerpo fueran enterrados juntos cuando al señor Wood le llegara la hora. El mejor lugar que encontró para esconder su canilla fue una barbacoa portátil, barbacoa que quedó almacenada en un guardamuebles que su dueño había contratado. John Wood se demoró en los pagos al almacén que guardaba sus cachivaches, pierna incluida, y los propietarios sacaron a pública subasta las pertenencias. La barbacoa la adquirió Shannon Whisnant, quien se llevó el susto de su vida al abrirla en su casa y ver dentro una pierna. Sin embargo, el sobresalto pasó pronto. De inmediato cayó en la cuenta de que su historia, quizá, tendría algún valor morboso y económico en televisión y prensa. La hizo pública, y John Wood, por supuesto, se enteró de que su pierna estaba siendo objeto de acoso mediático. Reclamó al comprador de la barbacoa que se la entregara, a lo que Whisnant se negó, puesto que pierna y barbacoa las había adquirido legalmente en pública subasta. En el momento de cerrar estas páginas, el asunto no había llegado a los tribunales, pero llegará. Mientras, la pierna permanece custodiada en una funeraria, lugar del que nunca debería haber salido salvo con destino a un crematorio de residuos patológicos si las leyes de Carolina del Sur fueran más coherentes.

§. La mafia mata
Las prácticas mafiosas para deshacerse de los cadáveres a las que nos tiene acostumbrados el cine no son ficción. Tirar a alguien a un río con un bloque de cemento en los pies o enterrar a una víctima en los cimientos de una casa en construcción son sistemas utilizados en la vida real. Jimmy Hoffa (1913-1975) protagonizó, sin duda, uno de los anteriores ejemplos u otro similar, dado que su cadáver no ha aparecido. Hoffa fue un líder histórico del Sindicato de Camioneros de Estados Unidos que se metió en camisas de once varas y acabó mezclando sus intereses sindicalistas con otros mafiosos. Y ya se sabe: quien con niños se acuesta, mojado se levanta. Jimmy Hoffa le dijo hasta luego a su esposa un día de 1975 cuando iba a reunirse en un restaurante de Bloomfield, cerca de Nueva York, con un par de capos con los que andaba en tratos. No regresó, ni vivo ni muerto. Es más, aún no ha aparecido, ni vivo ni muerto. Se sabe que hizo una llamada a su mujer para decirle que nadie había acudido a la cita… y hasta hoy, aunque todo el mundo sabe que está criando malvas desde aquel mismo día de 1975. De hecho, se le dio oficialmente por muerto en 1983, pero el apartado «Causas de la muerte» de su certificado de defunción está en blanco y encontrar su cadáver se ha convertido en una cuestión de amor propio para el FBI. La última vez que se reanudó la búsqueda de Jimmy Hoffa los estadounidenses no despegaron la nariz del televisor. Fue en mayo de 2006.
La búsqueda de Hoffa empieza a ser tan excitante como encontrar a Wally, sólo que Hoffa no tiene un jersey a rayas que le identifique. Del paradero del cadáver de Jimmy Hoffa hay varias versiones. Unos dicen que forma parte de uno de los pilares de hormigón de un edificio de Nueva Jersey; la policía neoyorquina sugirió que Hoffa podría haber sido lanzado a un canal de desagüe; el FBI dijo que, quizá, Hoffa fue molido en una planta de embutidos (lo que no mata, engorda); otros aseguran que está enterrado bajo la cancha del estadio de los Gigantes de Nueva York; otros que está sepultado junto a la autopista Pulaski Skyway, también en Nueva York. Incluso algún perturbado ha llegado a decir que Hoffa está en la tumba de Elvis Presley. Ninguna de las innumerables pistas que se han dado a conocer en los últimos años ha permitido encontrar a Jimmy Hoffa, y la más creíble de todas se facilitó en 2006. A mediados de mayo, un ex convicto contó al FBI que trabajaba en la granja de un socio de Hoffa cuando el sindicalista desapareció. Asegura el preso que vio cómo unos hombres cavaban una fosa en la finca al día siguiente de la desaparición de Hoffa, y que el dueño de la granja comentó «Ahí va Jimmy» cuando enterraron algo con forma cilíndrica envuelto en plástico.
El FBI creyó que la pista era buena y vio la oportunidad de cerrar un caso que lleva abierto más de tres décadas. Así que, sin más dilación, los federales se fueron armados de picos, palas, perros sabuesos y radares y tiraron abajo un establo de 437 metros cuadrados para levantar después una base de cemento, debajo de la cual se suponía estaba el cadáver de Jimmy Hoffa. Resultado: al antiguo socio de Hoffa le destrozaron la granja, le derruyeron el establo, le agujerearon la finca y Hoffa sigue tan perdido como al principio.
Dos semanas duraron las pesquisas, hasta que el penúltimo día de aquel mayo de 2006 el FBI anunciaba que suspendía, otra vez, la búsqueda. El paradero del cadáver de Jimmy Hoffa sigue siendo uno de los grandes misterios para los estadounidenses. A ver si va a ser verdad que está enterrado con Elvis.

Matanza de San Valentín.

Y si buscamos tres pies al gato, podría afirmarse que Jimmy Hoffa estaba predestinado porque nació un 14 de febrero, fecha amorosamente empalagosa pero igualmente sangrienta: quedó para los anales de la mafia como el día de la Matanza de San Valentín. Sucedió en 1929, y fue el acto que definitivamente situó a Al Capone (1899-1947) en la cumbre del hampa. Desde ese momento ya no hubo quien le tosiera. Resumido en poco más de cuatro palabras, el asunto ocurrió como sigue: eran los tiempos de la ley seca y la rivalidad entre bandas por controlar el mercado negro del alcohol registraba unos cuatrocientos muertos al año, muerto arriba, muerto abajo. Una de aquellas bandas era la de los O'Banion, un clan de irlandeses más malos que un dolor. Al Capone se cargó al jefe de los O'Banion y luego tuvo la desfachatez de mandar flores a su entierro. Los O'Banion intentaron ametrallar a Al Capone, pero se les escapó. Al Capone se mosqueó y su venganza fue terrible.
El día de San Valentín, frente a un garaje de Chicago, bajaron de un coche tres policías y dos hombres de paisano. Los O'Banion, que estaban en el garaje esperando una supuesta entrega de licores, no se inmutaron, porque como tenían pagado a medio cuerpo de policía de Chicago, sabían que aquello sería un mero trámite. Los tres policías desarmaron a los O'Banion, les pusieron contra la pared y los otros dos tipos de paisano les ametrallaron. Total, siete muertos. Cuando abandonaron el garaje, los tres falsos policías sacaron esposados a los dos tipos de paisano, con lo cual lo que la gente oyó fue un tiroteo y luego vio una detención de los dos presuntos asesinos. El episodio dio mucho juego al cine, sobre todo a Billy Wilder en Con faldas y a lo loco, porque Jack Lemmon y Tony Curtis acaban disfrazados de mujeres en un coro de señoritas para ocultarse tras ser testigos de la Matanza de San Valentín. La masacre de aquel nefasto día de los enamorados tenía la nítida firma de Al Capone, pero el capo, como siempre, salió indemne porque él casi nunca apretaba el gatillo. Pero al final lo pillaron. Y lo hizo Kevin Costner, que se parecía horrores a Elliot Ness, el policía que con sus nueve agentes intocables consiguió que Al Capone diera con sus huesos en prisión por evasión de impuestos. Le condenaron a diez años y lo encerraron en un vulgar centro penitenciario, con lo cual Al Capone siguió controlando sus negocios desde la cárcel y viviendo a cuerpo de rey. La buena vida se le acabó cuando fue trasladado a Alcatraz, donde se le vinieron encima todas sus miserias y las consecuencias de una sífilis que nunca se dejó tratar. Y esto tiene guasa, porque este criminal casi sin alma le tenía tanto miedo a las inyecciones que nunca permitió que le pusieran una para curarle. El pánico a las inyecciones es una subfobia de la hematofobia, el miedo a la sangre, y los dos terrores suelen ir unidos. Así que resulta difícil imaginar cómo se las apañaba Al Capone cuando se encontraba con las matanzas que él mismo provocaba. O miraba para otro lado o se desmayaba cada dos por tres.
Capone salió de Alcatraz muy tocado y acabó muriendo en su casa de Miami, podrido por la sífilis. Sus restos fueron trasladados a Chicago, primero al cementerio de Mount Olivet y luego al de Mount Carmel, donde ahora muerde el polvo junto a su padre y su hermano. En la primera lápida que le pusieron decía: «Gracias, Jesús mío». Ver para creer.

Ataúdes de doble fondo.

Al margen de matanzas y de trucos para deshacerse de los cadáveres incómodos, la mafia tiene prácticas más ingeniosas, más elegantes y menos asquerosas para hacer desaparecer los cuerpos. Alguna tan ingeniosa que, de no haberla revelado un capo en pleno juicio, nadie la habría descubierto. Ocurrió en 2003, cuando un mafioso arrepentido llamado Anthony Rotondo declaró contra un colega, Jimmy Palermo, miembro de la familia De Cavalcante, un clan que al parecer sirvió de inspiración para la serie de televisión Los Soprano.
Durante algunos funerales, los familiares que transportaban los féretros sentían que pesaban más de lo normal. Es decir, que resultaba raro que si la fallecida era una abuelita escuchimizada de cuarenta kilos, ocho tipos fornidos acarrearan el féretro a duras penas. En una situación así se le suele echar la culpa al peso de la madera y a los herrajes del ataúd, pero nadie imagina más allá.
Sin embargo, resulta que una funeraria de Nueva Jersey fabricaba para la mafia ataúdes con doble fondo. Cuando el clan de los De Cavalcante quería deshacerse de algún asesinado, enviaba el muerto a la funeraria, que lo escondía en el doble fondo de un ataúd. Luego ese féretro se utilizaba en un servicio funerario de cualquier otro fallecido por causas normales. Es decir, el muerto oficial se colocaba encima del doble fondo, y debajo, oculta, la víctima asesinada. Resultado: los dos muertos quedaban enterrados por el precio de uno.
El invento no es de ahora. Los ataúdes con doble fondo se comenzaron a utilizar en los años treinta del siglo XX y los facilitaba una funeraria que regentaba, cómo no, el también mafioso Carlo Corsentino. En pleno siglo XXI se creía que el sistema había sido abandonado, pero la declaración del arrepentido Anthony Rotondo ha dejado claro que no, que las buenas costumbres nunca se pierden. Al parecer, el hijo del mafioso Corsentino, que ha heredado la funeraria, seguía utilizando los ataúdes para hacer desaparecer a las víctimas del clan De Cavalcante. Si alguna vez se mosquean, no se corten, y si el ataúd pesa mucho, miren debajo.

Funerales peliculeros.

La última vez que se pudo presenciar el ostentoso entierro de un mafioso fue en Nueva York, en junio de 2002. Murió John Gotti (1940-2002), el jefe de la familia Gambino, capo neoyorquino que ejercía el control delictivo en el sector portuario de Brooklyn. Gotti era un mafioso de cine, con sus matones al lado y sus abogados desafiantes. Murió de cáncer en la cárcel de Springfield y hasta la fecha ha sido el entierro más peliculero y hortera de la Cosa Nostra.
El servicio funerario de John Gotti corrió a cargo de la funeraria Papavero, italiana, por supuesto, y allí estuvo el capo, expuesto en un enorme e incalificable ataúd bañado en oro sobre el que se colocó un retrato a tinta china del jefe con su gesto más sonriente y chulesco. Entre los asistentes al velatorio se repartieron unas estampitas en las que ponía, no se lo pierdan: «No lloren frente a mi tumba. No estoy allí, no estoy muerto».
Gotti tuvo sus funerales en Papavero porque la diócesis de Brooklyn, como ya había hecho con otros mafiosos, se negó a oficiar una misa por el alma de un tipo que tenía sobre sus espaldas un mínimo de cinco asesinatos. Resulta fácil imaginar que el exterior de la funeraria estaba colapsada por curiosos y, sobre todo, por cientos de fotógrafos y cámaras entre los que se distribuyeron sin ningún disimulo agentes del FBI y de las fuerzas especiales contra el crimen organizado. Los agentes tomaban fotos a diestro y siniestro de todos los que entraban y salían de la funeraria. Hacía años que no tenían una oportunidad como aquélla de fotografiar a familias mafiosas al completo. Y si en ésas estaban las autoridades federales, los miembros del clan controlaban el intercambio de besos entre los distintos capos, porque ésa era la señal que orientaba sobre quién se estaba perfilando en la lucha por la sucesión. Pero lo más peliculero de todo fue cuando comenzaron a cargarse decenas de Cadillacs descapotables con arreglos florales que son difíciles de calificar: un enorme escudo de los Yankees, el equipo favorito de Gotti, hecho con millones de pétalos de rosas azules y blancas; un cigarro puro Cohíba de la altura de un hombre, realizado con claveles marrones; guantes de boxeo; vasos de Martini con seis aceitunas, porque así lo tomaba Gotti; una mano con cartas de póker; un caballo de carreras… En fin, la horterada hecha funeral. Cuando el cortejo con trescientos coches llegó al cementerio de Saint John, en Queens, el camposanto oficial de la Cosa Nostra (porque allí están Vito Genovese, Lucky Luciano, Carmine Galante…), pudo por fin celebrarse el entierro. El capo Gotti quedó sepultado junto a su hijo de doce años, que murió atropellado tiempo atrás. Y, por cierto, el que atropelló al hijo desapareció de la faz de la tierra poco tiempo después del accidente. No fue casualidad.

Cementerios de mafiosos.

Al margen de necrópolis oficiales para capos de la mafia, hay otros cementerios mucho más propios: los clandestinos, los destinados a sus víctimas. Cada dos por tres aparece uno en Italia, en Estados Unidos, en Canadá. El último que se localizó estaba en un solar en pleno centro de Nueva York. Fue en 2004 y pudo descubrirse porque un arrepentido cantó. Viendo la realidad, algunas películas de gángsters parecen dirigidas por Disney.
Los ocupantes de los cementerios clandestinos de la mafia son víctimas de las famosas vendettas. En octubre de 2004 el FBI descubrió en un solar de Queens, Nueva York, restos de varios asesinados. Resultó ser el cementerio privado de los Bonanno, donde incluso se sospechaba que estaban enterrados dos o tres miembros de esta familia que en un momento determinado se pasaron de listos y quisieron hacerse con el poder. Los Bonanno, para situarnos, son sólo uno de los cinco clanes que se repartieron la ciudad de Nueva York en la década de 1930, junto a los Lucchese, los Colombo, los Gambino y los Genovese.
Las posteriores pruebas de ADN demostraron que en el solar estaban los huesos de Dominick Trinchera y Phillip Giaccone, dos altos cargos de la familia Bonanno, de quienes se sospechaba que pretendían hacerse con el mando y dejar en la cuneta al jefe, Philip Rastelli, que estaba en prisión por malo. A estos tipos los citaron un mal día de 1981 en un club de Brooklyn para tomar unas copas. Fue el último whisky del que disfrutaron. Los cosieron a balazos y de allí salieron envueltos en una lona y precintados con cinta adhesiva.
Las siguientes noticias que se tuvieron de ellos las dieron una tibia, un peroné, dos pelvis, una dentadura y los huesos de un brazo que estaban dentro de una chaqueta de cuero. Después quedaría al descubierto el resto de los esqueletos. Aparecieron más cuerpos en este cementerio de los Bonanno, pero de algunos no trascendieron sus identidades porque podrían servir como prueba en los juicios que hay pendientes. Entre estos restos aún anónimos para el gran público se sospecha que están los de un pobre ciudadano llamado John Favara. En 1980, este buen señor circulaba con su coche cuando un crío de doce años se atravesó con su bicicleta en medio de la calle y acabó muerto, atropellado. Como ya indicamos, el niño era hijo de John Gotti, capo de la familia Gambino. Cinco días después, el señor John Favara fue secuestrado en un aparcamiento y ya no se supo más de él. Se cree que sus huesos fueron también exhumados en el solar de Queens, pese a que este cementerio clandestino era propiedad de los Bonanno, pero como los Bonanno y los Gambino se llevaban bien en los años ochenta, los Bonanno dejaron que enterraran allí un muerto que no era suyo. Entre colegas hay que ayudarse.

§. Velorio-dependencia
¿Qué es un velorio-dependiente? Su nombre lo indica: un adicto a los velatorios. En el mundo habrá cuatro o cinco y, como son pocos, nadie se ha ocupado de buscar un tratamiento de desintoxicación.
Hay un pueblito en Colombia llamado Támesis, en el departamento de Antioquía, donde vive un señor que acude a todos los entierros que se le ponen por delante. Y ojo, que el trabajo de este hombre no tiene que ver con los servicios funerarios. Es sastre. Tocayo Orozco, que así se llama, no se conforma con integrarse en el cortejo fúnebre. Siempre se hace hueco en el lado izquierdo para cargar con el féretro. A lo largo de cincuenta años ha llevado sobre sus hombros 4.263 muertos. En 2002 abandonó esta costumbre, porque cumplió los ochenta y cinco y confesó que sus riñones no lo aguantaban. Por qué lo hacía no tiene ningún misterio. Porque le daba la gana. Tocayo Orozco, además, se convirtió en el estadista de los muertos de su pueblo entre los años 1954 y 2002, porque llevaba un metódico registro con el nombre y apellidos y las causas de la muerte. Tan importante fue la labor que se impuso, que las autoridades municipales fueron en más de una ocasión a consultarle datos, porque era muy escrupuloso con su afición. Por ejemplo, a quien moría de muerte natural, le ponía una raya al lado; a los hombres que murieron asesinados, un puntito arriba; a los que se suicidaron, un puntito abajo, y a las mujeres que mataron o se quitaron la vida, un puntito en medio.
El sistema es de lo más casero, pero sirvió para conocer que el año 1964 fue el de menor mortalidad, o que en 1992 se registraron cifras mortales que doblaban la media. Pero sobre todo valió para comprobar la imparable escalada de muertes violentas en el pueblo, paralela a la que sufre Colombia por enfrentamientos entre pandilleros o por asuntos de narcotráfico.
El de Tocayo Orozco no es un caso aislado. En el Libro Guinness hay otro récord de asistencia a entierros atribuido a un nicaragüense, Mariano Hernández García. A lo largo de su vida asistió a 18.000 funerales. Vivía en un pueblo al oeste del país, en Jinotepe, muy cerca de la costa del Pacífico. El último entierro al que acudió fue el suyo, el 11 de abril del año 2003. Logró entrar en el Guinness por haber asistido a 18.000 entierros documentados, pero es que habría batido todas las marcas con haber acudido sólo a 1.000 o 2.000, porque no hay mucha más gente en el mundo que se dedique a batir plusmarcas de este tipo.
Mariano inició esta costumbre cuando, hace muchos años, una mujer que perdió a un hijo le pidió que la ayudara a sepultarlo. Ahí le pilló el gustillo. Su récord personal lo logró en 1972, tras el terremoto que destruyó Managua. Mariano asistió a 26 funerales en un sólo día. Este plusmarquista de los entierros, sin embargo, no disfrutó en el suyo de la asistencia que merecía. Fue gente, sí, pero se supone que todos sus vecinos deberían haberle acompañado hasta el cementerio por compromiso moral, porque él cortejó a todas y cada una de las familias de su pueblo.
Latinoamérica parece propia para que se dé este tipo de velorio-dependencia, porque el tercer caso también se localiza en la región. Se trata de un brasileño que reconoce su vicio, que no quiere que le curen, y que jamás iría a una terapia de grupo como la de alcohólicos anónimos a decir eso de «Me llamo Luis Squarisi y soy adicto a los funerales».
Luis Squarisi ya no cumple los cuarenta y ha asistido a todos los entierros que se han celebrado en su pueblo en las últimas dos décadas. Vive en Batatais, en el Estado de Sao Paulo, una localidad con casi 53.000 habitantes. Trabajaba como autónomo, pero tuvo que dejar su trabajo para poder disfrutar de su adicción. Cuenta que su vicio lo descubrió en 1983, cuando murió su padre. Le cogió el gusto a asistir a velatorios y entierros y desde entonces no falta a ninguno.
Lo primero que hace cada mañana es poner la radio local para oír si alguien se ha muerto, y si no dicen nada, llama a los hospitales y a la funeraria, porque sólo hay una, para que le informen de los decesos. En la funeraria San Vicente de Batatais le han tomado cariño y le consideran amigo de la casa. Uno de los empleados dijo en su día que nadie querría que Luis Squarisi acudiera a ninguna terapia, porque todo el mundo espera verlo siempre en los funerales.
Pero se equivocan. Este asunto de ser velorio-dependiente hay que tratarlo bajo estricta vigilancia médica, porque es una adicción que, como todas, al final mata.

§. La recremación
La falla que ardió la noche del 19 de marzo de 2005 en la plaza del Ayuntamiento de Valencia llevaba en su interior algo muy peculiar: las cenizas de un difunto catalán que adoraba la fiesta. La historia la narró con todo lujo de detalles el diario Levante y no tiene desperdicio, aunque sólo sea por lo mal que lo pasó la viuda intentando cumplir el último deseo de su marido: a la mujer la pillaron en pleno esparcimiento de cenizas entre los ninots. La infortunada no sabía dónde meterse. A veces los difuntos dejan unos encarguitos que ayudan a que no les echemos de menos, aunque este último deseo no sea en apariencia tan disparatado: cenizas a las cenizas y polvo al polvo. Francisco, un catalán amante de las Fallas, le pidió a su mujer que, tras su muerte e incineración, nunca antes, esparciera las cenizas en un monumento fallero. La viuda no eligió una falla cualquiera, y unas noches antes de la cremà se encaminó, con una pizca de nocturnidad y sin alevosía, a la falla de la plaza del Ayuntamiento, la más grande.
Cuando pensó que nadie la veía, abrió la urna y comenzó a esparcir las cenizas en la falla aún a medio plantar. Pero allí estaban los ojos vigilantes de un guardián que la pilló en plena faena. A la viuda, muy nerviosa, se le cayó de las manos la urna y las cenizas quedaron medio esparcidas por el suelo. Explicó entre sollozos que lo único que intentaba hacer era cumplir con el último deseo de su marido, y el vigilante, búlgaro para más señas, se puso en contacto con el artista fallero, Alejandro Santaeulalia, para contarle lo sucedido.
Dado que el guardián era búlgaro y que no hablaba bien el español, sólo acertó a explicarle al artista que en la falla había un muerto. Tensión de glúteos. Cuando llegó el maestro fallero, lo que en realidad encontró fue una urna de madera junto al ninot que reproducía el cuadro de Picasso Las señoritas de Avignon, y parte de las cenizas esparcidas por el suelo. Con la mejor voluntad, recogieron las cenizas que pudieron, las metieron en la urna y la colocaron en el centro de la falla. De la mujer nada se volvió a saber, porque salió por pies a la primera de cambio.
El artista fallero dijo que si la viuda les hubiera pedido el favor, no se habrían opuesto, porque de hecho ya hay algún precedente, pero también hay que entender el temor de la mujer a que se lo negaran y a no poder cumplir el deseo de su marido. Aquella noche de San José, cuando las llamas se elevaron desde la plaza del Ayuntamiento de Valencia, la esposa, seguramente, estuvo entre la multitud, orgullosa de haber conseguido su objetivo si finalmente se enteró de que su marido ardió desde el corazón de la falla.
Televisión Española retransmitió para todo el país la cremà de la falla. Quienes lo vieron también contemplaron sin saberlo cómo ardió la urna con las cenizas de un hombre que amó la fiesta y que quiso consumirse con ella. Un hombre que fue incinerado dos veces. La recremación por excelencia.

§. Caprichos sevillanos
El episodio de aquel fanático bético que se empeñó en seguir acudiendo al fútbol después de muerto es más que conocido, lo cual no impide que siga teniendo guasa. El hincha verdiblanco, convenientemente convertido en cenizas, no podía, evidentemente, ir por su cuenta. Lo llevaba su hijo y lo transportaba dentro de un tetrabrik. La historia es tan cierta como que en la temporada 1999-2000 el equipo bajó a segunda, y el asunto del tetrabrik tiene una lógica y contundente explicación. Las cosas no son porque sí. En 1995 un veterano socio del Betis a punto de morir pidió a su hijo, también bético, que le incinerara y que llevara sus cenizas cada domingo al estadio Benito Villamarín (hoy Ruiz de Lopera). El hincha pidió también que su abono continuara renovándose. Es decir, seguir siendo socio desde el más allá y que sus cenizas ocuparan el asiento correspondiente.
La última voluntad de un vivo suele ser sagrada; pero el último deseo de un bético es sacrosanto, así que el hijo del hincha siguió las indicaciones de su padre. Incineró el cuerpo, renovó el abono y se dispuso a llevar a su padre a su primer partido. Aquí surgió el problema. Los porteros del estadio no permitieron al hijo acceder con un objeto contundente, porque las cenizas del hincha iban dentro de un bote de cristal de melocotón en almíbar (otras fuentes aseguran que era una lata de galletas, aunque para el caso es lo mismo). El hijo debió de pensar en su momento que llevar a su padre en la urna funeraria daría mal rollito, así que las trasladó a otro recipiente más jaranero para restar solemnidad al asunto.
Ruiz de Lopera, por aquel entonces consejero delegado del Betis y ahora presidente del club, intentó buscar una solución para que se cumplieran los deseos del bético sin transgredir la norma de no acceder al campo con objetos contundentes. No es que el hijo tuviera intención de utilizar a su padre como arma arrojadiza, pero las normas son las normas y quién sabe si en un acceso de ira por un penalti injusto o por un gol anulado podría lanzar el bote de melocotón con su padre dentro y matar a alguien con un muerto.
Ruiz de Lopera decidió dar permiso para que el bote quedara guardado durante toda la semana dentro de un armario en el estadio, y así el hijo no tendría que entrar con él. Simplemente, antes de cada partido, pasaría a recogerlo. Así se estuvo haciendo durante un tiempo, hasta que un empleado del Betis se hartó de tener un muerto en el armario porque le daba yuyu. Protestó ante la directiva y exigió que al difunto se lo llevaran de allí.
Y llegamos al tetrabrik, un vulgar recipiente de cartón que solucionó todos los problemas. El tetrabrik no es objeto contundente —como mucho atonta, pero no mata—, con lo cual sólo hubo que trasladar las cenizas del bote de melocotón o de la lata de galletas al depósito de cartón. Hace tiempo, sin embargo, que el tetrabrik dejó de ir al fútbol. Demasiado cachondeo con el asunto o aburrimiento del transportista dieron al traste con la iniciativa póstuma. Y sería de desear que caprichos como éste no se extendieran en exceso. Si los difuntos béticos pudieran seguir renovando su abono después de muertos y ocupando sus asientos en forma de cenizas, el Ruiz de Lopera se convertiría en el estadio menos bullicioso del mundo.

Sagrada Cruzcampo.

Y si caprichoso fue el difunto bético, no hay que perder de vista a otro antojadizo que metió en serios apuros con sus cenizas a toda una familia. El asunto, dramático para unos, tiene más salero que Rappel en tanga. Ocurrió en Sevilla, hace poco menos de una década, en una zona muy conocida para los sevillanos, en la Cruzcampo. Esta cerveza es la cerveza de los sevillanos. No admiten otra, y algunos la toman con tanto gusto y le toman tanto cariño a lo largo de toda una vida tapeando, que cuando se mueren quieren que su marca de cerveza, la que tantas veces les refrescó el gaznate en las noches de feria, siga formando parte de su muerte.
Murió un sevillano amante de la Cruzcampo y el encarguito que dejó a su familia fue ser incinerado y que sus cenizas descansaran allí, en las instalaciones de la fábrica en Sevilla. No dejó el difunto instrucciones explícitas de dónde pretendía que se enterrara o se colocara la urna, pero tenía que ser allí, entre efluvios etílicos cerveceros. La familia fue a la fábrica, pidió hablar con los responsables y planteó el asunto. Hay quien pagaría por haber visto la cara de los directivos de la Cruzcampo, intentando mantener impasible el ademán y manifestando el mayor de los respetos por cumplir con los deseos de un muerto, a la vez que lamentaban enormemente no poder atenderlos. No consideraron oportuno aceptar la petición. Parece lógico. Es una empresa seria.
La historia no acaba aquí. La familia, evidentemente, decepcionada por no haberle podido pasar el muerto a la Cruzcampo, pero sobre todo por no poder cumplir con el deseo, se fue por donde había venido. Pero una noche las cámaras de seguridad de la fábrica grabaron a aquella familia encaramada a la tapia y esparciendo las cenizas por dentro de las instalaciones. Los jefes no hicieron nada. Primero, porque las cenizas esparcidas no se podían recoger. A ver cómo… ¿Haciendo montoncitos del muerto? ¿Y luego qué? ¿Buscan a la familia y se las devuelven? Lo dejaron estar porque entendieron que los familiares de aquel hombre no descansarían hasta que cumplieran con su deseo. Así que, un diez por la Cruzcampo.
Y ahora la mala noticia. La Cruzcampo de Sevilla está a punto de trasladarse si no lo ha hecho ya. Quiere esto decir que la cerveza se va y el incinerado pasará a formar parte de unos bloques de viviendas y de un centro cívico. Habría sido mejor que el muerto se quedara en su urna, porque así la Cruzcampo se lo llevaría con ella. Sería recomendable que los directivos se plantearan a corto o medio plazo un espacio de columbarios para amantes de su cerveza. Es fácil visualizarlo: urnas cinerarias con forma de barrilete y el gordezuelo Gambrinus con su jarra en la mano grabado en la tapa.

§. Naturaleza viva
Los cementerios son lugares donde los difuntos duermen y los vivos visitan su sueño. Por algo la palabra cementerio proviene de la griega koimeterio, que significa «dormitorio». En los cementerios, sin embargo, duermen también seres non gratos que a veces traen de cabeza a gestores, visitantes, ecologistas y bomberos. A todos menos a los muertos. Estorninos, conejos, abejas, murciélagos o gatos son animalitos que encuentran en la paz de los cementerios la morada ideal, y que incluso se ponen un poco bordes cuando creen tener la cédula de empadronamiento.
En el cementerio granadino de San José tuvieron que ingeniárselas para desalojar a miles de abejas que decidieron instalarse en las grietas de los nichos y que no dejaban un entierro en paz. Alguno, incluso, ni se pudo celebrar. De allí salían con picaduras paseantes, deudos y empleados, hasta que, para huir de los aguijonazos, se inventaron el nicho-trampa. Se elige un nicho vacío, se instala un panal de mentira que desprende una sustancia que atrae a la abeja reina y a toda la colonia, y cuando están todas dentro, ¡zas!, se cierra y un bombero experto se lo lleva todo fuera del cementerio. Sin embargo, no siempre es tan fácil deshacerse de los okupas de los cementerios. En Alagón, un pueblo de Zaragoza, los estorninos instalan cada año sus cuarteles de invierno en el camposanto y lo dejan todo pringando. En otro pueblo de Zamora, en Villardondiego, son los conejos los que han traído frito al personal. Al ajillo están muy ricos, pero vivos y correteando por un cementerio son insufribles, entre otras cosas porque se comen los ramos de flores y las coronas.
Y hay casos peores, porque cuando unos cuantos miembros de una especie amenazada se instalan en un cementerio, echarlos no resulta tan fácil. Ocurrió en Los Llanos de Aridane, en la isla canaria de La Palma. Allí había un camposanto abandonado que estaba previsto derruir para recuperar medioambientalmente la zona, pero no podía derribarse si antes no se encontraba otra ubicación para los Pipistrellus maderensis. ¿Y quiénes son los Pipistrellus maderensis? Pues unos murciélagos a los que hay que tratar con mucho mimo para que no desaparezcan. Resulta que se convirtieron en un problema porque se hicieron los dueños del cementerio canario. Y convencer a estos murciélagos de que se mudaran de casa no era sencillo: había que tener en cuenta la estacionalidad y el ritmo del desalojo para no interferir en la época de cría.
Y es que los cementerios tienen muchos más habitantes además de los propios del lugar. Será que para un estornino, un conejo o un murciélago, un cementerio es algo así como una zona residencial de adosados, pero sin hipotecas. Cada ayuntamiento lucha contra el problema como puede, pero no es fácil.
En el verano de 2004 las autoridades de Albacete se declararon impotentes para acabar con una plaga de palomas. Lo intentaron todo para ahuyentarlas: un sistema de ultrasonidos, grabaciones con ruido de disparos o graznidos de gavilanes, colocación de redes… Nada, las palomas a lo suyo. Había miles de ellas, porque además la paz de un cementerio invita al amor y al desenfreno, y las canallas se reproducen a una velocidad endiablada. Y cuando no están fornicando como locas, las palomas depositan excrementos al vuelo sobre lápidas y visitantes, tiran los jarrones, se comen las flores… En fin, unas gamberras. El Ayuntamiento de Albacete se planteó incluso alimentarlas con un pienso que las dejara estériles, pero un sentimiento ecológico de última hora frenó el intento. Y ahí siguen, luchando a brazo partido contra el incordio de las palomas.
La Ciudad Autónoma de Melilla pasó en 2006 por una situación similar, pero con gaviotas. La Consejería de Medio Ambiente se puso manos a la obra contra la invasión de estas carroñeras de la especie patiamarilla, que mide con las alas desplegadas un metro y setenta centímetros, y otros setenta centímetros de pico a cola. Y estos datos sobre su volumen ayudan a entender otro asunto, el de sus cacas, porque éste es el verdadero problema cuando las gaviotas se instalan en un cementerio. Que no es lo mismo un excremento de palomita que otro de gaviota, porque con sólo una caca tapan la fecha de defunción de una lápida.
Melilla decidió contratar los servicios de una empresa de control de fauna para acabar con la invasión de gaviotas en el cementerio, y para ello se emplearon águilas que las espantaran. El consejero de Medio Ambiente —de nombre Ramón Gavilán, que tiene guasa— declaró en su día que en su esperanza estaba que las gaviotas, ante la presencia de las águilas, se fueran por aburrimiento.
Los que no se aburrían ni poniéndoles cine de autor en checoslovaco eran los topillos de Castilla y León. Mil perrerías les hicieron en el verano de 2007 y todas las superaron con éxito. Proliferaron tanto (las hembras son fértiles a los tres meses de vida, tienen entre dos y siete camadas por año y en cada carnada hay cinco o seis crías), que los campos de labor y sus cosechas no eran las únicas víctimas. Los cementerios han sido un territorio excelente para el correteo y para ponerse como el quico con los sabrosos arreglos florales.
Y no ha sido la primera vez. En 1988 se produjo en Castilla y León otra plaga de topillos que puso en un brete a políticos, ciudadanos… y enterradores, que no daban abasto para cargarse roedores. Aquel año, en el cementerio de Olmedo, el empleado Fausto Vallejo Andrés contó al menos con la ayuda de otro bicho para su particular lucha: una cigüeña blanca que vivía en el recinto desde hacía varios años porque no podía volar (sufrió un accidente de juventud cayéndose desde la torre de una iglesia). La cigüeña del cementerio de Olmedo (Valladolid) se alimentaba de lo que le daba el sepulturero, pero con la plaga de topillos la vino Dios a ver. Se puso ciega, corrió la voz entre los bichos peludos y el cementerio se vio limpio de los malditos roedores. Quizá la plaga de topillos de 2007 podría haberse evitado si se hubieran atendido las advertencias y demandas del biólogo Juan Delibes, hijo del escritor Miguel Del ibes. Estuvo muchos años estudiando a estos roedores y buscando una explicación a su cambio de hábitat, pero, según contó al semanario Cambio 16, no logró una subvención de 200.000 cochinas pesetas a principios de la década de 1980 para continuar su investigación y, quizá, evitar futuras plagas. La Junta de Castilla y León le negó los cuartos y confió en que los topillos se fueran y no volvieran. Pues volvieron en 1988 y en 2007.
Palomas, conejos, topillos, abejas, murciélagos, gaviotas… Pero los estorninos, sobre todo los estorninos, son insufribles. Siempre van en pandilla. Pandillas de miles. El cementerio de Logroño no se libra ni un año de estos bichos que hacen del camposanto riojano su particular hotel de cinco estrellas. En 2005 se calculó en 400.000 los estorninos de paso por Logroño. Llegaron desde Centroeuropa para pasar las vacaciones de invierno. Antes de aquel año llegaban muchos menos, pero debió de correr la voz de que Logroño era el complejo Marina d'Or de La Rioja y lo eligieron como destino de masas. Se han adueñado del cementerio, porque tiene buenas vistas, tranquilidad absoluta y árboles para dar y tomar. Un Resort Estornino's Club en toda regla, pero sin spa. El espectáculo de ver el cielo de Logroño ennegrecido por las bandadas de estorninos agradaba a algunos, pero los frailes fosores, encargados de cuidar el cementerio, no pegaban ojo. El pajarraco, además de soltar unas cacas de lo más corrosivas y malolientes, tiene un graznido chirriante que ponía a los religiosos de los nervios.
El Ayuntamiento de Logroño tuvo que encargar al biólogo Luis Lezana un plan de acoso a los estorninos. No se trataba de matarlos, pero sí de pensar en algo para que no llegaran tantos al cementerio. El plan del biólogo consistió, dicho finamente, en una lucha combinada, o más bien en hacerles la vida imposible.
Se trataba de instalar redes en los cipreses que impedían a los pájaros acceder a las ramas para descansar, y en colocar circuitos electrónicos que generan sonidos producidos por los propios animales, señales que avisan de malas condiciones de hábitat o de la presencia de depredadores. O sea, falsos mensajes de estorninos que avisan a sus congéneres de que allí no vayan. La tercera parte del plan consistió en instalar dispositivos ópticos que produjeran series de fogonazos para que los pájaros se sobresaltaran. Es como si les organizaran un botellón a pie de ciprés. La última parte del plan contra el estornino turista fue la suelta de halcones adiestrados para atacar a las bandadas a su paso por Logroño. Una especie de matones a sueldo.
¿Y por qué les gusta tanto Logroño a los estorninos? Pues por los viñedos, los olivares y los piensos del ganado. Los estorninos se alimentan sobre todo de larvas, gusanos e insectos, pero han descubierto que donde esté la dieta mediterránea y un buen rioja, que se quiten los bichos, por muchas proteínas que proporcionen. El inconveniente no es exclusivo de España. Cada país lo sufre según la fauna que les haya tocado en suerte. En los cementerios de Guatemala tienen un problema mayor. Allí los camposantos los invaden de vez en cuando los zopilotes, unos bichos de la familia de los buitres con una envergadura de casi tres metros. Imaginen lo que es encontrarse sobre una tumba de un cementerio de Guatemala una bestia de semejante tamaño puesta en jarras. Vamos, te olvidas de volver a visitar al muerto por los siglos de los siglos. Y en México también tuvieron lo suyo en el otoño de 2004: dos cementerios de la ciudad de Chihuahua tuvieron que ser evacuados (de vivos) porque las abejas, cabreadas con tanto ir y venir de dolientes, salieron en tropel de las colmenas que la gestora había instalado en los nichos precisamente para que dejaran en paz a los cortejos fúnebres. Tuvieron que acudir los bomberos, la policía y la Cruz Roja para leerles la cartilla y explicar a las abejas quién mandaba allí.
Sin olvidar los cementerios de países tropicales donde el Aedes aegypti, el mosquito transmisor del dengue, campa por sus respetos gracias a los floreros con agua que los deudos se empeñan en dejar junto a las tumbas. Las autoridades de Honduras, Venezuela, Costa Rica y El Salvador imponen multas cuantiosas a quienes insisten en poner agua en lugar de arena para que perduren los arreglos florales. No hay forma. Los cortos de entendederas no acaban de comprender que el agua estancada de los floreros es el perfecto caldo de cultivo para las larvas del zancudo y no hay año que alguna epidemia deje de propagarse, precisamente, a partir de un cementerio. La flora suele ser más pacífica que la fauna, pero también hace de las suyas. En un cementerio de Asturias, el de Pando, en el distrito langreano de La Felguera, los vecinos se quedaron espeluznados cuando dos grandes árboles decidieron crecer en mitad de un bloque de nichos con doscientos cincuenta ataúdes dentro. Las copas salían por el tejado y las ramas asomaban allá por donde encontraran hueco. Se intentó arreglar el desaguisado cortando la copa y arreglando el tejado, pero los árboles, dada la buena tierra asturiana, volvían a abrirse paso. La solución pasaba por derribar el bloque de nichos y arrancar los árboles de raíz, pero la pregunta es por qué alguien construyó un bloque de nichos sin antes haberlos arrancado. Vamos, que los árboles llegaron antes.

§. Un reverendo nutritivo
Hace unos ciento cuarenta años, en un lugar llamado Nabutautau, una isla del archipiélago de las Fiji, en Oceanía, los lugareños se merendaron a un misionero inglés. Llevaban tiempo conviviendo juntos y nunca ha estado claro por qué se comieron al predicador. Unas fuentes dicen que Thomas Baker, que así se llamaba este buen hombre, fue víctima de un enfrentamiento entre dos facciones que luchaban por gobernar la isla, y que una vez muerto, total, pues ya aprovecharon y se lo comieron. Otras fuentes, sin embargo, cuentan que el misionero fue responsable de su propio destino, porque se atrevió a tocar la cabeza de un jefe. El castigo fue acabar muerto a garrotazos y luego en el estómago de los aldeanos. Uno de ellos dijo, literalmente, que se comieron todo menos sus botas, y de hecho una de las botas está en el museo de Fiji. A raíz de aquel hecho los habitantes de Nabutautau no han levantado cabeza. Las epidemias, las hambrunas y las malas cosechas se han cebado en el territorio, y allí están convencidos de que la maldición que pesa sobre ellos es por haberse comido al reverendo metodista Thomas Baker. Nabutautau está en un paraje de ensueño, pero allí no hay carreteras, escuelas ni hospitales. Apenas tienen recursos y casi, casi se mueren de hambre. Como ya han abandonado la antropofagia, tienen muy poco que llevarse a la boca. Hace unos cuantos años decidieron poner remedio al asunto, porque pensaban que hasta que no pidieran perdón por sus actos a los descendientes del misionero, la mala suerte no abandonaría sus tierras.
Con la ayuda del Gobierno de Fiji, los gobernantes de Nabutautau localizaron a los tataranietos de Thomas Baker en Inglaterra, que ya ni se acordaban del abuelito ni mucho menos sabían que se lo habían comido los indígenas. Desde Inglaterra contestaron que no se preocuparan, que quedaban perdonados y que no se volvieran a comer a un hombre blanco, pero esto no era suficiente. Los jefes de las aldeas pedían la presencia de algún descendiente para realizar un acto de reconciliación y pedir el perdón público. El designado para acudir a la isla fijiana, seguramente el que sacó la pajita más corta cuando lo sortearon los familiares, fue Geoff Lester, tataranieto del misionero, que no podía creer lo que se encontró cuando llegó a Nabutautau en noviembre de 2003. Aquello no era un vulgar acto. Era una ceremonia en toda regla presidida por el primer ministro de Fiji, Laisenia Qarase, y con la asistencia de más de seiscientas personas. Después de tomar kava, una bebida tradicional en Fiji (kava con «k», porque si fuera con «c» sería tan tradicional allí como aquí), el descendiente tuvo que romper una cadena, símbolo de la maldición que pesaba sobre la aldea. Besó luego al jefe y lo perdonó públicamente. El tataranieto volvió a Inglaterra y los lugareños, tan contentos. Los isleños son buena gente y ya no se comen a nadie por tocar la cabeza de sus jefes, pero la mala noticia es que son tan pobres como hace tres años, porque su pecado no fue comerse hace ciento cuarenta años a un misionero inglés. Su pecado está en habitar un país sacudido por los enfrentamientos raciales y los continuos golpes de Estado. Pero, por si acaso, si se cruzan con un jefe de tribu fijiano, no le toquen la cabeza. Son muy suyos.

§. Zoroastro
Había un tipo que atendía por Zoroastro, aunque cuando le llamaban Zaratustra también venía. Dicen que fundó la primera religión monoteísta del mundo. Antes de que nadie hubiera oído hablar de Dios o de Alá, Zoroastro ya estaba a vueltas con la religión allá por la lejana Persia. Entre las cuestiones que incluyó en la doctrina a seguir por los zoroastristas está una que mejor se la podía haber ahorrado y que se halla íntimamente ligada a los ritos funerarios. Vamos a ver: los católicos se entierran o se incineran; los judíos y los musulmanes sólo se entierran; los hindúes se incineran. Pero los seguidores de Zoroastro ni se entierran ni se incineran. A ellos, o se los comen los buitres o no hay forma de alcanzar la vida eterna.
Los zoroastristas son una clase social muy pija de la India. Están concentrados sobre todo en Bombay, en un barrio residencial que se llama Cerro Malabar. Bien, pues en esta zona exclusiva está la Torre del Silencio, que con tal nombre es fácil imaginar de qué va la cosa. A esta torre llevan a los creyentes que mueren, envueltos en una fina tela blanca. Los dejan sobre una losa y esperan a que los buitres se los coman. Sólo así creen que logran la liberación del alma.
Cuando el cuerpo ha quedado totalmente despedazado, en los huesos, el sol y el calor hacen el resto, es decir, rematan la descomposición. Es entonces cuando los restos son semipulverizados, se arrojan a un pozo que está allí mismo, en la Torre del Silencio, y mediante un sistema de agua corriente llegan hasta el mar. El zoroastrista ha quedado hecho polvo, los buitres bien comidos y la familia tan contenta. Últimamente los zoroastristas están enfadados entre ellos. Tienen una crisis interna porque los fieles más modernos no están muy de acuerdo con esto de los buitres, mientras que los sacerdotes más ortodoxos dicen que no hay nada que discutir, que los buitres se quedan, porque enterrarse es una cochinada que contamina la tierra e incinerarse un pecado mortal. Claro que esta crisis no es la peor por la que atraviesan: lo peor es que se han quedado sin buitres.
En los últimos quince años la India ha perdido casi la totalidad de sus buitres. Los expertos dicen que el 97 por ciento de estos carroñeros ha desaparecido, y la culpa la tiene un fármaco que se administraba al ganado y cuyo uso ya está prohibido. Los buitres se comían las vacas que habían consumido el medicamento e inmediatamente después morían. La desaparición de los buitres, además de un desastre ecológico, es una tragedia para los zoroastristas, porque ahora no tienen bicho que se los coma. El problema se ha intentado solucionar colocando paneles solares en la Torre del Silencio para acelerar la descomposición de los restos, pero aun así la energía alternativa es mucho menos efectiva que los buitres. Y para colmo, durante la época de los monzones los paneles solares no están a pleno rendimiento, con lo cual un seguidor de Zoroastro se muere de aburrimiento a la espera de que se libere su espíritu. Menudo drama tienen encima, aunque para drama, drama… el de los buitres.

§. Ñatitas bolivianas
En el cementerio de La Paz, en Bolivia, se ha instalado una tradición de esas que o eres de allí y te la tomas en serio, o se te quedan los ojos como platos mientras te aguantas la risa, dicho sea con todos los respetos. El día 8 de noviembre, justo una semana después de Todos los Santos, en el cementerio de La Paz cada boliviano que entra lo hace con una calavera debajo del brazo. Hay que verlas: llevan la cara pintada, graciosos gorritos de lana con flores de colores, algodones en las cuencas de los ojos y un cigarro puro en la boca. A veces, hasta gafas de sol. Es el Día de las Ñatitas o Chatitas, que así es como llaman a las calaveras, evidentemente porque son chatas. Los bolivianos que siguen esta tradición están seguros de que las calaveras tienen poderes protectores, y por eso hacen que el cura de la capilla del cementerio se las bendiga cada año para que se renueven sus facultades mágicas. El párroco del cementerio está hasta el gorro de bendecir calaveras, porque esta tradición del Día de las Ñatitas va contra los preceptos católicos, pero se ha dado por vencido y la acepta a regañadientes.
Los orígenes de esta supersticiosa tradición son una incógnita, pero se cree que comenzó hace siglos en el campo andino para evitar la llegada de las lluvias, y que luego fue recreada en la ciudad por los inmigrantes, que le agregaron elementos de la religión católica. Es decir, se mezclan costumbres andinas, esotéricas y cristianas, luego el rito de bendecir las calaveras es un rito profano, pero el cura ha decidido resignarse a la tradición, por mucho que pregunta a quienes la siguen eso de « ¿A ti qué tal te sentaría que te robaran tu calavera de la tumba para tenerla dando tumbos por ahí?». El caso es que cuando las chatitas son bendecidas, algunos de sus dueños las colocan en zonas del cementerio donde se les ofrece comida, bebida y cigarros, y otros se las llevan a casa para festejarlas con alcohol y música durante horas. La pregunta es:

¿A quiénes pertenecieron las calaveras?

Unos las sacan de los cementerios clandestinos de las laderas de La Paz o de las aulas de las facultades de Medicina. O sea, que se trata de calaveras anónimas a las que inmediatamente se adopta como un miembro más de la familia. Pero hay otros que llevan la chatita de su hermano, de su padre o de un amigo. Da igual de quién sea. Lo importante es que el poder de la calavera proteja tu negocio, te busque novia o te libre del vecino de enfrente.
Tradiciones en el mundo de los muertos hay para dar y tomar, y ésta del Día de las Ñatitas es de las más divertidas, sobre todo para las calaveras, que se siguen corriendo la juerga en este mundo cuando ya están en el otro.

§. Gazapos funerarios
La información en los medios sobre asuntos funerarios es muy poco lucida y a casi ningún profesional le apetece documentarse sobre ella. Se entiende. Fuera del suceso, la anécdota o la curiosidad, no interesa hablar de nichos, de concesiones de sepulturas, de técnicas de tanatopraxia… ¿Tanatopraxia? ¿Qué demonios es la tanatopraxia?
Con unos mínimos conocimientos semánticos es fácil deducir que tiene algo que ver con la práctica de la muerte, por lo de praxis y lo de tanato. Pero esto sólo es la teoría.
La tanatopraxia, dicho finamente, es un conjunto de técnicas aplicadas a un cadáver para retrasar o impedir el proceso de descomposición. Un término muy utilizado de unos años a esta parte pero que en determinados ambientes periodísticos suena a chino, y por eso lo escriben como Dios les da a entender. A saber: «tarantoprasia», que debe de ser la técnica de embalsamar tarántulas; «tanatocrasia», que no sé qué demonios es; «tanatoclastia», que aparenta referirse a la muerte de las rocas… por aquello de clástico; y, por último, la «tanatoplastia»… ¿Y cómo se llaman, pues, los profesionales que aplican la tanatoplastia? ¿Tanatoplastas? No parece correcto llamar pesados a unos señores expertos en asuntos tan difíciles. Los profesionales que ejercen la tanatopraxia se llaman tanatopractores o tanatopractas. Y no son ningunos plastas.
No se dan en exceso los patinazos en la prensa con terminología funeraria, al menos no más que con otros asuntos. Ejemplos hay unos cuantos. En un curtido periódico de Galicia, en octubre de 2004, apareció el siguiente título: «Herida una mujer al caer dentro de un nicho vacío del cementerio». ¿Alguien tiene idea de cómo se puede alguien caer dentro de un nicho si no es cogiendo carrerilla y tirándose de cabeza? Y apuntando bien para entrar en el agujero. Si uno continúa leyendo el cuerpo de la información, lo entiende todo, porque el texto seguía diciendo: «El accidente ocurrió cuando la mujer limpiaba un panteón, pisó la lápida de cemento de la sepultura contigua y ésta se rompió. La víctima cayó desde una altura de tres metros». O sea, que era una tumba, no un nicho. Las dos unidades de enterramiento son sepulturas, pero sepulturas de distintas características. A una te puedes caer; a la otra hay que tirarse. Pero el mismo periódico reincidió años después, en julio de 2007, con un titular que decía: «Rescatan a una mujer de Bandeira que se cayó y permaneció varias horas atrapada en un nicho vacío». Otra que se tiró. En Galicia tienen costumbres extrañas, siempre según la prensa.
Más patinazos, pero esta vez achacables, quizá, a una mala pasada que le jugó al redactor que elaboró la noticia el corrector automático del ordenador, ese bicho maquiavélico, con vida propia, que decide cuándo quitar una tilde pese a que quien escribe sabe que determinada palabra tiene que ir acentuada. El asunto iba sobre la escasez de sepulturas en un cementerio de un pueblo gaditano. Decía la noticia: « […] el motivo de que queden tan pocos niños disponibles lo incrementa el hecho de que los nuevos ataúdes son más grandes, y las cajas de ahora no entran en los niños antiguos, que son más pequeños». El corrector de textos se pasó de listo y cambió «nichos» por «niños», pero lo que está claro es que el redactor no repasó la información. Las prisas, el cierre… Comprensible.
Lo mismo le pasó a un redactor de un diario gallego, en una noticia que decía: «El concejal responsable del cementerio de Ribadeo anunció ayer que el gobierno local aumentará en 96 los niños del camposanto. Esta ampliación se hará en dos fases de 48 niños cada una».
Y otro resbalón, esta vez de un veterano periódico del norte de España. Informaba el diario de una numerosa acumulación de restos procedentes de exhumaciones en el cementerio de Santurce, en Vizcaya, debido a que el horno crematorio estaba averiado. El texto continuaba así: «La insólita situación ha provocado la indignación de las familias, que llevan seis años a la espera de que se incineren las exequias de sus seres queridos». Ni los hornos crematorios más punteros disfrutan de la tecnología suficiente para incinerar exequias. Exequias son honras fúnebres, y en la incineración irían incluidos, además del finado, el cura, la concurrencia, los monaguillos… Pues si a la vista está que las exequias no se pueden incinerar, tampoco un muerto se puede mover. Al menos, no debe. El texto siguiente está extraído del teletipo de una importante agencia de noticias en relación a las visitas que recibe cada año San Diego de Alcalá, un franciscano milagroso cuyo cuerpo, según la noticia, «permanece inerte casi desde el mismo momento de su fallecimiento». No hay hasta ahora noticias de cadáver alguno, por muy santo que sea, que no esté inerte, es decir, inmóvil, justo desde el mismo momento en que se murió.
Cuidado también a la hora de comprimir los títulos. Un diario vasco titulaba en julio de 2007 un breve en los siguientes términos: «Agradecimiento por defunción». Como en el texto que seguía al título no se daba las gracias a nadie por haberse muerto, se deducía que el agradecimiento, en realidad, era por las condolencias recibidas. Cuando la prensa utiliza terminología funeraria busca un eufemismo adecuado para huir de palabras tan feas como muerto y cadáver. Suena mejor decir cuerpo, pero ya nos han regañado a los periodistas desde la institución que vigila el correcto uso del español en los medios, la Fundéu, la Fundación del Español Urgente. Dicen que usamos en exceso la palabra cuerpo en sustitución de cadáver. ¿Acaso un cadáver parece menos muerto si es un cuerpo? Es un puro eufemismo, y no parece lógico que si el español dispone de una palabra tan específica como «cadáver» para designar a un cuerpo muerto, los periodistas la desplacemos por otra mucho más general y que además no tiene por qué implicar la idea de muerte.
Hubo en el siglo XIX un gran lingüista llamado Roque Barcia que explicó perfectamente en su diccionario de sinónimos lo que separa y acerca a términos como cadáver, muerto y difunto, que aparentemente definen lo mismo pero con ligeras matizaciones. Roque Barcia, sin embargo, lio la madeja. Según el lingüista, la palabra «cadáver» procede de «caer», de quedarse uno tirado en el suelo y sin movimiento, lo cual no implica haber dejado de respirar. La palabra «muerto» expresaba la simple negación de la vida; es decir, lo que no está vivo, está muerto, que nada tenía que ver con ser un difunto, que sólo se era, según Barcia, en el momento de exhalar el último aliento, cuando el espíritu se ha difundido y te quedas listo. Y decía Roque Barcia, para rematar y acabar de enmarañar la cuestión, que el cadáver carece de movimiento, el muerto de existencia y el difunto de espíritu. Cuando se carece a la vez de las tres cosas, se acabó lo que se daba.
La Fundéu también nos ha llamado al orden por otra cuestión: solicita encarecidamente que dejemos de usar la palabra «cadáver» asociada a autopsia, porque pobre de aquel a quien le hagan una autopsia sin ser cadáver. Consejo: nunca titular como lo hizo un periódico de las islas Baleares: «La autopsia confirmó al cien por cien la muerte de fulanito». Tremenda noticia habría sido que la autopsia confirmara que fulanito seguía vivo.
Y el remate lo puso en enero de 2007 otro diario del País Vasco. La noticia informaba de que salía a concurso la gestión del cementerio de Baracaldo. Parte del texto decía lo siguiente: « […] la nueva firma gestora deberá incorporar al servicio numerosas máquinas, según consta en el pliego de condiciones. Habrá tres elevadores, dos plataformas portaféretros, un descensor [¡¿descensor?!] de ataúdes y un horno inseminador de restos». Repito: un «horno inseminador de restos». El de Baracaldo será el primer y único horno crematorio del mundo que, en lugar de incinerar, insemine. El cierre perfecto para el ciclo nacimiento-muerte-nacimiento.


Notas:
[1] Los años corresponden a las fechas de nacimiento y muerte del personaje en cuestión y, si éstas no se conocen, se indica el siglo.