Postdata - Simon Garfield

Postdata

Simon Garfield

A Justine

Preámbulo

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La rendija en la puerta para el correo, una idea innovadora para 1849. Cortesía de The British Postal Museum and Archive, Londres, Reino Unido/© Royal Mail Group Ltd./The Bridgeman Art Library.[i]

Dejamos las cartas a un lado para volver a leerlas y al final las destruimos por discreción. Desaparece así el aliento vital más hermoso e inmediato, irrecuperable para nosotros y para los demás.
JOHANN WOLFGANG VON GOETHE

Debe de haber millones de personas en todo el mundo que nunca reciben cartas de amor. […] ¡Yo podría ser su líder!
CHARLIE BROWN

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Un antiguo buzón de correos, c. 1853: «[De ellos] no ha sido sustraída una sola carta». Cortesía de The British Postal Museum and Archive, Londres, Reino Unido/© Royal Mail Group Ltd. /The Bridgeman Art Library.

Capítulo 1
La magia de las cartas

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Lote 512. Walker (Val. A.). Prolija correspondencia dirigida a Bayard Grimshaw, 1941 y 1967-1969, que comprende 37 cartas autógrafas firmadas y 21 cartas mecanografiadas con una extensa descripción de Houdini: «Su cámara de tortura acuática simplemente subestimaba la inteligencia del espectador, y no presentaba problemas para el mago ni para el lego». Así describía Walker una representación de Houdini, en la que aquel participaba colocándole las esposas, y otra en la que lo ataba con su propia chaqueta. Walker da asimismo información sobre la camisa de fuerza que usaba y sobre los trucos del tanque en el Támesis y de la Chica Aguamarina, amén de otros documentos sobre escapología, como un folleto publicitario sobre el Desafío de las Esposas o un cartel publicitario del truco de la triple caja de George Grimmond.

Precio estimado 300-400 £.

* * * *

Bloomsbury Auctions es una casa de subastas que no está en el barrio de Bloomsbury sino en una calle que desemboca en Regent Street. Desde su fundación en 1983 se ha especializado en la subasta de lotes de libros y artes plásticas. Muy ocasionalmente, los de artes plásticas incluyen artículos de magia. Todo el mundo siente curiosidad por la prestidigitación, la telepatía, el contorsionismo, la levitación, la escapología y los magos cortados en trozos: son cosas que el tiempo va desdibujando y que nos permiten echar un vistazo asimismo a un mundo que también se desvanece.

El 20 de septiembre de 2012 salió a subasta uno de esos lotes. Incluía un juego completo de trucos, piezas de atrezo, instrucciones para hacer los trucos y montar el atrezo, así como carteles, folletos, contratos y cartas. Otros lotes tenían que ver con algún mago en concreto. Uno de ellos incluía artículos pertenecientes a Vonetta, la Dama del Misterio, una de las pocas mujeres ilusionistas de éxito, que gozó de gran éxito en Escocia, donde se la admiraba no solo por su magia sino por su destreza como travestista. Y había otro lote relativo a Ali Bongo, que incluía diecisiete cartas en las que se describían otros tantos mecanismos, así como la improbable descripción de un «disfraz del Hombre Invisible».

Había tres lotes asimismo dedicados a Chung Ling Soo, seudónimo de William E. Robinson, nacido en 1861 no en Pekín sino en Nueva York (las fotografías del lote muestran a un señor que, más que a un enigmático oriental, recordaba a un Nick Hornby con sombrero). En una de las cartas a la venta se hablaba del rival de Chung Ling Soo, llamado Ching Ling Foo, quien afirmaba que Soo no solo le había copiado en parte el nombre, sino también su técnica: el reinado de ambos alcanzó su punto álgido en 1905, cuando los rivales actuaron en Londres a la vez. Ambos dieron voz a una especie de cólera indescriptible que en taquilla beneficiaba a los dos. Para cultivar su personaje, Chung Ling Soo jamás hablaba durante su espectáculo, en el que, entre otras cosas, respiraba humo y atrapaba peces en el aire.

Entre 1901 y 1918, Soo actuó en teatros como el Swansea Empire, el Olympia Shoreditch, el Camberwell Palace, el Ardwick Green Empire o el Preston Royal Hippodrome. Pero su carrera se truncó en una noche difícil de olvidar en el Wood Green Empire, quizá a cuenta de alguna maldición pronunciada por su contrincante, Ching Ling Foo: el famoso truco de atrapar la bala entre los dientes no salió como debía. Aquella vez, la pistola disparó una bala real, no de fogueo. Como los biógrafos de Soo no tardaron en apuntar, sus primeras palabras sobre el escenario fueron necesariamente las últimas: «Algo ha salido mal. ¡Bajad el telón!». Entre los lotes subastados por Bloomsbury había también cartas en las que amigos y asistentes de Soo sostenían que este había nacido en la ciudad inglesa de Birmingham, a espaldas del hotel Fox, y que su muerte no había sido fortuita. «Nosotros, que conocemos a Robinson, creemos que fue asesinado», escribía un hombre llamado Harry Bosworth.

Sin embargo, el lote estrella era el relacionado con trucos como los de la Chica del Radio, la Chica Aguamarina, Carmo y el león que desaparece, el de atravesar la pared y otros, como el del aserramiento de la joven asistente del mago. Todos tenían que ver con Val Walker. Walker, que tomó el nombre de Valentine por haber nacido el 14 de febrero (de 1890), fue en su época toda una estrella del espectáculo. Se le apodó «el brujo de la Marina» por su habilidad para escapar de un tanque metálico cerrado con llave y sumergido durante la Primera Guerra Mundial (hazaña que repetiría en el Támesis en 1920, bajo el ojo vigilante de la policía, el ejército y trescientos periodistas). Fue terminar de secarse y recibir ofertas para actuar en todo el mundo. Escapó de cárceles en Argentina, Brasil y, según la información adjunta al lote, «de varias prisiones españolas».

Walker fue el David Copperfield o el David Blaine de su tiempo. Actuó en el Teatro del Misterio de John Maskelyne, el local de magia más famoso de Europa por entonces (y quizá de todos los tiempos), situado junto a la BBC. Allí sorprendía al público abriendo esposas, quitándose camisas de fuerza o escapando de un submarino de tres metros de largo que reposaba en el fondo de un tanque de cristal colocado en el centro del escenario. No obstante, el truco con el que Walker se aseguró un lugar en la historia de la magia fue el de la Chica del Radio. Se trataba del típico truco de cajón, una ilusión de restauración en la que una hábil asistente se introduce en una especie de baúl y es aserrada en dos mitades o atravesada con espadas, para al final reaparecer incólume. El papel desempeñado por Walker en el truco es fundamental. Se cree que lo inventó en 1919 y que él mismo diseñó el cajón. Afinó tanto las maniobras de distracción y el palabrerío necesarios para desviar la atención que ese truco se convirtió en la apoteosis de su espectáculo.

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El arma secreta británica: Val Walker se plantea huir. Cortesía de Bloomsbury Auctions.

Llevamos noventa y cinco años viéndolo, sobre los escenarios o en televisión: aparece un cajón del tamaño de una persona sobre ruedas, se le muestra al público, el mago golpea paredes y base, la ayudante entra y se la ata con cadenas, se cierra la puerta y se introducen cuchillos o varas por unos agujeros, además de planchas de metal que parecen cortar a la mujer en tres trozos (las feministas indefectiblemente colocan este truco en su top five). En la era del cinismo y los montajes fotográficos, miramos con indiferencia este tipo de espectáculos, pero en su día la Chica del Radio era todo un acontecimiento. Las planchas de metal, las varas y los cuchillos se retiraban (cómo no), la puerta se abría y se quitaban las cadenas. La chica sonreía sana y salva.

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El truco de la Chica del Radio.

Pero entonces ocurrió algo bastante más espectacular: Walker se aburrió. Se cansó de hacer giras. Envidiaba la fama y la riqueza de las que disfrutaban otros cuyo talento él consideraba menor, como Harry Houdini. Así que un día lo dejó, sin más. Su desaparición de la escena profesional fue, como era de esperar, un truco impresionante: se dio de baja como miembro de The Magic Circle en 1924, retomó su trabajo como ingeniero eléctrico y se mudó junto con su esposa Ethel y su hijo Kevin a Canford Cliffs, un pueblo en la periferia de Poole, en el condado de Dorset. No se le volvió a ver sobre un escenario. Él probablemente quedó satisfecho, pero la magia salió perdiendo.

A finales de septiembre de 1968, varias décadas después de su retirada, Walker protagonizó una última aparición durante una convención en Weymouth. Acudió como aficionado, no como estrella, con un propósito definido: ver representado el truco de la Chica del Radio una vez más. El mago se llamaba Jeff Atkins, y Walker había construido un cajón especialmente para él, ese verano, en el jardín de su casa. Fue en efecto su canto del cisne: Walker murió seis meses después de una enfermedad crónica y degenerativa (probablemente cáncer). Con él se llevó muchos de sus secretos.

Pero no todos: quedaron algunas de sus cartas, fuente de gran parte del material que acaban de leer, recopilado del catálogo de la casa Bloomsbury la víspera de la subasta. Esas cartas dan noticia de sus magníficos espectáculos y también de una vida que aparentemente llevó con modestia, decoro y gran dedicación a los demás (hasta el final, como veremos más adelante).

Cuanto más leía sobre él, más quería saber. En un par de días —desde lo primero que leí sobre Walker en el catálogo en línea hasta que pude curiosear entre sus objetos personales, durante la sesión previa de la subasta— caí hechizado por ese hombre del que jamás había oído hablar antes. Me vi envuelto en su milieu, palabra que Walker usó en más de una ocasión para referirse a un mundo que dependía de su optimista fe en el engaño, el secreto y lo ilusorio. Sus cartas, después, me franquearon el paso al interior de ese mundo.

La correspondencia de Val Walker, a la vez trivial y profunda, conseguía lo que toda correspondencia ha conseguido desde hace dos mil años: seducir al lector, convencerlo, arroparlo sin remisión en una mixtura cautivadora de confesión, emoción e integridad (yo no tenía razones para sospechar que todo fuera ilusión, pese al tema tratado en las cartas). Todo lo que escribió en ellas me dio lo que sus antiguos colegas espiritistas jamás alcanzaron: un amigo del trasmundo. El material subastado no solo saltaba el cerrojo de una subcultura que el inadvertido paso del tiempo hizo cada vez más underground, sino que ofrecía un tesoro de detalles menores, personales, que, en otras circunstancias, habría sonrojado leer. Sentado en la sala de subastas me preguntaba: ¿qué otra cosa puede revivir el mundo de una persona —y el papel que esta jugó en ese mundo— de manera tan directa y vívida, tan transparente e irresistible? Una carta, nada más.

* * * *

Las cartas tienen el poder de engrandecer la vida. Son prueba de motivación y ahondan en el entendimiento. Demuestran cosas, cambian vidas y reordenan la historia. Hubo un tiempo en el que el mundo funcionaba gracias al correo. Las cartas desempeñaban la función de lubricante de la interacción humana y propugnaban la dispersión de ideas. Fueron canal callado de lo banal y lo valioso: la hora a la que llegaríamos a cenar, el relato de un día fantástico, las más emocionadas alegrías y penas del amor. En aquel entonces debía de ser impensable un mundo en el que la correspondencia no se valorase, o se desechara sin más. Un mundo sin cartas sería ciertamente un mundo sin aire que respirar.

Este libro trata sobre ese mundo sin cartas, o al menos sobre su posibilidad. En él reflexiono sobre lo que hemos perdido al sustituir las cartas por los mensajes de correo electrónico: el sello, el sobre, la pluma, un proceso mental más pausado, el usar la mano y no solo las puntas de los dedos. Con él quiero celebrar lo pretérito y el valor que damos al alfabetismo, a la reflexión juiciosa y a la anticipación. Me pregunto si no es también un libro sobre la amabilidad o la generosidad.

La digitalización de la comunicación ha ejercido un efecto devastador sobre nuestras vidas. Sin embargo, el impacto de la escritura de cartas —tan gradual y tan fundamental— ha pasado desapercibido como un verano londinense. Un elemento crucial para el bienestar emocional y económico desde la antigua Grecia se viene desvaneciendo desde hace veinte años. Dentro de otros veinte, la próxima generación creerá que el barco de vapor y el acto de lamer un sello son dos cosas equiparablemente antiguas. Hoy se puede todavía viajar en barco de vapor y también se pueden enviar cartas, pero ¿por qué íbamos a hacerlo si existen alternativas mucho más rápidas y cómodas? Este libro tratará de dar una respuesta positiva a esta pregunta.

Este no es un libro contra el correo electrónico (¿qué sentido tendría?). Tampoco va contra el progreso (pues ese libro quizá podría haberse escrito con la llegada del telégrafo o el teléfono, ninguno de los cuales sustituyó al correo como se predijo, al menos no como lo ha hecho el correo electrónico). A este libro lo impulsa una sola cosa: el sonido que hace una carta al aterrizar sobre el felpudo. Aún estoy buscando la manera de describir ese suspiro azul que es una carta aérea, el peso ostentoso de una invitación con su correspondiente Se ruega confirmación, el feliz apretón de manos de una nota de agradecimiento. Auden lo describió certeramente: lo romántico del correo y de las noticias que trae, las posibilidades transformadoras de la correspondencia. Solo la llegada de una carta nos despierta una fe que nunca se agota. La bandeja de entrada del correo electrónico frente a la caja de zapatos envuelta en papel de estraza: esta última será atesorada y nos acompañará cuando nos mudemos, o la dejaremos atrás y alguien la encontrará cuando nos hayamos ido. ¿Debería nuestra historia, la prueba de nuestra existencia personal, residir en un servidor (en una nave de paredes metálicas en mitad de una llanura estadounidense) o más bien donde siempre lo ha hecho, esparcida entre nuestras posesiones físicas? Un correo electrónico es más difícil de «guardar», pero nunca pierde su perdurabilidad de píxel, y eso es una paradoja que solo ahora empezamos a asimilar. Los mensajes de correo electrónico son un dedo que nos tamborilea en el hombro para avisarnos de algo, pero las cartas son caricias y siempre se quedan merodeando para ser redescubiertas.

Hay una anécdota sobre Oscar Wilde: escribía cartas en su casa de Chelsea, situada en Tite Street (aunque atendiendo a su forma de escribir, sería más exacto decir «garabateaba») y, como era tan brillante y su brillantez le ocupaba tanto tiempo, no se molestaba siquiera en enviarlas. En su lugar, colocaba el sello y tiraba la carta por la ventana. Sabía que algún viandante vería la carta, pensaría que se le habría caído a alguien y la echaría al buzón más cercano. A los demás no nos funcionaría: solo gente como Wilde hace gala de ese tipo de fe indiferente. Jamás sabremos cuántas cartas no llegaron jamás al buzón y a su destinatario, pero podemos estar bastante seguros de que si el método no hubiera sido eficaz o las cartas hubieran sido ignoradas por haber caído en un montón de estiércol, Wilde habría dejado de enviarlas así. Y hay muchas cartas de Wilde enviadas desde Tite Street y desde otros lugares que lo han sobrevivido y han salido a subasta a precios accesibles. Esta historia no tiene moraleja como tal, pero invoca una viva imagen de Londres en la última época victoriana: el tráfico de coches de caballos sobre la calle empedrada, el bullicio, el estrépito y la charla de los londinenses, y alguien, probablemente tocado de sombrero, que recoge una carta del suelo y hace lo que es de esperar, porque pasar por el buzón era parte de la rutina diaria.[1]

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Oscar Wilde escribe a la señora Wren, 1888. Cortesía de coleccionista privado/Photo © Christie’s Images/The Bridgeman Art Library.

Existe una integridad en las cartas que no poseen otras formas de comunicación escrita. En parte, esto tiene que ver con la aplicación de la mano sobre el papel, con el paso del papel a través del carro de la máquina de escribir, con el esfuerzo de expresar las cosas correctamente a la primera, con ese intuitivo propósito concentrado. En mi opinión, hay también otros factores: el transporte de la carta en sí, el saber qué camino va a seguir cuando la cerramos. Sabemos dónde echarla, más o menos cuándo será recogida, el hecho de que la meterán en una saca, la clasificarán, la cargarán en un furgón, un tren u otro medio de transporte, y de nuevo el mismo proceso a la inversa. Por lo contrario, no tenemos ni idea de adónde van nuestros mensajes de correo electrónico cuando pulsamos Enviar. No podríamos seguir su camino aunque quisiéramos: al final se trata de otro desvanecimiento. Ningún operario con mugriento uniforme de trabajo responde con desgana el teléfono en la Oficina de los Emails Perdidos. Si no llega, pulsamos Enviar otra vez. Pero la mayor parte de las veces, llega después de un viaje bastante poco humano. El etéreo mensajero es anónimo e inodoro y el mensaje llega sin matasellos, sin rasguño ni arruga. La mujer entra en el cajón y reaparece incólume. Se alivian las penurias y con ello mengua también lo gratificante de recibir un mensaje.

Yo quería escribir un libro sobre eso, lo gratificante. Quería también repasar brevemente grandes correspondencias y escritores de cartas del pasado, aderezarlo todo con una breve historia del correo, reflexionar sobre cómo valoramos las cartas de nuestra vida, las que guardamos con mimo, y explorar cómo antaño se nos formaba rigurosamente en la redacción de este tipo de textos. Me ha entusiasmado conocer a otras personas que sentían la misma fascinación que yo por las cartas, algunas de ellas hasta el punto de querer revivirlas. A mí me interesaba principalmente la correspondencia personal, más que las cartas profesionales o administrativas, aunque estas también pueden revelar muchos datos sobre nuestras vidas. Las cartas de que hablo en este libro son de las que aceleran el corazón, esas que a menudo reflejan, en las amadas palabras de Auden, una alegría infantil. Yo no aspiraba a escribir una historia completa de la correspondencia escrita y definitivamente no quería hacer una recopilación exhaustiva de grandes cartas (el mundo es demasiado viejo y además no existe el espacio adecuado: sería como reunir todo el arte del mundo en una sola galería), pero sí quería homenajear algunas cartas que han logrado una hazaña igualmente hercúlea: capturar con arte todo un mundo sobre una sola hoja de papel. Postdata comenzará su viaje en la Britania romana, en la que se firmaron las primeras cartas conocidas en el Reino Unido. Allí descubriremos que la forma en que nos saludamos y despedimos por carta no ha cambiado en dos mil años. La carta, en general, no ha sufrido muchos cambios en todo este tiempo. Pero ahora existe el riesgo de que sí lo haga, e irreversiblemente.

* * * *

La subasta se celebró un jueves otoñal, apenas unas semanas después de la clausura de los Juegos Olímpicos. A unos metros escasos de la sala había gente haciendo cola para consultar su correo electrónico en una tienda de Apple. Cerca, en Bond Street, se encuentra Smythson, la elegante tienda de artículos de cuero y papelería. A Samantha Cameron, asesora creativa y esposa del primer ministro, supuestamente le habían pedido asesoramiento sobre unas cajas para tarjetas postales de la marca Empire, decoradas con elefantes indios y valoradas en cincuenta libras. Uno de los muchos artículos de esa tienda que mantiene viva la elegancia contra viento, marea y pantallas táctiles.

Sin embargo, entre estos símbolos de lo nuevo y de lo antiguo encontramos algo intemporal. Como una buena novela, una casa de subastas promete evasión, drama y descubrimientos, así como la posibilidad de acceder a una verdad superior. También garantiza el intercambio comercial: el orgulloso sentido de la propiedad en una mano y las ganancias en la otra, una ecuación tan antigua como los puestos de un mercado babilonio. De vez en cuando, las buenas ventas ofrecen también historia y autobiografía, y quizá una perspectiva sobre la vida que hasta entonces se nos había negado. La subasta sobre artículos relacionados con la magia fue una de esas ventas. ¿De qué otro modo se recordaría a estos hombres y mujeres fulgurantes, en una edad en que la magia ha quedado prácticamente relegada a los espectáculos de Las Vegas y a las bar mitzvahs judías? No hay mucha esperanza para un ilusionista en la era digital, no solo porque hay muchas otras maneras de pasar una velada, sino porque Internet ha descerrajado hace tiempo los compartimentos más secretos de su arte. Los ilusionistas se han visto empujados a posmodernizarse: los expertos magos Penn & Teller, por ejemplo, hacen trucos y a continuación explican cómo los hacen, conscientes de que la brecha que se abre entre saber cómo se hace un truco y saber efectivamente ejecutarlo salvaguardará durante un tiempo su oficio.

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Walker con camisa de fuerza.

En las cartas de Walker leí que la joven del truco de la Chica del Radio se escondía tras un panel antes de que entraran las hojas de metal, y que el cajón era más profundo de lo que parecía. Pero esa información no me basta para convertirme en mago. A mí no me interesaban especialmente los secretos de los trucos. Me interesaba quiénes los hacían y por qué, y cómo eran sus vidas. Llegada la fecha de la subasta, yo había tomado la determinación de comprar las cartas de Walker, así que el jueves por la tarde cambié el número de tarjeta de crédito por una de esas paletas de cartulina que se usan en las subastas y me senté en mitad de la sala a ver los lotes pasar hasta que se presentase el mío.

Los primeros eran de libros que no tenían mucho que ver con la magia, o al menos no directamente. Ahí estaba Alicia en el País de las Maravillas, de Charles Lutwidge Dodgson (alias Lewis Carroll), en una edición de Black Sun Press fechada en 1930 (pequeña rotura en la parte superior del hendido de cortesía, camisa de papel vegetal, pequeños desperfectos en esquinas y lomo, precio estimado entre 4.000 y 6.000 libras). Sin vender. Y también Wilde, Oscar, El retrato de Dorian Gray, primera edición en forma de libro, 1891, primera impresión con errata en pág. 208 («nd» en lugar de and), color oscurecido, desperfectos en las esquinas, precio estimado entre 750 y 1.000 libras (vendido por 700).

Cuando le tocó el turno a la magia, empezó a sonar un nombre que aparecía una y otra vez como la falsa moneda. Bayard Grimshaw, fallecido en 1994, era el destinatario de varias de las magníficas cartas subastadas y, al parecer, uno de los mayores admiradores del mundo mágico. Fue corresponsal especializado en ese tema para World’s Fair, semanario del espectáculo, y trabó amistad con muchas estrellas de la prestidigitación. Quizá detectó el nicho en el mercado y, sabiendo de la credulidad del público, él mismo se animó a hacer magia. Montó un espectáculo de mentalismo junto con su esposa, Marion, y se convirtió así en un verdadero connaisseur del ilusionismo. Se ganó la confianza de The Magic Circle, la asociación profesional de magos británicos, haciéndose con una gran cantidad de documentación y correspondencia sobre ese mundo. Posiblemente creyó que algún día todos esos papeles tendrían valor.

Como coleccionista entusiasta —de sellos, planos del metro y variados cachivaches típicamente masculinos—, yo ya había asistido a algunas subastas, pero ninguna de tan escasa convocatoria como esta. Una vez adjudicados los lotes de libros, se marcharon unas quince personas. A la mitad de las restantes ya las había visto el día anterior, durante la presentación de la subasta. La mayoría de los que habían acudido interesados por los libros desaparecieron y, aunque hubo quienes se unieron a la subasta por teléfono o Internet, los precios rara vez superaron la estimación al alta, lo que me dio ciertas esperanzas. Además, quienes seguían allí parecían más interesados en los artilugios y los trucos en sí que en los documentos. Sin embargo, cuando ya empezaba a creer que me haría con las cartas por un precio irrisorio, o al menos por un precio cercano a la estimación a la baja (300 libras), algunos lotes empezaron a adjudicarse al triple o cuádruple del precio inicial, y otros pocos se vendieron por más de 1.000 libras. Uno de ellos fue un juego de barajas de cartas para trucos, la más antigua fechada en 1820: barajas de forzaje, para barajar en cascada, cartas trucadas… Artículos tan sugerentes que yo mismo tuve que controlarme para no pujar impulsivamente.

A uno de los lotes se le había asignado el nombre de «Mentalistas», tal cual. Se trataba de una colección de cartas alusivas al mentalismo, una de las cuales relataba detalladamente un espectáculo protagonizado por el Gran Nixon. En otra, fechada en 1938, se decía que este era un fenómeno digno de estudiarse en laboratorio. El Gran Nixon, claro está, era un impostor, y la mitad de su grandeza la debía a los secuaces que infiltraba en el público. Pero tal era la atracción que ejercían los ilusionistas en ese tiempo que probablemente entre el público hubiera pocos incrédulos: querían que el truco no fuera truco, sino magia. El mundo había pasado ya por horrores mayúsculos a esas alturas de siglo así que, ¿por qué mostrarse cínico cuando podía uno abandonarse al asombro? Hoy todo es distinto: la magia es solo un truco y el placer no lo proporciona la ilusión, sino el reto de desenmascarar al mago.

La subasta fue avanzando y desfilaron varios lotes relativos a madame Zomah y siete cartas en las que se mencionaba a los Piddington[2]. Probablemente no era más que cuestión de tiempo que el caballo Henry bailase el vals. Pero entonces llegó mi turno: el lote 512. La puja arrancó lenta. A nadie le interesaba ya la Chica del Radio, y mucho menos la Chica Aguamarina. Pero entonces, cómo no, la cosa se animó. La puja pronto alcanzó las 200 libras. Yo me había prometido a mí mismo (y a mi mujer) que no pagaría más de 400. Subió de nuevo a 260 y acto seguido a 280. Yo estaba tan envalentonado que ni siquiera bajaba la mano entre pujas. No estaba dispuesto a tirar la toalla. Ni siquiera sabía contra quién estaba pujando: era una voz anónima en un teléfono que un empleado de la casa de subastas se pegaba al oído. Entonces, la puja se detuvo. Yo era el último en haber levantado la paleta. El martillo golpeó en 300 libras sin que se produjese reacción alguna entre el público: ni murmullos, ni aplausos. Otro lote vendido, y cuando quise darme cuenta ya estaban presentando el 513. Me había salido con la mía: había conseguido las cartas y las cartas me habían conseguido a mí.

Cuando llegué a casa, me empapé de nuevo sobre cómo aserrar a una chica en dos (un cajón trucado, una ayudante muy flexible, un par de pies controlados electrónicamente en un extremo) y también sobre cómo hacer que el cajón parezca más pequeño de lo que es (cinta negra, el punto de vista del público, una ayudante que mete tripa hasta lo indecible). Pero no todo el conocimiento puede escribirse y el arte de la magia no puede enseñarse con una mera explicación, sino que debe aprenderse, siguiendo el ejemplo del maestro y dedicando extenuantes horas a la práctica. Describir el truco en detalle, además de romper con el Código del Mago, sería como enseñar al piloto novato la cabina del avión. Ocasionalmente, sin embargo, las cartas preservan algunas muestras de charlatanería de escenario bien afinada:

Hoy me gustaría presentarles uno de los trucos más fantásticos que verán jamás. Tras este telón hemos instalado una cabina telefónica de aspecto algo extraño. Por dentro es perfectamente normal. Abrir y enseñar. Lo único que tiene de raro por dentro es que en el techo y en la base se han abierto pequeños agujeros. Honey (la señorita Honey Duprez) entrará en la cabina y nosotros introduciremos y sacaremos varias cuerdas por estos agujeros. Poner música mientras tanto. Colocar de nuevo el micrófono en su pie. Tras introducir y sacar las cuerdas, coger micro de nuevo. Vamos a intentar realizar una secuencia de efectos absolutamente imposible… Supongo que habrán percibido el ambiente festivo […]. Hoy cumple años el gerente del teatro.

Se introducen las planchas de metal y unos tubos de sección cuadrada de 45 centímetros de perímetro, que atraviesan la cabina telefónica por su centro y, aparentemente, a Honey Duprez. «Sacar el tubo y las planchas en orden inverso, lanzándolos ruidosamente al fondo del escenario. Girar el cajón una vez para dar tiempo a la chica a recoger los nudos y ocultarlos. Entonces, con cierto aspaviento, quitar los tres pasadores y abrir el cajón. Sale la chica, se acerca el proscenio y saluda con una reverencia. Acercarse y hacer reverencia junto a ella.»

Los trucos, sin embargo, son ya viejos y prácticamente irrepresentables hoy día. Su sitio estaría en un museo de Las Vegas. Las descripciones que leí me recordaron a una vieja canción que Clive James escribió junto a Pete Atkin titulada «The Master of the Revels» («El maestro del goce»), que contaba la historia de un hombre-espectáculo que en su despacho guardaba los diseños para «el primer apretón de manos explosivo» y «las trayectorias trazadas por los pasteles de crema». ¿Qué habrá sido de Honey? ¿Dónde acabaría aquella cabina telefónica?

Cuando no lloraba las malogradas carreras profesionales de los colegas o sus ilusiones perdidas, Walker se ocupaba en su correspondencia de defender su propio trabajo. Mirando atrás, al final de su vida, comenzó a preocuparse por su reputación y a preguntarse cómo sería recordado su truco del cajón tras su muerte. Walker había oído que un joven mago había comenzado a representar una ilusión con cajón trucado que recordaba mucho a la Chica del Radio, y que ese truco le había sido desvelado por otro mago. Walker se convenció, sin llegar a presenciar nunca la ejecución del truco, de que la patente de su ilusión —que había registrado en 1934—había sido infringida.

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Un dictamen con truco. The Magic Circle interviene en 1966. [5 de octubre de 1966. Estimado señor Comb: Me ha solicitado la Comisión de Políticas y Economía que le escriba al respecto de la queja presentada por el señor Val Walker, según el cual usted ha infringido sus derechos de autor por un truco que él registró en agosto de 1934. Su queja se refiere específicamente al siguiente fragmento de la patente: «En el que una pieza tubular se hace pasar por una abertura bastante centrada hecha en una de las paredes del cajón y sale por una abertura en la pared contraria.» Aunque quizá la patente haya expirado, el registro realizado por el señor Val Walker en 1934 demuestra que el efecto es de su propiedad. Si pudiera usted aportar pruebas de que dicho efecto era propiedad de otra persona antes de esa fecha, podría constituir un argumento para el debate al respecto con el señor Walker. Apreciaremos cualquier comentario. Atentamente, John Salisse.]

Se desató entonces la batalla y, con ella, un toma y daca de cartas que se prolongó durante todo un año. «Temo que todo esto estalle en un holocausto», escribió John Salisse, secretario de The Magic Circle. Conforme avanzaba el intercambio de cartas, iban emergiendo los secretos del truco. Un testigo experto afirmó que los argumentos de Walker eran fútiles, «a menos que quiera dar a entender que la idea general de perforar viva a una persona ha nacido con usted». Me entristeció leer sobre todas aquellas sutilidades y conocer el enorme cuidado que se dedicaba a todas y cada una de las ilusiones. Los grandes magos no deberían tener permitido desaparecer así como así.

El otoño de 1968, Val Walker volvió brevemente al candelero. Asistió a una convención de magos celebrada en la ciudad de Weymouth, en la costa sur de Inglaterra, donde vio a un mago llamado Jeff Atkins representar su Chica del Radio una última vez. «No estoy seguro de si fue en 1921 o 1922 cuando construí el cajón original, en el taller que había en el sótano del teatro de Maskelyne», escribió. «P. T. Selbit presenció los ensayos y un tiempo después me preguntó si le importaba que usase la idea básica para obtener un efecto particular en un truco distinto, lo cual naturalmente no me pareció mal. De ahí nació el truco de la mujer aserrada, en el que utilizó un cajón de las mismas dimensiones. Me daba pena y a la vez me divertía comprobar la gran cantidad de variaciones que han surgido del truco y que el público ha tenido que tragarse durante estos cuarenta y tantos años. La verdad, no creo que mi versión del efecto de perforación se haya visto mejorada en todo este tiempo.»

Walker informó al semanario mágico Abracadabra de que, habiendo regresado al mundo de la magia, ardía en deseos de asistir a la siguiente edición de la convención, que se celebraría en Scarborough. Pero no tuvo ocasión. En sus cartas se habla de una enfermedad que progresaba: «No estoy seguro de que pueda asistir», «Quizá no pueda veros, por mucho que quiera.»

Pocos días antes de morir, envió sus últimas cartas desde un hospital de la costa meridional de Inglaterra. En una de ellas se despedía diciendo que «se le podía contactar en la dirección del encabezado» («reached at the address above»). Pero no escribió literalmente «at» (en inglés, «en»), sino que utilizó un antiguo pero poco conocido símbolo. Era febrero de 1969, dos años antes de que se enviara el primer mensaje de correo electrónico de un ordenador a otro. Ese símbolo era @.

Capítulo 2
Desde Vindolanda, salud

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Sales una despejada mañana de marzo desde el distrito de los Lagos, en el noroeste de Inglaterra. Coges la carretera hacia el norte desde Penrith, giras hacia el este en Carlisle, dirección Brampton, y luego empiezas a ascender los Peninos. La carretera zigzaguea vacía y te preguntas si no será aquí donde ruedan los anuncios de coches. Sigues avanzando. Una carretera comarcal se desvía hacia el sur. Pasas un caserío llamado Twice Brewed [literalmente, «Dos veces fermentado»]. Te sientes tentado a detener el coche, hacerte una foto en el cartel y tuitearla. La carretera desciende una curva tras otra hasta una granja llamada Winshields y una hospedería de nombre Vellum Lodge. Ante ti, dos autobuses escolares llenos de niños, a las puertas de las ruinas de Vindolanda, donde aparecen las primeras pruebas históricas de la correspondencia tal y como la conocemos.

Aquí se construyeron entre el año 85 d. C. y el 130 d. C. cinco fuertes de troncos y tierra que tenían como fin la defensa del Stanegate, la calzada romana que atravesaba de una punta a otra el istmo de Gran Bretaña, fundamental para el transporte de tropas y víveres en la región. Londinium estaba a una semana de viaje al sur y probablemente llevase un mes alcanzar el corazón del imperio, Roma. Vindolanda (se supone que la etimología del topónimo es «campos blancos») era una guarnición como otras: a sus puertas acampaban 50.000 hombres. Aquella se consideró oficiosamente la frontera septentrional hasta que, apenas un par de kilómetros al norte, comenzó a construirse el muro de Adriano en el año 122. Los fuertes eran centros vitales de comunicación, así que quizá no deba sorprendernos que en el otoño de 1972, al excavar el arqueólogo Robin Birley una zanja para drenar el exceso de agua de la esquina suroeste del yacimiento, apareciese la primera prueba de un gran tesoro romano por descubrir.

Lo más impresionante es lo bien que se habían conservado algunos objetos. A algo más de dos metros de la superficie, Birley dio con una sandalia de cuero en tan buen estado que podía leerse hasta el nombre del fabricante. Encontró además otros muchos fragmentos de cuero y tejidos, lo que produjo expectativas bastante prometedoras sobre posibles descubrimientos adicionales. Aquel fue un episodio que durante las décadas siguientes empujó a muchos jóvenes ingleses a convertirse en arqueólogos, una especie de fiebre de Tutankamón cincuenta años más tarde. Pero entonces el mal tiempo norteño dijo «aquí estoy yo» y empezó a llover, y Birley las pasó negras, como ya hicieron los romanos antes que él en aquel apartado valle. Al final, el arqueólogo se vio obligado a cerrar el yacimiento durante todo el invierno.

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La carretera a Vindolanda.

Birley llevaba la excavación en la sangre. Era hijo de Eric Birley, quien en 1929 había comprado la finca de Chesterholm, donde aún permanecían en pie los fuertes de Vindolanda. Birley padre hizo descubrimientos de gran relevancia, que consolidaron la idea que hoy tenemos de la defensa organizada por los primeros romanos en el norte de Inglaterra.

Durante sus investigaciones descubrió algunas monedas y trozos de cerámica. Objetos en realidad insuficientes para devolver a la vida aquel mundo pretérito, dos mil años después. Los trabajos de excavación de su hijo Robin se reanudaron en marzo de 1973.

Se encontraron más calzados de cuero, un pendiente de oro, un broche de bronce, llaves, martillos, cuerdas, bolsos, herramientas para despellejar animales, valvas de ostra y huesos de bueyes, cerdos y patos.

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Robin Birley, sobre el terreno. Cortesía de The Vindolanda Trust.

Todos estos objetos se hallaban enmarañados entre helechos, ramas de brezo y briznas de paja, y se habían conservado excelentemente gracias al contacto con excrementos. Los romanos quizá tirasen todo aquello a la basura y, de hecho, aparecen indicios de incineración intencionada. Lo que para ellos era desperdicio, para nosotros, naturalmente, es otra cosa. El carácter inundable de aquel terreno, la vegetación apelmazada que lo protegía y las barreras artificiales que se levantaron en las sucesivas reconstrucciones habían creado condiciones ideales para la conservación.

Pero entre aquellos restos aparecieron más cosas: listas y cartas. Estaban escritas sobre delgadas tablillas (algunas de un grosor inferior al milímetro, la mayoría de dos) de madera de abedul, roble y aliso. Unas pocas aparecieron dobladas del mismo modo que se dobla un sobre, y la mayor parte estaban escritas con tinta. A otras, las más gruesas, se les había rascado la superficie para sustituirla por una capa de cera sobre la que grabar con estilete y, en algunos casos, el amanuense había traspasado la cera, dejando marcas permanentes sobre la tabla. En 1973 se recuperaron ochenta y seis tablas, deshechas en un total de doscientos fragmentos, más de la mitad de los cuales presentaban escritura visible. El mayor de ellos mide unos ocho centímetros por seis, el tamaño de una tarjeta de crédito.

La palabra «tablilla» quizá haga pensar en un objeto sólido aunque quebradizo. Sin embargo, aquellas piezas dispersas eran absolutamente ilegibles. Algunos fragmentos fueron enviados al jardín botánico de Kew Gardens para su análisis, otros al departamento de fotografía de la Universidad de Newcastle y la vasta mayoría terminó en el laboratorio del Museo Británico. Se descubrió entonces que las tablillas habían vivido una venturosa vida bajo tierra: si se hubieran descubierto hace dos siglos, las restringidas habilidades de conservación de los científicos de entonces habrían reducido sensiblemente su longevidad. Las tablillas habían caído por suerte en manos de científicos muy preparados que las sometieron a un novedoso proceso de deshidratación, desarrollado apenas unos meses antes en Copenhague y París.

«La madera estaba bastante blanda y se rompía fácilmente si no se manipulaba con cuidado», explicaba Susan Blackshaw, la primera persona en estudiar las tablillas de Vindolanda en el Museo Británico, en Studies in Conservation, abril de 1973. Añadía que los arqueólogos le habían contado que la escritura de las tablillas se distinguía perfectamente cuando las desenterraron, pero que «se había desvanecido rápidamente al contacto con la luz y aire».

Las tablillas se fotografiaron con película infrarroja. Blackshaw trató de desentrañar el mensaje oculto. Las cartas estaban escritas en latín y presentaban lo que un primer informe de la revista Britannia definió como «una amplia gama de estilos y grafías», desde la más diligente escritura cotidiana hasta auténticos conatos de caligrafía. La revista señalaba asimismo: «Es enorme el valor potencial de tan significativa cantidad de material escrito en latín, proveniente de ese lugar y época».

Cuando las tablillas llegaron al Museo Británico todavía estaban húmedas. Para deshidratar la madera se usó una combinación de alcohol desnaturalizado y éter, un complejo proceso que conllevó casi cuatro semanas de empapados, evaporaciones y escurridos. Las tablillas astilladas se trataron delicadamente con resina. Luego se volvieron a fotografiar con película infrarroja. En palabras de Blackshaw, «quedó claro que el tratamiento resaltaba el rastro dejado por la escritura y que no se había perdido ningún fragmento de ella».

Se presentó entonces el contenido de dos de las tablillas a la comunidad académica. La primera, formada por cuatro pequeños fragmentos y escrita con grafía alta y delgada, era un estadillo de víveres, casi con total seguridad alimentos comprados para el rancho de las tropas de Vindolanda. El estadillo desmentía la extendida creencia de que los soldados romanos comían poca carne (a menos que fuera la lista de la compra para un banquete festivo).

Traduciendo del latín (y presuponiendo algunas cosas) la tablilla decía lo siguiente:

[…] de especias […] una corza […] de sal […] lechón […] jamón […] de cereal […] venado […] encurtido […] corza […] total (en denarios) 20 […] de farro […] total […]

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Ruinas a la carta. Vindolanda en 2013. ©Adam Stanford y The Vindolanda Trust. La segunda tablilla, en dos fragmentos, era una carta personal destinada a un soldado destacado en el fuerte: Te he enviado [¿?] x pares de calcetines y de Sattua [¿?] dos pares de sandalias, y dos pares de calzones y dos pares de sandalias […] Saluda a mis amigos [¿?] […]ndes, Elpis, Ju[…]eno. Tétrico y todos tus compañeros de rancho; pido a los Dioses que todos disfrutéis de larga vida y la mejor de las fortunas.

Las notas que acompañaban a la publicación de estas cartas, redactadas por los especialistas A. K. Bowman, J. D. Thomas y R. P. Wright, mostraban numerosas dudas acerca de la escritura, las palabras y su sentido. Todo un sudoku: «Si r y m son las interpretaciones correctas, no obstante, solo cabría esperar una vocal entre ambas, y esa vocal ha de ser a. Así pues, si debemos interpretar ram, nos encontramos ante una desinencia de pluscuamperfecto […] que debería entenderse como pluscuamperfecto epistolar con sentido de perfecto».

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Invitación a una fiesta de cumpleaños, año 100 d. C. Una pena habérsela perdido. © The Vindolanda Trust.

Y no habían hecho más que empezar a trabajar. Los soldados de Vindolanda combatieron en muchas guerras, contra los rebeldes del sur y las hordas escocesas que acechaban desde el norte, y también contra las inclemencias invernales. Pero sus descendientes encaraban una última batalla: convencer de que aquellos frágiles restos escritos aparecidos bajo tierra arrojaban luz sobre un pasado salvajemente cautivador.

En las décadas posteriores al primer descubrimiento, los arqueólogos desenterraron en Vindolanda más de mil cartas y documentos. Aparecerán muchos más. Es un proceso lento: cavar una zanja es de por sí una hazaña, pues hay que levantar los cimientos de piedra que se construyeron sobre los fuertes de madera originales, en pie hasta que los romanos abandonaron Gran Bretaña, más de tres siglos después. Además, el agua no ayuda, pues cada vez que se hace un agujero, este se inunda. El estable entorno que conservó las tablillas durante casi 1.900 años en condiciones perfectamente anaeróbicas se niega en redondo a entregar el resto. En cualquier caso, aquellos arqueólogos que se calaron hasta los huesos nos descubrieron nuestras cartas más antiguas. Ahora conocemos la vida en la Britania romana con más detalle que en 1972, y entendemos mejor qué significaba ser romano en nuestra isla.

Las ruinas de Vindolanda, ese lugar en el que hace siglos alguien calzado con sandalias comió corza y lechón, se sitúan en una agreste zona del condado de Northumberland, fácilmente accesible hoy en carruajes alimentados por combustible fósil y construidos en Japón o en Swindon. Existen otras maneras de llegar: a pie (obligatorio el cortavientos), en un paseo de tres kilómetros desde una estación en la que no paran los trenes rápidos. En cualquier caso, la mayor parte de turistas londinenses y del sureste inglés cambiarían alegremente el coche por el placer de vivir una «auténtica experiencia romana» a principios de marzo. En efecto, al visitante le esperan muchas vivencias genuinas a su llegada: un sendero que recorre el sinuoso valle y que le permitirá visitar pozos de piedra, baños, letrinas, barracones, graneros, la residencia de los oficiales y el cuartel, todo bien limpio y cuidado, tanto que el lugar sin duda cobrará vida en su imaginación.

El pequeño museo que se levanta al pie del valle, rehabilitado en 2012, refleja a la perfección el espíritu de Vindolanda, ante todo porque está integrado en una estructura de la época: antes fue la casa de campo de la finca de Chesterholm, construida en el siglo XIX y hogar del clérigo anglicano Anthony Hedley, primer excavador de los fuertes. La exposición de sandalias, cacharros, lanzas y piedras preciosas dan paso a las tablillas escritas, conservadas en una vitrina alta y oscura de madera y vidrio e interior climatizado. El visitante se aproxima con emoción y silenciosa reverencia, y las cartas se hacen cada vez más elocuentes:

Másculo a Cerial, su rey, salud. Os ruego, señor mío, que deis instrucciones acerca de qué hemos de hacer mañana. ¿Hemos de regresar todos con el estandarte a [¿el ara situada en?] el cruce o solo uno de cada dos [es decir, la mitad]? […] A la espera de su respuesta. A mis soldados no les queda cerveza. Ordenad que se envíe.
Octavio a su hermano Cándido, salud. Con respecto a las cien libras de tendón de Marino, arreglaré las cuentas […] Te he escrito muchas veces que he comprado unos cinco mil modios [unos cuarenta y cinco mil litros] de espigas de cereal, y necesito dinero para pagarlos. A menos que me envíes algo de dinero, al menos quinientos denarios, perderé el depósito que ya pagué y seré deshonrado. Te pido, así pues, que me envíes algo de dinero cuanto antes. Las pieles [de que] hablas llegaron ya a Cataractonium [Catterick, entonces centro de curtidurías] […] Habría podido recogerlas ya, pero no quería que las bestias se lesionaran por el mal estado de la calzada.
[3]

Junto a las vitrinas, un vídeo explica que este ha sido solo el primero de varios grandes descubrimientos futuros. Las excavaciones continúan profundizando, también en campos aledaños, y la limpieza, la fotografía y la interpretación ya no se llevan a cabo en Newcastle, sino sobre el terreno. El yacimiento se ha convertido en un ajetreado taller en el que se trabaja con ilusión. En la parte de atrás de la vitrina se muestra una selección de cartas realizada por el propio Robin Birley, entre ellas la solicitud de cerveza citada o una detallada enumeración del efectivo en una fecha específica. Hay otras cartas que hablan de los preparativos para las fiestas saturnales y otras en las que se debate la utilidad de las redes de caza, o se da información confidencial sobre las fuerzas de las tribus britanas. En otra carta, por fin, se discurre sobre el significado de la amistad en las tierras fronterizas.

En el Museo Británico pueden verse muchas tablillas más. Parte de la fascinación que producen tiene que ver con su historia: desde que fueran descuidadamente desechadas en el año 90 o 95 d. C. hasta su gozosa recuperación en la era de los viajes a la Luna y el teléfono móvil. También nos cautivan la sencillez y la brevedad de las cartas, así como su implacable cortesía, tal hincapié se hace en los saludos y despedidas. Asimismo, nos llama la atención el sentido de la eficacia que transmiten: el triunfo romano en esas vastas tierras y el funcionamiento del puesto de avanzada dependía de esos escuetos y delicados trozos de madera.

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El museo de Vindolanda expone sus tesoros entre susurros y asombros. © The Vindolanda Trust.

Por fin, las tablillas nos llegan adentro porque nos vemos reflejados en ellas. Todos seguimos necesitando ropa de abrigo, alimentos, alguien que vele por nuestra salud. En una de las cartas queda claro cuánto se apreciaban entonces las mantas. Ese aprecio también llega hasta nuestros días.

No sabemos exactamente cómo recibían el correo los soldados de Vindolanda, pero los especialistas están convencidos de que se trataba de un proceso orquestado en un primer momento desde Roma, y adaptado más adelante a la creciente red de calzadas romanas en Britania. El primitivo servicio postal de Northumberland habría hecho entregas a lo largo del Stanegate y habría recibido y enviado mensajeros a Londinium (en este sentido, el fuerte quizá hiciese las veces de oficina de clasificación). En efecto, la red a la que pertenecía Vindolanda quizá funcionase como campo de pruebas para el nuevo servicio postal. El documento conocido como Itinerario antonino sugiere que los mensajeros dependerían de un complejo sistema de fondas o establos repartidos por la red de calzadas en los que podían descansar o cambiar caballos. Esas casas de «postas»[4] dieron a los servicios postales su nombre. Por las calzadas no solo viajaban los correos, claro está, pero existen pruebas de que sucesivos emperadores ordenaron que el correo militar tuviese prioridad sobre el transporte de tejidos o ganado. Todo un ejemplo clásico de servicio exprés.

Independientemente de cómo viajase el correo, puede uno imaginar el anhelo, el alivio y el gozo experimentado por quienes recibían carta en Vindolanda. Adivinamos igualmente la emoción de las familias cuando ataban las tablillas y las despachaban confiando en que llegarían a su destino. Es necesario detenerse a considerar que las cartas que se han descubierto, desechadas —con toda seguridad deliberadamente— hace dos mil años, probablemente no eran las que más valoraban sus destinatarios. Esas quizá desaparecieron o fueron destruidas por sus propietarios, o quizás las enterraron junto a ellos y, dado su nulo valor para los salteadores de tumbas, terminaron pudriéndose. ¿Qué valor, por ejemplo, podría tener una colección de cartas de cumpleaños?[5] «Clodio Súper a su rey Cerial, salud. Entregado hermano mío, querías que estuviese presente en el cumpleaños de tu Lepidina. De todas formas […] pues sabes a ciencia cierta que disfruto enormemente de vuestra compañía.»

Más allá del hecho de que fuese centurión y de que en otra ocasión hiciese un gran pedido de túnicas y mantos para sus esclavos, a Clodio Súper lo conocemos poco. Pero Flavio Cerial es un habitual de las tablillas. Prefecto ecuestre (es decir, general regional) de la novena cohorte de bátavos, estuvo casado con Sulpicia Lepidina, a la que también se menciona en las cartas de vez en cuando. La aparición de su nombre permitió a los especialistas datar las tablillas entre los años 97 y 104 d. C. Sus hombres cruzaban sin descanso las fronteras en un sentido y otro, y parece que gastaba bastante manga ancha con respecto a las bajas por enfermedad o familiares. Los mandos superiores de la tropa, si no la cohorte al completo, disfrutarían probablemente de una salud lozana: en sus alacenas se guardaban no solo las cabras, las corzas y los lechones citados anteriormente, sino manos de cerdo, gansos, pasta de ajo, salmuera, anís, salsa de pescado, tomillo, alcaravea, comino, remolacha, aceitunas, cerveza y vino (junto con otras materias primas básicas: trigo, cebada y demás cereales, mantequilla, huevos y manzanas). Varias cartas revelan un nutrido suministro de utensilios de cocina en lo que parece una receta de las cocinas de Lepidina (una especie de mise en place de la Antigüedad, en la que se habla además de platitos, tazas y bandejas).

Las tablillas nos cuentan también que el guardarropa del soldado contenía un amplio surtido de atavíos y sandalias de todos los pelajes (galliculae, abollae, tunicae cenatoriae, a saber: sandalias galas, capas gruesas, túnicas de lana fina), así como tejidos decorativos, mantas y cubitoriae, elegantes conjuntos de gala. Ciertamente existía cierta conciencia estética: el uso del término de synthesi alude a prendas que formaban parte de una colección y podían vestirse bien por separado bien conjuntamente.

Pero ¿qué se pondría el lector para ir a una fiesta de cumpleaños en casa de Claudia Severa, si poco antes hubiese invitado a esta a una fiesta de cumpleaños en su casa?

Claudia Severa a su Lepidina, salud. El tercer día anterior al idus de septiembre, hermana, te envío una cordial invitación a la celebración de mi cumpleaños. Me harás muy feliz con tu presencia, si vienes. Traslada mi saludo a tu Cerial. Mi Aelio y mi hijo pequeño os envían saludos. [Con otra escritura:] Te espero, hermana. Adiós, hermana, alma mía queridísima. Espero medrar, ave.

Esta carta carga por sí sola con un peso histórico insospechado. La mayor parte fue grabada por un amanuense, casi con toda seguridad hombre. La firma, sin embargo, es de otra mano, probablemente la de la propia Claudia Severa. Sería en tal caso el primer manuscrito femenino romano conocido.

Las cartas suelen ser mensajes aislados y, solo puntualmente —como el caso de los mensajes a Flavio Cerial y Lepidina—, parecen formar una secuencia lógica. En general deberían ser consideradas parte de una correspondencia prolongada, y los visibles traspiés en el intercambio (las reprimendas por no contestar) eran tan habituales en los siglos primero y segundo como hoy.

Solemne a Paris, su hermano, mucha salud.[6] Quiero que sepas que gozo de muy buena salud y espero que tú también; tú, hombre descuidado, que no me has enviado ni una sola misiva. Estimo que estoy siendo mucho más considerado que tú al escribirte […] a ti, hermano mío […], camarada. Saluda de mi parte a Diligente, a Cogitato y a Corinto. […] Adiós, queridísimo hermano.

* * * *

Crautio a Veldeyo, su hermano y viejo camarada, mucha salud. Te inquiero, hermano Veldeyo, pues me sorprende que no me hayas contestado en tanto tiempo, si has recibido noticia de nuestros mayores o de […] en qué unidad está, y salúdalo de mi parte, y a Viril, el veterinario. Pregúntale si podrías enviarme a través de alguno de nuestros amigos la cizalla que me prometió a cambio de dinero. Yo te pido, hermano Viril, que saludes de mi parte a nuestra [¿?] hermana Tutena. Cuéntanos [¿?] cómo se encuentra Velbutena [¿?]. Es mi deseo que disfrutes de la mayor de las fortunas. Adiós. [En el reverso de la carta se dan instrucciones para su envío a Londinium.][7]

Las cartas de Vindolanda, tan preciosas como nos son hoy, no se escribieron para la posteridad y ninguna persona por cuyas manos pasaran, allá por el año 105, se habría parado a pensar ni por un momento en que algún día pudieran valer algo. Su concisión, inmediatez y mundanidad las emparentan no tanto con las cartas como las entendemos hoy como con los mensajes de texto o con los tuits. Nadie verá en ellas belleza literaria ni las considerará instructivas, más allá de los detalles históricos. Muchas son entrañables, pero rara vez transmiten mensajes de naturaleza filosófica. En otras excavaciones sí se han encontrado, en los últimos tres siglos, algunas cartas escritas por los primeros maestros indiscutibles del género.

Capítulo 3
Las consolaciones de Cicerón, Séneca y Plinio el Joven

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Quizá debiéramos comenzar con la carta más antigua que se conoce, aunque sea ficticia. La Ilíada de Homero, escrita probablemente en el siglo VIII a. C., contiene un emocionante pasaje en su sexto libro en el que una carta casi provoca la muerte de su portador. El rey Proteo recibe a un recién llegado, el hermoso y viril guerrero Belerofonte. La fatalidad, habitual en estos casos, hace que la esposa del rey, Anteia, se enamore de él. Belerofonte, no obstante, no se muestra demasiado entusiasta, pero su virtud le empujará a la desgracia. Anteia, lívida ante su rechazo, informa a su esposo Proteo de que Belerofonte ha intentado violarla. Proteo, presto a tomar medidas, decide que a Belerofonte le habrá de dar muerte no él mismo, sino el padre de Anteia, de modo que escribe una invectiva contra él sobre unas tablillas selladas («cosas que destruirían el alma de un hombre», según Homero) y le ordena que las entregue él mismo al padre de Anteia: el cordero enviado al matadero.

Lo que sigue es locura mitológica: el padre de Anteia, Yóbates, rey de Licia, decide no matar a Belerofonte sino encomendarle la misión, aparentemente suicida, de matar a la Quimera, el monstruo de aliento flameante. Belerofonte triunfa en su misión con la ayuda de Pegaso, el caballo alado, tras lo cual se ve obligado a derrotar a dos ejércitos completos con una sola mano. Belerofonte sobrevive y cuenta su historia a Poseidón, que decide provocar una inundación y etcétera, etcétera.

En el mundo real, las cartas de los griegos no traían tanta cola. Con mucha frecuencia hacen gala de un rasgo sencillo: muchas adoptan un estilo expresivo formal que reconocemos al instante. Los fragmentos de papiros y rollos del año 350 a. C. desenterrados en Herculano en 1752, los encontrados en Arsínoe en 1877 y los que aparecieron bajo montones de escombros en Oxirrinco (y en otros veinte lugares ribereños del Nilo) en 1897 tienen en común ese estilo uniforme que uno espera, por ejemplo, de una presentación en PowerPoint. Presentan una fórmula de saludo —«De A a B, salud»—que ya usaron los romanos de Vindolanda, en ocasiones algo más elaborada, ajustándose a las circunstancias. Cuando la carta se dirigía a una persona venerable, por ejemplo a un rey, el remitente invertía el orden de los términos: «A Demetrio el Justo, rey de Cirene, de Hipópapo, salud». En ocasiones se agregaba información sobre la identidad o el lugar de procedencia o destino de la misiva: «Antógono, hermano de Capédono, criador de caballos en Olimpia, a Leódono, maestro en Delfos, salud». La fórmula de cierre solía ser bastante sencilla, una abreviación de la frase «Confío en que te vaya bien», o, por moderno que suene, «Con mis mejores deseos». (Aunque hoy se usa informalmente, en un principio esta fórmula y su variante inglesa best wishes estaban reservadas, al menos en el mundo anglosajón, a la correspondencia comercial.) Solo quienes ocupaban los más altos cargos ignoraban tales galanterías, dando así a entender públicamente que tenían cosas más importantes de que ocuparse. Por ejemplo, Alejandro Magno solo las utilizaba con sus estadistas y generales más cercanos, como Antípater o Foción.

¿De dónde salieron las fórmulas de saludo y despedida? Una hipótesis sugiere que se popularizaron en Atenas después del año 425 a. C., cuando el político Cleón decidió incluir un saludo al inicio del documento en que daba cuenta de la inesperada victoria ante los espartanos en la guerra del Peloponeso. Se trataba de un documento oficial, pero su tono festivo fue considerado apropiado para el formato epistolar, quizá debido al deseo de que la victoria quedase en el recuerdo. En fechas anteriores —el caso de la carta griega más antigua existente, una inscripción ilegible del siglo V a. C. sobre una placa de plomo del mar Negro— no se incluía saludo alguno, como si el mensaje entregado por el veloz mensajero tras un viaje de varios días formase parte de una conversación abierta y en permanente desarrollo, como las que hoy mantenemos por correo electrónico.[8] Una vez consolidadas, no obstante, las fórmulas de saludo y despedida apenas verían cambios en varios siglos (aunque no sería hasta el XVI cuando se dispondrían los distintos elementos de la carta como se sigue haciendo hoy, con espacio suficiente entre unos y otros; el papiro, en efecto, era un material demasiado caro como para desaprovechar espacio en blanco).

El contenido de las cartas, escritas con tinta de carbón mediante cálamo, también resulta familiar. El remitente, casi siempre optimista, pregunta al destinatario por su salud y a continuación informa sobre la propia (que en prácticamente todos los casos es buena). El especialista en historia antigua John Muir observa que cuando los latinos adoptaron esta práctica, más adelante, se hizo tan común que a veces se abreviaba como SVBEEQV: si vales bene est, ego quidem valeo.[9] Se acusaba recibo de cartas anteriores o quizá se reprendía al destinatario por no haber escrito. Todos los miembros de la familia, a los que se nombraba uno por uno —incluidas a menudo las mascotas— recibían los mejores deseos del remitente.

La práctica epistolar fue en sí misma objeto de estudio ya en el siglo IV a. C. o, al menos, objeto de crítica. Teofrasto, en su categorización de los rasgos de carácter del «hombre arrogante», observa que «cuando envía instrucciones por carta, no escribe “te importaría hacer” sino “quiero que hagas” […] y “cerciórate de que se hace tal y como digo”». En el siglo III, el filósofo Aristón lo describe así: «Cuando compra un esclavo, no se molesta en preguntar su nombre, sino que se dirige a él simplemente como “esclavo” […] y cuando escribe una carta, jamás se despide con “salud” o “que te vaya bien”».

Las cartas griegas que han llegado hasta nosotros —unos dos mil ejemplares repartidos por grandes museos del mundo— poseen un valor que va más allá de su contenido inmediato, pues arrojan luz sobre el preponderante papel desempeñado por las mujeres educadas y refutan totalmente la idea de que no tenían ningún protagonismo en la vida pública. (La tasa de alfabetismo en las ciudades griegas no llegaba al 50 por ciento, y era aún menor en el caso de las mujeres, aunque los analfabetos muchas veces pagaban a escribas para que escribiesen en su nombre.) Estas cartas, además, han permitido a los especialistas estudiar el desarrollo de la lengua y gramática griegas.

Como es de esperar, las cartas más intrigantes no son las más comunes (la mayoría), sino las raras, las que nos hacen tragar saliva por su absurdidad o su audacia. Hay una carta, a la vez cruel, indiferente y cariñosa, de un hombre del siglo I a. C. que trabaja en una ciudad que no es a la suya, lejos de su esposa (a la que llama hermana, como imponía la convención).

Hilarión a su hermana Alis, mucha salud, y a mis respetados Béroo y Apolonario. Ten sabido que seguimos en este momento en Alejandría. […] Te ruego y te suplico que cuides del niño. Te enviaré mi sueldo tan pronto lo reciba. Si por alguna razón pares y es un varón, déjalo vivir; si es una hembra, líbrate de ella. Dijiste a Afrodita: «No me olvides». ¿Cómo podría olvidarte? Te pido por tanto que no te preocupes.

Y, a continuación, la intimidante carta de unas hermanas a sus hermanas menores:

Apolonia y Eupous a sus hermanas Rasion y Demarion, salud. Esperamos que tengáis buena salud. Nosotros estamos bien de salud. ¿Nos haríais el favor de encender la lámpara del ara y sacudir los almohadones? Seguid estudiando y no os preocupéis por madre, pues ya ha recuperado la salud. Esperad nuestra llegada. Adiós. No juguéis en el patio y portaos bien dentro. Cuidad bien de Titoas y Shairos.

Y la siguiente, una malhumorada misiva del siglo III a. C., enviada por un entusiasmado estudiante a su padre, que no le responde nunca. Nótense los esfuerzos por ahogar la frustración:

A su respetado padre Arión, Tonis le envía saludos. En breve, diré que todos los días dedico una oración a los dioses ancestrales de esta tierra en la que me encuentro para que prospere, y con usted toda nuestra familia. Mire, esta es la quinta carta que escribo y no me ha contestado salvo una, ni siquiera para decir si está bien o no. Tampoco ha venido a verme. Me prometió que vendría, pero no lo ha hecho, y ni siquiera sabe si el maestro viene a impartirme clase o no. […] Haga el esfuerzo de acudir a la mayor brevedad para que el maestro pueda venir a enseñarme, pues lo desea de buen grado. [...] Acuda cuanto antes, antes de que se marche a las tierras altas. Envío muchos saludos para todos y cada uno de los miembros de nuestra familia y para mis amigos. Adiós, honorable padre mío, rezo por que le vaya bien durante muchos años y también a mis hermanos (resguardaos del mal de ojo).
No se olvide de mis palomas.

No obstante, pese a todos sus atractivos y a la familiaridad de sus fórmulas, a la mayoría de cartas griegas les falta un atributo clave que suele aparecer en las cartas del mundo moderno: no enriquecen demasiado la experiencia personal. Quizá resulten fascinantes, pero el mensaje que portan apenas acarrea consecuencias. Las cartas públicas —muchas intencionadamente artificiales; el novedoso formato epistolar comenzó a utilizarse para dar cuenta de elaborados razonamientos filosóficos y alcanzar a un público mayor— son a menudo discursos no pronunciados, el equivalente a la «carta abierta» de los medios de hoy. Muchas epístolas del Nuevo Testamento se basan en esta práctica.

Los griegos amaban el «concepto» de la carta y sus altas ambiciones: amaban su «epistolaridad». Pero ¿qué hay de su papel privado como transmisora de intimidad? Casi todas las cartas se escribían para ser leídas en alto. También las cartas personales se dictaban la mayoría de las veces a un escriba y luego se leían en voz baja a su llegada. Se han conservado algunos raros y peculiares ejemplos en Sócrates y Platón, pero la mayoría de la correspondencia griega carece de emotividad e intimidad. La influencia de la oratoria, de la que se nutre, le otorga, por otro lado, una formalidad vistosa.

¿Qué es lo que sorprende no encontrar entre estas cartas? El historiador John Muir señala que de las aproximadamente dos mil cartas en papiro que se conservan, muy pocas —doce o trece, según él— son de pésame. De estas, seis tienen como único motivo expresar condolencias, y la mitad de ellas (un porcentaje elevadísimo) están firmadas por mujeres. Así pues, uno de los pocos pilares fiables de la escritura de cartas en la era del correo electrónico, la carta de condolencias, se muestra prácticamente ausente, sin explicación lógica. ¿Y por qué no hay cartas de amor? Es posible que las partes implicadas las destruyeran. Una explicación más plausible es que las cartas no se considerasen todavía el medio apropiado para abrir el corazón; no en vano, gran parte de la correspondencia griega tenía un fin efectista (o portaba instrucciones tan violentas como dramáticas, como en el caso de Belerofonte). Muir también recomienda cautela: su mundo no era tan parecido al nuestro como quizá imaginemos. Los saludos y despedidas eran una cosa, pero «los muchos sentimientos y situaciones, indudablemente reconocibles, de que hablan las cartas no deben hacernos pensar que nos encontramos ante personas […] cuya idea de la individualidad era exactamente igual a la nuestra. A veces olvidamos la “otredad” del mundo antiguo».

La individualidad y la autenticidad, las cartas a la vez personales e informativas, llegan en sentido estricto con los romanos, los primeros escritores de cartas propiamente dichos y los que establecieron la tradición epistolar como fuente de información biográfica y como literatura que recopilar y disfrutar por derecho propio. Betty Radice, estudiosa del clasicismo, compara la historia antigua de las cartas con un paseo por un museo de suelos de mármol: «La estatua griega se yergue apartada, con su estilizada y enigmática sonrisa, mientras que en el busto romano reconocemos a alguien como nosotros, aunque sus rasgos hablen de un individuo concreto que vivió en un momento determinado de la historia». Las cartas latinas presentan otro rasgo positivo para el lector moderno en comparación con sus homólogas griegas: la transparencia. Son inteligentes sin tratar de llamar la atención, directas más que imaginativas, apenas pretenciosas. Las cartas griegas hunden sus raíces en el teatro; las romanas, en la taberna.

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Da comienzo el periplo epistolar en la segunda mitad del siglo I a. C. con más de novecientas cartas de Marco Tulio Cicerón. Cicerón era un consumado estadista, renombrado en todo el mundo conocido, cuando la República romana comenzaba ya a declinar. Su oratoria —como jurista, ante los tribunales o en el senado— era supuestamente excelsa, pero es en las cartas que le sobrevivieron donde se confirma su talento. La correspondencia que durante toda la vida mantuvo con su amigo Ático es arrogante, jovial y variada como ninguna otra hasta entonces. Es tan prolífica y posee tal continuidad que permite construir un retrato biográfico inusualmente íntimo, al menos para un político. En otras cartas, las palabras de Cicerón llaman la atención por su espontaneidad y su fragilidad, por la hiperbólica excitación y porque demuestran que su éxito político se alimentaba de la ambición, la vanidad y la debilidad. Cicerón no cae especialmente bien, pero sus cartas lo han hecho valioso: son pocas las figuras con las que no se comunicara en los estertores de la Roma republicana, inmediatamente anteriores al año 45 a. C. Ningún otro conjunto documental ilustra igual ese mundo. Pero Cicerón ejecuta otro truco, una grandiosa refracción epistolar: su correspondencia es el primer corpus que se extiende en cómo el político consumado halaga para engañar. Sus aparentes confidencias nos hablan invariablemente de sus propios objetivos y enriquecen su reputación.

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Cicerón, manos a la obra: quizá algo pomposo, pero jamás aburrido. Fuente: Wikimedia Commons.

El hecho de que la correspondencia ciceroniana haya llegado hasta nosotros y siga siendo tan popular se debe en gran parte al descubrimiento por parte de Petrarca, en 1345, en la catedral de Verona, de una serie de cartas perdidas tiempo atrás. Menos de cincuenta años más tarde, encontraría otras tantas en la localidad de Vercelli. En conjunto, esa correspondencia supuso una inmensa contribución literaria a los años de gestación del Renacimiento: Cicerón desvelaba los valores de la Antigüedad clásica con el detalle necesario para inspirar su recuperación en el arte y la cultura.

Es fácil sentirse cómplice de sus avatares domésticos (dos divorcios, la muerte prematura de su hija Tulia), casi hasta el punto de perdonar toda pomposidad en la expresión. Virginia Woolf dijo en una ocasión que «las épocas en que no se escribieron cartas ni biografías son un páramo en el tiempo». Cicerón es el primero que lo demuestra. No hay duda de que conocía el valor de su correspondencia: corregía sus cartas cuidadosamente antes de copiarlas, con el objetivo de presentarse como alguien con un sólido conocimiento de los grandes acontecimientos públicos. Tirón, su secretario, desempeñó también un papel importante en ello. En los siglos siguientes se dio a sus cartas un valor variable pero, como prologaba uno de sus traductores al inglés durante la época victoriana más tardía: «Cada una de ellas despertará distintas opiniones y sentimientos en según qué mentes. Como hizo en vida, Cicerón continuará inspirando la desaprobación más vehemente o la mayor de las admiraciones, pero jamás, creo, se podrán calificar sus textos de aburridos o poco interesantes».

En 2011 Denis Feeney, profesor de cultura clásica en Princeton, señalaba que si bien Cicerón ha gozado de fama siempre, en la última década y media su correspondencia ha suscitado si cabe un interés aún mayor por parte de los especialistas, «como si nuestras atropelladas interacciones electrónicas hubiesen despertado la nostalgia por una época en la que hasta las personas más ocupadas se comunicaban habitualmente con una prosa excelente»[10].

Hay dos ejemplos que aportan un vivo retrato de sus tiempos y nos dejan entrever su díscolo estilo (Cicerón afirmaba que le costaba más dejarse en la boca un comentario ingenioso que una brasa candente). El primero es una carta a su amigo Marco Mario, que residía en Cumae, ciudad cercana a Nápoles, enviada desde Roma en el 55 a. C. Su amigo no había podido acudir a la inauguración del nuevo teatro dedicado a Pompeyo, que se celebró con unos juegos.

Si por algún dolor o por falta de salud has dejado de venir a los juegos, lo atribuiré a la fortuna más que a tu propio juicio. Pero si piensas que estas cosas que el resto del mundo admira solo merecen tu desprecio y teniendo salud no has querido venir, entonces me regocijaré de ambas cosas: que no estés sufriendo dolores y que hayas tenido el buen criterio de desdeñar lo que otros admiran sin razón.
[…] En fin, por si te interesa saberlo, la celebración fue espléndida, pero no de tu gusto, lo cual juzgo a partir del mío propio. […] Porque ¿quién puede disfrutar viendo una cuerda de seiscientas mulas en Clitemnestra, o tres mil cuencos en Caballo de Troya, o una batalla con la infantería y la caballería ataviada de armaduras de ridículos colores? Todo ello causó admiración en el vulgo, pero a ti no te habría gustado en absoluto. […] ¿Por qué, insisto, debería suponer que lamentas no haber visto a esos atletas, cuando desprecias a los gladiadores? El mismo Pompeyo confiesa que fue una pérdida de tiempo y un despilfarro de aceite. Se celebraron entonces dos peleas contra fieras salvajes; habrá más durante los próximos cinco días. Serán magníficas, nadie lo niega, pero ¿qué placer puede encontrar un hombre refinado en que a un débil lo despedace una bestia salvaje o en ver a un animal espléndido atravesado por una lanza? […] El último día fue el de los elefantes, que dejó al gentío boquiabierto. No podía encontrarse en ello placer alguno, sin embargo. No, de hecho, concitó cierta compasión, y llevó a creer que el animal tiene algo en común con la especie humana.

A la entrada de ese mismo teatro, apenas una década más tarde, en el 44 a. C., moriría asesinado Julio César.

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Poco antes, César acudía a cenar a la casa que Cicerón poseía en la bahía de Nápoles y este escribió sobre la experiencia a Ático de la misma manera en que alguien hoy podría describir la visita en su propia casa de un personaje muy poderoso.

¡Bien, no tengo razón, después de todo, para lamentar la visita de mi formidable huésped! Fue agradable sobremanera. […] Estuvo en casa con Filipo el tercer día de las saturnales, hasta la una, sin dejar que nadie lo viera. Creo que estuvo ocupándose de sus asuntos junto con Balbo. A continuación dio un paseo por la playa. Llegadas las dos tomó un baño. […] Lo ungieron y se sentó a la mesa. Estaba tomando eméticos, así que comió y bebió sin escrúpulos y a su gusto. Fue una cena muy buena y bien servida, y no solo eso, los alimentos estaban bien cocinados y condimentados, y el clima fue sorprendentemente distendido. En una palabra, un banquete que alentó los corazones.
Además, los sirvientes fueron atendidos en tres salas con grandes libertades. Los libertos de bajo rango y los esclavos tuvieron todo lo que quisieron. Pero los de más rango disfrutaron de una cena exquisita. Demostré ser alguien. No obstante, Julio César no es el tipo de invitado al que le pides: «Ruégote que vuelvas a mi casa cuando de nuevo visites la región». Con una vez basta.

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Un siglo más tarde, el filósofo estoico, poeta y dramaturgo Lucio Anneo Séneca ofrece una perspectiva muy distinta de la carta romana. Donde Cicerón se mostraba íntimo e intrigante, Séneca instruye y aplaca. Escribió ciento veinticuatro cartas en las que nos explica cómo vivir.[11] Redactó todas ellas hacia el final de su vida y las dirigió a su amigo el escritor Lucilio. Son una combinación de tratado filosófico y guía espiritual: Séneca consideró la carta el medio óptimo para dar sesudos y graves consejos sin resultar infumable.

Las cartas de Séneca podrían considerarse el primer curso de desarrollo personal por correspondencia o, si las tomamos en su conjunto, el primer libro de autoayuda de la historia. Como cabría esperar, la complejidad de sus argumentos crece conforme avanza el curso. Pero las cartas son también conversaciones y casi todos los especialistas dan por hecho que se trataba de un diálogo, aunque las aportaciones de Lucilio no se han conservado. Contienen muchos pensamientos modernos y abarcan multitud de temas: desde meditaciones en torno a los sesos y la carne en gelatina y sus propiedades contra la senilidad y otros achaques, hasta cuestiones éticas muy concretas u otras más amplias, referidas a la naturaleza. Todos ellos son, como poco, fascinantes. Los especialistas argumentan que Séneca a menudo se mete en la piel del filósofo, preocupado tanto por la estructura de lo expuesto como por el contenido. No hay duda, sin embargo, de que Séneca disfruta con el desafío que le plantea el género epistolar. Su mirada, accesible y asequible, ha contribuido mucho a que su obra siga siendo conocida e influyente.

Por ejemplo, sobre el viaje, Séneca advierte contra la esperanza de regresar de un viaje en mejor forma física y mental de la que tuvimos al partir. Obviamente se trata de la respuesta a una queja expresada por su correspondiente Lucilio:

¿Crees que eres el único que ha pasado por algo así? ¿Te sorprende, como si fuese novedad, que tras un viaje tan largo y tantos cambios de lugar no hayas sido capaz de librar de tu mente el aturdimiento y la pesadumbre? Más que un cambio de clima necesitas un cambio de alma. […] ¿Qué placer puede deparar el ver nuevas tierras? ¿O el explorar ciudades o lugares de interés? Todo ese ajetreo es inútil. Tú huyes contigo mismo. Debes dejar a un lado las cargas del espíritu. Hasta que no lo hagas, ningún lugar te resultará satisfactorio.

Una de las claves de la tradición estoica reside en la idea de que el bienestar individual puede mejorar mediante la claridad del ser y del pensamiento, idea que anticipa desde los albores de la civilización a quienes hoy propugnan un estilo de vida más sencillo. En la carta «Algunos argumentos a favor de la vida sencilla», Séneca pondera: «Cuántas cosas poseemos que son superfluas, y lo fácilmente que podemos hacernos a la idea de deshacernos de esas cosas, cuya pérdida, si es que esta es inevitable, no sentimos».

Hay en la correspondencia senequiana muchas reflexiones interesantes sobre la vejez y la muerte, y varias sobre el suicidio. En la carta «Sobre el momento adecuado de soltar amarras», Séneca deja claro que para él la vejez es un proceso natural y bienvenido y defiende muy conscientemente el uso de la eutanasia si dicho proceso se hace insufrible.

Lucilio, hemos navegado a través de la vida, como viajando. […] En este periplo en el que el tiempo a veces vuela a toda velocidad, situamos el horizonte primero en la infancia y luego en la juventud, y luego en el espacio que se extiende entre la edad adulta y la madurez, y que orilla a ambas, y, por fin, en los mejores años de la vejez. Por último, comenzamos a vislumbrar el destino al que aboca toda la raza humana. Insensatos como somos, creemos que ese destino es un peligroso arrecife, pero es el puerto en el que algún día atracaremos. […] Todo hombre debe aceptar su vida y conseguir que los demás también la acepten, pero su muerte debe aceptarla solo para sí.

Séneca predicó con el ejemplo en un dramático episodio histórico. Acusado de participar en el complot contra Nerón, fue condenado a matarse (cumplió la pena, pero tardaba demasiado en desangrarse y sus amigos lo metieron en una bañera con agua caliente hasta que se consumó la sentencia).

* * * *

La muerte de Séneca allanó el camino a otro grande del género epistolar clásico. Plinio el Joven, nacido cuatro años después de la muerte de Séneca, fue quien más contribuyó a fijar el formato de la carta moderna y se afanó en rescatarla de los rodeos impuestos por la incoherencia, la pomposidad, la retórica y la formación filosófica. Sus cartas, escritas entre los siglos I y II (quizá el clímax del Imperio romano), siguen entreteniendo e informando al lector casi dos mil años después.

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Séneca, un radical del desarrollo personal. Cortesía de De Agostini Picture Library/A. Dagli Orti/The Bridgeman Art Library.

Antes de que la epístola fuera de nuevo dada de lado por el primer mundo cristiano, más interesado en adoctrinar e imponer restricciones, las cartas de Plinio hacen las veces de baliza para la correspondencia seglar que resurgirá entre el siglo XII y el prerrenacimiento: cotidianas, íntimas e indispensables.

Se conservan 247 cartas personales y profesionales de Plinio, recopiladas en nueve libros que publicó aún en vida, y otras 121 cartas oficiales enviadas al emperador Trajano, y las contestaciones remitidas por este, que se publicaron póstumamente. Las cartas fueron escritas mientras Plinio ocupó uno de los más altos cargos del tesoro, y ejercía a la vez como abogado. Muchos de sus correspondientes eran influyentes filósofos, literatos o letrados, la mayoría de ellos afincados en Roma, aunque también en su ciudad natal, Como (llamada entonces Comum; Plinio poseía varias casas que daban al lago). Plinio escribía profusamente y disfrutó de sólidas amistades. Sus cartas reflejan la amplitud de sus intereses culturales. El valor de su figura es principalmente histórico, como documentalista de su tiempo. El hecho de que Plinio transmita esa información en un estilo no retórico, sino natural y sencillo aunque expresivo, lo hace aún más accesible y auténtico. Su viveza descriptiva y su gusto por la estética lo convierten en una rara avis entre los literatos romanos y explican quizá por qué su correspondencia ha resistido tan bien el paso del tiempo.

A continuación incluyo cuatro de sus cartas, separadas entre sí por décadas. Todas son descriptivas; la primera (dirigida a un amigo de Como) es nostálgica e instructiva, la segunda (sobre un fracasado banquete vespertino) cuenta desdichas en un tono jovial, y las dos últimas (sobre la erupción del Vesubio) son fundamentales en su obra y muy conocidas. Todas ellas podrían haberse escrito ayer mismo, de no ser porque el lago Como es hoy el lugar de moda para la jet set de Hollywood, y Pompeya un imán para hordas de turistas en chanclas de todo el mundo.

A Caninio Rufo (antiguo vecino y compañero de escuela):

Me pregunto cómo seguirá nuestro querido lago y tu hermosa casa de las afueras de la ciudad, con su columnata, en la que siempre es primavera, y los frondosos plátanos, el arroyo con sus aguas verdosas y centelleantes que fluyen hasta el lago, y el camino sobre la firme y suave hierba. Tus baños, soleados todo el día, los comedores grandes y pequeños, los dormitorios para la noche o para la siesta durante el día. ¿Estás disfrutando de todas y cada una de esas cosas o, como siempre, te llaman una y otra vez para que atiendas a tus asuntos? Si la respuesta es afirmativa en el primer caso, considérate un hombre afortunado por feliz; de lo contrario, has de saber que te va como al resto de nosotros.
¿No crees que ha llegado el momento de que dejes todos esos mezquinos y fatigosos deberes en manos de otra persona y te encierres con tus libros en la paz y comodidad de tu retiro? En eso deberían consistir tanto los negocios como el placer, tanto el trabajo como el recreo, ¡a eso deberíamos dedicar nuestro pensamiento día y noche! Crea algo y perfecciónalo a fin de que sea tuyo para siempre, pues todas las demás posesiones caerán en manos de uno u otro propietario después de tu muerte, pero ese algo no dejará de ser tuyo jamás, una vez exista. Sé que para ello hace falta espíritu y destreza, pero debes intentar ya tenerte en alta estima, alta estima que el mundo también te tendrá en el futuro.

La siguiente carta, dirigida a su amigo Septicio Claro (máximo mandatario de la guardia pretoriana a principios del siglo II), transmite una regañina tan deliciosa como los alimentos que describe:

¡Menudo estás hecho! Te comprometes a venir a cenar y luego no apareces. Pero se hará justicia: me reembolsarás hasta el último as que me gasté a cuenta tuya, y no es poco, te lo aseguro. Había mandado preparar, para que lo sepas, una lechuga por cabeza, tres caracoles, dos huevos y una tarta de cebada, regado todo ello con vino dulce enfriado con nieve (la nieve te la voy a cobrar, desde luego, porque es un lujo al que no se le saca mayor provecho). Aceitunas, remolacha, calabaza, cebolla y decenas de exquisiteces igualmente suntuosas. Se te habría entretenido con un interludio o la declamación de un poema, o una pieza musical, lo que hubieses preferido, o con las tres cosas, esa es mi largueza. Pero al parecer prefieres las ostras, la tripa de cerdo, los erizos de mar, las bailarinas de Gades propiedad de ese tal ______.
Pero me resarcirás; cómo, ya te lo haré saber.

Por fin, una carta al historiador Tácito, escrita unos veinte años después de la erupción del Vesubio y la destrucción de Pompeya y Herculano en el año 79. Plinio tenía entonces diecisiete años, pero su testimonio de primera mano (expuesto en dos cartas, levemente adaptadas aquí) es capaz de trasladar su ominosa y candente intensidad a nuestros días. Tácito le había pedido a Plinio que le relatase cómo había muerto el tío y mentor de este, Plinio el Viejo, escritor, filósofo y navegante.

Mi tío estaba destacado en Miseno, una activa base de la flota. El 24 de agosto, a primera hora de la tarde, mi madre vio una nube de tamaño y apariencia inusuales. Mi tío había estado trabajando al sol, había tomado un baño fresco y había almorzado en el triclinio; en ese momento se encontraba trabajando con sus libros. Pidió su calzado y buscó un lugar desde el que poder contemplar el fenómeno. A esa distancia no se distinguía desde cuál montaña brotaba el humo (más tarde supimos que se trataba del Vesubio). Su forma podía compararse a la de un pino piñonero, pues se elevaba a gran altura formando una especie de tronco y luego se dividía en muchas ramas, imagino que porque había sido impulsada hacia arriba con la primera exhalación, perdiendo sustento al remitir esta y cayendo simplemente por su propio peso, y extendiéndose y disipándose luego. Por momentos era blanca o se oscurecía, dependiendo de la cantidad de tierra y cenizas que transportase. Mi tío, hombre erudito y perspicaz, dedujo enseguida que se trataba de una situación lo suficientemente importante como para inspeccionar lo ocurrido más de cerca, así que ordenó que preparasen una liburna y me invitó a acompañarlo si así lo deseaba. Repliqué que prefería seguir estudiando, pues casualmente él mismo me había mandado unas redacciones.
Según dejaba la casa, recibió un mensaje de Rectina, la esposa de Tascio, que vive al pie de la montaña, según el cual no se podía escapar de la catástrofe sino por mar. Rectina se mostraba aterrorizada por el peligro que se cernía sobre ella y le imploraba por su rescate. Mi tío cambió pues sus planes y la expedición científica se convirtió en esforzada misión. Dio orden de zarpar a cinco cuadrirremes y embarcó él mismo en una de ellas con la intención de ayudar a Rectina y a mucha más gente, pues esa franja de costa que tanto amaba estaba densamente poblada. Se apresuró en llegar a los lugares que el resto del mundo abandonaba a toda prisa, poniendo rumbo directo a las zonas peligrosas. No mostró temor alguno y dio cuenta por escrito de cada nuevo movimiento y fase de aquel portento, a partir de sus observaciones. Cuanto más se acercaba el barco, más espesas y calientes llovían las cenizas, junto con trozos de piedra pómez y rocas ennegrecidas, abrasadas y agrietadas por las llamas. Se encontraron de repente en aguas poco profundas y vieron que la playa estaba cubierta de residuos procedentes de la montaña. Por un momento mi tío se planteó dar la vuelta, pero cuando el timonel le recomendó de viva voz hacerlo, él se negó, alegando que la Fortuna ayuda a los valientes. Con viento en popa fue capaz de llevar el barco a buen puerto.
Mientras, resplandecían en varios puntos del monte Vesubio anchas lenguaradas de fuego y muy altas llamas, intensificado su fulgor por la oscuridad de la noche. Mi tío intentó ahuyentar los temores de sus compañeros insistiendo una y otra vez en que aquellas no eran sino hogueras que los campesinos habían olvidado apagar en su aterrorizada huida, o casas incendiadas en villas desiertas. A continuación se retiró y echó un profundo sueño, pues todos los que pasaban ante su puerta escucharon sus ruidosos y pesados ronquidos, debidos a su corpulencia. Llegado ese momento, el patio que daba acceso al dormitorio en que reposaba se hallaba cubierto de cenizas y piedra pómez, y tanto había crecido su nivel que si se hubiese quedado en esa estancia mucho más no habría podido salir. Se despertó, salió y se reunió con Pomponiano y los demás, que no habían dormido en toda la noche. Debatieron sobre si quedarse en la casa o arriesgarse campo a través, pues los edificios empezaban ya a agitarse violentamente y a tambalearse de un lado a otro, como si los estuvieran arrancando de sus cimientos. En el exterior, por otro lado, resultaba peligrosa la lluvia de piedra pómez, aun siendo estas rocas ligeras y porosas. Tras cotejar riesgos, eligieron la segunda opción. […] Como protección contra la lluvia de piedras se colocaron almohadas sobre la cabeza y se las ataron con telas.
Aunque eran aún las horas del día, se encontraban sumidos en una oscuridad más densa y negra que la de la noche, la cual trataron de ahuyentar encendiendo antorchas y distintos tipos de lámparas. Mi tío decidió bajar a la orilla para investigar sobre el terreno la posibilidad de escapar por mar, pero encontró que el oleaje era aún demasiado fuerte y peligroso. Extendieron una manta sobre el suelo para que mi tío se echara y este empezó a pedir agua fresca una y otra vez. Entonces, las llamas y el olor a azufre dieron noticia de la llegada del fuego y pusieron en desbandada a todo el mundo. Despertaron a mi tío, que se levantó apoyándose en dos esclavos pero se desplomó repentinamente, imagino que por la densa humareda que le impedía respirar y que probablemente le obstruyó la tráquea, que de por sí tenía estrecha y débil y se le inflamaba a menudo. Cuando regresó la luz, el 26, dos días después de su muerte, se encontró su cadáver intacto e incólume, vestido aún de pies a cabeza. Parecía más dormido que muerto.

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«Por momentos era blanca o se oscurecía»: Abraham Peter reinterpreta a Plinio. Cortesía de coleccionista privado/Foto © Agnew’s, Londres, Reino Unido/The Bridgeman Art Library.

Unos días más tarde, Plinio volvió a escribir a Tácito, detallando aún más su relato. Pidió al historiador, en palabras literales, que seleccionara lo que mejor se ajustase a su propósito, «pues hay gran diferencia entre una carta escrita a un amigo y la historia escrita para que la lea el público». Lo único que sobrevive, sin embargo, es la carta al amigo.

Tras la partida de mi tío, pasé el resto del día acompañado de mis libros, que era la razón por la que no había ido con él. Después me bañé, cené y di una cabezada. Durante los días anteriores se habían producido temblores de tierra, no demasiado alarmantes, pues son frecuentes aquí en la Campania. Pero esa noche fueron tan violentos que parecía que todo se venía abajo. Mi madre entró corriendo en mi habitación y me encontró ya levantándome y presto a ir a despertarla a ella. Nos sentamos en el patio delantero, entre los edificios y el mar cercano. No sé si aquello fue valentía o locura por mi parte (solo tenía diecisiete años entonces), pero pedí que me trajeran un volumen de Livio y me puse a leer como si no tuviera otra cosa que hacer. […]
Se acercaba el alba pero la luz era todavía tenue. Los edificios a nuestro alrededor se tambaleaban ya y el espacio abierto en que nos encontrábamos era demasiado pequeño como para no vernos en peligro real e inminente caso que la casa se hundiera. Al final, tal circunstancia nos empujó a dejar la villa. Nos siguió una muchedumbre aterrorizada que quería seguir a quien fuera en lugar de tomar sus propias decisiones (coyuntura en la que el miedo puede parecer prudencia) y nos apremiaban en nuestro camino prácticamente empujándonos. Una vez dejamos atrás los edificios nos detuvimos y en ese lugar vivimos experiencias extraordinarias que nos alarmaron sobremanera. Los carros que habíamos mandado traer comenzaron a moverse en diferentes direcciones, pese a que el terreno era bastante llano, y no se quedaban quietos ni siquiera calzados con piedras. Vimos también cómo el mar se retiraba y volvía a avanzar empujado por el terremoto; no obstante, al final retrocedió dejando varadas en la arena grandes cantidades de criaturas marinas. En el lado de tierra, una amenazante nube negra se rasgaba entre estremecedoras llamaradas y dejaba entrever grandes lenguas de fuego, como relámpagos de enorme tamaño. […]
Poco después, la nube cayó sobre la tierra y cubrió el mar. Ya había ocultado la isla de Capri y el promontorio de Miseno. Entonces mi madre me imploró, me suplicó y finalmente me ordenó que escapara como pudiese, alegando que un joven como yo podría hacerlo, mientras que ella, vieja y lenta, podría morir en paz sabiendo que no sería ella misma la causa de mi muerte también. Me negué a salvarme sin ella y tomándola de la mano la obligué a avivar el paso. Aceptó renuente, culpándose por retrasarme. Ya caían las cenizas, aunque no demasiado espesas aún. Miré alrededor: una densa nube negra se cernía sobre nosotros, extendiéndose sobre la tierra como una riada. Yo propuse dejar el camino mientras aún se viera algo, «o el gentío que nos sigue nos embestirá y pisoteará». Apenas nos habíamos sentado a descansar cuando cayó la oscuridad, pero no se trataba de una noche encapotada o sin luna, era como si se hubiese apagado una lámpara en una habitación cerrada. Se oían los chillidos de las mujeres, el llanto de los bebés y los alaridos de los hombres. Algunos llamaban a sus padres, otros a sus hijos o esposas, tratando de reconocerlos por sus voces. Unos lamentaban su destino o el de sus familiares, otros rezaban, temerosos de morir. Muchos rogaron ayuda a los dioses, pero eran mayoría los convencidos de que los dioses ya no estaban y de que el universo se había hundido en la oscuridad eterna para siempre. […] Puedo jactarme de que en tal vicisitud no dejé escapar ni un lamento o grito de terror, pues tristemente me consolaba en mi hado mortal por el convencimiento de que el mundo al completo moriría conmigo, y yo con él.
Por fin, la oscuridad se atenuó y se disipó entre humo o nubes. A continuación despuntó la luz del día y brilló el sol, aunque con una luminosidad amarillenta, como la de los eclipses. Nos aterrorizó comprobar cómo estaba todo, enterrado en cenizas, como si hubiera caído una nevada. Regresamos a Miseno, donde atendimos a las necesidades del cuerpo lo mejor que pudimos y luego pasamos una tensa noche, entre la esperanza y el miedo. Predominó este, pues los terremotos continuaron, y hubo muchas personas que, víctimas de la histeria, hacían terribles augurios y ridiculizaban las calamidades de los demás. Aun así, pese a los peligros que habíamos corrido y que esperábamos correr todavía, mi madre y yo no estábamos dispuestos a marcharnos sin tener antes noticia de mi tío.
Por supuesto, estos detalles no tienen importancia para la Historia, y probablemente los leas sin intención de añadirlos a tu relato; si te parecen poco dignos de incluir en esta epístola, culpa tuya es por pedirlos.

«Por supuesto, estos detalles no tienen importancia para la Historia», escribió Plinio. En realidad, esos detalles son el único documento que se conserva hoy sobre la erupción del Vesubio: preservan por escrito lo que el volcán guardó bajo sus cenizas. Plinio pensó que sus palabras rendirían homenaje fúnebre a su tío —que roncaba igual que rugía el Vesubio— pero la Historia les reservaba un designio mayor. Plinio creía superfluos estos detalles de su correspondencia, como les suele ocurrir a muchos en el momento de redactar una carta. Queda claro que no lo eran.

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Cartas desde el extranjero

14232134 SOLDADO ESPECIALISTA CHRIS BARKER

H. C., CAMPAMENTO BASE, REAL CUERPO DE COMUNICACIONES, MANDO DE ORIENTE PRÓXIMO

En algún lugar del norte de África
5 de septiembre de 1943
Querida Bessie:
Como a los viejos amigos no se los debe olvidar y llevo tiempo queriendo escribiros a ti y a Nick, doy comienzo aquí a un escueto relato de mis actividades desde que llegué hace cinco meses, y uno o dos comentarios que os resultarán instructivos, divertidos o irritantes, dependiendo de esa dieta de guerra que los ingleses seguimos o de lo que quiera que hayáis desayunado hoy.

El consejo «de seguridad» de un oficial del Real Cuerpo de Comunicaciones, que advertía de que en nuestros viajes debemos mantener el intestino en marcha y la boca cerrada, parece haber caído en saco roto entre la soldadesca destinada a nuestro puerto de destino. El comportamiento de las tropas a bordo ha dejado mucho que desear. No han hecho más que gritar, empujarse, decir tacos y robarse los unos a los otros lo que llevasen en sus negros corazones. Yo perdí una docena de accesorios y los pude reponer de entre las cosas que se dejaron en los camarotes los primeros que habían robado, el día del desembarco. Cuchilla de afeitar no encontré. La dejé en una repisa, me di la vuelta para coger una toalla con que limpiarla y en ese momento se la llevó alguien.

Chris Barker, de 29 años, nació y creció en Holloway, en el norte de Londres. Dejó la escuela a los catorce para trabajar en la Post Office, el servicio de correos británico, primero como chico de los recados y luego en ventanilla. Fue un activo sindicalista. Su formación como operador de teletipos, un oficio «reservado», le evitó ser reclutado hasta finales de 1942, cuando, tras seguir instrucción en Yorkshire, fue asignado como operador en el Mando de Oriente Próximo. Tras una larga travesía por mar vía Ciudad del Cabo, llegó a El Cairo en mayo de 1943.
Cuatro meses después, destacado con el Real Cuerpo de Comunicaciones en Tobruk, en la costa libia, comenzó a vigilar para la RAF las comunicaciones del Mediterráneo meridional. Disponía de todo el tiempo del mundo, así que empezó a escribir a los amigos que añoraba y que se habían quedado en casa.
Su carta a Bessie Moore y al novio de esta, Nick, era una de entre muchas (Chris había trabajado con ella en la Postal Office). Bessie estaba ahora contratada en el Ministerio de Asuntos Exteriores, donde gracias a su conocimiento del código morse fue capaz de traducir mensajes de radio interceptados a los alemanes. Cuando entablaron correspondencia ella tenía treinta años. Durante toda la guerra permaneció en Londres.

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Una carta para el soldado especialista en comunicaciones Chris Barker trata de abrirse camino. Con la autorización de Bernard Barker.

El desembarco fue sobre ruedas y tras un viaje en tren bastante cómodo llegamos a la dirección que consigno arriba. Yo estaba esperando que me colocaran sobre un montón de arena y me dijesen que ese sería mi nuevo hogar, pero la base resultó ser un sitio bastante agradable, rodeado de pinos y eucaliptos. Hay un grifo con agua y para comer nos sentamos. Han instalado una pequeña capilla en un cobertizo (es tranquilo y no hay moscas) y en otro la escuela militar (que cuenta con libros excelentes), el economato y un cine. Algo más lejos hay una carpa donde unos cuantos voluntarios sirven comidas (no te las tiran a la cara) a precio razonable. También hay una sala de oficiales, una biblioteca, un cuarto para escribir y otro de juegos, y un teatro al aire libre, donde ponen películas o se celebran conciertos todas las semanas. Algunas veces hay conferencias, otras se organizan partidas de bridge o whist, y otras se toca música un poco más «fina».
En cuanto llegué, mi hermano solicitó que se me destinara a su unidad, y tras dos meses de vida en la base, llegó el día del largo pero interesante viaje hasta donde él se encontraba. Llevaba sin verlo veintiséis meses; lo pasamos muy bien hablando sobre las cosas de la familia y todo lo que había pasado en casa, las peleas, las alegrías. Por la tarde fuimos a dar una vuelta por unos viñedos cubiertos de arena y nos dimos un baño en el mar azul.
En mis doce años de servicio en correos, hasta que entré en el ejército, apenas descansé de verdad. O estaba atendiendo en ventanilla o trabajando para el sindicato. Si me relajaba era por poco tiempo y siempre me sentía culpable. Desde que me alisté (o me alistaron) a las fuerzas armadas de Su Majestad, tengo bastante tiempo libre, el cual empleo sobre todo en leer y escribir.
Esta es la última hoja que voy a escribir hoy, así que mejor será que os cuente algo sobre la gente de aquí. Los egipcios, teóricamente neutrales, se muestran hostiles, como la mayoría de pueblos sin «independencia». A estos árabes hay que verlos para creerlos: pobres, enfermos, ignorantes. En las ciudades se convierten en una plaga, pero los que viven lejos, en el campo, no son malas personas. Trabajan doce horas por un chelín y solo una cuarta parte sabe leer y escribir. Hay 170.000 tuertos y se mueren de media a los cuarenta.
Ah, las pirámides. Sí, las he visto, me he subido en ellas y no he podido evitar reflexionar sobre el gran ejemplo que son para el sindicalismo. ¿Cuántos esclavos murieron en el descomunal esfuerzo de levantar tales estructuras? Aun así, son insignificantes en comparación con las montañas que levanta la Naturaleza.
Visité el zoológico de El Cairo, donde disfruté de la compañía de dos jóvenes egipcios que habían estudiado en la misión estadounidense. Gracias a ellos, la excursión fue un éxito. ¡Qué crueldad tener un oso polar (noble criatura) en estas latitudes…! Aunque traten de consolarle con un baño de agua fría de diez segundos.
Perdona mi forma de escribir, me doy cuenta de que es un poco confusa. Pero sigo siendo yo, y estoy bien. Espero que vosotros también. Nick, ¡cuánto tiempo desde nuestra sesión de diapositivas sobre la soleada España en Kingsway Hall!
Un fuerte abrazo para ti, Bessie,
Chris

Capítulo 4
El primer amor en papel

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No te imaginas el anhelo de ti que me posee.
Hacia el año 102, más de veinte años después de la erupción del Vesubio, Plinio escribía a su tercera esposa, Calpurnia.
La causa principal es mi amor por ti. No nos hemos acostumbrado a estar separados. Me ocurre que me quedo despierto casi toda la noche, pensando en ti. Por el día, cuando llega la hora en que solía visitarte, mis pies me llevan, tal y como te lo cuento, hasta tu cámara, pero, como no te encuentro en ella, regreso con el corazón roto, como un amante rechazado.

Calpurnia había estado indispuesta y Plinio había tenido que viajar por un asunto legal. En otra carta escribió:

Dices que acusas grandemente mi ausencia y que lo único que te reconforta cuando no estoy es hojear mis escritos, que a menudo colocas junto a ti, en el lugar que suelo ocupar yo. Me gusta pensar que me extrañas y que encuentras alivio consolándote así. Yo también leo siempre tus cartas, y las releo una y otra vez como si fueran nuevas, aunque así solo consigo avivar el ascua de mi añoranza. Siéndome tus cartas tan queridas, imagínate cómo disfruto de tu compañía. Aunque me producirás con ello tanto placer como dolor, te pido que me escribas tanto como puedas.

Las cartas se han convertido en una adicción y fortalecen la devoción que la pareja se tiene a la vez que ponen de relieve la ausencia del otro. «Escríbeme todos los días e incluso dos veces al día: me encontraré mejor mientras leo tus cartas, aunque cuando lo haya hecho mis miedos volverán al punto».

¿Cómo puede el lector moderno no conmoverse ante tal sinceridad? Las cartas de Plinio (las de Calpurnia no se conservan) son valiosas por otra razón distinta de la intimidad de la pareja: resulta que son las únicas de su tipo que existen. Fuera de ellas, como hemos visto, no hay testimonios apenas de amor epistolar en la antigua Roma.

Hay una excepción, descubierta por azar en la Biblioteca Ambrosiana de Milán, en el siglo XIX. El cardenal Angelo Mai era bastante conocedor de los palimpsestos (pergaminos cuyo texto escrito se borraba para ser utilizados de nuevo). En 1815 se topó, bajo un texto más bien aburrido, con algo fascinante: las actas del primer concilio de Calcedonia, celebrado en 451, ocultaban la correspondencia entre el importante orador y profesor Marco Cornelio Frontón y un joven Marco Aurelio, datada en el siglo II, unos veinte años antes de ser este nombrado emperador.

En 1818 el cardenal encontró más cartas bajo el mismo documento relativo al concilio, esta vez en la Biblioteca Vaticana. Ambos hallazgos crearon un ambiente de expectación. En esos primeros años del XIX empezaron a conocerse así pues los años formativos de uno de los mayores emperadores romanos, aunque nadie esperaba que de ese modo. De hecho, cuando el cardenal Mai publicó su nuevo descubrimiento, la comunidad académica quedó decepcionada. Al parecer, las cartas trataban principalmente sobre el estilo prosaico en lengua latina. La primera traducción completa al inglés no apareció hasta 1919 y, de nuevo, suscitó pocas reacciones. No obstante, aunque nadie quería verlas, se leían en el texto una plétora de expresiones amorosas y descripciones de intimidades físicas que incomodaban, por excesivas, hasta al más liberal lector de la ilustración georgiana. Mai había dado con un alijo de una especie de pornografía imperial, raro ejemplo documental de chico conoce chico o, más exactamente, chico conoce chicos.

En años recientes ha cobrado fuerza la hipótesis del enamoramiento entre Frontón y Marco Aurelio, que ha culminado en 2006 con la publicación de Marcus Aurelius in Love (Marco Aurelio enamorado), obra en la que Amy Richlin edita y traduce la correspondencia entre ambos. Richlin defiende firmemente que los unió un profundo afecto y se pregunta hasta dónde llegó la relación. Para Richlin, que los victorianos quedasen «decepcionados» da a entender que los lectores de la época juzgaron de mal gusto la intimidad entre Frontón y Marco Aurelio, cuya reputación de santo varón quedaba en entredicho. A la especialista estadounidense le intriga que tampoco en periodos posteriores se estudiase esta correspondencia, dado su carácter erótico, y que los estudiosos de la historia de la homosexualidad no la hayan tenido en cuenta como excelente ejemplo epistolar de amor entre hombres.

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Marco Aurelio, sensual y enamorado. Cortesía de De Agostini Picture Library/G. Nimatallah/The Bridgeman Art Library.

Las cartas entre Marco Aurelio y Frontón ilustran el auge y la caída de un cortejo que se extendió entre el año 139, durante la última adolescencia del futuro emperador, y el 148. En su clímax, la relación epistolar arde en pasión: «Muero de amor por ti», escribe Aurelio, a lo que su tutor responde: «Tu ardiente amor me ha dejado aturdido, como golpeado por el relámpago».

No sabemos con qué frecuencia se encontraban en calidad de tutor y pupilo, aunque parece claro que los intervalos entre esos encuentros se les hacían muy largos a ambos. Quizá eran solo sus mentes las que se fundían de manera tan fructífera y entusiasta —Marco Aurelio arrebatado por las habilidades retóricas de su maestro, Frontón cautivado por el fulgurante potencial de su alumno—, pero las cartas hablan de algo que va más allá de la mera comunión intelectual: la imaginación del remitente solitario vaga hasta otras realidades, a veces inalcanzables. Podría ser también que las cartas fueran una especie de piezas de retórica erótica, una especie de deberes en los que se obligaban a poner en práctica el arte de la seducción:

¿Cómo puedo estudiar cuando tú estás dolorido, sobre todo cuando estás dolorido por mí? Debería golpearme a mí mismo y someterme a todo tipo de experiencias desagradables. Después de todo, ¿quién tiene la culpa de que te duela la rodilla, que, según dices, te molesta más desde anoche? […] ¿Qué se supone que debo hacer, si no puedo verte y vivo atormentado por ello?

* * * *

Fuera de estos besos y relámpagos, las cartas de amor no son muy abundantes en la Antigüedad tardía ni en los primeros tiempos del mundo cristiano, ni tampoco durante la Edad Media europea o bizantina, lo que podría achacarse al hundimiento del alfabetismo y al auge de una Iglesia preocupada por el adoctrinamiento y la dominación. Los corazones vivieron ese periodo a bajo cero. Hay devoción en las cartas de Pablo del Nuevo Testamento, por supuesto, y a lo largo de un milenio de comunicaciones oficiales se cuelan algunos mensajes personales, pero si buscamos pasiones íntimas pincharemos en hueso. Claro está, hasta que no entremos a examinar lo que se ha descrito como la reinvención del amor romántico, en el siglo XII, cuando nos damos de bruces con uno de los mayores amores de la historia, vertidos para regocijo del lector en formato epistolar.

El que la llameante y desesperada historia entre Abelardo y Eloísa siga candente más de ochocientos años después se debe a la existencia de cartas y a la interpretación que de estas se hace, ya sea festiva y humanista, o condenatoria y moral. La saga proporciona el mejor y más antiguo ejemplo de lo que ocurre cuando en una asfixiante sociedad religiosa, poco amiga de tales manifestaciones, florece el deseo sexual desenfrenado. Nos encontramos ante una sórdida e inédita combinación de dogmatismo doctrinal y lascivia de rasgar sotanas.

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Castos como los ángeles: Abelardo y Eloísa guardan sus secretos en Père Lachaise. ©Jim Linwood.

La historia comienza en torno a 1132, cuando Pedro Abelardo, originalmente llamado Pierre Abélard, religioso y filósofo que entonces sobrepasaba apenas la cincuentena, escribe su biografía en forma de carta a un amigo innominado. Este formato se convertiría en un género popular, la carta de consolación o historia calamitatum, cuyo objetivo era hacer al destinatario sentirse mejor al respecto de su propia desgracia, haciéndole ver que a uno le iba mucho peor. En esa carta, escrita en latín, dentro de un completo y grandilocuente relato de sus penalidades, Abelardo cuenta su relación con una mujer muy culta e intelectualmente atractiva de la que había sido tutor: otra relación entre maestro y estudiante que, pese a tanta promesa de amor eterno, lleva dentro la semilla del fracaso.

Abelardo fue uno de los grandes iconoclastas de la Europa medieval. Famoso por su original pensamiento y su ágil e ingeniosa dialéctica, jamás dudó de sus habilidades y convicciones. Su optimismo tenía razón de ser, y vivía convencido de la atracción que causaba en las mujeres y de su destreza como comentarista de Ezequiel («Eran mis embajadores mi juventud, mi excepcional belleza y mi gran reputación»). Conoció a una joven (de al menos diecisiete años, probablemente mayor) parisina dotada de una cultura y belleza excepcionales, «que no le iban a la zaga a él mismo», y decidió seducirla, tratando de impresionar en primer lugar a su tío y tutor, Fulberto (canónigo de la catedral de Nuestra Señora de París), lo cual consiguió. Quedó entonces la joven a su cargo. «¿He de decir más?», pregunta Abelardo a su anónimo corresponsal. «Con el pretexto de las lecciones nos entregamos enteramente al amor.» Había «más besos que enseñanzas» y las manos «se iban más al pecho que a las páginas». En efecto, Eloísa al parecer recibió muy poca formación convencional, pues los deseos de ambos «no dejaron de verse satisfechos en ninguno de los aspectos del amor, y las ocurrencias novedosas que el deseo inventaba las recibíamos de buen grado».

Sus pasiones nocturnas no cejaron y Abelardo descubrió que su labor como instructor comenzaba a resentirse. El resto de sus quehaceres comenzaron a aburrirle y sus clases se hicieron anodinas. Nunca dejó de sorprenderle que todo el mundo, salvo el tío de Eloísa, estuviera al tanto de lo que ocurría. En una carta a Sabiniano, Abelardo citaba a San Jerónimo: «Somos siempre los últimos en saber del mal que alberga nuestro hogar: los defectos de nuestra mujer e hijos son la comidilla del pueblo pero no llegan jamás a nuestros oídos».

Fulberto no era un tutor precisamente indulgente: dejó dicho a Abelardo que podía pegarle con fuerza a Eloísa si esta no se aplicaba. No le hizo mucha gracia enterarse de que sí que se aplicaba, aunque en otro sentido. Los amantes descubiertos huyen de la ira del canónigo, Eloísa descubre que está embarazada y la pareja acuerda casarse en secreto, lo que llega a oídos de Fulberto, que en un primer momento queda complacido por la noticia. Nace un hijo al que llaman Astrolabio. Pero cuando Fulberto decide hacer pública la noticia del casamiento, Abelardo, avergonzado por sus actos, mete a Eloísa en un convento y envía a Astrolabio con la hermana de esta. Ahí hubiera quedado todo de no ser porque el encolerizado Fulberto, a cuya sobrina, abandonada, Abelardo ha arruinado la vida, pergeña un plan junto con unos amigos.

Como describe Abelardo, «dormía una noche plácidamente en mis aposentos, cuando, tras sobornar a uno de mis sirvientes para que les franqueara el paso, se vengaron de mí cruelmente, con barbarie tal que a todo el mundo horrorizaría: cortaron las partes de mi cuerpo con las que había causado el mal del que me acusaban».

Así mutilado, Abelardo toma los votos y se entrega al amor de Dios y de las escrituras. Sin embargo, nunca dejó de ser un espíritu inquisitivo y no se hizo querer por sus pares, pues se empecinaba en señalar las incoherencias que veía en la doctrina cristiana. Escribió mucho en pro del racionalismo y renunció públicamente —por imperativo anatómico— a los placeres de la carne. Sin embargo, transcurridos nueve años de su castración, su confesión epistolar llegó a manos de Eloísa, recluida en el convento de Argenteuil (cómo, no lo sabemos; quizá Abelardo le enviase una copia), quien volvió a caer fascinada a los pies de su antiguo amante.[12]

Eloísa se mostró en desacuerdo con algunos de los detalles del relato que Abelardo hacía a su amigo y apenada de que hasta entonces su examante hubiera guardado silencio, pero era obvio que seguía entregada a él. Más que a Dios, como mínimo:

Hasta durante la celebración de la misa, cuando nuestras oraciones deben ser especialmente puras, se adueñan de mi alma infeliz libidinosas visiones de los placeres que compartimos y mis pensamientos se detienen en la lascivia en lugar de en la oración. Todo lo que hicimos, y los lugares y momentos en que lo hicimos han quedado grabados en mi corazón junto con tu imagen, de modo que revivo todo ello junto a ti. Ni siquiera cuando duermo hallo descanso. A veces me traiciona el cuerpo, que moviéndose expresa mis pensamientos, los cuales en otras ocasiones brotan en una palabra dicha sin pensar.

Eloísa se convence de que su vida se ha ido al garete y sabe que ha sufrido más que Abelardo. A él lo redime la fe, ella solo siente vergüenza por no haber conseguido lo mismo.

Si bien Dios quizá vio en ti a un adversario, se ha probado amable contigo, como el médico honrado que no se arredra ante la necesidad de provocar dolor si este es curativo. En mi caso, sin embargo, las delicias que me procuraron la juventud, la pasión y la vivencia del placer intensifican los tormentos de la carne, el anhelo y el deseo. Su ataque es más feroz cuanto que la naturaleza de la atacada es más débil.

La respuesta racional de Abelardo a las efusiones de Eloísa es bastante más comedida de lo que Eloísa habría querido. Este le ofrece asistencia espiritual y religiosa, y le expresa la certeza de que sabrá dirigir apropiadamente su convento. A él lo ha abandonado todo deseo sexual por ella, y no solo porque se haya convertido en eunuco. Abelardo opina que la libido es degradante y juzga las noches pasadas con ella como fuente únicamente de «placeres obscenos y despreciables». Opina asimismo que impuso a Eloísa la lujuria y se muestra agradecido por su nueva condición física, que considera «absolutamente justa y misericordiosa».

[…] haber quedado disminuido en esa parte de mi cuerpo, sede de la lujuria y única razón para el deseo […] a fin de castigar el miembro por todo el mal que nos hace, expía los pecados cometidos para diversión suya, y me salva del lodazal en que me he hallado inmerso en cuerpo y alma. Solo así podía presentarme ante los altares.

Eloísa parece aceptar no sin cierta reticencia estos argumentos, o al menos se siente derrotada ante su contundencia. Las últimas cartas de la pareja, las llamadas «cartas de dirección espiritual», hablan de temas más filosóficos que íntimos, aunque en ellas los espíritus de ambos parecen latir al unísono, en un vínculo irrevocable.

Pero la historia no termina aquí. A principios de la década de 1970 un estudioso eclesiástico alemán llamado Ewald Könsgen publicó una tesis en Bonn en la que describe una serie de cartas de amor redactadas sobre tablillas de cera y publicadas originalmente en una antología compilada por Jean de la Véprie, abad francés del siglo XV. Los autores de las cartas eran desconocidos, pero Könsgen tenía la corazonada —y poco más— de que aquellas podrían ser las cartas originales que Abelardo y Eloísa se escribieron en París, antes de que las cosas se torcieran. Su corazonada se afianzó en 1974, año en que publicó Epistolae duorum amantium. Briefe Abaelards und Heloises? Pero ese escueto volumen pasó sin pena ni gloria. Sí se levantó controversia en 1999, cuando el australiano Constant J. Mews, profesor de la Universidad Monash, en Melbourne, publicó las cartas con un título inequívoco: The Lost Love Letters of Heloise and Abelard [Las cartas de amor perdidas de Eloísa y Abelardo]. La conmoción fue aún mayor cuando las cartas se tradujeron al francés, en 2005. El debate sigue inflamando la discusión entre medievalistas: ¿son auténticas las cartas? En ese caso, ¿son la correspondencia original entre los dos amantes?[13]

Ciertamente, hubo cartas entre ambos en los días de clímax pasional. En su autobiografía, Abelardo razona que en sus primeros tiempos juntos disfrutaban «de la mutua presencia gracias al intercambio de mensajes escritos, mediante los que podíamos hablar más abiertamente aún que cara a cara». Cuanto más indagaba el profesor Mews en las cartas durante su traducción, más se convencía de las similitudes en gramática y uso del idioma existentes entre las cartas conocidas y las descubiertas. Cotejó estas con otros manuscritos de la Francia del siglo XII y encontró más indicios que confirmaban su hipótesis. Las ciento doce cartas varían en extensión: de tres o cuatro líneas a más de seiscientas palabras, desde fragmentos incompletos de prosa a largas estrofas minuciosamente medidas. Se habla en ellas de la constancia del amor, reflejada en la fidelidad, y se alude indistintamente al amor humano, al amor espiritual y al amor de Dios. Muchas parecen independientes de las demás, como si se hubieran escrito sin esperar respuesta.

MUJER: Al que hasta hoy he amado y amaré siempre: con todo su ser y sus sentimientos, en la salud, la alegría, la prosperidad y todo lo que sea beneficio y honra. […] Adiós, adiós, y que estés bien mientras dure el reino de Dios.
HOMBRE: A su más preciada joya, siempre radiante de esplendor natural, que él, el oro más puro, la rodee y ciña en un abrazo de regocijo. […] Adiós a ti, la que me hace estar bien.
[14]

El lapidario empalago aparece incluso en fragmentos más largos y es, en todos los casos, frustrantemente vago. (ELLA: «Adiós, mi dulzura. Estoy enteramente contigo o, por ser más fiel a la verdad, enteramente dentro de ti». ÉL: «Al inagotable cáliz de todas mis dulzuras […]». ELLA: «Puesto que eres el hijo de la dulzura cierta […]».) Lo físico de su relación, no obstante, emerge gradualmente, si bien de forma más queda de lo acostumbrado en las cartas más tardías (aquellas ensoñaciones de banco de iglesia). (HOMBRE: «Mi yo espiritual se agita con un temblor alegre y mi cuerpo se transforma con nuevos gestos y posturas».) Llegada la carta 26, se lanzan ambos a un lenguaje febril y florido, muestra de un ardor en el que reconocemos sin duda a nuestros famosos amantes:

HOMBRE: ¡Qué fértil en deleites es tu pecho, cómo resplandeces con belleza intocada, tu cuerpo tan rico en humores, tu indescriptible aroma! Revela lo oculto, descubre lo que escondes, deja que siga burbujeando la saludable fuente de tu dulzura más abundante. […] Hora tras hora me acerco irremisiblemente a ti, como el fuego que devora la madera.

Estas cartas «nuevas», auténticas o no, comparten otra cosa más con sus homólogas canónicas: son enormemente entretenidas.

Los padres de la Iglesia no rehuyeron el género epistolar en el largo periodo que va de Plinio el Joven a Eloísa, pero ninguno brilló en el aprovechamiento de sus posibilidades. Sin embargo, de esos mil años (más o menos) no conservamos más que misivas de tema teológico. No se fomentaba entonces el alfabetismo entre la plebe y, a la sombra de la Iglesia, la opinión del vulgo carecía de la mínima relevancia. La tradición oral ocupó el lugar de la escrita. Solo los ricos podían pagar a mensajeros, y las destrezas y materiales de escritura eran dominio casi exclusivo de los escribanos y los clérigos para los que trabajaban. Además, ¿en qué otra cosa de provecho podía ocuparse el lego que no fuera la doctrina?

Las cartas que conservamos conforman un corpus poco sugerente. Sus píos autores estaban entregados al deber, eran cultos y sus cartas tenían más posibilidades de perdurar que otras (no sabremos mucho de la correspondencia entre reyes hasta más tarde en la historia). Las fórmulas de saludo y despedida en las cartas eclesiásticas se basan en las de la Antigüedad tardía, pero hasta ahí llegan los parecidos: los autores de aquellas no muestran interés por la filosofía mundana o por la mejora personal, y tampoco por las impertinencias e intrigas políticas de Cicerón ni por los consejos senequianos sobre el viaje o la modestia. Como es de esperar, el tema de interés es predominantemente el eclesiástico: un camino de virtud con pocas bifurcaciones.

Tenemos bastantes cartas que así lo prueban: sobreviven unas doscientas cuarenta de Gregorio Nacianceno, datadas a lo largo del siglo IV, trescientas sesenta de San Basilio, de ese mismo periodo, unas dos mil notas breves de Isidoro de Pelusio y más de doscientas de Teodoreto de Ciro, del siglo V. Es preferible la muerte a la tortura indescriptible de leerlas.

* * * *

No es de extrañar que la franqueza sensual y lo sufrido de la historia de Abelardo y Eloísa sigan vivos hoy. Y tampoco que sus cartas hayan entrado a formar parte de nuestra cultura, que nada tiene que ver con el silencio, roto solo por susurros, de los claustros medievales. Alexander Pope hizo un grandioso homenaje poético en De Eloísa a Abelardo (1717), donde nuestra heroína anhela lo que ella llama el «eterno fulgor de la mente inmaculada», pero en vano, pues «en cuanto abro tus cartas, temblando / tu nombre, ya conocido, despierta todas mis aflicciones». Versos que más tarde competirían en lirismo con la primera estrofa de «Just One of Those Things», la canción de Cole Porter: «As Abelard said to Heloise / Don’t forget to drop a line to me please» [«Como Abelardo dijo a Eloísa / No olvides escribirme unas líneas»].

La saga, que tanto se presta a ser puesta en imágenes, se ha ilustrado en muchos formatos, siendo quizá la muestra más dramática Dama leyendo las cartas de Eloísa y Abelardo, de Auguste Bernard d’Agesci (hacia 1780), obra conservada en el Art Institute de Chicago (la dama en cuestión parece tan afectada por lo que acaba de leer que el vestido se le cae, dejándole al aire los hombros). En el cine, los miembros de la pareja aparecen como títeres en Cómo ser John Malkovich, película escrita por Charlie Kaufman. Olvídate de mí [cuyo título original en inglés fue Eternal Sunshine of the Spotless Mind, el verso de Pope antes citado] es otro guion de Kaufman, protagonizado por Jim Carrey y Kate Winslet. Muchos telespectadores supieron asimismo de las famosas cartas gracias a Los Soprano, pues en un episodio se habla de ellas.

Cuando la historia se vuelve a contar para el público moderno, a menudo se incluyen elementos ficticios, añadidos como fondo narrativo para dar vida a la historia, como en Heloise & Abelard, de James Burge (2003). En esta película, la heroína escribe su primera respuesta a la autobiografía de Abelardo «antes de que taña la campana para vísperas. La abadesa debe de nuevo guardarse muy dentro su amor, sus emociones y la historia que la llevó hasta donde se encuentra en ese momento, y asumir su papel de superior de un convento. Dobla la carta, la ata y la sella. Quizá la oculta dentro de su hábito».

No obstante, el primer y mayor admirador de esta historia romántica vivió en el siglo XIV. Francesco Petrarca, cuya admiración por Eloísa («¡Absoluto encanto, la mayor de las elegancias!») fue la chispa que prendió una fascinación inédita por los amantes, tan intensa como la que llevó al autor italiano a reivindicar la filosofía griega a través de Cicerón. No hubo valedor más entusiasta: fue, en efecto, Petrarca el responsable del redescubrimiento de la carta y su poder en el primer Renacimiento. Y precisamente en una carta explica la historia de la palabra «letra».

Nació en Arezzo en 1304 y su vida fue un continuo periplo, lo que explica las muchas cartas que escribió a otros tantos amigos y conocidos (de las que han llegado hasta nuestros días casi quinientas): se trasladó desde las cercanías de Florencia a Pisa y de allí a Montpellier y vuelta a su país, a Bolonia, antes de instalarse durante un largo periodo en la región de Vaucluse, en la Provenza, y, por último, en Milán. Como intelectual y poeta, Petrarca no creía demasiado en el perdurable valor de su magnífica y prolija obra, pero el lector moderno encontrará muchas cosas valiosas en sus ensayos, biografías y tratados religiosos, así como en sus famosísimos poemas, inspirados por su musa, Laura, que le aseguraron la inmortalidad tras el fallecimiento de esta durante la peste de 1348.

En cualquier caso, debemos recordarle también por algo más: las cartas de Petrarca son documentos intrigantes y de gran relevancia. Inspirado por Cicerón, Epicuro y Séneca, escribió casi todos los días de su vida en un estilo íntimo. Sus dos grandes colecciones de cartas (una es Epistolae familiares, recopilación de la correspondencia escrita durante sus viajes, y la otra Epistolae seniles, centrada en la ancianidad) podrían muy bien ser consideradas las primeras cartas modernas escritas por el primer intelectual moderno, en el amanecer de la civilización europea moderna.

Como para hacer hincapié en la riqueza que las cartas aportan al estudio de la historia, Petrarca escribe una biografía inacabada no en verso ni a modo de crónica, sino en formato epistolar, con una carta «A la posteridad». Se presenta con cierta falsa modestia («Saludos. Es posible que a tus oídos haya llegado quizá alguna noticia de mi persona […]») y se equivoca de medio a medio cuando afirma que un nombre «insignificante y oscuro» como el suyo «no llegará lejos en el espacio ni el tiempo». La historia ha sido benevolente con él, y también con sus lectores.

Una de las cartas iniciales de la primera colección está dirigida a su íntimo amigo Ludovico (al que apoda Sócrates). En ella escribe sobre cómo sus cartas a punto estuvieron de no aparecer siquiera en la primera recopilación publicada (en la década de 1360), porque la mayor parte se la habían comido los ratones o «el insaciable gusano de los libros», y otras las había arrojado él mismo al fuego. Petrarca describe a continuación uno de esos episodios sombríos en que solía poner en duda el valor de su trabajo. Pero una ensoñación en la que aparece su amigo Ludovico (que ya le había expresado cuánto le gustaban sus cartas) lo hace cambiar de parecer y lo lleva a revisitar su obra con cierta satisfacción. Hace entonces Petrarca algunas observaciones inéditas en él sobre el género epistolar.

Lo primero que hay que decidir es a quién destinar la carta, luego juzgaremos qué decir y cómo decirlo. Nos dirigimos al hombre fuerte de un modo y al débil de otro. Igualmente ocurre con el joven inexperto y el anciano que ya ha cumplido con los deberes de la vida, con el henchido de prosperidad y el golpeado por las vicisitudes, el erudito distinguido en las letras y el hombre incapaz de entender nada más allá del lugar común. Cada uno de ellos debe ser tratado según su carácter y posición.

En una carta a Boccaccio fechada en 1365, poco después de que se diese la noticia de que su correspondencia estaba siendo copiada libremente por numerosos amanuenses, escribe sobre un deseo último para su obra: que sea legible. A Petrarca no le gustan ni «la caligrafía suntuosa y poco clara» ni la escritura que «agrada desde lejos pero […] fatiga los ojos cuando la leemos con atención». «Todo vuelve a la etimología», escribe, pues, después de todo, «la palabra “letra” proviene del verbo legěre, leer».

El lector moderno puede albergar aún más esperanzas: que las cartas de Petrarca no solo puedan leerse sin esfuerzo, sino que merezca la pena hacerlo. En muchos casos es así. Tocan temas variados, son contradictorias, muestran seguridad del autor en sí mismo, son elitistas y eruditas… Todo lo cual garantiza, por regla general, una grata experiencia lectora en cualquier idioma. Petrarca escribió a muchos amigos y también a otros personajes a los que no conoció, como Cicerón u Homero. Los asuntos tratados en sus misivas van de la política a la biografía, pasando por la poesía clásica y la literatura coetánea, aunque una de las cosas que las diferencia es la narración de viajes. Puede decirse sin temor a error que Petrarca fue el primer turista de la historia.

Las cartas escritas a sus amigos son auténticas postales de pergamino. En ellas escribe no como alguien que observa desconocidas costumbres nativas en sus viajes de negocios por Europa, sino como un buscador de placeres, un vacacionista, un flâneur. Petrarca viaja a París, a los Países Bajos y al Rin, asciende montañas y después lo cuenta. Lo único que le impide ir más lejos —a Jerusalén, por ejemplo— son los terribles mareos que sufre al viajar en barco. «Ojalá supieras con qué placer vago, libre y solo, entre montañas, bosques y ríos», escribe a un amigo. Sus cartas son por tanto guías de viaje, itinerarios, mapas mentales, una forma primitiva de estudio antropológico.

Escribe al cardenal Giovanni Colonna en el verano de 1333:

Continué entonces hacia Colonia, que se levanta en la ribera izquierda del Rin y es notoria por su ubicación, su río y sus pobladores. Me sorprendió encontrar tal nivel de cultura en tierras bárbaras. La apariencia de la ciudad, la dignidad de los hombres, el atractivo de las mujeres, todo ello me sorprendió.
El día de mi llegada coincidió con la festividad de Juan el Bautista. Casi anochecía cuando llegué a la ciudad. […] Accedí a salir de la posada para que me llevasen al río para ver algo muy curioso. No me decepcionó: en la orilla había multitud de mujeres hermosas. ¡Oh, Dioses, qué rostros y formas! ¡Y qué bien ataviadas! Aquel cuyo corazón no estuviese ya en manos de una mujer encontraría muy bien su sino en ese lugar.

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¿El primer hombre de letras y también de cartas? Petrarca se aferra a su legado en este grabado del siglo XIX. Cortesía de coleccionista privado/© Look and Learn/The Bridgeman Art Library.

Me situé en una pequeña elevación del terreno desde donde podía observar fácilmente lo que ocurría. Había un denso gentío, pero en concierto. Se arrodillaban todas en sucesión, medio ocultas por la fragante hierba, y se arremangaban por encima del codo para lavarse los blancos brazos y las blancas manos en el turbulento arroyo.
[…] Cuando había de decir o entender algo, debía pedir a mis acompañantes que proveyeran tanto oídos como lengua. Como no comprendía lo que ocurría pero me interesaba grandemente descubrirlo, pedí explicaciones a uno de mis amigos. […] Me contó que era una antigua costumbre de ese pueblo, y que las clases más bajas, en especial las mujeres, confiaban plenamente en que cualquier calamidad que se cerniera sobre el nuevo año sería ahuyentada bañándose ese día en el río, y en que ese baño garantizaría un hado más feliz. Así pues, esa ablución anual se ha realizado siempre de manera deliberada y así seguirá siendo.

Por mucho que se valoren las cartas de Petrarca, es muy difícil tenerlas en tanta estima como las tenía él mismo. Petrarca deseaba que sus lectores, que creía predominantemente del sexo masculino,

pensasen solo en mí, no en la boda de su hija, en los besos de su querida, en las artimañas de los enemigos, los compromisos, la casa, las tierras o el dinero. Quiero que el lector me preste atención a mí. Si le apremian otros asuntos, que posponga la lectura de la carta y que, cuando lea, deje a un lado las cargas familiares y de su oficio, y fije su mente en la materia que tiene ante sí. […] No sin esfuerzo habrá de aprovechar lo que no sin duro trabajo yo he puesto por escrito.

Las cartas de Petrarca a menudo sobrepasan de largo las mil palabras. La trillada cita «siento que esta carta sea tan larga, no he tenido de escribir una más corta» se ha atribuido, con distintas variaciones, a Blaise Pascal (1657), John Locke (1690), William Cowper (1704) y Benjamin Franklin (1750). La idea, no obstante, pudo tener su origen —en un formato naturalmente más elaborado— en Petrarca. Escribiendo de nuevo a Boccaccio, hacia el final de su carrera como escritor y sabiendo que le quedaba poco tiempo, resolvió ajustar la longitud de sus cartas y «escribir para ser entendido y no para agradar». Aun así, recordaba haber hecho esa promesa anteriormente: «Pero no he sido capaz de cumplirla. Cuando se trata de mis amigos, me parece mucho más fácil guardar silencio que ser breve, pues cuando empiezo, el deseo de seguir adelante es tan intenso que termina resultando más fácil no empezar que contener las palabras».

Petrarca se topó con otras dificultades. Muy a menudo escribía cartas que jamás llegaban a manos de sus desatentos lectores, pues los mensajeros eran muchas veces interceptados por agentes del estado o por salteadores de caminos o incluso por versiones primitivas del coleccionista de autógrafos. Poco antes de morir, Petrarca escribió a Boccaccio que la combinación de la vejez y la perenne ineficacia de los mensajeros lo habían resignado ante un lamentable sino: ya no escribiría más cartas.

Ahora sé que ninguna de las dos extensas cartas que escribí te ha llegado. Pero ¿qué podemos hacer? Seguir enviándolas. Podemos indignarnos, cada vez más, pero no podemos vengarnos. Ha aparecido en el norte de Italia un deleznable grupo de personajes que supuestamente guardan los caminos pero son en realidad el azote de los mensajeros.
No se limitan a ojear las cartas que abren, sino que las leen con la mayor curiosidad. Quizá pongan como excusa que cumplen orden de sus señores, quienes, conscientes de ocupar el centro de los reproches por su insolencia sin límites, imaginan que todo el mundo escribe contra ellos; de ahí su inquietud por saberlo todo. En cualquier caso, no tiene perdón de Dios que, cuando encuentran algo en las cartas que les hace alzar esas orejas de asno que tienen, en lugar de retener al mensajero para copiar el contenido de la carta en cuestión, como hacían antes, hayan decidido ahora, dando muestras de una audacia cada vez mayor, ahorrarle a sus muñecas el esfuerzo y mandar a los mensajeros que continúen camino quedándose ellos con la carta. Y, para hacer el proceso más ultrajante, los que se ocupan de estas tareas son completos ignorantes. […] No encuentro nada más irritante y vejatorio que la injerencia de tales sinvergüenzas. En muchas ocasiones me he abstenido de escribir por su culpa y otras tantas me he arrepentido nada más terminar. No hay nada que hacer contra estos ladrones de cartas, pues todo es un desbarajuste y la libertad del estado ha sido destruida por completo.

¿La libertad del estado destruida por un servicio postal poco fiable? Dejando aparte el embellecimiento propio del melodrama italiano, sí es cierto que las cartas —su papel en el discurso cultural y su importancia para los asuntos oficiales— cumplían un papel fundamental en ese mundo civilizado nacido con el Renacimiento. Y aquello no era más que el comienzo: el valor de las epístolas antiguas para el estudio de la historia, el peligro que suponían para una monarquía nerviosa, la importancia de una red de distribución efectiva para la expresión apasionada del amor… eran todas ellas cuestiones a las que se empezaba a prestar atención. Definitivamente, la propagación del alfabetismo estaba destinada a ser considerada tanto una bendición como una plaga.

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Cómo construir una pirámide

14232134, SOLDADO ESPECIALISTA BARKER
H. C., ALA 30, 1.ª COMPAÑÍA, 9.º COMUNICACIONES
(FORMACIÓN AÉREA),
MANDO DE ORIENTE MEDIO

17 de diciembre de 1943
Querida Bessie:
Recibí ayer tu carta del 20 de octubre, que enviaste por tierra. La leí ávidamente como si fuera de un viejo amigo. Me doy cuenta de que aunque el tiempo sigue su camino, como el tren de Chattanooga, tu estilo sigue siendo más o menos el mismo que en aquella época en que nos escribíamos cartas enormemente apasionadas y maravillosamente sinceras sobre el socialismo y «lo demás». Hoy, sin embargo, «lo demás» me parece infinitamente más atractivo (soy un falso y un hipócrita). Gracias por la carta, vieja amiga; yo te envío esta por avión porque carga con tantas cosas aburridas que hundiría hasta un mercante.
Sí, recuerdo nuestras discusiones sobre la palabra «conocido» y mis opiniones siguen siendo las mismas. Yo quizá tenga cien conocidos (escribo a unos cincuenta), pero a mis amigos los puedo contar con los dedos de una mano. Según el diccionario:
Conocido: Persona con quien se tiene trato o comunicación, pero no amistad.
Amigo: Persona por la que se siente afecto y estima.
Yo tengo «trato» contigo y, aunque te tengo «amistad», no puede decirse que tengamos «sentimientos». ¿Te has aprovechado de «mi amistad», dices?
Siento oír que Nick y tú ya no estáis «juntos», como tú dices, y que hayas perdido tanto tiempo por culpa de su falta de valor. Debes de haberlo pasado muy mal: sabes que puedes contar con mi complicidad al respecto. Aunque… ¿estarás escribiéndole al tipo adecuado? ¡Déjame decirte que sí! Joan me dio boleto hace un par de meses. Lo veía venir desde abril, cuando recibí sus primeras cartas.
Creo que deberías extenderte en tu opinión sobre las emociones. Dices que si pudieran prohibirse sería más fácil construir el Nuevo Orden. No estoy de acuerdo. Solo nos sentimos así cuando alguien juega con ellas.
Me creo a pies juntillas que los soldados de permiso en Londres no pierdan el tiempo. Se comprende que los tipos que junten tres o cuatro días libres antes del inicio de una campaña quemen la ciudad, aunque por desgracia son bastantes los que tienen un cómodo puesto en alguna base, con sus correspondientes hábitos indeseables. Cuando yo trabajaba en la base, nuestros pases nocturnos llevaban escrita la siguiente orden: «Prohibidos los burdeles. No alternar con prostitutas». En la ventanilla en que los recogíamos había un gran cartel que decía: «No te arriesgues. Pide en enfermería un ya sabes qué». Toda la propaganda del ejército hacía hincapié en el «Ten cuidado». Hasta el malvado pastor de Thirsk nos despidió dándonos a entender que la mayoría de mujeres extranjeras estaban enfermas y que tuviéramos cuidado.
[En las pirámides] había, junto al lugar donde me senté, un profiláctico. ¡Me pareció una combinación magnífica de lo antiguo y lo moderno! El que te contó que las pirámides marcan la hora te tomó el pelo. No se usaron acero ni hierro, grúas ni poleas. Solo Cuerdas y Palancas. Su erección fue posible gracias a una Organización Superior, Carne y Sangre, tirad, tirad, tirad, y toda la parafernalia del esfuerzo humano.
Me temo que esta carta no es lo que quiso ser en un principio. Dudo mucho que la encuentres aceptable. ¿Qué periódico lees ahora?
Tuve suerte y pude hacerme con una cama, mueble muy útil para evitar los muchos bichos que se arrastran por estos suelos. Las moscas abundan hasta la náusea y las pulgas no dejan de molestar. (Antes he matado a dos que tenía en la pierna izquierda, mientras escribía esta carta. No siempre se dejan atrapar.) Es difícil lavarse, los barriles de gasóleo hacen las veces de bañeras. Apretamos un trapo empapado a la altura de los hombros y el agua que corre cuerpo abajo se reutiliza (un sistema bien pensado). Los ratones son un incordio, siempre andan royendo aquí y allá. El ubicuo y utilísimo barril de gasóleo puede también usarse como trampa: se le pone un cebo y, durante una temporada, aparecen todos los días tres o cuatro ratones. Entran en el barril tumbado en el suelo y entonces cae la tapadera, y quedan atrapados. Matarlos después es bastante horrible. Hay que aturdirlos, ahogarlos y luego enterrarlos. Yo me he librado de momento. Las abundantes lluvias de estos días han creado un bonito lago ornamental en la amplia llanura. Ahora crecen hierba y algunas florecillas donde antes solo había arena. He trasplantado algunas flores a un rodal de tierra que he convertido en jardín. Bert y yo dedicamos la mayor parte del tiempo de ocio a jugar al ajedrez con unas piezas que hemos hecho con alambre y un mango de escoba. En el campamento, que está en mitad de la nada, hay algunos perros. No se ven civiles. Estamos engordando dos cerdos para Navidad (pobres bichos), aunque creo que el macho, que está enamoradísimo de su cerda, le ha regalado a esta el alivio de un indulto temporal.
Espero que recibas noticias frecuentes de tu hermano y que tú y tu padre os encontréis bien.
Un abrazo,
Chris

Capítulo 5
Cómo escribir la carta perfecta,
Parte 1

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Hay un nuevo papa. Hurra por Su Santidad. Pero ¿con qué palabras puede un párroco explicarle por carta, en 1216, cómo gestiona su iglesia? O ¿cómo trasladarle una injusticia? ¿Cómo dirigirte a tu hijo para advertirle sobre los peligros de estudiar demasiado? ¿Cómo ponerle sobre aviso del mal trago que espera a los novatos a principio de curso?

Resuelva todos estos problemas gracias a Boncompagnonus (también disponible como Boncompagnus), un manual en seis volúmenes en el que se habla de todas esas cotidianidades de la vida real. Pero hay otras: cómo escribir una solicitud de ayuda económica o una carta de recomendación, cómo persuadir a alguien para que peregrine, cómo resolver por escrito una disputa matrimonial, cómo preguntar a un malabarista por sus honorarios. La guía fue escrita en 1215 por Boncompagno de Signa, un profesor boloñés de retórica y maestro ajedrecista, con fama de megalómano[15] y aficionado a las bromas. Su guía sobre redacción epistolar se centra en la correspondencia profesional, especialmente en lo referido al dinero, a las leyes y a la redacción de cartas de condolencia. Las plantillas de estas cartas, incluidas en el capítulo 25 del primer libro, son tan diversas que no dejan espacio a error. En ellas se trataban los ritos y costumbres fúnebres de húngaros, sicilianos, eslavos, bohemios y alemanes, y las variadas maneras de interpretar la «felicidad de sacerdotes y clérigos», así como los hábitos de «ciertos provincianos».

¿Qué motivó esta guía? Boncompagno creía que la carta bien escrita contribuiría a la enmienda de los males que aquejaban a la sociedad, siendo sus objetivos más importantes la injusticia y la envidia. Estos males, según él, eran como los colmillos de la hidra, bestia que «nunca descansa y no cesa de vigilar el mundo, al acecho de las buenas fortunas, intentando encontrar cualquier tipo de excelencia para menoscabarla, y, cuando no lo consigue, se aturde, gruñe, chilla, se enfurece, delira, engulle, acosa, se pone lívida y pálida, da alaridos y arcadas, se oculta, ladra, muerde, desvaría, echa espuma por la boca, rabia, ruge», y etcétera. Motivación y efecto real, sin embargo, van cada uno por su lado.

Alain Boureau, experto en epistolarios medievales, señala que el manual de Boncompagno es una de las pruebas que documentan la compleja y cambiante jerarquía de la sociedad europea, dividida entonces según una amplia variedad de puestos y rangos, no solo en nobleza e Iglesia.

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Aristóteles, un convencido de que se debe escribir como se habla. Cortesía de Universal History Archive/UIG/The Bridgeman Art Library.

Guías similares dan testimonio más adelante de la emergente clase media y de la influencia ejercida por las universidades, dando voz a un nuevo grupo social aparecido en pueblos y ciudades, que no había sido engullido por el mundo feudal y eclesiástico, y formado en muchos casos por profesionales de los florecientes oficios relacionados con el derecho. Los comerciantes no tardarían en demandar una guía de este tipo para la redacción de su correspondencia de trabajo.

El Boncompagnonus no fue el primer libro de instrucciones sobre el arte epistolar. Ese mérito lo tiene un hombre llamado Demetrio, de nacimiento y trayectoria desconocidos. Se trata de un breve tratado en latín, datado en algún momento del siglo IV d. C.; quien lo firma pudo ser Demetrio de Falero o Demetrio de Tarso, aunque la mayoría de los eruditos prefiere no pillarse los dedos y lo consideran anónimo.

De lo que no cabe duda es de la validez de los consejos que en él se ofrecen. Las instrucciones que bosqueja el autor son mucho menos específicas que las de manuales posteriores, y ese carácter general las hace útiles para todo el mundo. El autor comienza cuestionando el consejo dado en su día por Artemón, editor de las cartas de Aristóteles, según el cual «una carta debe escribirse como un diálogo», como si fuera una de las dos caras de una conversación.[16] «Algo de verdad hay quizá en lo que dice, pero no es toda la verdad», polemiza Demetrio. «La carta debe ser algo más formal que el diálogo, pues este imita la conversación improvisada, mientras que aquella es escrita y enviada como si fuera una especie de regalo.»

Demetrio además señala que las típicas pausas repentinas en las oraciones, tan comunes en el diálogo, no se ajustan bien a la correspondencia: «La escritura abrupta dificulta la comprensión». La misiva es más eficaz que el discurso oral en algunos aspectos. «La carta debe hacer una sólida caracterización», observa Demetrio. «Todo el que escribe una carta lo hace como imagen de su propia alma. En todas las formas de discurso puede apreciarse el carácter del escritor, pero en ninguna tan claramente como en la epistolar.»

Con respecto a la extensión, la carta debe ser «breve». «Las demasiado largas, por no mencionar las de estilo muy henchido, no son en modo alguno cartas juiciosas, sino tratados encabezados con un “Estimado señor”.» Resulta también absurdo «mostrarse tan formal en las cartas, lo cual es incluso contrario a la amistad, que exige el proverbial “al pan, pan y al vino, vino”». Hay algunos asuntos, además, para los que la carta es simplemente inapropiada, entre ellos «los problemas de lógica y la filosofía natural». El objetivo de la carta es, más bien, «expresar amistad brevemente y plantear cuestiones sencillas en términos sencillos. […] El que profiere máximas y exhortaciones sentenciosas parece que en lugar de contar cosas está predicando desde el púlpito». Demetrio hacía una o dos excepciones, a saber, las cartas dirigidas a «ciudades o a reyes», en las que es permisible una mayor elaboración. «En resumen, la carta debe combinar dos estilos, el elegante o grácil y el sencillo, y así concluyo mi tratado sobre las cartas.»

* * * *

Llegado el siglo XIII, cuando Boncompagno redactó sus recomendaciones, el abanico de plantillas para cartas se había ampliado mucho, y su abundancia satisfacía una necesidad: la escritura de correspondencia no podía dejarse a la intuición. Ese arte empezaba a enseñarse entonces en las escuelas de Europa y, aunque Cicerón y Séneca se pondrían de moda poco después, su clasicismo no siempre encajaba con los retos planteados por esos nuevos tiempos. Así pues, existían dos opciones: el escribano profesional que instalaba un puesto en el mercado como si vendiese zanahorias, o el ars dictaminis, el manual «hazlo tú mismo». Al ars dictaminis no tardaría en salirle un primo hermano, el ars notariae, especializado en consejos de redacción para patentes y otras cuestiones legales. El objetivo principal de aquel era orientar sobre cómo escribir cartas «familiares» y otras más personales o generales, que no obstante se ajustaban estrictamente a la tradición retórica (y con frecuencia se escribían para ser leídas en voz alta ante quienes estuvieran presentes).

Italia y Francia fueron los primeros países en que se publicaron este tipo de manuales, e Inglaterra siguió el ejemplo. Pronto fueron tantos que era difícil distinguir entre ellos. La inspiración primera de esos caprichosos libros de autoayuda de la época fue la guía escrita por el benedictino Alberico de Montecassino en 1075. Sesenta años más tarde, además, se publicaría en Bolonia un breve manual anónimo, de los primeros en dar instrucciones detalladas sobre la forma correcta de saludar, la llamada salutatio. Esta quedaría estandarizada en las guías de etiqueta generalistas y aplicaba inteligentemente la benevolentiae captatio, a saber, el garantizarse la buena voluntad del destinatario a base de elogios (la mejor técnica consistía en inducir una especie de sentimiento fraternal o paternal o, en su defecto, de camaradería). El pupilo podía salirse con la suya si le escribía a su maestro de la siguiente manera: «A [nombre del maestro]. Por la divina gracia, resplandeciente de ciceroniano encanto, [nombre del pupilo], sometido a sus entregadas enseñanzas, expresa la servidumbre con un corazón franco». Vienen después tres categorías que podrían aparecer en cualquier manual actual sobre redacción: la narratio (últimas noticias), la petitio (el motivo real de la carta) y la conclusio.

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Uno de esos primeros libros de texto publicados en inglés fue compilado por un italiano, Giovanni de Bolonia, para uso particular del arzobispo de Canterbury. Mientras, por su lado, Lorenzo de Aquilea escribía los primeros ejemplos reconocibles de plantilla epistolar, en el que el usuario rellena los huecos extrayendo los términos relevantes de una lista. La gama de destinatarios es bastante amplia, pues abarca de reyes y arcedianos a herejes y falsos infidelos, si bien estos últimos se juzgaban merecedores no tanto de una carta bien escrita como de una bronca de taberna.

Muy pronto, en las ciudades universitarias de Bolonia y Orleáns aparecieron tantos manuales profesionales que sus autores, los maestros épistoliers, fueron tachados de dictatori, término que subrayaba su dominante influencia política. Muchos eran miembros del clero y algunos también enseñaban en las universidades. Sus nombres eran conocidos entre sus coetáneos: Godofredo de Vinsauf, Arnulfo de Orleáns, Pedro de Blois, Ludolfo de Hildesheim, Conrado de Zúrich.

Como era habitual en los refinados asuntos de la academia, se diría que muchos dictatori solo escribían para mayor aprovechamiento de sus colegas y también, cómo no, para ganarse su aprobación. Muchas de sus plantillas describen el virtuoso arte de la escritura de cartas, todo un salón de espejos. Uno de los mejores ejemplos lo da Hugo de Bolonia en sus Rationes Dictandi, del siglo XII. Tras un inicio parsimonioso y apropiadamente autodenigrante («A X, el excelso erudito en la ciencia de las cartas, el elocuentísimo», etcétera), la carta sigue insistiendo en el tono: «La gracia de Dios no consideró suficiente, oh, venerable maestro y señor, haceros erudito sin par en las artes liberales, sino que os proveyó además del gran don del arte epistolar. Así dice el insistente rumor que se ha extendido por la mayor parte del mundo, y que no persistiría de tal modo de no responder a la realidad».

Así retratado, el maestro de la misiva de la Europa tardomedieval se ponía la sociedad por montera en su envidiable posición a caballo entre curandero y dios del rock and roll.

En efecto, a través de un acto de gracia incomparable, habéis sabido cómo enseñar a vuestros discípulos lo que Dios os ha dado a conocer, mucho más rápidamente que otros maestros. Por eso son tantos discípulos los que abandonan a sus maestros y se apresuran a acudir a vos tan velozmente como pueden. Bajo su instrucción, los incultos se hacen inmediatamente doctos, los tartamudos, elocuentes, los cortos de entendederas hallan la luz y los descarriados se enderezan.[17]

* * * *

El manual para la redacción de cartas cambió sensiblemente durante el Renacimiento, pues el humanismo tomaría como referentes a Petrarca y, por extensión, a Cicerón. Llegado el siglo XVI, era ya común el mismo tipo de guía que ha existido hasta hace veinte años, llamado entonces methodus conscribendi epistolis. El último campeón de ese arte fue Erasmo de Róterdam, diestro humanista neerlandés y quizá el más preclaro erudito de su época, que no solo abrió las puertas a la reforma protestante, sino que halló tiempo para escribir miles de textos y cartas sobre temas ajenos a la teología. Sus palabras se oponían directamente a las ideas senequianas sobre cómo vivir mejor la vida (y no echarla a perder: uno de sus tratados más famosos está dedicado a la locura). Y sus cartas, de las que han sobrevivido mil seiscientas (Erasmo afirmó haberles dedicado media vida) abarcan desde la defensa racional de su posición contra las doctrinas católicas hasta sus traducciones de literatura clásica, pasando por cuestiones más personales como la decepcionante calidad de los vinos holandeses o su exigua economía y endeble salud (sufría de artritis debilitante y en sus últimos años debió encomendar las tareas de escritura a un asistente). Por supuesto, muchas de sus cartas tocan el recurrente tema sobre el que ya hemos leído (y volveremos a leer): Erasmo abroncando a sus amigos o familiares por tomarse tiempo en responder o hacerlo muy de tarde en tarde.

Así golpeaba donde más duele Erasmo, en esta carta de hacia 1487, redactada en un monasterio cercano a la ciudad de Gouda y dirigida a su hermano mayor Pieter, monje residente en Delft:

¿Te queda algún resquicio de sentimiento fraterno o han huido de tu corazón todos los recuerdos de tu Erasmo? Escribo cartas y las envío una y otra vez, te pido noticias una y otra vez, no dejo de preguntar a tus amigos cuando sé que vienen de verte, pero jamás traen nada parecido a una carta o un mensaje: se limitan a decirme que estás bien. Por supuesto, esas son las noticias mejores que uno cabría esperar, pero no te eximen de tu responsabilidad. ¿Quién podría dudar de lo obstinado que eres? ¡Sería más fácil sacarle sangre a una piedra que recibir una carta tuya!

Las cartas de Erasmo se reparten por toda Europa: escribía a corresponsales en Londres, Cambridge, Dover, Ámsterdam, Colonia, Estrasburgo, Colonia, Turín, Bruselas o Lübeck.

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Toda una vida escribiendo cartas: Holbein pinta a Erasmo entre pieles. Cortesía de coleccionista privado/The Bridgeman Art Library.

Creía que «no había ningún tema que no pudiera tratarse por carta», pero era ante todo un tradicionalista, pues prefería las cartas bien estudiadas a las espontáneas: «Una carta debe oler a lámpara y no a licor, a ungüento o a cabra». Ante todo le gustaba la «idea» de la carta, el artefacto material, la carta como gran plantilla discursiva para el mundo moderno. Si escribes bien una carta (fácil si se seguían a pies juntillas sus consejos), entonces eres sin duda uno de esos hombres que pertenecen al mundo.

Su manual de redacción epistolar, que compiló siendo profesor en París, a principios del siglo XVI, cubría algunas materias que ya conocemos (la claridad y adecuación en la expresión). Escribió especialmente bien sobre cómo el remitente debe ante todo mostrarse versátil: una carta «debe ajustarse todo lo posible a su argumento, lugar, fecha y destinatario; cuando trata sobre asuntos graves ha de ser seria, cuando trata sobre asuntos comunes, transparente, y cuando trata sobre asuntos banales, elegante e ingeniosa; es ardiente e inspirada en la exhortación, reconfortante y amistosa en el consuelo».

Pero quizá lo más notorio tanto del manual como de las cartas que Erasmo revisó hacia el final de su vida fue que se redactaron pensando no en el amanuense sino en la imprenta. Se imprimieron por primera vez en Cambridge en 1521 y se difundieron después por otras imprentas de Italia y Alemania. Por irónico que parezca, el arte epistolar encontró su mayor aliado en el tipo móvil. Lejos de acabar con él, las máquinas no hicieron sino amplificar su relevancia para la historia y el pensamiento.

Las cartas empezaron a recopilarse y encuadernarse, y la imprenta garantizó el archivado, multiplicando las probabilidades de supervivencia. El tesoro epistolar lo componen, no obstante, las raras copias manuscritas, que seguirán siendo objetos maravillosos, de valor incalculable para la posteridad. Hoy por hoy, el descubrimiento y conservación de la correspondencia de los grandes pensadores, considerada tanto historia escrita como divisa de cambio, queda al cuidado de las bibliotecas. La imprenta trajo consigo las compilaciones de cartas y al hombre de letras (y, dos siglos después, a la mujer de letras). Erasmo afirmaba que sus cartas no eran historia sino literatura. Una literatura que viviría a partir de entonces una edad de oro que duraría siglos.

Dos editores ingleses publicaron manuales que no tardaron en convertirse en clásicos nacionales. Hojear el primero de ellos, conservado en la Biblioteca Bodleiana de Oxford, es saborear el acre aroma antiguo de las intrigas maquiavélicas, inéditas en las guías de ese tipo. Los nuevos ejemplos de cartas seguían preocupándose sobre todo por el respeto: la forma correcta, el tratamiento siempre humilde. Se introdujeron, no obstante, nuevas consideraciones: la técnica, la sutil manipulación, la elegancia en la concesión, el cómo servirse de la correspondencia para alcanzar un objetivo. Ya Cicerón se había valido de ella para sus fines políticos. Se publicaba pues un manual que ponía ese empeño al alcance de todo el mundo.

The Enimie of Idlenesse [El enemigo de la ociosidad] (1568), de William Fullwood, fue el primer superventas del género en inglés, reeditado diez veces en el siguiente medio siglo.[18] El lector sabrá percibir claramente la creciente importancia de las cartas en la Inglaterra isabelina y su utilidad a la hora de dar cohesión a la masa social (debido al comercio y demás imposiciones económicas, las familias comenzaban a dispersarse). La obra de Fullwood era traducción de una exitosa guía francesa, pero el autor tuvo mucho cuidado de adaptar cuanto pudo el colorido y la coyuntura franceses al lector compatriota, si bien mantuvo la mayoría de direcciones de sus cartas de muestra, dirigidas a Lyon o París. El principal interés de la obra de Fullwood reside en que la mayoría de las cartas son respuestas a otras y en el hecho de que las hipotéticas situaciones que presentan no solo tienen un sentido práctico, sino que además son muy llamativas. En una de ellas, el autor valora el siguiente supuesto: un mercader y padre de familia sospecha que su hijo está vendiendo sus artículos de seda por debajo del valor de mercado. En la primera carta, le escribe[19]:

Verdaderamente, hijo mío, con tu malvado comportamiento me harás pisar la tumba antes de lo que yo esperaba, pues estos días, en esta villa de Lyon, muchos caballeros y mercaderes me han confirmado que todos los atavíos escarlata que llevaste contigo se han perdido. Me advierten así mismo mis leales amigos de que varias damas de la ciudad visten suntuosamente nuestras prendas de seda, pero tú no has recibido ningún pago por ellas, sino que las entregaste secretamente y con nocturnidad.
No fue esto lo que me prometiste a tu partida: tu madre llora sin descanso y tus dos virtuosas y sinceras hermanas se lamentan una y otra vez. Pero dime, ¿con qué cuchillos pensabas herir la parte más recóndita de nuestros corazones? Apréstate pues a enmendar tu yerro, o habrás de dejar de llamarme padre, y ten por seguro que, a menos que rectifiques, no recibirás jamás parte alguna de mis bienes ni dineros.
Tu cauto padre

A lo que el hijo responde:

Mi querido y amado padre, no he sabido de la desventura de nuestras mercancías sino por tu afligida carta. Puesto que eres mi padre, y un padre prudente, es legítimo que sin dilación me reprendas y amenaces: no obstante, a quien no cometió falta siempre acompaña la dulce esperanza. Quienes te dijeron que he dado las ropas de seda a las damas de Lyon por ventura lo hicieron de mala fe, por no haberles dado yo algo de seda a sus esposas. No me he cuidado de preguntar a esas damas de dónde proceden tales ropas, pero habré de hacerlo para acallar la pluma de quienes así te informaron.
Te ruego así pues, mi querido padre, que estés contento y satisfecho, pues no he dilapidado de ese modo tus bienes, sino que los vendo tanto a mujeres como a hombres. Te envío a través del mensajero dos mil libras en concepto de prendas escarlata y seiscientas libras en concepto de prendas de seda; trataré de liquidar el resto. Que la envidia maldita fenezca y tú me consideres de nuevo (con Dios por testigo) un hijo bueno, justo y leal.

Otro de los manuales más populares de la época (reeditado nueve veces en cincuenta años) fue The English Secretorie [El secretario inglés] (1586), de Angel Day. Esta obra incluía más material original que la de Fullwood, y ofrecía, por ejemplo, consejos para la redacción de cartas amorosas. Los ejemplos eran creaciones convincentes que a menudo terminaban con la resolución de un conflicto entre amantes o padres e hijos, base quizá para las primeras novelas epistolares. En las escuelas de la Inglaterra isabelina, el manual más popular en latín, estudiado en todo el reino junto con las cartas de Cicerón y Erasmo, era el Methodus de Conscribendis Epistolis, de Georgius Macropedius. Los estudiosos sostienen que esta obra fue la que conformó el estilo de las cartas que aparecen en las obras de Shakespeare.

* * * *

Pero no todo el mundo suscribía la sabiduría de estos manuales. Michel de Montaigne, ensayista francés de ideas progresistas que escribió en la década de 1570, se declaró «enemigo acérrimo de todo tipo de falsificaciones» (refiriéndose a cualquier falta de autenticidad) y en uno de sus Ensayos, el titulado «Consideración sobre Cicerón», expresó reservas al respecto de los postulados de Erasmo en lo concerniente a la formalidad epistolar. Montaigne rechazaba la erudición en detrimento de la espontaneidad y la expresividad, y creía que su propio estilo valía solo para cartas «familiares» más que de negocios. En efecto, lo juzgaba «demasiado conciso, desordenado, abrupto y particular» para adecuarse a la composición formal, y desconfiaba de las cartas que «no tienen sustancia, sino un bello entramado de palabras corteses». Decía además que siempre escribía de su puño y letra y que nunca empleaba amanuenses, pese a que su caligrafía era «insoportablemente mala». Apostillaba asimismo que cuanto menos reflexionaba sobre lo que iba a escribir, mejor le salía la carta.

He acostumbrado a las grandes personas que me conocen a soportar mis tachones y rayaduras y a leer mis cartas en papel sin márgenes ni pliegues. Las que más me cuesta escribir son las peores; si se me hacen una carga, es signo de que he dejado de ponerles cuidado. Escribo de buen grado sin premeditación: la primera frase siempre da pie a la segunda.

Había otra cosa que a Montaigne no le gustaba sobre los manuales y sus ejemplos idealizados: los comienzos y los finales; «Las cartas de nuestra época son más adorno y prefacio que sustancia», argumentaba, añadiendo que evitaba deliberadamente dirigirse por escrito a los «hombres de la justicia y de las finanzas», por temor a errar en el tratamiento. Y un broche de simpatía: «Encomendaría de buena gana a otro que añadiera esas largas arengas, súplicas y ofertas que colocamos al final, y deseo que alguna costumbre nueva nos libre de tal uso».

Las opiniones de Montaigne habrían recibido un sólido respaldo de los satíricos de la época. Al poco de aparecer, el manual de la escritura de cartas ya pedía a gritos ser parodiado. La sorpresa fue realmente que esto no ocurriese hasta 1602, cuando se publicó A Poste with a Packet of Made Letters [Un envío con un fajo de cartas ya hechas], el éxito del inglés Nicholas Breton. Breton era panfletista y editor, un oportunista de la industria y autor de libros que hoy día colocaríamos junto al inodoro. Se le daba muy bien: la obra citada se escribió con la intención de «complacer a muchos», lo que consiguió a lo largo de diversas ediciones. Probaban así sus lectores que sus víctimas merecían el escarnio al que las sometía. Las cartas que aparecen en la obra son ficticias, así que las suyas podrían considerarse las primeras novelas epistolares.

Breton arremetía contra las cartas de ruego, que se enviaban al amigo para disuadirlo de casarse, y también las que ponían término a la relación amorosa, de las que da el ejemplo más antiguo que se conserva. En él, un sencillo e ingenuo hombre de campo se niega a admitir la derrota:

Ellen, el motivo de mi carta en esta ocasión es que desde que, como sabes, volví de Wakefield, sigue resonando en mi cabeza la charla que tuvimos al canto del azulado cuco. No puedo olvidar cómo me diste la mano y juraste que no me olvidarías por nada del mundo, y cómo me hiciste comprar una alianza y un venado, que me costaron dieciocho peniques y ya te entregué, y tú me diste un pañuelo que prender en mi tocado, que yo agradecí y portaré hasta mi muerte. Me maravilla lo que oigo: que has cambiado de parecer y te has comprometido con el hijo menor de mi vecino, Hoblins. Verdaderamente, Ellen, yerras en tu conducta, que Dios te maldiga por ello. Yo espero vivir y, si te pierdo para siempre, hay más doncellas que rameras, y yo me tengo por buen partido.

Breton inspiró muchas otras parodias: a Conceyted Letters, Newley Layde Open [Cartas ocultas, de nuevo abiertas] le siguieron Hobson’s Horse-Loade of Letters [El cargamento de cartas de Hobson], A Speedie Poste [Un envío raudo] y A President for Young Pen-Men, or the Letter-Writer [Borrador para jóvenes corresponsales o el escritor de cartas] (esta última es la primera obra en cuyo título aparece el término inglés letter-writer, «escritor de cartas, corresponsal»). Uno de los mejores es el anónimo Cupids Messenger [El mensajero de Cupido], de 1629, que, como sugiere su título, se ocupaba principalmente de las cartas de amor. Específicamente, de ese amor que todo lo confunde, de la comedia cruel que da pie a episodios como este lamento dedicado por un hombre encarcelado a su antigua pretendida: al parecer, esta aceptaba de buen grado todo el dinero que él le prodigaba pero luego, cuando el dinero se terminó, dejó de mostrarse amorosa. A continuación reproducimos la receta para la venganza que ofrece Cupids Messenger, la cual, de rencor que rezuma, se diría extraída directamente del caldero de las tres brujas de Macbeth:

Si el papel en que escribo fuera la piel del sapo que croa o de la víbora moteada, esta tinta, sangre de escorpión, y el cálamo que empuño, la pluma de un búho de agudo ululato, no tendría en mis manos sino los mejores instrumentos para escribir a alguien como vos, pues sois más venenosa y de peor agüero que cualquiera de esas alimañas: no tenéis más que descender a las profundidades de vuestra conciencia llena de culpa y comprobar cuántos juramentos, promesas y protestaciones, y cuántos millones de veces me jurasteis fidelidad. Todo ello se volverá contra vos un día.

Al final de la página, el autor da algo de tregua, llega quizá a redimirse. O quizá no:

La lepra, comparada contigo, es la salud más plena, y cualquier infección no es sino mordedura de pulga a tu lado, y las enfermedades de veinte hospitales, una corta fiebre: pues tú eres todas las lepras. Las enfermedades que puedan sufrir tu cuerpo y tu alma irán siempre acompañadas de la enfermedad que es la vergüenza y la desgracia del mundo. […] Dios te enmiende y te perdone.
El que fuera tu amigo,
I. P.

* * * *

El muy serio arte del cortejo epistolar recibió un gran impulso en el siglo XVII de manos de —¿quién si no?— los franceses. Le secretaire à la mode [El secretario de moda], de Jean Puget de la Serre, se vendía como la guía para «la expresión refinada en todo tipo de cartas» y no en vano marcaría la norma para el siglo siguiente. En 1640 fue traducido al inglés por John Massinger, en una época en la que las cartas ya habían ganado entre las clases altas y también las populares un predicamento del que no disfrutaban desde los días de Plinio el Joven. Se había instaurado un tránsito diario de palabras, fenómeno habitual y absolutamente indispensable. La misiva, temida por los poderosos, dejaba de ser patrimonio de Iglesia y estado y se convertía en un arte de las clases medias. Pese a las muchas pruebas que demuestran que quienes escribían solían ignorar la sabiduría de los vademécums, está claro que el género del «hazlo tú mismo» había llegado para quedarse: en 1789, un impresor y librero de la ciudad francesa de Troyes hizo inventario y descubrió que guardaba exactamente 1.848 ejemplares de una edición tardía de Le secretaire à la mode y 4.000 de otras obras similares. Cuanto más escribía la gente, más orientación pedía.

Una vez sabías lo que ibas a escribir, ¿cómo expresarlo en papel? ¿Cómo estructurar una carta?

Tal cosa dependía principalmente del dinero y el estatus. Las guías con ejemplos eran bastante estrictas en las presentaciones y daban a entender que cualquiera debería ser capaz de echar un vistazo a una carta y, sin leer una palabra, distinguir si el remitente era inferior o superior en jerarquía al destinatario. Según The Enimie of Idlenesse, de Fullwood, la apertura de una carta debía adaptarse «al estatus del escritor y a la cualidad de la persona a la que escribimos. […] A nuestros superiores debemos escribirles en el lado derecho y nunca en los extremos del papel, diciendo: “Su más humilde y obediente hijo, o servidor”. […] Y a nuestros iguales debemos escribirles hacia la mitad del papel: “Vuestro leal amigo para siempre”. […] A nuestros inferiores debemos escribirles en la parte superior izquierda del papel».

Los breviarios de Angel Day y De la Serre hacen asimismo hincapié en los detalles: qué espacio dejar exactamente entre el nombre y la dirección del destinatario y el cuerpo del texto o cuánto sangrar el primer párrafo (lo que dependía de la jerarquía y la deferencia que uno quisiera transmitir; es lo que se daba en llamar «margen de honra»). El historiador James Daybell sugiere que son miles las cartas que dan prueba de una amplia adhesión a lo que él denomina «la política social del espacio manuscrito». Cuando John Donne escribió, con gran humildad, a su distante padrastro, firmó con su nombre en la esquina inferior derecha de la carta, remarcando por tanto su propia insignificancia, como si firmar fuese una pequeña ocurrencia de última hora. Esta práctica era especialmente visible en las cartas enviadas por los súbditos a sus reyes. Las mujeres que escribían a hombres en el siglo XVII casi siempre firmaban en ese mismo lugar, otra mísera demostración de sometimiento social.

También ocurría lo contrario. El segundo conde de Essex garabateaba una nota para su primo Edward Seymour en 1598 en la que deliberadamente eligió firmar en la cabecera de la página. El breve mensaje, de seis líneas, dejaba una gran cantidad de espacio en blanco por debajo, en un gran pliego sin cortar. No era cuestión de estética, sino de hacer ver el estatus: el papel era caro y el mensaje que se trasmitía era: «Tengo resmas y resmas de este papel».

El tamaño del papel en Inglaterra durante la temprana Edad Moderna era bastante acorde al de la correspondencia oficial de hoy, aunque tendía a las formas cuadrangulares. Lo que hoy se conoce comúnmente como folio solía medir 30 por 35 centímetros o 42 por 45 centímetros, dependiendo de la fábrica de papel. La hoja se solía doblar en dos y se escribía por una cara o las dos. Las otras dos mitades en blanco se aprovechaban para cubrir el contenido escrito, doblando de nuevo la hoja, y para poner la dirección del destinatario y el lacre.

En la época isabelina, una carta pequeña era signo de pobreza, pero a mediados de siglo, el tamaño de las misivas se encogió, desde el tamaño folio al folded half-sheet quarto, formato sensiblemente menor y rectangular equiparable a la cuartilla, de unos 20 por 30 centímetros. En esas hojas más pequeñas el espacio en blanco era también menor, y en ocasiones, del todo indeseable: era común que el remitente lo tachara para evitar que nadie añadiera nada a los originales.

¿Qué pasó entonces? Cualquiera podía escribir a casi cualquier otra persona sobre cualquier tema, estructurando el texto escrito según las respetuosas convenciones de la época. Pero ¿cómo diantres llegaba la carta a su destinatario antes de que existieran los buzones, los sellos o una red de distribución consolidada? Y ¿por qué se dio por hecho que una carta personal con información importante conservaría su privacidad durante el duro y valeroso viaje hacia su destino?

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Intentando impresionarte

21 y 27 de febrero de 1944
Querida Bessie:
Recibí tu carta del 1 de enero el día 7 de este mes, febrero de 1944, fecha desde la cual he estado desviviéndome por contestarte con una respuesta de las que hacen historia. Me siento, sin embargo, torpe como una bailarina con botas militares que supiera que sus leales seguidores le aplaudirán aunque haga mal las piruetas. ¡Podría abrazarte hasta dejarte sin sentido! Tus descarados halagos fueron muy bien recibidos: ¡me sentaron muy bien y no me vendrían mal algunos más! Sí, podría abrazarte, y no lo digo porque por estos pagos escaseen las mujeres. Lo digo por el placer que me procura que valores ciertas cualidades que muy pocas personas ven en mí y que en realidad no poseo. Debo confesar que tu entusiasmo sin medida elimina de mi mente la idea de que solo seas una «conocida». Percibo un aire nuevo en nuestra relación epistolar, un cambio de escena que te deberá tener ojo avizor.
Para ser sincero (más que discreto): las cartas que llegan desde casa en ocasiones cuentan cosas curiosas. Yo quise hacer lo mismo y les hablé de la primera carta que me enviaste. Me contestaron con el parte meteorológico: «Quizá esa chica te eche el guante aprovechando que estás convaleciente de una ruptura». Yo, por supuesto, no lo deseo así, aunque ciertamente no le he hablado a nadie de tu última carta, y me alegro de habérsela podido ocultar a mi hermano. Me veo adoptando de nuevo ese papel marcado por el secretismo, la artimaña y la negación que han caracterizado las fases preliminares de mis breves historias de amor desde que se cruzó en mi camino la primera Candidata. Creo que, lo quiera o no, me hallo inmerso en un discreto coqueteo que, te advierto, terminará en escandalosos fuegos artificiales si no te andas con cuidado. En mí no hay una gota de despecho por mi relación anterior. Me ilusiona tenerte como amiga y espero que nuestros encuentros sigan siendo amistosos, aunque siento que cuanto más te escribo, menos satisfecha quedas.
Espero que no pienses que considero tu carta una mera palmadita en la espalda. También gruñí mientras te leía. Te parecerá que este empeño es algo «forzado». Es cierto lo que dicen: cuando uno quiere ser natural, al final le sale el tiro por la culata. Tú me has devuelto algo de «consciencia», no sé si me explico… Que me aspen si no estoy intentando impresionarte. Dices que tu mente es un cajón de sastre y que tus deseos de juventud, esos que te hacían aspirar a algo mejor, siguen insatisfechos. Yo creo que no tuve muchos deseos de juventud (salvo uno, que protagonizaba Madeleine Carroll). Me alegro de que estés de acuerdo en que nadie más sepa del contenido de nuestras cartas. Será mucho más satisfactorio, tendremos oportunidad de conocernos mejor hablando con confianza.
No estoy de acuerdo contigo en que un cortejo malogrado sea una «pérdida de tiempo».
Dices que te sorprende que sea tan ignorante con respecto a las mujeres pero, fuera del importante detalle (omitido hasta ahora) de que no me he acostado con ninguna, me considero capaz de detectar a una impostora cuando la veo y no creo que las mujeres sean tan distintas de los hombres, al menos en las cuestiones fundamentales. Si he de hacer un despliegue de todo lo que sé en realidad, reconoceré que con bastante frecuencia me quedo helado ante la conducta de muchos de mi propio sexo, y me hago no pocas preguntas sobre la mía propia.
Lamento que no te emocionaran lo mínimo mi ajedrez, mi jardín ni mis cerdos. Mejor guarda las lágrimas para los escarabajos que hay por aquí, de este porte [pequeño dibujo a mano], y también para las pulgas, cuyo tamaño es mucho menos impresionante, pero molestan bastante más. Me regocija poseer una sábana, más agradable al tacto que las bastas mantas del ejército. Por la noche, si las pulgas salen de ronda y no puedo sojuzgarlas con mis febriles maldiciones, saco al raso mi cuerpo desnudo y me llevo la sábana para sacudirla al gélido aire nocturno. Vuelvo entonces a la cama y me anudo la sábana al cuello, bien ajustada para tratar de mantener a raya a esos molestos incursores de seis patas. Los meses pasados hemos disfrutado de un tiempo agradable, sin demasiado calor y no demasiadas pulgas. No tengo ninguna gana de que llegue el verano.
Sigo con lo de mis cerdos: ayer le llegó su sanmartín al macho. Éramos media docena de hombres dedicados en exclusiva a agarrar por donde Dios nos dio a entender a esa enorme, sucia y desgraciada criatura. El experto en cerdos le tapó la cabeza y el morro con un cubo. A mí se me había encomendado originalmente agarrar la oreja derecha, pero en la melé terminé encontrándome a cargo de una pata, que sostuve tan firmemente como pude mientras sacábamos al cerdo a tirones de la pocilga. De allí, a trancas y barrancas, y pese a la terrible lucha y los desgarradores chillidos, lo subimos a un camión que haría, además, las veces de coche fúnebre. En cuanto entró, se quedó muy tranquilo y enseguida empezó a hozar en busca de algo que comer. Por la tarde, acudió a su encuentro un destino instigado por el hombre. Esta madrugada, cuando volvía de cenar, vi la lengua, el corazón, el hígado y uno de los jamones del animal colgando del techo de la cocina. Cuando pesaba la mitad de los ciento y pico kilos que alcanzó al morir, yo tenía mis dudas sobre si querría comer de su carne. Pero las dudas se han despejado. Creo que no podré evitar meterle mano al pobre bicho. Su señora cerda sigue con vida, de hecho tiene un panzón enorme, casi duele verlo. Será madre en tres semanas. Supongo que a su debido tiempo nos zamparemos también a su prole.
Ese soy yo, pues, un soldado (oficialmente) enternecido por un cerdo. Hace un par de semanas, a cuatro compañeros les encargaron sacrificar a tres de los perros del campamento, apenas unos alegres y risueños cachorros a los que se les habían gangrenado las orejas. No quedaba otra opción que matarlos de un disparo. Los cuatro quedaron muy afectados, el estómago vuelto del revés.
Con la mira puesta en las discusiones en que me enzarzaré tras la guerra y tras la que seré acusado de deslealtad y magro patriotismo a cuenta de mis ansias de cambio, he presentado mi candidatura para la Estrella de África, condecoración que ya portan la mayoría de los compañeros aquí destacados. La primera noticia que me ha llegado al respecto es que sí, me la van a dar. Yo desembarqué el 16 de abril y el alto el fuego llegó el 12 de mayo, menos de un mes más tarde. Imagínate pues con qué alegría se reparten las medallas… Lo mismo ocurre muchas veces con los premios al más galán.
Mi padre, un viejo imperialista duro de pelar, estará encantado cuando sepa que va a poder presumir de tener dos hijos condecorados, y enseguida se pondrá a juguetear mentalmente con las medallas que él posee, que son OCHO (aunque lo más cerca que estuvo del peligro fue el sitio de Ladysmith, durante una guerra que quizá tú habrías condenado). Desde entonces, mi padre lleva puestas las medallas en todas sus chaquetas y chalecos, y hasta va de compras con ellas puestas. Mi madre llega de la compra, por ejemplo, lamentándose de que no quedara sebo en el mercado. Y mi padre aparece luego con media libra que ha conseguido sacarle a un tendero impresionado por las condecoraciones. Una vez, mi madre no encontraba sosa por ningún lado y mi padre salió a buscar y consiguió cincuenta y seis libras que llevaron a casa esa misma tarde ante la mirada de alborozo, a la par que decepcionada, de mi madre. Podría contarte muchas cosas sobre mi padre, que tiene muchos defectos pero una virtud que lo salva: lo da todo por la familia (con razón o sin ella).
Acabo de ver un libro de Penguin, Living in Cities [La vida en las ciudades], que presenta con estilo muy atractivo algunos de los principios que se están siguiendo en la reconstrucción durante la posguerra. Siempre he pensado que los habitantes de la periferia vivimos muy bien en comparación con los vecinos de Rosebery Avenue o Bethnal Green Road, que terminan muriéndose sin salir de sus barrios. Y muy felizmente, por cierto, pues no llegan a saber lo que se pierden.
[20]
Leí en una lista de sugerencias para quienes quieren comprar casa nueva que algunas viviendas incorporan estanterías de obra para libros, o al menos el hueco para instalarlas. Me pareció muy buena idea, sobre todo porque ahora mismo tengo trescientos o cuatrocientos libros en la parte de arriba de un armario. Conmigo llevo solamente un atlas, un diccionario, Walden, de Thoreau (¿lo conoces?, plantea toda una filosofía de vida), algunos fragmentos seleccionados de R. L. Stevenson y Un muchacho de Shropshire, de A. E. Housman.
Aquí todo el mundo intenta llevar la misma vida que en casa. Cuando nos salimos de esa norma, es para hacer cosas que nos habría gustado hacer en casa si hubiésemos tenido oportunidad. Son pocos los santos que por culpa del ejército se hacen diablos. Probablemente, sea más frecuente lo inverso. Los sargentos mayores son habitualmente tipos secos, más enfurruñados que tristes, que se pasan el día ladrando. Sin embargo, el nuestro nos trata como si fuera nuestro padre. Trabaja más que nadie en el campamento y no nos da órdenes: nos pide que hagamos las cosas. Cuando llegó, hace tres meses, comíamos en una vieja tienda llena de mugre, y no había otro sitio. Desde entonces, hemos levantado varias tiendas más, muchas mesas y otra tienda para descansar con piso de cemento. Ahora tenemos además un montón de juegos (jugamos al whist una vez a la semana) y una pequeña biblioteca. Antes solo podíamos bañarnos en nuestra tienda, dentro de un barril de gasóleo. Ahora acudimos a los baños que hay en la ciudad, para lo cual viajamos unos sesenta kilómetros. Si esto es el ejército… no está tan mal.
Todos los sábados vemos películas al aire libre, con independencia del tiempo que haga. La platea está sembrada no de butacas, sino de latas de gasóleo, y el gallinero lo forman los capós de los todoterrenos (muchos compañeros vienen desde muy lejos para lo que a menudo es el único evento de la semana). Yo he visto películas mientras llovía a cántaros, con una lona por encima. He dejado que un vendaval me vapulease (literalmente) mientras Barbara Stanwyck (en Una gran señora; va de morena) me vapulease (figuradamente). Solo de vez en cuando algún flojucho se levanta y se mete en la tienda. Nos tomamos los ratos de ocio muy en serio, siempre que podemos. Aunque no dejo de recordar el teatro al aire libre de Regent’s Park, viendo El sueño de una noche de verano en un prado profusamente iluminado, mientras un foco, de los de antes de estallar la guerra, bailaba en el cielo sobre nosotros.
George Formby ha hablado mucho desde que estuvo aquí, pero no ha dicho una palabra (al menos no en público) de que perdió diez botellas de cerveza, que desaparecieron de su autobús. Se las levantaron unos tipos con los que andaba yo por entonces, y juntos nos las bebimos, ¡por eso lo sé!
Mis mejores deseos, Amiga (que Dios me perdone),
Chris

Capítulo 6
Ni nieve ni lluvia ni las llanuras de Norfolk

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En 1633 apareció The Prompters Packet of Letters [El fajo de cartas del apuntador], otro manual de gran popularidad escrito para una Europa en la que cada vez más gente sabía escribir. En su portadilla, una xilografía ilustra a dos caballeros al galope. El primero transporta correo en sus alforjas, el segundo, con aires de aristócrata y empuñando una fusta, acompaña al primero, probablemente como escolta. El cartero hace resonar un cuerno mientras cabalga y el sonido que emite forma una burbuja dentro de la que se lee: Post Hast («Correo raudo»). La frase llevaba usándose ya al menos seis décadas y solía escribirse en la cara exterior de la carta para alentar al mensajero a apurarse: haste, post, haste («daos prisa, cartero»).

¿Hasta qué punto fue habitual esa estampa, la de los carteros galopando por el campo inglés? ¿Cómo funcionaba el servicio postal en Inglaterra?

En primer lugar habríamos de hacer una breve visita a la Inglaterra del siglo XV y, más concretamente, a una acomodada familia, los Paston, llamada así por la idílica villa costera del norte del condado de Norfolk en que al parecer residían (el idilio termina cuando leemos en las cartas sobre la anarquía, las ejecuciones, los conflictos civiles, la carestía y el gélido frío reinante en la comarca). Para los Paston, las cartas eran el pegamento que mantenía a la familia unida. Su correspondencia fue frecuente (usualmente semanal, a veces diaria) a lo largo de los reinados de varios monarcas: Enrique VI, Eduardo IV y Ricardo III. Los cientos de cartas que han sobrevivido conforman el corpus epistolar más esclarecedor de la Inglaterra de ese siglo. Tras un prolongado periodo de oscuridad (el linaje de los Paston llegó a un callejón sin salida en 1732), las cartas fueron redescubiertas a final del siglo XVIII por historiadores del condado y adquiridas por el Museo Británico en los años treinta del siglo pasado.

¿Qué pueden enseñarnos esas cartas hoy? La mayoría son lo que podríamos denominar cartas personales y de negocios, y tratan coloquialmente cuestiones de propiedades y asuntos legales entre distintos miembros de la familia. Son bastantes las que hablan de amor o de matrimonio, y varias discurren sobre la honra de la familia. También hay peticiones de víveres, de entre las cuales abundan los pedidos de capas gruesas y mantas de estambre para hacer frente al invierno. El lector moderno quizá se sienta identificado con las cartas que Margaret Paston, esposa de John Paston I (y madre de John Paston II y John Paston III), escribe a su dispersa familia londinense. A lo largo de setenta misivas, la madre se mete en la piel del asesor moral o del gestor de fincas y, pese a su relativamente desahogada posición, se ve obligada a pedir frecuentemente que le envíen víveres o ropa. Meros chascarros cotidianos frente a los asuntos realmente de altura, como la amenaza de ver la casa familiar asolada por un ejército atacante. El sangriento conflicto que fue la Guerra de las Dos Rosas se desarrolla como telón de fondo a sus cartas y en paralelo a ellas: los días parecen muy ajetreados (la mayoría de cartas están escritas «al vuelo» y la Paston se lamenta de no poder dedicar más tiempo de ocio a la escritura).

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A diferencia de casi todos los varones de su familia, Margaret Paston dictaba sus cartas a un escribiente. El 7 de enero de 1462 comenzó una carta para su marido según su costumbre («Marido venerado, a ti me encomiendo»), para proseguir dando noticias que ilustran de maravilla la historia de la época:

Las gentes de este país se hicieron cada vez más salvajes, y se dice que mi señor de Clarence y el duque de Suffolk, así como ciertos jueces con ellos, deberían acudir y someterlas y hacer que se sepa en el reino cuán alborotadoras son. […] Entre los hombres de buena fe de esta región ha nacido el miedo a un alzamiento de los comunes. […] Dios sea misericordioso y quiera, por su gracia, que se imponga la buena ley […] en este país atribulado, pues nunca oí hablar de tantos robos y muertes como ahora, y acaecidos en tan breve tiempo.[21]

Tomadas en su conjunto, las cartas de los Paston tienen mucho que enseñar a los lexicógrafos y lingüistas sobre el inglés que se hablaba en el siglo XV. Están plagadas de oraciones sencillas pero bien construidas y muestran un alto nivel de alfabetismo y cultura. Deducimos, como en el texto anterior, que la fórmula más educada para saludar ya no es «salud», sino que familia y amigos, hombres y mujeres, inauguran sus cartas en casi todos los casos con «[nombre del destinatario], a ti me encomiendo», o alguna variante. Aparecen muchas versiones tempranas de proverbios y metáforas: «Como como un caballo», dice uno de los hermanos Paston a otro en mayo de 1469, imagen que no vuelve a documentarse hasta el siglo XVIII. En otra carta al benjamín de la familia, fechada en 1477, un primo le aconseja que no se desanime en su ya prolongada búsqueda de esposa, «pues […] al primer hachazo no se tala sino un roble endeble».

La correspondencia de los Paston también nos informa sobre otro tema interesante: el funcionamiento del correo. Ya en la década de 1460, para que la economía funcionase expeditivamente era necesario un sistema de distribución del correo eficiente. Pero no siempre era el caso. Los Paston estaban bien posicionados (mantenían sólidos vínculos con jueces y parlamentarios) y aun así muchas de sus cartas tratan sobre el hado de otras cartas (recibidas o perdidas). Puede imaginarse pues la inquietud que añadía a sus vidas el depender de un servicio tan vital y a la vez tan poco fiable. Los Paston escribieron en una época anterior a la creación de un servicio postal oficial. Confiaban sus cartas a amigos o a mensajeros profesionales. El sistema, así pues, había cambiado poco desde los tiempos de Vindolanda, unos 1.350 años antes. El proceso era escribir, encomendar y esperar.

Los Paston ocasionalmente pedían en sus cartas que se buscara «el primer mensajero veloz disponible» para que el mensaje llegase cuanto antes. A menudo mencionan a un hombre llamado Juddy, que cubría a caballo el trayecto entre Londres y Norfolk (por su estatus, los Paston quizá lo empleaban casi como un chófer privado). Las cartas, no obstante, cuentan por sí mismas su historia de incertidumbre, pues las no entregadas desvelan al mensajero poco fiable o son indicio, en el peor caso, de algún asunto turbio. Al inicio de una carta dirigida a su marido, alusiva a la anarquía vivida en Norfolk, Margaret Paston escribe:

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«Si me quieres […] no me dejarás»: Margery Brews envía una de las primeras felicitaciones de San Valentín a su prometido, John Paston III, febrero de 1477. Cortesía de The British Library, Londres, Reino Unido/© The British Library Board. Reservados todos los derechos/The Bridgeman Art Library.

Por tu merced, ten sabido que te envié una carta a través de mi primo Berney, hombre de Witchingham, que escribí el día de Santo Tomás, antes de la Navidad. No he tenido noticias ni carta tuya desde la semana anterior a la Navidad, lo cual me sorprende no gratamente. Temo que no te halles bien, pues no regresaste al hogar ni enviaste nada después […] Te ruego encarecidamente que prometas enviar unas palabras para hacerme saber cómo te encuentras tan pronto como puedas. Pues mi corazón no descansará tranquilo hasta que tenga noticias tuyas.

* * * *

Sería de esperar que ciento cuarenta años más tarde, en las postrimerías del reinado de Isabel I, la cosa hubiese mejorado. En una intrigante investigación sobre la historia del correo, el especialista James Daybell realizó el seguimiento, con técnicas casi forenses, de una carta datada en 1601 que viajó en vano desde Londres a Dover y vuelta atrás, sin llegar jamás a su destinatario. La carta, que se conserva hoy en Hatfield House, palacio y museo del condado de Hertfordshire, iba firmada por sir Robert Cecil, secretario de Estado. Su destinatario era sir Francis Darcy, miembro del Parlamento, quien, no obstante, sigue esperando aún hoy su llegada.

La carta era breve, una simple nota en la que se informaba a Darcy de que iba a recibir otras cartas de la corte y un libro francés cuyo título no se explicita. Sir Robert deja una gran cantidad de espacio en blanco en torno a su nota, de cincuenta y siete palabras, escrita en una hoja de considerable tamaño, lo que denota gran poder y gusto por el despilfarro. La redacta un amanuense pero la firma sir Cecil. Dirigirla simplemente a «Mi muy amado amigo sir Francys Darcye, caballero en Dover» no era un alarde de optimismo, como podría serlo hoy. No fue la vaguedad en la dirección de destino lo que frustró el envío: siendo sir, se le habría localizado en algún tribunal, taberna o burdel. El problema residía en que sir Francis había dejado Dover. Las instrucciones que pueden leerse en el exterior de la carta (post hast hast hast for life life life lyfe, «daos prisa, prisa, prisa, cartero, por vuestra vida, vida, vida, vida») no solo fueron en vano, sino que prueban (por lo reiterativo) cierta enajenada desesperación en el remitente.

La carta fue transportada a caballo a lo largo de la carretera a Dover (la actual autopista A2), presumiblemente (como era costumbre) por una serie de jinetes que se relevaban. La carta llevaba escritas las palabras For he Mats Affayres («Para asuntos de Su Majestad») que hacían gratuito su transporte, en lo que sería una versión temprana del correo real. Los jinetes que cargaban con las cartas de ese tipo se destacaban en lugares determinados, ya fuera una fonda o el poste indicador de un cruce de caminos, sistema similar al que funcionó durante el Imperio romano. Estos hitos o «postas» solían fijarse en villas o pueblos separados unos quince o veinte kilómetros y pueden considerarse antecesores de los actuales buzones de correos. Antes de la invención de estos, siglos más tarde, a lo largo de la ruta fijada se realizaban varias entregas y recogidas de cartas que bien se depositaban en su destino, bien se entregaban en mano al siguiente jinete. La carretera de Dover era una de las escasas rutas fijas de Inglaterra, así que la carta de Robert Cecil llegó en un solo día. Sin embargo, al no aparecer Darcy, la carta finalizó su viaje en manos de sir Thomas Fane, alcaide del castillo de Dover.

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Cortesía de The Universal History Archive/UIG /The Bridgeman Art Library.

Las marcas que se aprecian en el sobre aportan aún más información (el equivalente isabelino de los códigos de barras actuales de UPS). La primera anotación es London this 23 of September at 8 in the morninge («Londres, 23 de septiembre, a las 8 de la mañana») y posiblemente fue escrita, sugiere James Daybell, por Rowland White, responsable de recolectar la correspondencia oficial de la corte, enviada desde distintos despachos reales. A la siguiente anotación, London at past eight in the morning («Londres, pasadas las ocho de la mañana») sigue Dartfordat 11 in the fornone («Dartford, a las once de la mañana») y, a continuación, Rochester at 2 in the afternoon («Rochester, a las dos de la tarde»). Sabemos también que llegó a Sittingbourne a las siete y a Canterbury pasadas las nueve, alcanzando Dover en algún momento de la mañana. Sir Thomas Fane se despertó con la noticia de que Darcy había puesto pies en polvorosa y trató de localizarle en las colinas de Kent, sin éxito.

Sir Thomas devolvió entonces un paquete con la carta, que se detuvo en todos los lugares que ya había visitado en su viaje de ida (llegó a Dartford casi a las cuatro de la mañana). Además, el paquete mostraba en su envoltorio el dibujo de una horca, quizá para meter prisa al cartero o dar a entender al jefe de correos lo que podría ocurrirle si la carta no llegaba a su destino.

Dejando a un lado ese absurdo y frenético ir y venir a través de los campos ingleses, el ejemplo sirve para ilustrar una verdad innegable: el correo —la suerte que corriese un intercambio postal concreto, incluso— era algo importante. Su contenido quizá no quedase siempre en la intimidad (la mareada carta de sir Robert se abrió antes de que llegase a manos de su remitente, quizá por su secretario aunque posiblemente también por otras personas, pues pasó por una docena de manos), pero no hay duda de que se hacía un gran esfuerzo para que las cartas llegasen a su destino. La carta la escribía una sola persona pero luego eran muchas las que las transportaban. El mero hecho de que existieran las postas y la hazaña burocrática de marcar las cartas en cada una de ellas hacen pensar que se habían hecho muchas mejoras con respecto a siglos anteriores, al menos en esa primitiva rama del servicio postal.

La citada, no obstante, era una carta real que viajó con toda la urgencia que podían exigir los burócratas de la corte: un sistema para las élites. ¿Qué podían esperar pues los súbditos (incluso los más acomodados, como los Paston)?

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Los primeros indicios de lo que hoy consideramos un servicio postal convencional comenzarían a aparecer durante el siglo XVI. En ello tuvo que ver una cause célèbre: las paranoicas pasiones de Enrique VIII. Contribuyó mucho a lo relacionado con el transporte del correo el hecho de que ese rey gustase de escribir cartas personales, en las que no hablaba precisamente de finanzas o asuntos cortesanos. Sus cartas a Ana Bolena, entre las escasas que escribió a mano, figuran entre los mejores ejemplos conocidos de cartas de amor regias. El tono es frágil y florido, y la historia que se cuenta podría haber entrado en los libros de historia como ejemplo de romance clásico, de no haber terminado la historia como terminó. Las cartas forman una secuencia poco habitual: los primeros galanteos se producen a lo largo de año y medio, entre mayo de 1527 y octubre de 1528. Debió de haber más, no obstante, pues el divorcio de Catalina de Aragón y el consiguiente cisma con Roma tardaron cinco años en resolverse. A través de las cartas descubrimos cómo el cortejo real, en el que el monarca hace alarde de su orgullo y ambiciones, queda deslucido ante la tibia respuesta de la pretendida, y cómo la vida amorosa del rey se entreteje en su cotidianidad, marcada por las cacerías y las enfermedades. Están sin fechar, por lo que los historiadores discrepan sobre cómo ordenar las cartas, aunque hay pistas suficientes como para hacerse una idea general.

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«Anhelo verme entre los brazos de mi amada»: Enrique se lo promete todo a Ana Bolena. Cortesía de Palazzo Barberini, Rome, Italia/The Bridgeman Art Library; Cortesía de Hever Castle, Kent, Reino Unido/The Bridgeman Art Library.

«Repaso mentalmente el contenido de tu última carta», comienza el rey;

estoy sufriendo una gran agonía, pues no sé cómo interpretarlo, ya sea en detrimento propio, como muestras en algunos momentos, o lo contrario, como entiendo en otros. Os suplico gravemente que me dejéis conocer explícitamente vuestro parecer al respecto del amor entre vos y yo. Es absolutamente necesario para mí obtener respuesta al respecto, pues llevo más de un año atravesado por el dardo del amor y sigo sin estar seguro de si fracasaré al buscar un hueco en vuestro corazón y en vuestro afecto, el cual en última instancia me impide, desde hace ya un tiempo, poder llamaros «querida mía». […] No obstante, si os pluguiera ejercer el papel de querida y amiga fiel y leal y entregaros a mí en cuerpo y corazón […] yo os tendré como mi única querida, y apartaré a todas las demás de mi pensamiento y mi afecto, y te serviré solo a vos.

El rey envió a continuación otras dos cartas con similar tono vacilante. Una de ellas da noticia de «un macho de ciervo, muerto anoche a última hora con mis propias manos»; el rey esperaba que su pretendida «pensara en el cazador» cuando lo comiera. Al parecer, los rumores propagados por la corte y fuera de ella hicieron que se prohibiese a Ana entrar en su hogar de infancia, el castillo de Hever, en el condado de Kent, adonde, lamentando su ausencia, Enrique le envía un «dibujo engarzado en un brazalete, por el cual, como supondréis, gustoso me cambiaría». Los afectos de ella siguen incólumes hasta la sexta carta, aunque él se muestra siempre seguro de que nunca ha hecho nada que la ofendiese: «Me parece muy pobre correspondencia al gran amor que os tengo. Guardar así las distancias conmigo, tanto en persona como en la palabra, alejándome de ese modo de la mujer que más estimo del mundo…».

Llegada la novena carta, unas semanas después, el rey se interesa por la reciente enfermedad de Ana, quizá peste, y promete enviar un médico tan pronto como pueda. Las cartas siguientes abundan en la enfermedad e incluyen otros consejos para conservar la salud (y otro venado muerto para alentar a la amada en su convalecencia). En la duodécima carta, el mensajero habitual del rey, Suche, quien «murió de sudor inglés», es sustituido por otro hombre. En la decimoquinta, dirigida a Mine own SWEETHEART («CORAZÓN mío»), Enrique vuelve a mostrarse abiertamente enamorado e informa a Ana del dolor y la tristeza que lo invaden en su ausencia. La carta es breve (al rey le duele la cabeza), pero se despide con el siguiente deseo: «Anhelo verme (especialmente por las noches) en brazos de mi amor, cuyos bellos pechos espero poder besar de nuevo pronto».

Las últimas cartas plantean ya la posibilidad del divorcio, la disposición de un alojamiento para Ana que la acerque aún más a su rey, y otras noticias cinegéticas. La decimoséptima fue, qué sorpresa, «escrita tras matar un ciervo, a las once del reloj, esperando que, con la gracia de Dios, pueda matar otro con fuerza y presteza, y con la misma mano que, espero, sea vuestra en breve».

En la última carta parece haberse alcanzado algún tipo de acuerdo. Ha caído enfermo el enviado que desde París debe traer noticias cruciales sobre el posible divorcio. No obstante, en palabras del rey: «Todos mis esfuerzos y penalidades parecen tocar a su fin. […] Nos llegará, tanto a vos como a mí, la más grandiosa paz que exista en este mundo». Ana se instala en unos aposentos cercanos a los del rey y las cartas dejan de ser tan necesarias. Pero pasarán aún otros cuatro años antes de que se casen, y la «paz» de la que habla el monarca prefigurando la Reforma inglesa reverberará en los salones de gobierno durante siglos.

Estas cartas se conservan hoy en la Biblioteca Vaticana, pegadas a las páginas de un libro y estampadas con el sello de la Santa Sede. Posiblemente fueron robadas poco después de la ejecución de Bolena y trasladadas a Roma como botín de guerra mientras arreciaba el furor excomulgante. No han llegado hasta nosotros las respuestas que dio a los deseos del rey. La única carta relevante de Ana que ha sobrevivido es la que dirigió al cardenal Wolsey, dándole gracias por su apoyo a lo largo de aquellos meses y esperando que el enviado no tardase en llevar la buena nueva del divorcio.

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Ana Bolena escribe a Enrique desde la torre de Londres en 1536. O eso parece. © The British Library Board (Add. 22587, f.22v).

Existe, sin embargo, otra carta de Ana Bolena que se ha hecho famosa: la última que envió a Enrique, en 1536, desde la torre de Londres, donde la encerraron acusada de adulterio y traición. Se trata de un texto notable tanto por su belleza, templanza y comedimiento como por el lamento que transmite. En su emotiva sencillez, pone de manera muy eficaz el marchamo de inocencia a la reputación de oro que Ana Bolena tiene en la cultura inglesa. El personaje que aparece en novelas, películas y sitios web de fans, nace en gran parte de aquí:

Señor,
El descontento de Vuestra Majestad y mi propio encarcelamiento son hechos tan extraños para mí que, desde mi ignorancia, me veo en la obligación de escribiros con el fin de excusarme. […]
No imaginéis, sin embargo, que vuestra desdichada esposa fue alguna vez consciente de una sola falta, pues ni llegué a concebir tal pensamiento. Y a decir verdad jamás un soberano tuvo una esposa tan leal y afectivamente obediente en todos los sentidos como lo ha sido Ana Bolena para vos, pues sabed que habría quedado complacida con el rango y posición que hubiera complacido a Dios y a Vuestra Majestad. Tampoco intenté jamás promover mi exaltación o suplantar vuestro poder de gobierno; a pesar de que siempre abogué por la Reforma en el reino que se ha producido en los últimos años; fue sin ningún otro fundamento o interés que el de seguir y cumplir con vuestra voluntad, como ha sido siempre tanto en esta como en cualquiera de vuestras empresas y deseos. Vos me habéis elegido a mí, procedente de una humilde condición, para ser vuestra reina y compañera, dándome mucho más de lo que jamás tuve o ansié tener. Por eso, si alguna vez fui merecedora de tal honor, os ruego, mi señor, no me retiréis vuestro favor por atender a falsos rumores e indicaciones de mis enemigos; ni tampoco permitáis que infamias, esas indignas calumnias que solo pueden provenir de un desleal corazón, se vuelvan contra vuestra gentileza y arrojen una gran deshonra sobre vuestra más obediente esposa y sobre la princesa Isabel, vuestra hija, que no cuenta ni con tres años de vida. Juzgadme, mi buen rey, pero dejadme tener un juicio legal y no permitáis a mis enemigos jurados tomar parte en él como acusadores y jueces; sí, dejadme tener un juicio abierto pues mi verdad no temerá ser juzgada y entonces podréis ver mi inocencia demostrada; vuestras sospechas y conciencia sosegadas y la ignominia y la calumnia vertida sobre mi nombre erradicada, o bien, mi culpabilidad declarada abiertamente. […]
Si, por otro lado, vuestra majestad ha dispuesto ya mi destino y no solo mi muerte sino también un infame lacre sobre mi nombre que os proporcione vuestra más dichosa felicidad; entonces, rogaré a Dios que os perdone, a vos y a mis enemigos, que han servido de instrumentos para esta injusticia, que no os reclame por vuestro cruel y mezquino trato hacia mí, pues en el juicio final, ante el que todos deberemos comparecer, y bajo su jurisdicción, no dudaré (sin importarme lo que el mundo piense de mí) en apelar a mi inocencia, que será abiertamente probada y conocida. […] Si alguna vez hallé gracia ante vuestros ojos o si alguna vez el nombre de Ana Bolena ha sido agradable y dulce a vuestros oídos, os ruego que me concedáis esta petición y os prometo no volver a importunar jamás a vuestra majestad. Con fervientes oraciones a la Santísima Trinidad para que mantenga a vuestra majestad, mi rey y señor, en su bondad y lo conduzca y guíe en su camino. Desde mi triste prisión de la torre, este 6 de mayo.
Vuestra muy leal y siempre fiel esposa,

No obstante, lo más probable es que esta carta sea falsa. O, mejor dicho, probablemente sea una carta verdadera (hallada supuestamente entre los papeles de Thomas Cromwell tras su muerte y copiada una y otra vez), pero no escrita por Ana Bolena desde la torre de Londres. Hay demasiadas incoherencias: la grafía que da a su apellido en el original, «Bullen» (que no había utilizado desde hacía muchos años), y el considerarse «de humilde condición» son indicios de inautenticidad para la gran mayoría de historiadores modernos. Quizá la falsificación respondió a motivos políticos o religiosos o quizá sea simplemente la broma de un aficionado. En cualquier caso, su cautivador y engañoso atractivo muy bien puede estar inspirado en los mordaces ejemplos que daban los manuales de escritura de cartas.

No cabe duda de que Enrique VIII temía a intrigantes y espías y que fue su intento por controlarlos (empresa que hoy correspondería a los servicios de inteligencia) lo que condujo a la creación del primer Royal Mail, el Correo Real, a fin de garantizar el transporte seguro de la correspondencia de la corte. A principios de su reinado, Enrique dio una nueva responsabilidad al tesorero real, Brian Duke: la de jefe de correos. Así pues, este, que también fue secretario del cardenal Wolsey, recibió el encargo de mejorar la poco fiable red de postas a lo largo de las rutas más importantes, especialmente la ruta norteña hacia York y Edimburgo y las rutas hacia los Cinco Puertos, sobre todo la de Dover, desde el que se cruzaba el canal a Calais. Sus responsabilidades quedan descritas en una carta que envió a Thomas Cromwell en agosto de 1533, en la que Tuke observa: «El deseo del Rey es que las casas de postas estén bien equipadas y que a la mayor brevedad se creen más en todos los lugares del reino, y que se ordene a todas las villas del reino que hagan los esfuerzos necesarios para que estén preparadas y no falten los caballos en ellas nunca, a fin de que no se pierda ningún tiempo a ese respecto».

Obviamente, el centro de esa red se hallaba en Lombard Street, en Londres, donde había permanentemente apostada una cuadrilla de «cocheros del Rey».

Las apremiantes mejoras introducidas por Tuke funcionaron en cierta medida y alentaron a los operadores privados a usar esa red ampliada y a perfeccionar sus propios sistemas de transporte, hasta donde permitiese la clemencia real. En efecto, el Correo Real impondría su monopolio sobre cartas y demás artículos, un control que se extendería más allá de los envíos nacionales para englobar también el correo extranjero, que llegaba a través del canal de la Mancha. Tuke se aseguró de que a sus subordinados se les concediera otra prerrogativa: la autorización real para abrir, leer y modificar el destinatario de cualquier carta o paquete que entrase o saliese de la corte. A primera vista, tal potestad podría parecer un alto privilegio burocrático, pero en realidad respondía a un plan oscuro.

A ese plan oscuro se le bautizó como «El gran espionaje». El temor obsesivo al complot que se apoderó de los Tudor se propagó por toda la Inglaterra isabelina. Los jefes de correos que sucedieron a Tuke no solo encabezaron el monopolio postal sino que desempeñaron un papel fundamental en la represión de las intrigas antimonárquicas o papistas, y en general en el control de cualquier amenaza a la seguridad nacional. No obstante, no fue hasta la década de 1650 cuando se creó el Letter Office (o Despacho de Cartas), una críptica institución envuelta en el secretismo.

* * * *

Cuando en 1655 John Thurloe ocupó el cargo de jefe de correos, o postmaster general, como comenzó a llamarse el cargo, el servicio postal en ciernes se hallaba en medio del proceso de apertura de sus redes a contratistas plebeyos, ajenos a la corte. Los comerciantes lo llevaban pidiendo desde hacía décadas y los sucesivos secretarios de Estado habían coqueteado con la idea de obtener grandes ingresos a través del correo. No fue sin embargo hasta 1657 cuando se aprobó la Ley para la Creación del Correo de Inglaterra, Escocia e Irlanda, bajo el mandato de Oliver Cromwell. Se fundó entonces la primera General Post Office (Oficina Postal General), núcleo central de una red consagrada al transporte de correo tanto nacional como extranjero. Unos pocos años después nacería el penny post, la tarifa postal estándar, a un penique, para el envío de correo dentro de Londres. Gracias a este sistema, se podían mantener varios intercambios postales dentro de la capital en el mismo día. Se prefiguraba así el concepto de eficiencia: con el cambio de siglo, Daniel Defoe señalaba cómo «las cartas se envían a los rincones más apartados de la ciudad con tanta celeridad como las podría llevar un mensajero, y eso cuatro, cinco, seis u ocho veces al día. No hay nada parecido en París, Ámsterdam, Hamburgo ni ninguna otra ciudad».

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El jefe del espionaje británico, sir John Thurloe. Cortesía de coleccionista privado/The Bridgeman Art Library.

Lo de las ocho veces al día quizá fuera un poco exagerado, pero la comparación con otras capitales tenía fundamento. Se echaba ya de menos un servicio postal consolidado a nivel nacional en un país con grandes designios imperiales. Reino Unido no estaba precisamente a la cabeza —ese crédito corresponde a la dinastía de los Taxis neerlandeses, que en 1600 recibieron aprobación de la Iglesia para cobrar una tasa postal a los remitentes de cartas privadas—, pero dio un ejemplo envidiable en un mundo cada vez más pequeño. El discurso intelectual y cultural inaugurado por el Renacimiento se materializaba en la expansión del comercio y en el nacimiento de una ambición que abarcaba todo el planeta: los océanos se hicieron navegables y se perfilaban los primeros movimientos globalizadores. Las cartas transportarían noticia de esos avances, reflejando cada vez más explícitamente las necesidades de sus protagonistas conforme estos ampliaban sus horizontes filosóficos y geográficos.

Por entonces, la escritura de cartas seguía siendo en el Reino Unido un asunto predominantemente cortés, eclesiástico o comercial. El sistema de envíos a un penique introducido por William Dockwra en 1680 no debe confundirse con el sistema propuesto por Rowland Hill en 1840, similar pero más accesible. Marcó no obstante el primer paso hacia algo largamente retrasado.

A finales del siglo XVII, los costes de envío corrían a cuenta del destinatario, no del remitente (de manera que muchas veces se pedía permiso a aquel antes de iniciar una correspondencia). Las tarifas de las cartas interurbanas variaban ampliamente: una hoja enviada a una distancia inferior a las ocho millas (algo menos de trece kilómetros) costaba dos peniques, y dos hojas, cuatro. Los trayectos más largos se cobraban hasta a cuatro peniques por hoja, pero hay constancia de cartas que costaron al destinatario ocho peniques y más. Si una carta tardaba más de cinco días en llegar desde Londres hasta Escocia ya se consideraba retrasada. Era indudable, en cualquier caso, que el servicio había mejorado en comparación con los poco fiables mensajeros al uso. Se multiplicó en consecuencia el envío de cartas: en 1698, el penny post permitió el despacho de más de 790.000 cartas y paquetes dentro de Londres y de 77.500 a otras ciudades. Cinco años más tarde las cifras alcanzaban el millón.[22]

Regresaremos a las peculiaridades e imperfecciones de ese sistema cuando tratemos las cartas del siglo XVIII y principios del XIX, más adelante. Por el momento nos limitaremos a señalar que John Thurloe jugó también otro papel en el seno del correoso gobierno de Cromwell: además de jefe de los carteros, fue el jefe de sus espías.

No se conocieron los detalles de ese cometido de Thurloe hasta 1898, cuando se estudió nuevamente la función del consejo real y de otras instituciones estatales bajo la monarquía de Carlos II. Uno de esos documentos, firmado por un jefe de correos, John Wildman, revelaba que, dado que las cartas que se distribuían por todo el país debían pasar por una única oficina central en Londres, era necesario replantearse la clasificación de las mismas a lo largo de la noche. El documento habla de cómo Cromwell encomendó a un tal Isaac Dorislaus

que se instalara en la [Oficina Postal]. Esta contaba con una sala privada reservada para él, junto al despacho de envíos internacionales. Cada noche, sobre las once, acudía a esa sala en privado, se le llevaban todas las cartas y se disponían ante él. Dorislaus abría las que consideraba oportuno y luego las cerraba. Permanecía en esa sala habitualmente hasta las tres o cuatro de la madrugada, que era la hora a la que solía cerrar la Oficina. En ese tiempo, el mencionado Dorislaus repasaba todos los sellos y escrituras, con tal eficacia que apenas existían cartas cuyos remitentes no pudiera deducir a partir de la letra. Cuando se daba una situación extraordinaria, como cuando se acercaba un alzamiento u otro evento parecido, S. Morland [uno de los secretarios de Thurloe] acudía desde Whitehall, la sede del gobierno, entre las once y las doce, y accedía en privado a la sala. En ella asistía al señor Dorislaus y se llevaba las cartas que consideraba peligrosas, para entregarlas en Whitehall por la mañana.

El texto de Wildman está respaldado por los propios papeles oficiales de Thurloe, en los que se dan muchos ejemplos de correspondencias «interrumpidas» y de cartas «interceptadas», e incluyen asimismo varias cartas de su asistente Dorislaus. «Señor, llevo toda la noche trabajando», declara en una carta de junio de 1653. «Adjunto las cartas seleccionadas hoy…»

Los comerciantes comentan por lo general que el rey de España los ha engañado por temor a que puedan ser autónomos y que él y su Estado han acordado acuñar y disponer de la plata según les plazca. Iré mañana por la mañana a Whitehall y se lo explicaré a Bishop. Ahora me he retirado, pues ya finalicé el trabajo postal. Trataré este asunto para vos con el secreto y destreza que deseáis y estoy resuelto a no compartir ni una sílaba en adelante con ningún vivo salvo vos. A partir de hoy me debo a vos. Encontraréis en mí un servidor leal, fiel y sincero en todas las cosas o palabras que me confiéis. Tengo mucho sueño ahora. Os contaré más en Whitehall.
Vuestro más humilde y fiel servidor, Dorislaus.

En Londres siguió funcionando con autorización real cierto tipo de censura clandestina hasta 1844. ¿Cómo evitar esa furtiva vigilancia de horas intempestivas? Con medidas de antiespionaje y un poco de imaginación. Para escribir cartas había que aprender no solo el arte de la redacción, sino también el del disimulo. Muy pronto aparecerían manuales que se vendían junto a The Enimie of Idlenesse y que enseñaban a encriptar y desencriptar textos. El más vanguardista fue The Advancement of Learning [El avance del aprendizaje], escrito por Francis Bacon en 1605, que es también una carta (dirigida a Jacobo I). Un buen código debía ser «complicado de escribir y leer e imposible de descifrar, y, según el caso, no levantar sospechas». Para ilustrar este último requisito, Bacon desarrolló lo que él llamaba «código biliteral», un proceso por el cual una carta parecía normal a primera vista pero transmitía su sentido verdadero solo al destinatario. Para ello se utilizaban dos alfabetos: uno hacía de señuelo y el otro servía para cifrar el texto secreto. Para mayor confusión, en una palabra determinada se usaban el quíntuple de letras necesarias en un proceso que Bacon llamaba infolding (invaginación). Era una forma primaria de código binario o genético: aparecían en los textos cifrados con el método de Bacon palabras como «aababaabbaabbaaabaa», aunque no queda claro si este era consciente o no de que encontrarse con una combinación de letras como esta en una carta podría resultar algo sospechoso.

Los códigos de este tipo eran herramienta esencial en el maletín del embajador. Muchas veces consistían en criptografías numéricas o alfabéticas conocidas solo por el destinatario. Eran muy populares también entre comerciantes que deseaban discreción al respecto de sus nuevos mercados, para lo cual desarrollaron también claves propias. Esos trucos matemáticos y lingüísticos no tardaron en saltar de los escritorios al baúl de artilugios mágicos del prestidigitador: Eighteen Books of the Secrets of Art and Nature [Dieciocho libros sobre los secretos del arte y la naturaleza], publicado por Johann Wecker en 1660, detallaba cómo escribir sobre un huevo y cómo crear letras que aparecen y desaparecen o esconder las que son visibles (pista: úsense vinagre y pis). También eran muy comunes los nombres en clave. La reina María de Escocia tenía un secretario llamado Gilbert Curle que se encargaba de cifrar sus mensajes y usaba varios nombres en clave que nos son familiares por su uso durante las dos guerras mundiales: a la reina de Inglaterra se la llamaba «el mercader de Londres» y a la de Escocia, «el mercader de Newcastle».

No podemos olvidar una de las invenciones favoritas de los colegiales: la tinta invisible. Quizá pensaba el lector que esta tecnología nació con las primeras novelas de espías, pero lo cierto es que sus rudimentos aparecieron durante el siglo XVII. Y también en este caso resultaban útiles tanto el vinagre como la orina, junto con el polvo de alumbre, la leche y el jugo de la cebolla, la naranja o el limón. Tuvo un uso notorio en la correspondencia, normal a primera vista, que intercambió un grupo de sacerdotes jesuitas durante la Conspiración de la Pólvora, en 1605.

Uno de ellos, John Gerard, escribió más tarde acerca de su vida en prisión, y confesó haber utilizado el zumo de una fruta cítrica para escribir entre líneas a lápiz: «En la carta a lápiz me limité a tratar temas espirituales, pero en el espacio entre líneas di instrucciones detalladas a varios amigos en el exterior». Gerard daba detalles sobre el tipo de zumo utilizado. El de limón era muy útil, pues lo escrito con él aparecía cuando se le aplicaba agua o calor; además, al secarse o cuando se retiraba la llama, la escritura también desaparecía. «Pero el zumo de las naranjas es distinto», puntualizaba en su biografía. «No puede leerse con agua. […] Y cuando se le aplica calor, aparece, pero no se borra. De modo que, cuando las cartas están escritas con zumo de naranja, el destinatario siempre sabe si alguien ha leído el texto.»

Quienes escribían cartas, cada vez más al tanto de las injerencias estatales (ya fueran espías en misiones de inteligencia u hombres de negocios en misiones comerciales), descubrieron nuevas maneras de proteger la información. Además, empezaron también a considerar el secreto de lo que escribían en sus cartas como un derecho sacrosanto, creencia reforzada, irónicamente, por la aparición de una red postal palaciega que, con carácter oficial, había extendido sus servicios al público. Si todo lo demás fallaba, el destinatario debía atenerse a una única y sencilla instrucción: quemar después de leer.

* * * *

¿Y qué copiosas recompensas deberíamos esperar de ese siglo de grandes transformaciones en lo postal? ¿Merecerá la pena echar un vistazo a las cartas que escribió Shakespeare? ¿Quizá a alguna de las notas que dedicó a sus actores protagonistas mientras se preparaban para saltar a escena? ¿U ojear alguna de las cartas de amor escritas a Anne Hathaway, una de ellas acompañada de un mechón de su propio pelo? ¿O, por qué no, esa carta de la reina Isabel en la que la monarca elogia las obras de teatro del dramaturgo inglés, dirigida «al teatro Globe, junto al Támesis»? Todas esas epístolas se ofrecieron al público por primera vez en 1795, cuando un tal Samuel Ireland imprimió una edición limitada al precio de cuatro guineas. El principal atractivo de esa publicación eran las cartas, pero Miscellaneous Papers and Legal Instruments under the hand and seal of William Shakspeare [Papeles misceláneos e instrumentos legales escritos y firmados por William Shakespeare] incluía además escrituras, un borrador temprano de El rey Lear y una obra inédita, Vortigern y Rowena. Es comprensible que la publicación de ese material causara cierta conmoción, al menos hasta que Edmond Malone, prominente experto en Shakespeare, se pronunció sobre los documentos en la primavera de 1796. Según Malone, las cartas contenían tantas discrepancias —gramaticales, ortográficas, fraseológicas, trágico-cómico-histórico-pastorales— que no cabía posibilidad de que fueran auténticas. Y tenía razón. Las cartas habían sido escritas, como las dos obras de teatro, por William Henry, hijo de Samuel Ireland, para complacer a su padre.[23]

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«A algunos la grandeza les queda grande…», Stephen Fry, en la piel de Malvolio, malinterpreta una carta en Noche de Reyes. © Simon Annand.

En realidad no ha llegado hasta nosotros ninguna carta de Shakespeare. Sabemos de un mensajero llamado William Greenway que hacía de correo a caballo entre Stratford-upon-Avon y Londres. Pero jamás se ha encontrado, ni durante la rehabilitación de ninguna casa, ni bajo el entablado de ningún salón, una sola línea de texto que Shakespeare no escribiera para su publicación o por encargo. No obstante, sí encontramos una rica variedad de misivas en sus obras, claro está, a partir de las cuales podemos hacernos una idea de la visión que el dramaturgo tenía de la correspondencia y de cómo se usaba en su época. Además, esas cartas nos prefiguran el tipo de drama epistolar que tan presente estaría en los empeños literarios de los siguientes dos siglos.

Alan Stewart, experto en Shakespeare, hace un cálculo «conservador» de ciento once cartas en la obra del dramaturgo inglés. Se hace referencia al contenido, sin leerlo literalmente, de muchas más, y se alude indirectamente a otras tantas. Es más fácil, de hecho, enumerar las obras en las que las cartas no aparecen: La comedia de los errores, El sueño de una noche de verano, La fierecilla domada, Enrique V y La tempestad (aunque en esta última, un soñador Gonzalo imagina una tierra donde «se desconozcan las cartas»). Las cartas que se leen en escena se habían redactado en una época anterior a la reforma postal, cuando aún se dependía de los mensajeros privados, el territorio estaba salteado de peligros y era habitual que los envíos no llegasen. Llegan las noticias desde el campo de batalla justo a tiempo, pero a veces sufren catastróficos retrasos. Las cartas en Shakespeare reivindican la autoridad, ocultan identidades o llaman a engaño. Son requisadas adrede o caen accidentalmente en manos equivocadas. No son enviadas a través del Correo Real, sino que se confían a ineptos o alelados, poco fiable circuito que garantiza el desastre.

La fallida entrega de una carta a Romeo en la que se le informa de la muerte fingida de Julieta provoca la suya propia; las ínfulas de grandeza de Malvolio van haciéndose más y más divertidas a medida que avanza en la falsa carta de amor escrita por María haciéndose pasar por Olivia; la carta que Gonerila envía a Edmundo descubre el adulterio y el deseo que ella alberga de matar a su esposo, el duque de Albany. Pero es Hamlet la obra más completa al respecto: el protagonista escribe a Ofelia, a Claudio el rey, a su madre y a Horacio. Polonio lee y escribe cartas; también escribe Claudio. La obra plantea una trama que podría retrotraerse a Homero, una historia que Alan Stewart considera, no sin razón, «la carta más antigua presente en ese drama». En la Ilíada, en efecto, se cuenta cómo Belerofonte escapa de una muerte que él mismo había instigado (véase el capítulo 2 de este libro), episodio que se revive con la fuga en barco de Hamlet a Inglaterra. Es dar gato por liebre: Hamlet viaja con Rosencrantz y Guildenstern a Inglaterra, adonde los cortesanos llevan una carta de Claudio que contiene instrucciones para que se ejecute a aquel. Hamlet rompe el sello, sustituye la carta por una escrita de su puño y letra, y con gran destreza vuelve a plegar la hoja y a lacrar el sobre. Al final de la obra descubrimos que Rosencrantz y Guildenstern mueren, como Claudio al parecer había ordenado.

Las cartas aparecen en las obras de teatro ya en los clásicos, desde Eurípides hasta Plauto. Pero en la pluma de Shakespeare pasan de ser un mero vehículo de noticias a convertirse en personajes por derecho propio. Son un atrezo ubicuo, un elemento más de la trama (y para el actor, la posibilidad de darse un respiro: era texto que podía leer y no memorizar). Shakespeare convierte un artefacto esencialmente antiteatral —palabras escritas sobre papel, en teoría privadas, enviadas por un particular para ser leídas exclusivamente por otro— en un texto al que varias personas tienen acceso y capacidad de contestación, algo enteramente necesario para el ornamento del drama humano. Las cartas de Shakespeare van más allá del drama: su insistente presencia es prefacio para el día en que se convertirán en parte normal del discurso, en objetos (más que textos) que pasan de mano en mano, que se esperan como hoy esperamos el correo diario. Para creerse las obras de Shakespeare, hasta las históricas, el público tenía que prestar atención a la conversación epistolar, asumiendo ese intercambio como parte integrante de la acción. Las cartas, en efecto, se estaban incorporando rápidamente a la vida cotidiana.

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Tu nuevo amante

14232134, SOLDADO ESPECIALISTA BARKER

H. C., ALA 30, 1.ª COMPAÑÍA, 9.º COMUNICACIONES

(FORMACIÓN AÉREA),

MANDO DE ORIENTE MEDIO

14 de marzo de 1944
Querida Bessie:
No esperaba que mi carta por correo aéreo llegase tan pronto. Me regocijo imaginando que ya la tienes entre tus manos y que probablemente vas a dedicar un rato a leerla. Por ahora no hay sombra de duda de que ambos nos tratamos con aprobación y de que si estuviéramos a una distancia que nos permitiera distinguir la sonrisa del otro probablemente terminaríamos haciendo algo más que sonreírnos. Por supuesto, quizá la seguridad impuesta por los kilómetros que nos separan nos permite solazarnos en estos felices deseos. Quizá tocaríamos retirada si supiéramos que las semillas plantadas hoy hubiera que recogerlas pronto. Sería un iluso si creyera que voy a poder escucharte decir pronto las cosas que has escrito. Pero cuánto disfruto leyéndote, qué maravilloso es saber que de verdad entiendes lo que escribo, cuando hace poco me sentía como si yo fuera Marconi y todo el planeta se hubiera quedado sordo.
Si tuviera la oportunidad, haría muchas cosas o ninguna. Dada la situación, seguiré comportándome educadamente y mostrándome tan amigable como me atreva, sin comprometerme a hacer cosas que no tengo intención de hacer. Me voy a mantener alejado largo tiempo aún de cualquier posible indiscreción física. Pero quiero que consideres seriamente que, si bien podríamos pasarlo bien juntos más adelante, en última instancia no te hará mucha gracia. No puedo evitar ser tu «héroe» (tendrías que oírme suspirar, profundamente y feliz, imaginando un sencillo gesto tuyo de aceptación) pero, por favor, no me dejes romperte el corazón en 1946 o 1947, cuando me escape con «una, dos, tres o más». Si fuera un tipo con luces no te escribiría ni espolearía así tu imaginación. Pero soy un egoísta: ahora mismo necesito tu fiel respaldo a mis acciones. Me abandono en un peligroso estado de emoción exultante mientras leo y releo tus palabras. Me fascinas y me agotas, y me haces sentir fuerte a la vez. Se supone que escribes tanto como antes (en una carta anterior decía que apenas recordaba que hubieses escrito alguna vez)… ¿Me he vuelto quizá más susceptible al elogio y se debe este cambio al hecho de que llevo fuera de casa catorce meses y no veo a una mujer desde hace seis (más allá de las cuatro chicas que han actuado en el escenario de la base)?
Dices que los hombres saben concentrarse en el trabajo que están haciendo en cada instante y que eso llena su mundo. Yo diría que no solo los hombres son «hacedores» activos de cosas. He visto a muchos hombres titubeantes y atropellados que no saben hacer la «o» con un canuto. Y he conocido a mujeres muy competentes y enérgicas. Si quieres ser feliz, no reverencies a los hombres, ni a nada. La principal diferencia, emocionalmente hablando, entre hombres y mujeres es, según se dice, que la mujer siempre es fiel al hombre, pero que la atención de este es algo más que dispersa a ese respecto. Este asunto del sexo es el más importante (aparte del puro instinto de supervivencia), pues nadie le es inmune y nos controla siempre. Creo que ya te conté sobre el chaval de dieciocho años al que conocí en el hospital y que me dijo que se había acostado con treinta y cinco chicas, varias de ellas en la primera cita. Esta «lealtad» de la mujer se ha disparado durante el tiempo de guerra: uno de los compañeros del campamento preguntó a su chica por qué no le había escrito en mes y medio y ella le contestó: «He estado ocupada, ¿no sabes que estamos en guerra?».
Quieres que tu viejo héroe sea tu nuevo amante. Qué pena que para mi segundo verano en vez de un billete de avión de vuelta a casa me hayan dado una mosquitera. Estoy escribiendo estas líneas a la medianoche del 13 de marzo del 44: podría desayunar contigo mañana día 14, solo con que una o dos personas se mostraran dispuestas a cooperar. Quizá llegase un poco tarde, pero qué importa. Aquí estoy, preguntándome cuándo te vi por última vez y qué aspecto tendrás. No tengo ni idea, ojalá pudiera confirmarlo personalmente. ¿Sigues fumando? Mal hábito.
Creo que te estoy redescubriendo: expectante, voluntariosa y dócil como eres. Te encuentro cálida y apetitosa. Me regocijo en esta intimidad nuestra del momento. Me regodeo sin más en nuestros amistosos sentimientos, de los que hago acopio con un entusiasmo que borra los dos mares y el continente que nos separan. Has echado abajo mi línea de defensa, me tienes alborotado, escribo con las mejillas encendidas, muerto de calor. Cuando termino una carta para ti, quiero empezar otra, como me ha pasado hoy. Espero que no se me acaben los comentarios a las cosas que me cuentas, lo prefiero antes que hablar de las mías. Sé que esta extraña unidad de expresión y comprensión mutuas no puede durar, pues me siento como si estuviera sentado a tus pies. Esto está abocado a apagarse con un chisporroteo, tarde o temprano. Tú dices: «Por el comienzo de una hermosa amistad»
[24].
Eres una amante increíble por carta. No puedo sino preguntarme cómo eres a flor de piel: piel suave, cálida, carne entregada, jadeante. Disculpa los tachones y borrones en esta parte. Lo cierto es que cuando se hizo de día me dio vergüenza y decidí censurarme. Déjame regresar a unas cuantas líneas más arriba y reiterar que no puedo sino imaginar, e imaginar algo cálido.
No puedo pasarme la carta entera babeando, por mucho que nos guste a los dos. Debo al menos intentar aparentar que quiero contarte muchas cosas sobre la vida en el campamento. La película del sábado (por suerte yo estaba de servicio) fue tan infantil como las primeras dos, de las que ya te hablé. Stars Over Texas, asaltos a diligencias y duelos. Estamos cada vez más cabreados.
Hecho este comentario, puedo volver a nuestra nueva y emocionante relación, que habremos de disfrutar al máximo mientras dure y que no habremos de lamentar si termina. Estoy del todo por tu amor. La posibilidad de empaparme en ti —sensualmente, al menos por un rato—, de acariciarte donde me dejes, crece ante nosotros, tan natural, tan absorbente.
Chris

Capítulo 7
Cómo escribir la carta perfecta
Parte 2

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¿Qué hace falta para convertirse en el mayor escritor de cartas de una época? ¿Para crearse una reputación de tal grandiosidad epistolar que cuando se nos mencione en siglos venideros sea para recordarnos no solo por lo que conseguimos sino por cómo escribimos sobre ello? ¿Cómo ganarse la inmortalidad literaria no por un esforzado ejercicio artístico, ni por los dramas de autores como Molière, Corneille o Racine, ni por la filosofía revolucionaria de Descartes, sino yendo a ver las obras de aquellos, leyendo las de este y reseñándolas por correo? ¿Cómo pasar a la historia no por tus gestos en la esfera pública sino por relatar póstumamente intimidades e indiscreciones?

Ardua tarea sería esa hoy. Pero pregúntenle a Madame de Sévigné, quien en los últimos y muy empolvados años del reinado de Luis XIV demostró que entonces las cosas eran distintas. Precoz, hedonista, galante, ingeniosa, mordaz, protectora, ampulosa, polémica, atrevida e implacable: Madame de Sévigné escribió unas mil trescientas esplendorosas cartas a lo largo de cincuenta años. Junto con Voltaire, es una de las más prolijas practicantes del género epistolar. Sus cartas no siempre son agradables de leer: su actitud es demasiado dura, dice quizá demasiadas verdades. Pero todo lo que sale de su pluma es enormemente interesante.

Pocas eran las cosas que ocurrían durante la segunda mitad del siglo XVII que no llamasen su atención. Fue moderna en su sinceridad y su independencia de juicio (lo que debió de sorprender y despertar la curiosidad de sus lectores victorianos, años más tarde) y se enorgullecía de lo que ella consideraba una sensata aportación al debate filosófico (discutió a Descartes su interpretación del mecanicismo, por ejemplo, quedándose con una visión precursora del pensamiento romántico: la búsqueda de los placeres de la naturaleza en asombrada soledad, regalo de Dios)[25]. En los asuntos importantes no dejó nunca de ser esencialmente tradicionalista y rara vez rompió con los valores cortesanos o impuestos por la convención, lo cual era vital para el mantenimiento de su imagen. Sus cartas han sobrevivido gracias a las emociones que transmiten: los dolores, anhelos y preocupaciones familiares nos siguen conmoviendo porque rara vez difieren mucho de los nuestros, aunque quizá podamos renegar de su frivolidad y de su desdén por aquellos en situación menos acomodada que la suya. Pero ¿quién es esta mujer y cómo explicar por qué sus volúmenes de cartas encuadernados en cuero siguen alabeando los estantes de las mejores bibliotecas del mundo?

Nació como Marie de Rabutin-Chantal en un barrio periférico de París, y en 1644, a sus dieciocho años, la desposó el marqués de Sévigné. Fue madre de dos hijos antes de enviudar en 1651, cuando su marido perdió un duelo a causa de una disputa extramatrimonial. No se volvió a casar y dedicó su vida a la administración de diversas propiedades y a la crianza de su nieta, organizando asimismo salones literarios y sumergiéndose en el resplandeciente beau monde parisino. También, claro está, se puso a escribir.

Al parecer lo hacía a diario y con más energía los miércoles y viernes, cuando el correo salía de París. Sus cartas se disfrutan incluso leyéndolas seguidas, de la primera a la última, algo que cualquier especialista del género consideraría un gran halago. Rara vez da la sensación de que escriba obligada e incluso parece dirigir con brío los asuntos de negocios. La relación con los más notorios destinatarios de sus cartas va enriqueciéndose con el tiempo, como es de esperar. Uno de los infrecuentes placeres que ofrece esta colección de cartas es que el lector está presente cuando nacen los disgustos y luego los ve diluirse (sobre todo con su primo, el memorista Roger de Bussy-Rabutin). Reconocían el talento único de Madame de Sévigné los corresponsales que tenían afinidad con ella y los que no. Sus cartas llegaban trufadas de noticias y cotilleos, aderezados con picardías y no pocas sorpresas. Se las esperaba con ansia y se mostraban al amigo con la tinta aún húmeda. La más famosa de todas —la más antologada— llama la atención hoy ante todo por su desaforada (y buscada) hipérbole y por la escasa repercusión (también buscada) que tuvo en última instancia. «Voy a comunicaros la noticia más impresionante», escribió a su primo Philippe-Emmanuel de Coulanges en diciembre de 1670. No quedaba ahí la cosa. Además de impresionante, la noticia era

sorprendente, maravillosa, milagrosa, jubilosa, la más aturdidora, la más inaudita, singular, extraordinaria, increíble, la más imprevista, la más grande, la más pequeña, la más rara, la más común, la más deslumbrante, la más secreta hasta hoy, la más brillante, la más digna de envidia, algo sin parangón hoy día; […] algo que no podemos creer en París —cómo se ha de creer en Lyon—, que llama a todo el mundo a pedir misericordia a gritos […] No me resuelvo a decirla; adivinadla: os daré tres oportunidades. ¿Os rendís? Está bien, os lo contaré: monsieur de Lauzun se casa el domingo en el Louvre. Adivinad con quién: os daré cuatro oportunidades, diez, un ciento […].

No hace falta decir que el juego consigue hacerse más que irritante, y no termina ahí. El libertino duque de Lauzun, controvertida figura de la corte, iba a desposar a La Grande Mademoiselle, la nieta de Enrique IV. Al final la boda no se celebró. Tras mucha persuasión, la reina y sus cortesanos convencieron a Luis XIV de que Lauzun no era muy buen partido y el rey dio su brazo a torcer. Lauzun se casó con otra mujer y vivió hasta los noventa años. La Mademoiselle se quedó soltera y en la capilla ardiente la urna que guardaba sus intestinos se rompió en un episodio de infausto recuerdo. Madame de Sévigné siguió escribiendo de otras cosas prodigiosas, como la guerra civil o el sino de Nicolas Fouquet, el malogrado ministro de Economía que terminó sus días en prisión.

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Perlas de sabiduría en las yemas de sus dedos: Madame de Sévigné desgrana otro bon mot. Cortesía del Musée de la Ville de Paris, Musée Carnavalet, París, Francia/Giraudon/The Bridgeman Art Library; pp. 179, 183, 194, 198, 202, 206 Cortesía de coleccionista privado/Foto © Christie’s Images/The Bridgeman Art Library.

No obstante, el lector moderno quizá disfrute, sobre todo, de la correspondencia que Madame de Sévigné mantuvo con su hija, a la que colmaba de cuidados y con la que mantenía una relación amorosa aunque tremendamente posesiva. No conservamos las respuestas de la hija, pero no es difícil que fuesen algo menos confusas, asfixiantes e inseguras que las cartas de su madre.

Su hija, llamada Françoise-Marguerite, se casó con un militar, previa bendición materna. Se trataba de François Adhémar de Monteil, conde de Grignan, afamado tanto por su fealdad como por su elegancia (peligroso pas de deux). En un primer momento todo fue bien, pero las cosas se agriaron cuando Grignan fue destinado a la Provenza. Para la nueva condesa de Grignan supuso una gran oportunidad, pero para su madre fue una desgracia de la que se estuvo lamentando durante todo el cuarto de siglo siguiente. «Me muero por recibir noticias tuyas», escribió a su hija en febrero de 1671, y muchas veces más. «En cuanto llega una carta con tu nombre quiero recibir otra de inmediato y no respiro tranquila hasta que el cartero la trae. […] Creo que sufro por tu pérdida, y nuestra separación me duele en el corazón y en el alma como una enfermedad del cuerpo».[26]

Unos días después volvió a escribirle, con su habitual revista de noticias locales y pedidas de mano, y reiterándole a su hija: «Eres la alegría de mi vida: nadie te ha querido nunca tanto como yo». A continuación informaba sobre un incendio en su personal estilo, una crónica marcada por ese tipo de inmediatez que garantiza la buena reputación a su autor. En efecto, hay algo en esa crónica que recuerda al relato de Plinio sobre la erupción del Vesubio. «A las tres de la mañana oí a la gente vociferar: “¡Ladrones!”, “¡fuego!”. Eran los gritos tan insistentes y los sentí tan cercanos que me convencí de que todo estaba ocurriendo dentro de la casa.»

Me pareció incluso oír el nombre de mi nieta. Temí entonces que se hubiera quemado viva. Me levanté aterrorizada en la oscuridad, temblando de tal manera que apenas podía mantenerme en pie. Corrí a su habitación, que es la que antes fue tuya, pero allí estaba todo en calma. El fuego era en casa de Guitaut y se extendía por la de madame Vauvineux. Las llamas resplandecían sobre nuestro patio y el de Guitaut, lo que me provocó gran conmoción. Todo eran gritos, alboroto y confusión. Las vigas se desplomaban con un estruendo espantoso. Ordené de inmediato que se abrieran las puertas de la casa y mandé a mis sirvientes a ayudar.
[…]
Yo sabía que nuestra casa estaba a salvo como si se hallase en una isla, pero me preocupaban mucho mis pobres vecinos. Madame Gueton y su hermano dirigieron excelentemente las tareas, pero todos quedamos consternados. El fuego era tan feroz que no había manera de acometerlo. Todos nos convencimos de que no cesaría hasta que la casa del pobre Guitaut se consumiera por completo. Guitaut, desconsolado, quería salvar a su madre, que había quedado atrapada entre las llamas, en la planta superior, pero su esposa no lo dejaba ir, aferrándolo con todas sus fuerzas. Se encontraba devastado, el corazón partido entre el dolor de no poder salvar a su madre y el temor a hacer daño a su mujer, embarazada de cinco meses. Al final me rogó que sujetase a su esposa, lo que hice, y fue en busca de su madre, que al parecer había conseguido atravesar las llamas y se encontraba bien. Trató entonces de rescatar algunos papeles, pero le fue imposible acercarse al lugar donde los guardaba. Al final consiguió salir. Su mujer lo esperaba sentada por consejo mío.
Unos piadosos capuchinos se esforzaron tanto y tan bien que lograron contener las llamas. Se arrojó agua sobre el resto del edificio que ardía […] aunque no se logró evitar que ardieran por completo los mejores aposentos.
[…]
Os preguntaréis quizá cómo se originó el fuego en ese edificio. Nadie lo sabe. No se produjeron chispas en la habitación donde se inició. Si alguien hubiera querido entretenerse en retratar ese momento de tristeza, el estado en que quedamos, le habría sido de una inspiración incomparable: Guitaut estaba en camisón y con el culo al aire. Madame Guitaut había salido sin calcetas y había perdido una zapatilla. Madame Vauvineux iba en enaguas y batín. Todos los sirvientes y el resto de vecinos salieron con el gorro de dormir puesto. El embajador apareció con su bata y la peluca, haciendo gala de una perfecta serenidad, pero su secretario era un cuadro: tiene un pecho que no es precisamente el de Hércules. Iba con todo el aire para disfrute general: blancuzco, grueso, fofo. Y en algún momento del tumulto había perdido el cordón de la camisa.

Casi dos meses más tarde, Sévigné escribió de nuevo a su hija, en esa ocasión con noticias de su hijo Charles. «Y ahora quiero decirte un par de cosas sobre tu hermano», comienza un párrafo en el que se relata un divertido caso de fracaso sexual. Que airease una confidencia que su propio hijo le acababa de hacer resulta sorprendente: está claro que era incapaz de guardarse material tan goloso. Y, pese a nuestros escrúpulos, al lector le cuesta mirar para otro lado. Su hijo acababa de terminar una relación y se había embarcado en otra con mademoiselle Champmeslé, una de las actrices favoritas de Racine:

Tu hermano vino ayer a buscarme desde el otro extremo de París para contarme que había sufrido un incidente. Había hallado una ocasión favorable [con mademoiselle Champmeslé], pero —¿me atreveré a contarlo?— el caballito se le plantó en Lérida. Fue un suceso extraordinario, la pobre damisela por lo visto no se había reído tanto en su vida. El infeliz caballero tocó retirada, creyéndose embrujado. Lo mejor es que estaba deseando contarme su contratiempo. Nos reímos muchísimo y le dije que me parecía maravilloso que la penitencia viniese de la mano del pecado. Agarrado a mí me dijo que había heredado parte de mi frialdad y que muy bien podría pasar sin ese legado, que mejor te habría venido a ti. […] Fue una escena digna de Molière.

La primera de las cartas de Madame de Sévigné apareció impresa menos de un año después de su muerte, aparentemente por una neumonía, en 1696. La correspondencia reunida por su primo, el conde de Bussy, suma cien cartas entre ambos a las que tuvo acceso un público ajeno a la corte, desencadenando, si no una «fiebre», sí al menos un apetito canino por las cartas de Madame. Fue como un desmelenamiento colectivo: el cotilleo que antaño compartían entre bisbiseos los admiradores habituales de Madame se radiaba ahora por un altavoz. La primera recopilación de cartas de Sévigné a su hija apareció en 1725, publicándose otra selección más al año siguiente a fin de satisfacer la demanda. Muchas fueron censuradas, pues su nieta se mostraba cada vez más convencida de que esa correspondencia no halagaba en absoluto a su familia. Las colecciones de cartas siguieron llegando: ocho volúmenes con setecientas setenta cartas en 1754, diez volúmenes en 1801, catorce en 1862… Cada uno de ellos con nuevas traducciones y descubrimientos. El más notable llegó en 1872, cuando tras una subasta apareció una colección conocida como «manuscrito Capmas» en el escaparate de una tienda de Dijon. De inmediato se elogió el hallazgo, juzgándolo tan importante como los de Pompeya y Herculano. No fue para tanto, pero sí sirvió para abrir muchos ojos. Se habían visto muchas de esas cartas antes, pero no en ese formato. Las trescientas diecinueve nuevas cartas descubiertas por Charles Capmas, profesor de derecho de la Universidad de Dijon, eran copia de los originales que Madame de Sévigné había redactado dos siglos antes, sin recortes y sin censura. Era como si la novia se hubiese levantado el velo, como si el imitador hubiese dejado paso a la voz auténtica del imitado, algo que más tarde quizá inspiró a Virginia Woolf a afirmar que Madame de Sévigné le parecía «inagotable, como si siguiera viva».

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* * * *

Una edición estadounidense de las cartas de Madame de Sévigné publicada en Massachusetts en 1868 decía: «Somos un pueblo escritor de cartas, y no hay mejor modelo epistolar que el de Madame de Sévigné. Somos un pueblo pragmático y enérgico, y no hay mejor complemento a esas virtudes que el tierno afecto y delicado refinamiento de Madame de Sévigné».

Pero, desde luego, había otros modelos que seguir. En 1686, una década antes de que muriese Madame de Sévigné, Philip Stanhope, segundo conde de Chesterfield, escribió un libro para lady Mary Stanhope, la primogénita de su tercera esposa. Era una publicación manuscrita de unas cuarenta páginas y se asemejaba al típico almanaque que solía regalarse en Navidad durante el siglo XX, antes de la llegada de Internet. Contenía rudimentos sobre matemáticas y sintaxis y sobre las parábolas de Aristóteles y Cicerón, una disquisición sobre astronomía, fragmentos de textos de Descartes y otras luminarias modernas, así como la definición de ciento setenta y cinco palabras que toda dama astuta debía conocer, entre ellas «afinidad» y «ambrosía». Contenía incluso un distorsionado tratado poético sobre el amor: «Es un mal placentero, un veneno oculto, una fiebre frenética, una enfermedad que no se cura fácilmente, una muerte agradable y en ocasiones una gran desgracia».

Estas «instrucciones» fueron impresas por un particular en 1934 y editadas por un tal W. S. Lewis, para quien el autor había llevado «una vida consagrada al mal», entendiendo por tal cosa el libertinaje y el posible asesinato de su segunda esposa (con vino sacramental adulterado, presumiblemente el «veneno oculto» al que se refería en sus consideraciones amorosas). Uno se preguntará, pues, qué podría el conde haberle enseñado a su hija, que en el momento de recibir el manuscrito tenía veintidós años. El tema más ampliamente tratado en este es el de la correspondencia, sobre el que expresa un particular punto de vista («Fecha tus cartas en la parte inferior del papel […] pues es mucho más respetuoso»). El resto de consejos dependían en gran medida del tamaño de la mano del escribiente:

Si escribes a una reina […] sitúa el primer renglón de escritura a unos tres dedos del extremo inferior del papel. […] Si escribes a una duquesa, comienza la carta en la mitad de la hoja. Si escribes a alguien de tu condición, deja un espacio de unos tres o cuatro dedos entre el saludo y el primer renglón. Y si escribes a alguien de más baja condición, escribe en el mismo renglón, justo después de «señora» o en el renglón inmediatamente inferior.

Chesterfield se mostraba estricto al respecto de las despedidas. «Al escribir a una persona “de tu misma condición o superior” deberás terminar con un “su más humilde y obediente servidora”, pero cuando escribas a persona ordinaria bastará con un “tu muy afectuosa amiga”». Recomendaba a su hija redactar por norma al menos dos borradores: «Escribe primero de cualquier manera y tacha las palabras que repitas dos o tres veces. […] Corrige la ortografía con ayuda de un diccionario y ten en cuenta que algunas palabras no suenan bien cuando van después de ciertas otras (aunque su sentido sea el correcto), lo cual deberás juzgar por ti misma». Y como broche, esta perla: «Es gran descortesía no contestar todas las cartas que recibimos, salvo si vienen de nuestros sirvientes o personas de muy baja condición».

Durante el siglo siguiente se publicaron compendios más moderados, menos moralistas, que, viniendo de muy distintas plumas, fueron leídos por amplias audiencias. Fueron tantas las maravillas del género que es difícil seguirles el rastro. A mediados del siglo XVIII circulaban The Complete Letter-Writeror Polite English Secretary [El completo escritor de cartas o El educado secretario inglés]; A New Academy of Compliments or The Lover’s Secretary [Una nueva academia de halagos o El secretario del amante]; The Polite Lady or A Course of Female Education [La dama educada o Un curso de educación femenina], In a Series of Letters, from a Mother to her Daughter [Una serie de cartas de una madre a su hija] o, por fin, Familiar Letters on Various Subjects of Business and Amusement, Written in a natural easy manner and published principally for the Service of the Younger Part of Both Sexes [Cartas familiares sobre temas diversos de ocio y negocios, escritas con estilo sencillo y natural y publicadas principalmente para los jóvenes de ambos sexos]. Definitivamente, la extensión del alfabetismo y la fiabilidad del servicio postal tuvieron que ver con ello, y también la consolidación del manual de escritura de cartas como subgénero literario per se. Las librerías londinenses rebosaban guías nuevas y, aunque muchas eran anónimas, se trataba de una rama de la literatura tan respetable que la cultivaron incluso autores como Daniel Defoe o Samuel Richardson.

Había muchas más guías aparte de las mencionadas. Como el número de instrucciones que podía darse era limitado (cómo abrir una carta, qué espaciado aplicar, qué despedida utilizar) era crucial que los manuales también entretuvieran y divirtiesen a quienes ya sabían escribir bien. Ofrecían numerosos ejemplos prácticos y plantillas para casi cualquier situación imaginable (la mayoría de las veces dirigidas a mujeres), pero no eran propiamente parodias.

Una de las obras de este tipo más variadas y divertidas, de 275 páginas, apareció en 1763. The Ladies Complete Letter-Writer [El completo escritor de cartas para damas] tenía la mira puesta en un amplio mercado. Su subtítulo prometía enseñar The Art of Inditing Letters on every Subject that can call for their Attention, as Daughters, Wives, Mothers, Relations, Friends or Acquaintance, Being a Collection of Letters Written by Ladies, Not only on the more important Religious, Moral and Social Duties, but on Subjects of every other kind that usually interest the Fair Sex: the Whole Performing A Polite and Improving Manual for their Use, Instruction and Rational Entertainment,with many other Important Articles [El arte de componer cartas sobre cualquier tema que llame la atención, como hijas, esposas, madres, parientes, amigas o conocidas, en una colección de cartas escritas por damas, no solo sobre los asuntos religiosos, morales y sociales más importantes, sino sobre muchos otros temas de habitual interés para el bello sexo; en su conjunto, un manual de educación y mejora para su uso, instrucción y entretenimiento desde la razón, con muchos otros artículos de relevancia]. Como se ve, la brevedad no era la virtud más propugnada.

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Las situaciones imaginadas eran, en efecto, variadísimas, una compilación de grandes éxitos recogida a partir de manuales de escritura de cartas anteriores, eficazmente reorganizados por temas. Entre las más llamativas figuran las cartas sobre escándalos de impacto muy duradero o sobre los peligros de una conducta demasiado coqueta, una consolación a alguien que ha perdido la belleza a causa de la viruela y el lamento de «una dama que había llegado tarde a casa tras una visita». Las más curiosas son, no obstante, las relativas a la infidelidad. A mitad de obra se incluye un ejemplo de carta escrita por una mujer a un hombre de quien sospecha una conducta poco honorable:

Señor:
La libertad y sinceridad con la que en todo momento le he abierto mi corazón se hace valer a la hora de solicitaros que confiéis en mí de la misma manera. Tengo razones para temer, no obstante, que ni siquiera los mejores actúan en todo momento como debieran. Os escribo lo que me sería imposible deciros en voz alta: antes de veros me gustaría que bien expliquéis vuestra conducta de anoche, bien confeséis que me habéis usado de una manera que no merecía.
En vano negaréis que os habéis esforzado mucho por recomendaros a la señora Peacoc. Vuestra seriedad de discurso también me demostró que no le sois extraño. Deseo saber, señor, qué tipo de relación querríais tener con esa otra persona, tras hacerme creer que deseáis desposarme a mí. Os escribo muy llanamente al respecto y espero una respuesta igualmente llana. No suelo ser suspicaz, pero lo que vi fue muy llamativo, y para hacer la vista gorda debería darme igual o ser ciega. Señor, no se da ninguna de esas circunstancias, aunque quizá me iría mejor si se dieran.
Atentamente,

Y, a continuación, se invierten los papeles. Una mujer acusada de coqueta responde:

Señor:
Termine como termine esta disputa, pues no tomo los disgustos entre enamorados tan a la ligera como otros muchos, estimo conveniente informaros de que nunca he tenido en estima a nadie que no sea vos mismo. Y quiero que sepáis que si vuestro mal temperamento, del que antaño apenas sospechaba, me hiciera temeros demasiado como para unirme a vos en matrimonio, jamás me veríais casada en cualquier caso con otro hombre ni cortejada por ningún otro de este mundo.
No sé si lo alegre de mi carácter os hizo sentir incómodo. Me lo deberíais haber hecho saber con menos severidad. […] Ojalá leáis atentamente esta carta, pues en ella va todo mi corazón, y después vengáis a mí.
Atentamente,

Merece la pena detenerse en otra carta más. Una mujer escribe a su madre tras descubrir que esta quiere obligarla a casarse con un hombre al que aborrece, de nombre Andrugio:

Mi más querida y honrada señora:
[…] Me atrevo una vez más a exponer ante vos mi alma en toda plenitud, a suplicar que os compadezcáis de mi desolación, […] este dilema terrible que, se resuelva como se resuelva, no traerá nada más que la certeza de una ruina eterna.
Mi tía me acaba de mostrar una carta que recibió de mi padre, en la que este nos apremia a regresar a Londres. Pero, ¡oh, Señor mío, a qué fin! ¡Para ser novia miserable, víctima de un hombre que no me ha de agradar como marido, un hombre que, aunque estuviera mi corazón libre de afectos a cualquier otro, jamás podría llegar a amar! ¡No puedo decir que albergue una ternura que ni aunque quisiera podría sentir!
La sinceridad de palabras y acciones fue el precepto primero durante mi primera juventud y desde entonces lo he tenido por sagrado. […] Hoy, sin embargo, se me dice que la razón debe guiar los gustos, que las pasiones más sumisas deben dejar paso a la alianza entre el interés y el qué dirán, y que, en virtud de dicha alianza, Andrugio es el hombre ideal. ¡Ay, qué diferentes son mis pensamientos al respecto!
[…] Castigadme de cualquier otra manera que la autoridad pueda disponer ante mi provocación. Condenadme a pasar el resto de mis días en soledad. Apartadme de la sociedad o exiliadme a la morada de tigres y leones. Mi hado no será tan terrible como entre los brazos de Andrugio.
Perdonad, os ruego, señora, lo intempestivo de mis palabras, motivadas por la angustia más lacerante, la de la desesperanza. Quede segura de que, aunque he dicho mucho más de lo que vos juzgaríais apropiado, es poco en comparación con lo que siente, señora.
Su infeliz pero obediente hija.

Se desconoce el autor de estas ficciones epistolares. ¿Pueden quizá detectarse en estas ciento veinte cartas, cargadas de ideas claras y voluntad de hierro, los primeros indicios del feminismo del siglo XVIII?

* * * *

Los jóvenes contaban con sus propias plantillas de conducta. Para los muchachos, en concreto, los primeros años de la vida se regían por una secuencia de cartas que establecían una brújula moral tan peculiar y refinada que, casi tres siglos después, la orientación que ofrecían todavía puede considerarse relevante. Como ocurrirá con las cartas, los modales que propugnan también desaparecerán en la vida moderna. No fue un libro de texto lo que elevó entonces el listón cultural, sino colecciones de cartas reales de la época, como las de Madame de Sévigné.

En 1774, el librero londinense James Dodsley ofrecía en su tienda del Pall Mall una novedad en dos tomos: Letters written by the Earl of Chesterfield to his son, Philip Stanhope [«Cartas escritas por el conde de Chesterfield a su hijo, Philip Stanhope»]. Fue amplia y positivamente reseñada y tuvo mucho éxito entre la clientela de Dodsley, pese a costar una guinea cada tomo. (Ya conocimos al abuelo del autor, el segundo conde de Chesterfield, el que había escrito un manual de escritura de cartas para su hija.) El cuarto conde no escribió sus cartas pensando en el gran público, pero a las pocas semanas de morir, su viuda concluyó que las sabias palabras que había dedicado a su hijo serían de provecho para cualquier hijo potencialmente caprichoso. Y también que le vendrían muy bien las mil quinientas libras que al final le valió la afortunada decisión de publicarlas.

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Famoso por sus cartas y su sofá: el cuarto conde de Chesterfield, pintado por Thomas Gainsborough.

Las cartas del conde habían sido escritas entre 1739 y 1765. Su hijo Philip era ilegítimo y viviendo lejos de su padre corría el riesgo de llevar una vida «dispersa» (es decir, por debajo de los exigentes estándares impuestos por el conde). Las cartas, varias mensuales, hacían las veces de curso educativo por correspondencia. El conde de Chesterfield acometía una tarea de escala sin precedentes desde Séneca: desarrollo del carácter e instrucción profesional por correo. En mayo de 1751 se sinceraba con su hijo, dejándole claro que lo consideraba una «obra» suya. «Creo que aún hay posibilidad de mejorarte, hasta la perfección que espero de corazón llegues a alcanzar. Hasta entonces debo continuar limando y puliendo.»

¿Qué le capacitaba para ese papel? El cuarto conde era más sagaz y más moderno que su abuelo y poseía más experiencia diplomática de la que tirar: fue orador eficaz ante la Cámara de los Lores, embajador del Reino Unido en La Haya, representante de la Corona ante Irlanda y secretario de Estado bajo el primer ministro Newcastle. Su legado más perdurable, junto con sus cartas, fue la adopción en el Reino Unido del calendario gregoriano[27]. Fue además (aunque hay controversia al respecto) quien inspiró el incómodo e indestructible sofá tapizado en capitoné que lleva su nombre. Era desprendido en elogios y dinero. Cuando supo que su hijo había creado una familia secreta, rápidamente se ofreció a financiar la educación de su nieto. Su talento literario era notable y sabía endulzar sus cartas con buen humor, lo que las hacía más persuasivas que intimidatorias. Claramente pensaba en el interés de su hijo, hasta cuando le advertía que debía cuidarse la dentadura o cultivar su sentido de la elegancia. Por lo demás, su relación con el formato epistolar venía de largo: no en vano los Chesterfield descendían de John Stanhope, el jefe del correo real en el siglo XVI, y su abuelo había sido aquel sospechoso uxoricida y proveedor de consejos postales a su hija.

Una de sus primeras cartas, escrita en julio de 1739, cuando su hijo tenía siete años, inauguró un tono que jamás perdería:

Mi querido niño:
Una de las cosas más importantes de la vida es la decencia, que consiste en hacer lo apropiado en el momento apropiado, pues muchas cosas que son apropiadas en un momento o lugar resultan extremadamente inapropiadas en otros. Por ejemplo, es muy apropiado y decente jugar un rato cada día, pero debes darte cuenta de que es extremadamente inapropiado e indecente volar tu cometa o jugar a los bolos mientras estás con el señor Maitaire [su tutor; al poco tiempo el joven Philip sería admitido en Westminster]. Es muy apropiado y decente bailar con garbo, pero únicamente en los salones de baile y lugares similares, pues si bailases en una iglesia o durante un funeral quedarías de insensato.
Espero que estos ejemplos te hayan ilustrado al respecto del sentido de la palabra «decencia», que en francés es bienséance, en latín, decorum […]

Cuando el joven Philip entró en la pubertad, su padre comenzó a mostrarse cada vez más preocupado sobre su comportamiento en público y le dedicó una batería de normas sociales pensadas para ganarle amigos e influencia. «No hay nada que la gente soporte menos y por lo que muestre mayor rencor que el desdén», escribió en octubre de 1746:

… y una herida se olvida mucho antes que un insulto. Si, en consecuencia, agradas en lugar de ofender, si prefieres que hablen bien de ti y no mal, si prefieres que te amen a que te odien, recuerda que debes mostrar una atención constante que halague las más nimias vanidades de los hombres. […] La mayoría de la gente (diría que todo el mundo) tiene debilidades. Dicho esto, si has de reírte de un hombre por su rechazo a los gatos o al queso (que son antipatías habituales), este se sentirá insultado; y si, por inatención o negligencia, permites que haya de enfrentarse a esos objetos de aversión cuando podrías evitarlo, se sentirá menospreciado. En cualquier caso, lo recordará siempre. Por el contrario, si cuidas de procurarle lo que guste y alejar de él lo que odie, le estarás mostrando que al menos es objeto de tu atención, lo halagarás y posiblemente te ganarás su amistad.

Chesterfield escribió unas cuatrocientas cartas a su hijo, aunque fueron muchas más las que nunca llegaron a su destinatario. Lamentando su inevitable pérdida, el conde recuperó la imagen de las cometas: algunas de sus cartas volaban en dirección contraria por culpa del viento mientras que otras «se soltaban del cordel». Se mostraba no obstante feliz de que al menos algunas remontasen el vuelo, incluida la que mostramos a continuación, que versa sobre cómo no resultar aburrido:

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Lord Chesterfield escribe a Solomon Dayrolles en 1754
Octubre de 1747

Querido niño:
El arte de agradar es muy necesario pero también difícil de dominar. Es imposible reducirlo a meras reglas. Aprenderás, más que de mí, de tu buen juicio y tus dotes de observación. El método más seguro es seguir la siguiente máxima: «Haz lo que te gustaría que te hicieran». [...]
Adopta el tono de la persona con quien te encuentres y no pretendas marcar el tuyo; muéstrate serio, alegre o incluso banal, dependiendo del humor de quien te acompañe. Es esta una obligación del individuo ante la mayoría. No cuentes historias en compañía: no hay nada más tedioso y desagradable. Si por ventura conoces una historia muy breve y sobradamente pertinente al respecto del tema que se esté tratando, relátala con la mayor concisión, y deja caer que no te gusta contar historias pero que te animas a hacerlo por su cortedad. De todas las cosas, elimina de tu conversación el egoísmo y no quieras nunca entretener con tus preocupaciones personales o asuntos privados. Aunque a ti te sean interesantes, a los demás les resultarán tediosos e impertinentes. Además, siempre es recomendable ser discreto al respecto de tales asuntos.

Cuando su hijo cumplió los dieciocho, Chesterfield complementó la formación por correspondencia con un grand tour pagado, el tradicional viaje por las ruinas de Europa. El conde no dejó de escribir mientras Philip visitaba París, Roma y Leipzig, alternando cada vez más frecuentemente temas como la política o el comercio y sustituyendo la apertura «Mi querido niño» por «Mi querido amigo». En febrero de 1750 el tema fue el uso cauteloso de los recursos personales:

Mi querido amigo,
Son pocos los que saben administrar su fortuna y menos aún quienes hacen lo propio con el tiempo. Y, sin embargo, de estos dos valores, el más valioso es el segundo. Te deseo de corazón que sepas gestionar ambos. Estás en una edad en la que hay que empezar a pensar seriamente en ello. Los jóvenes suelen pensar que les queda muchísimo tiempo por delante, que pueden malgastarlo como quieran y que siempre les quedará suficiente. […] Errores fatales de los que uno siempre se arrepiente demasiado tarde. […]
Por ejemplo, imaginemos que debes estar en un lugar a las doce porque te has citado con alguien. Sales a las once y decides hacer primero dos o tres visitas. Pero las personas que quieres ver no están en casa: en lugar de pasar ese rato muerto en un café, quizá en soledad, regresa a casa y escribe una carta para la siguiente recogida del correo [...]
Mucha gente pierde el tiempo leyendo libros frívolos y banales, como las absurdas novelas escritas durante los dos siglos pasados, en las que se retratan insípidamente personajes inexistentes y se describen pomposamente sentimientos que nunca han sido realmente sentidos: los delirios y extravagancias de Las mil y una noches o los Cuentos mongoles y ese tipo de obras baladís que nutren y mejoran la mente como la nata alimenta y mejora al cuerpo. Cíñete a los libros más prestigiosos de cada lengua, los de los poetas, historiadores, oradores y filósofos celebrados.
Muchos pierden gran cantidad de tiempo por culpa de la pereza: se adormecen y bostezan echados en grandes sillones, se dicen que no tienen tiempo para empezar nada y que lo dejarán para otra ocasión. Es esta una disposición lamentable y el mayor de los obstáculos, tanto para el conocimiento como para los negocios. [...] No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.

Las cartas están plagadas de bon mots y epigramas de este corte, muchos de cosecha propia, otros reciclados. Una embriagante colección de consejos inspiradores, al estilo del Polonio de Hamlet. «Si...», el conocido poema de Rudyard Kipling, se nutrió en gran medida de ellos. En el meollo de todo subyacía el buen juicio:

Fija una hora determinada y un día de la semana para tus [cuentas] y mantenlas en orden. De esa manera te quitarán muy poco tiempo y jamás podrán engañarte.
No leas nunca historia sin tener mapas y cronologías a mano, que deberás consultar constantemente. Sin ellos, la historia no es más que una confusa sucesión de hechos.
Levántate temprano y a la misma hora todas las mañanas, aunque la noche anterior te hayas quedado despierto hasta tarde. Te asegurarás así al menos una o dos horas de reflexión y lectura antes de que comiencen las habituales interrupciones matutinas y te será saludable, pues te obligará a irte a la cama temprano al menos una noche de cada tres.

En ocasiones, surgen problemas más graves que atender. En noviembre de 1750 Chesterfield quedó consternado al comprobar que su hijo, ya mayor de edad, no dominaba aún los rudimentos de la lengua inglesa.

Has escrito enduce en lugar de induce y grandure en lugar de grandeur. Dos erratas que ni siquiera las sirvientas de esta casa habrían cometido.
He de decirte que la ortografía, en el sentido más estricto de la palabra, es absolutamente necesaria para el hombre de letras y el caballero y que una errata puede valerte un ridículo que te perseguirá el resto de tu vida. Conozco a un hombre de bien que jamás se recuperó de la infamia que le supuso escribir wholesome sin la «w».

¿Qué provecho sacó Philip Stanhope de los variadísimos consejos de su padre? ¿Llegó a convertirse en cortés militar o primer ministro? Pues no, y de hecho fracasó en sus intentos de llegar a ser primero en algo. Su padre pagó dos mil libras para que representase en el Parlamento a las localidades de Liskeard y Saint Germans, en Cornualles, pero era demasiado tímido para la oratoria y terminó ocupando durante mucho tiempo puestos de escasa categoría en el extranjero; por ejemplo, ocupó durante un tiempo el cargo de enviado extraordinario ante la Dieta Permanente de Ratisbona, en Baviera, la asamblea en la que se discutiría el malhadado futuro del Sacro Imperio Romano Germánico.

Llegado diciembre de 1765, en la última carta a su hijo que ha llegado a nosotros, Chesterfield parece haber tirado la toalla y se limita a reflexionar con cierta moderación sobre la Revolución americana, sin renunciar a una buena dosis de cotilleo.

Mi querido amigo:
[…] Hoy día no se habla en la ciudad de otra cosa que no sea la separación entre maridos y mujeres. Will Finch, el antiguo vicechambelán, lord Warwick, y, por fin, tu amigo, lord Bolingbroke. No me extraña que todos ellos se hayan separado. Sí me extraña que haya tantos otros que sigan viviendo en compañía. Ciertamente, en este país no se ha entendido bien el matrimonio.
Hoy he enviado al señor Larpent doscientas libras para tu regalo de Navidad. Supongo que te informará a la llegada de esta carta. Que estas Navidades seas todo lo feliz que puedas. [...] Que además de este nuevo año, el Señor te envíe otros muchos, y que sean felices.
Adieu.

El hijo de Chesterfield murió cinco años antes que su padre, en 1768, concretamente de un edema, inevitabilidad de cierto cariz tragicómico. Su padre jamás se recuperó de la pérdida, y tuvo una endeble salud durante sus últimos años. Poco antes de fallecer declaró que llevaba dos años muerto en vida. Sin embargo, las encantadoras cartas que envió a su hijo siguen publicándose, como incomparable ejemplo histórico de los modales y modelos de urbanidad en el Siglo de las Luces. En última instancia, sus consejos no caerían en saco roto: lord Chesterfield los recupera en las 262 cartas que envió a su ahijado, el quinto conde de Chesterfield (que también se llamó Philip Stanhope). Esta vez lo hizo mejor: su nuevo protegido floreció en sus empeños hasta convertirse en jefe de correos adjunto.

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Totalmente desaparecido

14232134, SOLDADO ESPECIALISTA BARKER

H. C., ALA 30, 1.ª COMPAÑÍA, 9.º COMUNICACIONES

(FORMACIÓN AÉREA),

MANDO DE ORIENTE MEDIO

12 de abril de 1944
Querida Bessie:
Ayer recibí tu tarjeta postal fechada el día 3. No sabía nada de ti desde la del 12 de marzo, pues tu carta, desgraciada e infelizmente, no ha llegado todavía.
Creo que nos sentimos tan cercanos el uno al otro que nuestras reacciones a determinados acontecimientos son muy parecidas, si no idénticas. Por eso creo que debes de intuir la emoción que sentí cuando vi tu letra, cuando mi hermano me entregó tu tarjeta. Había llegado también una de Deb [una vieja amiga] y otra más de madre. Por supuesto, leí esas primero. La tuya solo pude leerla una vez y luego me la tuve que guardar en el bolsillo, mientras mi pobre mente trataba de asimilar lo que decía. Me asaltan tus palabras como un increíble soplo de aire cálido. Te necesito tanto.
Bueno, me lavé e hice la cama (recibí tu carta cuando ya habían dado las seis) y me puse a dar vueltas. Entonces pensé: «Tengo que leerla antes de irme a dormir». Así que me metí en la letrina (el único lugar donde el más humilde puede estar seguro de disfrutar de alguna intimidad) para leer tus palabras de nuevo. Has creado o causado en mí un bienestar profundamente emocionante que se ajusta bien a esa expresión tan divertida: «Me tienes en palmas».
Tras volver a leer tu carta, aparecieron los que juegan al ajedrez. Echamos una partida (¡que yo gané!) y luego nos trasladamos a la cantina para reunirnos en torno a la radio y escuchar las noticias (todo un ritual por estos pagos). Después nos «secuestraron» para una partida de bridge y estuvimos jugando hasta las diez de la noche. Lo único que quería en ese momento era leer tus palabras, esta pequeña parte de ti, una y otra vez.
Ya estoy de vuelta en la tienda, metido en la cama. Es imposible dormir: pienso y te imagino, cálida, dentro de mí. No hago más que dar vueltas pensando en ti, preguntándome si te pasará lo mismo. ¿No es condenadamente horrible? Sé perfectamente que si me pongo a pensar en ti no dormiré y sin embargo no dejo de hacerlo, y cada vez me entran más calores. ¡Uf! No me vendrían mal un par de barras de hielo bajo la manta.
Al final me quedo dormido. Mis primeros pensamientos matutinos son para la distancia que nos separa, la lejanía y a la vez la cercanía, y la esperanza de poder terminar a toda velocidad estas primeras seis páginas para enviarlas por la tarde. Por desgracia, no es probable que regrese pronto. Habrá que esperar como mínimo otro año, que podría convertirse en tres o cuatro. Relájate, niña mía, o muy pronto el cuerpo te pasará factura. Considérame como quieras, pero no olvides nunca las circunstancias, la distancia, el entorno. Yo lo hago alegremente y de buen grado, pero tú has de ser más sensata que yo.
En la película de anoche, uno de los personajes hacía un chiste, decía: «Enamorarse es la manera más feliz de ser desgraciado». Sé, así pues, desgraciada pero feliz y no mires demasiado por encima del hombro. Disfruta de lo que tengas hasta donde puedas y recuerda el viejo y sabio adagio: «Hoy es el mañana sobre el que nos preocupamos ayer». Yo soy un preocupado nato, pero siento que podría convertirme en cualquier otra cosa que tú me pidieses. Lo más importante, probablemente, es que tengo claro que tú eres lo que quiero, no en un sentido específico, sino general. Quiero confiar en ti. Quiero deslizarme sobre ti. Quiero protegerte. No es importante el hecho de que ahora mismo sea imposible: lo importante es que tú te convenzas de ello. Mis manos no pueden acariciarte, mis palabras tratan de decir todas las cosas de que soy capaz. Tú decías que te sentías culpable «por babear», pero eso no es ningún crimen, ¡yo estoy orgulloso de babear! Si tus incoherentes balbuceos significan lo mismo que los míos, benditos sean. No te preocupes por que se te niegue el favor e intenta sobreponerte a ese sentimiento abrumador de que nada te pertenece. Considérame más una promesa que una amenaza y critícame cuanto puedas, para no parecerte tan maravilloso. Recuerda que estamos juntos en esto y que de alguna manera todo ha ocurrido improvisadamente, sin premeditación, porque lo llevábamos dentro. Sí, ojalá estuviera contigo. Pero la vida es dura: desearlo no lo hará realidad. Mi pensamiento está contigo muy a menudo, demasiado para la serenidad del cuerpo y el equilibrio de la mente. Durante el día te intento guardar en un cajón, pero por la noche es imposible no sacarte. Abrumado, ese es mi estado. Torpe e inseguro, así me siento.
Me pregunto qué aspecto tienes (pero no te hagas una fotografía específicamente para esto). Sé que no tienes la cara como la parte de atrás de un autobús pero jamás te he mirado como lo haría ahora. Me pregunto cuántas veces te he visto y cuántas hemos estado juntos y solos. Este corazón idiota se me desboca ante la idea de que además de rostro tienes cuerpo. Deseo ardientemente tocarte, sentirte, verte como eres al natural, oírte. Quiero dormirme y despertarme junto a ti. Quiero vivir contigo. Quiero ser fuerte y débil contigo. Te quiero a ti.
Quiero que mis cartas te interesen, así que, por favor, hazme saber qué quieres que te escriba y cómo. Entenderás que a veces me es imposible hacerlo.
Dime también si crees que estoy loco. Cuando se seque mi firma, la besaré. Si tú haces lo mismo, cerraremos el círculo (no muy higiénico, por otra parte).
Afectuosamente,
Chris

Capítulo 8
Cartas a la venta

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El 3 de julio de 1973, Sotheby’s presentó en una de sus salas londinenses una carta que el 3 de julio de 2007 volvió a salir a subasta, esta vez en Christie’s. Durante esos treinta y cuatro años, la carta había pertenecido a un hombre llamado Albin Schram, voluminoso historiador del derecho residente en Praga.

En realidad no fueron treinta y cuatro años, porque Schram murió un par de años antes de la segunda subasta. Cuando la familia ordenó sus pertenencias, los meses posteriores al funeral, se dieron cuenta de que la carta en cuestión debía de tener valor, en parte porque estaba firmada por Napoleón, y, ante todo, porque en ella, el emperador francés hacía gala de un gran estilo epistolar y se mostraba decididamente furioso en sus palabras. Escribía a mano, tras una pelea con una nueva amante. De acuerdo con la carta, Bonaparte vivía consumido por las llamaradas del amor y la lujuria. Unas semanas antes de embarcarse en la larga conquista de Europa, se desnudaba emocionalmente, casi fatalmente embebido por los primeros arrebatos de su romance con Josefina. La carta es más que inusual y su autenticidad, incuestionable: se trata de una de las tres cartas conocidas que envió a su futura esposa antes del matrimonio. La forman dos páginas de papel azul grisáceo, cortadas de un pliego mayor (lo que se aprecia en el borde superior), con cuatro tachones y correcciones. Las manchas y roturas, así como el desgaste del papel, apuntalan su autenticidad. A nadie sorprendió por tanto que el lote 387 de aquella subasta, en 1973, alcanzara varios millares de libras. Pero ¿cuánto costaría en 2007? Las estimaciones iban de las 30.000 a las 50.000 libras.

La carta se escribió a las nueve de la mañana, pero Napoleón no consigna la fecha ni tampoco el año. Puede datarse, no obstante, entre los albores de la relación amorosa, que se inició en diciembre de 1795, y el casamiento, celebrado el 9 de marzo de 1796. La carta ilustra el poderoso control que Josefina ejercía sobre su amante. En ella, Napoleón se deshace en disculpas. Era público y notorio que al futuro emperador le interesaban la familia de ella y sobre todo sus propiedades de las Indias Occidentales. Pero en la carta asegura que la quiere por su persona:

¿Cuál es entonces tu extraño poder, incomparable Josefina? Tu pensamiento me está envenenando la vida, partiéndome el alma. […] Sé bien que si discutimos, habré de decir no a mi corazón y a mi conciencia. Vos las habéis seducido, serán siempre vuestras.
Me fui a dormir muy enojado. […] ¿Pensabas pues que no te quería por ti misma? ¿Por quién entonces? Ah, señora, ¿os habéis detenido a reflexionar sobre ello seriamente? ¿Cómo puede un alma tan pura como la vuestra concebir idea tal? Sigo asombrado, aunque mi asombro es menor que el sentimiento que, desde que desperté hoy, me ha empujado sin esfuerzo a caer rendido a vuestros pies, sin un ápice de rencor.
Te mando tres besos: uno para tu corazón, otro para tu boca y otro para tus ojos.
NB

¿Qué extraño poder es el que ejerce esta carta sobre el lector? Las cartas de amor de Napoleón reverberan no tanto por su universalidad como por su singularidad —el particular vocabulario del francés, los constantes ecos de la fatiga que le dejó la anterior campaña militar— y aun así no pueden sino tocar la fibra sensible de cualquiera que en algún momento de su vida se haya sentido apesadumbrado por la ausencia de otra persona. No todos podemos comandar con éxito la invasión de Austria, Italia, Egipto, España y Alemania, pero sí enamorarnos del amor y, como lectores, regodearnos en ese affair condenado a fracasar. La historia nos cuenta más cosas: el breve encaprichamiento de Napoleón con Josefina llegó casi a lo enfermizo. Sus aflicciones y la evolución de estas, del apogeo al alivio, nos aportan un valioso acercamiento a su forma de ser y su conducta. La batalla arreciaba a sus espaldas mientras él escribía. Casi se huele la pólvora.

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Pasión desencadenada: Napoleón escribe a Josefina.

Pocas cartas de amor de Napoleón son tan aduladoras. La mayoría incide, contrariamente, en la acusación, la egolatría, la desconfianza y la autoinmolación, y están redactadas casi todas ellas en el mayor de los agotamientos. No es el suyo un amor marcado por la alegría, sino por las privaciones y el drama. El futuro emperador exige empatía pero se arriesga a recibir desdén. «Mi vida es una pesadilla perpetua», escribe desde Italia en junio de 1796, tres meses después de casarse. Su esposa se encontraba enferma y él había estado matando austriacos y asolando Milán, Verona y Nápoles.

Me oprime un presentimiento de enfermedad. Ya no te veo. He perdido más que la vida, más que la felicidad, más que el descanso. Casi no me queda esperanza. Me apresuro a enviarte un mensajero. Solo pasará cuatro horas en París y luego vendrá a traerme tu respuesta. Escríbeme diez páginas. Solo eso podrá consolarme un poco. Estás enferma, me amas, te he hecho infeliz, tu salud es delicada y no te veo. Ese pensamiento me abruma. Te he hecho tanto mal que no sé cómo compensarte por ello. Te acuso de quedarte en París, pero estás enferma. Perdóname, querida. El amor que me has inspirado me ha despojado de la razón, que jamás hallaré de nuevo. Es una enfermedad para la que no existe cura. Mis presentimientos son tan desasosegantes que me gustaría poder encerrarme contigo, sin más, a apretarte contra mi corazón durante un par de horas para por fin morir a tu lado.
[…] Josefina, ¿cómo puedes tardar tanto tiempo en escribirme? Tu última y muy lacónica carta es del 22 de mayo. Además, me resultó perturbadora, pese a lo cual siempre la llevo en el bolsillo. Guardo tu retrato y tus cartas siempre ante mis ojos.

Un mes después, Bonaparte había levantado campamento cerca de Mantua, ciudad que acababa de tomar. Había coincidido hacía poco con Josefina en Milán, a unos ciento treinta kilómetros, y el encuentro lo hizo preguntarse si ella compartía el ardor de su pasión. Y también si no estaría viendo a otros hombres. El 19 de julio, la paranoia napoleónica se disparaba:

Llevo dos días sin recibir carta tuya. Es la trigésima vez que reparo en ello hoy. Tú sabes lo triste que es eso. No dudes, empero de la tierna solicitud sin parangón que me inspiras.
Atacamos Mantua ayer. Caldeamos la situación primero lanzando morteros y bolas de cañón al rojo desde dos baterías. La malograda ciudad ha ardido durante toda la noche. El espectáculo ha sido dantesco y majestuoso. Hemos tomado varios de los puestos de avanzada y esta noche cavaremos la primera trinchera. Mañana saldremos hacia Castiglione junto con el Estado Mayor y espero poder dormir allí. He recibido a un mensajero de París. Traía dos cartas para ti, que he leído. Aunque hacer esto se me hace lo más normal del mundo y pese a que tú me dieras permiso para ello el otro día, temo que te moleste y eso me aflige. Quise en un momento determinado cerrarlas y lacrarlas de nuevo. ¡Ay!, eso habría sido atroz. Si tengo culpa, te suplico perdón. Juro que no lo hago por celos. Tengo a mi amada en demasiada alta estima como para eso. Me gustaría que me dieras autorización plena para leer las cartas dirigidas a ti. No habría lugar entonces para remordimientos ni temores.
[…] He llamado al correo. Me dice que pasó por tu casa y que le dijiste que no tenías nada que entregarle. ¡Ah! ¡Pequeño monstruo de maldad, tan hermosa, cruel, fea, tirana! ¡Te ríes de mis amenazas, de mis caprichos! Ojalá pudiera llevarte metida en el corazón, encerrarte dentro.

En febrero del año siguiente, la situación claramente hacía aguas. «Se acaba de firmar la paz con Roma», informaba Napoleón a Josefina desde Bolonia, acontecimiento monumental que provocaría la expulsión del papa de los Estados Pontificios. El emperador ya había tomado Bolonia, Ferrara y la Romaña, y se dirigía a Rímini y Rávena. A su esposa o le costaba seguirle los pasos o no tenía interés en ello. «No he recibido ni una palabra tuya», se quejaba Napoleón.

¿Qué diantres he hecho? Pensar solo en ti, amar solo a Josefina, vivir solo por mi esposa, disfrutar de la felicidad únicamente con la mujer a la que amo… ¿Merezco este trato tan severo de tu parte? Querida mía, te ruego que pienses a menudo en mí y me escribas a diario.
¿Estás enferma o es que ya no me quieres? ¿Crees entonces que mi corazón es de piedra? ¿Tan poco te importa mi sufrimiento? ¡Me debes de conocer entonces muy poco! ¡No puedo creerlo! Tú, a quien la Naturaleza ha dotado de inteligencia, ternura y belleza; ¡tú, que mandas en mi corazón en solitario, conocedora sin duda del poder que posees sobre mí!
Escríbeme, piensa en mí y ámame.

Se despedía con un «Tuyo para siempre, para toda la vida», predicción que, en 1798, mientras Napoleón ponía rumbo a Egipto, se demostró radicalmente optimista. Cuando se disponía a acometer la expedición a Oriente Próximo, Napoleón recibió noticias de una aventura. Sus cartas enfriaron el tono instantáneamente: su embeleso y sus caricias fueron sustituidos por noticias de las rutas que seguían los ejércitos, instrucciones sobre finanzas y partes meteorológicos. Napoleón se lanzó también al idilio, dejando incluso hijos ilegítimos por el camino, mientras cara a la galería nunca hizo dudar de la unidad familiar: en 1804 coronó emperatriz a Josefina.

Comienzo ya a adelantarme a los ingleses en sus maniobras [escribía desde Madrid en diciembre de 1808], que al parecer han recibido refuerzos y quieren hacerse los poderosos.
El tiempo es bueno y mi salud perfecta, no te preocupes por ello.
Despacho esta página para llevarte las buenas noticias sobre la victoria de Enzersdorf, que obtuve el 5, y la de Wagram, el 6 [escribía en julio de 1809].

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«L’empereur est parfait pour moi»: Josefina se dirige a su hijo, Eugène de Beauharnais, en 1809.

El enemigo se bate en caótica retirada y parece que mis oraciones han sido escuchadas. […] Bessières tiene un tiro que le ha atravesado el muslo, pero la herida no es grave en absoluto. Lasalle ha muerto. He sufrido duras pérdidas, pero la victoria es decisiva y total. Hemos tomado más de cien piezas de artillería, doce banderas y muchos prisioneros. Me he quemado con el sol.

La pareja se divorció poco después de la boda entre Napoleón y María Luisa de Austria, en 1810. La carta que envió a su ex al año siguiente se cierra con una contundente despedida:

Te escribo para saber cómo estás. […] Me preocupan tus deudas. No quiero que las tengas, al contrario, quiero que cada año puedas ahorrar un millón para dejar a tus nietos cuando se casen. En cualquier caso, no dudes de mi afecto por ti y no tengas pena por ello.
Adiós, querida. Manda unas líneas para saber que estás bien. Me cuentan que te has puesto gorda como una granjera normanda.

Unas cuantas de estas cartas ya habían salido a la venta en su día. En julio de 1933, Sotheby’s vendió ocho ejemplares de la primera época en un único lote. Los compró por 4.400 libras un tal Ben Maggs, librero londinense, que hizo inútiles varias pujas entusiastas por parte de lo que The New York Times describió como «franceses manifiestamente decepcionados».[28] Maggs, obviamente, estaba obsesionado con Napoleón: en la misma subasta se hizo con varias cartas más del emperador, de contenido más estratégico que glamuroso, a un precio que hoy podría parecernos muy bajo: entre 37 y 72 libras por carta. Casi veinte años antes, Maggs Brothers había sido el principal pujador de la subasta del pene de Napoleón, que orgullosamente se exhibía al público en la librería familiar del barrio de Mayfair, dentro de un maletín forrado de terciopelo. (El artículo en cuestión se comparó en varias ocasiones con un «tendón momificado» y una «anguila seca».)

* * * *

Hombres y mujeres coleccionan cartas desde que estas existen. A diferencia de otros coleccionismos, como la filatelia o el de coches antiguos, el de cartas siempre ha respondido a un impulso natural. Si te eran queridas las palabras que contenía una misiva, la guardabas. Cuando acumulabas más de tres, aquello comenzaba a llamarse correspondencia. Nadie te acusaba de bicho raro o de maniático. Pero, con el tiempo, conforme crecía la pila, se hacía necesario tomar decisiones: ¿sería el escritor de cartas capaz de destruir esos testimonios físicos? ¿Tendría la arrogancia, el conocimiento de la historia de las sociedades o la visión de futuro necesarios para guardarlas pensando en las generaciones futuras? El coleccionismo de cartas escritas por personajes famosos o influyentes tiene otros motivos: son puertas documentales al devenir histórico y, como tales, pueden multiplicar su valor con el tiempo.

Albin Schram había nacido en Checoslovaquia en 1926, estudió en Praga y en Baviera y se alistó a la Wehrmacht en 1943. Fue preso de guerra en Rusia, escapó poco antes de que cesaran las hostilidades y se afincó en Austria y luego en Alemania, donde ejerció como funcionario del Ministerio de Justicia y, más tarde, como banquero e historiador del derecho. A principios de la década de 1970, viviendo en Suiza, recibió de su familia un inesperado e inusual regalo: una carta. Inusual porque Schram nunca había mostrado interés especial en los manuscritos históricos, e inesperado porque la carta la firmaba Napoleón, por el que Schram tenía un interés solo puntual, como el de cualquier persona culta con cierta curiosidad por los momentos clave de la historia.

La carta hablaba de una pelea y del deseo de Napoleón de solucionarla con tres besos. Aquello despertó algo y Schram se convirtió en el tipo de cliente con el que sueñan las casas de subastas: adicto y con posibles. De la noche a la mañana, Schram, entonces ya casi en la cincuentena, empezó a coleccionar cartas. Sus razones eran desconocidas, aunque probablemente no se alejen demasiado de las esperables: es maravilloso tener entre las manos una hoja de papel sobre la que hace mucho escribió algún personaje admirado o relevante para la historia del mundo. Si ese papel además es tuyo, mucho mejor, pues con ello dejas de ser mero observador para convertirte en custodio de la historia. Hay más: tengamos en cuenta también el valor percibido del objeto, la emoción del cazatesoros. Algunos coleccionistas contratan a agentes para que pujen por ellos o compran directamente a marchantes de arte. Schram solía pujar en persona. Hacía una ronda anual por Marburgo, París y Londres, haciéndose quizá con diez objetos selectos cada año. El último, apenas dos semanas antes de su muerte, en 2005. Su colección creció hasta lo asombroso: a los aficionados se les hacía la boca agua. Schram había conseguido póstumamente lo que cualquier coleccionista que se precie anhela en secreto: la subasta en una casa de prestigio de toda su colección, con su nombre y fotografía en el catálogo. El paso definitivo de aficionado a connaisseur.

«Schram se guiaba por un único principio: su insaciable curiosidad intelectual», escribe Thomas Venning, especialista en manuscritos de Christie’s, en la introducción al catálogo. Al parecer, al coleccionista le interesaban especialmente las figuras procedentes de su Bohemia nativa. «Se trata en cualquier caso de una colección increíblemente completa, en todos los campos: la literatura (de Donne y Defoe a Kleist, Pushkin, Rimbaud, Hemingway, Borges), las artes plásticas (Goya, Bernini, Vasari, Gauguin), la historia y la política (Napoleón, Calvino, Isabel I de Inglaterra, Churchill, Cromwell, Gandhi), la música (Telemann, Beethoven, Smetana, Chaikovski), la ciencia y la filosofía (Newton, Hobbes, Schopenhauer, Einstein, Hume, Kant, Locke).» También había mujeres: Madame de Sévigné (cómo no), Charlotte Brontë, Elizabeth Barrett Browning, Catalina de Médicis, George Eliot.

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La colección Albin Schram, en Christie’s.

La carta de Gandhi, escrita menos de tres semanas antes de su asesinato, reflexiona sobre la necesaria tolerancia religiosa entre hindúes y musulmanes y fue retirada del lote y vendida privadamente al gobierno indio. Los demás artículos alcanzaron precios desorbitados. Eran 570, muchos de los cuales contenían varias cartas, algunas de personajes famosos que no obstante no decían nada relevante y eran valiosas solo por la firma. La mayoría, en cualquier caso, son notables y unas cuantas merecen brevemente nuestra atención.

En octubre de 1624, el poeta John Donne escribió lo que muchos consideran su carta más elegante y significativa. Dirigida a su amiga Bridget, lady Kingsmill, se trata de una carta de consolación redactada el día que murió el marido de esta. Resume muy bien el mensaje de los sermones y la metafísica de Donne y es asimismo una gran muestra de su estilo epistolar. Donne presenta en ella una variación del «Dios obra de maneras misteriosas» que se canta en el famoso himno, sobre una carta manchada y oscurecida por toda la eternidad.

En ella, Donne distingue entre las cosas que Dios puede destruir de un plumazo (el universo, con el Apocalipsis) y «aquellas cosas que se lleva por partes, como el hombre y la mujer» y que finalmente volverán a ser una sola cosa. No debemos dudar del propósito y las formas de Dios: «Nos sorprendería ver en un bosque a un hombre talando únicamente los árboles de tronco tortuoso, aun teniendo la libertad de cortar los de tronco recto, pero podría ser que ese hombre hubiera de construir no una casa sino un barco, con lo cual es entendible que no necesite troncos rectos». Es insensato cuestionar las acciones de Dios, «como si pudiéramos enseñarle un mejor proceder».

Poseía Schram varias cartas cuyos autores reflexionaban sobre la reacción crítica a su obra (Chéjov, por ejemplo, expresaba su regocijo por los elogios recogidos por El jardín de los cerezos: «No lo ocultaré», escribió tres meses antes de morir). No tan satisfecha se mostraba Charlotte Brontë, a la que sentaron bastante mal las críticas a Shirley —la secuela que escribió para Jane Eyre— aparecidas en The Spectator y Athenaeum. En una carta enviada en noviembre de 1849 a William Smith Williams, asesor literario de Smith, Elder & Co., la editorial de Brontë, esta observaba que si bien los críticos le parecían «agudos a su modo», no eran las personas apropiadas para reseñar su narrativa. «Pedirles criticar obras de la imaginación es como pedir a un sordo escuchar música o a un ciego contemplar un cuadro. Sus mentes pueden aprehender lo Práctico, pero de lo Ideal no saben nada.» La carta se cierra con otra lamentación, esta vez por su torpeza a la hora de envolver libros: «Me quedan unos horribles fardos que te dejarán boquiabierto».

Otros remitentes ofrecen seductores guiños y alusiones a sus obras en curso: T. S. Eliot escribe al crítico de arte Clive Bell en 1941 agradeciéndole sus amables palabras, «más bienvenidas si cabe en un momento en el que los ánimos son tan necesarios para persistir en esta peculiar ocupación que es crear patrones con las palabras. Necesitaré no obstante algún halago más (exquisitamente concentrado) para convencerme de dar término al cuádruple proyecto en el que ando embarcado [Eliot terminaría el poemario Cuatro cuartetos en 1942]». En 1949, J. R. R. Tolkien escribía desde Oxford a la artista Pauline Baynes dándole gracias por las ilustraciones para una «sátira más bien breve» —Egidio, el granjero de Ham—, aunque lamentaba verlas reducidas de tamaño. Añadía que esperaba «publicar obras más extensas y ricas próximamente» y preguntaba si le gustaría ilustrarlas también. «Una de ellas es una larga novela, secuela de El hobbit, que he terminado tras unos cuantos años de trabajo. La estoy mecanografiando.» Era El Señor de los Anillos.

En Swansea, en 1926 (año no confirmado), Dylan Thomas escribió su primera carta conocida. Tendría por entonces unos doce años y ya le gustaba rimar. Su hermana mayor, Nancy, había estado enferma, y él escribió algo para animarla, citando unos populares versos estadounidenses:

A drummer is a man we know who has to do with drums,
But I’ve never met a plumber yet who has to do with plums.
A cheerful man who sells you hats would be a cheerful hatter,
But is a serious man who sells you mats a serious matter?
[29]

En otro poema, Thomas trata las banales preocupaciones de la cotidianidad local, tema que retomaría en Bajo el bosque lácteo:

There’s a worry in the morning because the coffee’s cold,
There’s the worry of the postman & the ‘paper’ to unfold.
It’s a worry getting on your boots & going to the train,
And you’ve got to put your hat on & take it off again.
It’s a wonder how I live with such a constant strain […]
Now comes the awful ‘wowwy’ of finishing this letter,
One word before I end Dear — let’s hope you’re beastly better
[30].

La carta más dura de cuantas se subastaron ese 2 de julio de 2007 la firmaba Ernest Hemingway. Iba dirigida a Ezra Pound y estaba fechada en julio de 1925. Hemingway estaba en España e iba camino de los sanfermines, la gran inspiración para Fiesta. En ella da gracias a Pound por una amable semblanza y le asegura que se siente bien por primera vez en meses, de hecho, se siente tan bien «que no tengo nada sobre lo que escribir». Sí hay algo que lo perturba, sin embargo: Ford Madox Ford, en quien no confía. El novelista inglés, de cincuenta y dos años en ese momento, acababa de publicar la primera de las novelas que formarían la tetralogía El final del desfile y llevaba cosechando éxitos desde la aparición de El buen soldado, diez años antes. Al parecer venía de impartir una conferencia sobre nueva escritura, que Hemingway describió como una serie de «conversaciones imaginarias entre él mismo y varios estadounidenses, en un imaginario dialecto yanqui. […] Se dio un atracón de megalomanía». Hemingway lanza entonces una invectiva en la que explica por qué los toros son mejores que Ford y que otras cosas que según él no tienen ningún interés. Los toros no son exiliados políticos, no te piden dinero prestado ni que te cases con ellos. Los toros no se interesan por ningún «estudio exquisito» sobre la cultura estadounidense. Los toros, confirma Hemingway, «no son judíos». Firmó la carta como «Mamá Eddy» en alusión a Mary Baker Eddy, la fundadora de la ciencia cristiana. Y de postdata: «Quiero más toros, pelear más y mejor, follar más y mejor».

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El gato de Hemingway corretea sobre el correo del escritor, esparcido sobre su cama

A continuación, por suerte, encontramos un texto encantador de Albert Einstein. Redactada en julio de 1936 desde Old Lyme, en el estado de Connecticut, y dirigida a su amigo de juventud Paul Habicht, la carta llama la atención por su inocencia y enternece si cabe más desde nuestra perspectiva temporal. Einstein evoca en alemán los días que pasó junto a Habicht, «trabajando en aquellas maravillosas maquinitas electrostáticas», a la vez que pondera las ambiciones políticas de su país. Habicht al parecer había defendido a Alemania durante la Gran Guerra, «mientras que yo ya conocía de sobra los peligros que conllevaba. Al menos levé anclas a tiempo». Estados Unidos le ofrecía muchas comodidades. Según escribía, «la gente disfruta de más espacio». Podía sentarse a la orilla del mar en una tranquila bahía o navegar en su barco.

Habita todas estas cartas el peso de un universo entero: un amplio abanico de genio, prejuicio, arrogancia y generosidad occidentales. En ellas vivimos el encaprichamiento de Napoleón, la modestia de Tolkien, la comedida nostalgia de Einstein, el antisemitismo de Hemingway. Sorprenden, entretienen, educan.

La carta de Donne alcanzó unos 140.000 euros. La de Brontë superó los 26.000, la de Eliot los 10.000, la de Tolkien se vendió a 9.400, la de Dylan Thomas a casi 8.000, la de Hemingway costó 94.000 y la de Einstein casi 19.000. La carta de Napoleón a Josefina (la posterior a la pelea y previa a la conquista de Europa, la infidelidad y el divorcio) alcanzó casi 334.000 euros[31].

* * * *

Pero ¿cómo saldría parado Napoleón ante Nelson? La colección Albin Schram protagonizó una subasta grandiosa, pero subastas grandiosas de cartas hay cada tantos meses. En julio de 2005, por ejemplo, en una subasta celebrada en Bonhams, en New Bond Street, dedicada a Horatio Nelson y la Marina Real británica, apareció una carta que hablaba de asuntos vitales para la historia del Reino Unido: la posición geográfica y los planes de Nelson, puestos por escrito un 5 de octubre de 1805, mientras se hallaba a bordo del Victory. Fue quince días antes de la batalla de Trafalgar y es patente la urgencia de la carta, que Nelson dirigía a su superior, lord Barham, primer Lord del Almirantazgo. Leída hoy, ni la geografía ni la errática puntuación impiden participar de todo lo que estaba en juego y de la inquietud por lo inminente:

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[1762. A mi querido ahijado, Horatio Nelson. Casa parroquial, Burnham Thorpe, condado de Norfolk.]

El lunes abordaron sus navíos las tropas francesas y españolas, que habían desembarcado a su arribada. Se dice que zarparán con el primer levante. La flota de Cartagena está lista, pues cuando la avistamos, los barcos habían izado las vergas de las gavias. Se dirían dispuestos a reunirse con otros navíos próximamente. He tomado posición este mes a entre 16 y 18 leguas al oeste de Cádiz. Nos convienen los vientos de levante, y debo guardarme de que nos sorprendan con poniente cerca de Cádiz, pues una flota como la nuestra, con tantos navíos de tres puentes, se vería empujada inevitablemente hacia el estrecho, y entonces los barcos de Cádiz podrían zarpar con total libertad con viento de poniente, tal y como le ocurrió a lord Keith en la guerra de la Coalición. Me inquieta sobremanera la llegada de las fragatas, no menos de ocho, junto con los bergantines. Tras su arribada concluí que son absolutamente inadecuadas para este servicio y para acompañar a la flota. Los cabos Espartel, Cantín y Blanco, así como las islas Salvajes, deben ser vigilados por navíos veloces, por si escapase alguna escuadra. Me he visto obligado a enviar seis navíos de línea en busca de víveres y etcétera a Tetuán y Gibraltar, de lo contrario hubiera sido inevitable llevar más pronto que tarde a toda la flota hasta el estrecho. Tenemos ahora veintitrés navíos. Si nos vemos acometidos los enviaré a la batalla sin dilación. Sin duda frustraré cualquier movimiento de la flota rival, aunque espero la llegada de barcos desde Inglaterra para aniquilarlos como enemigos que son.

¿Cuánto podría costar este excelente original (cuatro páginas, manchas producidas por el polvo y papel gastado en las dobleces, restaurado en tiempos recientes pero en condición general bastante buena)? En la batalla de Trafalgar, quizá la mayor victoria táctica británica de esa guerra y clímax de su poderío naval, la flota francoespañola perdió veintidós barcos; la británica, ninguno (cumpliendo así con lo que decía en aquella señalada carta, «Inglaterra espera que cada hombre haga su deber», una causa por la que dio la vida). ¿Cómo puede compararse algo así, en términos de relevancia histórica y popularidad, con la rijosa arrogancia de Napoleón? Quizá no se deba. En la correspondencia, como en todo lo demás, el sexo vende: la carta de Nelson se vendió por 80.000 euros, una suma considerable pero que no llega a la cuarta parte de la que recogió la del emperador francés. C’est magnifique, mais ce n’est pas la guerre.

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Horatio Nelson, zurdo obligado. Cortesía de coleccionista privado/© Look and Learn/The Bridgeman Art Library.

El 19 de marzo de 2013 Bonhams se apuntó otra jugosa venta. En esa ocasión vendió cartas de Lewis Carroll, Henry James y Marcel Proust, y una postal de Sigmund Freud. De lejos, el artículo más interesante de aquella sesión era una colección de cartas de un escritor del que ninguno de los asistentes había oído hablar. James Lindsay Steven, artillero, cabo y sargento de la 1.ª Tropa, 1.ª Brigada de la Artillería Montada Bengalí, destacada en Peshawar y Umballa. Steven escribió entre 1852 y 1855 más de veinte cartas a su madre y a su hermano, residentes en Edimburgo. Descritas en el catálogo como «notablemente vívidas y deudoras en ocasiones del estilo de Kipling», las cartas cuentan la vida de un soldado británico en la frontera noroccidental de la India británica, en los años previos a la rebelión contra los colonizadores. Las cartas presentaban un encanto distinto al de los demás lotes (de esa sesión o de cualquier otra), y eran más valiosas por su contenido que por la firma.

Una de ellas, enviada desde Peshawar el 27 de junio de 1852, resume el espíritu del resto: las formas relajadas y los prejuicios de cuartel pueden atribuirse a la franca relación que Steven mantenía con el destinatario de la carta, su hermano, mientras que la florida y presuntuosa imaginería prefigura a El playboy del mundo occidental.

El otro día se produjo una fuga romántica que dejó atónito a todo el frente. Los padres de la novia estaban sometidos al 53.º Regimiento y había suscitado gran inquietud entre muchos sargentos y cabos, a los que habían alentado a tomar a su hija como esposa. […] Uno de nuestros soldados acudió a conocer a la afamada moza (que era fea como ella sola y encima bizca) […]. Cuando me dijo que estaba decidido a casarse con ella […] yo hablé con la chica y le propuse que se fugaran. Se casaron y yo me lo pasé bomba esa noche, me dicen que le juré amor eterno a una viuda que había enterrado a su sexto marido y que aceptó mi proposición ensartándome un espléndido anillo de oro en el dedo. Hasta se fijó una fecha. La vieja, de sesenta años y con el pelo gris como el de una rata, creyó de verdad que me iba a casar con ella.
Me quedé de piedra. Cuando le aseguré que era todo broma, que no tenía la menor intención de hacer algo así, se volvió loca, llamándome todo tipo de lindezas, jurándome que a la primera oportunidad que tuviera me mataría. […] Tuve que correr por mi vida. Llegué a los barracones riendo a carcajadas, pero al poco me asomé a la puerta y vi pasar a la pobre mujer, pertrechada con una lima que le había quitado al guardia, camino a la garita. […] Cuando la alcancé le pregunté, con un dedo metido en la nariz, por qué se lo tomaba así. Ella se abalanzó sobre mí, pero como yo me lo esperaba, me aparté, y la señora se cayó de bruces todo lo larga que era, empezó a sangrar por la nariz y se tragó dos dientes. Yo tuve que salir otra vez corriendo, porque la mujer se levantó y empezó a recoger piedras y a lanzármelas con todas sus fuerzas

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Restalla el trueno en Peshawar: un soldado británico escribe a casa. © Bonhams.

J. L. Stevens murió con veintisiete años durante la reconquista de Delhi, en septiembre de 1857. Sus cartas —insustanciales en el marco amplio de los acontecimientos pero entusiasta aportación al relato oficial— iban acompañadas en el lote de Bonhams de su partida de bautismo y de la medalla que ganó durante la rebelión india. La partida nos revela que su padre fue James Steven, librero en Hope Park End, cerca del parque de The Meadows, en Edimburgo. El precio estimado del lote era de entre 1.200 y 1.800 euros, pero se vendió por más de 8.000.

¿Qué es lo que mueve a un potencial comprador a hacerse con estos objetos? En el catálogo de Bonham aparecía una descripción de las cartas que escribió Felix Pryor, antiguo experto en manuscritos de Sotheby’s que trabajaba entonces como asesor y antólogo independiente. «Esas cartas desde la India son muy poco usuales», afirma. «Tuve que refrenarme para no escribir cuatro veces más sobre ellas en la descripción del catálogo.» Y ¿cómo se calcula el valor de un objeto así? «Normalmente hago estimaciones a la baja. Desde siempre. Si dices de 1.000 a 1.500 libras y el lote se vende por 1.800, todo el mundo se queda contento. Pero si dices que un lote está valorado en 3.000 o 4.000 libras y se vende por 2.800, es un poco decepcionante. Básicamente, calculo los precios de las cosas según lo que yo querría obtener por ellas si quisiera venderlas y no tuviera demasiados problemas de dinero.»

Nos encontramos en el Academy Club, un club privado de estética deliberadamente destartalada situado en el Soho y fundado (aunque en otro lugar) por el periodista Auberon Waugh, hijo de Evelyn Waugh. «Creo que la idea era aceptar como miembros principalmente a periodistas y escritores», cuenta Pryor. «Los poetas no eran muy bienvenidos». Pryor me muestra fotocopias de documentos de la Biblioteca de Londres que está investigando: una carta de Felix Mendelssohn de 1844 («En ella habla de un “ensayo”, aunque con esa palabra realmente quería decir “concierto”») y otra de Victor Hugo, que nos sirve para sacar a colación el tema de las cartas más cortas de la historia. Estando fuera de París, preocupado por la repercusión de Los miserables, a principios de la década de 1860, Hugo escribió a su editor una carta con un único símbolo: «?». Este, muy satisfecho con las ventas, contestó: «!».

«Las cartas de esta índole son un recurso finito: nunca veremos otras iguales», reconoce Pryor. «El coleccionismo de libros me deja totalmente frío. Pero con las cartas y los manuscritos es fácil conectar.» La conversación deriva hacia Sylvia Plath. «Tuve sus papeles en mi casa durante un tiempo», dice Pryor. «Bueno, los poemas de Ariel. Los estuve catalogando y luego Ted [Hughes] los vendió al Smith College a través de Sotheby’s. También tuve la máquina de escribir de Plath, una Corona portátil. En esa época yo tenía una novia estadounidense a la que le impresionaba mucho recibir cartas mías escritas en esa máquina. Me imagino que si alguien analiza la cinta de esa máquina, sabiendo que fue de Sylvia Plath, se preguntará: “Hum, ‘¿querida Sal?’. Y ¿quién sería ese tal Felix?”.»

Pryor también conservaba cartas de Hughes. «A veces abro un libro y aparece alguna. Esto es a lo que me dedico profesionalmente, pero ¿vender a título personal algo escrito por otra persona? Prefiero morirme de hambre.»

Pryor redacta los catálogos de tres subastas al año para Bonhams. Los objetos que la gente presenta a subasta lo hacen sentirse eufórico o lo deprimen, a partes iguales. Los más decepcionantes son los que llegan ya enmarcados o se entregan en las típicas carpetitas de plástico, que ipso facto se etiquetan como «artículos que el cliente lleva años intentando vender». «Lo que queremos son descubrimientos», dice Pryor, descubrimientos hechos en desvanes tras un fallecimiento, por ejemplo. «Hace poco recibimos una carta escrita desde el frente durante la Primera Guerra Mundial, en la que se habla del alto el fuego de Navidad y se cuenta que efectivamente jugaron al fútbol con el enemigo.»

Pryor cuenta que su trabajo, que exige hincar mucho los codos ante el Dictionary of National Biography y cada vez más en Internet, le permite tener una perspectiva amplia de las cosas. Es la ventaja del generalista sobre el especialista. «Asistí hace poco a un juicio, un caso de falsificación de una gran cantidad de textos de Churchill, en el que la defensa alegó: “Y bien, señor Pryor, ¿qué diría usted si un especialista en Churchill validase estos documentos como verdaderos?”. No supe responderles directamente, pues habría sido bastante grosero argumentar que esos son los que más podrían equivocarse, porque los árboles no les dejarían ver el bosque. Quien de verdad puede detectar una falsificación es un especialista en documentos escritos.» ¿Hay muchas cartas falsas en el mercado? «Unas cuantas. Casi todas las firmadas por Rafael son falsas. Y en el siglo XIX estaban obsesionados con Oliver Goldsmith; muchas de sus cartas son falsas.»

En 1988 Pryor editó The Faber Book of Letters [El libro Faber de las cartas], una refrescante y concisa colección (284 páginas) cuyas cartas hablan de todo lo bueno, inquietante y divertido de la vida. Sus temas y firmantes van desde los isabelinos a la Guerra Fría, pasando por lord Byron, Abraham Lincoln, el capitán Scott o Francis Scott Fitzgerald.

La colección se compiló según el gusto personal de Pryor y se ajusta a la premisa que este se impuso: que ninguna carta resultara aburrida. Pryor lamenta que sean sobre todo las cartas de los personajes famosos las que sobrevivan y afirma que entre las bajas más importantes de la historia figuran las cartas del común vulgo, que en papel solo han llegado hasta nosotros en documentos legales. Hay personajes que son famosos precisamente por sus cartas, como Madame de Sévigné o lord Chesterfield. En otros casos, la reputación del personaje se ve inconmensurablemente enriquecida por sus correspondencias (Keats, Henry James). Algunas de las joyas de la colección de Pryor están firmadas por personas menos conocidas, como Anthony Henley, miembro del Parlamento en representación de Southampton y propietario de las fincas de Northington y Swarraton, en el condado de Hampshire (que hoy albergan la Grange Opera y la grandiosa Severals House). Un conocido lo describía como hombre «notorio por su impudor y su inmoralidad, pero dandi poseedor de buenas tierras». En 1734 Henley dirigió a sus representados de Southampton una carta en relación a la fallida ley de impuestos especiales, propuesta el año anterior por el gobierno de sir Robert Walpole. En ella lanza una invectiva que hoy costaría escuchar de boca de nuestros miembros del Parlamento, no tan deslenguados[32]:

Señores:
He recibido su carta. Me asombra la insolencia con que me importunan al respecto de la ley de impuestos. Saben muy bien lo que yo sé: que les compré. Y sé lo que quizá piensen que no sé, a saber, que se han vendido a otra persona. Y sé algo más, que ustedes no saben: que voy a comprar otro borough. Que Dios les maldiga y que sus casas queden abiertas de par en par a los recaudadores, como sus esposas e hijas se abrieron para mí cuando yo daba la cara por su infame municipio.

La carta podría ser una boutade, un esprit de l’escalier literario. Henley la escribió, de eso no cabe duda, pero quizá no llegase a enviarla. Lo que sí envió, no obstante, fue una respuesta decepcionantemente sobria, más en la línea de la diplomacia parlamentaria.

Pryor me contó que algunas de las cartas escogidas vinieron dadas por la lotería de los derechos de autor. Él quería incluir una carta de T. E. Lawrence (Lawrence de Arabia), pero se vio obligado a elegir. «Había una carta importantísima en la que hablaba sobre hacer volar por los aires los trenes de los árabes y otra en la que relataba una estancia en un hotel de Bridlington, con las olas yendo y viniendo, “como gâteaux roulés de Lyon”. Recibimos una carta de respuesta del poseedor de los derechos, su hermano, que aún vivía: “Lo siento mucho, no quiero que use la carta sobre los árabes, pero sí la del gâteau roulé”. Yo di un salto de gozo porque esa era la carta que quería realmente.

»Quería terminar con Einstein y la bomba, por cerrar con algo sonado.[33] La Universidad de Jerusalén, propietaria de los derechos, dijo que podía publicarla si se les abonaba una parte de los derechos de autor por la venta del libro. Los mandé a tomar viento y ellos reaccionaron muy amablemente: “De acuerdo, entonces. Bastará con que nos envíes un ejemplar del libro”.»

En su introducción, Pryor señala que a finales de los años ochenta del siglo pasado se escribieron más cartas que en cualquier otro momento de la historia, y da pruebas de que el declive de la correspondencia escrita se exageró mucho. También observa que la carta escrita no ha sido considerada universalmente como un formato elevado, ni por parte de los remitentes ni de los destinatarios. El dramaturgo John Webster, que trabajó durante el reinado de Jacobo I, describe a un personaje en escena que recibe con gesto sombrío una carta crucial para el desarrollo de la historia. El personaje da por hecho que se trata de una queja, de una factura o de alguna mujer que asegura haber parido un hijo suyo. Antes incluso de la aparición de la carta certificada, la llegada de correo era a menudo un acontecimiento ominoso que era mejor evitar.

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«Aquellas maravillosas maquinitas electrostáticas»: Einstein escribe a su viejo amigo Paul Habicht en 1936. Cortesía de The Albert Einstein Archives, The Hebrew University of Jerusalem, Israel/coleccionista privado/Foto © Christie’s Images/The Bridgeman Art Library/.

¿Qué podemos aprender de las emocionantes y algo aleatorias colecciones de cartas que se venden en las casas de subastas o de las algo más estructuradas antologías epistolares? Nos hacen saber que no estamos solos, que las cartas pueden hacernos cambiar y crecer. Esos documentos son raras pepitas de una historia inesperada, en tiempo presente, contada por quienes la protagonizaron. Exponen grandes verdades, a menudo la misma verdad que intuimos cuando leemos a Shakespeare o a Austen: independientemente de lo originales que nos consideremos, es obvio que nuestras emociones, motivaciones y deseos son el eco de otros tantos vividos en el pasado. No somos tan especiales: alguien pasó ya por allí antes que nosotros.

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Hay que hablar de matrimonio

14232134, SOLDADO ESPECIALISTA BARKER

H. C., ALA 30, 1.ª COMPAÑÍA, 9.º COMUNICACIONES

(FORMACIÓN AÉREA),

MANDO DE ORIENTE MEDIO

18 de abril de 1944
Querida Bessie:
No sé cuál será tu sentimiento predominante al finalizar esta carta, pero quiero que sepas que mi intención es borrar la impresión que he dejado, demasiado puntualmente, en cartas anteriores. No puedo retirar mis advertencias previas de inestabilidad y no lo haré. Lo que quiero, amor, es ir a buscarte y llevarte a un lugar donde olvides que una vez me mostré sombrío y donde solo pienses en cómo sería nuestra vida juntos. No me preocupo por el mañana. Tú crearás tu propio mañana, espero que junto a mí.
Lo segundo que quiero decir es que nuestra relación futura dependerá de tu capacidad para soportarnos, a mí y a mis defectos (no al revés). Y que si hablamos demasiado sobre el otro como compañero de cama, que sepas que es lo más natural y que probablemente no tardemos mucho en comprobarlo. Espero que esto no nos convierta en unos obsesos; aun así, sigo queriendo contarte (no lo puedo evitar) lo dura que se me pone y cómo me derramo tan solo leyendo tus palabras, imaginándote escribiéndolas. Haré todo lo que pueda para que no pases frío. Y espero que nos queramos siempre como nos queremos ahora. Pensamos de manera idéntica. ¡Sí, estamos en armonía! Me alegra ser tu amante y tú te alegras de ser la mía.
Qué lástima que no podamos estar juntos para poder hacerte lo que quieres que te haga, o quizá deba decir lo que quieres que «intente hacerte». Soy tu siervo y tu amo a la vez. Te ordenaré y recibiré tus órdenes. Tus pechos son míos. Todo lo que yo tengo es tuyo. Quiero tenerte. Quiero despertarte como nunca te han despertado. Anhelo tus secretos. Quiero decirte que eres mi amor querido, quedarme a tu lado, comprobar que no me alejo de ti, a la deriva. No me tranquiliza pensar en ti, en tus encantos, en lo que me sugieres. Yo también estoy hecho pedazos, te lo aseguro.
TE QUERRÉ SIEMPRE.
Tampoco me hace muy feliz pensar en las dificultades prácticas que supondrá crear un hogar tras la guerra. Estaremos rodeados de tiburones comerciales. Por desgracia, yo donaba antes la mayor parte de mi dinero a diversas buenas causas y no empecé a ahorrar hasta el final de la guerra de España. Creo que tenía setenta y cinco libras cuando comenzó nuestra guerra, cantidad que no se incrementó hasta que me alisté al ejército. Al final del año pasado tenía (me dijo mi madre) apenas doscientas veintisiete libras, poco para lo que quiero hacer. Creo que esa cantidad se va incrementando en dos libras y diez peniques a la semana. No sé cuánto me pedirán. A propósito, me parece que los anillos de compromiso son un timo de los joyeros, y que el matrimonio debería gestionarse en un despacho y no con palabras vanas ante un altar. Siento no haberte hecho llegar mi opinión al respecto. En algún momento te lo tenía que decir.
Nace en mí la idea de que eres demasiado buena para dejarte escapar. ¿Te das cuenta? ¿Me dirás que un día podremos realmente estar juntos, me atizarás si algún día quiero marcharme? Recuerda que me tienes comiendo de tu mano, que puedes modelarme a tu gusto, que quiero que me hables cuando y como desees.
Tengo estrictamente limitado el número de cosas que puedo enviarte. Oficialmente, solo puedo mandar a la semana un sobre verde, de los que no abren los censores, y lo cierto es que no debería mandar ninguna correspondencia ordinaria. También me siento constreñido en mis palabras porque, aunque en el certificado dice «asuntos personales y familiares», algunas de las cosas que quiero decir ni siquiera soy capaz de escribirlas, pues fuera de la oficina postal hay otro censor que sí podría abrir mi sobre.
Ahora entran en juego la lógica, la sobriedad, el orden. Debo hablar de algunas cosas que han ocurrido por aquí últimamente. En primer lugar, nuestro sargento primero ha vuelto a Inglaterra después de seis años fuera. (Si a mí me toca esperar tanto, volveré con treinta y cinco años cumplidos.) No tuvimos ocasión de hacerle ningún regalo y no podemos dar dinero, así que yo le pedí a uno de los chicos, que tiene muy buena letra, que redactase un texto para firmarlo entre todos. Pero este tipo no hace más que dormir y beber y terminó dejándome tirado, así que tuve que escribir el texto yo mismo, con mi mísera caligrafía. Cuando se lo entregaron yo estaba durmiendo, pero luego él se acercó a las tiendas para despedirse. No bebe, pero dejó comprada cerveza para todos, para que brindáramos por él. Es el mejor superior que he tenido en el ejército. Me da miedo pensar en quién le sucederá.
Cuando te escribo me parece estar más cerca de ti. Quiero pensar en ti, en nada más. Quiero subrayar diez veces que te necesito y te quiero. Te quiero a ti y quiero que todo lo demás desaparezca. Quiero rodearte, envolverte. Estos comentarios míos pueden parecer manidos, pero debes saber que estoy bajo tu control y que me llena tu pensamiento, y que te anhelo, imperativa y urgentemente. Quiero tocar tu persona, poseerte. No sé durante cuánto tiempo más escribiré cosas de este tipo, pero no dejaré de pensar en ti como mi compañera, mi amante, mi esposa. Lo maravilloso es que ninguno de los dos está contando cosas que no le hayan ocurrido al otro. Me eres necesaria, pese a lo despreocupado que me haya podido mostrar en otras ocasiones. ¡Cómo te ANHELO! Te quiero. Te quiero. Te quiero. Que llegue ya el día en que pueda decirte estas cosas a la cara, con toda la fuerza de mi voz, y que tu carne me reciba y tu encanto me reviva. Qué cerca estamos, a pesar de la distancia; qué lejos del contacto por culpa de esa distancia, Bessie. Amor mío, amante, esposa.
No, no estoy diciendo tonterías. Hablo tan en serio como tú. Ciertamente, hay que hablar de matrimonio. Considérame el hombre con el que estarás a partir de hoy, si me quieres y quieres que nos demos la oportunidad. Leo sobre la vida de Donne en el suplemento literario de The Times y me da la impresión de que no era ningún santo. Con alegría y en gloria te recorrería con los ojos y las manos. Mi querida, mi amada, créetelo: juntos nos encendemos; estaré muy atento a la delicia de tu provocación. Sé que en 1946 o 1947 seguiremos estando fuertes. Espero también que para entonces nos hayamos mirado profundamente el uno al otro y hayamos reconocido, como deseamos, nuestro mutuo amor, y admitamos que dependemos y nos obligamos el uno al otro. Para entonces tu río se habrá desbordado y yo estaré contigo en carne y hueso. No quiero que el «matrimonio» entre y salga trastabillando de estas páginas. Quiero que me consideres tu futuro marido, que pienses en mí al menos como tu compañero, en el mejor de los casos como tu «todo». Quiero ser tu cimiento, que construyas sobre mí con la seguridad de que somos el uno para el otro y de que lo que yo pueda contribuir a nuestra felicidad futura no será inferior a lo que contribuyas tú. Haz un esfuerzo por tenerme fe, aunque no sea más que un hombre. Di que me crees y que crees en nuestra vida juntos. Di que piensas en NOSOTROS como un hecho y no como una posibilidad, y que es la inteligencia la que guía esos pensamientos. Si estás ahí, yo estaré contigo, para consolarte y para mimarte, para que me consueles y me mimes. No sigas esperando un espacio eterno en mi corazón: ya lo tienes. Alégrate por ello y halágame. Eres mi amor.
Voy a despedir esta carta al final de la página, aunque en esta ocasión siento que debería continuar, repetir que te quiero y que sin ti estoy triste e infeliz. Quiero ser muy tierno y dulce contigo y también muy duro. Quiero hundirme en ti, fundirme contigo, ser parte de ti. Tú terminaste una de tus cartas con una frase en francés (nunca lo estudié), algo así como «Te adoro, mi querido amigo». Gracias. Por favor, aférrate a esa idea y aférrate a mí. Hazlo por mí. Déjame entrar y dame calor.
Te quiero,
Chris

Capítulo 9
Por qué las cartas de Jane Austen son tan aburridas (y otros problemas postales resueltos)

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Es febrero de 1816 y Jane Austen, a sus cuarenta años, empieza a sentirse mal. Restan diecisiete meses hasta su muerte. Uno de los placeres que seguirá cultivando hasta el final, aparte del trabajo y los sedentarios desafíos planteados por juegos de mesa como el mikado, fue la amistad con su sobrina, Fanny Knight, una relación que se desarrolló fundamentalmente por carta. «Eres inimitable, irresistible», le escribe Austen desde su casa de Chawton, en el condado de Hampshire. «Eres la alegría de mi vida. ¡Qué cartas tan entretenidas has enviado últimamente! ¡Qué descripciones de ese excéntrico corazoncito tuyo! Qué encantador despliegue de lo que la imaginación es capaz. Vales tu peso en oro e incluso en las nuevas monedas de plata.»

Su correspondencia duró hasta el final, hecho al que Cassandra Austen alude sin rodeos cuando escribe directamente a Fanny, tras la muerte de su hermana Jane en julio de 1817.

Winchester, domingo.
Mi querida Fanny:
Fanny, ahora eres doblemente querida, por la pérdida de alguien que ambas queríamos. Ella te amaba sinceramente y yo jamás olvidaré las pruebas de amor que le diste durante su enfermedad, escribiendo tantas cartas amables y divertidas, aunque sé que tus sentimientos habrían dictado un estilo diferente. Toma la única recompensa que puedo darte: te garantizo que tu benévolo propósito halló respuesta y contribuiste a su bienestar.
Hasta tu última carta le causó regocijo. Yo apenas la rasgué y se la di, ella la leyó por sí misma y luego me la dio para que la leyese yo y después hizo comentarios, en tono no poco jocoso, sobre su contenido. Era sin embargo tal la languidez que la poseía que no podía mostrar ese mismo interés en otras cosas que también solía hacer.

La carta contiene otros detalles sobre la víspera de la muerte de Austen y sobre los planes de una «última y triste ceremonia» en la catedral de Winchester. Sin embargo, medio siglo después, en 1869, Fanny Knight (entonces lady Knatchbull) no contaba ya cosas tan halagüeñas sobre ninguna de sus tías y recordaba en una carta a su hermana menor que Jane «no era tan refinada como cabría esperar por su talento» y que

ellos [la familia Austen] no son ricos y la gente que los rodea y con los que se suelen mezclar no son todos de buena cuna o, dicho de otro modo, son más bien mediocres. […] Ambas tías se criaron en la mayor ignorancia del mundo y sus formas (me refiero a las modas, etcétera) y, de no ser porque el matrimonio del abuelo les supuso afincarse en Kent […], se habrían quedado muy por debajo de la buena sociedad, aunque habrían sido igualmente inteligentes y agradables.

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Jane escribe a Cassandra (de través) en 1807. Buena suerte con la lectura. Cortesía de Photo Pierpont Morgan Library/Art Resource/Scala, Florencia.

¿Por qué se mostraba entonces tan poco agradecida? La sociedad victoriana había afilado los estándares y endurecido las expectativas, lo cual quizá empañó la buena memoria y el tacto de la sobrina. La condena que hace de sus tías incluye en cualquier caso una frase reveladora: «... la mayor ignorancia del mundo y sus formas». Por tajante que parezca esta aseveración, Fanny no era la única que opinaba así de las Austen y no hay mayor prueba al respecto que las propias cartas de Jane.

Para ser una escritora en cuyas novelas cobran tanto protagonismo las cartas —sus personajes se describen por carta y en las tramas se suele recurrir a ellas— sorprende descubrir lo enormemente aburridas que son algunas de las que ella misma firmó. Hojeando las ciento sesenta que han llegado a nuestros días, la mayoría dirigidas a su hermana Cassandra, el lector pasa hojas y hojas sin encontrar ni un detalle sobre el autor (ni ninguna otra cosa) que divierta o informe. Su domesticidad y aparente candidez son tan decepcionantes para sus biógrafos como para los amantes de su literatura (precisamente de eso se quejaba su sobrina: apenas menciona, desdeñosamente, las guerras que asolaban Europa, por ejemplo, y no da ni un indicio de la menor curiosidad por la Revolución Industrial que estaba viviendo su país).

En 1801 Jane Austen reconocía una verdad sobre el arte epistolar que, sin ser exactamente universal, sigue siendo tan cierta hoy como entonces, aun habiendo adquirido la categoría de cliché: «Domino ya el verdadero arte de la escritura de cartas» contaba a Cassandra, «que, según siempre nos han dicho, consiste en expresar sobre el papel exactamente lo que querrías comunicar a la otra persona de palabra». De lo cual podríamos generosamente deducir que las charlas con Austen también debieron de ser soporíferas.

A continuación mostramos un texto fechado en octubre de 1808, escrito desde su casa de Southampton, cuando contaba treinta y dos años. Ya había redactado Austen un borrador del texto que luego se convertiría en Sentido y sensibilidad (en forma de carta), aunque la versión definitiva del mismo no aparecería hasta tres años después:

Mi querida Cassandra:
Edward y George vinieron a vernos el sábado después de las siete. Llegaron bien, pero con mucho frío, pues no tuvieron otra opción que viajar a la intemperie y no traían abrigo grueso. El señor Wise, el cochero, les prestó de buen grado el suyo, pues iban sentados junto a él. Cuando llegaron tenían tanto frío que temí se hubieran constipado, pero parece que no. Nunca les he visto con mejor aspecto.
Ambos se comportan de forma extremadamente correcta a todos los respectos, mostrándose tan afectuosos como una desearía y hablando en todo momento de su padre con el mayor de los cariños. Ambos leyeron ayer la carta de este con lágrimas en los ojos; George sollozó audiblemente. A Edward no se le saltan las lágrimas con tanta facilidad, pero a mi entender ambos quedaron lógicamente impresionados por lo ocurrido. La señora Lloyd, que es una juez menos parcial de lo que pudiera ser yo, está de sobra encantada con ellos.
George es para mí casi un conocido, y lo encuentro tan interesante como Edward, pero de otro modo.
No necesitamos más diversiones: jugamos al boliche (del que George no se cansa nunca), a los palitos chinos, a plegar barcos de papel, a las adivinanzas y a las cartas, mientras contemplamos cómo baja el río y sube la marea. Luego nos damos un paseo, así que estamos entretenidos. Esperamos contar con la consideración de nuestro querido padre y que no regrese a Winchester hasta el miércoles a última hora.
[34]
La señorita J. A. no tuvo tiempo de prepararles más que una muda; el resto de la ropa está por llegar y, aunque creo que Southampton no tiene fama por sus sastres, espero que sean mejores que los de Basingstoke. Edward trae un viejo abrigo negro, así que no habrá que comprarle otro; me parece no obstante que ellos quieren llevar pantalones negros y, por supuesto, no quiero incomodarlos obligándoles a vestir lo que se supone es habitual en tales ocasiones.
Recibí ayer la carta de Fanny con gran regocijo. Su hermano expresa su agradecimiento y responderá pronto. Todos leímos la carta, que nos agradó sobremanera.

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Una nota para la señorita Bennet», grabado aparecido en una edición de 1894 de Orgullo y prejuicio. Cortesía de coleccionista privado/The Bridgeman Art Library.

La carta continúa, adelantando el próximo casamiento entre una pareja de amigos y la posible mudanza de la familia a Kent. Y entonces:

Por la noche hicimos las lecciones y sus salmos, y leímos un sermón en casa al que [los sobrinos] prestaron gran atención. Lo que quizá no esperabas leer es que en cuanto terminaron no volvieron a los acertijos, ni mucho menos. Su tía ha escrito muchas cosas buenas de ellos, que es más de lo que esperaba.
Según escribo, George está plegando industriosamente barcos de papel, y bautizándolos, a los que después dispara castañas de Indias que hemos comprado a Steventon a ese efecto; Edward por su parte pone todo su empeño en leer El lago de Killarney, repantingado en uno de nuestros grandes sillones. […] La velada fue igualmente agradable, a su manera: les enseñé el juego de cartas llamado especulación, y les gustó tanto que no podían dejar de jugar. […]
Nos acaban de llegar dos cestos de manzanas de Kintbury. ¡Tenemos el suelo del desván pequeño cubierto! Abrazos para todos.
Muy afectuosamente, J. A.

No hay nada en esta carta o las demás intrínsecamente malo (salvo cuando escribía una primera hoja normal y luego la ponía apaisada y escribía de nuevo de través, aprovechando los huecos, método que ahorraba papel pero agotaba el ojo y al que hace referencia en Emma). En ocasiones, Austen se mostraba ingeniosa, malévola y sociable, pero muy puntualmente. (Y esos momentos de lucidez enervaban a muchos por innecesariamente crueles: E. M. Forster, enamorado confeso de las novelas de Austen, juzgó su correspondencia cargada de «trivialidades salpicadas de mala educación y sentenciosidad. […] No domina temas suficientes como para ejercer sus dotes». La propia Austen pide disculpas muy conscientemente por sus exabruptos en otra carta a Cassandra: «Me veo obligada a mostrarme ofensiva por falta de temas, pues en realidad no tengo nada que decir».)

Quizá sea injusto dar otro ejemplo que deje a Austen mal parada, uno de esos textos en los que escribe tanto que solo consigue oscurecer el conjunto. Los comentarios que a la orilla de la chimenea de su casa de Hampshire despachaba sobre las guerras napoleónicas, en mayo de 1811, son, en el mejor de los casos, estrechos de miras: «¡Qué horrible es que muera tanta gente! ¡Y qué bendición es no conocer a ninguno de ellos!». Esa misma carta describe más adelante la visita a una mujer «bajita y un poco encorvada, incapaz, como sus hermanas, de pronunciar correctamente la erre».

Fría, desapasionada y a menudo cruel: una combinación inopinada. El biógrafo de Austen, David Nokes, sugiere que las cartas de Austen la describen sobre todo como instintiva maestra del disfraz. Incluso en sus cartas a Cassandra, en las que cabría esperar sinceridad, su «juguetona pose de complicidad fraternal queda en entredicho: Austen juega también a no decir exactamente lo que siente ni lo que piensa».

Esta es quizá la mayor decepción que brindan sus cartas: ocasionalmente nos dejan entrever su arte, pero muy raramente su personalidad. La auténtica Jane Austen sigue mostrándose esquiva y apenas da información sobre sus opiniones o su forma de trabajar. Conociendo la intrincada sensibilidad y las múltiples capas psicológicas que caracterizan sus novelas, ¿no sería razonable esperar más? ¿Cómo explicar que en su ficción las cartas tengan un papel tan fundamental pero no así en la vida real?

El profesor universitario John Mullan imparte clases sobre Austen desde hace más de veinticinco años, según la breve biografía incluida en su libro What Matters in Jane Austen? [¿Qué es lo importante en Jane Austen?]El ensayo, enérgico y sorprendente, evidencia que el tema le sigue cautivando. La sorpresa del libro reside en la originalidad del enfoque que Mullan, tan académicamente implicado en la obra de la autora inglesa, es capaz de darle a las novelas, que caracteriza con divertidos ensayos temáticos sobre el sexo (también entre hermanas), el tiempo atmosférico, el dinero o sobre lo que los personajes dicen de la protagonista cuando no está presente. Se trata del tipo de libro que da ganas de releer todas las novelas de Austen, y en orden, para comprobar qué es lo que te has perdido.

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Cortesía de coleccionista privado/The Bridgeman Art Library.

Lo más sorprendente de What Matters in Jane Austen?, sin embargo, es que no cuenta apenas nada sobre correspondencia. Hay una breve sección sobre el estratégico error de juicio que comete Robert Martin al declararse por carta a Harriet Smith en Emma, enredando así la trama de la novela y dando a la señorita Smith el tiempo necesario para meditar. (Al final, Harriet rechaza a Robert, aunque probablemente habría aceptado si este la hubiera abordado y se lo hubiese pedido directamente.) Una mañana llamé al profesor Mullan a su despacho del londinense University College, en el barrio de Bloomsbury, con ánimo de enmendar tal carencia. Desde el otro lado del teléfono me persuadió de que a Austen se la comprende mejor a través de las fuentes literarias de que se nutre su obra y conociendo el contexto social en que escribió.

Sea como fuere, observaba Mullan, sus cartas no habían sido escritas pensando en su publicación: a Austen le habrían dado escalofríos solo de pensarlo. Pero esta no era la postura de todos los literatos en el siglo XVIII. Samuel Johnson decía que, como estaba seguro de que sus cartas terminarían siendo publicadas, contaba en ellas muy pocas cosas, mientras que otros como Pope o Swift redactaban las cartas personales como si fueran a ser llevadas directamente a imprenta con la tinta aún fresca. Austen escribía a sus amigos y familia; Pope, por su parte, no hacía otra cosa que fanfarronear. «Las cartas de Pope son fantásticas», afirma Mullan, «pero están totalmente planeadas; hacía cosas como discutir con Joseph Addison. Después de morir este, Pope debió de pensar: “Dios santo, me he quedado sin correspondencia con Addison…”. Así que se hizo con una pila de cartas que había escrito para otras personas y las reescribió pensando en él, inventando así toda una correspondencia literaria. Era como si Ian McEwan hubiese dicho en su día: “Oh, Dios, no le he escrito a Hilary Mantel desde hace sabe Dios, y resulta que se ha muerto. ¡Le debo unas cuantas cartas!”».

Hay que leer las cartas de Austen, así pues, sabiendo que no las escribe como novelista. «Creo que Austen escribió cartas mejores que las que otras personas como ella habrían sido capaces de escribir», opina el profesor Mullan, «y las salpimentó aquí y allá con su toque particular. Yo creo que a Cassandra le tienen tirria muchos enamorados de Jane Austen […] porque es capaz de borrar los efluvios de personalidad de la autora. Además, Jane escribía a su hermana sobre lo que ella opinaba que esta quería saber: “La señora bla, bla ha hecho esto, y la cosecha ya se ha recogido y todos estamos resfriados, etcétera”.

»Lo divertido, y en muchas ocasiones sorprendente —aunque sus cartas se pueden leer en una fantástica edición anotada que da cuenta de la biografía de los personajes que en ellas aparecen—, es lo mal que se entienden las cartas de Austen tomadas aleatoriamente. Diálogos del tipo: “El señor X ha vuelto a hacerlo […]”. Y Cassandra responde: “¡Oh, no, otra vez no!”. Y el lector no sabe quién es ese hombre ni lo que ha hecho». El profesor Mullan hace hincapié en que aunque algunas cartas parecen intrascendentes a primera vista, el contexto, conocido solo por Austen y su corresponsal, puede ocultar valores ocultos.

Lo más probable es que lo que leemos en las cartas de Austen responda a la realidad. La falta de histrionismo sugiere la autenticidad que cabe esperar de esas típicas historias cotidianas. Pero ¿nos engañamos los lectores también en esto? Mediada nuestra entrevista, John Mullan se levanta para ojear ante su estantería un libro sobre Samuel Richardson que comienza con una nota bien interesante. Dice así:

Desde hace tiempo se cree que el auténtico carácter del hombre puede encontrarse en sus cartas y que quien escribe a un amigo le abre el corazón. […] Pero lo cierto es que tan sencillas eran las amistades en la Edad de Oro que hoy solo son capaces de disfrutarlas los niños. Muy pocos pueden jactarse de tener el corazón abierto siquiera para sí mismos. De él no vislumbran sino breves visiones, cuando queda expuesto al aire por un incidente cualquiera. Lo que nos ocultamos a nosotros mismos tampoco lo mostramos a los demás. En efecto, no hay transacciones que ofrezcan más tentación para la falacia y la sofisticación que el intercambio epistolar.

La cita es de Vida de Pope, de Samuel Johnson, obra publicada en 1781, pero se yuxtapone a otra que Richardson envió a una amiga suya, la señora Thrale, unos años antes: «En la carta de un hombre, madam, encontrará el alma desnuda de este; sus cartas no son sino el espejo de su pecho: cualquier cosa que le ocurra aparecerá en la carta sin disfraz, según un proceso natural. No hay nada invertido, ni distorsionado. Se perciben los sistemas a partir de los elementos, se descubren las acciones en los motivos».

En las novelas de Jane Austen encontramos ambas interpretaciones contrapuestas, a menudo dentro de un mismo capítulo. En efecto, hay cartas relevantes en casi todos ellos. Tanto se integran estas en el paisaje que son un personaje fundamental en sí mismas.

Pemberley.com, el diligente y exhaustivo sitio web sobre Jane Austen, ha enumerado todas las apariciones relevantes de cartas en Orgullo y prejuicio, como la que Caroline Bingley envía a Jane (capítulo 7) para invitarla a Netherfield, la carta de Darcy a Elizabeth (capítulo 35), en la que aquella explica su comportamiento, o la carta en que el señor Collins previene al señor Bennet contra el arreglo entre Elizabeth y Darcy (capítulo 57). Hay otras dieciocho cartas relevantes para la trama cuyo contenido se cita solo fragmentariamente. Y no se cuentan las que se mencionan sin abundar en contenido, para ello haría falta un capítulo entero.

Si Austen hubiese publicado veinte años antes, sus novelas podrían haber consistido en cartas y nada más. Se cree que tanto Orgullo y prejuicio como Sentido y sensibilidad nacieron como novelas epistolares. La obra temprana Lady Susan mantuvo ese formato en su publicación póstuma. «A finales del siglo XVIII, escribir una novela a base de cartas se habría considerado una muestra de espontaneidad», sugiere John Mullan. «Casi todos los géneros creativos aparecieron en forma epistolar durante el siglo XVIII: el relato de viaje y el pornográfico, la controversia política, el texto filosófico… Hasta los poemas tomaban forma de carta.»

El campeón absoluto del género fue Samuel Richardson, quien escribió tres grandes y poco conocidas obras a mediados del siglo XVIII: Pamela, Clarissa y La historia de sir Charles Grandison. Eran ficciones epistolares que encantaban al gran público (hasta el punto de inspirar parodias, siendo la más popular de estas la Shamela de Henry Fielding)[35].

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Cortesía de coleccionista privado/The Stapleton Collection/The Bridgeman Art Library.

La tensión en Clarissa nace de la poca fiabilidad que dan las cartas: nunca sabemos si hemos de confiar en la virtuosa opinión que de sí misma tiene la heroína, y aparecen cartas falsificadas o perdidas. Austen se muestra igualmente juguetona con la forma y emplea las cartas como indicios del carácter y como símbolos de un compromiso íntimo. Al comienzo de Emma, por ejemplo, Frank Churchill es juzgado solo por su destreza redactora: «Durante unos cuantos días, en todas las visitas matutinas a Highbury se hablaba en uno u otro momento de la hermosa carta que la señora Weston había recibido. “Supongo que ha oído usted hablar de la preciosa carta que el señor Frank Churchill ha enviado a la señora Weston. He oído que se trata de una carta muy bella. Me lo ha contado el señor Woodhouse. Él la ha leído y afirma que en toda su vida no ha leído una carta tan hermosa”».

Austen alude a las habilidades redactoras de Churchill muy al principio de la novela entre otras cosas porque la trama gira en torno a la correspondencia clandestina que este mantiene con Jane Fairfax desde Irlanda. Son esas cartas las que, más adelante en la historia, persuaden a Jane de salir al despacho de correos bajo la lluvia, y la que le hace tomar una posición defensiva al respecto de John Knightley, a quien Frank Churchill le importa un bledo.

—Es mi recado diario. Cuando estoy aquí siempre soy yo la que va a buscar las cartas. Me ahorra problemas y es una razón para salir. El paseo antes de desayunar me hace bien.
—Supongo que bajo la lluvia no.
—No, pero no caía una gota cuando salí.
El señor John Knightley sonrió y respondió:
—Es decir, había decidido usted dar su paseo, pues cuando tuve el placer de topármela no estaba a más de seis yardas de su propia puerta. Henry y John llevaban ya un buen rato contando gotas de lluvia. La oficina de correos es un lugar con mucho encanto a ciertas edades. Si vives hasta cumplir mis años te darás cuenta de que no merece la pena mojarse para ir a buscar una carta.
Ella se ruborizó un poco y luego respondió:
—No creo que deba esperar encontrarme en su posición, en mitad de cualquier relación de amor, y por tanto no puedo esperar que el simple hecho de envejecer me haga indiferente ante las cartas.
—¡Indiferente! ¡Oh, no! Jamás imaginé tal cosa. Las cartas no son objeto de indiferencia; en general son una verdadera maldición.
—Usted habla de cartas de negocios, las mías son cartas de amistad.
—En muchas ocasiones me han parecido esas peores que las otras —respondió fríamente—. Los negocios, ya sabe, pueden traer dinero. La amistad, rara vez.

Poco después, emerge de nuevo el tema de las cartas, y en esta ocasión Jane defiende la entidad postal al completo:

—La Oficina Postal es una institución formidable —dijo ella—. ¡Con qué regularidad y diligencia trabajan! Si uno piensa en todo lo que hacen y en lo bien que lo hacen, es realmente asombroso.
—Desde luego, es un servicio bien regulado.
—Muy rara vez se cometen negligencias o hay algún error de bulto. Y pocas veces alguna carta, de entre las miles que constantemente atraviesan el reino, se entrega mal. ¡Y yo creo que ni una entre un millón termina perdiéndose! Cuando consideramos la variedad de escrituras, muchas de ellas pésimas, que hay que descifrar, la maravilla es aún mayor.

Indefectiblemente, son las cartas (y el conocimiento que contienen) las que arrojan luz sobre la relación entre Churchill y Fairfax. Clausura además la novela una larga y exculpatoria carta de aquel. En efecto, Austen da a las cartas mucho protagonismo en sus libros, pero rehúye su primera inclinación, la de usar el formato epistolar exclusivamente, tendiendo así puentes entre las formas narrativas antiguas y nuevas, entre el siglo XVIII y el XIX.

«Desaparece súbitamente», dice el profesor Mullan de la novela epistolar. «Su clímax está en la década de 1780, tres décadas después de Richardson el género sigue manteniendo su vigor. Pero en la primera década del siglo XIX hay un descalabro. ¿Por qué? Los críticos literarios responden que los escritores descubrieron la manera de vivir una vida interior, a través de estilos que no exigen formatos tan extraordinariamente artificiales. Austen es clave en ello, porque descubre, por decirlo así, esa técnica libre e indirecta que adoptan muchos escritores del siglo XIX, aunque pocos reconozcan esa deuda. No todos los lectores opinaban “Jane Austen es una diosa y lo ha conseguido”, así que es difícil romper lanzas a favor de su inmediata y dramática influencia».

Debieron de existir otras razones. Una de ellas es simple: a principios del siglo XIX, los novelistas concluyeron que las cartas eran simplemente demasiado artificiales. Empezaban a verse como forma dieciochesca. «Pertenecían al pasado», afirma Mullan. «El objetivo de la mayoría de escritores era que sus novelas vendiesen, que se pusieran de moda, que fueran algo novedoso. Todo el mundo tenía claro que si querías escribir una novela moderna, no podías recurrir a las cartas.»[36]

El profesor Mullan tiene tutoría con un estudiante. Mientras me dispongo a abandonar el despacho, recuerdo otra razón que explica la dicotomía entre las cartas de ficción de Austen y las de su vida real: la censura. En algunos casos, la ejercía ella misma. Como ocurre en sus novelas, Austen sabía que las cartas muchas veces se leían en voz alta y pasaban de mano en mano. Cuando supo que las que escribía a Cassandra eran leídas por su sobrina Fanny Knight, comentó con elegancia: «Me gusta saber que a ella le complace lo que escribo, pero desearía que el verme expuesta a su crítica sagaz no dañe mi estilo, induciéndolo a la solicitud. Comienzo ya a calibrar mis palabras y frases más de lo que solía y busco un sentimiento, una ilustración o una metáfora en cada rincón de esta alcoba. ¿Podrán mis ideas fluir veloces como la lluvia mientras estoy en el vestidor? Sería una maravilla».

Pero existe una censura más dura aún: los vehementes y destructivos juicios de los demás, que han oscurecido adrede la imagen de Austen por los siglos de los siglos. Poco después de su muerte, Cassandra quemó muchas cartas suyas y cortó otras tantas en trozos (literalmente: algunas se han recuperado y recompuesto). Esto se debió en parte al empeño por proteger la reputación de su hermana —sus vituperantes exabruptos personales no habrían ayudado a Austen a conservar a los amigos que aún vivían ni a ganar futuros admiradores—, y en parte al empeño por protegerse a sí misma, pues Cassandra había escrito sobre una de las épocas más oscuras de su vida, tras la muerte de su prometido, y Austen había respondido intentando consolarla de corazón. Nos quedamos con poco más que una Austen descafeinada, y solo podemos intuir hasta qué punto la pérdida es importante.

Lo que sí sabemos es que después de que Cassandra diera lo suyo, otros parientes lejanos de Austen la imitaron. Su sobrino, James Edward Austen-Leigh, enmendó otras cartas en su Memoria de su tía, en 1869, mientras que su sobrino-nieto, lord Brabourne, continuó la tradición publicando la primera recopilación de cartas de Austen quince años después. Brabourne se esforzó por proteger su sacrosanta reputación, omitiendo cualquier comentario remotamente cáustico o referido al sexo femenino. La descripción que Austen hace de unos «querubines desnudos» sobre la repisa de una chimenea se juzgó inapropiada y fue eliminada. En el relato de una noche de insomnio causado por «tener demasiada ropa sobre el vientre», la última parte de la frase se cambió a «sobre mí». No fue hasta la década de 1950 cuando apareció una sólida edición restaurada (pero aún dolorosamente incompleta) de sus cartas. Era evidente ya en ese tiempo que Austen había dado una versión de sí misma bastante diferente de lo que se nos había permitido ver. «Soy una bestia salvaje, no puedo evitarlo», escribió a Cassandra en 1813, hacia el final de su vida. «No es culpa mía.»

* * * *

Cuando Jane Austen murió, en 1817, costaba cuatro peniques enviar una carta liviana desde un extremo del condado de Hampshire al otro. Enviar la misma carta de Londres a Brighton costaba el doble, diez peniques a Nottingham y al menos una libra hasta Escocia. Las tarifas habían subido en varias ocasiones para sufragar las guerras napoleónicas y variaban dependiendo de si el correo se transportaba en carruaje o (para las distancias más largas y penosas) vapor de cabotaje.

Pese a los precios, Jane Fairfax no era la única que pensaba que el correo era algo maravilloso. Escritores célebres dedicaron una considerable cantidad de espacio en sus cartas al propio tema epistolar, tocando entre otros debates el surgido a principios del siglo XIX sobre si constituía agravio a la Iglesia escribir en domingo (hubo consenso: se podían escribir cartas personales pero no de negocios). Otros temas recurrentes eran los caprichos del servicio postal y las posibilidades reales que tenía una carta de llegar a su destino. En 1835 Thomas Carlyle envió una carta trasatlántica a Ralph Waldo Emerson en la que se mostraba estupefacto ante la divina sinrazón del sistema. La última carta de este había tardado en llegarle dos meses, pero aun así Carlyle se sentía agradecido: «Siendo el Atlántico tan ancho y profundo, es un milagro siquiera que el mensaje llegue: una delgada hoja de papel sorteando el océano encrespado, las marejadas y demás inextricables obstáculos, para llegar en última instancia a manos del cartero y, con toda seguridad, a las puertas de tu morada, como la ramita de olivo en el pico de la paloma de Noé»[37].

En otra carta a Emerson, cuatro meses posterior, Carlyle se lamenta del estado en que se halla Inglaterra: pobreza por doquier, amenaza de cólera y lo peor de todo, al parecer, el cacareado progreso tecnológico, comentario que reverbera hasta hoy: «Con el tren, el barco de vapor y la imprenta, esta vida nuestra se ha convertido en una masa monstruosa». Por fortuna para él, era aún posible derrotar a la tecnología del servicio postal. En una carta dirigida a su madre en 1836, Carlyle se regocija de que haya terminado el receso veraniego del Parlamento, pues «ahora que ciertos “miembros honorables” del Parlamento han vuelto a la ciudad», él podrá de nuevo enviar cartas gratuitamente, abusando de sus privilegios en el franqueo de cartas (menciona a un miembro del Parlamento especialmente cortés al respecto, un tal Mill). Otro de sus ingenios, más agudo si cabe, fue un código personal que usaba en los periódicos, cuyo envío era mucho más barato: «He enviado ejemplares de TheExaminer durante las dos últimas semanas a Jenny, en Mánchester, para que te los reenvíe a ti. […] No sé si a Rob o a Jenny les interesa leer el periódico, pero no dudo de que les agrade ver las dos rayas de la última página. Cuando quiero hacerles saber que todo está bien por aquí marco la última página del periódico con dos rayas, así que entiéndelo tú también de esa manera cuando los recibas».

Ese código de rayas era conocido no solo por los hombres y mujeres de letras. Durante la primera mitad del siglo XIX el coste de los envíos lo convirtió en una treta habitual. En aquel entonces, el envío corría a cargo del destinatario, quien podía aceptar o rechazar la carta o paquete. A menudo, sin embargo, la carta era rechazada pero igualmente cumplía con el objetivo del remitente, pues con apenas unas marcas en el sobre —quizá líneas, símbolos o un breve código de letras— se podía transmitir casi cualquier cosa, desde la simple afirmación o negación a una pregunta a una furtiva declaración de amor.[38]

Hasta 1840, durante un siglo más o menos, el servicio de correos gestionó con moderada eficacia todo el proceso, salvo el último paso, la entrega. El pago por parte del destinatario ralentizaba el proceso, incluso si estaba en casa cuando llamaba el cartero. Era como cobrar facturas todos los días. Se multiplicaron las quejas al respecto y el secretario saliente del servicio de correos, sir Francis Freeling, comenzó a preocuparse. Se quejaba de que a lo largo de toda su carrera había dirigido un servicio impecable y aseguraba haber cumplido con sus cometidos al pie de la letra. «¿En qué otro lugar del mundo puede un comerciante o artesano enviar sus productos gratuitamente o a tan bajo precio que ni siquiera dejan margen de beneficio?».[39]

Uno de sus principales rivales parlamentarios era Robert Wallace, miembro del Parlamento por Greenrock, cuyos admonitorios discursos llamaron la atención de un funcionario llamado Rowland Hill. Hill llevó a cabo su propia investigación en torno al sistema postal y publicó un panfleto en el que destacaba sus imperfecciones y la corrupción de que era objeto, haciendo hincapié en que los ingresos del sistema caían año tras año, pese a los enormes beneficios potenciales. Las mejoras que sugería transformaron los sistemas postales de todo el mundo.

Hill propuso cobrar un penique por el envío de una carta modelo, de media onza de peso, a cualquier lugar de las islas Británicas, razonando que esa tarifa debía pagarse por adelantado. A ese fin se apoyó en una idea anterior de Charles Knight, que había ideado un sobre prepagado. Fue su idea, sin embargo, la que se garantizó un lugar en la historia: «Un trozo de papel lo suficientemente grande como para portar el sello y cubierto en su reverso por una solución pegajosa. El usuario podrá pegarlo en la parte de atrás de la carta aplicando un poco de humedad». Quedaba así probado que se había pagado el timbre necesario: mediante la aplicación de ese sello [stamp] adhesivo, al que en un primer momento en inglés se le llamó label [etiqueta]. Hill tuvo además otra idea revolucionaria: «Es probable que pronto el cartero ya no tenga que esperar en la puerta, pues todas las casas contarán con un buzón en el que dejar las cartas. El cartero, a continuación, tocará a la puerta y seguirá camino tan velozmente como pueda».

Fue el jefe del servicio de correos, lord Lichfield, quien más fiera oposición presentó a estas innovaciones: «¡De todos los planes alocados o visionarios que haya leído o escuchado en mi vida, este es el más extravagante!», protestaba. Pero se quedó solo: la Cámara de los Comunes votó a favor de la introducción del sello en julio de 1839 y a Hill le ofrecieron un cargo en el Tesoro.

Pero ¿qué aspecto debería tener el nuevo sello? Las características básicas que hoy damos por sentadas —el tamaño, el busto del monarca, el lametón— supusieron horas de debate. El timbre unitario a un penique se introdujo cuatro meses antes de que estuvieran listas las nuevas «etiquetas» adhesivas, en cuyo lugar se comenzaron usando sellos de lacre de unas trescientas villas diferentes. El resultado fue un inmediato incremento del tráfico postal, pese a la sorpresa que en muchos causaba tener que pagar por anticipado. Había sin embargo un incentivo inmediato en el sistema recién inaugurado: las cartas prepagadas costaban un penique, mientras que las que se pagaban contra reembolso costaban dos.

El Tesoro organizó un concurso para el diseño de las nuevas «etiquetas». Se publicó un anunció en The Times en el que se ofrecía a «artistas, hombres de ciencia y público en general la oportunidad de hacer sugerencias y propuestas en lo referido a la forma, contenido y uso del sello». Había premios de cien y doscientas libras para quienes crearan un diseño atractivo y resolvieran el problema de las posibles falsificaciones. Ninguna de las dos mil seiscientas propuestas resultó ganadora. El jurado del Tesoro alabó la ingeniosidad de los concursantes, pero al final el sello, con el busto de la reina Victoria de perfil, fue diseñado y fabricado por un grupo de profesionales, conocidos ya por Hill y por el fisco por su experiencia en la impresión de billetes de banco y otros documentos oficiales.

Los despachos de correos recibieron sus primeros dos «peniques negros» (o penny blacks), como se los conocía, a finales de abril de 1840, con instrucciones claras de cómo debían expedirse y cancelarse (los sellos se debían recortar de unos grandes pliegos; las perforaciones no aparecieron hasta 1854). Los jefes de correos recibieron también muestras de sobres y papeles de carta prepagados. Estos habían sido diseñados por William Mulready, que dibujó elefantes y leones e incluyó a Britania (la personificación del reino) y a varias personas enfrascadas en sus cartas recién recogidas. Sus dibujos fueron tan parodiados por las revistas satíricas y los papeleros de Londres que su retirada no se hizo esperar.

Los sellos, el «penique negro» [penny black] y el «dos peniques azul» [two pence blue] salieron a la venta el viernes, 1 de mayo de 1840, junto con los sobres prepagados, y con ellos llegó la revolución. «Gran alboroto en el despacho de correos», escribía Rowland Hill en su diario esa tarde. Al día siguiente anotaba: «Ayer se vendieron 2.500 libras en sellos». Llegado el 6 de mayo, día en que podían empezar a usarse, se habían repartido 22.993 pliegos de 240 sellos cada uno entre 253 oficinas de correos. El 22 de mayo, Hill señala: «La demanda de “etiquetas” es enorme: los impresores entregan más de medio millón al día y ni así basta».

Fue un avance tan importante como el nacimiento del ferrocarril interurbano, unas décadas antes. Como este, el correo era símbolo de la voluntad popular. En 1839, un año antes de la reforma, el número de cartas transportadas en el Reino Unido fue de 75.907.572. En 1840, la cifra ascendió hasta las 168.768.344 cartas. Diez años más tarde, se alcanzaron las 347.069.071.

Hill se dedicó entonces a convencer a los hogares más escépticos de que instalaran en sus puertas unos paneles rectangulares con una rendija e introdujo en Londres el concepto del distrito postal para agilizar la clasificación y entrega. Llegada su jubilación, en 1864, la mitad del planeta había adoptado sus reformas: no hay persona que haya contribuido individualmente tanto a la globalización de las ideas.

Más allá, a Hill corresponde el honor de haber inventado una nueva afición, complemento ideal a la ya de por sí solitaria ocupación que era la escritura de cartas. Hombres y mujeres empezaron a coleccionar sellos ipso facto, aunque la filatelia se consideró una excentricidad desde el primer momento. Los pliegos de penny blacks y two pence blues contenían 240 sellos. Para limitar las falsificaciones y permitir el seguimiento de cada una de las fracciones de un pliego, cada sello presentaba dos letras impresas, una en cada una de sus esquinas inferiores. Todos los sellos de una misma fila portaban la misma letra en la esquina inferior izquierda, mientras que la otra letra variaba alfabéticamente. Los sellos de la primera fila estaban marcados como AA, AB, AC, etcétera; trece filas más abajo, la secuencia era MA, MB, MC… El pliego traía veinte filas de doce sellos. Hubo quien recibía mucho correo y encontró divertido tratar de reunir el pliego completo (aunque el resto de la gente pensara que lo que tenía que hacer era salir más de su casa).

Una de las primeras menciones que se hace a esta nueva afición apareció en una revista alemana de 1845 en la que se contaba, un poco al estilo del humorista estadounidense Bob Newhart en aquel sketch en el que sir Walter Raleigh trataba de explicar las bondades del tabaco, que los correos ingleses vendían «pequeños trozos de papel de forma cuadrangular con el busto de la reina, que se pegan en las cartas para su franqueo». El autor del texto observaba que la reina salía muy guapa y que los ingleses «hacían gala de su excéntrico carácter haciendo colección de esos trozos de papel».

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Rowland Hill, conmemorado en sellos con el motivo del timbre universal de a penique (¿dónde si no?). Cortesía de The Royal Mail/The British Postal Museum.

El primer coleccionista de que tenemos noticia fue una mujer conocida por las iniciales E. D., que en 1841 anunció en The Times: «Joven deseosa de empapelar su salón con sellos de correos cancelados ha recibido tal aliento en ese cometido por parte de amigos cercanos que ha llegado a reunir dieciséis mil de ellos. Pareciéndole estos insuficientes, quedará muy agradecida a cualquier persona de corazón que posea estos objetos por lo demás poco útiles y que desee ponerlos a su disposición, colaborando así en su caprichoso proyecto». Cerraban el anuncio dos direcciones a las que enviar los sellos, una en Leadenhall Street, en la City, y otra en Hackney. No quedan otros visos de aquella colección de E. D., ni existen imágenes de su habitación, que debió de ser bastante oscura pero que hoy día podría optar a un premio Turner. El año siguiente le salieron competidores. La revista Punch señalaba que «una nueva moda sacude a las industriosamente ociosas damas de Inglaterra. […] Se esfuerzan más en atesorar cabezas reales que Enrique VIII en deshacerse de ellas».

* * * *

Durante este periodo nace otro pintoresco objeto de los que hacen las delicias del aficionado: el buzón de correos (el cilíndrico y vertical que usan los servicios postales). Su inventor oficial, un empleado de correos de treinta y tres años, no tardaría en hacerse famoso por otros menesteres, entre ellos la sobreproducción de novelas aburridas. De Anthony Trollope dijo Henry James que era «el británico más aburrido de todos» tras compartir con él una travesía trasatlántica. A Trollope nada le gustaba más que la eficiente y fluida productividad de la vida moderna. Cuando dejó su puesto en correos, en 1867, siguió cultivando en su ficción la fascinación por el correo. Sus detractores encontraban tal actitud perfectamente comprensible, pues lo consideraban, en palabras de Kate Thomas, «más cartero que novelista».

Trollope simplemente escribía demasiado. En su autobiografía contaba que la inspiración era para los estetas y los vagos. Él se confiaba a algo que llamaba «genio mecánico», es decir, pasar dieciocho horas al día sentado al escritorio. A ese efecto pidió a un carpintero que construyera un escritorio especial para instalar en los camarotes de los barcos y un dispositivo que le permitiese escribir mientras viajaba en tren. Le cautivaba tanto como a Austen el poder ficcionador de la carta y no en vano consideraba Orgullo y prejuicio la mejor novela inglesa de la historia. El hado de los personajes de una de sus novelas, John Caldigate (1879), historia de bigamia y engaño, giraba fundamentalmente en torno al estudio forense de un sobre y un sello. Protagonizaba además la novela el más improbable de los héroes: un cartero.

El legado postal de Trollope sigue siendo polémico. Su biógrafa, Victoria Glendinning, afirma que no fue tanto el inventor del buzón como su principal valedor, aunque él se arrogase el mérito. Trollope empezó atendiendo una ventanilla en un despacho de correos, puesto en el que no se sentía realizado.

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Trollope: cuando no escribía, colocaba buzones de correos. Cortesía de coleccionista privado/Ken Welsh /The Bridgeman Art Library.

Medró en otro, el de inspector, desde el que se ocupó de impulsar el sistema postal en el medio rural, conectando el vasto sistema ya en funcionamiento con los despachos de correos más aislados. Era un gran defensor de las reformas de Rowland Hill y tenía en muy alta estima sus propias funciones: «Yo era un ángel benefactor para todos, pues dondequiera que fui llevé conmigo un sistema postal más barato, fiable y rápido», se jacta en su autobiografía.

Antes del buzón cilíndrico existieron otros con forma de caja, originados quizá en la Italia del siglo XVI. Los llamados tamburi de la ciudad de Florencia eran unos cajones de madera que se instalaban en las iglesias y donde, a través de una ranura, los fieles podían introducir cartas en las que delatar a quienes blasfemaban o criticaban al Estado. Los buzones domésticos en el Reino Unido, normalmente encastrados en paredes o ventanas, existieron desde principios del siglo XIX.

La versión que Anthony Trollope ideó de esos buzones para uso público, que él describía como «tocones metálicos», tiene también sus raíces fuera de Inglaterra. En noviembre de 1851, Trollope informaba de lo siguiente tras una visita a las islas Anglonormandas: «Hoy por hoy, en Saint Helier no se entrega el correo a domicilio, y quienes habitan a las afueras tienen que caminar casi una milla hasta la oficina. Creo que en Francia se está planeando instalar unos buzones sobre postes, a pie de calle, sistema que podría ser aconsejable en Saint Helier. Los sellos se venden por doquier, lo que falta es un receptáculo seguro para las cartas».

Un año después se habían instalado cuatro buzones públicos en Saint Helier, uno de ellos en New Street, «delante del taller del señor Fry, pintor y vidriero». En septiembre de 1853 se instaló el primero en las islas Británicas, concretamente en Botchergate, Carlisle. En abril de 1855 se instalaron los seis primeros buzones del centro de Londres: uno en el lado norte de Piccadilly Circus, otro «en la esquina de Bolton Street, dos yardas al oeste de la farola» y otro más en Fleet Street, «frente a la entrada de The Sunday Times». El diseño corrió a cuenta de E. A. Cowper, ingeniero y asesor del servicio de correos, quien pronto podría afirmar orgulloso: «Me alegra oír que no ha sido robada ni una sola carta de las 212.000 que se han enviado por correo». Dos años después, se incorporó a los buzones una placa metálica en la que se detallaba el horario de recogida. Llegaba así a la edad adulta un sistema postal que muy pronto sería la envidia de todo el planeta. Su eficacia no solo impulsó el envío y recepción de cartas y contribuyó a llenar las arcas del Tesoro, también fomentó el empleo. Ahora, familias enteras, como los Barker, podían aspirar a una carrera profesional en el sistema de correos.

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Más que satisfecho

14232134, SOLDADO ESPECIALISTA BARKER

H. C., ALA 30, 1.ª COMPAÑÍA, 9.º COMUNICACIONES

(FORMACIÓN AÉREA),

MANDO DE ORIENTE MEDIO

22-30 de abril de 1944
Querida Bessie:
Creo que voy a empezar a contarte algunas cosas sobre mí y sobre mi familia, empezando en los albores de los tiempos y hasta hoy. Creo que es necesario porque quiero (es muy difícil escribir, no quiero más que decir una y otra vez que TE QUIERO) casarme contigo en cuanto llegue a Inglaterra y quiero que dejemos todo hablado por carta.
Espero que tú también me dediques un resumen al respecto para que cuando por fin nos encontremos, gracias al Cielo, sepamos más del otro de lo que podríamos contarnos en nuestra correspondencia cotidiana. Figúrate si sé poco de ti que ignoro si la I. de tu segundo nombre es de Ivy, Irene o Itma, desconozco la fecha de tu cumpleaños y no sé dónde naciste. Quiero saber qué comidas no te gustan, si las hay, y qué bebes; si sigues fumando, cómo te gusta gestionar la casa o si alguien lo hace por ti. Por favor, por favor, por favor, cuéntame cosas de ti, para poder respirarte y regodearme en tus noticias. Seguramente tendrás ya serias dudas sobre si serás capaz de escapar de mí y de nuestra boda, y te estarás preguntando qué diablos has hecho para merecer esto.
Cuando nací, mi padre tenía treinta y cuatro años. Era cartero y ganaba unas veinticinco libras a la semana. La familia había crecido hasta los seis miembros (tengo dos hermanos y una hermana), y tuvimos que mudarnos de unas habitaciones en el 7 de Holloway Road a una casa de cuatro cuartos, en otro lugar. Cuando yo tenía trece años, echaron todo el barrio abajo. Nos reinstalaron en unas viviendas municipales en Tottenham, donde vivimos hasta que cumplí los veintiséis, cuando nos trasladamos por fin a nuestra casa de Bromley, que ahora es propiedad de mi hermano. Yo soy el benjamín de la familia. Mi hermana tiene treinta y tres, mi hermano Archie, treinta y seis. El mayor es Herbert Redvers (le pusieron el nombre de un general de la guerra de los Bóers), que tiene treinta y ocho. Mi padre tiene sesenta y cuatro y mi madre sesenta y dos. Tengo pocos recuerdos de mi primera infancia. Me acuerdo de que excavábamos unos hoyos enormes en nuestro patio y también de cuando hacíamos cola en el cine. ¿Cuánto recuerdas tú de la última guerra? Yo recuerdo que nos lo pasábamos muy bien preparando cacao cuando volvíamos del cine. No se me olvidará cuando vi un R33 [una clase de dirigibles militares británicos] y creí que era un zepelín. Recuerdo que de niño quería ser «contable especial». Recuerdo a mi padre, un tipo extraño, torpe y rubicundo que llegaba a casa cada tanto, desde la India.
Aquí, las cosas (dejaré para después La Historia de mi Vida II) siguen más o menos igual, salvo que hoy nos hemos puesto el uniforme caqui, que es mucho mejor que el de batalla, y además podemos lavarlo cuando queramos. Estoy jugando al ajedrez como siempre y algunas noches, cuando puedo, al bridge. Me gustaría escaparme a algún sitio para abandonarme a la melancolía y pensar en ti, pero tengo que hacer el paripé, como tú, y comportarme normalmente. Haga lo que haga, soy consciente de que tú estás en este mismo mundo. Ese pensamiento es estupendo para salir adelante, y a veces llega a abrumarme. Espero que el tiempo que sigamos separados no se nos haga dolorosamente largo y que antes de 1999 tengamos oportunidad de DECIRNOS el uno al otro lo que ahora solamente podemos pensar.
Adjunto una pequeña fotografía que espero aceptes más como prenda que como mera imagen. Después de esta me tomé otras «mejores», pero ahora no las tengo a mano. Probablemente hayas reparado en que se me está cayendo el pelo de la coronilla. A veces me parece que desaparece muy rápido y otras me convenzo de que hay indicios claros de recrecimiento. Con esta cantidad de pelo que tengo ahora me siento muy cómodo. Ojalá la mantenga.
Creo que me he dejado en el tintero muchos detalles autobiográficos. De repente, he sentido la necesidad de aparcarlos para decirte que eres encantadora. Pero me aplicaré y le dedicaré un rato más. No estoy bautizado. Mi madre tenía mucho que hacer entonces, ¡puede decirse que se les olvidó! Ahora está muy pesada con que deje de ser «infiel» pero yo estoy encantado con mi condición. Creo que si un niño se muere sin ser bautizado debe ser enterrado en suelo no consagrado. Me hace muy feliz rebelarme contra ese dictamen estúpido.
Estudié en la escuela municipal de Drayton Park, en el distrito de Highbury. Probablemente fui un alumno mediocre, aunque la lengua se me daba bien. Nunca obtuve ninguna beca, pese a las ambiciones de mi padre. Cuando suspendía en aritmética, tenía que ponerme de pie ante la clase. El director decía que un chico con una frente noble como la mía podía hacerlo mucho mejor. Me eligieron director de la nueva revista de la escuela, pero por alguna razón no llegamos a sacar ni un solo número. Dejé el cargo demasiado pronto. Recuerdo que en las celebraciones de un día del Armisticio, cuando yo era muy pequeño, me metí un plátano en el bolsillo y me lo llevé a casa para regalárselo a mi madre. Cuando llegué, el plátano estaba completamente machacado. Me peleaba con los otros niños, como cualquiera, antes y después de clase. Iba con el Cambridge, el Arsenal y el Surrey. (Me hice de estos equipos por mi hermano mayor, que ha ejercido desde siempre una gran influencia en mí.) Solo recuerdo haberme escondido una vez de mi padre: fue cuando tenía once años. Hice un columpio, até uno de los cabos al escurridor de ropa, y cuando me subí, el escurridor cedió, se cayó y se rompió en mil pedazos.
Empecé a trabajar en el servicio de correos como recadero del Ministerio de Defensa, el 8 de marzo de 1928. Me gustó la experiencia. Fue estupendo ganar dinero, la mayor parte del cual me gasté en libros de segunda mano. Dejé el trabajo en noviembre de 1930, cuando entré en la Organización de Telecomunicaciones de la Commonwealth. La primera chica con que salí era una becaria a la que llevé a ver Sunny Side Up, una de las primeras películas sonoras. Fui secretario del club de críquet, pero nunca conseguí más de 16 puntos, y eso debía de ser algo poco frecuente o no lo recordaría. Jugaba un poco al fútbol, pero debía de ser bastante malo. Fui novato durante nueve meses y lo pasé fatal durante todo ese tiempo: los veteranos se dedicaban a arrastrarme por el suelo de la cocina, meterme la cabeza en el agua y en general tomarme el pelo. Uno de mis trabajos era limpiar la bandeja del té de un superior. Todavía recuerdo el placer de beberme la cremosa leche que solía dejar.
Pienso en tus pechos más de lo que debería. Estoy seguro de que en alguna medida habrá de interesarte el hecho de que tengo pelo en el pecho. Pensemos mejor en otras cosas. Dónde viviremos, querremos hijos, qué hay de tu edad. Me dices que tienes 85 libras y diez peniques en la Caja de Ahorros Postal sin saber lo que voy a escribir ahora mismo: yo tengo 227. Pienso en regalos y tú también, porque nos desvivimos por rendirnos tributo mutuamente. Gracias a Dios, no me has enviado un crucifijo. De verdad que desprecio esas cosas. No me interesa su significado religioso, aunque sé perfectamente que las mujeres que se cuelgan cruces de oro en Inglaterra no las consideran sino amuletos. Espero que no te hayas planteado seriamente enviarme una cosa así. Tengo que decirlo, aun a riesgo de ofenderte: espero que no seas católica. Por el momento no diré más.
Te quiero,
Chris

Capítulo 10
Una carta te hace sentir inmortal

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Demos por hecho que es 1794 y que eres un jornalero de Nuevo Hampshire llamado Abner Sanger. ¿De qué hablarías diariamente con quienes te rodean, más allá de la cosecha de patata? A principios de junio te enteras, por alguien que se preocupa por ti, de que hay una carta de tu hermano esperándote en el despacho postal de Boston. La carta ha sido enviada desde el norte de Vermont y podría traer noticias importantes, porque ¿a santo de qué escribiría alguien una carta en 1794? Así pues, pides al propietario del colmado local que la recoja de tu parte la próxima vez que vaya a Boston a por víveres. Pero antes de que le dé tiempo, una prima de tu mujer ve la carta en el despacho de correos y, pensando que está haciéndote un favor, la recoge y te la acerca un trecho: ahora está en Keene, un pueblo a unas diez millas. Tras unos cuantos días más de dura faena, vas a Keene a recogerla, pero la carta no aparece por ningún lado: preguntas en todos los comercios y salones del pueblo, sin resultado. Unos diez días más tarde, a saber, dos meses después del envío de la carta, tu hijo se encuentra con el hermano del dueño del colmado a quien en un primer momento confiaste la recogida de la carta, quien al final la encuentra y te la entrega para que la leas (o para que te la lea alguien).[40]

La historia no acaba ni feliz ni tristemente, porque no sabemos lo que contaba la carta. Pero la noticia, en lo que a lo postal se refiere, es la mejor posible: la carta llegó. Dos meses de espera no fueron motivo de queja. Ese viaje, en cualquier caso, nos cuenta otras cosas, entre ellas que Estados Unidos no era un país todavía preparado para sobrellevar tales aventuras postales. El correo no llegaba a manos del ciudadano a menos que se organizase una partida de búsqueda. Y era poco probable que nadie que no participase en asuntos administrativos recibiese jamás nada. En general, las cartas se dirigían a gentes importantes de la ciudad, que se arreglaban entre ellos para organizar recogidas y repartos. El resto seguía doblando el espinazo en el campo.[41]

Era evidente que algo tenía que cambiar. Cuatro años antes, el 20 de enero de 1790, Samuel Osgood, jefe de correos de Estados Unidos, afirmaba que el servicio postal era «muy defectuoso», en diversos sentidos. El problema principal es que perdía dinero. Por otro lado, se producían muchos abusos y, además, el servicio que ofrecía era bastante ineficaz. Así pues, Osgood diseñó un plan oficial para mejorarlo, cuyo elemento principal era una lista en la que se enumeraban las cosas que supuestamente no funcionaban bien:

«Que haya tan pocas cartas escritas que, en el mejor de los casos, no sumen una cantidad de correspondencia considerable.» Al lector moderno le puede resultar curioso el cálculo económico de Osgood, basado en la estimación de que en Estados Unidos de finales del siglo XVIII solo unas 100.000 personas enviaban cartas regularmente, suponiendo que cada una de ellas escribía como media unas 30 cartas al año.
«El franqueo de cartas gratuito se ha extendido en demasía.» El franqueo gratuito era un privilegio del que gozaban solo los funcionarios del gobierno pero, como en el Reino Unido, los funcionarios a menudo trasladaban ese privilegio a sus amigos, a cambio de lo cual recibían cargos en la dirección de empresas comerciales. Una de las personas que más abusó de ello fue un predecesor de Osgood como jefe de correos: Benjamin Franklin.
«Las tarifas postales son quizá demasiado altas en algunos casos y demasiado bajas en otros.» Costaba 25 centavos enviar una sola hoja desde Albany a Pittsburgh, a unos 650 kilómetros, el equivalente a un tercio del salario diario de un trabajador cualificado. Enviar una carta desde Nueva York a Alabama costaba un 50 por ciento más que enviar un barril de harina.[42]
«Diligencias y mensajeros transportan muchas cartas que pueden enviarse por correo convencional.» Como en Inglaterra tras la creación del Royal Mail, muchos servicios privados ofrecían alternativas no oficiales y no autorizadas: tarifas más baratas y la promesa, a menudo incumplida, de un transporte más seguro.
«Los jefes de correos han antepuesto su interés al del servicio que prestan.» Esta era en realidad una excusa cajón de sastre: la organización a nivel local era tan ineficiente y caótica que gran parte del sistema postal quedaba a merced del capricho del funcionario de turno, lo que lo hacía muy poco fiable. Tal falta de control abonaba el campo para la malversación: los pagos hechos a la entrega de las cartas no llegaban a los despachos de correos. Los jefes de correos, por su lado, disfrutaban también de privilegios de franqueo, que intercambiaban por otros privilegios.

¿Qué proponía Osgood? Un sistema «más sólido» que se apoyara en mapas y estudios más fidedignos del territorio, rutas de correo más ágiles, funcionarios de correos responsables y tarifas más bajas.[43] Estas medidas, sin embargo, apenas tuvieron efectos reales. Hasta mediada la década de 1840, el correo estadounidense siguió siendo un desastre. El ciudadano, no obstante, no se enervaba por ello. Los estadounidenses aceptaban que las siempre crecientes distancias en el país hacían inviable el sistema. Hasta los más cultivados dejaban las comunicaciones a larga distancia para las ocasiones especiales.

Como apéndice a las propuestas de Osgood figura una detallada relación de las oficinas postales existentes y sus ingresos, en muchos casos irrisorios. En un periodo de tres meses, entre octubre de 1789 y enero de 1790, la de Filadelfia ingresó 1.530 dólares, de los que 306 correspondían al salario del jefe de la oficina. En Nueva York, los ingresos habían sido de 1.067 dólares. Pero en Springfield, estado de Massachusetts, se ingresaron apenas diez; en Stamford, Connecticut, tres dólares y cinco centavos y en Charleston, Maryland, dos dólares y diecinueve centavos. Samuel Osgood estimaba que habitaban el país tres millones de personas.

Se puso en marcha no obstante un lento progreso. Podríamos construir un nuevo mapa evolutivo de Estados Unidos rastreando los estatus postales. En diciembre de 1803, por ejemplo, tras la compra de Luisiana a Napoleón, que expandió el territorio estadounidense en un área que hoy corresponde a quince estados, un congresista apellidado Thomas trató de reducir la distancia de la ruta postal entre Washington y Nueva Orleáns en ochocientos kilómetros. En ese momento, señalaba Thomas, el correo atravesaba «casi dos mil quinientos kilómetros de tierras salvajes». La nueva ruta sería lo más directa que permitieran las montañas Blue Ridge, en Virginia y mucho más segura, atravesaría territorio de «indios amistosos» y además, por primera vez, se ofrecerían postas para avituallamiento de los repartidores de correo. Se resolvió que esta nueva ruta «atravesaría el asentamiento de Tuckaubatchee, o pasaría cerca de él, y desde allí llegaría al asentamiento del río Tombigbee, y de allí a Natchez». Aquella, no obstante, era solo una ruta directa, de unos mil seiscientos kilómetros, de las muchas que serían necesarias para acelerar el progreso en todo el país.

Quienes se opusieron a las reformas de Osgood y sus sucesores, en las décadas siguientes, solían argumentar que la escritura de cartas era un fenómeno social relativamente insignificante. El gobierno y demás instituciones recurrían si era necesario a medios privados y la difusión de las noticias (periódicos, panfletos, revistas: el grueso de los envíos por correo hasta 1850) no precisaba de mayores cambios. La extensión de las rutas postales, sin embargo, dio fruto poco a poco, lo que llevó a pensar que las capas más cultivadas de la sociedad respondían positivamente ante un correo más fiable. En las recomendaciones del departamento de Servicios Postales estadounidense aparecían nuevas rutas entre lugares que salían por primera vez en los mapas (postal o de cualquier tipo): en 1831 se propuso unir las entonces diminutas ciudades de Mobile (Alabama) y Pascagoula (Misisipí); en 1833, se creó la Línea Postal entre Ohio y Misisipí, que cubría en exclusiva un barco de vapor; llegado 1835 funcionaban varias rutas entre Jacksonville y Tallahassee (Florida), 262 kilómetros que los mensajeros cubrían una vez cada dos semanas. Los beneficios aumentaron. En 1828, los ingresos netos del timbre postal alcanzaron 124.530 dólares en la ciudad de Nueva York, treinta veces más que dos décadas antes. En Springfield, Massachusetts, crecieron de los 40 dólares a los 1.407.

Quedaban no obstante muchos problemas por resolver. Uno de los más importantes era el papel social de las cartas en la vida cotidiana. En Estados Unidos de antes de la guerra civil las cartas eran cosa de comerciantes y empresarios. Fuera de las clases pudientes, las comunicaciones personales solían ser escuetos boletines de noticias importantes. El servicio de entrega de correspondencia privada estaba pensado para financiar el envío de periódicos, que tradicionalmente se cobraba a centavo el paquete. Como en el Reino Unido antes de la llegada del penny black, los costes corrían a cuenta del destinatario. A quien podía permitirse el timbre para una carta personal, le quedaba siempre la incertidumbre de que quizá el gasto había sido en vano. En 1840 Nathaniel Hawthorne confiaba al azar una carta dirigida por ese medio a su prometida, Sophia Peabody, y así se lo hacía saber: «No sé dónde te encontrará esta carta, pero la lanzo al viento»[44].

Las reformas postales de 1845 y 1851, que introdujeron el primer sello estadounidense (en 1847) y la tarifa universal de cinco centavos para cartas de hasta media onza de peso que viajasen no más de trescientas millas, no revolucionaron la escritura de cartas, pero marcaron un punto de inflexión. Combinados con la expansión del ferrocarril, las grandes migraciones al oeste y la alfabetización, los progresos en comunicación vividos en la década de 1850 vieron nacer la correspondencia en Estados Unidos tal y como la entendemos hoy: un servicio estatal prepagado, organizado y fiable, que reparte cartas y paquetes de casa en casa con rapidez y muy a menudo a un coste mínimo[45]. Para la mayoría de estadounidenses, los carteros eran los primeros representantes del gobierno con que mantenían contacto habitual, fuera de los recaudadores de impuestos. Y fue ese nuevo modo de conversar, que permitía a la gente corriente mantener un vínculo sólido con personas a las que no podían ver en persona, lo que hizo el mundo moderno.

* * * *

¿Cómo lo celebró el país? Escribiendo más cartas. En 1851 o 1852, una mujer llamada Mary Wingate escribía regularmente desde Connecticut a su marido, un buscador de oro llamado Benjamin, que se había trasladado a California. La señora Wingate hacía notar que «cuando entre en vigor la nueva ley postal, querré, egoísta de mí, que todos y cada uno de los vapores que lleguen traigan noticias tuyas». No sabemos hasta qué punto el señor Wingate satisfizo ese deseo, pero al menos en una ocasión su esposa se vio obligado a tocarle la fibra sensible con una emotiva apelación de la hija de ambos: «Quiero que vuelvas a casa lo antes que puedas porque estamos muy solas sin ti. Espero aprender pronto a escribir para que mamá no me tenga que guiar la mano la próxima vez que te escriba. Firmado: Tu hija Lucy».

La gran movilidad social de que fue testigo el país en el segundo tercio del siglo XIX encontró apoyo importante en un servicio postal eficiente y asequible, que, podría decirse, hacía más llevadera la separación. Los nuevos privilegios postales, sin embargo, no quedaron relegados a lo que podríamos considerar la «clase escribiente»: hay muchos testimonios de esclavos que escribían a sus amos, aunque siempre a través de un amanuense. «Espero poder empezar a escribirle con más frecuencia», decía Lucy Skipworth desde Hopewell, Alabama, en 1863. «Los blancos que se han quedado en la plantación se oponen en cualquier circunstancia a que le escriba y quieren siempre ver mis cartas.» Alfabetizados o no, los esclavos rápidamente supieron ver lo que novelistas y dramaturgos sabían desde hace tiempo: que las cartas son un medio muy apto para el subterfugio. Harriet Jacobs, esclava en Carolina del Norte, había escapado de su amo, un tal doctor Flint, y se había escondido en una casa cercana. Probablemente con ayuda del propietario de la casa pudo enviar a Nueva York una carta para que alguien la reenviara a su antiguo amo desde esa ciudad con el correspondiente matasellos, con ánimo de despistar.

Desde Edimburgo, la revista Blackwood’s Magazine reflexionaba sobre estas nuevas libertades con una mezcla de envidia, orgullo y terror ante lo que la reforma postal había desencadenado. Las jóvenes estadounidenses disfrutaban de prerrogativas que las británicas desconocían, y a sus padres no les parecía mal dejarles «una llave en caso de que tras una velada teatral llegaran tarde a casa». El correo concedía, en efecto, mejores oportunidades para la vida disoluta:

Ellas tienen el privilegio, caso de que deseen ejercerlo, de poseer su propio apartado de correos en la oficina postal de la ciudad en que residan, al que se les pueden enviar cartas y al que acceden a través de una «Entrada de señoras», por la que ningún varón sin autorización puede pasar. Allí pueden abrir su buzón y sacar sus cartas lejos de miradas indiscretas.
A las mujeres jóvenes en la edad, educadas a medias y cuya lectura favorita son las penosas novelas que se reimprimen tras su publicación en los periódicos ingleses de peor estofa —novelas en las que no faltan el amor, la seducción, la bigamia o el asesinato, a fin de satisfacer los gustos dominantes en esa clase—, se les ofrece a través del sistema de correos la posibilidad de recibir clandestinamente correspondencia que provocaría escalofríos a cualquier padre o madre de este lado del Atlántico.

Así pues, ¿cómo debería comportarse una señorita a la hora de abrir su apartado de correos en la moralista Edimburgo? «No lo tienen fácil. Han de pedírselo en confianza al panadero del barrio o al dependiente de la papelería.»

El número de cartas que cruzaban Estados Unidos de un lado a otro en el segundo tercio del siglo se elevó desde los 27 millones en 1840 a los 160 en 1860. ¿Podríamos detectar quizá, con el auge del correo, un florecimiento del espíritu estadounidense? En 1855, un «agente especial» del departamento postal llamado James Holbrook escribió un libro titulado Ten Years Among the Mail Bags [Diez años entre sacas de correo], en el que describía hasta qué punto era imposible plantear una vida próspera en Estados Unidos sin el servicio postal. «¡Imaginen una ciudad sin oficina de correos! ¡Una comunidad sin cartas! ¡“Amigos, católicos, compatriotas y amantes” (especialmente estos últimos) sin acceso al correo, dejados de la mano de dios por la prensa, enterrados vivos, a oscuras de la luz del intelecto y el ajetreo del gran mundo! ¡Qué imagen tan desoladora!»

Existen muchos ejemplos de cartas de este periodo de optimismo generalizado, grandes oportunidades y ni la más leve desesperanza. El país se movía: la migración aumentaba espectacularmente año tras año, particularmente hacia el oeste. Habían estallado la Fiebre del Oro y el comercio, gracias entre otras cosas al ferrocarril, convertido en todo un símbolo. Por otro lado, fue inevitable que la exposición personal creciera gracias al desarrollo del correo: creció la necesidad de contacto con los familiares y amigos desplazados a lugares lejanos, y quedaba claro que los remitentes cada vez confiaban más intimidades al correo. A fines de julio de 1849, Henry Thoreau escribía desde su casa de Concord, Massachusetts, a la hija de diez años de su amigo Ralph Waldo Emerson, Ellen Emerson, que estaba pasando ese verano en Staten Island con sus primos. Thoreau adoptaba el papel de mentor, como el padre de ella había hecho con él. Faltaban cinco años para la publicación de Walden, su influyente viaje espiritual de autodescubrimiento e independencia personal, pero el tono reflexivo de esa carta sugiere que esa obra estaba casi terminada.

Querida Ellen:
Creo que ya nos conocemos bastante bien, aunque nunca hemos mantenido conversaciones muy largas. Charlas cortas, sí, desde luego. […] Supongo que piensas que las personas de la edad de tu padre o la mía siempre piensan en asuntos serios, pero yo sé que al final lo que hacemos es meditar sobre los mismos temas, ya antiguos, acerca de los que nos hacíamos preguntas cuando teníamos diez años. La única diferencia es que pensamos más seriamente en ello. A ti te encanta escribir o leer cuentos de hadas y eso te gustará siempre, de una forma u otra. Poco a poco descubrirás que solo querrás recibir una cosa en usufructo: ese sueño cumplido.
[…]
Los niños están recogiendo moras por todos lados ahora mismo. Los lirios del valle han florecido y empiezan a brotar la hierba de San Juan y la vara de oro. Los viejos dicen que este es el verano más cálido de los últimos treinta años. Varias personas han muerto a consecuencia del calor, como el señor Kendal, por ejemplo. Los irlandeses que construyen la vía férrea llevan varios días sin trabajar por orden de sus superiores y los granjeros han dejado sus campos y han corrido a resguardarse a la sombra. William Brown, el indigente de la casa de acogida, ha muerto. Era el que pedía siempre un centavo: «¿Tiene un centavo, señor?». Me pregunto quién se habrá quedado con esos centavos que recolectaba.
Esta mañana he encontrado una bonita navaja a la orilla del río. Probablemente la perdió alguien del pueblo que bajó a bañarse a última hora. Y ayer me topé con una interesante punta de flecha que seguramente perdió hace tiempo algún indio, cazando junto al río. El cuchillo está un poco oxidado, pero la flecha no tiene ni mácula de óxido.
Tienes que ver el sol salir del océano antes de volver a casa. Imagino que Long Island no te obstaculizará la vista, si subes hasta lo alto de la colina para ver amanecer (quizá sean mayor obstáculo la isla Cama, las colinas de la Almohada y las ciénagas del Remoloneo).
No pienses que has de escribirme de vuelta. No tienes por qué. Estando aquí, en todo un mes no me darías un discurso como el que supone una carta, así que no tienes por qué hacerlo. Aun así, si en algún momento te apetece y tienes tiempo, estaré encantado de recibir algunas líneas tuyas.
Tu viejo amigo,
Henry Thoreau

Unos días más tarde, Thoreau escribió a Harrison Blake, editor y amigo de Worcester, Massachusetts, con el que mantuvo correspondencia a lo largo de doce años. Su tono había cambiado: se mostraba entonces trascendental, idealista y moral, y sus advertencias e instrucciones parecían reflejar confianza en una nueva nación. Tras las cortesías de apertura, Thoreau se lanza a una correosa versión de Desiderata.

No nos preocupemos por evitar la propia pobreza. De este modo, la riqueza del universo se invertirá de manera segura. ¡Qué lástima si no viviéramos este breve lapso según las leyes del largo plazo, las leyes eternas! Reparemos en que estamos aquí, erguidos, en que no yacemos con toda nuestra largura sobre el suelo. Que nuestra mezquindad sea un taburete para auparnos, no un almohadón. Vivamos una hebra de la vida en mitad de este laberinto. Debemos avanzar con la agilidad y flexibilidad necesarias en un sentido fijo, para dejar nuestros vicios atrás. El núcleo de un cometa es casi una estrella. ¿Alguna vez existió un verdadero dilema? Las leyes de la tierra son para los pies, para el hombre inferior; las del cielo para la mente, para el hombre superior: las del cielo son como las de la tierra, pero más sublimes y exhaustivas, parejas como los radios que desde el centro del planeta divergen adentrándose en el espacio. Feliz quien cumple las leyes celestiales y terrenales en su justa proporción, quien obliga a cada una de sus partes, desde las plantas de los pies hasta la coronilla, a obedecer la ley de su nivel, que nunca se encorva ni camina de puntillas, sino que vive una vida equilibrada, aceptable para la Naturaleza y para Dios.

En sus memorias, escritas más adelante, Blake, amigo por correspondencia de Thoreau, decía que nunca se cansaba de releer las cartas de este y que era «capaz de encontrar nuevos significados en ellas, a veces más poderosos que los anteriores; en ese sentido, sus cartas siguen en el buzón, todavía no han terminado de llegar y probablemente no lo hagan del todo antes de que muera. Posiblemente estén dirigidas a alguien que pueda leerlas mejor que yo». Ese alguien, en cierto sentido, somos nosotros. No obstante, sobre las cartas de Thoreau flota perennemente una leve ironía: es conocido que en Walden afirmó que a lo largo de toda su vida «no había recibido más de una o dos cartas […] que mereciesen la pena el gasto de su franqueo por parte del remitente» y que se las podría arreglar muy bien sin oficina de correos. Escribía en 1854, época en que hasta quien más dificultades tenía para manejar tinta y papel comenzaba a opinar lo contrario.

* * * *

Emily Dickinson empezó a enviar cartas en 1842, cuando tenía once años. Le llevó solo tres encontrar esa voz suya, poética y espiritual. En 1845 escribía a una amiga de la escuela sobre el chico que le gustaba, ausente, e imaginaba «que él se convertía en estrella una noche, mientras ella contemplaba el cielo, y aparecía en la constelación de Orión, entre Bellatrix y Betelgeuse». Cuenta también a su amiga que poder mantener una correspondencia seguida con ella la llena de regocijo: «Los Viejos Tiempos colean como siempre en Amherst y no ha ocurrido nada, que yo sepa, como para romper el silencio; no obstante, el abaratamiento del timbre ha estimulado mi sentido del humor, en cierta medida. ¡Imagina! ¡Dentro de poco podremos enviar una carta por una moneda de cobre, repleta de pensamientos y consejos tomados de amigos queridos!».

Rara vez la veremos tan feliz de nuevo: los años siguientes reverberarán en su correspondencia una desolación y una alienación rampantes: es hecho conocido que en su madurez se encerró en su casa y no volvió a salir. En sus cartas se regodea en las ideas de la ausencia y la melancolía. Una carta es, necesariamente, una nota de ausencia, pero Dickinson fue más allá, hablando en muchas ocasiones del correo como si se tratara de una especie de vínculo celestial que le permitiese viajar en el espacio y el tiempo. A veces, no obstante, se mostraba ciertamente irreverente, como en una carta dirigida en 1852 a su cuñada, Susan Gilbert, en la que de algún modo resuenan los calenturientos intercambios postales de Abelardo y Eloísa, de seis siglos antes: «Cuando [el pastor] decía “nuestro padre Celestial”, yo decía “Oh, querida Sue”; cuando leyó el salmo 100, yo repetía para mis adentros tu amada carta de principio a fin y, Susie, cuando tocó cantar […] yo me inventé la letra: mi canción hablaba de lo mucho que te quiero».

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Emily Dickinson, inventora del club de lectura por correspondencia. © Hulton Archive/Getty Images.

El erotismo hacía más intensas muchas de sus cartas, en las que daba rienda suelta a sentimientos que uno esperaría descubrir, si acaso, en un diario íntimo. Es evidente que confiaba lo suficiente en el servicio postal como para entregarle su mismísimo corazón. En otras cartas a Gilbert, Dickinson expresa deseos explícitos, lo que refuerza la teoría de que fueron amantes (o, mejor dicho, refuerza la teoría de que eran físicamente amantes, pues el contenido de las cartas eliminan toda duda de que lo fueran a distancia):

Susie, cariño mío, perdona todas las palabras que escribo: tengo el corazón lleno de ti. […] No obstante, cuando intento decirte algo que ningún otro oído debiera oír, las palabras me fallan. Si estuvieras aquí, oh, ¡ojalá estuvieras aquí! Susie mía, no necesitaríamos pronunciar una palabra: nuestros ojos se susurrarían y, con tu mano firme sobre la mía, no nos haría falta ya el idioma.

Dickinson no hizo semipúblico su chispeante talento poético hasta cumplidos los treinta y uno. La revelación llegó en la forma de una carta escrita a un tal Thomas Wentworth Higginson. Higginson había seguido una variada trayectoria profesional (abolicionista, soldado en la guerra civil, crítico literario) y Dickinson no tardó en considerarlo, en palabras suyas, «un consejero literario y confidente». Pero los secretos compartidos no duraron sin embargo demasiado: en 1891, cinco años después de la muerte de Dickinson, en el cénit de su fama, Higginson decidió «con gran renuencia» soltar la lengua. En The Atlantic, desde donde antaño había dado consejo a jóvenes aspirantes a escritores, Higginson explicaba que su primer contacto con ella tuvo lugar inesperadamente un día de abril de 1862, cuando «recibió en la oficina de correos de Worcester, Massachusetts» una carta en la que Dickinson le preguntaba si «tendría tiempo para comprobar si mis versos poseen vida». Higginson tenía tiempo y aquellos versos, en efecto, estaban llenos de vida. La carta llevaba matasellos de Amherst. Higginson encontró su escritura «tan peculiar que parecía que la propietaria hubiese aprendido a escribir con las famosas huellas fósiles de pájaros prehistóricos que se conservan en el museo de esa ciudad universitaria. No era sin embargo en absoluto un texto basto, sino cultivado, evocador, a todas luces único. No recurría demasiado a la puntuación: usaba sobre todo guiones».

La poesía de Dickinson le pareció más que atractiva. Más adelante Higginson afirmaría que desde el principio supo que se encontraba ante un «genio poético original y sin precedentes». En un poema de ocho versos dijo encontrar «una verdad tan inquisitiva que se diría el sucinto resumen de todas las experiencias vividas a lo largo de una larga vida». En una carta que no se conserva, Higginson le devolvió una amable crítica, que Dickinson calificó de «quirúrgica», pidiéndole además que le hablase más de sí misma. Higginson recibió una respuesta mística, evasiva y coqueta. Tanto, que costaba creer que llevara en reclusión voluntaria varios años en lugar de robando corazones por la ciudad.

Señor Higginson:
Su amabilidad llamaba a un agradecimiento más presto, pero he estado enferma y en estos momentos le escribo aún desde la cama.
Gracias por la cirugía practicada. No ha sido tan dolorosa como esperaba. Le adjunto otros poemas como pedía, aunque posiblemente los encuentre similares a los anteriores. Cuando mi pensamiento camina desnudo sé diferenciar unos poemas y otros, pero cuando los visto, terminan entumecidos y pareciéndose entre sí.
¿Me pregunta qué edad tengo? No había escrito más que un verso o dos hasta este invierno, señor.
Desde septiembre sufro de un miedo sobre el que no puedo hablar a nadie, de modo que canto, como canta el niño junto a la tumba, porque estoy asustada.
Me pregunta por los libros que tengo. Tengo las obras de poetas como Keats o el señor y la señora Browning, y de prosistas como el señor Ruskin, sir Thomas Browne o el libro de las Revelaciones. Fui a la escuela, pero, por usar sus palabras, no recibí educación alguna. Cuando era niña, tuve un amigo que me enseñó la Inmortalidad. Tanto se aventuró él por sus inmediaciones, sin embargo, que jamás regresó. Poco después de que mi tutor muriese, y durante muchos años, no he tenido más compañero que mis palabras. Encontré entonces otro tutor, pero no aceptó que yo fuese más erudita que él, así que se marchó de la ciudad.
Me pregunta por mis compañías. Las colinas, señor, y la puesta de sol, y un perro tan grande como yo misma que me compró mi padre. Son mejores que las personas, porque saben, pero no dicen. El sonido del estanque a mediodía es más agradable que el de mi piano.
Tengo un hermano y una hermana. A mi madre no le interesa el pensamiento y mi padre está demasiado ocupado con sus informes para darse cuenta de lo que hacemos. Me compra muchos libros, pero me ruega que no los lea, porque teme que me trastoquen el juicio. Todos son creyentes, salvo yo. Cada mañana se dirigen a un eclipse al que llaman «Padre».
Yo, por mi parte, temo que mis historias lo fatiguen. Me gustaría aprender. ¿Podría usted explicarme cómo crecer o es algo que no se puede transmitir, como el buen oído o la brujería?
Menciona usted al señor Whitman. No he leído su libro, pero me han dicho que es ignominioso.
He leído Circunstancia, de la señora Prescott, pero me empezó a perseguir en la oscuridad, así que no he vuelto a leer nada más de ella.
Dos redactores de revistas se presentaron el pasado invierno en la casa de mi padre y me preguntaron acerca de mi mente. Cuando les pregunté por qué, me dijeron que era una miserable y que hablarían de ello en sus revistas.
No puedo pesarme a mí misma, yo misma. Me viene pequeño mi tamaño. Leí sus textos en The Atlantic y me sentí honrada por usted. Quedé segura de que no rechazaría usted una pregunta en confianza.
¿Es esto, señor, lo que me pedía que le contase?
Su amiga,
E. Dickinson

La pareja siguió escribiéndose, muy frecuentemente primero y no tanto después, pues él marchó al frente durante la guerra civil y ella debió tratarse los ojos. Dickinson a menudo se despedía dándose el título de scholar. Cuando él le pidió una fotografía, ella respondió con otra petición: «¿Podría creer en mí sin ella? No tengo retratos ahora mismo, pero soy pequeña como un pajarillo y mi pelo es grueso, como el erizo de la castaña, y mis ojos son del color del jerez que el invitado deja en el fondo del vaso».

En una ocasión escribió Dickinson que, a sus ojos, «una carta te hace sentir inmortal, porque es solo la mente del amigo, sin el cuerpo». Para hacer las cosas más corpóreas, a veces invitaba a Higginson a visitarla. Por fin, en agosto de 1870, ocho años después de que diera comienzo su relación epistolar, Higginson aceptó la invitación. El acontecimiento fue para él incómodo y levemente decepcionante: más tarde escribió que en su rostro «no encontró un detalle de hermosura» y que su carácter era «enigmático y reservado».

«Cuando le pregunté si nunca había sentido la necesidad de tener un empleo, dado que jamás salía a la calle y rara vez recibía visitas, respondió: “Jamás se me ha ocurrido considerar la posibilidad de que en algún momento de mi vida pueda llegar a sentir esa necesidad”. […] Me contó sus ocupaciones domésticas y que ella misma hacía el pan porque era el único que le gustaba a su padre. También dijo que “la gente tiene que tener su postre”.»

Higginson la encontró a imagen y semejanza de sus poemas: elíptica, condensada, invertida. No dejó de admirar su obra, pero al parecer la prefería en carta antes que en persona. En realidad, no obstante, su verdadero carácter era difícil de definir. Los biógrafos han peinado sus cartas en busca de indicios (se conservan más de mil, muchas otras se perdieron o se quemaron), pero raramente se distingue cuándo es ella misma y cuándo escribe poéticamente o con ánimo efectista. Dickinson acompañaba muchas de sus cartas con poemas y los especialistas llevan tiempo argumentando que la línea que separa los temas tratados en su poesía y en su correspondencia es muy fina. Desde luego, en sus poemas Dickinson abordaba el arte que es escribir (y recibir) cartas de manera muy personal: «Esta es mi carta al Mundo», escribía con tono triste en un poema publicado en 1890, «que jamás me escribió a mí». Para que el lector no se lo tomase al pie de la letra, escribió más adelante cómo atesoraba las muchas cartas que en realidad recibía [trad.de Susana Mayorga y Elisa María Salzman]:

La manera en que leo una carta es esta:
primero, cierro la puerta,
y la toco con los dedos, luego,
para de su presencia asegurarme,
y entonces me voy al lugar más distante
para resistir a los llamados
y extraigo mi pequeña carta
y lentamente fuerzo su cerradura.

No podemos infravalorar el valor de las cartas escritas a Dickinson e intercambiadas por su círculo de amistades en el siglo XIX. Son valiosas por otras razones también: muestran una relajada creatividad rara vez vista antes en ese siglo en Estados Unidos. Además, no son cartas escritas pensando en la posteridad (como, digamos, algunas de Emerson, que las copiaba antes de enviarlas) y son portadoras de una liviandad lúdica que explota todas las fórmulas contenidas en los manuales. Dickinson escribió su última carta unos días antes de su muerte en 1886, a los cincuenta y cinco años. Dos primas suyas la abrieron después de que cayese en coma. Este es el texto completo:

Primitas:
Me reclaman.
Emily

Hay otra costumbre epistolar que distingue a Dickinson: desde sus años de adolescente dirigió un club de lectura postal (y virtual). No fue el primero de la historia pero sí uno de los más activos: una gran parte de sus cartas (quizá la mitad) contienen alusiones a lo que estaba leyendo en ese momento o alguna referencia literaria indirecta que sus amigos de clase media sabrían con toda seguridad captar. Es muy probable que acudiese además a lo que ella había descrito como un club de lectura «corpóreo» cuando estaba en la veintena (en una carta cuenta a su hermano: «Nuestro Club de Lectura sigue funcionando y me procura ahora ratos muy agradables»). Pero cuando dejó de frecuentar el mundo real se mostró dispuesta a mantener el contacto con la realidad a través de los libros y escribiendo cartas sobre libros. Sus primeros pasos al respecto los dio en 1848, con dieciocho años, en una carta a un amigo en la que le preguntaba qué libro estaba leyendo en ese momento y a continuación enumeraba los que estaba leyendo ella. Su círculo literario habitual no tardó en ampliarse e incluir a su hermano Austin y la esposa de este, Sue, sus primas Louise y Frances Norcross y al menos tres amigos. Eleanor Heginbotham, experta en Dickinson, ha señalado que sus «modales de club de lectura», expuestos en sus cartas, se siguen observando en los clubes actuales: la sociabilidad, la jactancia, la competitividad, el disfrute. Quienes participan en clubes de lectura hoy probablemente hacen gala de todo ello cuando debaten la obra y vida de Emily Dickinson.

Dickinson leía prácticamente de todo: sabemos por su primera carta a Thomas Wentworth Higginson que estaba leyendo a Keats y al matrimonio Browning, pero también que adoraba a Shakespeare, Milton y Byron. Había leído los ensayos de Hawthorne, Emerson y Ruskin. Devoraba las revistas Harper’s y The Atlantic. Con respecto a la novela contemporánea, muy a pesar de su padre, era aficionada tanto a sus populares compatriotas Helen Hunt Jackson y Harriet Beecher Stowe como a las estrellas inglesas (George Eliot, las hermanas Brontë o Charles Dickens). Este se hizo famoso con Los papeles póstumos del Club Pickwick, publicado un año después del nacimiento de Dickinson, cuya trama y personajes aparecían frecuentemente aludidos en las cartas de esta. «Nunca abandonaré al señor Micawber», escribió en una ocasión a su hermano en referencia a un asunto doméstico. En otro momento, comenta la naturaleza manipuladora de la pequeña Nell y, en referencia a La tienda de antigüedades, en cierta ocasión firma como «la Marquesa».

Una de las pocas cosas que no leyó fue un género relativamente novedoso, al menos en Estados Unidos: las compilaciones de cartas.

* * * *

Aunque a Dickinson le inquietaban enormemente la pérdida y la melancolía, que algunas de sus cartas se extraviaran no le preocupaba en demasía, curiosamente. El hecho de que una pequeña parte del correo no llegase a su destino era una molestia tolerada, un gaje del oficio. ¿Dónde terminaban todas esas cartas perdidas o abandonadas? Algunas eran robadas, otras quizá siguen esperando su entrega en una saca hundida en algún barrizal (como les ocurrió a las de Vindolanda).

Las reformas postales habían mejorado el coste, la eficiencia y el alcance geográfico de las entregas, sin demasiados contratiempos. No obstante, cuando las cartas de Dickinson salían al mundo pero no encontraban su destino, podían terminar en otro lugar: un despacho en Washington, D. C., que desde 1825 se ocupó de una tarea romántica y descomunal: la Dead Letter Office («oficina de las cartas muertas»). En realidad, era el lugar al que el correo iba no a morir, sino a resucitar. A sus funcionarios, no obstante, los atribulaba la incertidumbre. ¿Era aceptable lo que se hacía allí? ¿Era lícito abrir el correo de otras personas?

En Inglaterra, como hemos visto, tales prácticas eran consideradas una obligación del Estado, un arte oscuro, especialmente en el caso de las cartas que no se habían perdido ni estaban mal remitidas. No obstante, en Estados Unidos, quien hiciera algo así probablemente no podría dormir por las noches.

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La Dead Letter Office de Washington, D. C., a pleno rendimiento. Cortesía de Library of Congress Prints and Photographs Division, Washington, D. C..

Sin embargo, ¡qué romántico, echar una ojeada a una carta no entregada o imposible de entregar! Y qué misterio y tristeza, también. Como informó en tono shakesperiano TheNew York Times en septiembre de 1852, las cartas más desesperadas topaban con el final más llamativo, «transportadas por última vez a un lugar fuera de la ciudad y quemadas a continuación solemnemente, sin que ser humano alguno más que quien las redactó sepa cuánto trabajo y dolor se puso en ellas, y pereciendo en las llamas para finalmente evaporarse en forma de humo».

No era este el propósito original en absoluto. El cometido principal de la Dead Letter Office, que nació en la década de 1770, era hacer las veces de depósito del correo no reclamado. En los tiempos anteriores al reparto a domicilio, las cartas podían languidecer durante meses en los despachos de correos a la espera de sus destinatarios. Nuestro labriego, Abner Sanger, supo de la carta que se le remitía gracias a su hermano, pero ¿qué sería de otros trabajadores, en otros campos? Normalmente la gente se enteraba de que tenía correo tras consultar unas listas larguísimas colgadas a la puerta de despachos o ayuntamientos, escritas a mano por funcionarios con mejor voluntad que caligrafía. Normalmente, el destinatario contaba con tres meses para reclamar su carta, tras lo cual se enviaba a Washington para, en el peor de los casos, incinerarla. En el mejor, la carta o el paquete se reenviaba desde Washington para ir en busca de su destinatario por otros medios (o quizá alguien lograba descifrar una dirección ilegible). En la mayoría de casos, los artículos de valor contenidos en cartas y paquetes que no se podían reenviar eran subastados, adjudicándose las ganancias el Tesoro, al que no le venía mal que se siguieran perdiendo cartas. El catálogo de subastas de la Dead Letter Office de diciembre de 1865 nos permite vislumbrar los regalos que algunos ciudadanos iban a recibir por Navidad a expensas de otros, inconscientes de ello: varios pares de calcetines, polainas y guantes, o medicamentos milagrosos (píldoras Cheeseman, píldoras específicas Rand, píldoras para mujeres del doctor Clarke o las del doctor Harvey, así como el regenerador de Culverwell, sin olvidar los ungüentos para el pelo y el curalotodo arbusto de los pantanos de Tennessee). Otros artículos consignados son una «jeringa, completa», unos «pechos falsos», un «escritorio de soldado», el «coche fúnebre del presidente Lincoln» (un grabado), «profiláctico francés», «manos para relojes de pulsera», «máquina de copiar», «catequismo del motor a vapor», así como dos artículos llamados, sin más, «esposa» y «esposa repudiada». Los objetos más comunes eran los relojes de pulsera y los anillos. Uno de los lotes más intrigantes es el 42: «Destruido».

Una parte de los estadounidenses que sabían leer supieron por primera vez de la Dead Letter Office no por tener que acudir a ella en alguna ocasión sino por un cuento de Herman Melville titulado Bartleby, el escribiente. Publicado en dos entregas mensuales en la Putnam’s Magazine, en 1853, dos años después de Moby Dick, el cuento es una fábula de desilusión, obstinación y empatía humana. La moraleja es sombría: Bartleby entra a trabajar a un bufete de abogados para compensar la inconstancia de los otros dos empleados, uno alcohólico y el otro un infeliz con problemas estomacales. Bartleby debe encargarse como ellos de transcribir documentos legales, pero no tarda en cansarse de su tarea. Al poco, se ha fatigado ya del mundo en su totalidad, para terminar convirtiéndose en un objeto inamovible e inútil: su única contribución es la muletilla «preferiría no hacerlo».

El narrador de la historia se pregunta qué es lo que lo ha reducido a ese estado, concluyendo para sus adentros que podría ser un ejemplo temprano de «locura postal»[46]. Había escuchado un rumor: «El rumor es este: que Bartleby había sido un empleado subalterno en la Dead Letter Office de Washington, del que fue bruscamente despedido por un cambio en la administración».

El cuento termina así:

Cuando pienso en este rumor; apenas puedo expresar la emoción que me embargó. ¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Conciban un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo —el dedo al que iba destinado tal vez ya se corrompe en la tumba—; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte. ¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!

En 1889 una mujer llamada Patti Lyle Collins escribió un artículo en el Ladies’ Home Journal que se titulaba «¿Por qué se pierden seis millones de cartas todos los años?». Y sabía de lo que hablaba, pues era la directora del departamento de «descifrado» de la Dead Letter Office y tenía fama de poder interpretar cualquier dirección garabateada sobre un sobre donde los demás solo veían rayajos ilegibles. Era capaz, por ejemplo, de concluir que una carta dirigida a:

M Napoletano
Stater Naielande,
Nerbraiti Sechem Street
Nº 41

debía ser enviada a:

Mr Napoletano
41 Second Street
New Brighton
Nueva York

Sus textos están plagados de ejemplos así, aunque ninguno tan gratificante como este, en el que hace gala de una capacidad rayana en lo mitológico, al comprender que la carta dirigida a

Wood,
John,
Mass

debía en realidad hacerse llegar a

John Underwood,
Andover, Mass.

Patti Lyle Collins estimó que en 1898 se echaron al correo en Estados Unidos unos 6.000 millones de cartas y paquetes, de los que 6.312.731 terminaron sus días en la Dead Letter Office. De todos esos artículos, 32.000 se enviaron sin dirección de ningún tipo, 85.000 no llevaban timbre o no estaban timbradas adecuadamente y unos 200.000 habían quedado varados en la recepción de diversos hoteles. Otros 30.000 contenían fotografías y 185.000, sellos, mientras que 82.000 transportaban dinero o giros postales, por un valor total de 990.000 dólares.

En su artículo, la funcionaria incluye otras direcciones desconcertantes, tierno producto sin duda de ignorancia combinada con una confianza absoluta. Llama la atención sobre una que alguien remitía de la siguiente manera: «A mi hijo que vive allá en el oeste y arrea un buey pinto, cerca pasa el tren». Otros aprovechaban para hacer juicios de valor que planteaban serios retos al cartero: «Por favor, entréguese al mayor distribuidor de libros de medicina antiguos» o «Al editor del Mejor Periódico». Cuanto más intrincada la dirección, más amaba su trabajo Patti Lyle Collins: «Harold Green y Su Madre», «en dykton Evnn No 17» (17, Huntington Avenue). O un sobre dirigido a una gran empresa de «Nueva York, Chicago, Boston, San Luis». «Ni por un instante habrían considerado complicada esta tarea en la Dead Letter Office», se regocijaba la señora Lyle Collins. «Es como el alfabeto: resulta fácil cuando te lo has aprendido.»

Cuatro años más tarde, otro insider de la Dead Letter Office llamado Marshall Cushing ofrecía una visión menos indulgente. En su libro The Story of Our Post Office [La historia de nuestra oficina postal], se ensañaba con los usuarios del servicio postal: «El número total de errores en la transmisión del correo en Estados Unidos es muy pequeño en comparación con el de las entregas correctamente hechas», observaba. «No obstante, mientras el público siga haciendo contribuciones voluntarias diariamente al servicio de correos, las cuales se traducen en 20.000 cartas y paquetes al día, muchos de ellos mal remitidos, el gobierno deberá seguir “ejerciendo de padre” para corregir esos errores, de los que el 90 por ciento son responsabilidad del cliente. Si quienes hacen uso del correo pusieran un mínimo de atención a la hora de atender a los pocos y sencillos requisitos —una verdadera nimiedad, pero cuyo incumplimiento acarrea importantes consecuencias—, los funcionarios de la Dead Letter Office se verían rápidamente descargados de trabajo.»

Esos sencillos requisitos (entre ellos, escribir una dirección en el sobre) no eran, sin embargo, lo suficientemente sencillos, y los estadounidenses siguieron metiendo la pata. Cushing explicaba los vericuetos del trabajo diario —los departamentos de Apertura, Propiedades y Dinero— y hacía énfasis en que la vasta mayoría de cartas muertas estaban en realidad muy vivas: eran aquellas que quedaban abandonadas en los despachos de correos de pueblos y ciudades después de que sus destinatarios se trasladasen o cambiasen de domicilio. Existía asimismo otra categoría que él llamaba de los «bienes verdes» [green goods]: 200.000 cartas sin recoger en las recepciones de los hoteles; verdes porque contenían dólares, abandonadas porque eran un timo basado en el abuso de confianza.

El timo de los «bienes verdes» se popularizó a finales del siglo XIX y fue uno de los primeros escándalos del moderno servicio postal, el padre espiritual de todos los correos en cadena y pirámides de prosperidad, y precursor material de la estafa nigeriana por correo electrónico. Su éxito se fundamentaba en la codicia y falibilidad humanas y también en un avance moderno: el garantizado anonimato del correo. La Dead Letter Office hacía gala de que sus empleados eran de total confianza, especialmente los que abrían la correspondencia privada. Los hombres y mujeres elegidos para esta tarea estaban libres de toda sospecha y, según Marshall Cushing, no tenían tiempo de leer nada más que el remite[47]. Sin embargo, los funcionarios repararon en una circular impresa que aparecía una y otra vez en el correo y se dieron cuenta de que al poco se multiplicaban los envíos de billetes. Se hallaban ante una nueva misión: llamaron a la policía.

Un ejemplo de esta circular, impreso en 1887, decía así:

Estimado señor:
Una persona de confianza, vecino de su ciudad, me ha hablado de usted. Me aseguró que es un hombre que no hace ascos al dinero, obténgase este de la manera que sea, y que cumple usted con el perfil que buscamos. Bien, yendo al grano: falsifico billetes de la mejor calidad. Es tan buen material que ninguna persona con quien haya tratado ha sufrido jamás el menor problema: todos ellos han hecho grandes fortunas rápidamente y sin riesgos. Actualmente trato con personas señaladas de su condado. No puedo dar nombres, claro está, pero sí he de decir que algunas de ellas ocupan altos cargos. Podría usted apostar hasta su último dólar, no obstante, a que ellos han hecho cientos de miles gracias a este material. No hay que devanarse mucho los sesos para comprender cómo. Las placas son de gran calidad, y el grabado, firmas, numeración y color dan fe de ello. De hecho, podría decirse que es el dinero falso de mayor calidad y más seguro jamás producido, y que pasaría inadvertido ante cualquier detective del Gobierno. Para entrar en nuestra banda, deberá demostrar que es un hombre de los que sabe callar, y puede apostar la vida a que si tiene usted algún problema, sabremos dar la cara por usted.
Estas son mis condiciones:
1.500$ a cambio de 75$ en efectivo.
4.000$ a cambio de 125$
6.000$ a cambio de 180$
10.000$ a cambio de 220$
30.000$ a cambio de 400$
Si no tiene la oportunidad de acudir físicamente para efectuar la transacción, hágame un envío de 20$ por carta convencional y yo le enviaré de vuelta 1.000. Le fío el resto hasta que nos encontremos cara a cara para demostrarle que le tengo la mayor confianza. Si desea no obstante venir a verme, alójese en el hotel Grand Union, en la calle 42 con la Cuarta Avenida de Nueva York, alquile una habitación y telegrafíeme con su nombre y número de habitación. Pasaré entonces a visitarle y haremos negocios. Nadie sabrá nunca de nuestros tratos, así que si no puede enviar el dinero, acuda a Nueva York o envíe a alguien de confianza. Dirija todas sus cartas con total confianza a la siguiente dirección: A. ANDERSON, vía A. Heltenbecker, 302, calle 11 Este, Nueva York.

La circular y otros textos muy similares empezaron a aparecer en todo el país en la década de 1870 con varias direcciones manuscritas adjuntas. La mayoría de destinatarios no se arriesgaba a hacer negocios sucios en un hotel si podían llevarlos a cabo desde casa, así que enviaban el dinero por correo pero, claro, no recibían nada a cambio. No había placas de impresión robadas al Gobierno ni ningún tipo de material verde falsificado. Nadie denunciaba nada, porque ¿quién querría que lo tachasen de delincuente, codicioso e idiota?

El timo duró hasta octubre de 1891 (aunque reaparecería más tarde), cuando la policía entró en varios domicilios de Nueva York en los que confiscó material de escritura, directorios postales y opio, y detuvo a varias personas con sobrenombres dignos de una novela de Damon Runyon. Los jefes de la trama se llamaban Frank Brooks, alias el Guapo, Terence Murphy, alias el Caniche y Sam Little, alias Goldstein. Se les halló en posesión de las señas de 60.000 posibles víctimas, 600.000 ejemplares de la circular y gran cantidad de copias de una falsa noticia de periódico en la que se aseguraba que los billetes falsos eran indistinguibles de los reales. Otra redada llevada a cabo ese año en Nueva York descabezó a la banda Bechtold-McNally de Hoboken, Nueva Jersey, la cual, según The Hartford Weekly Times, había desplumado a un sinnúmero de «crédulos provincianos».

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Anthony Comstock, terror de los falsificadores. Fuente: Wikimedia Commons.

El hombre al cargo de la operación contra los falsificadores fue un inspector de correos llamado Anthony Comstock. Comstock era también secretario de la Sociedad por la Supresión del Vicio, grupo determinado a acabar de raíz con la impresión y envío por correo de cualquier tipo de material subversivo. En la década de 1870, Comstock se había hecho cierto nombre al exponer al público artículos que se habían encontrado en el correo y que él consideraba obscenos: fotografías y cuentos pornográficos, panfletos, letras de canciones. Afirmaba que poseía pruebas de que hasta 15.000 estudiantes de internados estadounidenses habían enviado cartas solicitando tales cosas. Su mensaje era claro: el servicio postal era una herramienta de la inmoralidad, la corrupción y el vicio. No se atrevió a pedir la supresión total del sistema, pero no dejó de echar sapos y culebras por la boca y proponer el enjuiciamiento de quien fuese necesario. Entre los artículos literarios contra los que hizo campaña y quiso requisar figuraban obras de Zola y Boccaccio, o La profesión de la señora Warren, de George Bernard Shaw. En septiembre de 1915, The New York Times informó de que Comstock había muerto a la edad de setenta y un años tras diez días de neumonía «provocada por los disgustos y el exceso de trabajo».

* * * *

Sabe Dios qué habría hecho Comstock de la brillantemente sediciosa obra de Willie Reginald Bray. En 1898, Bray, aficionado al ciclismo de diecinueve años y residente en el sur de Londres, se hizo con un ejemplar de la Post Office Guide, un voluminoso manual trimestral publicado por el servicio de correos británico a fin de informar a sus clientes de los múltiples servicios que ofrecía. Por seis peniques de los antiguos, el lector tenía la oportunidad de aprender a remitir correctamente una carta y se le informaba de que, siempre que se empaquetasen y timbrasen correctamente, podían enviarse por correo todo tipo de objetos. Por ejemplo, animales vivos, hasta abejas, «siempre que viajen dentro de un contenedor apto». O perros, para los que «pueden prepararse igualmente contenedores apropiados». O líquidos, «si las botellas van bien cerradas». Pero lo más pintoresco es el siguiente servicio, que demuestra hasta qué punto las cosas habían avanzado desde el penny black, allá por 1840: «Los jefes de correos pueden habilitar el traslado de una persona a una dirección a través de un mensajero exprés».

Reginald Bray decidió llevar todo ello al límite. Comenzó enviando un modesto cráneo de conejo y un rábano. Tras comprobar que eran depositados sanos y salvos en su domicilio (escribió su dirección en el hueso nasal y pegó los sellos en la coronilla), envió sin envolver un bombín, una sartén, un inflador de bicicleta, croquetas para perro, cebollas y un bolso (con los sellos dentro).

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Reginald Bray (y bicicleta) durante la entrega postal de sí mismo en su propia casa. © Zoe James.

Volviendo la vista atrás en un artículo escrito años más tarde para The Royal Magazine, Bray explicaba que decidió hacer lo que hizo «tras mucha reflexión y dudas, pues era muy injusto, como poco, causar todo aquel innecesario desbarajuste solo por gastar una broma absurda. Mi objetivo desde el principio fue poner a prueba la ingenuidad de las autoridades postales y, de ser posible, acusarles de “descuido y negligencia”»[48].

Por supuesto, su ambición fue creciendo con el tiempo. El 10 de febrero de 1900 envió por correo a su terrier irlandés, Bob. En la práctica, se trataba de pagar al servicio postal para que un cartero sacase a pasear al perro a razón de tres peniques la milla. Bray argumentaba que el servicio resultaba doblemente útil si había que llevar al perro al veterinario o dejarlo en casa de alguien durante un viaje. Los objetos y animales de compañía, no obstante, pretendían llamar la atención: su desafío principal eran las cartas y postales. De nuevo, Bray afirmó que lo hacía para poner al servicio postal, y en particular a la Dead Letter Office, en un brete: dirigía su correo «A las oficinas postales del mundo» o «A cualquier habitante de la ciudad de Londres». En 1902 envió una postal con una foto del Old Man of Hoy, una aguja de piedra en los acantilados de la isla de ese nombre, en las Orcadas, dirigiéndola «al residente más cercano a esta roca». Otra más fue enviada «al propietario del hotel más notable del mundo, en la carretera entre Santa Cruz y San José, California».

De Santa Cruz al «Señor Santa Claus» había solo un paso. Bray le mandó una postal en diciembre de 1899 (quizá no fuera el primero en tratar de contactar con Papá Noel, pero su biógrafo, John Tingey, ha sido incapaz de encontrar ejemplos anteriores). Desde luego, Bray podría ufanarse de otra hazaña: ser la primera persona en enviarse por correo a sí misma, en 1900. Pagó al servicio de correos para que un cartero lo llevase a su casa. Repitió la maniobra en 1903, ocasión en la que obtuvo un albarán que consignaba, en el espacio dedicado a «paquetes o cartas enviadas», la siguiente descripción del artículo: «persona ciclista» (person cyclist). Lo repitió en 1932, pero para entonces el servicio de correos ya se sabía el truco y empezó a mostrarse molesto. Enviar por correo abejas vivas tiene aún hoy un pase, pero meter a un perro en un paquete o presentarse en la oficina de correos para que nos envíen a nosotros mismos es ya algo del pasado. Una pena, porque, como explicaba Bray, resultaba muy útil: «Una noche de niebla quería visitar a un amigo pero no encontraba su casa. En lugar de vagar durante horas, acudí a la oficina postal y me envié a mí mismo. Llegué en cuestión de minutos».

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© Royal Magazine.

Habiendo sido el servicio postal objeto de bromas como las de Bray, ¿por qué no recurrir a él para maniobras publicitarias de otro tipo? A finales de febrero de 1909 dos sufragistas británicas, Daisy Salomon y Elspeth McClellan, se presentaron en la oficina de correos del West Strand londinense para enviarse por correo a Downing Street, dentro del marco de su campaña por el voto femenino. Las acompañaron a pie un joven telegrafista y una cohorte de periodistas y simpatizantes. Sin embargo, cuando el primer ministro Asquith se negó a recibirlas, fueron declaradas oficialmente «cartas muertas» y devueltas a la oficina.

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Sufragistas enviadas por correo a Downing Street. Cortesía de The British Postal Museum and Archive, Londres, Reino Unido, 2013.

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Todo lo que un ama de casa debería ser

14232134, SOLDADO ESPECIALISTA BARKER

H. C., ALA 30, 1.ª COMPAÑÍA, 9.º COMUNICACIONES

(FORMACIÓN AÉREA),

MANDO DE ORIENTE MEDIO

31 de mayo y 11 de junio de 1944
Querida Bessie:
Como me las he arreglado para sacar una hora libre, espero poder contarte cosas sobre los días que estoy pasando en Alejandría, aunque solo me queden tres para volver al desierto.
A la americana, ya me he «hecho» la acrópolis, el acuario, el museo, los jardines, el zoo y las catacumbas. Las piedras viejas no me entusiasman, pero los parques son maravillosos: el otro día me senté en uno de ellos a leer The Good Companions [«Los buenos compañeros], de J. B. Priestley. Me rodeaban miles de flores moradas y sobre mí pendía un macizo de capullos malva. La palabra que encaja aquí es «exótico», aunque suene manida. He visto recoger dátiles, algodón, plátanos. Los cactus son increíbles, literalmente. Fui a escuchar a Waldini y su Banda Gitana, un espectáculo agradable, nada chabacano.
Las tiendas están repletas de «riquezas de las Indias». Están atestadas de todo tipo de mercancías. Los artículos de importación son muy caros, pero abundantes, en especial los relojes, las cámaras y los refrigeradores (cosas difíciles de encontrar en el Reino Unido). En Alejandría puedes conseguir lo que quieras si tienes dinero para pagarlo. Dos tipos de la base salieron de fiesta varias veces y se gastaron tres libras por barba y noche. Me aseguran que merece la pena. Por doquier los viejos, los niños y hasta las propias mujeres preguntan si quieres una mujer. U otras cosas. «Hola, cariño», te dicen. Tengo que decir que de pensarlo me entran escalofríos. Un niño de seis años te ofrece en la calle preservativos a voz en grito, con el mismo entusiasmo y discreción que un quiosquero de Oxford Circus. Por todos lados venden libros como El amante de lady Chatterley, El pozo de la soledad y otros por el estilo, aunque al parecer censurados, a juzgar por la decepción patente de uno de los chicos, que en el tren se dio cuenta de que son más bien recopilaciones de fragmentos.
Las «delicias» de Alejandría son en su mayoría griegas o francesas. Algunas son guapísimas. Las mujeres egipcias se ponen horribles después de los treinta y muchas lo son ya de nacimiento. Las griegas y las francesas tienen bonitas siluetas, lo cual no es de extrañar dado que no trabajan demasiado. Las mujeres sudafricanas, al menos las que yo vi, me impresionaron por su belleza y su figura. Estas tampoco dan palo al agua, pues son las negras las que hacen todo el trabajo por cuatro peniques mal contados. Los compatriotas destacados en las ciudades se lo pasan muy bien, aunque deben de gastar bastante. El aire aquí me parece mucho más insalubre que el del desierto. Me imagino que debe de haber un ambiente muy al estilo Bloomsbury, extraordinariamente intelectual.
Lo siento, pero creo que no voy a poder volver a casa por Navidades, aunque con un poco de suerte, siempre que la «divinidad» no me obligue a recoger bártulos y me mande a Extremo Oriente, quizá lo consiga para las Navidades de 1945. El regazo de los Dioses es un lugar incómodo en el que descansar.
Siento lo de tus flemones. Deberías dejar a tu dentista privado y pagarte una consulta en el Hospital Dental de Leicester Square, donde al menos se preocupan de salvar dientes, no de hacer dinero empastando y quitando muelas. No te las saques antes de que sea imprescindible. Ve al Hospital Dental, son buena gente.
Quiero expresar toda mi simpatía ante tus esfuerzos por dejar el tabaco. Eres una buena chica, Bessie. Debo insistir en que no quiero que me veas como un superior. Por supuesto, llevo muy a gala ser especialmente perspicaz en algunas cosas (quizá poco importantes). En otras no lo soy, claro. Tú eres mejor que yo en francés, álgebra, aritmética. Yo me hago muchos líos (aun hoy) con el morse, la electricidad y el magnetismo. Tú y yo somos una pareja, hombre y mujer. Las desigualdades que en conocimientos y habilidad existan entre nosotros son responsabilidad nuestra.
Me preguntas si quiero que seas una mujer moderna par excellence y tú esperas que yo no sea un «chapado a la antigua». Bueno, soy lo suficientemente chapado a la antigua como para no querer que trabajes una vez nos casemos. Quiero que tu principal ocupación sea cuidar de mí. Pero, como he dicho antes, no quiero que te obsesiones con las tareas del hogar. Quiero que te intereses por otras cosas y, si es necesario, que te juntes con gente como tú, con la que compartas intereses. He visto (¡en el plano teórico!) cómo algunas mujeres dejan de ser útiles para el mundo en cuanto se casan. Yo quiero que tú, por decirlo así, desarrolles cosas que te haya sido imposible antes por las circunstancias de tu vida laboral. Puedo no ser, como ves, el tipo que cierra a cal y canto las puertas del harén, sino el que te da la oportunidad de hacer cosas. Obviamente, me caso contigo por egoísmo, no porque crea que un poco de ocio te pueda convertir en Van Gogh.
Me hace gracia eso de que no se me da bien gestionar el dinero. (La verdad es que no se me da bien nada salvo las cosas que según tú se me dan bien.) Supongo que cuando nos conozcamos mejor me tacharás de tacaño miserable. Pero podrás llevar encima siempre algo de efectivo, al igual que yo, lo que te dará cierta autonomía para cosas de andar por casa. En cualquier caso, tú te ocuparás del hogar y yo ayudaré solo si me lo pides.
Nunca te lo he preguntado en serio, ¿verdad? ¿Quieres casarte conmigo, Bessie (para bien o para mal)? No hay buenas razones para ello. El único pretexto que puedo darte es que siempre te querré. Responde, si eres tan amable, por correo ordinario.
Estoy seguro de que te resultará muy fácil ganarme por el estómago. Lo pasaremos genial convirtiéndote en «todo lo que un ama de casa debería ser». No dudo de que seremos felices, porque comprendemos las necesidades del otro. Nos llevaremos bien. Sí, encajamos a la perfección. Es maravilloso que la distancia no haya entorpecido nuestro entendimiento, tan fluido. No hay duda de que por tu parte has hecho una contribución enorme a esta unión que somos «nosotros».
Sí, me compré esos pantalones de pana unos meses después de estallar la guerra, y mucho antes de que todo el mundo empezara a ponérselos. Cuando mi madre me los vio, dijo: «Qué niñato tontorrón estás hecho, ¡esos pantalones solo se los ponen los artistas!». No le faltaba razón. De cualquier manera, son unos pantalones estupendos, de un material magnífico. Me alegrará que tengas pensamientos poco puros al respecto de su contenido.
Sí, mi madre será un poco incordio con su futura nuera. No porque sea mi madre, sino porque las suegras son un incordio. Sea como fuere, estaré en posición de ayudarte en lo necesario cuando llegue el momento. Mi actitud en una circunstancia de ese tipo sería: «Que les den por saco a todos». La verdad es que no soy muy aficionado a la familia.
Hoy he comido fresas, amiga mía, y estaban impresionantes. No tengo ni que decir que antes que cualquier fresa presente o futura te prefiero a ti.
Pienso en ti.
Con amor,
Chris

Capítulo 11
Cómo escribir la carta perfecta
Parte 3

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La edad de oro de la epístola no fue como la edad de oro del globo aerostático ni como la edad de oro del Leeds United: no es fácilmente definible ni muy celebrada. Es, no obstante, un buen tema de conversación. Madame de Sévigné ya protagonizó el siglo XVII mientras que lord Chesterfield y los adalides de la novela epistolar destacaron en el XVIII. Despuntando el XIX, John Keats aguarda expectante disimulando una tos. Todas y cada una de las décadas, contando desde 1680, han traído nuevas libertades y goces epistolares al público cultivado.

¿Y qué hay del declive de la carta inglesa? También aquí hay debate histórico. Definitivamente, comenzó mucho antes de la llegada del fax o del correo electrónico. Para muchos, en 1840, con el primer sello. El extravagante y bienintencionado timbre económico reproduciría el abaratamiento del arte epistolar, que quedó relegado a los profesionales. Cuando el escritor victoriano George Saintsbury consideró antologar una historia del género epistolar, recurrió a una frase que ya entonces se convertiría en cliché: «A la carta la mató el sello de penique».

Al parecer, la carta lleva muriendo desde entonces. En enero de 1919, la Yale Review informaba de que «el arte de escribir cartas se ha perdido», achacando a diversos motivos esa triste realidad: «Algunos culpan al teléfono, a la máquina de escribir, al telégrafo o al ferrocarril, que aturde al remitente sabedor de que su carta, que debía madurar en la saca del cartero, será entregada a miles de millas de distancia a las tres menos cuarto de la tarde del día siguiente. Otros dicen que el arte se perdió con la pluma de ganso. Pero la mayoría achaca la pérdida al moderno arte del ocio». La teoría, que a principios del siglo XXI nos sigue sonando vagamente familiar, era la siguiente: estábamos demasiado ocupados con el trabajo, los viajes y las presiones y exigencias de la vida moderna como para sentarnos un minuto, y menos aún para pensar y escribir cartas.

O, como decía Henry Dwight Sedgwick en Yale: «Hemos puesto en un pedestal las prisas, hemos puesto en un pedestal la prontitud, y hemos aniquilado el gusto por el ocio»[49]. Aún quedaba esperanza: «Hay aún, y siempre los habrá, convalecientes, lisiados, ociosos confesos, huéspedes varados en casas de campo un domingo por la mañana». A ellos había que confiar el futuro de las cartas. ¿Podía culparse a algún otro de la muerte de la carta escrita justo después de la Gran Guerra? Sí: a las escuelas. «Curiosamente, los profesores de literatura preferían enseñar cualquier cosa antes que a escribir cartas. Los muchachos y muchachas de entre doce y veinte años tenían que hacer redacciones y ensayos, como si Tom, Dick, Molly y Polly fuesen a estar escribiendo redacciones y ensayos toda la vida para sus padres, novios, esposos, esposas, hijos y viejos amigos.» La enseñanza de la lengua inglesa, así pues, estaba «dominada por los gramáticos», que deseaban apasionadamente que todos los niños y todas las niñas supieran «reconocer y nombrar a primera vista el genitivo partitivo o una cláusula adverbial» y por los reformistas de la educación, que consideraban la lengua hablada y escrita no como un arte sino como un mecanismo. «Unos y otros desdeñan al vago, y también el arte de escribir cartas.»

En 1927, en la introducción de English Letter Writers [Método de escritura de cartas en inglés], el antólogo R. Brimley Johnson se preguntaba si la carta escrita no debía de ser ya objeto de duelo. Una pérdida lamentable: «Las cartas que queremos nos enseñan el impulso por compartir la belleza y la pena con otra persona, por dar todo lo que hemos aprendido y obtenido de la vida, por aliviar un poco las cargas que, llevadas a cuestas en solitario, nos aplastarían y nos anularían nuestra existencia. El arte viene dado por la visión y la comprensión de esas realidades».

En 1929 la revista Prairie Schooner, publicada en el estado de Nebraska, ofrecía un obituario similar: «Se ha dicho, y no sin razón, que el arte epistolar debe enumerarse entre los logros del ser humano que han pasado a mejor vida», escribía Gilbert H. Doane. «Ciertamente, la escritura de cartas está en franca decadencia. Cada vez que vuelvo a casa y me reencuentro con viejos amigos y conocidos, la pregunta es recurrente: “¿Por qué no has escrito?”. Y siempre me responden: “Se me da muy mal contestar una carta. Estoy tan ocupado que rara vez dispongo de tiempo libre como para escribir una carta decente”.»

Nadie uso jamás la frase «la edad de oro de la carta escrita» en esos mensajes agoreros, pero todos tenían en común una actitud post-Edad de Oro: el halo quejumbroso que se adueña de la cultura cuando sus representantes, antaño influyentes, cobran conciencia de su debilitamiento. Según los criterios más sensatos, o al menos los más fácilmente cuantificables, la carta escrita jamás disfrutó de mejor salud que a finales del siglo XIX: había mucha más gente que antes escribiendo más regularmente que nunca, entre lugares cada vez más alejados unos de otros y por muy poco dinero. El volumen de correo per cápita en el Reino Unido se fue incrementando ininterrumpidamente a lo largo del siglo: 3,1 cartas per cápita enviadas en 1839, 13,2 en 1850, 47,5 en 1880 y 116,7 en 1910. En 1860 el servicio de correos entregó 564 millones de cartas; en veinte años esa cifra se dobló.

Otro indicador de la buena salud del correo fue el subgénero literario del que ya hemos hablado: el manual de instrucciones para la escritura de cartas, que aún gozaba de buena salud. Estos manuales seguían conteniendo listas estándar de fórmulas, tratamientos y despedidas apropiadas. La abundancia de títulos daría para llenar un puesto de libros: The Secretary’s Assistant: Exhibiting the Varied and Most Correct Modes of Superscription, Commencement and Conclusion of Letters to Persons at Every Degree of Rank [El asistente del secretario: Muestra de variadas maneras muy correctas de remitir, abrir y concluir cartas a personas de todos los rangos y jerarquías] (1842); The Art of Letter-Writing Simplified; by Precept and Example; Embracing Practical Illustrations of Epistolary correspondence of Every Age, in Every Station and Degree, and Under Every Circumstance of Life [El arte de la escritura de cartas simplificado, con preceptos y ejemplos, incluidas ilustraciones prácticas de correspondencia epistolar de todas las eras, cargos y rangos, para todas las circunstancias de la vida] (1847). No pasó mucho tiempo hasta que la revista satírica Punch comenzara a despellejarlos con sorna. Más cerca de la realidad que de la parodia, la plantilla epistolar en la que un hijo arrepentido pide a su padre ayuda recibía la siguiente respuesta: «Tu extensa carta puede destilarse, como el whisky, en tres palabras: “Paga mis deudas”»[50].

Además de intentar innovar en la cuestión del título, los manuales victorianos eran tan originales en su contenido como sus predecesores. En la década de 1890, por ejemplo, unos dos tercios de los ejemplos dados por The Favourite Letter Writer [El método preferido de escritura de cartas]eran cartas tomadas directamente de Familiar Letters for Important Occasions [Cartas familiares para ocasiones especiales], escrito por Samuel Richardson siglo y medio antes. Entre los ejemplos más populares: «De un tío a un sobrino, acerca de las malas compañías y vida disoluta durante sus días como aprendiz». Los manuales decimonónicos, no obstante, apelaban a una nueva clase de escritor de misivas, un grupo social que se había ampliado gracias al abaratamiento del timbre, la alfabetización y la expansión económica consecuencia de la industrialización.

En Estados Unidos, lo relacionado con la tinta y el papel estaba estrictamente regulado, siempre desde el sentido práctico y con ánimo de evitar a toda costa lo ordinario. Richard Alfred Wells escribía en Manners, Culture, and Dress of the Best American Society [Modales, cultura y etiqueta de la mejor sociedad estadounidense] (1891): «Para las notas formales, de cualquier índole, use papel grueso, liso, blanco y sin pautar. Dóblelo una vez y use sobres cuadrangulares a juego. Es permisible una letra inicial elegante en el encabezamiento de la hoja, pero nada más. Evite los monogramas, florituras y paisajes. Todo lo que no sea un diseño elaborado —y por demás costoso— da una impresión descuidada y es decididamente de mal gusto». En otro compendio para la etiqueta, Miss Leslie’s Behavior Book [El libro de conducta de miss Leslie], Eliza Leslie ofrecía más consejos: «La escritura no es tan legible sobre papel azulado como sobre papel blanco. La superficie debe ser suave y satinada».

Como ocurrió con Samuel Richardson en la década de 1740, al género no le faltaron autores bien conocidos dispuestos a unirse a la refriega. En 1888 Lewis Carroll creó un artículo para él indispensable para llevar una vida creativa satisfactoria. Lo consideraba tan útil que no comprendía cómo se las había arreglado sin él hasta entonces. Se trataba de «The Wonderland Case For Postage-Stamps» [«La Funda Maravillosa para Sellos»], una sencilla cartera con doce pequeños bolsillos para otros tantos tipos de sellos, desde el de penique al de chelín. No fue ninguna revolución postal, aunque Carroll afirmaba que la había inventado tras varias situaciones frustrantes en el envío de cartas o paquetes a ultramar u otros elementos de tarificación variable: con un «Wonderland» bien pertrechado de sellos, el usuario jamás volvía a quedarse corto de timbre. Lo bautizó, obviamente, en honor al País de las Maravillas de Alicia, personaje que garantizaría el éxito de la práctica invención de su creador. «No tardarán en aparecer imitaciones, sin duda», escribió Carroll. «Pero no podrán aparecer en ellas las dos “sorpresas ilustradas” que yo doy en mi Wonderland, pues están protegidas por derechos de autor.» Esas dos sorpresas eran dos dibujos inéditos de Alicia incluidos en la carterita: en uno sostenía un bebé y en el otro un lechón. Había otro motivo no obstante para comprar la Wonderland: un cuadernillo titulado Eight or Nine Wise Words About Letter-Writing [Ocho o nueve sabias palabras sobre la escritura de cartas].

Dicho cuadernillo comprendía tres partes: «Cómo comenzar una carta», «Cómo continuar con una carta» y «Cómo terminar una carta». Las instrucciones que en él ofrecía eran más interesantes que la mera estructura del contenido, entre otras cosas porque Carroll da por hecho que la mayoría de sus lectores jamás ha escrito una carta. «Si la carta es contestación a otra, lo primero que se ha de hacer es sacar esa primera carta y leerla de nuevo», comenzaba, «para refrescar la memoria al respecto de a qué cosas contestar y de la dirección actual del corresponsal (de lo contrario quizá dirijamos nuestra carta a su dirección habitual en Londres, por ejemplo, cuando nos ha especificado cuidadosamente otra dirección en Torquay)».

El siguiente consejo puede parecer quizá algo menos obvio: hay que escribir la dirección y pegar el sello en el sobre antes de empezar a escribir la carta. «Y os diré qué ocurrirá si no lo hacéis», augura Carroll.

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Un sello para cada ocasión: Wonderland, la solución de Lewis Carroll. Cortesía de The British Postal Museum and Archive, Londres, Reino Unido.

Seguiréis escribiendo hasta el último momento y, justo en mitad de la última frase, caeréis en la cuenta de que se os echa encima la hora de la recogida. Llegan entonces las prisas al despedirnos, firmamos con un garabato, el sobre queda mal cerrado y termina abriéndose en la oficina de correos. La dirección queda hecha un jeroglífico y descubrimos amargamente que se nos ha olvidado rellenar nuestra Wonderland. Gritos frenéticos por la casa pidiendo a todo el mundo un sello y carrera a la oficina de correos para llegar, sudando y resollando, justo cuando el cartero está recogiendo las cartas. Todo eso para que, una semana después, nos devuelvan la carta desde la Dead Letter Office, marcada con un «Dirección ilegible».

También se daban instrucciones sobre dónde colocar el remite y la indicación de escribir la dirección completa en la parte superior de la hoja. «Es muy molesto —hablo por experiencia— cuando un amigo que ha cambiado de domicilio encabeza su carta con un simple “Dover”, dando por hecho que el destinatario puede copiar el remite de una carta anterior que quizá haya destruido.» Carroll recomendaba también, cómo no, consignar la fecha completa, lo cual es de ayuda más adelante, cuando uno quiere recopilar y archivar sus cartas.

¿Cómo seguir con lo que hemos empezado? «Escribid legiblemente. ¡El humor habitual en la raza humana se endulzaría sensiblemente si todo el mundo obedeciera esta Regla! Las malas grafías que encontramos por doquier en el mundo se deben a las prisas. Por supuesto, quien la practica argumenta: “Lo hago para ahorrar tiempo”.» Carroll informa de que un amigo suyo tenía tan mala letra que le llevaba una semana descifrar el galimatías. «¡Si todos mis amigos escribieran así de mal, dedicaría media vida a leer sus cartas!»

Con respecto al contenido, lo óptimo es comenzar hablando sobre la última carta de nuestro corresponsal. Si queremos hacer referencia a partes específicas, citémoslas para evitar malentendidos. Si se levanta controversia, procuremos no repetirnos. Si hemos escrito algo que pudiera resultar ofensivo, dejemos reposar la carta durante un día y leámosla entonces poniéndonos en la piel del destinatario. «Esto nos empujará en muchas ocasiones a reescribir una y otra vez, quitando hierro y sustituyéndolo por paños calientes.» Otras de las reglas de Carroll son:

Si tu corresponsal hace una observación dura, haz oídos sordos o endulza tu respuesta. Si tu amigo se muestra amistoso, que tu respuesta lo sea aún más.
No intentes tener la última palabra: deja que los asuntos sigan su curso con gentileza. ¡Recuerda!: «La palabra es de plata, pero el silencio es de oro». (Nota: si su corresponsal es una dama, esta regla es superflua: jamás tendrás la última palabra.)
Si insultas al destinatario de su carta en broma, que se note que es en broma.
Si escribes que has adjuntado un cheque o la carta de otra persona, «deja de escribir un segundo: ve a por el documento aludido y, muy importante, mételo en el sobre. De lo contrario, es muy probable que termines encontrándotelo encima de la mesa después de echar la carta al buzón».
Cuando se nos termine una hoja, hemos de usar otra nueva. «Hagas lo que hagas, no escribas apaisado, aprovechando los huecos entre líneas. Recuerda el viejo proverbio: Cross-writing makes cross reading». [Literalmente, «leer entre líneas enoja a cualquiera»; Carroll reconoció más tarde habérselo inventado.]

Su consejo sobre cómo concluir una carta informa cumplidamente sobre cómo eran las despedidas a finales del siglo XIX en inglés. Carroll detectó «al menos una docena de variedades antes de llegar al yours affectionately (literalmente, «afectuosamente suyo»), muchas de las cuales nos siguen siendo familiares: yours faithfully, yours truly («fielmente suyo»), your most truly («muy fielmente suyo»). Su consejo era consultar la última despedida del destinatario de nuestra carta para igualar la nuestra o hacerla aún más cariñosa. Llama Carroll la atención sobre «un muy útil invento» conocido como postdata o post scríptum, que ya entonces se abreviaba P. S. «La postdata, sin embargo, no es, como muchas damas creen, el lugar al que relegar la idea o el cometido central de la carta: sirve más bien para arrojar a las sombras cualquier nimia cuestión sobre la que no queremos importunar demasiado.»

Y llegamos a la advertencia final. «Cuando lleves tus cartas a la oficina postal, llévalas en la mano. Si las guardas en un bolsillo quizá te apetezca de repente dar un largo paseo por el campo y, cuando regreses a casa, te darás cuenta de que todavía la llevas en el bolsillo (hablo por experiencia).»

Dos años más tarde, el popular semanario All The Year Round publicó su propio manual para la escritura de cartas, inspirado por los inéditos niveles de mezquindad a que según el anónimo autor se había rebajado el arte epistolar[51]. Comenzaba este con un argumento indiscutible: «Hay cartas y cartas. Para escribir una carta no hace falta mucho, pero escribir una carta buena es otro asunto». El logro máximo era «pintar con las palabras como un artista y escribir como un escritor. Pero no habrá rigidez ni falta de gracia en esas palabras, pues serán fieles a la Naturaleza. No importa cuán triviales los eventos narrados: son hechos que interesan tanto a escritor como a lector y que poseen un encanto —al que contribuyen el estilo sencillo y coloquial— que los hace siempre aceptables por parte de remitente y destinatario».

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Charles Dickens en actitud creadora, 1858. Cortesía de Trustees of the Watts Gallery, Compton, Surrey, Reino Unido/The Bridgeman Art Library.

No todo el mundo puede escribir así, claro está, y no a todo el mundo se le puede enseñar, pero All The Year Round ofrecía de grado muchos consejos sobre cómo, al menos, aspirar a esa grandeza. El primero de ellos se refería al problema más frecuente: la ilegibilidad. «Hoy es más fácil que nunca escribir: los más pobres reciben educación y las escuelas se llenan, […] el papel, la pluma y la tinta son artículos baratos y de calidad.» Sin embargo, nadie parecía molestarse por escribir claramente, se queja el escritor, ni por mejorar la calidad de su escritura. Y los que lo hacían, sin embargo, se mostraban tan descuidados que preferían escribir no en papel convencional sino en trozos de papel usado o incluso en los márgenes de una hoja de periódico. Los peores infractores eran al parecer los obispos, versión decimonónica del médico con mala letra de hoy: «El hecho de que estos reverendos señores de bien no sean buenos amanuenses o, hablando en plata, el que tengan letra tan nefasta, se ha hecho tan público y notorio que el dicho “tiene letra de obispo” se ha hecho ya popular».

¿Qué ocurre sin embargo con quienes tienen buena letra pero sin embargo no escriben? «Esto es culpa principalmente de la juventud y tiene su origen en el egoísmo inconsciente. Los jóvenes dedican todo su pensamiento y tiempo al placer y a las aficiones. Es más divertido e interesante escribir cartas a otros jóvenes de la misma edad que las obligadas misivas a padres y parientes.» ¿Estos terribles personajes no escribían entonces nunca? «Escriben alguna que otra carta mezquina y desconsiderada, de forzado estilo, a aquellos que les han consagrado toda una vida de esfuerzos, mientras dedican folios y folios de palabrería a amigos del alma a los que no deben nada.»

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1907: los franceses nos explican dónde ponerlos. Cortesía de Westmount Public Library Postcard Collection, Westmount, Quebec, Canadá.

¿Hay delitos peores? Al parecer sí. La siguiente cita se atribuye al poeta William Cowper y también a Jane Austen: se puede calificar la redacción epistolar como el arte del discurso silencioso; la mejor carta a un amigo es la que habla, la que se lee como si el remitente estuviera contándote las cosas tomando un té. Tal observación sigue teniendo sentido hoy: «Saltar de un tema a otro, según surja. […] No omitir nada que sea de interés y relatarlo todo con estilo sencillo y natural». Sin embargo, son muy pocos los que escriben de verdad con esa fluidez de arroyo cristalino. ¿A quién culpar? A los manuales. Son demasiados quienes «adoptan un estilo verboso, forzado y antinatural, tan distinto al de la conversación ordinaria, recurriendo a más polisílabos de lo habitual. En lugar de mend usarán repair, en lugar de enough, usarán sufficient, etcétera. Parece así que sus cartas las ha escrito otra persona. Se pierde así uno de los grandes encantos de la correspondencia: su identificación con el remitente».

Existían sin embargo otras maneras más ingeniosas de hacer llegar el mensaje. Desde los comienzos del sistema postal se habían enviado por correo tarjetas (quizá las más antiguas sean las tablillas de Vindolanda). Su auge llegó sin embargo a comienzos del siglo XX. La tarjeta postal con imagen incluida triunfó con la popularización de las vacaciones costeras (el Museo y Archivo Postal Británico estima que entre 1902 y 1914 se enviaron cada año hasta 800 millones de tarjetas postales). Se contaba en ellas lo que siempre se ha contado en una postal: ojalá estuvieras aquí conmigo, hace un tiempo regular, besos para todos. Eran sin embargo un medio expuesto al ojo curioso, que podía leer su contenido en cualquiera de las etapas del viaje. Ocasionalmente había que transmitir alguna intimidad, y para ello apareció un código basado en la forma de pegar el sello (antes de 1840, ese código estaba formado por trazos o símbolos dibujados en el sobre). Un sello colocado al revés en la esquina superior izquierda significaba, así pues, «Te quiero». Un sello apaisado en ese mismo lugar significaba «Mi corazón pertenece a otra persona». Etcétera.[52]

En el correo escandinavo las cosas se complicaban aún más. En Suecia se vivieron con especial pasión las posibilidades de ese código filatélico, tal y como deja claro Jay Smith, especialista de Carolina del Norte, en su interpretación de una tarjeta postal sueca de 1902. En ella aparecen ocho sellos en distintos ángulos y sus significados (traducidos): «Quema mi carta», «La fidelidad es una recompensa en sí misma», «No puedo aceptar tus felicitaciones», «Has pasado la prueba» y, quizá consecuencia de noches demasiado largas y oscuras, «Déjame solo (o sola) con mi dolor y mi pena».[53]

* * * *

Pero quizá el manual más útil de todos los conocidos sea el publicado en Shanghái en 1938. Escrito por Chen Kwan Yi y Whang Shih, Key to English Letter Writing [Claves para la escritura de cartas en inglés] era una guía con un doble propósito: enseñaba a los chinos a redactar cartas particulares y de negocios en un inglés levemente chirriante y proporcionaba a los lectores ingleses datos muy valiosos sobre hábitos personales y comerciales de los chinos que no tenían forma de conocer de otro modo. A diferencia de las guías anglosajonas, estas plantillas epistolares no solían tratar sobre hijos descarriados y padres sufrientes, ni daban recomendaciones sobre cómo dirigirse a una duquesa. Los ejemplos dados eran más mundanos y, conceptualmente, más profundos.

Daban prueba asimismo de una extrema generosidad, como muestra este ejemplo de carta dirigida a un recién casado: «He sabido a través del señor B que el pasado miércoles se casó usted con la señorita C. Le ruego acepte el pescado adjunto como humilde prueba de mi afecto». Y ¿qué decir cuando el matrimonio da su fruto? «Permítame felicitarle por la llegada de un hijo a su familia. Le ruego acepte el cesto de pescado surtido adjunto como celebración de este feliz acontecimiento.» ¿Se vería premiado un ascenso, digamos en la judicatura, también con un buen pez? Por desgracia, no: «Señor, he sabido con gran satisfacción que se lo ha admitido a usted en el colegio de abogados y que ha abierto usted un bufete. […] Reciba la bicicleta adjunta como sencilla prenda de mis mejores deseos de éxito».

The New Yorker topó con un manual chino publicado en el neoyorquino barrio de Chinatown a mediados de septiembre de 1939, dos semanas después del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Todo, hasta la calamidad más probable, era excusa para una fiesta: «El incendio declarado en su vecindario anoche debió de causarle la mayor de las alarmas. Me alegra saber que su casa salió indemne. […] Acepte por favor esta docena de botellas de champán como felicitación sincera».

No obstante, había que mostrarse cauto, pues los regalos podían entenderse como un atrevimiento excesivo, sobre todo cuando el romance aún no ha florecido: «En la actual etapa de nuestra relación», se anima a la joven a escribir al pretendiente un poco pesado, «no veo justificado aceptar regalos que en mi opinión solo son de recibo en amistades íntimas o de muchos años».

Lo que está claro es que aquello funcionaba: setenta y cinco años después, el chino educado medio tiene un conocimiento del inglés mejor que el que cualquier inglés educado medio pueda tener del chino y sus dialectos (gracias solo en parte a las guías de redacción epistolar de las que acabo de hablar). Sin duda, los obsequios en forma de pescado siguen poniendo a prueba la determinación de los carteros, desde Quanzhou a Jinchang. Pero eso no es todo. Key to English Letter Writing contiene también un listado de formas abreviadas de los nombres cristianos más habituales, para no mostrarnos tan formales en nuestra carta una vez se ha intimado. Si tenemos un amigo llamado Charles, tras unas pocas cartas podremos empezar a dirigirnos a él como «Chaos» [en inglés, «caos»]. Si se llama Thomas, lo llamaremos cariñosamente «Jommy». Si es Stephen, lo tendrás como pen pal de por vida si lo llamas «Steenie».

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Fotografías

14232134, SOLDADO ESPECIALISTA BARKER

H. C., ALA 30, 1.ª COMPAÑÍA, 9.º COMUNICACIONES

(FORMACIÓN AÉREA),

FUERZAS CENTRALES DEL MEDITERRÁNEO

4 y 12 de agosto de 1944
Mi querida Bessie adorada:
Esta va a ser una carta breve y apresurada para comunicarte la noticia de que he hecho una corta y tranquila travesía en barco al Mando mencionado arriba [en Nápoles] y que todo está siendo muy interesante. Tengo grandes expectativas sobre lo que nos espera. Imagina mi alivio cuando descubrí que no me enviaban a la India y el placer que me produce compartir de nuevo continente contigo. Hoy será quizá la última vez en mi vida que duerma sobre arena (anoche cayó un poco de entre mi ropa sobre el suelo de del barracón, mientras hacía la cama).
No tengo mucha queja de Libia, pero no está mal dejar atrás los omnipresentes camellos y la arena y volver a ver árboles, casas, calles, civiles y otras cosas que me acercan a Inglaterra. Solo llevo aquí un día, así que no esperes que te cuente mucho sobre el lugar. Aparte de la amplia gama de uniformes, nadie diría que estamos en guerra. No falta el alimento. Muchos niños pequeños recuerdan a los de Egipto, pero los adultos visten bien y tienen una apariencia normal. Las mujeres son atractivas y lánguidas y visten ropas de distintos tipos y tejidos. (Yo regalé mi ración de preservativos a uno de los camaradas, que tiene más apetito que yo.) Hay un buen Instituto de las Fuerzas Armadas y un YMCA, en el que compré dos pasteles (a penique la unidad) y una taza de té por seis peniques (diez lire). Venden además sedas y satenes excelentes pero muy caros. Extrañamente, no hay muchas heladerías aunque hoy me tomé una limonata deliciosamente gélida por otros seis peniques. Se cultivan muchos tomates, almendras, peras, etcétera. Por desgracia, no puedo viajar con mi hermano, pero pronto lo volveré a ver y haremos algún viaje juntos de nuevo para contarnos nuestras experiencias.
¡Imagina las ganas que tenía hoy de recibir tus fotografías, además de estas cartas que me han llegado últimamente! ¡Qué encantadora estás! ¡Qué guapa! ¡Qué admirable! Querida, querida, queridísima Elizabeth, ¿qué me estás haciendo, qué nos estamos haciendo el uno al otro? ¿Cómo no me fijé en ti, por qué estuve ciego, qué puedo hacer al respecto? No quiero usar palabras ordinarias ni la jerga usual para decirte lo mucho que siento por ti y hacerte ver cuánto me duele la espera. Vales mucho más de lo que yo jamás podría darte, pero tu amor me inspira y me empuja a pensar que quizá pueda llevarme el gato al agua. Te devolveré más adelante las fotografías tomadas en Great Yarmouth y en Rannoch Moor. Supongo que les tienes aprecio a ambas. Con las otras cuatro (es maravilloso tener tantas) tendré de sobra para extasiarme. Ya les he echado una decena de vistazos furtivos. Estoy deseando encontrar el momento para poder dedicarles una primera mirada tranquila, cuando esté solo y pueda imaginar mejor que estás conmigo. Cuando tú mires mis fotografías, imagina que yo las estoy mirando a la vez. Habrá muchas ocasiones de que eso ocurra, porque las miraré muy a menudo. Mírate alisándote la falda, mírate enseñando los pies descalzos, mírate junto a esa barca. La curva del pecho que tu suéter oculta es deliciosa. Mírate con la otra chica, con tus pantaloncitos de terciopelo, las rodillas desnudas. Uf. ¡Esto pasa de castaño a oscuro! Es excelso, celestial, y tú eres una maravilla, algo divino. ¡Una delicia, una exquisitez, mi mujer de otro mundo! ¡Mi encantadora esposa!
Te quiero,
Chris

28 de septiembre de 1944
Queridísima mía:
Tu [carta] llegó hoy a mediodía, menos de cuatro días después de la fecha del matasellos.
Aunque aplaudo cualquier decisión o resolución por tu parte, realmente no quiero hacerte infeliz al respecto del tabaco. No creas que pienso mal de ello. Espero que triunfes en tu determinación de dejarlo. No te daré consejos, seguro que ya recibes muchos. Sé que lo haces por mí. Déjame decirte lo orgulloso que estoy y cuánto me complace.
Sabes que, antes de salir del desierto, tuve que destruir la mayoría de nuestras cartas. Me quedé con muy pocas. No podía ser de otro modo; en ellas me decías tantas cosas… Tuve que quemar muchas, pero desde entonces me han llegado otras veinte. Todas me son preciosas, todas me hablan deliciosamente de tu amor, de tu fragancia. Pero en la premura de un traslado hacia nadie sabe dónde, no te lo puedes llevar todo.
No nos será fácil tratarnos en los momentos inmediatos a mi vuelta. Habremos de refrenarnos. Espero que tengas oportunidad de hacer algún progreso en la búsqueda de vivienda antes de mi llegada, aunque sé que no es fácil. Espero también que cuando dejen de caer por fin las bombas volantes te apetezca comprar algunos pequeños útiles domésticos. Necesitarás peladores de patatas, batidores y todo tipo de cosas. Nos ahorrará mucho tiempo y esfuerzo buscarlos de antemano.
He oído más cosas sobre las costumbres propias de este pueblo, que probablemente sean las comunes a toda la región. No hay cortejo antes del matrimonio: el joven escribe a los padres de su pretendida. Estos consienten en su caso invitándolo a tomar el té. Jamás se deja a solas a la pareja, y él no le tocará siquiera la mano hasta que sean marido y mujer. Quizá algunos matrimonios se arreglen desde el Cielo, pero no los que se celebran en esta parte del mundo. Ninguna chica se atrevería a dejarse ver charlando con un hombre (menos aún un soldado), por miedo al qué dirán. Nuestros chicos no se las prometen muy felices, no hay muchas chicas disponibles. Aunque algunos han tenido su momento dulce (y caro, eso sí).
He conocido a un camarada aquí, año y medio menor, que estudió en la misma escuela que yo. Hemos charlado largamente sobre los profesores y recordamos a varios compañeros. También conversé el otro día con un chico que vive en Leeds. Se casó un par de años antes de estallar la guerra y lleva también dos años fuera de Inglaterra. Su mujer dio a luz a un niño en junio (el padre es un hombre casado y con dos hijos). Ella le pidió perdón, como es natural sin éxito. He oído varios casos similares, con diversas variaciones. Situaciones muy feas, en la raíz de las cuales está la separación provocada por la guerra, supongo. Es bonito pensar que vivimos en un mundo donde la norma es la constancia y el respeto a las promesas, pero no es así. Nuestros chicos se quejan de cómo se comportan los yanquis, pero lo cierto es que son muchos los ingleses de conducta poco honrosa.
Te quiero,
Chris

Capítulo 12
Más cartas a la venta

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Hasta Virginia Woolf iba a veces a la playa. A mí nunca me pareció una mujer aficionada a la costa, ni en su literatura ni en su forma de ser. Siempre vi en ella (¿soy el único?) a una de esas personas con los puños de la blusa manchados de tinta, una pálida efigie con horquillas en el pelo, absorta en la sala de lectura del Museo Británico, una de esas mujeres que pasean por Russell Square hecha una sopa. Le apasionaban su obra y sus amoríos, claro está, pero cuando viajaba a la costa se asomaba al faro desde una ventana umbrosa. ¿O alguien se imagina a Virginia en traje de baño a listas y gorrito combinado, jugueteando con las olas?

No hay que imaginarlo: hay foto, tomada en la playa de la localidad de Studland, en el condado de Dorset, probablemente en 1908, cuando Woolf tenía veintiséis años y todavía llevaba el apellido Stephen. Esta aparece feliz y sonriente junto a Clive Bell, que se había casado el año anterior con Vanessa, la hermana de Virginia (se desconoce el fotógrafo, pero pudo ser la propia Vanessa). El bañador era alquilado y en sus cuadernos Virginia lo calificaba de «unisex» y añadía que por eso le quedaba perfectamente. Recordaba además haber nadado hasta muy adentro, «una anémona a la deriva en el mar».

En una carta que acompañaba a la fotografía, escrita a Clive Bell el 19 de febrero de 1909, Woolf contaba que había asistido a una fiesta celebrada por su editor, Bruce Richmond, en la que se sintió «como una caníbal, porque la cena estaba riquísima y yo sabía con qué se había cocinado todo: con la sangre de jóvenes hombres y mujeres respetables, como yo misma».

Me temo que hoy no podemos creer que el genio pase hambre, aterido en su buhardilla. Somos una jauría horrible de arpías; detesto especialmente a los escritores de mediana edad hasta cierto punto distinguidos. Me recuerdan a esos buitres de cuello pelado del zoo, con sus ojos inyectados en sangre, siempre al acecho de un pedazo de carne cruda. Deberías haber oído las charlas y riñas en que se meten, y el arrullo complaciente y suave de los que ya han recibido su ración. Lady G[¿regory?], esa gran oca, era la que más alto graznaba. El resto, sentados en torno a ella, charlábamos en voz baja, medio envidiosos, medio muertos de la risa.[54]

Woolf todavía no había alcanzado la mediana edad, y habría sido muy optimista al pensar que era hasta cierto punto distinguida. Faltaban aún seis años para la publicación de Fin de viaje, su primera novela; en ese momento, sus mejores textos habían aparecido en cartas y revistas literarias. Su participación en el grupo de Bloomsbury, sin embargo, le granjeó muchos admiradores por motivos ajenos a la literatura; entre ellos, Sydney Waterlow, diplomático del Ministerio de Asuntos Exteriores y viejo amigo de Clive Bell, que la pretendía. En 1911 Waterlow le pidió matrimonio, pero ella declinó. Waterlow persistió y las objeciones de ella se recrudecieron, en parte, se imagina uno, porque ya estaba casado, y en parte porque no le correspondía en absoluto.

«No creo que jamás sienta por usted lo que debo sentir por el hombre con el que me haya de casar», escribió en diciembre de 1911. «Siento que tiene usted en su mano el dejar de pensar en mí como la persona con que desea casarse. Sería imperdonable por mi parte si no hiciera todo lo posible por salvarle de lo que sería —en lo que a mí respecta— un enorme despropósito.» Y, para rematar, el último clavo: «Espero que sigamos siendo buenos amigos, en cualquier caso.»

Estas cartas marcan el inicio de una carrera en cuyo otro extremo aparece la notable secuencia de ocho cartas, escritas entre el 28 de marzo y el 6 de abril de 1941 por Leonard Woolf, el hombre con el que decidió casarse, y la hermana de Virginia, Vanessa Bell. Se dirigían todas ellas a Vita Sackville-West, ferviente amiga de aquella y probablemente su amante, y documentan el periodo inmediatamente posterior a su suicidio.[55] Woolf había escrito dos notas de suicidio a Leonard y a Vanessa, que hoy día se conservan como objetos preciados.[56] Lo que ocurrió después no es tan conocido, sin embargo. A mayo de 2013, la carta siguiente, escrita en tinta verde por su marido el día de su muerte, un 28 de marzo, sigue estando en manos de un particular:

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Nada de ahogos: solo risa. Virginia Woolf y Clive Bell en Dorset. De la colección de William B. Beekman, cortesía de Glenn Horowitz Bookseller, Inc..

No quiero que veas en los periódicos ni que oigas en la radio el horror de lo que le ha ocurrido a Virginia. Ha estado muy enferma estas últimas semanas y le aterrorizaba perder la razón de nuevo. No descansaba ni comía, supongo que por la tensión impuesta por la guerra y por la finalización de su libro[57]. Hoy ha salido a dar un paseo. Ha dejado una carta en la que decía que iba a suicidarse. Creo que se ha ahogado, porque he encontrado su bastón flotando en el río, pero no he podido dar con su cuerpo. Sé lo que sentirás y lo que sentías por ella. Ella te quería mucho. Estos últimos días ha pasado por un infierno.

Al día siguiente, Vanessa le escribe a Vita lo siguiente:

Leonard dice que te iba a escribir. Yo lo hago porque siento que quiero estar en contacto contigo de algún modo, pues creo eres la persona a quien Virginia más quería, fuera de su propia familia. Estuve allí ayer de casualidad y lo vi. Por supuesto, se mostró muy tranquilo y sereno, e insistía en que lo dejásemos a solas. No hay nada que yo pueda hacer por el momento. ¿Podríamos quizá vernos tú y yo en alguna ocasión? Sé que es difícil. Pero nos las arreglaremos en breve. Ahora solo podemos esperar a que pase el horror, todas estas cosas que de algún modo hacen casi imposible sentir nada. Perdona la mala letra.

Más de una semana después, el cadáver seguía sin aparecer. El 6 de abril, Leonard Woolf escribió de nuevo a Vita: «La semana pasada dragaron el río pero creo que han abandonado la búsqueda». Y ese mismo día, Vanessa le escribe también: «No hay novedades, claro. Parece probable que jamás las haya. Quizá sea mejor así».

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La oficina de correos según los óleos de Vanessa Bell. Copyright ©Estate of Vanessa Bell, Cortesía de Henrietta Garnett/The British Postal Museum and Archive, Londres, Reino Unido.

Nosotros sabemos lo que pasó. Y conforme leemos, vamos sabiendo más que los implicados. Que esto sea algo habitual en la lectura de cartas —una falibilidad inherente— redunda en el valor de esos documentos. Las cartas, vistas en retrospectiva, son algo terrible. Aquí tenemos a Virginia Woolf solo tres años antes, demostrando un imborrable regocijo por el que parece su destino en una carta dirigida a su hermana acerca de la tranquilidad que vive junto a Leonard, en su casa de la pequeña localidad de Rodmell, condado de Sussex, tras una visita a lo que ella llamó la «batalla» de ese Londres «abominable»: «Aquí vislumbramos una soledad celestial, a veces durante uno o dos días», escribía en octubre de 1938, a los cincuenta y seis años.

Temperamental como soy, durante un paseo por un campo de champiñones le propuse a L. lo siguiente: «Gracias a Dios nos quedaremos solos; jugaremos a los bolos y luego leeré a Sévigné, y a continuación cenaremos jamón al horno y champiñones, después pondremos Mozart. ¿Por qué no quedarnos aquí para siempre, disfrutando de este ritmo inmortal en el que descansan tanto el ojo como el alma? Estamos tan serenos, tan felices.[58]

Estropea su extática felicidad la intrusión de visitantes que nunca se marchan («Un intervalo de horror puro, de desesperanza inconsolable»), pero al final es su cordura lo que la abandona. Dos semanas después de que Vanessa escribiese a Vita sobre la desaparición del cadáver de su hermana, envió otra carta en la que contaba que el cuerpo había sido encontrado por unos niños en una orilla lejana.

Ha sido otro golpe que ya esperábamos no encajar. Creo sin embargo que Leonard hablaba en serio cuando me dice que lo más horrible ha quedado atrás. [...] Ayer fue la incineración en Brighton; no quiso que acudiera así que no lo hice. No hubo ceremonia. Nada. Pobre Ethel[59], que me había escrito para expresarme su deseo de que la enterrasen en una iglesia en el campo. Habrá quedado decepcionada, aunque después de todo cualquier otra cosa habría sido demasiado extravagante.

La imagen de Virginia Woolf caminando hasta la orilla del cercano río Ouse y llenándose los bolsillos de piedras es otra de las indelebles, aún más quizá por cómo contrasta con la risueña escena de playa, en la flor de la juventud. Pero la historia epistolar no termina aquí. Woolf en una ocasión definió el género epistolar como «el arte más humano, que hunde sus raíces en el amor a los amigos»[60]. Así pues, tiene sentido que su historia siga desarrollándose entre esos amigos tras su muerte: hay otra secuencia de cinco cartas entre Leonard Woolf y Vita Sackville-West, entre mayo y junio de 1941, en la que llegan a un acuerdo sobre el testamento de Virginia.

Estas cartas están mecanografiadas (en contraste con las cartas sobre la muerte de Virginia, autógrafas) y en ellas se escenifica una amistosa disputa. «Virginia te ha dejado uno de sus manuscritos, pero indica que elija yo cuál, y el juez me ha pedido que le informe ya de cuál va a ser», escribía Leonard el 24 de mayo, proponiendo Los años o Flush, la muy exitosa biografía del cocker spaniel de Elizabeth Barrett Browning (que le inspiró la lectura de las cartas de esta). Pero Vita evidentemente quería otro, bien Las olas, bien Al faro. Cinco días después, Woolf escribe: «Me alegro de que hayas sido franca, como siempre. Yo también lo seré». Los manuscritos se convirtieron en objeto de un feroz regateo: Leonard deseaba quedarse con Las olas y ofrece a Vita el de La señora Dalloway. Leonard también pide a Vita que le envíe las páginas inéditas de Orlando que ella posee, y en una carta posterior se las devuelve, convencido de que están incompletas. Sackville-West insiste entonces en que ella debería heredar el manuscrito de Al faro, a lo que Leonard se niega. La última carta, inédita, que este envió a Vita a este respecto dice así:

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De la colección de William B. Beekman, cortesía de Glenn Horowitz Bookseller, Inc..

Estimada Vita:
Aquí tienes el libro. Envío también el manuscrito de La señora Dalloway. Entiendo que puedo hacerlo aunque no se haya fijado aún la herencia. La primera parte se titula Las horas, que es como V. deseaba titular a la obra completa originalmente.
El huerto ha acusado muchísimo el mal tiempo. Creo que este año es el que menos producción hemos tenido desde que llegamos aquí.
Afectuosamente,
Leonard Woolf

* * * *

Las cartas, todas las cuales salvo una ocupan una única cara, están escritas sobre un papel color azul claro o beis y redactadas con letra ágil pero legible, en tinta verde o negra. Emociona el mero hecho de sostenerlas. Yo tuve la oportunidad en un lugar insospechado: en las oficinas de Glenn Horowitz Bookseller Inc., sitas en un sexto piso de la calle 18 Oeste, en el centro de Manhattan. Pude curiosear entre las cartas de Woolf, dispuestas sobre una gran mesa, en carpetas de plástico. Tuve la oportunidad así de reflexionar sobre un oficio en extinción: el del librero preocupado por reliquias mohosas que pone a disposición del curioso primeras ediciones firmadas y otros objetos oscuros y seductores imposibles de encontrar por Internet.

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«La semana pasada estuvieron dragando el río […]» Cartas a Vita Sackville-West en 1941. De la colección de William B. Beekman, cortesía de Glenn Horowitz Bookseller, Inc..

Las oficinas de GHB, no obstante, no van a extinguirse ni huelen a moho, porque también se dedican a otra cosa: a comerciar con almas literarias. Horowitz, en la cincuentena larga, de pelo crespo y gris, podría pasar por el hermano duro y frío de los Marx. Dirige una firma de brókeres literarios que comercia con material de archivo (fundamentalmente manuscritos, cuadernos y cartas) de escritores famosos. Horowitz ha gestionado las ventas de los archivos de Vladimir Nabokov, Norman Mailer, Bernard Malamud, Joseph Heller, Kurt Vonnegut, Nadine Gordimer, J. M. Coetzee y David Foster Wallace, entre otros. Además, ha comprado cartas de presidentes estadounidenses y vendió por cinco millones de dólares los papeles que los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein conservaban del caso Watergate. Algunos archivos de pequeño tamaño son comprados por particulares, pero la mayoría de los grandes acaban en instituciones: la Universidad Emory de Atlanta, quizá, o Harvard, la colección Berg de la Biblioteca Pública de Nueva York, o quizá el más ostentoso y al parecer insaciable de todos, el Harry Ransom Center de la Universidad de Texas, Austin.

Horowitz no es de los que se quedan esperando a que los artículos interesantes salgan al mercado, sino que busca activamente a los escritores que en su opinión pueden guardar objetos de valor. Por ejemplo, recientemente ha estado en contacto con Tom Wolfe, a quien está intentando convencer de que vender su archivo no es indicio de defunción creativa ni de haber dejado de ser un Máster del Universo. Los manuscritos de El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron o de La hoguera de las vanidades, con las enmiendas del editor y acompañados de las cartas de sus fans más freaks valdrán más mientras su autor esté vivo. Además, si sigue estándolo cuando se vendan, podrá unirse a la fiesta y disfrutar del dinero, que no será poco.

Glenn Horowitz es, como cabría esperar, una especie de hombre espectáculo. Habla la jerga del showman, una extraña combinación de hipérboles y lítotes, con un vocabulario peleón que saca lo teatral de cualquier cosa cotidiana. Escuchémosle contar cómo amplió su negocio de venta de libros raros, con veintipocos años, a la venta de archivos. «Yo no sabía hacer la o con un canuto. Pero obviamente tenía instinto. Venía de una familia de buhoneros judíos, gente que había llegado al país con la inmigración y que literalmente iba por la calle con carritos llenos de cosas». El primer archivo que vendió, en 1981, fue el del poeta W. S. Mervin, ganador del Pulitzer. Lo compró la Universidad de Illinois. «Al principio la institución ofrecía 25.000 dólares pero terminé consiguiendo 185.000. Yo me llevaba un 15 por ciento de comisión. Cuando llegó a mi mesa el cheque de 28.000 dólares, caí en la cuenta de que jamás había ganado tanto dinero de golpe en mi vida y de que no volvería a ganarlo vendiendo libros. Concluí que aquello era una vuelta de tuerca muy interesante a la tradicional dinámica de compraventa en el mundo literario.»

Horowitz gestionó otras muchas colecciones en la década siguiente, aunque nada demasiado espectacular. Entonces, en 1991, lo «convocaron» Vera y Dimitri Nabokov a Suiza «para que los ayudara a resolver un problema aparentemente irresoluble: qué hacer con el archivo de Vladimir. Yo iba y venía de Nueva York a Montreux y tras medio año o nueve meses de intensas negociaciones, la Biblioteca Pública de Nueva York se llevó el lote por un millón y medio de dólares». Aquella transacción marcó «un punto de inflexión. Desde ese momento supe (y también quienes se enteraron de aquella operación) que poseía ciertas dotes para la negociación y la conciliación de intereses contrapuestos, y que además era capaz de dar a un archivo literario un valor por entonces inédito».

A partir de entonces parecía inevitable que terminase gestionando los papeles de los periodistas del Watergate, los de John Updike, Mailer («para el que hizo falta un camión pequeño») y Cormac McCarthy, las fotografías de Elliott Erwitt, los fondos de la agencia Magnum, «etcétera, etcétera, etcétera». Horowitz calcula que el 85 por ciento de su mercado está formado por instituciones dedicadas a la investigación «en busca de prestigio académico».

Estas instituciones, no obstante, ya se habían hecho con muchas colecciones de interés antes de que Horowitz y otros como él entrasen en escena. Y por mucho menos dinero, gracias a las donaciones. Los escritores consideraban un honor que su «vida en papel» se conservase en Harvard, y existía la controversia de si la preservación de esos materiales debía correr a cuenta de los sucesores. Las cosas cambiaron gradualmente tras la guerra, pues bibliotecas y universidades contaban cada vez con más recursos y patrocinios. Algunas instituciones, como la Universidad de Texas, vieron en la acumulación de material literario único una manera de entrar en la élite académica. Horowitz creó lo que él llama un «entorno competitivo» para este tipo de documentos, pero mantiene que solo cobra si es capaz de defender con éxito los intereses tanto del vendedor como del comprador. Su entusiasmo no ha cejado un ápice. La emoción, dice, «está en identificar corpus de trabajo a los que hasta hoy nadie había prestado atención y que pueden tener un valor académico importante, y darlos a conocer a las instituciones». Una forma de ver las cosas que, antes de su llegada, «oscurecían las sombras y la niebla».

* * * *

Las cartas de Woolf me fueron mostradas por Sarah Funke Butler, la archivista jefa de la empresa. Funke Butler tiene treinta y tantos y empezó a trabajar para Horowitz hace quince años, tras presentar una tesis sobre Nabokov en Harvard. Se considera una «fetichista confesa de las cartas», pasión que comenzó con sus primeros amigos por correspondencia franceses, en la escuela. «Tenían una letra uniforme, legible, llena de florituras, y todos escribían sobre papel milimetrado», cuenta. «No es que lo encontrara mejor o peor que los garabatos que solíamos escribir los estadounidenses en hojas blancas, era distinto, muy peculiar. A los diez años, de todos modos, no pensaba demasiado en las discrepancias culturales. Más que nada me daba vergüenza que mi nuevo amigo por carta, Joël, se despidiese con un “Lots of love” (“con mucho amor”).»

En los últimos años, Funke Butler ha manejado los archivos de Don DeLillo, Tim O’Brien, Cormac McCarthy, Erica Jong (que incluye cartas de simpatizantes como Sean Connery y otros que expresaron su admiración por Miedo a volar), John Updike (con docenas de cartas de plantilla que rechazan sus trabajos), Norman Mailer (que guardó durante décadas copias en papel carbón de las cartas que enviaba), Hunter S. Thompson (que le enseñó a hacer fotos), James Salter, David Mamet, Alice Walker, Timothy Leary y «tantos otros». En todo ese tiempo ha reunido, sin buscarlo, muchos documentos, entre ellos un fax de varias páginas enviado por un Dmitri Nabokov perplejo, que se quejaba del uso de determinadas construcciones en un libro que estaba compilando sobre su padre. Escribió que «el nivel de las clases de lengua en Harvard había cambiado mucho desde que él dio clase allí».

Antes de examinar las cartas de Woolf, Funke Butler me entrega el rico catálogo de la autora. En él se incluyen no solo la correspondencia mencionada arriba, sino también otros documentos y objetos raros relativos a su obra y vida personal. Hay pruebas de impresión y primeras ediciones firmadas de todas sus grandes obras de narrativa y ensayo. Está su fotografía de pasaporte de 1923, con el nombre A. V. Woolf (en referencia a su nombre de bautismo, Adeline, que raramente usaba). Y también figuran en el catálogo otras grandes cartas, entre ellas una a su hermana Vanessa, escrita la víspera de la boda de esta y firmada con los afectuosos apodos Billy, Bartholomew, Mungo y Wombat, en la que elogiaba a Clive Bell calificándolo de «limpio, alegre y sagaz, excesivo en la mesa y amante de los fósiles». Y otra de Leonard Woolf a Vita Sackville-West, fechada hacia 1927, con instrucciones sobre cómo cuidar a su esposa: «Te confío un animal valioso, lo dejo salir de mi jardín de fieras para que pase la noche contigo. Está regular de la cabeza. Hay que darle de comer bien y mandarla a la cama puntualmente a las once. Más te valdrá cumplir con estas premisas y no prestar atención a nada de lo que trate de comunicarte por voluntad propia».

El catálogo contiene setenta y siete lotes, muchos de los cuales están compuestos por varios artículos. Los había coleccionado a lo largo de cuatro décadas Bill Beekman, hoy director financiero del bufete neoyorquino Debevoise & Plimpton. ¿Qué fue lo que le produjo tal fiebre por V. W.? A finales de la década de 1960, Beekman estaba estudiando historia y literatura moderna inglesa y francesa en Harvard. Aunque Woolf no entraba en el plan de estudios, por iniciativa propia terminó leyendo Al faro. «Me emocionó mucho, como le ha ocurrido a tanta gente», contó por correo electrónico. «Yo había crecido rodeado de volúmenes encuadernados de la antigua Vanity Fair y conocía la mística que rodeaba a Woolf, su imagen de intelectual moderna. Me fascinó leer sobre ella en la obra de Albee [Quién teme a Virginia Woolf], en otra asignatura.» Beekman terminó escribiendo un proyecto de fin de carrera titulado «Personajes y caracterización en Madame Bovary y La señora Dalloway».

La primera carta que Beekman compró resultó bastante insustancial. Era de Leonard y era la contestación a alguien que preguntaba cómo comprar cierto libro, en los primeros tiempos de la editorial Hogarth Press. Beekman adquirió la secuencia de cartas sobre el suicidio de manos de los sucesores de Vita, a través de un marchante, y recuerda que se sintió «muy conmovido por la lacónica amabilidad de Leonard». Su favorita es la carta que Virginia envió a Vanessa la víspera de la boda, «con huellas de animales garabateadas en los márgenes y atada con un lazo rojo, muy infantil».

Me preguntaba qué habría empujado a Beekman a deshacerse de todo ello. Al parecer, se jubilaba en unos años y tenía la sensación de que realmente no podía permitirse invertir más en la colección. «Cuando una colección se paraliza, se hace mucho menos interesante.»

Los artículos sobre Woolf se venden solo en bloque. Glenn Horowitz Bookseller pide cuatro millones y medio de dólares por la colección completa, aunque Funke me explica que esa cifra probablemente sea negociable, pues la colección lleva más de un año en venta y no han aparecido compradores. Quizá porque hay que estar un poco loco para gastar esa cantidad de dinero en papeles y fotografías acumulados y luego desechados (y sin duda fascinantes) de una escritora que no es que esté precisamente en el clímax de su carrera. Por cuatro millones y medio de dólares (negociables), uno podría comprar medio millón de ejemplares nuevos en rústica de La señora Dalloway y regalarlos a estudiantes universitarios de literatura. ¿No sería ese un modo mejor de dar a conocer a Virginia Woolf?

«La colección es un ejemplo exquisito de lo que un coleccionista privado puede hacer con un poco de dedicación», afirma Glenn Horowitz. «Estoy muy orgulloso de la contribución que hice al trabajo del señor Beekman. Esas emotivas cartas entre Leonard y Vanessa y Vita son sensacionales». ¿Y el precio? «En este caso particular, es probable que mi afinada perspicacia y mi sentido crítico se hayan visto empañados por cierto componente sentimental. He cedido a la aspiración de mis amigos los Beekman, que al correr del tiempo se han sentido muy orgullosos de sus logros como coleccionistas.» En lugar de vender la colección completa, Horowitz cree que «debería ponerse en venta objeto a objeto, a largo plazo.»

¿Qué opinaría Virginia Woolf de ese precio? Quizá en un mundo post-postestructuralista se habría dejado convencer. Pero lo cierto es que no le habría hecho demasiada ilusión una segunda vida literaria en la oficina de un bróker neoyorquino. Sus últimas palabras, escritas en el margen de la segunda nota de suicidio que dejó a su marido, fueron (sin signo de interrogación): «Will you destroy all my papers» [«Destruirás todos mis papeles»].

«Las cartas están viviendo un momento dulce en Glenn Horowitz Bookstore», dice Sarah Funke Butler. Esto es especialmente cierto para los aficionados a la literatura de género. No solo cuentan en catálogo con los papeles de Woolf, sino con varios artículos notables concernientes a Louisa May Alcott, Margaret Atwood, Susan B. Anthony, Pearl S. Buck, Jane Bowles o Fanny Burney (por nombrar solo las que empiezan por A y B). La empresa está enriqueciendo su archivo de material relacionado con escritoras y/o escritores de origen judío. Y hasta los catálogos de la empresa son adquiridos por las bibliotecas como obras valiosas per se. «Incluimos tantas citas tomadas de las cartas que muchas veces no hace falta consultarlas», explica Funke Butler. «Pero, claro está, nadie tiene por qué fiarse de un librero, la gente quiere ver la fuente, quiere tenerla en la mano, olfatearla.»

Charlamos sobre la cuestión de los derechos de autor y de cuánto pueden quedarse sin estropearle la exclusividad al coleccionista potencial. La mayoría de los titulares y adquirientes de derechos de autor son generosos con las autorizaciones que conceden, según ella (el derecho de autor sobre una carta queda en manos del autor o de sus herederos y no del destinatario o el propietario del documento). Algunos propietarios y herederos, no obstante, ponen más restricciones que otros. Funke Butler estudió a James Joyce en Harvard y hoy le emociona poder consultar muchas de sus cartas. Hace poco, sin embargo, quería escribir una entrada de blog sobre una de ellas (Funke Butler escribe sobre cartas interesantes en la versión en línea de Paris Review), pero topó con no pocas reticencias entre los herederos de Joyce. En otra ocasión se puso en contacto con la propietaria de una carta del autor irlandés —que ella misma había vendido hacía poco— a fin de pedir autorización para publicarla escaneada, pero tampoco tuvo suerte. «Me dijo: “Quiero que mis cartas de Joyce sean mías”», recuerda Funke Butler. «Hay algo especial en el temperamento del coleccionista amante de Joyce. Joyce atrae a personas con un carácter distinto.» Según ella, los titulares de los derechos de autor sobre el legado de Joyce son conocidos por ser «difíciles», lo que traducido quiere decir «protectores», lo que traducido quiere decir, a su vez, «desgracia para los brókeres de cartas». «No sé si esa actitud de los herederos de Joyce puede influir de algún modo a los coleccionistas, salvo extendiendo la creencia de que esa clase de conducta otorga algún tipo de poder».

Funke Butler ha detectado un mayor interés en las cartas de contenido literario en los últimos años, con el concomitante aumento en sus precios. «Me gustaría ponerme romántica y decir “es porque la gente cree que ya no se van a escribir cartas nunca más”, pero no estoy segura de que sea así.» ¿Quién compra, pues? El material manuscrito casi siempre termina en instituciones, y las primeras ediciones firmadas casi siempre en manos de coleccionistas privados. Pero la correspondencia cae en tierra de nadie. «Si una institución posee un gran archivo sobre Don DeLillo, no va a pagar un precio especialmente alto por tener seis cartas más. Pero un coleccionista de objetos del siglo XX sí pagará por unos cuantos papeles de Philip Roth y otros tantos de Don DeLillo.»

¿Hay diferencia entre una carta que no se llegó a enviar y otra que los biógrafos citan, por ejemplo? «Promocionalmente es más impactante una carta inédita. Es más fanfarria que sección de cuerdas, por decirlo así.»

La compra de archivos ha gozado de buena salud desde que en el siglo XIII nacieran las instituciones que hoy los conservan, es decir, las universidades. Pero el proactivo y muy perfeccionado comercio de tales objetos es un arte más reciente, en especial cuando implica el perseguir activamente a sus poseedores para vender y revender. En cualquier caso, empresas como Glenn Horowitz Bookseller forman parte ya de esa cadena. «Si la Universidad de Texas quiere obtener ventajas fiscales sobre el material, necesita ofrecer primero un valor estimado», explica Funke Butler. «Y lo que no quieren es que te presentes con un maletín lleno de cosas y tener que negociar. Eso es una locura, probablemente tendrás que llamarlos luego y dar mucho la murga. Así que intermediamos y sacamos una comisión. Las universidades no quieren ser tratadas como clientes de una tienda. Si tú te presentas aquí con un maletín y nos dices “me he encontrado esto en el desván de mi tía”, te extenderemos un cheque y tú te irás tan contento, y nosotros quedaremos encantados.» O bien, si la empresa sospecha que puedes tener un desván inexplotado, acudirán a ti. «Por ejemplo, el caso de David Foster Wallace. Sabemos quiénes eran sus amigos, colegas y colaboradores, así que podemos llamarlos uno a uno y preguntarles: “¿No tenéis alguna carta por ahí?”. Luego, con un poco de suerte, se las podemos vender a la Universidad de Texas, o aprovechar el peso de la demanda de ese cliente para venderlas más caras a un coleccionista privado.»

Una reciente operación les ha dado buen resultado después de mucho tiempo. Durante más de veinticinco años, Horowitz ha mantenido un paciente contacto con un hombre de Denver, Colorado, llamado Ed White. Entre 1947 y 1969, White mantuvo una relación cercana con Jack Kerouac. La correspondencia entre ambos abarca desde el fulgurante ascenso a la fama de este hasta su caída, pasando por la locura que siguió a la publicación de En el camino en 1957. En una carta escrita a lápiz a primeros de septiembre de 1951, Kerouac informa de que está «reescribiendo de arriba abajo la épica de Neal», refiriéndose a Neal Cassady, que inspiró al Dean Moriarty de En el camino. Kerouac estaba ingresado en un hospital de Virginia por una flebitis. El reverso de la carta contiene fragmentos de texto y un encabezado, aunque la hoja tiene una esquina rota. Dice: On the Ro… Esos cambios no llegarían a la obra publicada, pero aparecerían en su siguiente novela, Visiones de Cody.

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Jack Kerouac (abajo) escribe a su amigo Ed White. De la colección de Edward White, cortesía de Glenn Horowitz Bookseller, Inc.

White había conocido a Kerouac en la Universidad de Columbia. Viajaron mucho juntos antes de que aquel se volcara en su profesión, la arquitectura. Aparece en En el camino como Tim Gray y en Visiones de Cody como Ed Gray. Sobre todo en las primeras cartas, es manifiesto que fue White quien animó a Kerouac a seguir viajando y buscando aventuras. Kerouac también reconoce que fue White quien lo alentó a intentar escribir al vuelo en su cuaderno mientras caminaba por la calle. Esa técnica llevó a Kerouac, según cuenta en una carta a White de marzo de 1965, «a descubrir la prosa espontánea moderna», el pulso literario de la «generación beat». Se revela así, al menos en este caso, un homólogo estadounidense y urbano de Virginia Woolf. La colección completa, formada por sesenta y tres cartas y postales de Kerouac y algunas respuestas de White, se vendía el día que visité las oficinas por 1,25 millones de dólares.

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Photograph by Tom Palumbo.

No es la primera vez que Glenn Horowitz Bookseller ha sacado a la venta cartas de Kerouac. Hace unos años ofrecía una lista de setenta y seis artículos para su venta individual, la mayoría inéditos, entre ellos un poema de Allen Ginsberg, una lamentación tras el asesinato de JFK, un cheque extendido a Nonzie’s Wines + Liquors por valor de 10,5 dólares en 1961 (ahora cuesta 3.500) y una serie de notas garabateadas en un bar de Nueva York con veintidós años, mientras esperaba a una amiga llamada Celene y que dan comienzo a una precoz y triste historia: «Si no viene, me iré al cine para postergar el dolor», escribe Kerouac en una hoja con el membrete «Ballantine Ale & Beer». Acto seguido, se embarca en un sentimental relato en tercera persona en el que entra a valorar el dilema de Thoreau, «cómo apoderarse de la propia poética viva».

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«Tengo trabajo que hacer […]» Kerouac escribe a Ed White con su plan para En el camino. De la colección de Edward White, cortesía de Glenn Horowitz Bookseller, Inc..

Son no obstante las cartas de Kerouac a Neal Cassady y a su familia y demás amigos las que mejor retratan al escritor a lo largo de los momentos clave de su vida, codificando su distorsionado pensamiento durante su baile entre la desilusión, el aplauso y el desdén. Uno no tiene que ser «beat» para maravillarse ante ese idealismo emocionado, cuando, por ejemplo, Kerouac hace entusiasmados planes para viajar a California en 1951 junto con Cassady y las esposas de ambos («Yo me llevo los bongós y tú la flauta, tocaremos en las aceras mientras Joan [Haverty, la segunda mujer de Kerouac] nos prepara sándwiches de manteca de cacahuete o lo que sea»). Cassady lo alertó de las dificultades del viaje de una costa a la otra, pero Kerouac parecía poseído por el espíritu pionero de Lewis y Clark: «Sé que todo saldrá bien: mil contratiempos que serán maravillosos, porque hemos emprendido el gran viaje a la costa. Me siento maravillosamente al respecto. […] Creo que será grandioso, increíble, magnífico».

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De la colección de Edward White, cortesía de Glenn Horowitz Bookseller, Inc..

Más que cualquier otro escritor de mediados de siglo, Kerouac siembra en el lector a través de sus cartas una nueva percepción de la vastedad de Estados Unidos y las oportunidades que el país ofrece. Su apuesta por la grandeza tenía mucho que ver con la aventura a través del espacio físico. En el otoño de 1947 escribía a su hermana Caroline (a la que llamaba cariñosamente Nin) sobre su ambicioso plan de viaje, conjeturando que lo llevaría a cabo «en un 90 por ciento, seguro. Habré visitado cuarenta y un estados en total. ¿Es eso suficiente para un novelista estadounidense?».

No lo era. Kerouac se vino abajo y descubrió que sus demonios viajaban con él. Fue y vino a San Francisco en varias ocasiones, volvió a vivir con su madre, descubrió el budismo y en 1954 escribió a Allen Ginsberg que, «a menos que de repente empiece a venderse Beat Generation [En el camino]», el sino seguiría volviéndose en su contra. Su recién descubierta religión le ofrecía cierto consuelo, pero sus ambiciones literarias se estrellaban. «Estoy acabado. Sé que este sueño ha tocado a su fin y todo lo que veo es una bruma, como si las cosas estuvieran bajo agua. Me pregunto por qué los hombres viajan con tal interés y determinación a través de la fantasía.»

Y entonces, tres años después, tras seis de rechazos y modificaciones, En el camino convirtió a Kerouac en la voz de toda una generación, de la noche a la mañana. En 1968 contó a Paris Review que había concebido el estilo espontáneo de En el camino «tras ver cómo el gran Neal Cassady me escribía sus cartas: todo en primera persona, a toda velocidad, con vehemencia, con total seriedad, como confesándolo todo, muy detalladamente. […] Se ha dicho por error que la carta que me envió tenía 13.000 palabras. […] No, eso era su novela El primer tercio, que sigue estando en sus manos. La carta, la carta principal quiero decir, tenía 40.000 palabras, ¿qué les parece? Toda una novela corta. Es el mejor texto que he leído nunca, al menos el mejor texto estadounidense. Al menos tan bueno como para que Melville, Twain, Dreiser, Wolfe o quien sea se revuelvan en sus tumbas. Allen Ginsberg me pidió que se la enviase para leerla. Lo hizo y luego se la prestó a un tipo llamado Gerd Stern que vivía en un barco en Sausalito, California, en 1955. El tipo perdió la carta, probablemente se le cayó por la borda»[61].

En un primer momento, Kerouac se mostró eufórico por el éxito de En el camino. «San Francisco está pegando saltos», contaba al hombre con el que se acababa de encaprichar, el escritor Joyce Glassman (más adelante conocido como Joyce Johnson), en una postal enviada desde Berkeley, California, en mayo de 1957. «Millones de poetas y clubes de jazz y novelistas de diecinueve años […] esperan que mi máquina de escribir te escriba cartas regularmente.» Cinco meses después informaba a Glassman desde Orlando, Florida, de que había usado todas las postales que tenía para contestar a «TODAS las cartas de admiradores que me han llegado». Y tres meses después: «Tengo tres nuevas lecturas, también con editoriales importantes».

Pero entonces las cosas se marchitaron. En el camino suscitó tantos halagos como detracciones, y Kerouac no tardó en cogerle asco a la idea de encabezar un movimiento que inevitablemente terminaría quemándose, pasto de los medios. Sus héroes literarios eran más permanentes y poéticos: Thomas Wolfe, Rimbaud. Tras una juerga alcohólica de seis días, en mayo de 1959, y tras la aparición de síntomas severos de estrés y paranoia, Kerouac reaccionó contra los poderes que garantizaban su reputación.[62] «A nuestra alma de escritores y a nuestras habilidades literarias les iba mejor la oscuridad», escribió a Allen Ginsberg. «Los bienintencionados admiradores me están destruyendo. […] No tienen idea de hasta qué punto me sobrepasan. Sus cartas siguen amontonándose y con ellas todo su entusiasmo. De todas partes me piden cosas; tengo cartas de 10.000 palabras de chicas que quieren escribir al estilo subterráneo, una locura, etcétera.»

Lo que es peor, se trata del tipo de atención equivocada: Kerouac afirma que rara vez se le reconoce haber fundado un nuevo movimiento literario: «En Hollywood ni siquiera saben que yo fui el origen de la “generación beat” y que todo viene de En el camino, no lo han comprado ni lo van a comprar, porque allí todo el mundo es deshonesto hasta la histeria».

Ginsberg escapó a la India y a su vuelta se implicó con entusiasmo en la política de los años sesenta. Kerouac, amargado y abrumado por su propia creación y la caducidad de su talento, no tuvo la oportunidad. Murió por complicaciones de una hemorragia interna provocada por una intoxicación etílica en 1969, con cuarenta y siete años. No es difícil ver en sus cartas la misma emotividad que pudieron suscitar las de Virginia Woolf antes de destruirse a sí misma, el mismo ejercicio de crónica epistolar que deja entrever tiempos pasados y más felices[63]. A Kerouac esa emotividad le sobreviene también al borde del agua, en una de sus primeras cartas conservadas, escrita a su hermana a fines del verano de 1941, con diecinueve años. La familia se trasladó por una temporada a New Haven, Connecticut, desde Lowell, Massachusetts, pero Nin, cuatro años mayor que Kerouac, no los acompañó. Jack, no obstante, pidió a su hermana que se lo pensase mejor:

Oh, qué bonito es esto. Desde el ventanal del salón se ve el mar y a veces la marea alta levanta espuma que moja los diques, justo al otro lado de la calle, frente a la casita. […] Deja que te diga, Nin, este sitio es como un centro de vacaciones. Parecemos millonarios, es muy divertido. […] El día que nos instalamos, salimos a darnos un chapuzón en la cala, hacía mucho viento. Las olas entraban como montañas grises y yo subía y bajaba con ellas.

Una carta importante. Una puntuación perfecta en inglés, algunas imágenes muy gráficas, mecanografiada en tres hojas de papel con algunas correcciones a mano. Es suya por 17.500 dólares.

* * * *

Unas semanas antes, el 8 de mayo de 1941, ni un mes y medio después del ahogamiento de Virginia Woolf, su esposo volvió a escribir a Vita Sackville-West en respuesta a una invitación de esta: «Más adelante quizá me apetezca salir un día o dos; iré entonces con gusto a visitarte a Sissinghurst. Ahora mismo estoy mejor aquí. […] Sigo pensando en lo que le divertirían a Virginia las cosas extraordinarias que la gente me escribe sobre ella».

Muchas de esas cosas extraordinarias se han recopilado en el archivo de Leonard Woolf, conservado en el departamento de colecciones especiales de la Universidad de Sussex. Leyendo las cartas de pésame, 208 en total, sorprende no solo la variedad de figuras que las firman (T. S. Eliot, E. M. Forster, H. G. Wells, Elizabeth Bowen, Edith y Osbert Sitwell, Radclyffe Hall) sino la absoluta sinceridad de sus palabras, su amabilidad y elegancia. No hay rastro de compromiso en esas cartas, y todas ellas hablan de consternación y de amor.

Woolf murió durante los peores momentos de la Segunda Guerra Mundial para el Reino Unido, y muchas de las condolencias están teñidas de una desesperanza generalizada. Tienen distinta extensión y presentan una papelería diversa (algunas están escritas en hojas de papel muy malo, especialmente las de los admiradores) que refleja los estragos de la guerra. Las cartas de los simpatizantes son quizá las más emotivas, pues las colorean la turbación del entrometerse en el dolor familiar y el agradecimiento hacia Woolf y su obra. Una de ellas, firmada por Isabel Prentice, había sido redactada en Montreal el domingo de Resurrección de ese año:

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«[…] debo comenzar esta carta diciendo que nunca he escrito una igual […]» El director del colegio Charterhouse escribe a Leonard Woolf. Con la autorización de Rachael Hetherington.

Estimado señor Woolf:
Recibirá usted cartas como esta desde todo el mundo angloparlante. Llegarán tantas que probablemente se le haga cuesta arriba atenderlas. Aun así, a las personas como yo se nos debe permitir enviarle algún tipo de mensaje de consuelo por su enorme pérdida personal.
Hemos perdido mucho con la desaparición de una persona adorable como era Virginia Woolf. Habrá muchos otros que, como yo, hayan leído sus obras desde el tiempo de la escuela y las consideren un tesoro privado. Guardamos todavía su sensible personalidad y la belleza que ella vertía en su literatura, y a ellas podremos volver una y otra vez. Pero qué triste saber que no habrá más.
Una carta como esta, de una completa extraña que se injiere en su dolor, debería ante todo pedir disculpas: he dudado mucho antes de decidirme a escribir. No lo habría hecho de no sentir tal consternación e inquietud por Inglaterra y si no deseara en todo momento ayudar al pueblo inglés que tanto sufre hoy. Me ha parecido que usted recibiría de buen grado una breve misiva como esta, en la que quiero hacerle saber que somos muchos los que participamos de su tristeza y dolor.
Por favor, no conteste, pero acepte el consuelo que pueda aportarle, por mínimo que sea.
Visité Inglaterra la primavera pasada por estas fechas, y siento enormemente no estar allí para compartir los sinsabores que están todos ustedes afrontando valientemente. Muchos de nosotros no queremos vivir en un mundo en el que no exista una Inglaterra libre y desearíamos de buena gana estar allí para ayudar.
Un muy afectuoso saludo,
Isabel Prentice (señora de Norman A. Prentice)

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«Un sentimiento endeble e inapropiado»: las cartas de condolencias dirigidas a Woolf se conservan en la Universidad de Sussex. Cortesía del archivo de la Universidad de Sussex.

Algunas cartas demostraban enojo, en parte por las negativas connotaciones dadas al suicidio de Woolf después de que The Sunday Times citase erróneamente una de sus notas de suicidio, dando a entender que Woolf se había matado porque se sentía incapaz de soportar las presiones de la guerra y que su problema no era la depresión, sino la imposibilidad de aceptar la derrota.[64]

En otras cartas, entre ellas la de P. H. Wallis, de Hampstead, Londres, los admiradores afirman que no se habrían atrevido a escribir de no ser porque Woolf en una ocasión les había enviado generosamente alguna carta, conservada como un tesoro. El 5 de abril, John Farrelly Jr. escribió lo siguiente desde Allerton, estado de Misuri:

Mi estimado señor Woolf:
Me ha sorprendido y entristecido la noticia de la muerte de su esposa. Llevo dos días consternado y enfermo de solo pensar en ello. Quizá lo cuestione usted viniendo de una persona que no sabía absolutamente nada de la vida privada de la señora Woolf y ni si quiera la conocía en persona. Sin embargo, creo que cualquiera que haya leído sus libros se siente así. A través de su escritura corre el hilo de un alma amable y amorosa, de modo que se hace natural sentir un afecto particular por la señora Woolf. La conocimos en lo que mejor sabía hacer.
Sé que muchos piensan así, por cómo de mis amigos hablan de ello. Para ellos, tampoco ha muerto un personaje público sin más. El Saint Louis Post-Dispatch (nuestro principal periódico; prensa política curtida, déjeme decirle) publicó anoche un empático editorial en tono panegírico. Mi profesor de lengua (estudio primero de carrera) dio ayer una entusiasta clase sobre ella. Todos sentimos una profunda pérdida personal.
Espero le consuele de algún modo saber que tantos, en tantos lugares, compartimos su dolor.
Escribí a la señora Woolf el otoño pasado, y me contestó. Le volví a escribir desde San Luis, sobre el 15 de enero. Me pregunto si llegó a recibir esa carta. La mera simpatía es un sentimiento endeble e inapropiado —especialmente viniendo de un extraño, pero algo hay que hacer o decir— que en cualquier caso se convierte en mayúscula sorpresa. Sé que las palabras falsearían y harían parecer torpes o ridículos mis sentimientos. En cierto sentido, escribo estas palabras para mí mismo. No solo duelo por usted, sino con usted.
Atentamente,
John Farrelly, Jr.
[65]

¿Cómo respondieron los íntimos de la escritora? El 31 de marzo, tres días después de recibir la carta en que Leonard informaba de la desaparición de Virginia, Vita Sackville-West escribió a Leonard lo siguiente:

Mi querido Leonard:
No tengo palabras. Tu carta me ha dejado helada y ahora mismo no puedo sino pensar en ti, con un sentir que no trataré de expresar. La mente y el espíritu más hermosos que jamás conocí, inmortales ambos para el mundo y para quienes la amamos. Esto ha sido completamente inesperado. No sabía que había estado enferma últimamente, pues recibí carta suya hace apenas una quincena.
No quiero mandarte un telegrama porque es probable que quieras estar solo ahora mismo. Quiero que sepas que no lo hago por esa razón.
No me cuesta escribir esta carta: tú sabrás con probabilidad cómo me siento y no hace falta explicarlo. Sufro por ti una tristeza abrumadora. Y por mí misma, una pérdida que jamás se podrá resarcir.
Vita.
Me emociona tantísimo que me hayas escrito…

El 7 de abril de 1941, cuando aún no había aparecido el cadáver de Woolf, Sackville-West escribió también a Ethel Smyth, la amiga de la escritora: «Ethel, cariño, me gustaría poder contarte algo que te consuele. Siento que tanto para ella como para los demás es mejor la muerte a la locura, y doy gracias a Dios de que no se haya encontrado su cuerpo. La marea llena y vacía el río, así que probablemente haya terminado en el mar. Ella adoraba el mar».

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Grecia y Londres, liberación y captura

La siguiente carta fue escrita dos semanas después de que los alemanes se retirasen de Grecia. Chris y Bert Barker habían navegado rumbo a Atenas en la misma flotilla que el general Scobie, de las fuerzas aliadas, y el primer ministro Yorgos Papandreu.

27 de octubre de 1944
Mi querida Bessie:
Atenas es una ciudad de enhorabuena. La gente celebra en las calles el final de años de sufrimiento con una gran sonrisa: carcajadas, felicidad, alegría, júbilo por doquier. A los hastiados londinenses les haría bien ver lo que yo he visto pisándoles los talones a los alemanes. Les haría mucho bien la bienvenida ateniense que hemos recibido nosotros.
Imagina recorrer junto a media docena de compañeros en un camión las calles engalanadas con coloridas banderolas y pancartas de bienvenida, entre elogios a Inglaterra, vítores y aplausos. Un estruendo ensordecedor y continuo. Se nos acercan personas o grupos mientras avanzamos a toda velocidad. Imagina a todo el mundo sentado a las puertas de los cafés, poniéndose en pie y aplaudiendo. Imagina cien cafés en los que ocurre lo mismo. Convierte una ciudad en un escenario, con el Ejército Británico como compañía teatral, y escucha cómo nos emocionamos ante el aplauso genuino, alegre y orgulloso de un público entregado. Imagina todas las casas ondeando banderas, a veces solo la griega, pero casi siempre también la nuestra, la estadounidense y la bandera roja. Imagina todas las paredes pintadas con eslóganes y saludos bienintencionados, muchos en inglés (algo macarrónico a ratos) y muchos en griego: «Bienvenidos sean nuestros liberadores», «Saludos, aliados», «Buena suerte a nuestros grandes aliados», «Hurra por el Ejército Británico», «Bienvenidos, heroicos ingleses», «El Frente de Liberación Nacional-Ejército Popular de Liberación Nacional os da la bienvenida». Carteles grandes y pequeños, carteles impresos o escritos con tiza o pintura. Carteles resplandecientes, banderines, pancartas encabezando marchas, carteles de un lado a otro de la calle (en ocasiones peligrosamente bajos: un compañero se dio en la cabeza con uno y tuvieron que darle tres puntos). Imagina el camión lleno de las flores que la gente tira. Esa es la suerte que corremos mientras nos abrimos paso entre hermosas avenidas y plazas. Somos los primeros militares que no hacen el paso de la oca desde 1941.
No creas que los permisos que se han anunciado nos van a beneficiar a nosotros, por cierto. Han dicho que cada mes volverán a casa unos seis mil, pero ese plan de retirada solo afectará a unos pocos. Es para quedar bien cara a la galería. Me temo que tendremos que resignarnos a otro año más separados, posiblemente dos. Es una desgracia, lo sé, pero gracias a Dios tenemos las cartas para seguir dándonos pruebas el uno al otro de que seguimos creyendo en nosotros y de que no decae el interés. Recuerda siempre que me interesas, vitalmente hablando, de manera radical, que soy completamente consciente de ti. Recuerda que tú y yo somos uno, con independencia de dónde nos encontremos.
Cómo contarte que quiero meterme en ti, que mis labios necesitan encontrar tu piel, toda tu piel, besar tu pelo, tus orejas, tus labios, besar tus pechos; besarte, meter la cara entre tus piernas, en homenaje amoroso y obediente, porque debo hacerlo. Eres la meta de mi vida, eres mi bien, y debo reclamarte y lo haré, para siempre. Quiero recorrer con mis manos una y otra vez ese lugar vibrante y vital. Quiero calentarme las manos en él. Quiero calentarte, encenderte. Es maravilloso pensar que un día podré tocarte de verdad, a ti, mi mujer maravillosa y adorable.
Te quiero.
Chris

* * * *

El Frente de Liberación Nacional Popular (EAM por sus siglas en griego), movimiento socialista de resistencia contra los nazis, y su ala militar, el Ejército Griego de Liberación Nacional (ELAS por sus siglas en griego), habían tomado la mayor parte de Grecia, salvo las grandes ciudades. Tal circunstancia condujo a la guerra civil entre el EAM y la Liga Nacional Republicana Griega (EDES por sus siglas en griego), monárquica y de derechas. Churchill se mostró alarmado ante la posibilidad de que llegasen a gobernar los comunistas. Con el regreso de Papandreu y las fuerzas británicas, el enfrentamiento con el EAM parecía inevitable. Tras la muerte de quince manifestantes comunistas, saltó la chispa entre el ELAS y el Ejército Británico, el 3 de diciembre. Chris Barker no tardaría en verse involucrado.

5 de diciembre de 1944
Amor mío,
Supongo que a estas alturas las noticias sobre Grecia te habrán alarmado y que estarás preocupada por mí. Que esta carta sea prueba de mi seguridad y bienestar, que en ningún momento me han abandonado. No estoy sufriendo privaciones ni penurias, de hecho, todo está siendo más o menos cómodo. Más adelante te podré contar alguna cosa sobre lo que está ocurriendo, pero por ahora lo único que sabemos es que dos más dos no siempre son cuatro. Escucho con gran interés las noticias que llegan desde Londres. El devenir de los acontecimientos me da mucho que pensar. Una titilante lámpara de aceite ilumina esta página en que escribo. Es de noche. Antes, cuando empecé a escribir, una nube de humo cubría la ciudad y se escuchaban claramente el BUM, PUF, BUM, PUF de los cañones. Me encantaría contarte lo que pienso y lo que sé, pero por mi actual condición de soldado me es imposible. Quizá te sentirás agraviada y confusa, porque nunca te llegué a decir que esto podía pasar. De haberlo hecho habría infringido los reglamentos y, en cualquier caso, no pensaba que fuera a ocurrir tan pronto.
Es cierto que parte de nuestras raciones son para los griegos. Espero que terminen en los estómagos de los muchos pobres y no de los poquísimos ricos. Fui a dar una vuelta por el mercado el otro día, había a la venta un tipo de pescado estupendo: ¡pulpo! Tiene una pinta horrible, pero dicen que tiene un sabor muy agradable. Aquí no tienen carbón para consumo doméstico. El único combustible son la madera y el carbón vegetal.
Vi Ciudadano Kane y me pareció extraordinaria, sorprendente, distinta. Una película mucho mejor que el 90 por ciento restante. Posee sin duda cualidades nunca vistas antes en ninguna película, al menos que yo haya visto. Welles quizá está loco. Pero no sufre la locura del resto de Hollywood.
Con respecto a tu programa de cocina, no tengo duda alguna de que te irá bien. Yo imagino que podría arreglármelas tras el somero entrenamiento en autonomía que he recibido aquí en el ejército. Sería buena idea comprar un libro de cocina si crees que vas a necesitarlo. Preferiría que de segunda mano. Pero definitivamente deberías empezar a cocinar algo. Sé que si estuviera ya en Inglaterra, querría probar cosas nuevas de comer, aunque probablemente solo mientras me resulten novedosas.
Te quiero,
Chris

* * * *

27 WOOLACOMBE RD, LONDRES SE3

6 de diciembre de 1944
Queridísimo mío:
Me preocupa mucho lo que está ocurriendo en Grecia. Anoche en las noticias dijeron que el conflicto se extiende y al parecer ha llegado al campo de batalla. Se confirman así mis peores sospechas sobre lo que nuestro ejército tenía la intención de hacer a Grecia. No sé cómo te afecta a ti o a la gente de a pie. Claro está, no podrás contarme mucho. Solo espero que estés bien. ¡Que estés bien! Oh, cariño mío. Parece que los problemas son en Atenas y tú comentaste que querías visitar la ciudad, así que deduzco que no estás destacado en ella. Deberíamos dejar que arreglasen sus problemas ellos solos o nos volverán a endilgar el «pérfida Albión» antes de que termine la guerra.

De todas las cartas que Bessie envió a Chris Barker, solo se conservan dieciséis. Muchas las quemó Chris cuando cambió de destino para evitar que las leyeran ojos indiscretos y otras tras la guerra, a petición de Bessie. Esta es la más antigua de las que han llegado a nosotros.

Querido, no tengo queja sobre tus cartas. También a mí me alegra que quieras mi cuerpo, que mi cuerpo ocupe tus pensamientos. Si no me escribieras diciendo esas cosas, sospecharía que el cuerpo que te interesa es el de otra persona: tú sigues concentrándote en el mío, en mis pechos, en el lugar vital y vibrante, en mis manos y mis deseos.
Bueno, me alegro también de que tengas cuatro mantas con las que abrigarte. Si yo estuviera allí contigo no te haría falta ninguna, no pasarías frío en absoluto. Aquí me tienes, una doncella, iceberg floreciente, esperando arder en llamas, no derretirme sino convertirme en fuego, y tú tan lejos, a kilómetros y kilómetros, echando en falta una manta.
El mes pasado toqué suelo. Me siento ahora, en cierto sentido, una convaleciente: no necesito ya enfermera, Christopher, lo que me hace falta es ese hombre vital que hay en ti, tu fuerza, tu energía, ¿cuándo, cuándo, cuándo, cuándo me harás mujer completa, cuándo me desharé de esta frustración, cuándo? Crecimiento atrofiado, ¡eso es lo que me aqueja! Mi cuerpo está atrofiado, mis afectos están atrofiados. Hasta en la mente me falta algo, maldita sea. Quiero ser tu amante, quiero que te sirvas de mí a tu antojo, quiero incordiarte, cuidarte, ser tu compañera de armas. Fuera las tristezas, los fastidios, la espera. Ángel mío, quiero sentirme viva, estoy harta de ser una fría y altanera doncella. Caramba, yo sí que ofrezco recursos inexplotados. Encuentro al hombre de mi vida en un maldito desierto, se va a hacer un viaje a lo James Cook y termina justo en el lugar donde están todos los problemas. Que alguien me lo explique, por favor. ¡Oh, Christopher, ojalá no te ocurra nada!
«¿Mi aprendizaje?» Libros, libros y más libros. Ya empiezan a cansarme también. Quiero vivir, vivir contigo, ¡ay! ¿Por qué no te han traído para acá en lugar de mandarte a Grecia, por qué no puedo ir a Grecia yo, para interponerme entre tu cuerpo y las balas perdidas?
¿Escribirme poesía, Chris? Ya me has escrito poemas y música. Dudo que puedas superarte, no es fácil expresar estas cosas en palabras, pero tú lo has hecho, me has conmovido hasta la médula, has conseguido lo que creía imposible, me has dado a conocer un nuevo mundo, una nueva experiencia, y te estoy muy, muy agradecida por ello. Con todo eso por delante, soy capaz de dejar atrás la negrura, elevarme sobre ella sabiendo que esta vida merece la pena ser vivida.
Tortitas, sí, les echamos limón del que enviaste, por eso las hicimos. Me gusta pensar que tus limones me han ayudado a desembarazarme del frío, quizá también tus cartas. Todas esas cosas ayudan, ¿sabes? Los limones en lo práctico y las cartas en lo mental.
Gracias por las pasas que has enviado, me siento tan bien atendida, eres tan amable, y es una sensación tan agradable. No sabes cómo me alivian las babuchas que enviaste, antes iba con los zapatos por la casa, era horroroso no tener unas zapatillas, ya sabes, para cuando sales de la cama o de la bañera o para la noche.
Cuando mencionas mi «valentía» en este Londres bombardeado me da la risa. Vivo aquí, trabajo aquí y no hay otra cosa que hacer aquí que vivir y trabajar. Como en casi todo, hasta cierto punto una se acostumbra. A lo que hay que enfrentarse con valentía es a la escasez. Te vienes abajo con cualquier achaque o dolor, aunque sea habitual, y el esfuerzo extra agota. Pero como estamos todos en el mismo barco, al final no es tan malo como parece. Así vive todo el mundo, ¿sabes? Y eso cambia las cosas. Además, todo lo que se oye del frente es terrible. Cuando me vengo abajo pienso en ello. Estaré atenta a Grecia, no puedo evitarlo, la situación parece mucho peor. Las noticias de anoche hablaban de guerra civil. Querido mío, te quiero, te quiero tanto,
Bessie

27 WOOLACOMBE RD, LONDRES SE3

8 de diciembre de 1944
Querido mío:
El extra del diario vespertino de ayer dice que las cosas están más tranquilas en Atenas. Desde aquí parece dificilísimo vislumbrar la verdad.
Parece que hace muy buen tiempo por allí. Aquí…, bueno. Hoy parecía que iba a nevar, hace un frío de mil demonios. No sé si te dije que me he comprado unas botas con forro (preparándome para lo peor). Me las puse ayer pero al final no hizo tanto frío y hoy, que sí lo hace, no me las he puesto. ¿Qué se supone que debe hacer una chica con este clima, tener los pies helados todo el día? Estos pisos de lujo tienen corrientes por todos lados: vestíbulo palaciego, escalinatas alfombradas, sí… Pero el suelo es de madera, el aseo no funciona y el lavabo está siempre atascado. ¿Es eso lujo? El problema que tenemos ahora es que, al parecer, el Ministerio de la Guerra va a quedarse con nuestro comedor social, así que habrá gente comiendo entre las dos y las seis. Y no van a mejorarlo en nada. Pregunté enseguida a una de las chicas del Real Servicio de Voluntariado Femenino si la noticia era cierta y si iban a abrir otro comedor social cerca. Me dijo que sí, que era cierto, y que había muchos sitios a los que podíamos ir a comer. Y que, en cualquier caso, los comedores sociales están pensados principalmente para quienes se han quedado sin casa por culpa de los bombardeos.
Las Navidades son días familiares, para los niños. Espero que las disfrutes en Grecia con las familias de tus amigos. Ojalá tengas la oportunidad. Estoy escuchando ahora mismo las noticias de las nueve en punto y son muy descorazonadoras: ¡dicen que los enfrentamientos se multiplican en lugar de ceder! ¡Oh, querido Christopher! De verdad, no puedo pensar en otra cosa. Amor mío, quiero de verdad estar alegre, pero es tan jorobadamente difícil… ¡Navidades! Y tú allí. Te quiero, te quiero, te quiero, me duele el corazón, está tan solo y desolado sin ti. Mi mente se sigue desbocando al imaginar cómo llegar hasta donde estés: de polizón en un barco, alistándome en el ejército. Qué tontería, por Dios. Pero a veces no puedo evitarlo.
Fui a ver El círculo, la obra de teatro de Somerset Maugham que protagoniza John Gielgud. No me gustó mucho, así que no me importó tanto que no me acompañases. Lil Hale tampoco quedó impresionada y eso que a ella le gusta mucho Gielgud. A mí me pareció una mosca muerta, sin fuego, sin espíritu: es solo una voz bonita, aunque demasiado cultivada. Creo que me he vuelto un poco tiquismiquis con el teatro, desde que empezó la guerra he visto unas cuantas obras muy buenas y tengo el listón muy alto.
En esta carta he escrito como una loca. Es por la preocupación: te tengo en mente de un modo distinto. La situación en Grecia me trae de los nervios, aunque hago todo lo que puedo por estar tranquila. Tranquilidad. Ese es mi lema. Pero ojalá supiera cómo estás. Cuídate, ten cuidado.
Te quiero,
Bessie


27 WOOLACOMBE RD, LONDRES SE3

18 de diciembre de 1944
Queridísimo mío:
No debería inquietarme lo que hagas mientras estás lejos, porque nos queremos mucho y nos preocupamos de verdad el uno por el otro. Lo sé, es tan impensable para ti como lo es para mí: mi corazón está en Grecia y nadie puede tocarlo. Pero sé de tantas personas cuyas vidas se han ido al garete, que da miedo. Creo que en algún momento de soledad podrías sentirte tentado. Y no me refiero a tentaciones baratas. No, conforme lo escribo, pienso en ello y no lo creo, porque, como yo, tú no permitirías que esa situación surgiera. La tentación no aparece cuando el corazón, la mente y el cuerpo se desviven por alguien que está tan lejos. No, no seguiré preocupándome: somos uno, nos queremos, junto al otro podemos volar por encima de la falsedad. Así me haces sentir. Tú lo iluminas todo, sí. Y volaremos juntos dentro de poco, cuando lleguen esos días futuros y sublimes. ¡Confiamos el uno en el otro! Confiamos, Chris.
Salir contigo, sabiendo que volveremos a casa juntos, que pasaremos la noche juntos. Salir juntos sabiendo eso: pienso en ello tan a menudo, en el hecho simple de que nuestro sitio está junto al otro. Pensar en ello me hace cantar por dentro. Estar juntos para poder satisfacer tus exigencias, hacerte yo las mías, rodearte con mis brazos en cualquier momento, a veces en público (¿te daría vergüenza?). Sé que es un pensamiento muy posesivo, pero me siento tan orgullosa de que seas mío que no me importa dejarlo patente ante tus amigos. Quizá te parezca horrible, pero no puedo evitar sentir ese orgullo alborozado. Diciéndolo crudamente: eres un maravilloso partido, y quiero que todo el mundo sepa que eres mío.
Hemos acordado entre todos los amigos no regalarnos nada, gracias a Dios. Al final es un incordio. Nos desvivimos por estar a la altura y la mayoría no puede ni permitírselo, así que hemos decidido que lo más razonable es dejarlo. Resulta muy incómodo todo este asunto, no poder regalar nada a nadie, a no ser que te vayan a corresponder, lo cual es lo más natural, supongo, aunque más que complicado con los aprietos económicos por los que pasa todo el mundo. Es gracioso cómo en Navidad a la gente le da la locura de comprar regalos; deberías ver los tumultos en el centro de Londres, intentando comprar lo que no hay. Dios mío, menuda historia.
Me pregunto cómo pasarás estas fechas.
Oh, querido, te quiero,
Bessie

El día que se escribió esta carta, Chris Barker estaba destacado en el hotel Cecil de Atenas. Se despertó a los gritos del ELAS: «Ríndanse, camaradas, venimos en son de paz». Barker escribió en su cuaderno: «A las once y media, el ELAS lanzó un duro ataque: fusiles, ametralladoras Bren, morteros. Estos últimos dan bastante miedo. […] Los morteros empezaron a caer y se acercaron mucho. […] Pánico en el pasillo. “¡Cierra la puerta!” La ametralladora sigue fuera. […] Fui a buscar más munición y me senté en el descansillo de la primera planta con Bert y Jack. Dieron orden de bajar y luego de subir otra vez. Sobre el pasillo del fondo caía la dinamita y los proyectiles Bofor. Cristales rotos. […] Y de repente, “¡alto el fuego!”. Vimos con alegría que en todo el edificio se seguía la orden. […] Bajamos, depusimos las armas aún calientes y nos saludaron unos partisanos de pelo largo con un “¡Salud, camaradas!”, aún a oscuras, antes de amanecer.

»Nos condujeron en pequeños grupos mientras por encima de nuestras cabezas los Spits (Spitfires) nos sobrevolaban como interesándose en lo que ocurría abajo. […] Caminamos unos cinco o seis kilómetros hasta una gran mansión. Había partisanas, encantadoras, interesantes, empáticas. Agua y dos onzas de pan. A continuación, caminamos otros veinte kilómetros, hasta un calvero entre los bosques. Entonces nos vendaron los ojos y nos llevaron a la montaña.»

Capítulo 13
El amor en papel hoy

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Charlie Brown miraba su buzón todos los días y todos los días sentía una gran decepción. Era como la canción de los Carpenters, Please Mr. Postman: había esperado pacientemente y se conformaba con una tarjeta o una carta… Ojalá vuelva el cartero, veamos si ha dejado algo… No, nada. Lo que Charlie Brown estaba esperando era una tarjeta de San Valentín. De quien fuera, aunque si la remitiese la Pequeña Pelirroja estaría especialmente bien. Pero cada vez que levantaba la tapa metálica del buzón y estiraba su brazo regordete hasta el fondo no tocaba más que aire y pelusas. Bueno..., quizá el año que viene. Mantengamos la esperanza.

Charlie Brown no recibió tarjeta de San Valentín en su propia tira cómica, y la humillación fue aún mayor en el capítulo de la serie animada, Sé mi tarjeta del día de San Valentín, Charlie Brown. Los compasivos telespectadores le enviaron cientos de tarjetas, tal es el poder de los medios de comunicación y la fuerza conmovedora de la correspondencia. Charlie Brown intentó después sacar el máximo partido a la respuesta del público: «Debe de haber millones de personas en todo el mundo que no reciben nunca cartas de amor», suponía. «Yo podría ser su líder.»

En un capítulo anterior de la serie, Lucy está apoyada contra el piano de Schroeder, mientras este toca su habitual sonata de Beethoven, y empieza a leer alegremente en un libro: «Aquí dice que probablemente la tarjeta de San Valentín fuera la primera tarjeta de felicitación. La primera se envió en el siglo XVI». Lucy sonríe a Schroeder, que sigue tocando distraídamente. «En 1800 se habían fabricado ya planchas de cobre pintadas a mano para satisfacer la gran demanda. ¿Entiendes, Schroeder? ¡Para satisfacer la gran demanda de tarjetas de San Valentín!» Él sigue tocando, sin oír sus indirectas, pero ella persevera. Ella juguetea con un mechón de pelo y le sonríe, pero Schroeder no levanta la mirada, así que ella tira el libro y le pregunta si está seguro de querer sufrir las torturas del recuerdo de un amor perdido. Schroeder finalmente levanta la mirada asombrado y Lucy empieza a destrozar su piano. «¡Te despertarás por la noche GRITANDO!», gime. «¡Querrás destrozarlo todo!»

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Cortesía de coleccionista privado/The Bridgeman Art Library.

En Estados Unidos, las tarjetas de San Valentín eran ya conocidas antes de 1840 —ese año se enviaron unas 1.100 en Nueva York— pero su popularidad aumentó enormemente con el abaratamiento del timbre, y en 1847 se enviaron unas 30.000. El 14 de febrero se convirtió en una celebración única, un día festivo postal. Para el servicio de correos fue una lluvia de dinero a la que también contribuyeron los publicistas, que aprovecharon para fomentar el envío de regalos junto con las tarjetas. Vendrían luego el día de la Madre y el día del Padre, festividades bastante modestas, si tomamos como referencia las «sacas atestadas de los carteros» y «las apretadas multitudes» que por San Valentín dominaban las historietas y artículos de opinión de los periódicos. En la Gran Bretaña de mediados de la época victoriana y en Estados Unidos de antes de la guerra civil, la festividad de San Valentín llamó la atención sobre aspectos del sistema postal obviados hasta entonces: que podía utilizarse el correo para el ocio y la provocación, y que podía hacerse de forma más o menos anónima. El periódico Daily Evening News de San Francisco publicaba en 1855: «Cuando el cartero llama a la puerta, la mañana del 14 de febrero, el pecho de muchas doncellas palpita de amor y curiosidad». Era evidente que el correo había encontrado una nueva finalidad: prestar servicio al placer más puro y superfluo.

Pero la popularidad del día de San Valentín ha sufrido altibajos. En 1958 Harper’s Weekly publicó que en Estados Unidos se habían vendido treinta millones de tarjetas, mientras que tres años antes TheDaily Mirror hablaba de veintisiete millones vendidas en el Reino Unido. Estas cifras representaban la recuperación tras el desplome de entreguerras, durante el que el mismo periódico se había preguntado «¿Ha dejado de celebrarse el día de San Valentín? [...] Los jóvenes […] ya no son sentimentales. El cine ha formado a una generación que corteja desvergonzadamente, si es que se puede aún usar un vocablo tan anticuado como “cortejar”». Sin embargo, en 1962 había vuelto el sentimentalismo: «Este año el día de San Valentín empezará con una R mayúscula de “romántico”».

El atractivo de las tarjetas de San Valentín es que no dicen nada y a la vez lo dicen todo. No es necesario ser muy ducho en palabras de amor o anhelo para enviar una de ellas, hay alguien que ya lo es por nosotros, y que además ha impreso en la tarjeta un poema o la ilustración de una rosa. En realidad, todo el trabajo lo hace el destinatario. El destinatario nunca tiene la obligación de contestar, simplemente tiene que apreciar el mensaje y quedar boquiabierto. No son realmente cartas de amor; en los tiempos que corren, ni siquiera dan para el preludio de una carta de amor. Son la excitación propia de las citas, poco más que el equivalente al «toque» de Facebook, y puede que siempre anden a caballo entre la timidez y la alarma. Las auténticas cartas de amor son algo diferente. Pronto imitaremos todos a Charlie Brown, alargando el brazo para atrapar lo que no existe.

El arte no florece en el vacío. En noviembre de 2012, la casa de subastas Sotheby’s desvelaba orgullosa el catálogo de las subastas prenavideñas de libros y manuscritos, una previsiblemente ecléctica selección de Isaac Newton, Francis Scott Fitzgerald y George Gershwin, amén de un fragmento de la primera Biblia que llegó a la Luna. Pero la algarabía llegó con otro lote, descrito en el catálogo como «el mayor y más significativo corpus de correspondencia y dibujos de Charles Schulz ofertado en una subasta pública», que documentaba «la persecución romántica» de Tracey Claudius que protagonizó el famoso creador, autor y artista de Snoopy.

Schulz y Tracey Claudius se enviaban tarjetas de San Valentín durante todo el año. Tracey Claudius (cuyo nombre no desentonaba con los Peppermint Patty y Linus van Pelt de la tira cómica) tenía veinticinco años cuando conoció a Schulz, en marzo de 1970. El dibujante tenía cuarenta y ocho. Un amigo de Tracey estaba entrevistando a Schulz para una revista, y Claudius se coló con la excusa de hacer unas fotografías. Era una grandísima fan y lo que quería era conocer a su ídolo, lo cual reconoció en una carta que le envió tras volver a casa, ese mismo día. En ella afirmaba que adoraba a Charlie Brown y «a ese estúpido perro» y que haber conocido a su creador era «como ser Charlie Brown y por fin conocer a Willie Mays. […] La felicidad es descubrir que los pies de tu ídolo no son de arcilla, sino de oro puro y eterno».

Según su biógrafo, David Michaelis, Schulz cayó hechizado desde el primer día. Su matrimonio hacía aguas y él necesitaba a otra mujer que le diera estabilidad. «Desde el principio, ambos asumieron tácitamente que Tracey lo haría feliz», escribe Michaelis. La semana siguiente la pareja se vio varias veces: fueron a patinar sobre hielo, a una librería de San Francisco, a cenar en un hotel. Después, Schulz recreaba sus encuentros en una serie de cartas y viñetas que enviaba a Claudius, representándose a sí mismo como Charlie Brown y a su nueva novia como Lucy. En la primera viñeta Charlie Brown pregunta: «¿Te acuerdas?», y en la segunda el bocadillo dice: «El 16 de marzo fue el día que nos conocimos». Diversos dibujos describen esos primeros encuentros; en el sexto, Charlie Brown pregunta de nuevo: «El 22 de abril me cogiste la mano en la oscuridad. ¿Te acuerdas?». Otra viñeta más, en la que Schulz rememora su primera noche juntos (y lo que podría haber sido su primera infidelidad) en un hotel de Monterrey, dice: «El 1 y el 2 de mayo fueron tan maravillosos que apenas puedo soportar pensar en esos días».

En julio de 1970, cuatro meses después de conocerse, Schulz envió a Claudius una postal desde Honolulu, donde estaba de vacaciones con su esposa y otra pareja. «Aloha. Como Gatsby, persigo la “luz verde”. [...] Espero verte pronto. Te echo mucho de menos». La luz verde, le recuerda Schulz a Claudius en otra carta, es la interpretación del «orgiástico futuro que, año tras año, retrocede ante nosotros».

El catálogo de Sotheby’s afirma que en muchas otras cartas

Schulz enumera los rasgos que encuentra más atractivos en Claudius. Casi siempre escribe deseoso su nombre por triplicado: Tracey Tracey Tracey. Schulz habla sin mesura de su dulce voz, su nariz y su hermoso perfil, su belleza, sus preciosos ojos, su fascinante rareza, su risa profundamente musical, sus ojos dorados, sus suaves manos y su maravilloso rostro. Una de sus cartas constituye una recopilación de los «puntos buenos» de Tracey, con adjetivos como encantadora, linda, sensible, atlética y abrazable, diciendo además de ella que «los coches pitan a su paso» o «da gusto chincharle».

Repite muchas veces cuánto la quiere y a veces añade unos corazones rojos.

Charles Schulz no siempre mantuvo su amor en privado, también escribió cartas abiertas en distintas publicaciones. David Michaelis ha detectado cierto paralelismo en palabras y temas entre su correspondencia con Claudius y los bocadillos de Snoopy. Snoopy se había definido anteriormente a sí mismo como «abrazable y chinchable». En dos cartas a Claudius, Schulz cuenta que su esposa había descubierto las llamadas telefónicas de larga distancia que hacía para hablar con ella y en una tira de Snoopy de la misma época Charlie Brown regaña a Snoopy por su cargante comportamiento, diciéndole que no puede ir a visitar a «esa perrita» que había conocido; en la cuarta viñeta, en la que se ve a Snoopy cogiendo el teléfono, Charlie Brown le grita: «¡Y no hagas más llamadas de larga distancia!». En otra tira, Charlie Brown llama al puesto de ayuda psiquiátrica de Lucy («La consulta está ABIERTA») y le pregunta: «¿Crees que la monogamia es posible para los humanos, teniendo en cuenta cómo tenemos el coco?». Y, por fin, hay otra en la que Peppermint Patty se duerme en clase y dice: «¡Tracey! ¡Tracey! Te quiero. Tracey, ¿me oyes? Te quiero».

Según su biógrafo, Schulz le propuso matrimonio a Claudius dos veces. Ella lo rechazó, según dijo más tarde, porque dudaba de que pudiera hacerlo feliz y porque temía destrozar la imagen pública del creador de una tira cómica que consideraba «sagrada». La pareja siguió en contacto hasta 1973, cuando Schulz, un año después de divorciarse, se casó con otra mujer.

La aparición de las cartas no hizo ninguna gracia a los miembros de la familia de Schulz, para los que venderlas era un acto desalmado y de mal gusto. La imagen de Schulz que Claudius tanto deseaba proteger mientras aquel estuvo vivo ya no era tan importante (Schulz murió en 2000 a los setenta y siete años). Los medios de comunicación informaron de que la familia de Tracey Claudius iba a vender el archivo (de cuarenta y cuatro cartas en total) para pagar los cuidados que Tracey necesitaba por el deterioro de su salud. Los lectores más atentos pudieron deducir que el imaginario colectivo infantil acerca de uno de los más famosos caricaturistas de Estados Unidos estaba siendo sacrificado en el altar de un sistema sanitario que no conseguía cuidar adecuadamente a sus mayores.

Las cartas no se vendieron.

* * * *

¿Cuáles son los ingredientes de una gran carta de amor? ¿La verdad, la vulnerabilidad, la pasión, el secreto, la vulgaridad, el fervor, la ilusión, el dolorosísimo éxtasis? ¿Algo tan intenso que hay que gritarlo o quemarlo? ¿Algo que se entenderá hasta el fin de los tiempos? ¿Eso que Goethe llamaba «el aliento de vida más inmediato, irrecuperable para nosotros mismos y para los demás»?

Las cartas de amor nos llegan en un momento de nuestra vida en el que tenemos el cerebro hecho gelatina. Pero nos hacemos más fuertes, nuestras almas se endurecen y volvemos a leerlas años después con una mezcla de incredulidad y horror crispado. Lo peor de todo es que luego emitimos juicios razonados. El periodista estadounidense Mignon McLaughlin acertaba cuando escribió en The Second Neurotic’s Notebook [Segundo cuaderno de la neurosis](1966): «Si uno debe releer antiguas cartas de amor es mejor hacerlo en una habitación sin espejos».

Pero, evidentemente, son excepción esas cartas que nunca caducan y dan lecciones inmutables. Como los sonetos de Petrarca y de Shakespeare, existen correspondencias de enorme valor. Quizá los poetas románticos y los reservados victorianos sean los que más papeletas tendrían de triunfar. El cortejo entre Robert Browning y Elizabeth Barrett, por ejemplo, es uno de los más míticos romances, vivido enteramente a través de las cartas. Pero el catálogo hunde sus raíces también en el siglo pasado, con Henry Miller/Anaïs Nin y Robert Lowell/Elizabeth Bishop abriendo el brillante camino literario entre un bosque de millones de desamores no tan célebres, en la época de la guerra. Todos ellos tienen su patrón, lo sepan o no.

El 1 de noviembre de 1820, John Keats escribió a otro Charles Brown, su gran amigo de Londres. Keats estaba en Nápoles, camino de la que sería su definitiva residencia en Roma, donde se instaló en un intento cada vez más inútil por encontrar aires más cálidos y recuperarse de la tuberculosis. A una agitada travesía de un mes de duración le siguió una cuarentena de diez días a bordo, ya que a los funcionarios italianos les preocupaba que los pasajeros trajeran consigo el último brote de cólera de Londres. A todas estas calamidades (el sufrimiento tísico de expectorar sangre) se sumaba el hecho de que Keats estaba enfermo de amor. Ese deseo ocupó la mayor parte de su carta a Brown. El objeto de su afección era, por supuesto, su prometida, Fanny Brawne, con la que nunca se casaría. Se habían conocido dos años antes. Él marchó al continente sabiendo que no la volvería a ver nunca.

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«No puedo soportar dejarla»: John Keats reflexiona sobre su destino en este grabado de Joseph Severn.

Su arrepentimiento empeoró con su enfermedad.

La convicción de que nunca volveré a verla me matará […] Mi querido Brown, debí haberla conseguido cuando estaba bien y habría conservado la salud. Puedo soportar morir, pero no puedo soportar dejarla. ¡Oh, Dios! ¡Dios! ¡Dios! Todas las cosas que traigo en los baúles y que me recuerdan a ella me atraviesan como una espada. El forro de seda que cosió en el interior de mi sombrero de viaje me quema la cabeza. Mi imaginación es terriblemente vívida en todo lo relacionado con ella: la veo, la oigo.

Keats sufría terribles problemas económicos y se había instalado en Wentworth Place, la casa de Charles Brown en Hampstead, en diciembre de 1818. Fanny Brawne y su madre vivían en la casa de al lado. Brown lo vio después escribir algunos de sus mejores poemas en esa casa y su jardín, como la célebre «Oda a un ruiseñor» (aunque se ha puesto en duda el relato de Brown al respecto). Keats y Brown viajaron a Escocia juntos para caminar por el país y hablaban mucho de literatura. Cuando los médicos recomendaron a Keats que se mudara a Italia, Brown le dijo: «Si se me permite adivinar, cierta vecina está un poco decepcionada por no haber recibido carta tuya, aunque no haya soltado palabra. Te ha escrito hace poco».

Brown no sabía que Keats había decidido no volver a escribir a Fanny Brawne, y no leer nada que ella le enviara. Esperaba que de ese modo su separación fuera más fácil, pero descubrió que no sería así.

No hay nada en el mundo que me ofrezca interés suficiente como para distraerme de ella un momento. Así era cuando estaba en Inglaterra, no puedo recordar sin estremecerme la temporada que estuve preso en casa de Hunt[66] y solía mantener la mirada fija en Hampstead todo el día. Entonces tenía bastantes esperanzas de volver a verla. ¡Ahora bien, si simplemente pudieran enterrarme cerca de donde ella vive! Temo escribirle o recibir carta suya. Ver su letra me rompería el corazón; incluso saber de ella de cualquier manera, ver su nombre escrito sería más de lo que puedo soportar. Querido Brown, ¿qué debo hacer? ¿Dónde puedo buscar consuelo o alivio? Si tuviera alguna posibilidad de recuperarme, me mataría esta pasión. […]
Mi querido Brown, sé por siempre su defensor, hazlo por mí. No puedo decir ni una palabra sobre Nápoles, no siento interés alguno por ninguna de las mil novedades que me rodean. Me da miedo escribirle. Debería querer que supiera que no la olvido. Oh, Brown, siento que me arde el pecho. Me ha sorprendido descubrir que el corazón humano es capaz de contener y soportar tanta miseria. ¿Nací para acabar así? Que Dios la bendiga, y a su madre y a mi hermana y a George y a su mujer y a ti, ¡y a todos!
Tu siempre afectuoso amigo,
John Keats

Todas las tardes de una a tres está expuesto al público el anillo de compromiso granate y oro de Fanny Brawne en la Keats House, como se conoce ahora Wentworth Place. También están expuestos el corpiño y brazalete de Brawne, así como dos guardapelos con cabello de Keats. Se puede ver también una carta dirigida a la madre de Fanny Brawne, que Keats redactó al principio de su cuarentena en Nápoles, en octubre de 1820. «No me atrevo a pensar en Fanny. No me he atrevido a pensar en ella. Lo único que me he permitido en ese sentido ha sido pensar durante horas en encargar que pongan el cuchillo que me regaló en una funda plateada, su cabello en un guardapelo y la cartera en una redecilla dorada. Enséñele esto».

Keats sigue escribiendo sobre su enfermedad y su ánimo cada vez más sombrío, antes de añadir: «Dígale a Fanny que la quiero». Y de nuevo, tras las palabras de despedida a la madre de Fanny, añade: «¡Adiós, Fanny! Que Dios te bendiga». Murió cuatro meses después, dejando un legado epistolar tan magnífico como el poético.

Mientras disfrutó de salud, Keats figuró entre los mejores escritores de cartas en lengua inglesa. Sus cartas son todo lo contrario a las de Jane Austen: un torrente creativo, una cascada de perspicacia e iluminación, el registro diario de una mente joven que elabora una filosofía de vida. Para un poeta cuyos poemas están poseídos por el resplandor de un lenguaje que resulta, como expresó un reciente editor de su obra, «tal cual un monumento refulgente bajo el sol invernal», sus cartas son sin embargo espontáneas, a veces geniales, en otras ocasiones exaltadas, siempre afectuosas y extensas.[67] Son, podría decirse, divertidas. Tocan determinados «grandes temas»: hablan de la «capacidad negativa» (la feliz concesión al misterio y la duda erudita «sin ir irritablemente más allá de los hechos y la razón») y comparan la vida con una gran «mansión de muchos apartamentos» (de los cuales solo había descubierto dos en el momento de su formulación: la «cámara de la infancia o irreflexiva» y la «cámara del pensamiento inaugural», donde «uno se intoxica con la luz y el ambiente»). Pero todo esto no es espectáculo deliberado, es simplemente pensar en voz alta, y Keats está tan preparado para resultar brillante como para quedar en ridículo. Sus cartas muestran una mente que estalla de actividad, en la que los grandes pensamientos chocan con lo mundano.

Sus cartas no fueron siempre tan bien consideradas. Fue célebre el visto bueno dado por T. S. Eliot (que supuso también la resurrección de Keats), quien en su crítica a una recopilación de cartas de este dijo que se trataba de «las más notables e importantes escritas nunca por un poeta inglés», viendo en ellas «lo que las cartas deberían ser; lo hermoso llega de forma inesperada, sin introducción ni despedida, entre una nimiedad y la siguiente».

Las cartas que Keats escribió a Brawne son algo distinto. No están poseídas por las mismas batallas exploratorias del intelecto y han llevado a creer a algunos de los mayores admiradores de Keats, entre ellos W. H. Auden, que su mente se marchitó después de 1820 por ambas enfermedades, el enamoramiento y la tisis. Muchos desearían también que sus cartas de amor no hubiesen sido publicadas junto a su producción más literaria. Es cierto que pueden ser imperiosas, histriónicas, punitivas, contradictorias y autocompasivas (y Brawne se mostraba reticente y recelosa de sus caprichos con razón). No obstante son cartas osadas y logran su objetivo declarado de inmortalidad hablando de la luminosidad e ilusión universales que ha infectado al hombre joven enamorado desde que nació la idea del amor. Revelan un yo auténtico. Las cartas de 1819, antes de que su enfermedad se agravara, pueden ser hermosas. Keats se gusta demasiado en sus cartas de amor, pero lo que está mostrando es su alma confusa, no su arte.

«Mi queridísima dama», escribió desde Shanklin, en la isla de Wight, el 1 de julio de 1819. La pareja llevaba varios meses comprometida en secreto.

Me alegra no haber tenido la oportunidad de enviar la carta que te escribí el martes por la noche. Parecía sacada de las cartas de la Eloísa de Rousseau[68]. Esta mañana estoy más razonable. La mañana es el único momento apropiado para escribir a la hermosa joven a la que tanto amo, porque por la noche, una vez terminado el solitario día, cuando la solitaria, silenciosa y poco musical recámara espera para recibirme como un sepulcro, créeme, mi pasión se apodera completamente de mí, y no quisiera que vieras esos arrebatamientos a los que antes pensaba jamás me entregaría y de los que muchas veces me he reído al verlos en otros, por miedo a que pienses que soy demasiado infeliz o que estoy un poco loco.
Estoy ahora ante una agradable ventana de la casa de campo, con vistas a una bonita zona cubierta de colinas y un atisbo del mar. La mañana es muy hermosa. No sé cuán flexible será mi espíritu, qué placer podría procurarme vivir aquí y respirar y pasear libremente como un ciervo a lo largo de esta hermosa costa, si tu recuerdo no me pesara tanto. No he conocido nunca una felicidad pura durante muchos días seguidos. Siempre han echado a perder esos momentos el fallecimiento o la enfermedad de alguien. Ahora que no me agobia ninguno de esos problemas, tú eres la que debes confesar que otro tipo de dolor me habrá de perseguir. Pregúntate, amor mío, si no eres demasiado cruel al haberme enredado de este modo, al haber destruido así mi libertad. ¿Lo confesarás en la carta que has de escribirme de inmediato? ¿Dirás lo necesario en ella para consolarme? Hazla sustanciosa como una dosis de amapola, que me intoxique. Escribe las palabras más dulces y bésalas para que yo pueda al menos posar mis labios allí donde han estado los tuyos.
Ya que yo mismo no sé cómo expresar mi devoción de forma justa: quiero una palabra más brillante que «brillante», una palabra más justa que «justo». Casi deseo que fuéramos mariposas y no viviéramos más que tres días de verano. Llenaría tres días contigo con más deleite de lo que cincuenta años corrientes podrían llegar a ofrecer nunca. […]
Aunque sería capaz de centrar mi felicidad en ti, no puedo esperar cautivar tan plenamente tu corazón. De hecho, si pensara que sientes tanto por mí en este momento como yo por ti, no creo que pudiera resistirme a verte de nuevo mañana por el gozo de un único abrazo. Pero no, debo vivir basándome en la esperanza y la suerte. En caso de que ocurra lo peor, seguiré amándote, ¡pero cuánto odio sentiré por cualquier otro! […]
Escríbeme inmediatamente. No hay reparto de correo en este lugar, así que debes enviar tu carta a la oficina postal de Newport, isla de Wight. Sé que antes de que llegue la noche me maldeciré por haberte enviado una carta tan fría. Aun así, es mejor que la escriba mientras conserve la razón. Sé tan amable como la distancia te lo permita con tu
J. Keats

«Mi queridísima Niña»: así empezaba Keats en agosto de 1820 la que él consideraba su última carta a Fanny.

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Cortesía de Keats House, Hampstead, Londres, Reino Unido / Photo © Neil Holmes/The Bridgeman Art Library.

Ojalá pudiera inventar algún modo de ser un poco feliz sin ti. Cada hora que pasa me concentro más y más en ti, todo lo demás sabe a paja en la boca. Tengo la impresión de que me resultará casi imposible viajar a Italia. El hecho es que no puedo dejarte y no experimentaré ni un minuto de satisfacción hasta que la suerte tenga a bien dejarme vivir contigo para siempre. Pero no continuaré así. Una persona con buena salud, como tú, no puede hacerse una idea de los horrores que me procuran los nervios y este temperamento mío. […]

No creo que mi salud mejore mucho mientras te tenga lejos. Por todo esto soy reacio a verte: no podré soportar los destellos de luz y volver después a mi penumbra. No soy tan infeliz ahora como lo sería si te hubiera visto ayer. Ser feliz contigo parece tan imposible, ¡requiere una estrella con más suerte que la mía! No ocurrirá nunca.

Adjunto un pasaje de una de tus cartas que quiero que modifiques un poco: quiero (si tienes a bien hacerlo) que te expreses con menos frialdad.

Si mi salud lo soportara, podría escribir un poema que tengo en la cabeza, que constituiría un consuelo para aquellos que se encuentren en situación similar a la mía. Hablaría de alguien enamorado, como yo lo estoy, de una persona que vive tan libre como tú. Shakespeare resume siempre los temas con autoridad. El corazón de Hamlet estaba lleno de la misma miseria que el mío cuando dijo a Ofelia: «¡Vete, vete a un convento!». En realidad, me gustaría acabar con esto de una vez. Querría morir. Me pone enfermo el tosco mundo que a ti te hace sonreír. Odio a los hombres, y a las mujeres aún más. No veo más que espinas en el futuro. […]

Ojalá estuviera en tus brazos lleno de fe o me alcanzara un rayo.

Que Dios te bendiga. J. K.

A través de las cartas de Keats nos ha llegado uno de los romances más histriónicos del siglo romántico. El poeta quizá esperaba que lo recordáramos así, a pesar de que en la inscripción de su lápida dejase dicho que su nombre «estaba escrito en agua».

«El fuego pronto dejará de crepitar», escribía a su hermano.

Estoy sentado dándole la espalda al fuego, con un pie de lado sobre la manta y el otro con el tacón algo levantado sobre la alfombra. […] Me encantaría saber si algún gran hombre fallecido hace largo tiempo tuvo esta misma postura. Como saber en qué posición estaba sentado Shakespeare cuando escribió «Ser o no ser». Este tipo de cosas se vuelven interesantes con la distancia.

* * * *

La devoción entre Robert Browning y Elizabeth Barrett generó una correspondencia cortés no menos ardiente y con final mucho más feliz. Como concluía una reseña de su colección de cartas: «Lectora, me casé contigo». La correspondencia comenzó en 1845 y concluyó con otra huida a Italia, cuando la desaprobación del padre de ella los obligó a fugarse[69]. Uno de los placeres que prodiga este intercambio epistolar es su rápido crescendo. En veinte meses se pasa de un adorable afecto a un arrebatador deseo, de las más etéreas líneas sobre poesía a la logística de las citas en secreto y el tráfico de maletas que haría posible la escapada. Tras apenas tres cartas, el lector moderno queda fascinado.

Robert Browning a Elizabeth Barrett, 10 de enero de 1845: «Amo sus versos con todo mi corazón, querida señorita Barrett, y no será una improvisada carta de cumplidos la que yo escriba».

Al día siguiente responde ella: «Se lo agradezco, estimado señor Browning, desde el fondo de mi corazón. Quiso darme gusto con su carta, e incluso si no hubiese alcanzado su objetivo, aun así debería darle las gracias. Pero lo ha alcanzado, plenamente. ¡Tal carta de una mano tal!».

Dos días después: «Querida señorita Barrett, me gustaría simplemente decir, en tan pocas palabras como pueda, que me hace usted muy feliz». Sus palabras de despedida van evolucionando de «Atentamente» y «Muy atentamente» (enero) a «Siempre suyo, querida señorita Barrett» (abril), «Suyo» (mayo) y «Mi amor, soy tu R. B.» (noviembre).[70]

Cuando él escribió por primera vez, ella era la más célebre de los dos. Había atraído a otros admiradores masculinos con quienes ya había mantenido correspondencia sobre asuntos literarios y dio por sentado que la correspondencia con Browning sería igual. Además, así era como le gustaba a ella: la correspondencia era la relación más fácil de controlar. El ritmo y el tono eran maleables y el flirteo escolar podía calibrarse línea a línea. De salud endeble y padre autoritario, no tenía otra opción que escribir cartas. Ambas circunstancias contribuyeron indudablemente a su gran historia con Browning (un romance con cierto estilo Brontë), el hombre que la ganó y que liberó su pasión.

Hicieron falta más de veinte cartas a lo largo de cinco meses para verse. Antes de que huyeran a Europa ese número ascendería a las 574. La biógrafa de Barrett, Alethea Hayter, ha comparado su correspondencia con un partido de tenis, con sus «largas y emocionantes carreras de ida y vuelta desde cada esquina de la cancha. […] Entusiasmo y diversión brillan a través de ese “juego de corazones”, la absorbente búsqueda de la palabra, la frase y la imagen exactas para expresar cada matiz de sentimiento». La frase clave en su correspondencia puede que sea la última que Barrett escribió a Browning siendo aún una mujer soltera: «Empiezo a pensar que nadie es más atrevido que el tímido al que se le incita lo suficiente». Se refería a la conducta de su sirvienta en Wimpole Street, aunque evidentemente también a la suya propia. Puede que detectemos ecos de todo ello en gran parte de la correspondencia de tiempos de guerra: no es solo la distancia lo que tiende un vínculo entre las cartas de dos amantes, sino la seguridad que ofrece dicha distancia, el hecho de que el mundo real no pueda entrometerse en el ideal, la posibilidad de escribir perfectamente y sin mirar al destinatario a los ojos.

Las cartas de Barrett y Browning allanan el camino al matrimonio, que fue, según la mayoría de los testigos, feliz los quince años que duró (Barrett murió en 1861) y garantizan una fama perdurable a ambos. Incluso aquellos que no son capaces de citar un verso suyo que no sea «¡Ah, estar en Inglaterra / Ahora que allí es abril!», pueden intuir cómo, a lo largo de su correspondencia, las primeras confidencias intelectuales dan pie a otras más instintivas. Y de ahí a tratar aspectos prácticos de la huida, incluidas las citas en una librería y las consultas de los horarios de los trenes. El hecho de que las cartas a menudo parezcan cohibidas y algo retóricas (al fin y al cabo ambos son poetas) no reduce el disfrute del lector, al igual que no se desprecia un gran Rembrandt por ser demasiado «pictórico».

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«Un artista serio, sencillo y noble»: los Browning escriben a John Ruskin en 1859 en referencia al artista William Page, amigo del matrimonio. Cortesía de coleccionista privado/Photo © Christie’s Images/The Bridgeman Art Library.

Una semana después de la boda, se acaban las cartas.[71] Se trata de la agonizante naturaleza del amor, que florece mejor con la duda y la imaginación poética. Para los historiadores de la epístola solo queda una esperanza tras el encuentro de los amantes unidos por la correspondencia: una separación. Con Barrett y Browning esta nunca llegó, aunque con otros hemos sido más afortunados (otro placer que procura la carta: la agonía del remitente es nuestro disfrute).

* * * *

Obviamente, querer una pasión temprana y también que la correspondencia continúe cuando esa pasión se templa no es sino pura codicia. Por eso mismo acometemos con fervor la prolongada relación postal entre Henry Miller y Anaïs Nin. Podría decirse que ambos escribieron sus obras valiosas alejados de sus ficciones: Nin en sus escandalosos diarios y Miller en su copiosa correspondencia con esta, con Lawrence Durrell y con muchos otros.

Miller era muy consciente del valor de la comunicación. Mucho antes de granjearse condenas y aclamaciones por sus sexualmente explícitas novelas autobiográficas, Miller trabajó para la Western Union Telegraph Company en Nueva York. En 1920, a los veintiocho años, fue ascendido a responsable de personal y quedó a cargo de más de dos mil mensajeros de telégrafos uniformados, que cubrían toda la ciudad. Ocupó el cargo casi cinco años. Ese trabajo, muy distorsionado, fue objeto de kafkianas descripciones en Trópico de Capricornio, donde Miller habla de las largas jornadas y la amenazadora y absurda monotonía (cuando, por ejemplo, intentaba sustituir a todos los empleados que habían dimitido el día anterior; un trabajo inacabable, como el reparto del correo). Describía también a algunos mensajeros que solo aguantaban unas horas en el puesto antes de abandonar sus fajos de telégrafos en una papelera o alcantarilla. Descubrió además que los compañeros que conseguían resistir a menudo desarrollaban sus propias astucias, como acortar un telegrama largo y quedarse con la diferencia de precio. Miller intentó reformar el sistema, con poco éxito. Cuando en 1924 dejó el puesto para dedicarse a la literatura, gracias al apoyo de su nueva esposa June (la segunda), estaba convencido de dos cosas: que el mundo de los negocios, con su insistencia en las normas y el servicio, no estaba hecho para él, y que un telegrama de veinte centavos solo daba para diez palabras. En el caso de un hombre que escribía a diario largas cartas a muchísima gente, y que podía, al final de su larga vida, presumir de haber enviado más palabras por correo que cualquier otro escritor de la historia, no sorprende en absoluto que eligiera una forma más barata y duradera para enviar sus mensajes.

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Cortesía de The Warshaw Collection of Business Americana–Telegraph, Archives Center, National Museum of American History, Smithsonian Institution.

«Lo único que puedo decir es que estoy loco por ti», así empieza una carta dirigida a Anaïs Nin en marzo de 1932, tres meses después de su primer encuentro. Ya le había pedido disculpas a Nin en una carta anterior por haberle enviado una «avalancha» de cartas (la palabra era muy apropiada: ella estaba en Suiza en una cura de reposo de sus diabólicos enamoramientos adúlteros, no solo de Miller, sino también de su esposa June).

La correspondencia entre Miller y Nin se desarrolla al principio de una forma que ya conocemos: estupefacción, obstinación y encaprichamiento insomne, combinados con la convicción de que ellos dos son los primeros auténticos amantes del planeta. Miller escribió la siguiente carta en París, también en marzo de 1932:

Tres minutos después de que te hayas ido. No, no puedo contenerme. Te diré algo que ya sabes: te quiero. Esto es lo que destruí una y otra vez. En Dijon te escribí largas y apasionadas cartas, si te hubieras quedado en Suiza te las habría enviado. Pero ¿cómo iba a enviarlas a Louveciennes? [Donde Nin vivía con su marido.]
Anaïs, no puedo decir mucho más ahora. Siento que me invade la fiebre. Apenas era capaz de hablar contigo porque sentía permanentemente el impulso de levantarme y echarme a tus brazos. Tenía la esperanza de que no tuvieras que volver a casa para cenar, de que podríamos ir a algún sitio a cenar y bailar. Tú bailando, he soñado con eso cientos de veces, y yo bailando contigo, o tú bailando sola con la cabeza echada hacia atrás y los ojos entreabiertos. Tienes que bailar así para mí. Ese es tu yo español, tu sangre andaluza.
Ahora mismo estoy sentado en tu silla y me he llevado tu copa a los labios. Pero los tengo sellados. Lo que me has leído da vueltas y vueltas a mi alrededor. Tu lenguaje es aún más abrumador que el mío. Soy un niño en comparación contigo, porque cuando habla el útero que hay en ti, lo envuelve todo. Es la oscuridad que adoro. Te equivocaste al pensar que solo aprecio el valor literario. Era mi hipocresía la que hablaba. Hasta ahora no me he atrevido a decir lo que pienso. Pero estoy desplomándome, me has abierto un vacío, no hay manera de contenerme.

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«Te escribí largas y apasionadas cartas»: Anaïs Nin y Henry Miller.

Photo Soichi Sunami © The Anaïs Nin Trust; ©Hulton Archive/Getty Images.

Era cierto: su correspondencia era como una versión francoamericana de Abelardo y Eloísa. Sus cartas eran calenturientas como para quemar todo el Louvre y, cómo no, para destruir ambos matrimonios. Se veían cuando podían y sus primeras pasiones literarias (ambos eran críticamente comprensivos con el trabajo del otro) se sumergieron pronto en la pasión física. Miller era un sátiro literario, Nin una hedonista sobre cualquier papel que tuviera a mano. Ambos eran abanderados en su particular guerra de los sexos.

Las primeras cartas de Nin hablan de una excitación parecida a la de Miller, que podría considerarse universal. Hay todo un océano de placer que descubrir, incluso pasadas ocho décadas, leyendo sus enamoradas cartas. Seguimos en marzo de 1932, y Nin acaba de ir a ver Laópera del mendigo en alemán con su esposo, un banquero que ella considera honorable pero sin encanto. A ella no le interesan mucho los precios de los inmuebles ni ningún futuro predecible. Nin piensa en Miller durante la ópera y reflexiona sobre cómo ha hecho que la vida de ella sea una «sinfonía»:

Dios, Henry, solo en ti he encontrado el mismo entusiasmo henchido, la sangre igualmente al galope, la plenitud, la plenitud. [...]
Antes llegué a creer varias veces que algo no iba bien. Me parecía que todo el mundo vivía con «los frenos echados». Una escena en una película, una voz, una frase que para ellos no eran explosivas. Yo nunca siento los frenos. Estoy rebosante. Percibo cómo brilla tu excitación por la vida, junto a la mía, y eso me aturde.
[…] ¿Crees que somos felices juntos porque sentimos que «vamos a algún sitio», frente a la sensación que tú tenías de que con June había cada vez más oscuridad, más misterio, más enredo? Supongamos que ese «vamos a algún sitio» significaba simplemente alcanzar lucidez, conocimiento, justo lo opuesto a Dostoievski, y que la lucidez que tengo puedo tirarla, desecharla, repudiarla por completo. […] Como ves, a menudo regreso a este dilema: la pasión por la verdad y al mismo tiempo la pasión por la oscuridad.

Pero el desesperado anhelo (y la posterior intimidad sexual) inevitablemente se enfrió. Cinco años después del flechazo, Nin escribía a Miller sobre su «amor retorcido, enclaustrado, negativo» y sobre un dolor que ya no era tan intenso. «Quiero intentar explicártelo, Henry: lo haces todo tan inhumano e irreal que al cabo del tiempo siento que me alejo de ti, buscando realidad y amabilidad en otros lugares», escribió Nin desde París en marzo de 1937.

Repites una y otra vez que no necesitas a nadie, que te encuentras bien solo, que te diviertes más sin mí, que eres independiente y autosuficiente. No solo continúas diciéndolo sin importarte el efecto que tenga en mí, sino que ni siquiera haces gesto ni una señal humana. […] Todo lo que hay en ti me alejó, tu vida colectiva, tu constante vida junto a otras personas, tu incapacidad para crear cercanía o de tender lazos con alguien, siempre rodeado de multitudes. Yo, por el contrario, procuro mantenerte en el centro de mi vida. […]
La necesidad de expresión. […] Uno puede poner un dedo encima y decir: ahí está, es un corazón que late; si me muevo, esta persona lo siente; si me marcho, esta persona lo sabe; si me desplomo, [esta persona] siente miedo. Existo en él, algo ocurre ahí. Pero cuando entro en tu casa, veo un rostro tan inexpresivo. […]
Eché un vistazo a lo que estabas escribiendo para Trópico de Capricornio, y ahí lo encontré: el jodido mundo, grande, anónimo, despersonalizado. En lugar de asociar cada mujer a un rostro diferente, tú disfrutas reduciendo a todas las mujeres a un orificio, una uniformidad biológica. […]
Con respecto a nosotros: no lo entiendo, no había razón alguna para que nuestra relación fuera trágica. Ninguna hasta donde yo sé. Para mí, sin embargo, se ha convertido en una tragedia, porque no haces nada por llevarla a lo real. Todo lo que haces la evapora, la disuelve, la descompone. Tú te volatilizas.

Quizá resulta irónico que tras estos dos extremos quedase entre Miller y Nin algo duradero: una profunda grieta literaria. Él criticó la ingenuidad de sus primeros textos, pero fue un gran seguidor de la parte de los diarios íntimos que ella le había enseñado; por otro lado, las opiniones de Nin sobre las novelas más famosas de Miller eran a menudo compartidas por muchos lectores, particularmente mujeres. Lo que hace que su correspondencia sea fascinante no es tanto la pasión como el hecho de que no haya nada más que pasión. Durante más de cuarenta años, y a lo largo de cientos de miles de palabras, no hay nada cotidiano en ella. Tampoco hay cordialidades y la cortesía es sustituida por la franqueza. Es como si siempre llegáramos a una película de acción treinta minutos tarde, directamente a las escenas de explosiones y sexo.

La mala reputación de ambos aumentó con cada publicación, cada censura y cada juicio. Lucharon creativamente hasta el final de sus vidas (ambos se volvieron a casar, Miller varias veces). Se vieron solo ocasionalmente a lo largo de cuarenta y cinco años de amistad, aunque estuvieron siempre unidos por su lucha en la escritura y por sus cartas. Y son precisamente estas, en las que sus obras y sus vidas aparecen entremezcladas, las que constituyen su legado más sólido y auténtico. A principios de la década de 1950 Anaïs Nin escribe de nuevo con ternura e intenta hacer un resumen de su amistad: «Probablemente, si yo hubiera tenido el sentido del humor que tengo ahora y si tú hubieras tenido las cualidades de ahora, nada se habría roto». Y en otra carta del mismo periodo: «Tengo la sensación de que, finalmente, todos volveremos a París, donde más felices fuimos».

Como parece ser costumbre, la mayoría de las cartas de Miller y Nin se publicaron tras sus muertes (la de Nin en 1977, la de Miller en 1980).[72] Nin y Miller vivieron, ambos, una vida larga y plena: se aseguraron fama, tanto buena como mala. Cuando se publicaron las cartas, el flirteo, el autoengaño y lo destructivo de sus primeras cartas no podían causar más daño del que ya habían causado sus obras publicadas. De hecho, ocurrió lo contrario: la correspondencia arrojó luz sobre la completa y rica naturaleza de ambos, y dejó al menos una puerta abierta para comprender dos vidas enteramente complicadas.

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Los días se convierten en semanas

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21 de enero de 1945
Queridísimo:
Me aferro a esa vieja suposición de que la ausencia de noticias es buena noticia. Los periódicos y telegramas de hoy dicen que ha comenzado el intercambio de presos de guerra. Espero que tú estés entre ellos, santo Cielo, ojalá estés entre ellos. Churchill ha dicho en su discurso que los presos regresarían a casa y que se conocería la verdad, y espero que eso también te concierna a ti. ¡Santo Cielo! ¿Es demasiado esperar que vuelvas a casa, poder verte después de tantas preocupaciones? ¿Se hará realidad ese deseo? Espero que no te hayan herido y que no hayas caído enfermo, que no estés pasando frío y que te hayan dado lo mínimo para comer. No te habrán cebado, eso seguro, visto que no tienen ni para ellos mismos.
Oh, cariño, quizá no tarde mucho en oír de ti, me pregunto cuánto llevarán esos intercambios, manipulan tanto con este tipo de cosas. ¿Qué habrás pensado en todo este tiempo? Acerca de Grecia, me refiero. Me encantaría saberlo, pues se ha armado un lío… Los políticos mienten tan descaradamente sobre asuntos de extrema importancia… La posguerra no se presenta nada halagüeña.
Otra carta más, mi querido Christopher. Cuídate. Te quiero,
Bessie

27 WOOLACOMBE RD, LONDRES SE3

26 de enero de 1945
Amor mío:
He estudiado todos los periódicos pero no encuentro referencia alguna a los prisioneros de Grecia. Estoy segura de que la prensa dirá algo cuando se produzca el intercambio. De hecho se han producido algunos pequeños intercambios, pero no se dice nada sobre los seiscientos prisioneros a los que la RAF ha estado enviando suministros. A menos que se me haya escapado, pero no lo creo.
¿Dónde estabas, oh, dónde estabas tú, Christopher, mi amor? Los días se convierten en semanas y sigo sin noticias tuyas. No soy capaz de sentarme a leer, ni siquiera en el tren, así que me dedico a tejer jerséis de lana y algodón (de los que no están racionados) en lugar de escribirte cartas de amor. No soy capaz de salir de mí misma.
Te quiero,
Bessie

14232134, SOLDADO ESPECIALISTA BARKER

H. C., ALA 30, 1.ª COMPAÑÍA, 9.º COMUNICACIONES

(FORMACIÓN AÉREA),

FUERZAS CENTRALES DEL MEDITERRÁNEO

24 de enero de 1945
[Tras enviar un telegrama en el que informaba a Bessie de que se encontraba bien.]

Mi querida Bessie:
Técnicamente este es mi segundo día de Libertad, aunque me acabo de bajar ahora mismo del camión que nos ha transportado a Bert y a mí desde las frías montañas griegas por caminos que dejaron de ser carreteras hace tiempo y que ahora, con el deshielo, se convierten en barrizales. Ha sido el viaje más feliz de mi vida. Ahora, nos rodean los cálidos brazos del Ejército Británico y nos encontramos más aliviados y cómodos que nunca.
Probablemente te cueste trabajo quitarte de encima la gran preocupación de no haber recibido las cartas que te envié. Probablemente te hayan salido unas cuantas canas por mi culpa. Ya puedes dejar de preocuparte, emborráchate esta noche con la conciencia tranquila. (Yo me he tomado ya dos tragos de ron desde que nos soltaron.)
Te escribiré detalladamente más adelante. Envía tus cartas a la dirección habitual y no dejes de escribir tanto como yo.
Las próximas maniobras están en el aire. Los más optimistas creen que volveremos a casa. Si crees que eso es lo que debería pasar, nada te impide escribir al Primer Ministro proponiendo que nos devuelva a casa para acabar con la preocupación de los familiares. A buen entendedor, pocas palabras bastan.
Perdona la brevedad. Espero que estés bien y que el horror de los bombardeos no te perturbe demasiado.
Te quiero,
Chris

27 WOOLACOMBE RD, LONDRES SE3

1 de febrero de 1945
Querido mío:
¡Estoy maravillada, oh, Dios mío! Christopher, acabo de recibir tu telegrama… No tengo palabras para describir lo hermoso que es el mundo ahora, tras saber de ti, tras retomar el contacto con la vida. Oh, amor mío de mi corazón… No era consciente de a qué nivel de ausencia me estaba viendo reducida, me costó un buen cuarto de hora asimilarlo, no salté de alegría ni prorrumpí en hurras, sino que se me aflojaron las rodillas y se me levantó el estómago. Desde entonces no hago más que sonreír feliz, plena de una felicidad hermosa. LIBRE, SANO y SALVO, qué maravillosas palabras, qué alivio tras varias semanas temiendo que no te encontrases bien, tú, mi Amor Bendito, no tengo palabras, no tengo palabras, Christopher, son todo burbujeos y temblores. Me sentía más animada últimamente porque, como no había noticias, imaginé que seguirías prisionero, pero ya sabes cómo la mente da vueltas y vueltas y contempla preocupada todo tipo de posibilidades horribles. Bueno, eso es lo que mi mente ha estado haciendo y ahora… ¡Dios santo, cuánto te quiero!
Ay. Quiero abrazarte hasta romperte, comerte. Ven a mis brazos, tesoro de cariños. Date prisa, cartero, quiero oír otra vez tu voz, oírte, quiero que me quieras, que me desees para siempre. No he sido capaz de mirar tus fotos ni de leer tus cartas, me dolía demasiado, pero las he vuelto a sacar. Has estado conmigo todos estos días tan malos, te hablaba todo el rato para mis adentros, y siempre te hacía responder lo mismo, «estoy bien», y me convencía de que era así. Soy una tonta, ¿verdad? Estás en este mundo conmigo, estamos juntos, nosotros, nosotros, TÚ Y YO. ¡Respiremos hondo!
Corazón, las cosas se van arreglando, parece, aunque eso de que Alemania presente batalla hasta el último minuto es bastante descorazonador. No sé qué imbécil del Parlamento estaba pidiendo arrasar a bombazos Alemania. En mi opinión, lo que ya tenemos entre manos es tan horrible que hasta los más sedientos de sangre deberían sentirse satisfechos. No me explico cómo se las ha arreglado Rusia con el asunto de los víveres y etcétera, probablemente no pueda avanzar mucho más. Si estoy equivocada, les deseo buena suerte. Pero qué bien lo han hecho, ¿no te parece?
Creo en ese estado de excitación en el que puede ocurrir cualquier cosa en cualquier momento. Hay algo en el aire, con todas estas noticias que llegan de todos lados. Debo decir que soy yo la que está en el aire, saltando, saltando sin parar. Voy al cine con Iris mañana, tendré que invitarla, caray que sí. Qué maravilla, tú eres maravilloso, el mundo es maravilloso, todo es maravilloso. Por favor, ven a casa, a casa, a casa. Por favor, ven, amor mío. Sueño tanto con nosotros. Oh, Amor Mío.
Te quiero,
Bessie

Capítulo 14
El maestro moderno

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¿Es posible escribir la carta perfecta? ¿Es posible siquiera imaginar escribir algo así?

En la década de 1970, en el colegio Bedales, una institución educativa privada y vagamente alternativa del condado de Hampshire a la que muchos padres famosos enviaban a sus hijos, la secretaria recogía el correo matutino, pasaba por delante de las aulas, cruzaba el huerto y entraba en el patio interior del edificio principal. En el extremo más alejado del patio, junto a las cocinas, había un casillero de madera con casillas ordenadas alfabéticamente. A las 10:55 —el recreo de media mañana— los alumnos iban a buscar un tentempié y miraban si habían recibido correo. Si habían tenido suerte, lo recogían y se lo llevaban a su habitación de la residencia o a la biblioteca para leerlo.

Hacia el final del tercer trimestre Frieda Hughes, de quince años, atravesaba el patio interior para recoger una carta proveniente de Devon.

Querida Frieda:
¿Qué tal los exámenes? ¿Cogiste buena carrerilla?
La lluvia llegó justo cuando estábamos terminando de cargar las balas de heno; tuvimos que darnos mucha prisa para meterlas dentro, había heno en el Land Rover, en la camioneta de Jean e Ian, en la carreta, y nosotros teníamos heno en los oídos, en la nuca, en las botas, dentro de las camisetas. Volvimos a casa bamboleándonos, nos levantábamos y nos entraban cosquillas, trastabillábamos y nos caíamos otra vez... Justo delante de nosotros avanzaba otro tractor a paso de tortuga tirando de un remolque con una carga el doble de alta que la nuestra, como un rascacielos. Por todo el campo se veían tractores desesperados arrastrándose de vuelta a casa, aplastados por las últimas cargas imposibles de transportar, bajo una lluvia verde intenso.
La lluvia está haciendo que todo vuelva a crecer. Incluidas tus fresas salvajes, que están exquisitas (las que no se comen los pájaros, claro). Desde que segamos la jungla de malas hierbas que crecía por encima de la pista de tenis y la parte de arriba del huerto se han instalado varias bandadas de mirlos y tordos que cazan por allí. Y palomas. Diente de León Naranja también caza, ha descubierto una gran metrópolis de ratones allá arriba, que estaba antes fuera de su alcance. Ese gato es flor anaranjada, hermosa e inquieta.
Jueves por la tarde y sigue lloviendo.
[…] Bueno, aquí estamos ya, todos doloridos (las articulaciones nos chirrían como una vieja verja rota), después de recoger las balas de heno.
También han llegado los veraneantes, sentados en sus coches-sauna bajo el aguacero, atascados como en un túnel de lavado, mirando fijamente al mar, con sus transistores encendidos y el helado chorreándoles por el brazo hasta el codo. Hasta muy pronto.
Te quiere,
Papá

Ted Hughes escribió sobre la recogida del heno en su poema «Last Load» [«La última carga»] en Moortown, pero la poesía puede parecernos menos fundamental ahora que tenemos la carta. Esta no es la carta perfecta y probablemente no entraría entre las cien mejores cartas que Ted Hughes escribió a lo largo de su vida. Pero está muy bien escrita. Es maravilloso leerla ahora, casi cuarenta años después, con el remitente ya muerto, un gato que ya no caza ratones y la destinataria convertida en una pintora madura: resulta divertida, atenta, personal, vívida, afable. Toda una poética de instituto.

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«Un claro pavoneo literario»: Ted Hughes en 1960. Cortesía de coleccionista privado/Photo © Mark Gerson/The Bridgeman Art Library.

Hay aliteración y exageración, personas que hacen cosas propias de animales y animales que se van de caza. La carta entera mantiene el ritmo de un pájaro picoteando, que en cierta medida vuelve atrás buscando un efecto. A veces las palabras son perfectas y claras (las exquisitas fresas) y a veces son perfectas y vistosas (una lluvia verde).

La carta, en cualquier caso, funciona muy bien porque evoca muchas imágenes en una única página. El embalado del heno es un acontecimiento caluroso y apresurado que en Devon se vive algo obsesivamente. La tierra se muestra exuberante, empapada y fecunda, a los jornaleros les pica todo el cuerpo y terminan realmente exhaustos. La vieja verja sigue decrépita y atorada y los pobres turistas continúan atrapados en sus coches de ventanillas empañadas. Toda una jornada, ágilmente resumida por una mano cuidadosa y entregada después como un regalo que es a la vez imagen personal y registro documental. (Nadie tiene ya «transistores».) ¿En qué medida le atraía a Hughes esa vida? En otros lugares el poeta afirma que Devon era una bocanada de aire fresco en comparación con el mundo real londinense. Cuando iba a Yorkshire, sin embargo, decía que Devon era mortalmente aburrido. Probablemente no debía de resultar muy atractivo para una adolescente en los albores del punk.

La carta forma parte de un archivo literario de inestimable valor conservado en la Universidad de Emory, en Atlanta, estado de Georgia. La pregunta clave es: ¿podría haberse escrito esta carta como correo electrónico? No lo creo. Está redactada con demasiado esmero, con demasiadas capas. Transporta demasiada carga. No se mira a sí misma; es simplemente una obra correcta, íntima y afectuosa, con naturalidad lírica. En mi opinión, esa carta habría resultado demasiado literaria en formato de correo electrónico. Quedaría demasiado patente el desfase con la tecnología con que se creó. Si en vez de carta hubiera sido correo electrónico, ¿lo habría conservado Frieda? ¿Habríamos sabido algo de ese texto? Y ¿deberíamos?

* * * *

Ted Hughes nunca envió correos electrónicos. Tampoco utilizó nunca un ordenador. No confiaba en esas tecnologías, aunque cuando murió, en 1998, la posibilidad de enviar mensajes con un clic desde una pantalla existía desde hacía casi una década. Fue uno de los últimos grandes escritores en rechazar los nuevos soportes, tildándolos de superfluos. Lo sabemos porque Christopher Reid, editor de Hughes en Faber & Faber los últimos ocho años de su vida, cuenta que el poeta le enviaba cartas escritas en una época en la que ya existían opciones más sencillas. La mayoría de escritores que siguen rechazando el procesador de textos por preferir los cuadernos tamaño folio o una máquina de escribir Underwood 5 para su trabajo de verdad sucumbieron hace ya mucho al correo electrónico como método de comunicación fácil. («Era bastante reacio a cualquier tipo de medio mecánico a la hora de escribir», concluyó Reid cuando hablamos por teléfono, frase que resume muy bien todo lo que me contó.)

En 1995, la revista Paris Review preguntó a Hughes qué herramientas necesitaba para realizar su obra y él contestó: «Solo un bolígrafo». Dice que hizo un interesante descubrimiento sobre sí mismo cuando, con veintitantos años, trabajó como lector de guiones para una productora. Fue entonces cuando por primera veza escribió con máquina de escribir, y se percató de que escribía oraciones tres veces más largas: «Mis subordinadas florecían, se multiplicaban y ramificaban a lo largo de la página».

Pero siguió descubriendo cosas. Más adelante, fue durante varios años jurado del premio de literatura infantil W. H. Smith. En los primeros años del certamen la mayoría de obras presentadas contaban solo con unas cuantas páginas, pero en la década de 1980 empezaron a alargarse hasta las setenta u ochenta. Eran por lo general obras bien escritas, exigentes, pero «sin excepción, extrañamente aburridas». Poco después descubrió que todas esas historias se habían escrito con procesador de textos. Llegó a la conclusión de que al «flexibilizarse y externalizarse» las herramientas utilizadas para escribir palabras sobre una hoja de papel, el escritor puede «volcar casi cada pensamiento o variación del mismo». Hughes no lo consideraba una ventaja, pues, en su opinión simplemente «todo se alargaba un poco de más». «Todas y cada una de las oraciones son largas de más. Todo se lleva un paso más allá de lo necesario, queda demasiado atenuado.» Mientras, la anticuada alternativa seguía ejerciendo la misma «terrible resistencia»: al escribir con un bolígrafo, «cada uno de los años de tu vida está presente, en comunicación entre tu cerebro y tu mano. […] Al forzar la expresión contra esa resistencia intrínseca, todo se comprime automáticamente, se resume y, quizás, gane densidad psicológica». Hughes se planteó si tendría que ver con la edad, si quienes empezaron a escribir en una pantalla tienen el cerebro organizado de otro modo o procesan la sintaxis de otro modo. La conexión cerebro-mano en cierta medida se «informatiza» cuando el escritor simplemente pulsa teclas. «Quizá el elemento clave en la escritura a mano sea que lo que la mano hace es escribir pero a la vez dibujar.»

* * * *

Letters of Ted Hughes [Cartas de Ted Hughes] se publicó en 2007 y es una de las grandes recopilaciones de cartas modernas en inglés. (No se titula The Letters of Ted Hughes [Las cartas de Ted Hughes] porque este título podría denotar algún tipo de finalización o carácter definitivo. Esta recopilación llega a las setecientas páginas y su editor dice que las cartas completas podrían llenar cuatro volúmenes.) El autor no escribió sus memorias, al menos no en prosa, y no existe aún ninguna biografía completa (su mujer Carol Hughes anunció en 2013 su intención de escribir sus memorias antes de que se le olvidasen). Pero quizá tengamos todo lo necesario en las cartas. Letters of Ted Hughes funciona como la narración de una vida, pues lleva al lector de la mano por todos los giros en la carrera profesional de Hughes y por todos los saltos geográficos y los aspectos emocionales clave. No obstante, estas cartas marcan también un camino muy claro que ayuda al lector a seguir la evolución literaria del poeta. Hay tanta reflexión apasionada sobre el proceso creativo, tanta sabiduría penosamente acumulada acerca de la esencia de la vida y el comportamiento de la gente, que todo lo que aprendemos de la vida de Hughes nos lleva invariablemente a reflexionar sobre la propia. Hughes describió la escritura de cartas como «un excelente entrenamiento para aprender a conversar con el mundo», pero sería difícil no convenir en que sus cartas no fueron en absoluto un «entrenamiento», sino que constituyen esa conversación, de principio a fin y muy pulida.

Hughes completó una especie de aprendizaje. «En aquellas primeras cartas a Edna Wholey, mujer algo mayor que él de la que está encaprichado, hay un claro pavoneo literario», sugiere Reid. «Esas cartas son él fanfarroneándose y diciendo “Aquí estoy yo; soy listo; soy listo y sé muchas cosas”.» En 1947, cuando escribió esas cartas, era aún un adolescente orgulloso que, en efecto, escribe con un estilo jovial e incomprensiblemente pretencioso, solo para impresionar.

Cherie [sic] Edna:
A mis diecisiete años he visto muchas cosas extrañas…
He visto cosas que, al colocarlas ante una cámara para que la posteridad pueda maravillarse ante su belleza, invariablemente hacen añicos la lente, queman la película y matan al fotógrafo. He visto cosas que, al llevarlas a los límites de la ciudad (hasta poner en riesgo extremo la integridad de quien las llevó a cabo), detuvieron el tráfico de las calles, paralizaron a los policías y cubrieron de moho verde el dinero dentro de las cajas registradoras de las tiendas.

Adonde quería ir a parar, y tarda bastante (antes menciona otras muchas cosas que ha visto), es que nada puede rivalizar con «el terror que es Edna, hasta tal punto que se me hace bastante difícil cogerle cariño». El planteamiento puede recordar un poco a «A Hard Rain’s A-Gonna Fall», la canción bíblica y nuclear de Bob Dylan; en efecto, la lluvia llega un par de años después, cuando Hughes estaba sirviendo en la RAF en Merseyside. El poeta la describe con gran lirismo: «Edna, he visto la lluvia y te digo que esto no es lluvia: es un río firme, bien anudado de hielo, tempestad y truenos, que cubre toda esta tierra, y lo que no es hormigón ha vuelto al caos original del barro, el agua, el fuego y el aire. Mañana y tarde estás empapado y el sol es a la vez una esponja o todo lo contrario».

«Una vez aprende a “crear” una carta, es decir, a hacerla interesante, independientemente del tema, ya sea escribir a su hijo Nicholas para solucionar un problema o contar un breve cotilleo literario, Hughes ya no lo olvida, ha asimilado la técnica», reflexiona el editor.

El primer ejemplo claro aparece en las cartas a su hermano y a su cuñada, Gerald y Joan Hughes, y a su hermana Olwyn. No ocultan nada y no intentan en ningún momento impresionar. Son directas, pragmáticas, dulcemente intrigantes. En octubre de 1955 Hughes se plantea comprar una casa para alquilarla y ganar así lo suficiente como para escribir sin distracciones.

Ha habido tanta agitación en mi vida últimamente que no me ha apetecido escribirle a nadie, aunque sé que no tengo que esperar a tener noticias especiales…
Actualmente trabajo como guarda de seguridad. Me siento en un pequeño despacho toda la noche, en una fábrica de vigas. Dedico todo el tiempo a escribir y gano ocho libras a la semana, así que no está mal mientras encuentro algo mejor. En el fondo, no obstante, estoy muy enfadado…
He pensado ahorrar todo lo posible durante unos cinco años, comprar entonces una casa en Oxford o Cambridge y alquilarla a estudiantes y enfermeras a tres libras la habitación, y contratar a una encargada a la que dejaría el sótano gratis. Uno de mis conocidos lo hace así, vive de los ingresos que obtiene de la casa y dedica el tiempo a hacer un poco de todo. Después me haría con dos o tres casas más. Qué vida tan distinta llevaríamos si tuviésemos un poco de dinero.

A principios del año siguiente, a los veinticinco años, atisbamos tanto la ambición del poeta como una chispa de lo extraordinario. «He descubierto mi secreto», escribió a Olwyn:

Solo escribo poemas cuando estoy escribiendo prosa al mismo tiempo, y también cuando hago ejercicio regularmente. Publiqué uno o dos poemas en una revista. No me gustaban mucho pero obtuvieron algunas críticas muy gratificantes de las personas apropiadas. Si pudiera escribir poemas completos tan buenos como estos pequeños fragmentos ocasionales, estoy seguro de que conseguiría algo, algo muy distinto a la vileza y la falta de vida que domina casi toda la poesía moderna, por la que no siento la mínima afinidad.

En pocas semanas su vida cambiaría para siempre. A finales de febrero de 1956 conoció a una mujer estadounidense en la sonada fiesta de lanzamiento de una revista de Cambridge en la que colaboraba junto con su amigo Lucas Myers. Tres semanas después pide a este que le ponga al día.

Querido Luke:
Te espero cualquier día de estos.
Si tienes tiempo, envíame una nota y dime cuándo vendrás. Si ves a Sylvia Plath, pregúntale si va a venir a Londres y dale mi dirección. Encuéntrala como sea: os ofrezco alojamiento gratis tanto a ella como a ti.

(A continuación describía su plan de viajar a Australia con un pasaje gratuito en cuanto le fuese posible, pero eso fue antes de que su reunión con Plath alterara completamente sus planes.)

Nos vemos un día de esta semana.
No te olvides de Sylvia, y sé discreto.
Ted

Hughes tardó cuarenta y dos años en expresar públicamente todas las alegrías y frustraciones vividas con Sylvia. Cuando lo hizo, elevó el formato epistolar al nivel de la poesía. Cartas de cumpleaños, la celebración/explicación/destripamiento de su vida con Sylvia Plath, fue un superventas inmediato tras su publicación en 1998 y es considerado por algunos como su mejor obra. Escrito a lo largo de unos veinticinco años, los ochenta y ocho poemas (el número de constelaciones que existe, cifra también resultado de una multiplicación cabalística: nada de esto se le escapa al poeta) no incluyen saludos ni despedidas. Están escritos con una espontánea elocuencia que deja ver al lector que Hughes no utilizaba la palabra «carta» del título en sentido figurado. Los textos son, en efecto, discursos claramente dirigidos a una persona, a pesar del estilo retórico, expositivo y abierto, y de ese tono característico de la correspondencia legal, «él dijo, ella dijo». (Por otra parte, el título Cartas de cumpleaños va todavía más allá, pues mucho de lo que se cuenta de Plath tiene más que ver con su muerte que con su nacimiento.) Con respecto a la forma, poco después de la publicación Hughes escribió a Seamus Heaney lo siguiente: «Descubrí la carta directa como transacción privada e ilegal entre ella y yo, y después me limité a seguir las pistas, y las cartas empezaron a amontonarse». Heaney opinó que «leer [Cartas de cumpleaños] es una especie de síndrome de descompresión psíquica. Te lleva a niveles de presión en los que las medias verdades de la tristeza y la resistencia te dejan sin aliento». La cubierta del libro, una explosión de rojo, la pintó Frieda Hughes.

Cartas de cumpleaños no trata únicamente el noviazgo y matrimonio de Hughes y Plath. También habla de los muchos suplicios de Plath y sus secuelas. En muchos versos Hughes analiza los versos de ella, como cartas de ida y vuelta. Al Álvarez, buen amigo de ambos poetas e influyente redactor de poesía en The Observer durante los años sesenta, da cuenta en un artículo para The New Yorker del inimitable retrato biográfico de Plath que Hughes dio a conocer (como antaño había dado a conocer su malévolo genio). «Hughes coge los huesos desnudos de los que penden las biografías (Cambridge, España, América, Devon) y consigue lo que ningún biógrafo, por concienzudo e imparcial que sea, conseguiría nunca: describe lo que se sentía al estar junto a ella.»
Cartas de cumpleaños da a entender que estar junto a Plath infundía bastante miedo y que ese miedo no desaparecía con el paso del tiempo. Como lectores nos sentimos privilegiados por poder disfrutar de esa íntima visión y (más incluso que con sus cartas auténticas dirigidas a los vivos) sentimos como si estuviéramos metiéndonos en un asunto privado. Probablemente, fue esto más que cualquier otra cosa lo que ayudó a Christopher Reid a seguir adelante con su propia recopilación de cartas. «La publicación de Cartas de cumpleaños me dio, interiormente, la autorización para entrar en ese mismo territorio e intentar hacerlo todo con el tacto y cariño que Ted hubiera querido.»

Reid empezó a reunir cartas en 2003, cuatro años antes de la publicación. «Carol, su viuda, escribió a varias personas que habían tenido trato con él y les preguntó: “¿Qué hago ahora? ¿Qué hago con las futuras publicaciones?”. Yo le contesté, supongo que como otras personas: “Pues en realidad un libro de cartas sería algo extraordinario y cambiaría completamente la imagen pública de Ted, daría a la gente una imagen más real”. Nueve meses después vino a verme y me preguntó si me plantearía editar una colección de cartas. ¿Cómo iba a negarme?»

Reid no había hecho nunca un trabajo parecido. Sí tuvo un papel significativo en la publicación de las cartas de Philip Larkin tras su muerte en 1985, uno de sus primeros trabajos como editor de poesía. «Anthony Thwaite [quien editó la correspondencia de Larkin] llegó con una enorme bolsa llena de cartas, que en total habrían sumado unas dos mil páginas. Me dijo: “Estoy en un callejón sin salida: no sé cómo reducir más esta selección”. Evidentemente, había que quitar cartas. A mí me fue mucho más fácil, porque me enfrentaba a ello con la mente fresca. Dejé fuera varias cartas que podrían perfectamente haberse publicado, pero que simplemente sobraban. Fue un cruel sacrificio.

»Cuando me puse con las cartas de Ted me enfrenté a un problema similar. Tenía unas dos mil páginas de material magnífico. Pensé: “Bueno, ¿cómo convierto esto en algo publicable?”. Aprendí que, cuando hay que meter tanta tijera, es útil recordar que, al leerlas en orden cronológico, las cartas insinúan (o directamente relatan) una historia. Eso ayuda a centrar la mente. Solo hay que pensar en “historia” y “narración”. Ese es el hilo conductor más razonable. No saltas de una cosa a otra totalmente diferente, intentas simplificar las cosas, dibujar el panorama más completo posible. Pensé: “Esta es una historia sobre literatura, más que sobre la tragedia y el romance, que no obstante también tienen su protagonismo”.»

La práctica totalidad de las cartas estaban escritas a mano y no había copias. ¿Cómo recopilarlas todas?

En casi todos los casos, por correo. Reid visitó a Carol Hughes en Court Green, el hogar que había compartido con Ted y donde todavía reside, y ella le entregó la agenda del poeta. «Copié las direcciones que pensé que podrían serme útiles, al final, casi todas. Y después escribí a todo el mundo. Recibí bastantes respuestas. Muchos contestaron con un “Éramos amigos, pero no nos escribíamos”, y una o dos personas alegaron: “Lo considero una intromisión en la vida privada de Ted, no voy a ayudarle”. No me pareció mal. Imagino que querían proteger a Ted. En un par de casos dudé del verdadero motivo, pero la mayoría de las negativas, y fueron media docena como mucho, provenían de personas que sabían lo mal que Ted lo había pasado cuando en vida se infringió su intimidad. Supongo que pensarían: “Que descanse en paz, seguiremos protegiéndolo”. No discutí mucho con nadie. No creo que se me escapara gran cosa, en general. Aunque quizá sí, quién sabe.»

Esta primera batida le consiguió más de la mitad de lo que buscaba. También visitó los archivos universitarios y publicó un anuncio pidiendo cartas en TheTimes Literary Supplement. «Le dije a todo el mundo que no me enviara las cartas originales, sino fotocopias, aunque uno o dos no hicieron caso. Me preocupaba no saber custodiarlas correctamente, pues algunas eran muy frágiles y vulnerables. Ver la letra manuscrita de Ted en fotocopias ya fue lo bastante emotivo. Tenía una letra muy cambiante. La letra de una persona dice mucho de su estado emocional y sus circunstancias, y de ella se puede obtener mucha información que lógicamente no transmiten una carta escrita a máquina ni un correo electrónico.»

* * * *

La recopilación de cartas fue muy bien recibida, pero todas las miradas se centraron desde un principio en una cosa: lo que Hughes, en una carta a TheGuardian y también en otros textos, había llamado la «ensoñación» de los lectores con Sylvia Plath. Con ello quería aludir a la volatilidad de su tormento, el motivo de su muerte, su vida mítica y heroica, que trascendía a su muerte, y la demonización de su supuesto verdugo (Hughes). Y había mucho por lo que emocionarse. Hughes había mantenido un exasperante silencio público en relación con Plath, pues no tardó en darse cuenta de que cualquier cosa que dijera sería malinterpretada. Hughes dejó claro que se retiraba del mundo Plath (fuera de los poemas que estaba escribiendo en secreto).

Sin embargo, las cartas escritas a Plath e incluidas en la recopilación enriquecían el panorama enormemente. Las más tempranas eran vigorosas, precipitadas, vulnerables. Ahora las leemos con demasiado bagaje, pero siguen desarmando por su frescura y su ímpetu. Y ocurren en ellas muchas cosas, muy rápidamente. En la primera, de marzo de 1956, escribe:

Sylvia:
Esa noche fue solo el principio del descubrimiento de la suavidad de tu cuerpo. El recuerdo de tu cuerpo me recorre como el brandy.

Y unos quince días más tarde:

Sylvia:
El viernes estaré en casa sobre las 8; te espero a esa hora.
Basándome en el principio de que por cada frase en prosa debería haber seis en verso:
Ridículo llamarlo amor.
Aun así, tímidamente pronuncié
tu ausencia, como el herido palpa la herida,
sabiéndose vivo […]

Un mes después, el 22 de mayo de 1956, Hughes escribe a su hermana Olwyn:

He conocido a una poetisa estadounidense de primer orden. Es realmente buena. Una de las mejores mujeres poetas que haya leído nunca, y muchísimo mejor que los últimos poetas hombres. Su principal pasión en estos momentos soy yo, y cree que mis versos son tan buenos como yo los veo, y en consecuencia ha enviado con gran diligencia unos veinticinco poemas míos a varias revistas estadounidenses que pagan extraordinariamente bien.

La pareja se casó en secreto tres semanas después. Los poemas que Plath envió tuvieron éxito y Hughes ganó poco después un premio que catapultó su carrera. En la misma carta, liberada quizá su obra en alas del amor, concluye diciendo que se siente «abatido y completamente inútil si no estoy continuamente escribiendo. A partir de ahora organizaré mi vida en función de mi literatura en lugar de encajar como pueda la literatura en mi vida».

La pareja se separó después de casarse, pues Hughes vivía con sus padres en Yorkshire y Plath estudiaba en Londres. Fue en ese periodo, otoño de 1956, cuando se escribieron todos los extractos que se incluyen a continuación, cuando su correspondencia floreció y sus energéticas carreras despegaron. Ella publica poemas en revistas influyentes, él escribe poesía, fábulas y una obra de teatro. Tienen la sensación de estar «juntos contra el mundo». Hughes sigue saludándola en sus cartas como si fueran novios: «Querida Sylvia, dulce amorcito», «Queridísima Sylvia, amor, cariño, dulzura». Su tono es todo emoción, el Hughes «celestial» (como Plath lo describió a su madre) que baja al cuerpo de un adolescente mortal enfermo de amor. Él escribe sobre los conejos que ve en sus paseos y sobre la obra de Yeats a la que dedica una hora diaria. Y también sobre lo que el horóscopo les depara, información que presenta como si de un número mágico se tratase: «Como siempre, es probable que aparezcan en nuestra vida sumas de dinero, grandes gastos, estallidos de pasión. No me creo ya nada, así que ofrezco mis propias predicciones, al menos en los asuntos que domino. Preveo algo fantástico para ti: serás famosa, y además obtendrás grandes fortunas y felicidad, gracias a tu matrimonio con un hombre asombroso y peculiar que te surtirá de ambos bienes».

Aparece también la inquietud, vaga premonición. «Tengo que viajar a España», escribe Hughes a principios de octubre. «Después tendremos la vida entera para nosotros. Vigila nuestro matrimonio, Sylvia, al igual que lo haré yo. No hay razón por la que no debamos ser tan felices como nos propusimos. No dejes que ninguna tontería se interponga entre nosotros. Buenas noches, amada, amada, amada, amada.»

Con frecuencia documenta Hughes la alegría que siente al recibir carta de Sylvia. A veces llega una nueva misiva justo cuando él está respondiendo a la anterior. Solo en esto se parecen las cartas de ambos: son pasión en tinta, a la vez ostentosa y tierna, que delimita las pasiones exploratorias. El valor que las cartas tienen para Hughes es inmediato (las noticias del momento, el enamoramiento presente). También se muestra ya convencido de que podrían ser muy valiosas en el futuro, aunque no para el biógrafo o el coleccionista, sino para sus hijos. El 3 de octubre de 1956 escribe a Sylvia que ha pasado el día sin hacer nada, emocionado solo «por ese objeto, el que más cerca ha estado de tu calidez tan particular: tu maravillosa carta. Una reliquia para el decimoquinto hijo de nuestro decimoquinto hijo». Si leemos estas cartas libres de todo prejuicio nos podríamos perfectamente preguntar: ¿por qué no duró su amor?

* * * *

Las cartas que Hughes escribió inmediatamente después de la muerte de Plath se cuentan entre las más sencillas y breves que redactó. No son literarias y, por lo que se puede leer en ellas, no fueron escritas pensando en la posteridad ni la reputación. Sin embargo, tras su publicación fueron ipso facto consideradas documentos históricos. Un día o dos después de la muerte de Plath, el 11 de febrero de 1963, escribía:

Querida Olwyn:
El lunes por la mañana, sobre las 6 de la madrugada, Sylvia se suicidó asfixiándose con gas. El funeral será en Heptonstall el lunes que viene.
Me pidió ayuda, como hacía a menudo. Yo era la única persona que podría haberla ayudado y la única tan hastiada por sus exigencias que no fue capaz de reconocer cuándo realmente necesitaba ayuda.
Te escribiré más después.
Con cariño,
Ted

Y a sus amigos Daniel y Helga Huws, poco después:

Queridos Dan y Helga:
Sylvia se suicidó el lunes por la mañana.
Parecía que estaba mejorando, había vuelto a escribir, estaba ganando suficiente dinero y consiguiendo muchas comisiones y buenas críticas con su novela. Entonces comenzaron a acumularse cosas, cartas de abogados, etcétera, y estalló. El médico le administró sedantes muy fuertes y en el intervalo entre una pastilla y la siguiente encendió el horno y se asfixió con el gas. Una enfermera iba a las 9 de la mañana; no pudo entrar, y fue a las 11 cuando finalmente encontraron a Sylvia. Aún estaba caliente.
El funeral será el lunes en Yorkshire.
Yo era el único que podría haberla ayudado y el único incapaz de ver que esta vez lo necesitaba de verdad. No hay duda de quién es el culpable.
Cuidaré de Frieda y Nick y contrataré a una enfermera o algo así.
Ted

Estas cartas podrían haber contribuido a sacar brillo a su reputación si se hubieran hecho públicas cuando las escribió, aunque sus detractores les habrían achacado ese aire de autojustificación del que lo acusaban. Más de un mes después de su muerte, Hughes escribió a Aurelia, la madre de Plath, en un tono tímido, arrepentido y aún consternado. Pero ya en esa carta trataba de contrarrestar la reputación creada por las cartas de Plath, en una especie de reconciliación preventiva:

Querida Aurelia:
No me ha sido posible escribir esta carta hasta ahora.
[…] No me recuperaré nunca de la conmoción y tampoco lo deseo especialmente. He visto las cartas que Sylvia escribió a mis padres e imagino que te escribió cartas parecidas a ti también, o quizá peores.
[…] Estábamos completamente ciegos, los dos estábamos desesperados, fuimos estúpidos y orgullosos, y el orgullo nos sesgó la mirada, especialmente a ella. Sé que Sylvia era así: tenía que imponer terribles castigos a las personas que más quería. En realidad, todos somos un poco así. Si hubiera sido solo un poco más inteligente me habría podido enfrentar a ello. Pero las dificultades provocadas por el hecho de que a primera vista la situación no era más complicada que la de otras parejas separadas (a decir verdad, era mejor porque ella tenía dinero, fama, planes que iban saliendo y muchos amigos) fueron retrasando la reconciliación.
No quiero que me perdonen, nunca. No significa esto que vaya a convertirme en el altar público del duelo y el arrepentimiento, pues me transformaría rápidamente en lo contrario. Pero si existe una eternidad, estaré condenado toda ella.

Pero hay otra revelación para el lector que hoy sopesa el valor de esas cartas en el tiempo: las cartas cambian su poder (de conmover, explicar, apaciguar) con el paso de los años. La idea de que pierden poder queda simplemente invalidada, como puede verse claramente en este caso. Cuando escribía sobre la muerte de su mujer, Hughes no pensaba que esos textos fueran a hacer historia. Eran temas privados, la «ensoñación» completa no había dado aún comienzo. Las cosas cambiaron después: las cartas se convirtieron en flechas envenenadas.

Cuando Hughes escribió a Frieda sobre la recogida de las balas de heno, en 1975, la estaba protegiendo de otras cosas que tenía en la cabeza. Solo unas semanas antes había escrito a Aurelia Plath para intentar evitar la publicación de las cartas de su hija. Tras diez meses de negociaciones telefónicas y epistolares con Aurelia y Frances McCullough (editora de las cartas en Harper & Row), al parecer amistosas, intervinieron los abogados. Hughes admite que la situación se le escapa de las manos y, a finales de abril de 1975, reitera la petición que hizo cuando por primera vez ojeó la recopilación en bruto de las cartas de Plath, el verano del año anterior. Hughes trata de proteger su intimidad y la de sus hijos y amigos, pero al hacerlo está resumiendo demasiado la historia real y quizá desvirtuándola.[73]

Te estaría muy agradecido, Aurelia, si pudieras pedir a los abogados que lleven a cabo las acciones necesarias con respecto a los dos puntos que he mencionado. En primer lugar, el compromiso de no publicar en Inglaterra excepto en un formato que yo haya aprobado previamente (que podríamos considerar una versión abreviada de tu libro para el lector inglés y los amigos de los hijos de Sylvia). En segundo lugar, que me dejes convenir con Frances exactamente cuáles de las cartas en las que Sylvia cuenta nuestro primer encuentro podemos dejar fuera (completas o en parte). Comprendo que te gusten estas cartas, pero, como verás, para mí son documentos casi sagrados y no me gustaría que los manoseara cualquier crío, revisor viperino o doctorando en pos de su tesis.

Cartas a mi madre de Plath fue publicado por Harper & Row en 1975 y por Faber en el Reino Unido la siguiente primavera. No sabemos, pues no disponemos del primer borrador de la recopilación, cuántas cartas retiró Hughes de la edición británica, ni hasta qué punto introdujo modificaciones en cada una de las ediciones. No es un libro breve, alcanza las quinientas páginas. Plath no escribe cartas tan bien como Hughes; a saber, no ha estudiado tanto el formato epistolar e irónicamente tampoco se siente tan cómoda como él. Sus imágenes no son tan intensas y sus cartas reflejan lo necesitada que se hallaba. Sin embargo, aunque en muchas ocasiones parece esforzarse por conseguir cierto efecto, ya sea impresionar al lector o demostrarse algo a sí misma, Plath también expone más emociones crudas. En efecto, ella despliega más entusiasmo y usa más signos de exclamación cuando escribe a Hughes que cuando escribe a su madre o a su hermano Warren, y también más que este cuando escribe a otras personas. Lo primero que cuenta Plath a su madre sobre Hughes es posiblemente uno de los pasajes más frecuentemente citados para ilustrar el enamoramiento a primera vista [trad. de Montserrat Abelló y Mireia Bofill]: «He conocido al hombre más fuerte del mundo, un antiguo estudiante de Cambridge, un poeta brillante cuyo trabajo adoraba antes de conocerlo, un Adán alto, corpulento y sano, medio francés, medio irlandés (con bastantes tierras agrícolas en Yorkshire, también), con una voz como el trueno de Dios, un cantante cuentacuentos, un león y un trotamundos, un vagabundo que jamás se detendrá».

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Narcisos y sonrisas: Sylvia Plath con Frieda y Nick a principios de la década de 1960. Cortesía de la colección Gerald Hughes: Manuscript, Archives, and Rare Book Library, Emory University.

Pero esta muestra de idolatría viene precedida por una afirmación no tan conocida: «Lo terrible es que en los dos últimos meses me he enamorado irremediablemente, lo cual sólo puede acarrearme un gran dolor».

Sus Cartas a mi madre son más hogareñas que las de Hughes y describen mejor la rutina diaria. El relato de una agradable excursión el 31 de marzo de 1960 habla de una preciada libertad ligada a la naturaleza que quizá ya empezaba a escapársele: «Ted y yo salimos a dar un maravilloso y tranquilo paseo esta tarde bajo la delgada luna nueva por el mágico paisaje de Primrose Hill y Regent’s Park. Todo azul, entre la niebla, los brotes como una especie de nimbo verde sobre los espinos, narcisos y flores azules en la hierba y la silueta de las palomas torcaces durmiendo en las ramas de los árboles».

Una dicha que posiblemente no volvería a experimentar. Al día siguiente, a la una y cuarto, volvió a escribir a su madre para detallar la noticia que acababa de darle por teléfono.

Ted me ha traído el desayuno (vomité todo el pastel de carne al principio del parto): una ensalada de atún y queso y un zumo de verduras concentrado V-8, que acabo de terminarme con apetito. Me siento ligera y delgada como una pluma. El bebé pesa, como ya te he dicho, 3 kilos 300 gramos y mide 53 centímetros. Y, ¡ay!, tiene mi nariz. Aunque en ella parece bastante bonita. [Su nacimiento fue bastante sencillo, Hughes estuvo presente de principio a fin.] Es el momento más feliz de mi vida. Todo el lío estadounidense de hospitales, facturas médicas, cortes y puntos, anestesia y demás parece una pesadilla olvidada. La matrona vino otra vez a las once y vendrá de nuevo a la hora del té para lavarme y atender al bebé.

Firmó: «Con cariño de Sivvy [como la llamaban de niña], de Ted y, brillando por primera vez bajo el sol, de Frieda Hughes».

* * * *

Hughes no escribe a menudo sobre las cartas como género o herramienta, por la misma razón que una ardilla rara vez se para a contemplar los árboles, pues no son más que los componentes naturales de su mundo. Pero hay una notable excepción, una observación que subraya el poder de la carta para volverse contra uno y dañar el futuro.

El 9 de febrero de 1964, un año después del suicidio de Plath, en mitad de la exhumación emocional, Hughes escribió a la mujer que había sido el catalizador de su separación. El poeta describía a Assia Wevil como una mujer oscura y peligrosa, y sentía que sus cartas tenían similares propiedades explosivas. «Boquita dulce», empezaba, «todas nuestras dificultades crecen con estas largas ausencias». Ella estaba en Londres esperando el nacimiento de su única hija, Shura, mientras que él estaba en Devon. Las conversaciones por teléfono entre ambos debieron de ser claramente tempestuosas.

«¿Sabes lo que me angustia?», pregunta Hughes:

El pensamiento de que guardas mis cartas. Me dijiste hace poco, he olvidado qué exactamente, algo que me hizo pensar que quizá un día alguien se haga con esas cartas y se aproveche de ello. Assia, ya estoy bastante angustiado con las cosas como están por culpa de esos malditos fisgones y ladrones y por culpa de su codiciosa curiosidad. Si vas a guardar todas las cartas para que el día menos pensado cualquiera les ponga las manazas encima, no me sentiré libre para escribir.

Este es el primer y único indicio que tenemos de que Hughes se contuviese al escribir, aunque dice llevar haciéndolo algún tiempo.

Tal como están las cosas, siempre temo que puedan interceptar mis notas, así que no escribo ni una fracción de lo que me gustaría.
La experiencia pasada ya es mala de por sí como para vivir con ella, pero se va alivianando sola. Todo aquello no afecta realmente a nuestras vidas hoy, mientras que esas cartas y ese diario tuyo sí. Son un obstáculo para nosotros. Ya han causado bastantes problemas, así que, por favor, quema todas mis cartas.
Si mis cartas empiezan a parecerte frías o lacónicas, no te sorprendas, ya sabes la razón. De hecho, en mis cartas retuerzo a veces lo que escribo pensando en el que lee por encima de tu hombro.

Puede que esté aquí hablando de cualquiera, de mí mismo o de usted, lector. Evidentemente, Assia no quemó las cartas. La semana anterior él escribía que había cogido la gripe, con un interesante efecto secundario. «En el tren de vuelta estábamos como en la selva tropical. Fuera esperaba el Ártico, así que el día de ayer lo pasé medio inconsciente: hoy me duele la garganta, el lunes será tos dolorosa y el martes tuberculosis. De todos modos, todo eso es bueno para las cartas. Mi vida está completamente volcada en escribir cartas.»

* * * *

De modo que ¿qué es lo que hace que las cartas de Ted Hughes que han llegado hasta nosotros sean tan irresistibles? ¿Y qué hace que, como la carta a Frieda, sigan teniendo tanta fuerza décadas después de que las echara al correo? Quizá el que fueran esenciales para el desarrollo del carácter y de las ideas. Eran un ejercicio, una formación. También daban noticias, pero rara vez tocaban cuestiones mundanas. Según fue creciendo su fama y estatus público, las cartas de Hughes se fueron haciendo más conscientes de sí mismas, más conscientes del tamborileo de los dedos del futuro biógrafo. La creencia de que una carta honesta no puede ser también interesada es una ilusión, y ningún escritor de cartas, famoso o no, puede afirmar lo contrario.

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«Te meten el lujo en la garganta»: Ted y Sylvia escriben a Olwyn Hughes. © The British Library Board (archivo Olwyn Hughes).

Pero imaginemos intentar describir toda una vida sin cartas. A pesar de sus limitaciones, las cartas siguen siendo, en el argot del rap, bombas: explosiones de vida y crítica, observaciones urgentes, reiteradas evidencias de mentes que inquieren o esclarecen y, en el caso de Hughes, que procuran un gran placer. El poeta Simon Armitage, a quien Hughes escribió hacia el final de su vida, ha escrito sobre la emoción de encontrar un sobre escrito a mano en el felpudo de la entrada con un matasellos de Devon: siempre había algo vital dentro. En la introducción a la recopilación de cartas de Hughes, Christopher Reid describe que recibía las cartas del poeta con el mismo deleite: «Eran distintas a cualquier carta que hubiera recibido antes. Al tratar temas relacionados con la editorial, eran invariablemente directas y formales, con un ingrediente excepcional de confidencialidad y sinceridad que al principio me sorprendió. Además (lo más excepcional), estaban escritas con mucha más concentración, fuerza, precisión expresiva, inmediatez vocal, gracia e ingenio de lo que la ocasión requería, si es que Hughes se sintió alguna vez requerido a ese respecto». Ante todo, Reid las encontraba «generosas».

En los archivos de Faber se conserva un perfecto ejemplo de ese tipo de carta. A Choice of Shakespeare’s Verse [«Una selección de versos de Shakespeare»]es una selección de poesía de Shakespeare editada por Hughes y publicada originalmente en 1970. Se reeditó, pero a Hughes no le gustó el resultado.

«Entre tú y yo, Christopher…» escribió (frase de apertura que siempre garantiza que habrá un gran número de lectores):

… echa mano de la edición en rústica de las ediciones de 1970 y la de 1991 y hojéalas como lo haría cualquier lector. ¿No te sorprende el cambio? El tipo de letra es la mitad de grande y el libro tiene el doble de grosor y de peso. Yo habría querido una tipografía sutil, elegante y en negrita, que abrazase el sistema nervioso como una cama llena de geishas. La que se ha usado es una salpicadura de gravilla desde debajo de las ruedas de un camión en mitad de una noche oscura.

Si su carta hubiera sido un poema, quizás habría reelaborado la imagen del camión antes de que llegase al lector. Pero, al ser una carta, la podemos leer tal cual. «Las ruedas traseras de un camión articulado no salpicarían, ¿verdad? Las ruedas traseras de un autocar en una autopista alemana quizá; el lector sería una especie de ciclista chupando rueda y tragando monóxido de carbono y todas esas letras serían gravilla metiéndosele entre los dientes y bajo los párpados.»

«Lo que Ted Hughes hace con sus cartas es hacer ejercicio», dice Reid, «al igual que Henry James y Virginia Woolf. Escriben por escribir, por lo general lo mejor que pueden. Y luego están las intimidades que no aparecerían en una obra de ficción literaria. Pero eso me parece menos importante que el simple hecho de oír el sonido de la voz».

Reid también observa algo más: las cartas de Hughes casi siempre terminaban al final de la página, perfectamente cuadradas. Al igual que ocurre con un buen poema, no se desperdicia nada. Esto no se tiene en cuenta al escribir un correo electrónico. «Creo que en los casos como el de Hughes, cuando está a mitad de la última página, el escritor piensa: “La despedida tiene que entrar aquí”. Así que metes la marcha adecuada para ello. Parecido a lo que hacen los músicos. Interviene un cierto sentido de la forma.»

* * * *

Las cartas de la recopilación de Reid de 2007 no son la última palabra, ni mucho menos. En 2010, la Biblioteca Británica compró a Olwyn Hughes por casi 36.000 euros una gran caja de sorpresas llena de cosas, entre ellas una obra de teatro inédita, borradores de algunos poemas que posteriormente fueron publicados en Lupercal y The Colossus [«El coloso»]y cuarenta y una cartas escritas entre 1954 y 1964, algunas escritas a cuatro manos por Hughes y Plath. Hughes escribía desde Massachusetts en 1957 y observó cómo allí «te meten el lujo en la garganta, un lujo producido en masa, hasta que sientes que preferirías estar rodando por el barro y comiéndotelo».

Quizá, un día, se reúnan todas las cartas recopiladas y vendidas para crear la colección definitiva.[74] No es que Christopher Reid no presionara para lograrlo. «Intenté persuadir a todas las personas que mostraron interés a fin de preparar una recopilación mucho más completa de cartas de Ted Hughes. No para editarlas yo, porque yo ya he hecho mi trabajo al respecto. Pero me parecía que sería el proyecto ideal para algún joven académico que pudiera dedicar diez años de su vida a ordenarlo todo. Ya he desistido, sin embargo, porque a las editoriales no les interesa y a las universidades que poseen ya cartas tampoco mucho. Es la visión a largo plazo lo que falta. Nadie mira más allá del horizonte de un par de años. La idea de encargar algo para lo que haría falta mucho más tiempo simplemente no encaja con la mentalidad de las editoriales.»

¿Deberíamos lamentar ese cambio de valores? ¿O el hecho de que TheObserver ya no tenga redactor de poesía? ¿Acaso Hughes no merece ya atención, o es que ya no tenemos el anhelo, la paciencia y el dinero necesarios para disfrutar de una vida en cartas tan detallada?

«Un día ocurrirá, no tengo ninguna duda», dice Reid respecto al grandioso proyecto sobre Hughes. «Pero probablemente se publique en línea en lugar de en formato de libro. Hoy es lo que hay.»

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La cuestión de la vuelta a casa

14232134, SOLDADO ESPECIALISTA BARKER

H. C., ALA 30, 1.ª COMPAÑÍA, 9.º COMUNICACIONES

(FORMACIÓN AÉREA),

FUERZAS CENTRALES DEL MEDITERRÁNEO

28 de enero de 1945
Amor mío:
Volver a escribir con tinta (y con tu pluma) es signo de que las cosas se normalizan un poco. Hemos hecho una corta travesía marítima de Volos a Atenas, donde nos encontramos actualmente. Acabamos de dar una vuelta en camión por la ciudad. Parece que la ciudad no ha sufrido muchos daños.
En Atenas vamos a estar solo provisionalmente. Lo que hagan con nosotros dependerá de decisiones que ya se han tomado y que podrán enmendar solo los altos mandos. Todo el personal de la RAF ha sido informado (en una circular impresa que he leído con mis propios ojos) de que «lo antes posible se les trasladará a Italia y desde allí a Inglaterra». Sería muy injusto que los diferentes cuerpos recibieran un trato distinto, pues todos hemos pasado exactamente por lo mismo. Yo sé que desde Inglaterra se hará todo lo posible para que sea así. Me cuesta un poco escribir de manera más o menos comprensible cuando dentro de mí se despierta la idea emocionante de que quizá pronto, muy pronto, esté contándote todas estas cosas cara a cara. Pero lo voy a intentar y sé que no darás importancia a las posibles erratas y sinsentidos.
Tenías razón al interpretar así las noticias. «He estado ahí», y he estado bien. Pasé un mal rato tirado en una estrecha trinchera junto a mi hermano, a las puertas del hotel, mientras caían (no sé si dirigidos a nosotros) todo tipo de proyectiles. Lo peor eran los morteros. Cuando regresamos al hotel, una hora antes de la rendición, nos dimos cuenta de que nos habíamos salvado por poco. El ataque duró día y medio. Cuando se dio el alto el fuego, dejamos las armas, todavía calientes, y salimos manos en alto (¡como en las películas!). Nos recibió un partisano barbudo que nos saludó amistosamente con un «¡Salud, camarada!». Lo perdimos todo. Yo llevaba unas siete libras encima, y dos de mis posesiones más queridas, mi Registro de Eventos de Ultramar y mi libro sobre citas poco conocidas. Pero los he recuperado y lógicamente estoy encantado.
Acabo de recibir tu correo, seis cartas y cuatro paquetes (dos con café, dos con calcetines). He tenido suerte, porque si hubieran llegado antes del «día», se habrían perdido. Comentaré tus preciosísimas cartas más tarde. Sé lo que debes de haber sufrido. Pero todo está bien ya. (Los calcetines están tejidos maravillosamente.) (La foto es magnífica.)
Pasamos diez días marchando. Recorrimos unos doscientos kilómetros bajo la lluvia, la nieve, a veces el granizo, siempre con mucho frío, siempre hambrientos. Nos quitaron los abrigos y no teníamos mantas. Jack Crofts, Bert y yo hemos pasado noches terribles. Sin dormir, ateridos. Era mejor durante el día, movernos nos mantenía calientes. Los tres nos consideramos afortunados. Muchos compañeros lo han pasado realmente mal, les robaban las botas (imagínate caminar por la nieve descalzo) o la ropa interior, o les quitaban los pantalones o la camisa y les daban a cambio ropa raída. Cuidado con creerte todo lo que te cuenten. Hay mucho mezquino deseoso de que lo tomen por héroe, mártir o algo así. Ya han pasado por aquí demasiados corresponsales para entrevistarlos. Todo el mundo tiene una historia. No obstante, debo decirte que muy pocos tienen la misma visión del ELAS que tengo yo. De hecho, la mayor parte de los que estuvieron prisioneros conmigo querrían fusilar a toda la población griega.
He leído tus cartas y me han conmovido tu preocupación y la fuerza de tu amor. Por favor, no te preocupes por mi condición. No estoy tan en forma como hace un tiempo, pero ahora mismo solo tengo una queja, el reuma, y muy pronto le pondré solución.
Espero que te hayas librado de lo peor de las bombas volantes, que (ahora que podemos leer otra vez la prensa) sé que han estado muy activas últimamente. Espero por lo demás que tengas tan buena salud gener al como yo. Pienso en ti. Pienso en ti. Pienso en ti. Escribiré todo lo que pueda, pero tengo mucho que hacer, tenlo en cuenta, por favor. Te quiero,
Chris

27 WOOLACOMBE RD, LONDRES SE3

3 de febrero de 1945
Amor mío:
¿Que cómo me siento? Qué pregunta, corazón, oh, ¡qué pregunta tan amplia! Es muy difícil contestar. Cuando me llegó tu telegrama, me senté y me puse a escribir de inmediato, pero no me salía nada. Era como un sonámbulo al que hubieran despertado de golpe, no sabía dónde estaba, me sentía como blanda y floja, temblorosa y chispeando por dentro. Y hoy llega tu carta, oh, Christopher, toda esta calidez me derrite por dentro, me empuja a querer rodearte con mis brazos como sea, a consolarte por todo lo que has sufrido estas semanas, que me parecen toda una vida. Sabía que pasarías frío y que no tendrías para comer, pero no me imaginé que fuera tan horrible. Oh, Chris, ojalá pudiera gritar bien fuerte, pero no puedo, estoy acalorada, tensa, preguntándome si te dejarán volver a Inglaterra.
Me gusta pensar que hemos pasado por todo esto juntos, que sentíamos ambos una necesidad abrumadora de estar con el otro en los mismos momentos del día. Esos momentos terroríficos en los que creo que me volveré loca si no te tengo. Que querré morir si no puedo compartir la vida contigo. Esos días espantosos y lentísimos en los que no soy capaz de pensar con coherencia, sino dejarme llevar sin más por el tiempo, con la inquietud a todas horas mordiéndome las entrañas. Miro atrás ahora con un «¿qué me ha pasado?», pero el dolor no se ha ido del todo. Asumo esta felicidad poco a poco, saboreando cada breve instante. Tienes que volver a mí, Christopher, tienes que volver, no me puedes volver a dejar, tienes mi corazón, late dentro de ti. Por favor, no dejes que nadie nos haga daño, nunca, venga lo que venga.
Sé qué se siente cuando uno se tiene que poner a escribir, supongo que te encuentras un poco aturdido por todo, especialmente por las dudas sobre la cuestión de la vuelta a casa; yo me siento también como en un torbellino. No dejo de notar punzadas de emoción por dentro y trato de no perder el control mental de la situación, de esta mezcla de angustia y de alegría tan incierta como dolorosa. Tienes que volver a casa, sería demasiado cruel de otro modo, no lo soportaríamos. Te quiero, te quiero, te quiero, más y más cada vez, estas semanas tan malas me han demostrado la profundidad de mi amor, de un modo que la felicidad no fue capaz. Mi corazón se derretirá en tu presencia. Christopher, tienes que volver a casa. Tenemos la miel en los labios, es imposible que las cosas vayan por otro derrotero. Sé que debería contentarme con saber que estás bien, pero la posibilidad de que vuelvas anula todo lo demás, y puedo leer la terrible inquietud que vives y que quizá no se refleja en la carta.
Las bombas volantes… Bueno, tesoro mío, sinceramente llevo semanas sin prestarles atención. La última mala racha que recuerdo fue cuando Wilfred estaba de permiso. No recuerdo cómo han ido las cosas desde entonces. Han caído, pero no sé muy bien cuántas. Un día, cuando Iris volvió de su permiso, me desperté con las explosiones, hace como una semana. Había estado en casa de su hermana, en Sheffield, y volvió un poco asustada por tener que enfrentarse de nuevo a las bombas. Su agitación me hizo darme cuenta de hasta qué punto andaba yo con la cabeza a pájaros. Hasta las bombas me dejaban fría… Supongo que la imaginación solo puede asumir un gran miedo a la vez. Supongo que volverán a asustarme.
Ahora voy a escribir un par de cartas. Y voy a cultivar esperanzas. Por supuesto, sé que tienes mucho que hacer.
Te quiero,
Bessie
[75]

Capítulo 15
Bandeja de entrada

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A los nerds de la informática antes se les llamaba computer nicks. La tarde del 29 de octubre de 1969 un par de nicks se sentaron ante sus pantallas e hicieron que dos ordenadores hablaran entre sí por primera vez en la historia. Uno de los ordenadores estaba en la tercera planta de un edificio de una universidad en Los Ángeles. De color gris niebla y del tamaño de un frigorífico, había llegado en avión desde Cambridge, en Massachusetts, dentro de un contenedor acolchado. Lo esperaban unos hombres nerviosos y exultantes que sostenían copas de champán. El otro ordenador estaba en el Stanford Research Institute (SRI), a casi seiscientos kilómetros, en Menlo Park, cerca de San Francisco. Este había sido recibido con algo menos de algarabía, aunque con una agitación comparable.

Los nombres de los programadores no se han hecho célebres, pero aquel día en California se llevó a cabo una hazaña igual de significativa que la llegada a la Luna, ocurrida tres meses antes. Se creó la primera versión de lo que con el tiempo se convertiría en Internet.

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Aquí nació el correo electrónico: las oficinas de BBN Technologies en Cambridge, Massachusetts, Estados Unidos. ©Dan Murphy.

Ya se habían conectado anteriormente dos ordenadores, pero eran como adolescentes en una discoteca: ninguno de los dos quería salir del corro de amigos. Como no se fabricaban aún en cadena, los ordenadores no tenían sistema operativo ni protocolos comunes. Hacía falta un conjunto de instrucciones altamente complejas para que cada máquina individual funcionara. Además, cada una de ellas se dedicaba a tareas muy especializadas y estrictamente limitadas a la vez. A mediados de la década de 1960 seguían siendo esencialmente las mismas máquinas que habían sido siempre: inmensos armarios archivadores que se utilizaban para hacer cálculos matemáticos y almacenar información. Había muchos sistemas informáticos que aspiraban a abarcar mucho (el FBI tenía una red, al igual que American Airlines o un centro de datos que se denominaba a sí mismo Cybernet), pero compartir información con ordenadores ubicados en otros lugares era un procedimiento lento, complejo y costoso, amén que unidireccional: se podía acceder a un ordenador central situado en la sede a través de cables de teléfono pero los nodos no permitían enviar nada de vuelta. ¿Conseguir que el ordenador central de una empresa se comunicara con el ordenador central de otra empresa? ¿Hacer que dos programas ajenos entre sí reconociesen un hardware extraño? Era más fácil aprender a hablar marciano. Esto explica por qué tantos de los pioneros de la interacción informática eran calvos.

Esos pioneros imaginaron un mundo en el que el poder informático de un equipo aislado pudiese conectarse con el de otros con relativamente poco esfuerzo, en el que trabajos de investigación pudieran compartirse y cotejarse fácilmente. Qué útil sería poder enviar esa información que tanto ha costado obtener a miles de kilómetros de distancia, sin tener que imprimirlo todo y cargarlo en un avión. Esos dos ingenieros, sentados ante sendos ordenadores en dos lugares distintos de California, no se hacían una idea de lo que estaban a punto de desencadenar en el mundo.

¿Qué se dijeron esos dos ordenadores? Pues no exactamente lo que pretendían. El plan consistía en que un ingeniero de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) introdujese la palabra LOGIN [inicio de sesión] letra a letra y un investigador en el SRI recibiera la transferencia digital de cada letra en forma de código. Las letras viajarían a través de una línea de teléfono alquilada especialmente para la ocasión. El plan surtió efecto en un principio. «¿Te ha llegado la “L”?», preguntó el ingeniero de la UCLA por el audio de la línea telefónica. «Me ha llegado 114», contestó el investigador del SRI, es decir, la «L» en lenguaje informático. Ocurrió lo mismo con la «O», correctamente enviada y recibida como 117. Entonces, tras la transmisión de la «G» desde la UCLA, el ordenador del SRI reconoció que se trataba de la palabra LOGIN y contestó al de la UCLA proponiendo «G-I-N» para ayudar a completar la transmisión. El sistema se cayó, porque había sido programado para recibir una única letra cada vez. Aun así, el resultado fue positivo: solo se habían completado dos letras con éxito, pero era suficiente. Los dos ordenadores habían dicho «L-O». En ese momento se inauguraba el lento declive del arte de la redacción epistolar.

El nacimiento de Internet puede sonarnos ahora a historia antigua. Cierto, es tan antigua ya que nos suena a alquimia y a mitología. El mayor mito, en efecto, en relación con Internet es que fue diseñado para salvar a Estados Unidos en caso de ataque nuclear. Parte de su arquitectura fue construida a partir de sistemas desarrollados en pleno apogeo de la Guerra Fría y es cierto que recibió un primer impulso financiero del Pentágono, pero su inspiración ética provenía de la contracultura. Quería ser un sistema fundamentado en la experimentación y el intercambio de información. Tradicionalmente, el final de la década de 1960 fue un periodo que los historiadores de la cultura consideran el final de un sueño, pero las evidencias digitales del momento sugieren que fue justo lo contrario.

Muchas personas e instituciones se implicaron en la construcción de la primera red informática, ampliándola a partir de esos dos ordenadores universitarios. El organismo responsable de la gestión global de esa red era la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada (ARPA por sus siglas en inglés), que dependía del departamento de Defensa. A finales de la década de 1970, la ARPANET se había convertido en una red nacional que conectaba gran número de centros de investigación de diversa índole, con el objetivo principal de compartir ficheros y tiempo de operación de los ordenadores. Había unos diez nodos conectados. El diseño original de la red era de ARPA y su funcionamiento se basaba en una arquitectura diseñada de forma independiente en varias instituciones, entre ellas la UCLA, Stanford, IBM y una empresa llamada Bolt, Beranek & Newman (BBN), que jugó un papel clave y estuvo a cargo del diseño de los IMP (Interface Message Processor, «procesador de mensajes de interfaz»), una serie de ordenadores más pequeños que posibilitaban la conexión de los ordenadores centrales entre sí.

Unos años antes, un visionario informático y exempleado de BBN llamado J. C. R. Licklider había escrito un influyente artículo sobre las posibilidades del mundo digital, dándole a su informe un título que parecía sacado de una novela de H. G. Wells: «On-Line Man-Computer Communication» [La comunicación en línea entre hombre y ordenador][76]. Hacia finales de 1971, un miembro del equipo de BBN, Ray Tomlinson, de treinta años, trabajaba desde un cuarto en Cambridge, estado de Massachusetts, en lo que podría llamarse la comunicación en línea hombre-ordenador-hombre. La idea de Tomlinson consistía en permitir a los usuarios de ARPANET comunicarse entre sí mediante un estándar mucho más sencillo que el existente. Diseñó un sencillo protocolo de red compuesto por dos partes: SNDMSG para el correo saliente y READMAIL para el entrante. Sus colegas desarrollaron otras herramientas que hoy en día damos por hechas: un fragmento de código que permitía acumular y ordenar los mensajes y también responder sin tener que escribir la dirección del emisor.

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R@y Tomlinson se relaja pensando en su bandeja de entrada. Cortesía de BBN Technologies.

En 2012 Tomlinson entró en el Salón de la Fama de Internet porque había hecho mucho más que acelerar los mensajes a través de la frontera digital, transformando así nuestras vidas: también ideó un nuevo uso para @.

El símbolo de la arroba se ha usado en el ámbito del comercio y de las medidas desde al menos el siglo XVI. La primera prueba documental es una carta de la década de 1530, en la que un comerciante florentino la usa para abreviar la cantidad de vino contenida en un ánfora. Tomlinson afirma que escogió ese símbolo rebuscando en el teclado, porque no se utilizaba para nada más. Pronto se convirtió en una forma universal de separar los mensajes personales y locales de los globales en una dirección de correo electrónico[77]. El contenido del primer mensaje que envió con éxito es tan vago como su fecha: fue una prueba más de entre docenas de pruebas. Quizá fuera «hola» o «123 probando» o «qwertyuiop». Y los dos terminales de teletipo que intentaban comunicarse no estaban en estados ni oficinas distintas, sino uno al lado del otro y Tomlinson iba y venía de uno a otro arrastrando la silla. Así de modestamente nació una revolución (cuando le piden autógrafos, Tomlinson firma como R@y).

Hacia 1973 unas tres cuartas partes de todo el tráfico de ARPANET era correo electrónico, de lejos su aplicación más útil (aunque no se denominó e-mail, ni mucho menos email hasta mucho después: un memorando interno sobre el sistema hablaba simplemente de «mensajes» o «correo»).

Diez años más tarde, componían ARPANET más de 550 nodos, y muchas otras redes habían brotado utilizando sus propios protocolos de correo electrónico y transferencia de ficheros. Se hacía evidente que hacía falta algún tipo de gobierno y de protocolo de seguridad para conectarlas sin riesgo. Así fue como poco a poco apareció Internet (y después la world wide web).

Durante más de quince años, el correo electrónico fue un secreto académico a voces. Los sistemas postales del mundo no despertaron a esta realidad hasta una década más tarde. La palabra Internet no llegó al uso común hasta finales de la década de 1980. The New York Times solo la menciona una vez antes de 1988. Gradualmente, un nuevo sistema de comunicación (cuya aparición fue comparada por un excitado redactor de la revista Wired con la del fuego) mejoraría la interacción entre quienes colaboraban en la construcción de Internet y potencialmente haría más eficaz la interacción entre todos los habitantes del planeta. En 1995 el número de mensajes de correo electrónico que se enviaban en Estados Unidos superaba al de cartas en papel entregadas por los servicios postales. En abril de 2012, la Internet Society estimaba que 1.900 millones de personas utilizan el correo electrónico y que enviamos unos 300.000 millones de correos electrónicos al día (unos 2,8 millones por segundo, siendo el 90 por ciento spam).

Lo primero que muchos hacemos al levantarnos y justo antes de acostarnos es mirar el correo electrónico. Y repetimos varias veces a lo largo del día. La equivalencia, antiguamente, habría sido levantarse cada pocos minutos para ver si el cartero ha dejado algo en el buzón, una y otra vez. Los correos electrónicos, claro, nos siguen allá donde vamos. Tienden una línea de suministro vital y dan trabajo continuamente. Cuarenta años después, no obstante, los correos electrónicos siguen intentando parecerse a las cartas. La iconografía de la pantalla es completamente postal: iconos con forma de sobre, bandejas de entrada, un clip que simboliza el fichero adjunto y aviones de papel representando el correo enviado. Y la basura sigue siendo una papelera.

* * * *

El 11 de abril de 2013, 425 millones de personas recibieron el mismo correo electrónico en su bandeja de entrada. Sorprendentemente, no era spam sino un mensaje de Google dirigido a sus usuarios de Gmail. En él se detallaba cómo planificar la vida digital tras la muerte.

Imaginemos la situación: una persona está en su lecho de muerte, con suerte una muerte tardía y relativamente indolora, lo menos trágica y repentina posible. Esa persona quiere dejar algo a su familia. Quizá desea que conserven un registro de todos sus compromisos sociales (Gmail fue creado en 2004, así que estamos hablando de muchas citas para comer con amigos y muchas confirmaciones de entradas de cine). O quizá quiere que tengan un recuerdo de todas las cosas maravillosas que escribió a su mujer y a sus hijos cuando el trabajo no le permitía estar cerca de ellos. O quizá ha llegado el momento de desvelar su doble vida, contar que tenía otra familia en una ciudad cercana. Esto es lo que ofrecía Google: una opción que al parecer cubría todas las posibilidades.

Andreas Tuerk, responsable de producción en la sede central de Google en Mountain View, California, empezaba ese correo electrónico en un tono muy razonable, aunque con cierto aire de picapleitos tratando de sacar provecho de la desgracia ajena: «A la mayoría no nos gusta pensar en la muerte, especialmente en la propia. Pero para las personas que dejaremos atrás es muy importante que planifiquemos lo que ocurrirá después. Por esa razón, hemos diseñado una nueva función que le permitirá indicar a Google qué desea que hagamos con sus activos digitales una vez haya fallecido o cuando ya no pueda utilizar su cuenta».

Probablemente pocos habrían pensado hace años en el correo electrónico como «activo digital». Pero Tuerk ofrecía hacerse cargo del correo electrónico y muchas más cosas. De hecho, de todos los detalles digitales del usuario, desde sus fotografías hasta su historial en YouTube. Cualquier cosa de su propiedad que existiera digitalmente podría, en caso de muerte o de discapacidad grave, entregarse a un administrador autorizado. Era una especie de testamento, solo que instantáneo y sin honorarios legales de por medio. Si alguien prefería no dejar nada tras su muerte, Google prometía también eliminar todo lo que les hubiera sido entregado, tres, seis, nueve o doce meses después de que la cuenta quedase inactiva. De este modo se garantiza que nadie seguirá enviándole correos electrónicos tras su fallecimiento y liberará una pizca de espacio en los servidores de Google. El servicio se llamaba Gestor de Cuenta Inactiva. «No es muy buen nombre, lo sabemos», concedía Andreas Tuerk. Es cierto que no expresa adecuadamente la erradicación de toda una existencia en línea. Pero, en cierta manera, Google simplemente seguía las tradiciones. Nuestra historia está plagada de cenizas de escritos quemados, acción violenta contra nosotros mismos y a la vez deseo común. ¿Por qué no deberían desaparecer los correos electrónicos tan rápidamente como llegan? Espero haber podido dar una buena respuesta a esta pregunta a lo largo de las más de cuatrocientas páginas anteriores.

La muerte digital que ofrece Tuerk es solo una opción más en toda una tierra de oportunidades para el correo electrónico hoy. Hay empresas a las que otras empresas pagan para que limpien las bandejas de correo electrónico de sus empleados, separando lo útil de la basura y protegiendo a la vez lo confidencial con cortafuegos. Existen páginas web que nos dirán cómo conseguir la «bandeja de entrada cero», un santo grial: limpiar la bandeja de entrada de todos aquellos correos electrónicos por responder y, además, que quede vacía al final de la jornada. Para ello, el usuario debe declararse en «bancarrota de correo electrónico» y reconocer que no puede pagar sus deudas digitales. Deseamos responder a todos los mensajes, tanto por interés como por cortesía, pero hace mucho que esto se convirtió en misión imposible. Nuestra vida en la pantalla es simplemente abrumadora. Así pues, nos vemos obligados a deshacernos de una parte y los resultados pueden ser psicológicamente perturbadores. Un colaborador de la revista Forbes se hizo ese propósito de Año Nuevo en 2013. Lo invadió la tristeza. «Al contemplar la bandeja de entrada completamente vacía por primera vez en cinco años, me sobrevino un sentimiento que tardé unos minutos en identificar. Era soledad. Me sentí como en un bote salvavidas en mitad del océano, rodeado únicamente por el liso y monótono océano». Era como lo que W. H. Auden había escrito en Correo nocturno, en 1936: «Y nadie escuchará el sonido del cartero sin que se acelere el corazón, ¿quién quiere pensar que ha sido olvidado?». Cuando el periodista de Forbes recibió su primer correo electrónico después de la limpieza (nada personal, un boletín de noticias que recibía a diario de una página web sobre vídeos digitales), se sintió algo menos solo. Acto seguido lo borró. Y entonces se sintió genial.

Para aquellos que viven menos agobiados por el correo electrónico a los que quizá no se les da demasiado bien redactarlos, existen guías para aprender y manuales de «ciberetiqueta». No son tan abundantes como los manuales de redacción epistolar de siglos pasados, pero transmiten mucha seguridad. En 2005 Penguin publicó una guía que hoy nos parece algo primitiva, aunque precisa: «Los ficheros adjuntos deben ser breves. No envíe nunca un mensaje vacío. No adjunte nunca audios». Cuando se participa en una cadena de correos electrónicos o en un grupo de debate: «No escriba jamás con el único propósito de corregir la redacción de otra persona. No escriba solo para decir que está de acuerdo. No se vaya por las ramas. No haga preguntas técnicas sobre el correo electrónico o Internet ni sobre ninguna cuestión informática. No reenvíe su mensaje aunque tras diez minutos no aparezca en el grupo de debate. Espere un par de días y, si sigue sin aparecer, póngase en contacto con el administrador».

En 2007, los autores de Enviar: Manual de estilo del correo electrónico redactaron un capítulo sobre «Cómo escribir un mensaje PERFECTO», en el que se incluyen apartados sobre cómo cuidar tono y lenguaje en función del destinatario, cómo evitar errores ortográficos comunes y cómo ser minucioso con la puntuación, irónico con los emoticonos y generoso con los signos de admiración. «El correo electrónico es poco afectuoso y en él todo queda atenuado, de modo que hay que darle a las cosas un poco de tono para que suenen a lo que tienen que sonar». Así pues, en lugar de decir simplemente «gracias», que puede parecer casi sarcástico, digamos «¡Gracias!», algo perfectamente aceptable. «El signo de exclamación es una forma despreocupada aunque efectiva de combatir la languidez propia del correo electrónico», dicen los autores, David Shipley y Will Schwalbe. Pero existe una medida cautelar a tener en cuenta: «No se deben utilizar los signos de exclamación para expresar una emoción negativa: parecerá que al que escribe le está dando un berrinche».

* * * *

En junio de 2004, 190 personas respondieron a una encuesta realizada por el Mass Observation Project, proyecto de investigación social de la Universidad de Sussex, sobre el uso del correo convencional y el electrónico. Parecía buen momento para hacer balance: el correo electrónico y los ordenadores personales se habían convertido ya en algo habitual en nuestras vidas. Los encuestados contestaron que escribían menos cartas y consideraban que el correo electrónico era útil, aunque tenía sus limitaciones: no confiarían sus pensamientos más íntimos al correo electrónico y a menudo los imprimían porque les asaltaba la duda de si seguirían en sus ordenadores a la mañana siguiente.

Los encuestados seguían apegados a lo tradicional: de las 190 personas que contestaron a la encuesta, el 82 por ciento envió sus respuestas por correo postal.[78]

Los detalles de la encuesta, no obstante, ofrecen una valiosa imagen anecdótica de las actitudes de los usuarios en un momento en el que el correo electrónico empezaba a formar parte de nuestras vidas. Nueve años después de esa encuesta las respuestas resultan a la vez curiosas y conmovedoras, pero revelan mucho más que simple nostalgia: el impacto que produce recibir correo convencional en mano va mucho más allá de las palabras expresadas en una página.

«Recuerdo la primera carta que recibí cuando era niña y la emoción que sentí», escribía una mujer de sesenta y ocho años del condado de Surrey. «A veces hacía algún pedido por correo, muestras de crema para la cara o fotografías de estrellas de cine.» Su primera amiga por correspondencia fue una chica norteamericana de Pikeville, estado de Kentucky, que le envió un chicle Juicy Fruit y una suscripción a una revista de chicas scout. Después se escribió con un chico sueco en Landskrona y con otro turco que era cadete de la Marina de su país.

Una mujer de ochenta y tres años de Belfast recordaba las cartas llenas de anhelo durante la guerra. «Solíamos poner SWALK (Sealed With a Loving Kiss, “sellado con un beso de amor”) en el reverso del sobre, pero a mis padres no les hacía mucha gracia.»[79]

A una mujer de Blackpool le llegaban cada año unas cuatro round-robins[80] junto con las felicitaciones de Navidad: «La mayoría de esas personas son gente que no conocemos o con la que no tenemos mucho trato. […] Parece que todos los que envían esas cartas tienen hijos o nietos brillantes. Es asombrosa la cantidad de detalles que dan (del tipo de “Nos levantamos a las 8 con el despertador y le llevo el desayuno a F. a la cama”). Resulta especialmente difícil cuando muere alguien que no recuerdas o quizá ni siquiera has conocido».

Un hombre de cuarenta y cinco años de Gloucester contaba que «las cartas genuinas son poco frecuentes y usualmente muy apreciadas. Realmente te hacen sentir que alguien se preocupa por ti».

Me gustan especialmente las escasas cartas que recibo con letra bonita. Tengo una amiga que tiene una letra maravillosa. Da pena hasta abrir el sobre. Por desgracia, no escribe a menudo.
Hace poco murió repentinamente su adorado marido, a los sesenta años. Vendió la casa y se mudó. Cuando estaba limpiando el sótano, en el último armario del rincón más escondido, enterrada tras todo tipo de objetos, apareció toda una correspondencia extremadamente morbosa y apasionada entre su esposo fallecido y una mujer rusa con la que mantenía una tórrida aventura y de la que su esposa no sabía absolutamente nada. Él le había prometido en repetidas ocasiones que acabaría con su ya vacío matrimonio de treinta y tres años para estar con ella (mi amiga amaba profundamente a su marido y pensaba que el matrimonio, el sexo y todo lo demás iban realmente bien). El descubrimiento de la infidelidad y el contenido de todas esas cartas de amor de su esposo, meticulosamente copiadas, le abrió una herida espantosa, cuando ya no podía enfrentarse a él por ello. Cuando pensaba que las cosas no podían ir peor.

Una bibliotecaria de Middlesex afirmaba que «poder dedicar tiempo a pensar qué decirle a alguien o qué enviarle para alegrarle el día... es un lujo, un regalo»:

Pocas veces he enviado una carta por obligación. Me resulta difícil redactar las de condolencia, pero sé que el destinatario las valorará mucho [y] me esfuerzo con ellas.
A menudo no sé cómo despedirme. Solía escribirle «Con cariño» a todo el mundo, pero supongo que ahora soy más prudente. A algunas personas (por ejemplo, a los hombres) no quiero darles una impresión equivocada, así que termino con un «mis mejores deseos». Con la mayoría de mis amigas uso «con cariño» y con algunas «con mucho cariño». A veces añado «besos» después de escribir mi nombre, aunque en general me parece un poco ordinario. Echo de menos que me llamen con nombres cariñosos, como hacía mi ex. Mi novio actual no lo hace. Una pena.

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GAAA! Un lector escribe al editor de David Foster Wallace. Cortesía de The Harry Ransom Center, Universidad de Texas, Austin.

[Trad. carta anterior:

Estimado señor Pietsch:
Soy profesor de matemáticas en Miami, Florida, y me ha gustado mucho el magnífico libro de David Foster Wallace La broma infinita. Una de las ecuaciones matemáticas que aparecen en la página 1024 es incorrecta (en la edición en tapa dura y también en la edición rústica). La segunda ecuación de la página 1024 dice:

F(x)dx = F(x’)(b-a)

cuando debería decir

(Falta esto) à Sb a F(x)dx = F(x’)(b-a).

Estoy seguro de que es un error de imprenta, porque el señor Wallace parece saber bastante de matemáticas también.
Espero haber sido de ayuda,
Atentamente,
Peyton Watson
P. S. Cuando compruebe que llevo razón, ¿podría comunicármelo para saber que he hecho algo de provecho?]

Con respecto a lo que otras personas me escriben… Bueno, no me escriben tan a menudo como me gustaría. Se muestran abiertos y me suelen hablar de sus vidas o me cuentan chistes y tonterías que les han ocurrido. O me preguntan sobre cosas que yo les he contado. Es como un largo y parsimonioso partido de tenis.

Disfruto leyendo cartas publicadas, en especial las de los integrantes del grupo de Bloomsbury: Frances Partridge, Dora Carrington (las suyas eran magníficas, especialmente los pequeños bocetos que dibujaba), Ruth Picardie (tan conmovedora). Lasamistades peligrosas de Laclos es una excelente recopilación de cartas (ficticias). Siempre me ha gustado mucho la tradición de la novela epistolar del siglo XVIII.

También recibí una vez una desagradable tarjeta de San Valentín, que daba a entender que yo me creía maravillosa y en realidad no lo soy. Aparte de aquella tarjeta, hubo unas cartas en tono parecido, las que le escribía el que terminó siendo mi ex a su hermana y antigua amiga mía. En ellas me describía en términos nada entusiastas. Lo más memorable fue: «El sexo estuvo bien pero no me gustaron los preliminares». ¿Quizá hubiera ayudado algo de práctica, interés o dedicación?

Cartas de amor. Oh, sí… En mi época debí de escribir cientos. Lo desconcertante es que cuando las leo ahora (he guardado copia de algunas), me doy cuenta de que el estilo y el contenido no varían demasiado.

«Mi querido X, me sentí tan mal cuando te fuiste. Te echo de menos. Hoy he estado... Ayer... La semana que viene... Te quiero mucho, estoy deseando volver a verte. Te llevo en mis pensamientos. Con todo mi amor.» El tipo de carta que imagino que el cantautor Tom Lehrer decía haber recibido, aunque estaba dirigida «A cualquiera que se preste».

He guardado todas las cartas de amor que he recibido, salvo las de mi ex (que quizá sigan en algún vertedero o se hayan reencarnado en papel higiénico, un destino muy apropiado). He releído algunas y me reconforta mucho pensar que sí, que amé y fui amada, y que en general mis amantes fueron buenas personas. Me resultó muy raro encontrar todas las cartas de amor que me escribió mi actual pareja cuando salimos la primera vez. Pero es agradable darse cuenta de que veinticinco años después volvemos a estar juntos. Aunque mi hijo pueda avergonzarse de mí en el futuro, guardo todas mis cartas de amor y espero guardarlas siempre.

* * * *

En la primavera de 2013 charlé con Megan Barnard sobre cómo un archivero podía asegurar nuestro futuro histórico. Barnard es ayudante de dirección de adquisiciones y administración en el Harry Ramson Center de la Universidad de Texas, en Austin. Tiene a su cuidado una de las mayores colecciones de material escrito de escritores y artistas de todo el mundo, especialmente del siglo XX. Yo había conocido algunas de sus adquisiciones cuando vi a Glenn Horowitz y Sarah Funke Butler en Nueva York: cosas de Norman Mailer, David Foster Wallace, los papeles del Watergate. Pero había muchísimo más, unos cuarenta millones de páginas del puño y letra o de las máquinas de escribir de Conrad, Joyce, Beckett, Wilde, Eliot, T. E. Lawrence, D. H. Lawrence, Golding, Lillian Hellman, Updike, Tom Stoppard, Anne Sexton, James Salter, Toni Morrison o Julian Barnes. Hay borradores, textos mecanografiados, diarios y cartas, y también material para no lectores, como una colección de trajes de Robert De Niro, una reproducción del vestido de Scarlett O’Hara hecho con las cortinas verdes de Lo que el viento se llevó, fotografías únicas de Walker Evans y Edward Steichen y un globo terráqueo de Mercator de 1541. Dado que el propósito de la colección es evidente —reunir lo mejor de lo mejor— y dado que estaba en Texas, era perfectamente lógico, como se enorgullece el centro en señalar, que una biblia de Gutenberg comparta techo con la primera fotografía de la Historia (tomada por Joseph Nicéphore Niépce hacia 1826) y la máscara del psicópata de la sierra mecánica de La matanza de Texas.

En 2007, para la celebración del quincuagésimo aniversario del Ransom Center, Megan Barnard editó un goloso libro sobre la institución, Collecting the Imagination [Recopilar la imaginación], en el que se presentan muestras documentales de seis siglos de duro trabajo creativo y se relatan las dificultades que hubo de superar el talentoso y privilegiado equipo profesional del centro a fin de reunir todas esas muestras. No aparece ni por asomo esa sensación de «lo que hemos mangado mientras estábamos de vacaciones» que uno tiene a veces en el Museo Británico. El Ramson Center es cristal, dinero y cultura subastada, y se afana con orgullo por inspirar a las generaciones futuras que visitan sus salas climatizadas. Al final del libro la editora anticipa los retos que traerán los descubrimientos del futuro. En los seis años que han pasado desde su publicación, en efecto, el desafío se ha complicado: hoy día, solo los más tercos siguen sin utilizar el correo electrónico y solo los más recalcitrantes siguen sin enviar sus novelas a las editoriales en Word (lo cual permite, si se activa la opción «Control de cambios», echar una mirada, minuciosa aunque agotadora para el ojo, a la evolución en la redacción y revisión del manuscrito). El futuro almacenamiento de lo que los archiveros denominan el material «nativo digital», a saber, los correos electrónicos y documentos que no existen en papel, plantea quebraderos de cabeza en términos de presentación, exposición y almacenamiento (conservación, compatibilidad de formato y aplicaciones, protección de derechos de autor).

Para aliviar su dolor y compartir sus soluciones, Barnard y un grupo de conservadores de ideas avanzadas procedentes de algunas grandes instituciones de todo el mundo (la Biblioteca Británica, la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la Beinecke de Yale, la Rubenstein de Duke y la Biblioteca de Manuscritos, Archivos y Libros Raros de Emory) han trabajado durante meses en una guía diseñada para ayudar a otros conservadores, a marchantes y a autores a establecer un marco para la futura gestión del material digital. «La administración de las colecciones de material “nativo digital” promete hallazgos inesperados», explica el documento. Entre las recomendaciones para marchantes y donantes destaca «evitar manipular, reorganizar, extraer, copiar o modificar de cualquier otro modo los datos guardados en los soportes de origen» antes de ponerlos en venta. Se trata también el problema de la propiedad intelectual: «Es posible que compartan un mismo ordenador varios colegas de trabajo o toda una familia, y que en él haya ficheros creados por hijos y cónyuges». Habría evidentemente un problema si alguien gasta un millón de dólares en un fichero si después un hijo va a publicar orgulloso ese mismo material en su blog. Se debate por fin la cuestión de los elementos que es mejor no divulgar. «Los donantes quizá deban analizar los buzones de correo electrónico en busca de mensajes delicados y/o irrelevantes antes de la cesión. […] Si un donante no puede o no desea hacerlo, el depositario tendrá que tomar una decisión, conforme a sus reglamentos, sobre si dedicar o no personal a ubicar dicha información y en qué medida hacerlo. Además, el depositario deberá determinar en qué medida tiene obligación legal de restringir el acceso a dicha información.» También se habla de otro problema inédito, con el que no se toparon quienes compraron papeles de Emily Dickinson o Virginia Woolf: «En algunos casos los soportes informáticos (ordenadores, discos, cintas) sufren daños importantes con anterioridad: cajas o unidades de disco dañadas, cartuchos de memoria agrietados, discos magnéticos expuestos, discos ópticos rayados o con polvo acumulado».

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Cualquiera puede meterse en la piel de Salman con este Mac Performa 5400.

«Son tiempos difíciles», reflexiona Megan Barnard, que lleva una década en el Ramson Center. «Llevamos ya un tiempo adquiriendo material digital, aunque en cantidades bastante pequeñas. Pero eso ha cambiado y ya todo lo que adquirimos tiene un componente digital, tendencia que no hará sino aumentar. El problema que se plantea en primer lugar es cómo trasladar el material hasta aquí. Muchos escritores no piensan ahora mismo que sus ficheros digitales puedan formar parte de sus archivos. Cuando preguntamos si están dispuestos a enviarnos todos sus correos electrónicos, la gente reacciona con temor.»

En la Universidad de Emory, en Atlanta, Salman Rushdie deja claro que él no tiene tales reparos. No solo les vendió sus correos electrónicos, sino el contenido completo de su antiguo ordenador y buena parte de lo que ya ha creado en su ordenador actual. Uno puede convertirse ahora en un Salman virtual: en febrero de 2010, Emory autorizó a un grupo de investigadores a acceder a un «entorno simulado», en el que uno puede sentarse ante el Macintosh Performa 5400 que Rushdie manejaba en 1996, incluidas la unidad de disquete y el CD-ROM (pero sin puertos USB o FireWire y con solo 8 MB de memoria). Desde este ordenador se puede acceder a sus ficheros de trabajo y a algunos correos electrónicos y, si uno le pone empeño, hasta escribir El suelo bajo sus pies.

El Ramson Center no tiene, en el momento de escribir estas líneas, ningún archivo compuesto únicamente por correos electrónicos. La recopilación de la correspondencia entre el novelista Russell Banks y su hermano Stephen, a lo largo de cuatro décadas, está compuesta por una combinación de correos electrónicos y cartas. Las versiones electrónicas emergen en 1994, año en el que Russell comentaba: «Acabo de empezar a usarlo y me parece rápido y cómodo para estar en contacto con mucha gente a la que de otro modo solo escribiría de vez en cuando». Megan Barnard ha empezado a percibir sutiles diferencias. «Por correo electrónico siguen hablando sobre lo mismo: lo que escriben, la familia, lo que hacen sus hijos», explica. «Pero la principal diferencia es que el tiempo de respuesta se reduce drásticamente. En mi opinión, eso cambia la conversación.» El lapso entre una carta y la siguiente era a veces importante, quizá un par de meses. Los correos electrónicos rara vez son tan largos como las cartas, aunque cuando se imprimen parecen bastante formales. «Sigue siendo un escritor maravilloso», dice Barnard, «pero los correos electrónicos no son tan inimitables, tan contenidos».

No es que eso sea malo, evidentemente. Pero es distinto. No contamos ya con las pistas que dan los sobres y matasellos, la fecha y lugar de envío, aunque los sellos electrónicos dan esos datos y ocultan otras pruebas forenses. Si se marca la casilla adecuada en la ventana de preferencias, se almacenan automáticamente ambas partes de la correspondencia. Al comparar uno de los correos electrónicos de Russell Banks con una de sus cartas, se detecta un tono levemente menos literario. En el siguiente mensaje de correo electrónico aparecen además apostillas a cosas dichas antes. Asumamos que se borran partes y que el texto se modifica una y otra vez: así es como todos escribimos un correo electrónico. No hace falta tener la mente tan clara, por la misma razón que no necesitamos goma de borrar ni papel secante, ni siquiera papelera: la máquina hace todo eso por nosotros. Y los correos electrónicos son simplemente menos emocionantes y menos trabajosos. El terrible chirrido perforatímpanos de la conexión a Internet por marcación telefónica resulta casi tan arcaico como el traqueteo de la hiladora Jenny. En el caso de la familia Banks, es como si los hermanos estuvieran hablando desde habitaciones contiguas. Hay que reconocer este hecho en toda su magnitud: era algo fantástico y moderno. Quizá se pierdan la formalidad y la pompa del correo, así como el lujo de reflexionar un poco antes de escribir y enviar nuestro mensaje, pero la informalidad y la facilidad del correo electrónico compensan por ello, y son pocos los que no reconocen sus ventajas. Podríamos considerar hoy el correo electrónico como un híbrido entre la carta y la llamada de teléfono: el placer de escribir como uno habla (aunque se monologue), el vellocino de oro de los escritores de cartas desde que Plinio el Joven sintió el rugido del Vesubio.

El Ramson Center, el archivo del Mass Observation Project y el Kleinrock Internet Museum (así como las demás instituciones en las que se salvaguarda nuestro pasado creativo) están aportando una serie de pruebas que permiten conocer mejor no solo cómo escribimos, sino también lo que pensamos sobre la escritura. ¿Podría ser, por ejemplo, que el acceso cada vez más extendido al correo electrónico, desde cualquier punto del mundo (con alguna restricción), esté destruyendo siglos de jerarquías sociales y políticas? ¿No es eso positivo? ¿Y qué hemos perdido, desde el punto de vista psicológico, al dejar de poseer físicamente esos mensajes? ¿Es acaso una carta escrita con tinta, que se puede sostener en la palma de la mano, más valiosa para nuestro sentido del yo y de lo que significamos para el resto del mundo que un texto que se envía a una fortaleza de cables en el Medio Oeste estadounidense, autodenominada «la nube»?

Desde el punto de vista creativo, la siguiente etapa de esta evolución del pensamiento espera a la vuelta de la esquina. Concluye Megan Barnard: «Será interesante leer la correspondencia de quienes están creciendo solo con el correo electrónico, aquellos que no han enviado nunca una carta escrita a mano. Y lo más interesante es que tenemos a muchos becarios en el centro, muchos de los cuales ni siquiera escriben ya correos electrónicos. Se comunican por mensajes de texto o a través de las redes sociales. Me parece asombroso».

En otras palabras, puede que nuestras costumbres actuales sean ya historia. ¿Y si el correo electrónico no es más que una breve distracción del hecho de que ya no deseamos comunicarnos como lo hacían nuestros padres, ni de la forma en que lo hemos hecho durante los últimos dos mil años? ¿Y si descubrimos que el sustituto ya aceptado de la carta no es más que un puente temporal e ilusorio que nos conduce a no escribir en absoluto?

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En carne y hueso

14232134, SOLDADO ESPECIALISTA BARKER

H. C., ALA 30, 1.ª COMPAÑÍA, 9.º COMUNICACIONES

(FORMACIÓN AÉREA),

FUERZAS CENTRALES DEL MEDITERRÁNEO

29 y 31 de enero de 1945
Amor de mi Alma:
Me acaban de dar la noticia de que todos los efectivos del Ejército capturados por el ELAS regresarán a sus casas. Debido a la situación de los transportes quizá no empiecen a movilizarnos hasta final de febrero, pero lo más probable es que estemos en Inglaterra antes de que termine marzo. Quizá muy pronto. Vengo de ver a nuestro comandante, quien acababa de dar acuse de recibo de la noticia a Alexander. Me ha producido una cálida sensación interior. Es maravilloso, increíble, demoledor. No sé qué decir, no puedo pensar. Que tarde más o menos da igual. Lo importante es la decisión que han tomado. Ahora estoy repasando mentalmente multitud de pequeñas decisiones que he tomado yo simplemente al contemplar la posibilidad de volver. Debo pasar los primeros días en casa, tengo que ver a Deb y a mi madre. Tengo que dar una fiesta en algún lugar. Ante todo, debo estar contigo. Tengo que abrazarte, consolarte, quererte, ser amable contigo. Dime lo que sea que pienses, escríbeme toneladas de cartas, haz planes para los dos. Preferiría no casarme, pero me gustaría que nos pusiéramos de acuerdo al respecto. En el frente tenía miedo. Miedo por ti. Por mi madre. Por mí mismo. Tenemos que esperar, mi amor, corazón mío. Encontrémonos, estemos, conozcámonos, pero no cometamos ningún error, por favor. Me preocupa, y mucho, que malinterpretes lo que acabas de leer. Dime lo que piensas sobre ello pero, por favor, no olvides que he pasado miedo y que sigo asustado.

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Chris Barker en Roma. Con la autorización de Bernard Barker.

¡Es estupendo que nos podamos ver antes de que me quede completamente calvo! Me quedan todavía unos cuantos pelillos en la coronilla. No sé cómo hablarte sobre las cosas que han pasado estos días, ahora que sé que podré contártelo todo cara a cara, en breve. Tengo delante de mí la carta en que decías que habías recibido mi telegrama, e imagino la siguiente, en la que me dirás que sabes que voy a ir a buscarte. Tengo que tratar de no pasar por el hospital por culpa de esta convalecencia de prisionero de guerra. Haz planes para que estemos una semana en algún lugar (que no sea Boscombe ni Bournemouth) y piensa en cuando estemos juntos. Tú, en todo tu esplendor. Que me cogieran prisionero al final ha sido una suerte. Cuando estaba preso, me concentraba y pensaba con todas mis fuerzas «Bessie, queridísima mía, estoy bien. No te preocupes». Nunca tuve la sensación de que me oyeses, sin embargo. Pero ahora todo ha terminado y sabes que estoy bien y que voy a estar contigo pronto, que vamos a estar juntos y lo vamos a pasar bien. No te emociones demasiado cara al exterior. Soy muy consciente del tumulto interior, del clamor, pero yo no soy muy extrovertido para estas cosas. Aconsejo moderación. No dejes de mirar cuando cruces la calle, cuidado con los autobuses.
Nos han dado un permiso y ayer fui a ver a nuestros amigos de Atenas y les llevé un poco de tu café y tu cacao, que aceptaron encantados. Gracias por enviarlo, otra vez. Nos abrazamos con mucha emoción y nos besamos, al estilo de la Europa continental.
Espero que no se te ocurra empezar a comprar ropa (si es que te quedan cupones) por «estar guapa» para mí. No lo hagas. Quiero que sigas con tu vida, lo más normalmente posible. Hoy por hoy, mi vuelta nos permitirá hacer público nuestro compromiso. Le contaré a mi familia que quiero pasar una semana contigo por ahí durante el permiso. Te aconsejo que se lo digas al mínimo de personas. Si alguien, como la señorita Ferguson, hace alguna observación, puedes apostillar educadamente: «Pensé que esto era asunto mío, no suyo». Intenta no pavonearte ni contar demasiado. Es un consejo, nada más, entiéndeme. Quiero que sea una historia solo nuestra. No permitas intrusiones.
No sé cuánto durará el permiso. Podrían darme apenas dos semanas, como mucho un mes. Me pregunto cómo te haré saber que estoy pisando suelo inglés, cuando llegue. Quizá siga siendo más rápido enviar un telegrama en lugar de una carta, espero poder enviarte uno cuando me quede poco para subir al tren destino a Londres. Puedes llamar a LEE GREEN (0509) cuando calcules que he llegado. Dime cómo llegar a Woolacombe Road (con el número basta, me acordaré de dónde está) y te iré a buscar cuanto antes, o nos vemos en otro lugar que tú me digas. Debes tener en cuenta que hasta que no lleguemos a mi casa estaré con mi hermano. Además, después de haber pasado tanto tiempo fuera, mis padres querrán pasar conmigo bastante tiempo (y con razón). Confío en que todo encajará y todo el mundo será feliz. Mi presencia estará muy demandada por unas cuantas personas, será difícil manejarlo sin que nadie salga ofendido.
Es raro, pero no me siento capaz de avanzar con fluidez en esta carta. No pienso más que «Me voy a casa. Voy a verla». Es un hecho, una realidad, un acontecimiento inminente, como el carnaval, la Navidad o la investidura del Lord Mayor de Londres. Tienes que estar en el extranjero, herméticamente aislado de tu gente querida y de tu casa para darte cuenta del regalo que es volver a ella.
Las pocas cartas tuyas que llevaba conmigo las quemé la víspera de nuestra rendición, así que soy el único que ha leído tus palabras. En los primeros diez días de cautividad no tuve tiempo para pensar cosas bonitas sobre nosotros y lo único que hacía era concentrarme para decirte mentalmente que estaba bien. Pero entonces nos lanzaron víveres desde un avión (un gran riesgo para los aviadores, en estos pueblos nevados de las montañas griegas) y empezamos a albergar la esperanza de que cuando nos rescataran nos devolverían a casa. Fue en ese momento cuando comencé a pensar en ti, en nosotros. Es una pena que sea invierno, no hará buen tiempo para salir a pasear. Pero será estupendo sentarme a tu lado en el cine, da igual lo que pongan. Será maravilloso saber que el otro está ahí, darnos apoyo y cariño. Ahora sabemos que no podemos hacer otra cosa que enviar una carta, por eso será maravilloso estar juntos, juntos de verdad, en carne y hueso.
Te quiero,
Chris


27 WOOLACOMBE RD, LONDRES SE3

6 y 7 de febrero de 1945
Querido, querido, querido:
Esto es lo que llevo tanto esperando: tu libertad me dejó aturdida, sin aliento, pero ahora, ay, ahora me siento liberada. Oh, Christopher, querido, mi Hombre Querido, es tan, tan maravilloso. Vuelves a casa. Cielo santo, tengo que tener cuidado, toda esta emoción es demasiado para mi cuerpo. Tú también debes tener cuidado, Querido, debe ser difícil digerir esta noticia después de lo que has pasado, supongo que no podrás evitar las punzadas de emoción, ¿verdad? Pero cuídate, Ángel mío, y yo tendré que cuidarme también.
Acepto, amor mío, tu propuesta de matrimonio. Lo que tú desees yo lo deseo. Quiero que seas feliz, Cariño mío. Ruego a los dioses, si existe alguno, que me hagan mejor de lo que soy, para hacerte todo lo humanamente feliz que pueda, para ayudarte en los días malos y disfrutar contigo en los buenos. Mientras tengas miedo no serás feliz, debes olvidar esos miedos entre nosotros. Te confesaré que yo también estoy un poco asustada: en las cartas, todo parece más grande que a tamaño real, como la fotografía, en la que no aparecen las canas ni los dientes cariados, ni la piel oscurecida. Pienso en mis rasgos ordinarios o poco agradables. Sí, yo también tengo miedo. Pero no puedo dejar que eso me perturbe ahora, porque vamos a vernos, ¿hay algo que importe más, Chris?

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Bessie Moore en Blackheath. Con la autorización de Bernard Barker.

Con respecto a lo que ocurra cuando llegues a Inglaterra, claro que tendrás que pasar primero por tu casa. Creo que yo podría pedir unos días libres cuando fuera, tenemos que trabajar obligatoriamente durante la temporada estival, pero fuera de esos meses hay bastante flexibilidad. Oh, madre mía, planear una semana en algún lugar, pum, pum, el corazón se me sale por la boca, una semana en algún lugar, en la playa, CONTIGO. ¿Dónde iremos…? Por supuesto, a mí me encantaría ir al norte de Devon (el aire, el mar y el campo de Devon), pero siendo marzo hay que tener en cuenta el tiempo; quizá podríamos ir a una ciudad grande, a mí me gustan más los pueblos, pero haremos lo que tú quieras; creo también que tendré que cuidarte, no creo que debas ponerte a caminar por ahí, bajo la lluvia, al menos no mucho rato; a mí me da igual, siempre que sea en la playa, y contigo, contigo, contigo. Por dentro se me remueven y entrechocan las entrañas y me pregunto cuánto tardarás.
Me alegro de que pudieras hacerles llegar el café y el cacao a nuestros amigos griegos, me refiero, como prueba de que les deseamos lo mejor. Espero de verdad que obtengan el tipo de gobierno que quieren, aunque quizá son demasiado pobres como para pensar en los matices de la política. En fin, ya me contarás.
Hay algunas cosas que me infunden cierto respeto, como el contraste entre las cartas y la realidad. ¿Sabes? A veces me digo: «Bessie, querida, no eres tan atractiva», pero pienso que quizá tú te sientas igual. ¿Cómo haces tú la digestión? Yo fatal, tendré que ponerme a base de Rennies, para los gases. Tengo el té ahora mismo atascado en mitad del pecho. Que no quieras casarte es como un jarro de agua fría, pero en cuanto me enjugo los ojos y me seco me deja de parecer importante, sobre todo pensando en que vas a llegar muy pronto. Supongo que en realidad es un plan bastante impracticable. Pobre corderillo, apenas me conoces. «No cometamos ningún error, por favor», y lo subrayas. Qué tonto eres, ¿de verdad crees que puedes protegerte de los errores o asegurar de alguna manera el futuro?
Ojalá no recibieras estas líneas, ojalá estés ya de camino, que el tiempo de espera sea corto. Estoy perdiendo la paciencia, el haber podido escribirnos como lo hemos hecho ha sido algo maravilloso, pero siempre fue solo el principio. Ese principio y la promesa de futuro deben convertirse en otra cosa. Ya se están convirtiendo en otra cosa.
¿Qué opinas de las noticias sobre la guerra? No quiero pecar de optimista, pero ¿no sería maravilloso que volvieras a casa para siempre?
Apuesto a que Ridgeway Drive es un lugar alegre ahora mismo. Dos hijos que vuelven a casa, caray. Apuesto a que a tu madre le dio un patatús de la emoción cuando lo supo. Ahora debe de estar dando saltos de alegría.
Te quiero,
Bessie

Poco después del regreso a casa de Chris Barker, él y Bessie Moore pasaron una semana juntos en Bournemouth. Fue todo un éxito, aunque quizá no completo. El ardor subsecuente fue algo menos explícito y hubo un misterioso incidente con un pescado. No se conservan las cartas de Bessie correspondientes a este periodo.

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H. C., ALA 30, 1.ª COMPAÑÍA, 9.º COMUNICACIONES

(FORMACIÓN AÉREA),

FUERZAS CENTRALES DEL MEDITERRÁNEO

10-28 de abril de 1945
Mi amor:
Fue maravilloso estar juntos. Ahora tenemos que digerir la resaca.
No me encuentro muy bien escribiendo ahora mismo, el barco se ha estado moviendo mucho y he sucumbido a la apremiante necesidad de echarlo todo. Nos han puesto a trabajar bastante a bordo: todas las mañanas vamos diez compañeros a limpiar la enfermería. Nos ahorramos así otros trabajos, como las guardias, fregar las cubiertas o limpiar los comedores. Bert y yo nos las apañamos muy bien para dejar impolutas las tres bañeras y los lavabos. No me emociona demasiado limpiar el cuarto de baño de Scabies, pero, bueno, no es para tanto. Hace tres semanas, cuando aún era un caballero soldado vestido de civil, el chico del Lyon’s fregó mi lavabo, y ahora yo estoy haciendo lo mismo.
Durante mi permiso pensé muchas cosas. Me pregunté si te gustaría ponerte un anillo de compromiso. Si quisieras uno, y no te parece una propuesta desafortunada por mi parte, ¿te gustaría tenerlo? Creo que es como si el joyero tuviera que darnos su bendición; en cualquier caso, si llevar uno puesto te hace un poco más feliz, yo estaría encantado. ¿Qué opinas? No dejo de meter la pata, tienes que perdonarme. Empiezo a sentirme de nuevo como una persona normal pero, al igual que tú, recuerdo los días que pasamos juntos como «en sueños».
Espero que no llorases demasiado (si lloraste). Si vuelves a llorar, que sea por lo difícil de nuestra separación, jamás por desesperar ni por desconfiar en nuestro futuro reencuentro ni en nuestra vida juntos. Por supuesto, mis sentidos se han excitado y se han regodeado en ti, y no hago ahora mismo más que lamentarme, como un perro desconsolado, por que termine la guerra y poder hacer realidad las expectativas de tener una casa para nosotros solos. Si hay que hacer caso a las cifras, no habrá casas donde elegir hasta dentro de diez años... Espero que hayas sido discreta con tu padre, pero me parece que nos veremos obligados a vivir en tu casa una temporada hasta que podamos empezar a buscar algo. Cuando termine la guerra, sé que comprarás lo que puedas para garantizar que no tenemos problemas a la hora de equipar nuestro hogar y, si tienes oportunidad para ello, empezarás a buscar una casa. ¿Quieres que escriba a mi madre para contarle nuestros planes? Le pediré que te dé el dinero que necesites. Como sabes, tengo 350 libras y tú casi otras tantas, así que juntamos 700 para un primer pago. Deseo no solo acondicionar nuestro nido de amor, sino comprar uno. Recuerda que yo ahorro tres libras semanales para pagar deudas y cualquier otra cosa que creas necesaria. Siento que te tengas que encargar tú sola de estas cosas…
¿Sabes? No puedo evitar sentirme pletórico con respecto a nuestra relación. Es tan maravilloso poseer tu mirada, poseerte. No creo estar hablando como un amo esclavista cuando te confieso el regocijo infinito de ser tu dueño, y creo que lo soy. Te quiero de manera absoluta, completa, total. Y espero que tú sientas lo mismo y que notes en los huesos que haría cualquier cosa por ti.
Señalabas que durante mi permiso dije todo lo que tenía que decir. Pero en realidad me da rabia lo poco que hablé sobre nosotros, sobre mis impresiones acerca de la vida en el extranjero y el ejército. No estoy muy contento al respecto de mis dotes como novio: creo que te tomé demasiado el pelo. Debería haberme arrodillado ante ti, confesar mi total dependencia de ti, implorar que te fijaras en mí (aunque creo que lo haces), decirte que sin la esperanza de tenerte me moriría de hambre y de sed. Podría haber sido mucho más elocuente, pero al parecer mis tartamudeos te bastaron. Lamento que despilfarrásemos esas cinco noches en Bournemouth, ni que decir tiene que habrá más. Siento mi falta de criterio con respecto al salmón. Pescaré para ti una ballena durante la travesía de vuelta.
Espero que se te esté dando bien la limpieza de primavera. Personalmente, creo se le da demasiada importancia. En una casa bien llevada no debería hacer falta una limpieza a fondo anual. Lo de la limpieza de primavera es una maldición de los barrios residenciales. Pero tú disfrútalo, no me hagas caso.
[Unos días después.] Estoy de nuevo en Italia y todo está yendo como era de esperar. Por favor, escríbeme, no dejes de escribirme, cualquier cosa que se te ocurra, porque quiero justo eso, lo que se te ocurra, no lo que dicen en Costumbres y modales de la buena sociedad ni el cliché que da el Daily Mirror sobre las noticias que el Joven en el Extranjero quiere recibir desde Casa. No me gustan los «maldita sea, carajo, demonio», a menos que salgan de tu boca.
Espero que puedas pasar algún tiempo con [tu hermano] Wilfred cuando esté de permiso, pero creo que la «celebración» es como poco prematura, al menos mientras los japoneses sigan fuertes y la lucha continúe alargándose así. ¿Qué celebraremos? ¿Que los fascistas han sido vencidos? ¿Que hay libertad en Alemania y otros lugares? Yo preferiré celebrarlo cuando la guerra haya terminado en todos lados y la gente vuelva a estar en posesión de su propio destino.
Anoche tuve guardia. Nos damos un paseo, por decirlo así, entre las tiendas (¿recuerdas la arpillera que robamos de nuestra antigua letrina?). Me tocó guardia de las doce menos diez a la una y media de la madrugada y de las cinco y media a las siete y media de la mañana. Te imaginé durmiendo plácidamente mientras yo patrullaba los almendros y escuchaba los ladridos lejanos de los perros y los distintos cantos de los pájaros que hay por aquí. Me invadió la sensación de que la distancia no importa. En una de tus cartas dices que tu corazón late dentro de mí. Eso está bien. Cuidaré de tu corazón. Por favor, trata en todo momento de ser feliz por lo que nos espera y no triste por que ahora estemos separados. Sé que es difícil, y mis manos y mis labios son muy conscientes del vacío.
Te quiero,
Chris


2 de mayo de 1945
Amor mío:
Acabo de salir afuera, alguien ha gritado que había noticias y todo el mundo se ha acercado a la tienda de la estación de radio. Hemos oído el anuncio de que el Ejército Alemán se ha rendido incondicionalmente en Italia. Hoy mismo, a las siete de la mañana, se anunció (yo lo oí) que Hitler había sido hallado muerto y que habían capturado a Rundsted. La euforia ha sido aún mayor, y esperamos que todos los demás alemanes se rindan también para que nuestros chicos dejen de morir por nada. Se nos ha ordenado que mantengamos la compostura cuando se haga el gran anuncio. No creo que el cambio traiga consecuencias para nosotros, salvo escupir y pulir más zapatos, preparar más desfiles, hacer más guardias y seguir con esta enfermiza rutina y sus reglas.
Yo diría que hay muchas posibilidades de regresar al Reino Unido de una vez por todas en un año.


3-9 de mayo de 1945
Me alegro mucho de que ya no haya más bombas. ¿Cómo es irse a la cama sin pensar en nada, sabiendo que nada te sacará del sueño?
Agradezco enormemente tus comentarios sobre mi actitud durante las experiencias vividas en Grecia, pero no son correctos en absoluto. No soy un gran hombre ni me he comportado jamás como un gran hombre. Soy un hombre pequeño, con el oído pegado al suelo.
Espero que sí te compres ropa. No esperes a mi aprobación. Si quieres ahorrar, plantéate otra vez dejar de fumar. Se me ha ocurrido una cosa. Supón que ahora fumas veinte cigarros al día. Sigue fumando esa cantidad, pero luego empieza con 19. Al final de esa semana, pasa a fumar 18, y así. Te llevaría unos seis meses el dejar de fumar del todo, pero quizá sea la manera, abandonar el hábito poco a poco. Dices que te gustaría ser tan atenta como yo… Bueno, yo no soy atento, ¡soy astuto, nada más! No tengo duda alguna de que entre tú y yo reunimos todos los defectos y vicios heredados por el género humano… La cuestión es cómo los mostramos a los demás. Creo que nos llevaremos muy bien cuando vivamos juntos, de verdad. Estoy convencido de que ambos somos lo suficientemente inteligentes como para no intentar hacer infeliz al otro.
Creo que, sobre el anillo, me gustaría que dijeses que quizá el dinero podría invertirse en algo más prudente y que no necesitamos demostrar al mundo nuestro compromiso de esa manera tan convencional. No necesitamos un símbolo, nuestro amor es fuerte. El otro día pensé que los de mente más encorsetada podrían pensar: «Ah, mira, Chris ha vuelto a casa, pero creo que Bessie se quedará para vestir santos», o hacer algún otro comentario mezquino y estúpido por el estilo.
Los acontecimientos en Europa son cada vez menos relevantes. Me pone enfermo esta manera de seguir derrochando nuestras vidas, esta sensación de avanzar a trompicones. Tengo que hacer tanto mientras... ¡Ocho horas de trabajo al día, seis días a la semana! Imagino que pasarán varios meses antes de que los soldados empecemos en masa a eliminar el caqui de entre los colores que elegiríamos para vestir voluntariamente. Las cosas serían más fáciles sin apagones, sin ventanas tapadas con sacos de arena y sin alertas de bombardeo. Imagino que dejarás de trabajar en el Ministerio de Asuntos Exteriores y que se cerrarán la mayoría de estaciones de radio.
He oído una noticia de ayer en la que el ministro Bevin decía que habría un breve tiempo muerto antes de la desmovilización. Los compañeros que están pasándolo peor no están nada contentos con la noticia. Todos escuchamos los partes esperando que digan cosas que se ajusten a nuestros deseos particulares.
Yo sigo con el ánimo algo sombrío y creo que solo la noticia de la rendición de Japón podría cambiar eso. Doy las gracias por que la guerra haya terminado en Europa y que todas las cosas terribles que la guerra ha traído no vuelvan a darse en el continente. Pero soy muy consciente de que la gente, en general, ha sufrido mucho y creo que las sociedades han quedado muy deterioradas. Se suma a la mezcla general de confusión y arrepentimiento la constatación, más aguda si cabe, de que no estamos juntos y de que es remota la posibilidad de que lo estemos por ahora. Sé que no te hace feliz verme tan harto (lo estoy) pero ahora mismo no estoy como para cantar y bailar de alegría. Lo veo todo un poco negro.
Montamos una tienda. La desmontamos. Nos dicen que próximamente los camiones dejarán de ir al pueblo (es un paseo de un cuarto de hora). Hoy y mañana tenemos que viajar en camión (quizá por los problemas con las celebraciones, supongo). Tenemos que hacer gala de nuestro equipo personal todos los días para que le caiga el polvo encima. Tenemos que tomar la mepacrina todos los días. Tenemos que colocar las mosquiteras a las seis de la tarde, todos los días. Tenemos que cerrar las tiendas a medianoche. No podemos hacer nuestras abluciones en el exterior de la tienda. No podemos más que sonreír, maldecir y llevarlo lo mejor posible. Ahora mismo, todas estas cosas me enervan.

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Otro documento mágico: las cartas de Chris Barker, copia de seguridad del pasado. Con la autorización de Bernard Barker.

Nos han vuelto a recordar que no debemos emborracharnos. Nos van a dar botella y media de cerveza esta semana. Yo me iba a tomar la mía ahora mismo, pero me he acordado de que se la había prometido a un compañero. Me han dicho que está malísima (es una cerveza rubia muy floja).
Hubo sesión musical y me junté con el resto a cantar unas cuantas canciones. No fue fácil poner orden para escuchar el mensaje que dio el rey a las nueve de la noche, pero yo estaba cerca de la estación de radio y pude escucharlo todo. Qué mal lo pasa el hombre. En los últimos años, creo que lo único que intenta es no decir cosas inapropiadas. Con toda seguridad, se alegra enormemente de que todo haya terminado. Yo pensaba que iba a hablar más de nuestros aliados en la lucha. Por lo demás hizo un esfuerzo loable. Ojalá se recordase a todo el mundo que si hemos recuperado la paz en Europa ha sido gracias a la muerte o la mutilación de, literalmente, millones de compatriotas, hombres y mujeres, y de otros tantos ciudadanos del resto del mundo. Aun así, si la empresa privada pudiera tomar cartas en el asunto, los refugios antiaéreos que se están desmantelando en Inglaterra deberían venderse a Japón para sacar tajada. Los van a necesitar.
No hay alivio verdadero por el final de la guerra. Muchos compañeros saben bien que pasará aún un tiempo antes de que puedan volver a casa y otros le están cogiendo cada vez más miedo al Mando del Sudeste Asiático, lo que todos llamamos «Birmania». Entiendo perfectamente lo que se siente en Inglaterra, que gran parte del entusiasmo es artificial, cultivado para vender banderas. Me acuerdo de que en uno de los grandes almacenes Woolworths vi durante mi permiso un montón de banderines de papel. ¡Cómo me gustaría verlos ondeando ahora mismo por todo Blackheath, en cualquier caso!
Me pregunto si la primavera que viene haremos limpieza anual juntos. Espero que sí. Espero que ambos estemos viviendo juntos, viviendo juntos de verdad. Quiero explorar, viajar, investigar, descubrir, conocer. Quiero abrazarte fuerte y decirte que tú eres mía y yo soy tuyo.
TE QUIERO,
Chris

Epílogo
Querido lector

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En 2004, tres años antes de morir a la edad de 93 años, Chris Barker preguntó a su hijo Bernard qué debía hacer con sus cartas de la guerra. «¿Las tiro o quieres quedártelas?» Llegaron a un acuerdo: el hijo guardaría las cartas, pero su padre insistió en que nadie las leería hasta que él y Bessie hubiesen muerto. «Le pregunté por qué, y contestó: “En ellas cuento las cosas que quería hacerle”», recuerda Bernard.

Bernard Barker, profesor de pedagogía en la Universidad de Leicester, empezó a leer las cartas detenidamente en 2008. «Había muchísimas más cartas y muchas más palabras de lo que esperaba.» Eran 501 cartas con un total de 525.000 palabras.

Sus padres, Chris y Bessie, se casaron en octubre de 1945. Él nació el agosto siguiente, dos meses después de que su padre regresara por fin a Inglaterra desde Italia y volviese a su trabajo en el servicio de correos, en Londres. Vivían en Blackheath, barrio periférico del sureste londinense, donde pronto nació otro hijo, Peter, en 1949. Chris Barker consiguió ascender a un cargo ejecutivo y escribía regularmente para varias revistas especializadas. Tras su jubilación, en 1973, siguió activo, trabajando para la sección local del Partido Laborista y la Campaign for Nuclear Disarmament, una organización que trabajaba por el desarme nuclear. Bessie también volvió a trabajar en correos. En casa desarrolló su talento para la pintura, el esmaltado y la jardinería.

«Mis padres me parecían personas cristalinamente emocionales y apasionadas», comenta Bernard, «pero mantenían sus sentimientos bajo un autocontrol tan férreo que me ha sorprendido mucho leer hoy estas sinceras declaraciones sobre sus volubles emociones durante la guerra, escritas hace tanto. El amor que sentían el uno por el otro era tan completo y constante que a mi hermano y a mí nos resultaba difícil siendo niños o adolescentes relacionarnos con cada uno de ellos por separado. Aun así, este temprano amor en la distancia fue, quizá, el amor que mejor les venía, porque les permitió encontrarse el uno al otro a través de su capacidad para escribir sobre lo que les era realmente importante en la vida, para imaginar un futuro feliz, con un hogar y con hijos».

Hablé con Bernard Barker en mayo de 2013, unas semanas después de que donase las cartas de su padre al Mass Observation Project de la Universidad de Sussex, de cuyo consejo de administración soy miembro. Las cartas formaban parte de un archivo mayor que incluía el trabajo periodístico de Chris Barker para varias revistas especializadas, fotografías y varios documentos relacionados con su familia que se remontaban a la década de 1890. Las cartas estaban bella y minuciosamente presentadas: el testamento de una vida vivida a través del papel. Muchos otros documentos de la vida de Chris Barker se habían perdido o quemado, incluida la mayoría de las cartas de Bessie, de las que solo han sobrevivido dieciséis. Bastaba, no obstante, para apreciar el florecimiento de una relación completa y duradera durante tiempos muy difíciles. Una batalla triunfal.

En la introducción escrita a los archivos de su padre, Bernard Barker comenta cómo «las cápsulas de vida giran a una dolorosa velocidad, acercándonos y alejándonos incluso de nuestros amigos y nuestros familiares más cercanos. Cogemos partes el uno del otro, fragmentos desvelados de un todo mayor, antes de pasar rápidamente a otro tiempo y lugar. Pensamos que son los años los que van pasando, pero al final acabamos perdiéndonos los unos a los otros».

La correspondencia entre los padres de Bernard Barker de la época de guerra acababa con estas líneas que Chris Barker escribía el 7 de junio de 1946 a su nueva esposa:

Amor mío, esta es mi última noche en el ejército. Mañana dormiré en el tren. El miércoles por la noche, cuando te acuestes, piensa en mí acercándome a toda velocidad por las vías, durmiendo por última vez lejos de ti. Y recuerda que cuando te despiertes por la mañana, será para oír mi voz y verme. Queridísima, cariño, mi único amor cierto, gracias por ser tanto para mí durante estos años. Ten por seguro que nuestro amor triunfará, por muchas dificultades que surjan más adelante. […] No podré nunca estar a la altura de lo que mereces, pero lo intentaré con todas mis fuerzas. […] Seremos compañeros, hombre y mujer, marido y esposa, amantes.

Como gran representante del miserabilismo, Philip Larkin fue muy certero con su famoso verso de «Una tumba para los Arundel», acertando tanto con Chris Barker y Bessie Moore como con usted y conmigo: lo que nos sobrevivirá es el amor. Las cartas cumplen y salvaguardan esta profecía. Sin cartas nos arriesgamos a perder la perspectiva de nuestra historia o al menos sus matices. El declive y el abandono de las cartas, peaje impuesto por el progreso, supondrán una inconmensurable derrota.

¿Cuándo llegará ese día memorable, esa última carta auténtica en el buzón? ¿El próximo miércoles? ¿Dentro de un año? ¿Dentro de cinco años? La última carta llegará en esta generación. Será personal, emocional, quizá incluso esté escrita a mano, pero, ante todo, será física, una prueba de la conexión humana. Habrá viajado a lo largo de un trayecto definible, quizá sin apartarse mucho del camino que habríamos recorrido nosotros mismos para entregarla personalmente. No sabremos que era la última hasta meses o años más tarde, cuando miremos atrás ponderando el pasado, como ocurre con la última cana o la última vez que se hace el amor.

¿Y qué podemos hacer para posponer ese terrible momento? Podríamos escribir más cartas, por difícil que parezca. Podríamos escribir cartas a algunas de las personas a las que ahora enviamos correos electrónicos, una transacción más larga y menos urgente, y que puede crear cierto nivel de alarma entre los destinatarios. La calidad sería probablemente mejor; el efecto físico, memorable; el placer, mayor. Podríamos firmar con prisa y correr para llegar antes de que salga el correo. Nuestros nietos y los historiadores quizá nos lo agradezcan. Y, por fin, llegaría el excepcional placer de recibir una carta de respuesta.

Por qué no apuntarse a un club de cartas. Hace poco estuve hablando con una mujer de Leeds que dirige uno de esos clubes, el cual funciona en varios pubs de la zona. Cuenta que recibe nuevos socios todas las semanas. Escriben a familiares y amigos con los que han perdido el contacto y a veces se escriben entre sí. Disfrutan del proceso de escribir y expresarse, pero también les gusta la camaradería, los mismos placeres que ofrecen un club de lectura o un taller de bordado. También está ese sitio web tan rosa, llamado MoreLoveLetters.com, desde el que una afectuosa banda (se han registrado más de diez mil personas) envía cartas de amor a desconocidos para alegrarles el día (las dejan en vestuarios, en el bolsillo del abrigo, entre las páginas de un libro sacado de la biblioteca). Quizá la principal finalidad sea que quienes escriben las cartas se sientan bien consigo mismos, pero no hacen ningún daño.

O podríamos suscribirnos a un servicio para recibir cartas. En abril de 2013 envié un correo electrónico al escritor y cineasta estadounidense Stephen Elliott para preguntarle por un proyecto que había puesto en marcha un año antes con el título Letters in the Mail [Cartas en el Correo]. Se trata de un proyecto en colaboración con el sitio web de cultura alternativa The Rumpus y contaba entonces con unos mil quinientos suscriptores, que pagaban cinco dólares al mes (en Estados Unidos, diez en otros países) por recibir una carta fotocopiada cada quince días. Las cartas suelen escribirlas escritores y artistas como Margaret Cho, Rick Moody o Aimee Bender, que escriben sobre lo que se les ocurre (su próxima novela, una relación fallida, sus madres), a mano o a máquina, algunas ilustradas. Los remitentes envían su carta a The Rumpus y The Rumpus las fotocopia mil quinientas veces y mete las fotocopias en otros tantos sobres. Suele incluirse una dirección a la que contestar y se invita a los destinatarios a hacerlo. El proyecto está pensado para quienes echan de menos las cartas auténticas, dado que lo más parecido a una carta de verdad que muchos recibimos hoy día son esas fotocopias. «Se me ocurrió porque escribía correos electrónicos a diario y, claro, un día empezamos a hablar sobre cartas», contó Elliott. «Echaba de menos escribir cartas. Ese día decidí poner en marcha Letters in the Mail. Lo anuncié al día siguiente.»

Algunas de las cartas son algo tímidas, pero otras resultan fantásticas, reveladoras, divertidas, llenas de noticias y de reflexiones que te dejan cavilando. Recibí una de una mujer llamada Alix Ohlin sobre el significado que las cartas tenían para ella, tanto las de su padre como unas que un acosador le consiguió enviar durante cierto tiempo a pesar de haberse mudado a cinco estados diferentes. Las cartas del acosador empezaban con historia y filosofía, pero después se perdían en la incoherencia. Él (supone que era un hombre) ya no le escribe y Ohlin sigue sin tener ni una pista sobre su identidad. Las cartas le resultaron más desconcertantes e irritantes que amenazadoras. Al principio pensó que serían de un tímido exnovio o admirador, pero al final concluyó que debía de ser alguien solitario y mal encarado. Le hizo pensar en Emily Dickinson: «Esta es mi carta para el Mundo / que no me escribió jamás».

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Cartas desde un loft: Deb Olin Unferth mantiene viva la tradición. ©Deb Olin Unferth.

También recibí una carta de una mujer llamada Melissa que escribía desde el muy hipster hotel Thunderbird, en Marfa, Texas. Melissa contemplaba a través de la ventana el cielo azul y las hierbas silvestres, escuchando el pitido de los trenes al pasar. Se suponía que estaba trabajando en un nuevo libro, pero se había pasado los últimos días disfrutando del sexo con su novia y se le estaba acabando el tiempo. Escribió que se había acordado de Sylvia Plath, de cómo quería «vivir y sentir todas las sombras, tonos y variaciones de la experiencia mental y física» que podía ofrecer la vida. «Y yo estoy terriblemente limitada.»

Otra carta que me gustó mucho fue la de una mujer llamada Deb Olin Unferth, que escribía desde Connecticut sobre su vida de escritora y profesora. «Voy a pasar el fin de semana en casa de mi pareja», explicaba.

Vive en un loft, una de esas construcciones democráticas con amplias ventanas, espacios diáfanos y sin puertas. En lugar de armario tiene un trastero con la ropa colgando del techo. Estoy aquí acurrucada porque todavía es de noche y él está dormido. La bomba de calor se encendió y me desperté con el ruido. Al emerger de las profundidades del sueño sentí una profunda y casi primitiva añoranza por los radiadores, como cuando se echa de menos el útero materno o los olores de la niñez.

No es que fuera nada transcendental, pero podía imaginarme el lugar, y su escritura tenía un tono atrayente (más tarde descubrí que Unferth era profesora de lengua en la universidad y escribía novelas y memorias). Sigo leyendo:

¡Oh, radiadores! Mi primer invierno en Nueva York y me sentía como en casa gracias a los radiadores, ¡los estrepitosos y excesivamente calurosos radiadores de la ciudad de Nueva York! Ya los conocía por mi infancia en Chicago, esos ruidosos y retumbantes radiadores de Chicago que tanto siseaban, con sus estruendos y sus fugas. Yo viví ese Chicago: manchas de sal, furgones, nieve negra medio derretida, lámparas de calor que nunca funcionaban en la estación Howard del tren elevado, plazas de aparcamiento que hay que excavar en la nieve y «conservar» colocando muebles viejos en la calle.

Gran parte de la carta trataba sobre un vídeo que le había dado su madre después de su graduación, al que emblemáticamente se refiere como La Película. La Película le había enseñado cosas sobre la autoestima y sobre la imagen que tenía de sí misma. También escribió fugazmente sobre la muerte de un hermano y un sobrino, sobre cómo es impartir clase en una prisión de máxima seguridad y sobre la soledad. Era una carta extrañamente personal y valiente, pensando sobre todo en que no conocía de nada a los destinatarios. El lector no podía estar nunca seguro de la veracidad de lo que se contaba. Pero yo confié en ella y una semana más tarde le contesté. Escribí sobre este libro, sobre cómo se pierden las cartas, conté algunas cosas sobre mi familia. Escribí la carta a lo largo de varios días y descubrí una profundidad que hasta entonces había descuidado en mis correos electrónicos: analizaba más las cosas, y establecía más conexiones entre los acontecimientos. Me intrigaban las posibilidades de esa nueva relación epistolar. Entonces hice algo de lo que me arrepentí enseguida. «Te busqué un poco en Google y ahora me gustaría no haberlo hecho», confesé.

No encontré nada que me resultara poco atractivo, en lo mínimo. Pero encontré cosas, punto. En realidad debería haber dejado que la correspondencia siguiese su curso natural. Las tentaciones y remordimientos de Internet. Así que si eres capaz de resistir la tentación y no buscarme en Google, te contaré algo que siempre le hace gracia a la gente: si no hubiera sido por los nazis, mi padre no se habría cambiado el apellido, que originalmente era Garfunkel. Con lo que yo me habría llamado Simon Garfunkel. Aunque en realidad probablemente no, porque habría ido corriendo a cambiármelo en cuanto cumpliese dieciocho. (Me falta valor para usarlo como tarjeta de presentación, como otros se han aferrado a nombres del tipo «Laurel Hardy» incluso apareciendo en la escena pública.)
Tengo cincuenta y dos años, así que soy lo suficientemente mayor como para haber vivido muchas relaciones románticas por correspondencia. Sí, tengo las cajas de zapatos. Conservo esas pruebas de inocencia, de la urgencia del deseo y del sentirse más listo que nadie. Recuerdo incluso una ligera sensación de previsibilidad y de aburrimiento cuando las cartas de mi primera novia seria empezaron a llegar casi a diario (sobres muy gruesos y hojas escritas con letra bonita y apresurada), contando probablemente cosas que habían pasado en el instituto (teníamos diecisiete o dieciocho años), la mayoría de las cuales ya me había contado la tarde anterior tomando café. A veces creo que incluso alcanzaba al cartero antes de la última recogida vespertina en su camino de vuelta a casa, en cuanto se despedía de mí. Es la mejor historia que tengo de esa época, sus preciosas cartas. Solía contestarle cada dos o tres días, y creo que con cada una de esas cartas que le escribí maduré un poco más.
Al igual que tú, sé lo que es perder a un familiar. Me escribías sobre tu hermano y el hijo de tu hermana. Mi hermano murió cuando yo tenía dieciocho años y él veintitrés. Mi madre falleció un año más tarde de cáncer de mama. Aún tengo las cartas de condolencias sin abrir, me resultaba demasiado duro leerlas entonces y sigue siéndolo ahora; seguro que todas empiezan diciendo lo difícil que resulta expresar lo que se siente con palabras. Evidentemente, quienes enviaron esas cartas lo intentaron, y todos seguimos intentándolo: la carta de condolencias será la última en caer, es el tipo de carta para la que aún sentimos que debemos buscar una hoja de papel decente y un sobre, y escribir como es debido.

Unas semanas después, Unferth me contestó. Y así hemos seguido, una nueva amistad por correo. No había ninguna otra forma: no teníamos el número de teléfono ni la dirección de correo electrónico del otro, yo no estoy en Facebook y los tuits habrían sido muy insustanciales. Le escribí explicándole que mi hijo mayor, Ben (que ahora tiene veinticinco años), me ha contado hace poco que conoció a una chica durante unas vacaciones en Lisboa. Querían seguir en contacto, así que decidieron escribirse. Ben se imaginó vagamente algún tipo de correspondencia epistolar a la antigua usanza, con sobres y sellos, pero, tal y como son las cosas ahora, lo dejaron estar y empezaron a escribirse por correo electrónico. El problema era que todo resultaba demasiado instantáneo. Él escribía, ella contestaba, y entonces él estaba obligado a responder, probablemente el mismo día. Pero no había nada importante que contar, así que todo se fue a pique casi tan rápidamente como había empezado.

Escribí a Unferth hablándole de los placeres del correo ordinario, y sobre el origen del término inglés snail mail (literalmente, «correo caracol»). Comprensiblemente hay quien supone que surgió a raíz de una comparación negativa con el correo electrónico, aunque también se le suponen orígenes más antiguos, al comparársele también con el correo por avión, en la década de 1940. Existe al menos una referencia anterior, que ya tiene casi un siglo, y además aparece en una carta. En 1916, una mujer austriaca llamada Christl Lang mantenía correspondencia periódica con su prometido, Leopold Wolf, que se encontraba en el frente sur entre Italia y el Imperio austrohúngaro. Pero en diciembre de ese año, sus cartas dejaron de llegar a su destino. «Me cuesta tanto esperar a que contestes a mis cartas», escribió ella. «¡Deberían llamarlo el Snail Mail (correo caracol) y no el Correo Militar!»[81]

Unferth me contó que no había sido, ni de lejos, la única persona en contestar a su carta:

De hecho, recibí muchísimas cartas de respuesta, muchas más de las que podía contestar. Algunos de los que contestaron estaban un poco tocados del ala, pero la mayoría eran cartas fascinantes, profundamente personales, hermosamente redactadas y acompañadas de regalos (libros, obras de arte, fotografías, marcapáginas). Recibí una carta que llegó en forma de paquete y que resultó ser una especie de carta gigante en un tapiz, que el remitente había escrito con un extraño bolígrafo de gran tamaño que había encontrado en una caja de cosas que su empresa le había enviado a casa tras despedirlo. Recibí algunas cartas que habían tardado en escribirse dos semanas, un poco cada día, así que era como leer un diario, y otras que contaban una historia y nada más. Y, extrañamente, los grupos de edad más representados parecían ser jóvenes de veintipocos años y hombres y mujeres de cincuenta o más. ¡Casi nadie en la treintena o cuarentena! Y entre los del grupo de mayor edad, casi todos estaban casados y con hijos, eran profesionales o artistas. Cartas realmente excelentes. Mi teoría sobre ese grupo es que esas son las personas que saben escribir cartas, que crecieron escribiendo cartas y lo echan en cierto modo de menos. Saben comunicarse con facilidad y elegancia, saben para qué se escribe una carta. El grupo más joven también escribía cartas excelentes, pero, bueno, ¿quién no está un poco desorientado con veintipocos años? Daba la sensación de que casi todos escribían porque se sentían un poco perdidos y buscaban algo de sabiduría o consejo en el adulto (¡ja, ja, como si los adultos tuviéramos idea de algo!).

Le contesté mencionando algunos ejemplos de mis cartas favoritas, tanto famosas como desconocidas. Le conté que siempre me había fascinado la carta que Elvis Presley le envió al presidente Nixon en 1970 pidiéndole una placa de la Agencia Federal Antidrogas. Presley ya tenía otras placas de policía, pero esperaba que esta le permitiera portar armas y drogas a cualquier país. Escribió la carta a mano durante un vuelo de Los Ángeles a Washington D. C. (está escrita en un papel con el membrete de American Airlines) y no existe mejor ejemplo del poder de persuasión de un personaje famoso. Elvis habla de la plaga de las drogas entre los jóvenes de Estados Unidos y de que desea ayudar en lo que pueda para acabar con ella. Termina con una postdata: «Creo que usted, Señor, también fue uno de los Diez Jóvenes Sobresalientes de América». (La carta funcionó: conoció a Nixon en la Casa Blanca y consiguió su placa. Pero no dejó de consumir, de hecho cada vez tomaba más drogas.)

Le expliqué también que soy un gran fan de las cartas de la escritora Jessica Mitford, al igual que de sus batallas con sus hermanas y de su implacable ataque contra los abusones dondequiera que los encontrara. No soy el único: en una reseña de un libro, J. K. Rowling desveló que ella también las adora y alababa su rebelde valentía, su audacia y su humor irreverente.[82] Rowling hacía hincapié en su artículo en cómo la correspondencia de Mitford daba mucha más información sobre su vida que su autobiografía, «como suele ocurrir con las cartas». Rebelión, valentía, audacia: no son atributos que solamos atribuir a un correo electrónico.

Pero quizá mi carta favorita sea la que cuelga en la pared junto a mi escritorio. En realidad sé muy poco sobre lo que dice realmente (y no es la carta original, sino una fotografía). Édouard Manet la escribió en 1879 para el coleccionista de arte Albert Hecht, y las palabras son mucho menos importantes que lo que aparece junto a ellas: dos pequeños dibujos a color de ciruelas y cerezas. Siempre he codiciado las cartas con ilustraciones. Edward Lear y Beatrix Potter enviaron unas excelentes cartas ilustradas con algunas de sus más famosas creaciones, mientras que otros artistas, como Magritte, aprovechaban para dibujar bocetos y viñetas que nunca se expondrían después (otra cosa que hemos perdido con el correo electrónico). Vi por primera vez la carta de Manet en la feria de arte de Frieze, en Londres, y durante un breve momento de excitación pensé que podría comprarla. Es pequeña, mide unos 25 × 15 cm, y estaba ricamente enmarcada. Pensé que podía gastar en ella parte del adelanto de este libro, aunque no sabía exactamente cuánto pedía la galería Stephen Ongpin. Pensé que serían quizá 5.000 u 8.000 libras, pero no estoy seguro de por qué se me ocurrió esa cifra. Pregunté por el precio. Pedían 180.000 libras (unos 218.000 euros).

En abril de 2013 Unferth me contó en una de sus cartas que se había casado con su novio, el que vivía en el loft, y que tenía noticias sobre Letters in the Mail.

¡Sigo recibiendo cartas de extraños! Ayer mismo recibí una de Australia. Ahora ya solo me llega un goteo (¿sabes qué? Deberías escribirles una carta también a ellos, a The Rumpus). Todas las personas a las que envié postales me han contestado. Un chico, que me había escrito una carta muy triste contándome que su vida no tenía sentido y sobre sentimientos suicidas y al que le envié una postal con una lista de cosas que hacer, me contestó y me envió una fotocopia de la postal y una lista de las cosas que estaba tratando de hacer de todas las que yo le había sugerido.

* * * *

Estoy escribiendo esto desde mi casita de Cornualles. La casa se llama The Old Post Office Garage («El garaje de la antigua oficina de correos») y está construida en el terreno en el que antiguamente se aparcaban las furgonetas de reparto de la oficina de correos de Saint Ives. Se reformó en torno al año 2000 y, cuando la compré, unos años más tarde, aún había, bajo las escaleras, una de esas grandes cestas de mimbre con las siglas GPO (General Post Office). En esa cesta se solían colocar las sacas, que contenían miles de cartas, y ahora guardo en ella las cosas de la playa, como tablas de bodyboard y aparejos de pesca, cosas que nunca utilizo, pero entre las que rebusca de vez en cuando alguno de mis hijos. Puede que a alguien le parezca simbólico.

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El puesto de fruta de Manet de 1879. Cortesía de Stephen Ongpin.

Esta mañana Tracey, la cartera, llamó al timbre para preguntarme si el Royal Mail podía instalar una especie de depósito de reparto, donde ella y sus colegas pudieran guardar las cartas a medio camino del reparto, para no tener que cargarlas todas durante todo el trayecto. Creo que cuando dijo «cartas» se refería también a los paquetes de Amazon, otras compras en Internet y correo basura. Tendrán que colocar una caja de acero gris junto a una de las paredes laterales, sobre una base de hormigón, a primera vista fácil de retirar. No me pagarán por ello, pero sí que me recompensarán en la medida que puedan con sellos, y yo disfrutaré de la cálida sensación de estar contribuyendo al buen funcionamiento del servicio postal local. Le he dicho que sí.

Es cierto que ahora parece existir una mayor conciencia sobre el valor de las cartas como elementos de instrucción y disfrute. Me alegra el altísimo número de visitas en línea que recibe el sitio web Letters of Note, así como el entusiasmo expresado por las recientemente publicadas recopilaciones de cartas de P. G. Wodehouse, Kurt Vonnegut o Benjamin Britten y por la correspondencia entre Paul Auster y J. M. Coetzee. Pero el futuro de las cartas parece sombrío. El sistema está cambiando: en 2013 se anunció la privatización del Royal Mail en Reino Unido y el Postal Service de Estados Unidos planea acabar con las entregas en sábado. Y quién sabe qué será de la comunicación, ahora que los jóvenes piensan que hasta el correo electrónico está anticuado y los tuits y la mensajería instantánea nos empujan a ser cada vez más concisos. Cuando, en un futuro no muy lejano, se publique un libro electrónico sobre correspondencia por correo electrónico, el libro tendrá el mismo aspecto que nuestra bandeja de entrada.

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«Ceci n’est pas un ballon à air chaud»: Magritte escribe a un amigo. Cortesía de ADAGP, París y DACS, Londres, 2013/coleccionista privado/Foto © Christie’s Images/The Bridgeman Art Library.

Hace poco, en una cena en casa de amigos, me senté frente a una joven librera que me contó que uno de sus libros favoritos era, como debí de haber imaginado, 84, Charing Cross Road, de Helene Hanff. También había visto la triste y melancólica película con Anthony Hopkins y Anne Bancroft, que le había gustado igualmente. El libro de Hanff es la obra sobre cartas que casi todas las personas que conozco parecen haber leído: el relato de una correspondencia real, durante la posguerra, entre una culta guionista de televisión neoyorquina (Hanff) y el personal de una librería de Londres, Marks & Co, situada en la dirección del título. La protagonista es una mujer soltera, optimista y generosa, deseosa siempre de adquirir ejemplares limpios, en buen estado y a buen precio de Platón, Austen, etcétera, y los libreros son eruditos, educados y se muestran encantados de satisfacer todos sus deseos lo mejor que puedan. Hanff entabla en particular una conmovedora relación con uno de los encargados, el que se ocupa de responder a sus pedidos, llamado Frank Doel, al que claramente agradan la franqueza y los hábitos de lectura de su nueva clienta. Leer ese libro ahora resulta aún más conmovedor: Marks & Co desapareció hace tiempo y la industria del libro pasa por otro de sus eternos altibajos. Me gusta pensar que mantengo la gran tradición del correo transatlántico por avión con mi nueva amiga por correspondencia de Connecticut, aunque sin el envío de ensayos de Hazzlit un poco manchados ni de jamón de racionamiento.

¿Cuál es el gran atractivo del libro? En parte, su brevedad y sencillez, así como su nostálgica elegía de un mundo perdido. 84, Charing Cross Road resulta atractivo porque trata sobre el amor: el amor por la lectura, el amor por la escritura, el amor por las divergencias de clase y de cultura en el que quizá fuera el último periodo (la década de 1950) en que las diferencias entre el Reino Unido y Estados Unidos fueran más allá de la grafía de palabras como colour (color en Estados Unidos). También es una aventura de amor presentada del modo en que solo pueden hacerlo las cartas, sutil y cerebralmente, poco a poco. El libro es un cortejo a la antigua y su lentitud engendra la consideración y la franqueza nacidas de la preocupación por el otro. La historia, por fin, consigue que los personajes nos importen también a nosotros, porque en esas cartas nos reconocemos.

* * * *

No hace mucho, mi editora se fijó en algo interesante mientras veía Pat el cartero con sus hijos. (Para los que no tienen hijos, hay que explicar que Pat el cartero es un clásico televisivo inglés, emitido desde principios de la década de 1980, una animación stop-motion de muñecos de fieltro en la que en realidad no sucede nada: mientras Pat el cartero y su gato Jess hagan el reparto diario, solventando pequeños entuertos y extendiendo el buen humor por su pueblo, estarán transmitiendo el buen humor por todos los pueblos y, por propagación kármica, por todo el mundo.) En las temporadas más recientes, el mundo de Pat se había actualizado ligeramente (ahora lleva teléfono móvil), pero casi todo sigue como antes, salvo por algún pequeño cambio en la famosa canción. Hace un tiempo, el Royal Mail decidió que no quería que se le siguiera asociando al cartero Pat, porque los dibujos ya no encajaban con su moderna imagen corporativa. De modo que el cartero favorito de todos los niños pilló el mensaje al vuelo y cambió la letra de la canción. En la nueva versión Pat ya no trae letters to your door («cartas a tu casa»), sino parcels to your door («paquetes a tu casa»). Y así caen los imperios.

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Así van las cosas: un concurso de belleza de buzones en Somerset. © Derek Harper.

El declive en las cartas personales se ha acelerado claramente durante la última década.[83] Pero ese declive no es nuevo: ya hemos visto que esa caída se ha observado con frecuencia en décadas anteriores. A mediados de la década de 1970, en una de sus cartas a Kingsley Amis, Philip Larkin, escribiendo desde la Universidad de Hull, cuya biblioteca dirigía, comenta lo maravilloso que le resulta recibir cartas. «Ahora no recibo muchas cartas, excepto las que amenazan con cortarme el gas o el teléfono o piden 5.000 libras antes del 1 de julio de 1976.» Lo que realmente deseaba recibir era una carta de alguno de los chambelanes de la reina en la que se le ofreciera hacerse responsable de la biblioteca de Windsor, puesto que incluía alojamiento dentro del recinto palaciego. Y aún mejor sería una carta que empezara diciendo: «Le escribo para informarle de que, conforme al testamento del fallecido señor Getty…».

En su introducción a Counting One’s Blessings [Contar las bendiciones], la recopilación de cartas de la Reina Madre, el editor William Shawcross observa que, en 1964, cuando Roger Fulford estaba editando la correspondencia entre la reina Victoria y su hija Victoria, oía dos frases repetidas una y otra vez: «Ya nadie escribe cartas» y «La redacción epistolar ha muerto».

Las cartas de la Reina Madre son sorprendentemente divertidas y ofrecen un recorrido único por los acontecimientos del siglo en las islas Británicas. Sus últimas cartas, incluida una a Ted Hughes, son vigorosas y enérgicas, aunque quizá las mejores sean sus notas de agradecimiento por los exóticos regalos hechos por diplomáticos extranjeros, que les podrían servir de ejemplo a los niños que tienen que agradecer un regalo de cumpleaños poco usual. La última carta del libro es una nota de agradecimiento al príncipe Carlos por un conjunto de mullidas toallas de baño, obsequio en su centésimo primer cumpleaños, en la que se deleita imaginando cómo las toallas envolverán («divinamente») su cuerpo y en la que reflexiona sobre el brillo del mar y el sol en Escocia. En una ocasión anterior le regalaron una espléndida caja de bombones. Podría haber bastado un sencillo «¡Deliciosos bombones!». Pero no: eran «tan excelsos que no había palabras para expresarlo» (quizá estuviera siendo sarcástica, aunque no sea este un rasgo reconocido de los Windsor.) La Reina Madre insiste en que nunca ha probado unos bombones como aquellos. «Lo extraordinario es que estén todos tan buenos». (No puedo quitarme de la cabeza su imagen comiendo bombones en la cama, echada al estilo de Barbara Cartland sobre cientos de cojines con volantes, exclamando: «¡Mmmm! ¡Caramelo! ¡Este está impresionante también!».)

Las cartas también representan un siglo de brillantes despedidas. Su primera carta, de febrero de 1909, dirigida a su padre, lord Strathmore, cuando tenía ocho años, menciona (con alguna falta de ortografía en inglés) un burro durante las vacaciones en Italia y termina con «Postdata - Simon Garfieldxx Oooooooooo». (Yo había supuesto que el hecho de representar gráficamente el abrazo con una «o» al final de las cartas era algo bastante reciente en inglés, pero parece que no; sí me consta que las «x» que se escriben como representación del beso nacieron en la Edad Media, cuando se dibujaba una cruz sobre los documentos en señal de fe y temor de Dios, la cual se besaba después.) Siete años después, en una carta enviada a su madre en mitad de la guerra contaba que esa mañana había hecho unos exámenes en Hackney (adonde había ido en autobús y tranvía, siete años antes de convertirse en duquesa). Isabel se despide con «oooooooxxxxxxxxx». Gradualmente, conforme aumentan sus responsabilidades y sus deberes epistolares, aparecen «Sinceramente suya» (a Churchill), «Con todo mi afecto» (al príncipe Pablo de Yugoslavia) o «Su sincera amiga» (a Eleanor Roosevelt). Pero la mejor despedida de todas (que según creo es hoy famosa y si no es así, debería serlo) llegó mediada la guerra, en febrero de 1941. Isabel estaba en el palacio de Buckingham, escribiéndole a su amiga Elizabeth Elphinstone, enfermera que acababa de perder a un hermano en el conflicto. La reina le hace llegar sus condolencias y reconoce que tiene tanto miedo de las bombas y los disparos como al principio de la guerra, y que su corazón sigue «martilleando» cuando los oye. Y entonces le dice adiós. Pero no es cualquier despedida sino esta:

Tinkety tonk, vieja fruta, y abajo con los nazis.
Tu siempre amante
Peter

No tengo ni idea a qué venía lo de Peter, pero puede que tomara el tinkerty tonk (con «r») del escritor humorístico P. G. Wodehouse.

Katherine Mansfield le escribió una vez a un amigo: «Esto no es una carta, son mis brazos rodeándote un momento». Quizá todas las cartas personales produzcan esa sensación al final. ¿Cómo despedir pues un libro sobre cartas? El sencillo «Atentamente» es un valor seguro, y «Hasta la vista» ha sobrevivido intacto durante siglos. Pero creo que en este caso prefiero el estilo de la Reina Madre.090.jpg

Tinkety tonk, viejas frutas, y abajo con los nazis. Ha sido un placer escribirles.

Agradecimientos

Las cartas de agradecimiento serán las últimas en desaparecer. Aquí está la mía. Estoy muy en deuda con quienes me han ayudado a explicar el auténtico e imperecedero valor de la correspondencia. En un ensayo no especializado como este, el autor depende necesariamente de la documentación y el estudio tanto para aportar contexto como para ofrecer información erudita. Quiero dar en ese sentido las gracias a todos los autores enumerados en la bibliografía, el lugar ideal para quien quiera seguir ilustrándose sobre este tema. Fueron también varios quienes compartieron en persona su amplia experiencia y capacidad de análisis: sin ellos, este libro se habría visto muy menoscabado. Además de a las personas que entrevisté o mencioné en el texto, querría expresar mi agradecimiento a Stephen Carling, Craig Taylor, Paul Tough, Lenka Clayton, Michael Crowe, Lucy Norkus, Simon Roberts, Richard Tomlinson, Suzanne Hodgart, Richard Ferraro, Emma Banner y Geoff Woad.

El notable relato epistolar de guerra que se entrevera con el texto principal es testimonio no solo del poder de la carta, sino de los rigores de la custodia atenta. Son responsables de lo primero Chris Barker y Bessie Moore, y Bernard Barker y Katy Edge de lo segundo. Estos no solo valoraron la colección de cartas en su justa medida (a saber, como una lectura enormemente amena), sino que las ordenaron y transcribieron para que cualquiera pudiese disfrutarlas. Yo no supe de ese trabajo hasta que estuvo terminado: no me habría sentido capaz de acometerlo por mí mismo. Las cartas que han leído deben considerarse apenas una muestra de la correspondencia completa. Quizá en un futuro cercano vea la luz para nuestro regocijo una versión completa. Los papeles de Chris Barker (cartas y muchos otros documentos) han encontrado su hogar ideal en el Mass Observation Archive de la Universidad de Sussex, donde han quedado al atento cuidado de Fiona Courage, Jessica Scantlebury y sus colegas.

Este libro, además, ha ganado enormemente con el inspirado trabajo de los tres principales conservadores de Canongate, Nick Davies, Anya Serota y Jenny Lord, a los que doy gracias por sus minuciosas sugerencias y creatividad editorial: ha sido un placer trabajar con tres personas tan talentosas y estimulantes. Natasha Hodgson ha demostrado ser una incansable asesora editorial gracias a su labor con autorizaciones y derechos sobre imágenes, y Vicki Rutherford me orientó en todo el proceso seguido por el manuscrito con enorme habilidad y sin esfuerzo aparente. También me gustaría dar las gracias a Jenny Todd por su amplitud de miras, a Anna Frame por su saber publicitario y a Rafaela Romaya por el hermoso diseño de cubierta, a Sian Gibson por sus conocimientos en el campo de las ventas y a Caroline Gorham y Laura Cole por la coordinación de la producción. Y, por fin, debo recordar a Jamie Byng, una fuerza de la naturaleza y un huracán irreprimible de literatura. Gracias por hacerme sentir en casa desde el primer segundo.

En Estados Unidos, Gotham se ha vuelto a revelar el compañero de viaje ideal al otro lado del Atlántico. En particular me gustaría dar las gracias a Bill Shinker, Jessica Sindler, Charlie Conrad, Lisa Johnson y Beth Parker.

De nuevo, mi trabajo se ha visto bendecido por la ingeniosa inventiva de James Alexander, de Jade Design. Por su lado, Seán Costello me ha salvado de más de una situación bochornosa gracias a su abrumador trabajo como corrector. Siempre he confiado en el personal y en los estantes de la Biblioteca de Londres, que, como siempre, me han sabido guiar al mejor material, aunque nunca como en este libro. Mi agente, Rosemary Scoular, de United Artists, se ha convertido en una verdadera amiga.

A mi mujer, Justine Kanter, la conocí en una época en la que los correos electrónicos y SMS románticos ya habían desbancado a las cartas. Este libro es un intento de revertir ese proceso.

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Cortesía de The British Postal Museum and Archive, Londres, Reino Unido. [Alguien, en algún lugar, espera una carta TUYA. UN PAR DE LÍNEAS LO CAMBIAN TODO.]

Bibliografía selecta

Créditos

Aunque se han hecho todos los esfuerzos necesarios para contactar con los titulares de los derechos sobre las ilustraciones, el autor y la editorial agradecerían cualquier información sobre los mismos en los casos en que no haya sido posible dicho contacto. Expresamos asimismo nuestra disposición a hacer cualquier enmienda necesaria en futuras ediciones.


Notas al pie de página:
[1] Es difícil no hablar del característico método postal de Wilde sin mencionar la exaltada carta que jamás pudo enviar. De Profundis, escrita en veinte hojas de papel desde la cárcel de Reading, los meses previos a su liberación, en mayo de 1897, es un estudio sobre la tristeza, la belleza y el espacio en el que viven los marginados. Comienza con un lamento quejumbroso [Trad. de María Luisa Balseiro para Siruela]: «Querido Bosie: Después de larga e infructuosa espera, he decidido escribirte yo, tanto por ti como por mí, pues no me gustaría pensar que he pasado dos largos años de prisión sin recibir de ti ni una sola línea […]».
El resto de la carta es el relato ufano de la vida de un esteta: su búsqueda de lo exquisito en todas las cosas, sus extravagancias, sus aventuradas pasiones hacia lord Alfred Douglas. Y también la descripción de las consolaciones artísticas de una vida consagrada a Cristo. Incapaz de enviar la carta desde la cárcel, se la entregó a su amigo Robbie Ross al ser puesto en libertad, con instrucciones de que fuera mecanografiada dos veces, proceso en el cual algunos pasajes se perdieron o fueron mal transcritos. El manuscrito original se conserva en el Museo Británico, cuyo visitante puede maravillarse con las suculentas honduras de su lenguaje y la certidumbre tranquila de sus convicciones.
«Yo era un hombre que estaba en relaciones simbólicas con el arte y la cultura de mi época», escribe Wilde. «No hay un solo hombre desdichado de los que están conmigo en este desdichado lugar que no esté en relaciones simbólicas con el secreto mismo de la vida. Porque el secreto de la vida es el sufrimiento. Eso es lo que se oculta detrás de todo. Cuando empezamos a vivir, lo dulce es tan dulce para nosotros, y lo amargo es tan amargo, que inevitablemente dirigimos todos nuestros deseos al placer, y aspiramos no ya a “alimentarnos de miel un mes o dos”, sino a no probar otro alimento en todos nuestros años, ignorantes de que mientras tanto podemos estar realmente matando de hambre al alma.»
[2] Matrimonio australiano famoso por sus dotes telepáticas.
[3] Octavio era un notorio importador y exportador. Se cree que los tendones que menciona desempeñaron un importante papel en la construcción de catapultas. El término «hermano» debe entenderse aquí como «camarada».
[4] Según el DRAE, «conjunto de caballerías que se apostaban en los caminos a distancia de dos o tres leguas, para que los tiros, los correos, etcétera, pudiesen ser renovados» (N. del T.).
[5] Véase el capítulo 14.
[6] Se cree que tanto Solemne como Paris fueron esclavos en la cohorte de bátavos, una de las dos principales unidades destacadas en Vindolanda entre los años 85 y 130. La otra cohorte la integraban tungros.
[7] La cantidad de interrogantes en este pasaje da una idea de los dilemas del traductor. La palabra «traductor» no es del todo adecuada, pues en estos textos ha trabajado una legión de historiadores, paleógrafos y lingüistas a lo largo de las últimas décadas, a fin de analizar la mínima curvatura de caracteres apenas visibles, comparando nombres y topónimos irreconocibles y proponiendo combinaciones físicas y textuales: todo un Everest de la lexicología. Plantea también problemas la interpretación del contexto más amplio, tarea equiparable a tratar de reconstruir un bosque a partir de unas cuantas ramitas esparcidas por el suelo. Todo ello gracias al trabajo de especialistas por el que el moderno inexperto solo puede mostrar una entusiasta gratitud.
[8] Si la carta era urgente, el papiro doblado y sellado se marcaba en ocasiones de la siguiente forma: «A Antógono, ya».
[9] «Si estás bien, estupendo. Yo estoy bien.»
[10] «Caesar’s Body Shook», London Review of Books, 22 de septiembre de 2011.
[11] Son las que se han conservado; probablemente escribiera más. Las cartas de Séneca son más largas de lo habitual, abarcando desde las 149 a las 4.134 palabras, con una media de 955, a saber, diez hojas de papiro cosidas formando un rollo. Algunos filólogos —que disponían del tiempo necesario— han calculado que una hoja de papiro de unos veintitrés por veintiocho centímetros contiene una media de 87 palabras y que las cartas raramente exceden las 200 palabras. Las de Cicerón van desde las 22 a las 2.530 palabras, con una media de 295.
[12] Los académicos han debatido si el destinatario sin nombre al que Abelardo envía su confesión no sería inventado, un mecanismo para fijar la atención y sembrar alguna simpatía. También se ha sugerido que toda la correspondencia entre los amantes fue invención de ambos, o quizá de otro escritor posterior. La autenticidad de las cartas, al menos de las primeras, está ampliamente aceptada.
[13] Las falsificaciones de cartas eran ya conocidas en esa época, siendo la más popular una enviada supuestamente por el mítico Preste Juan en 1165, en la que se presentaba como rey y detallaba fantásticas criaturas del Asia central. Los motivos de una posible falsificación de la correspondencia entre Abelardo y Eloísa siguen sin estar claros, más allá del mero divertimento o del deseo de volver a arrojar luz sobre la hipocresía y el escándalo en el seno de la Iglesia.
[14] Mews y su colega, Neville Chiavaroli, como hizo Ewald Könsgen, llaman a los amantes «hombre» y «mujer», en lugar de usar sus nombres.
[15] Escribió, por ejemplo, que dominaba el arte de la elocuencia «con genio exaltado y estilo solemne».
[16] Las cartas de Aristóteles a las que Demetrio se refiere no han llegado a nuestros días. El consejo de que «se debe escribir como se habla» ha pasado a formar parte de la doctrina clásica y fue seguido por Jane Austen, entre otros muchos. Volveremos a ello en capítulos posteriores.
[17] Citado por Alain Boureau, «The Letter-Writing Norm, a Medieval Invention», en Correspondence: Models of Letter-Writing from the Middle Ages to the Nineteenth Century, de Roger Chartier, Alain Boureau y Cécile Dauphin, traducido al inglés por Christopher Woodall, Polity Press, 1997.
[18] El título deriva quizá de The Image of Idleness [La imagen de la ociosidad] (1555), correspondencia ficticia entre un soltero y un casado, obra de Olyver Oldwanton (apellido que podría traducirse literalmente por «viejo libertino») y dedicado a la señora Lust («lujuria»).
[19] Citado en The Art of Letter Writing: An Essay on the Handbooks Published in England During the Sixteenth and Seventeenth Centuries, de Jean Robertson, University Press of Liverpool, 1942.
[20] Chris Barker vivía en Tottenham y Bessie Moore en Blackheath, en el extrarradio londinense.
[21] Unos meses más tarde, Margarita de Anjou, esposa de Enrique VI, encabezó la invasión del condado de Northumberland por parte de los Lancaster.
[22] El sistema de mensajeros no dejó de competir con el monopolio estatal. En 1637, justo después de que el jefe de correos de entonces, Thomas Witherings, y el secretario de Estado, John Coke, fijaran el reglamento de oficinas y rutas postales, John Taylor publicó The Carriers Cosmographie, un compendio que incluía cientos de rutas y horarios no oficiales.
[23] La obra Vortigern y Rowena suscitó tal expectación que incluso llegó a representarse en Drury Lane. No es que estuviera mucho tiempo en cartel (como ocurre en Los productores, la obra parecía destinada a cancelarse antes de llegar a la página cuatro), pero la representación se alargó a trancas y barrancas. Al final, no pasó de la noche del estreno y los actores abandonaron el escenario entre la carcajada del público.Hoy día, un somero estudio forense de la tinta habría bastado para mandar la supuesta obra a la papelera antes de que llegase a las tablas. A diferencia de las tintas usadas a finales del siglo xviii, elaboradas con tinta de calamar, hollín y aguarrás, las empleadas en tiempos de Shakespeare se obtenían de las agallas provocadas por la avispa cinípida en el roble. Estas se empapaban en vino tinto, se mezclaban con sulfato de hierro y goma arábiga y luego se secaban al sol. El instrumento de escritura más extendido era la pluma de ganso. Una vez escrito el texto, la tinta se secaba espolvoreando el pergamino o papel con arena secante, un fino polvo hecho con piedra pómez o sal. Se decía entonces en inglés que la carta estaba done and dusted («terminada y espolvoreada»).
[24]Casablanca se había estrenado en Londres el año anterior.
[25] En una carta dirigida a su hija en septiembre de 1680 imploraba: «Habla […] pues de tus máquinas, de las máquinas que aman, de las máquinas que eligen a alguien, de las máquinas que sienten celos, de las que temen. Y no lo dejes: te estás riendo de nosotros. Descartes nunca debería habernos hecho creer esto».
[26] Es comprensible pues que el humor de Madame de Sévigné dependiera en gran medida del buen funcionamiento del servicio postal. Ocasionalmente se quejaba de la tardanza de las cartas, en especial de las procedentes de Italia. Pero también era capaz de hacer elogios y, dado que no destacaba por ello, cuando lo hace resulta memorable. En otros lugares de Francia (e Inglaterra) los usuarios de los servicios postales no hacían más que quejarse. «No puedo sino imaginar las habilidades de esos caballeros —los postillones— que dedican la vida a correr de un lado para otro transportando nuestro correo», escribió a su hija en junio de 1671. «No hay día de la semana ni hora del día que no recorran los caminos. ¡Qué personas tan maravillosas! ¡Qué maravilloso invento es el servicio postal!»
[27] La adopción de ese calendario suponía la desaparición de once días al respecto del calendario juliano, reducía la duración del año en diez minutos y cuarenta y ocho segundos e introducía el nuevo sistema de años bisiestos.
[28] La cifra, como todas las citadas, incluye la prima del comprador.
[29] «Si el que toca el tambor es un tamborilero / ¿el que hace una fuente es un fontanero? / Si al hombre jovial que te vende un sombrero / podríamos llamarlo jovial sombrerero, / ¿por qué razón no vende cuerda el cordero?».
[30] «Nos preocupa de la mañana que se enfríe el café, / nos preocupa el cartero y abrir el periódico. / Nos preocupa ponernos las botas y coger el tren, / y tienes que ponerte el sombrero y partir otra vez. / Me maravilla que aguante vivir con tal tensión constante… / Ahora llega el horrible ¡vaya! para despedir esta carta, / una palabra antes de acabar, querida, espero que estés mejor, hecha un toro.»
[31] Se trata del precio más alto jamás pagado por una carta de Napoleón, muy lejano no obstante del récord alcanzado por una carta en subasta. Este honor corresponde a una misiva escrita por George Washington en 1787 a su sobrino Bushrod Washington, por la que se pagaron 3.218.500 dólares estadounidenses en diciembre de 2009, en Christie’s, en Nueva York. En ella, Washington insta a la ratificación de la recién adoptada constitución.
[32] La ley pretendía introducir una reducción en el impuesto sobre bienes inmuebles para la nobleza y terratenientes y el incremento en el impuesto sobre la sal. Dio al traste con ella la oposición tanto popular como parlamentaria.
[33] Se trata de una carta de Einstein a Roosevelt, fechada en agosto de 1939, en la que el científico afirma sospechar que el uranio podría muy pronto convertirse en una «nueva e importante» fuente de energía.
[34] La madre de George y Edward (cuñada de Jane Austen) acababa de morir y Jane estaba cuidando de los niños. En este contexto, las observaciones que esta hace sobre sus formas de ser y los juegos con que se entretenían resultan conmovedoras.
[35] Fielding también escribió The Letter Writers [Los escritores de cartas], farsa al estilo Whitehall en la que dos infelices tratan de proteger sus matrimonios en tenguerengue mediante una trama en la que las cartas juegan cierto papel, ocultas en armarios o protagonizando bufonadas diversas. Además de novelas, Samuel Richardson escribió un influyente manual de redacción epistolar titulado Familiar Letters [Cartas de familia], en el que combinaba gramática y orientación moral. Richardson creía firmemente que las cartas eran vehículo de comunicación y también educativo, y la mayor parte de sus plantillas epistolares contienen algún mensaje, por ejemplo: «A un padre, para persuadirlo de que no obligue a un joven de capacidad limitada a ejercer una profesión que exija habilidades más amplias».
[36] El género no ha muerto, en cualquier caso. Aunque la novela epistolar ha perdido favores por la poca fiabilidad de sus narradores y su limitada perspectiva, la carta y el servicio postal han sido protagonistas estrella en incontables novelas contemporáneas. La lista incluiría Herzog, de Saul Bellow, El mensajero, de L. P. Hartley, La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon, El color púrpura, de Alice Walker, Posesión, de A. S. Byatt, Cartas en el asunto, de Terry Pratchett o El curioso incidente del perro a medianoche, de Mark Haddon. Una carta significa en todos los casos «información nueva; cosas que van a cambiar». El correo electrónico no tiene ese mismo efecto narrativo, pues rara vez se los descubre en desvanes, bajo el entarimado del suelo o entre las pertenencias de un difunto. Actualmente, los correos electrónicos tienen en la ficción el mismo papel en tanto que textos, alertando a menudo al lector de alguna infidelidad.
[37] Fragmento de una extensa carta sobre el trabajo, en la que Carlyle también habla sobre Goethe y toca temas de salud, y al pie de la cual se pregunta: «¿Has tenido que pagar doble timbre por mi locuacidad?».
[38] Del mismo modo, más tarde la gente se ahorraría mucho en teléfono: se establecía un código a base de timbrazos, por ejemplo, se dejaba sonar el teléfono dos veces y se colgaba para dar a entender que todo estaba bien.
[39] El nacimiento del sello de penique se trata en detalle en The Error World, de Simon Garfield (Faber, 2008), del que se han extraído estas citas.
[40] Quiero expresar mi agradecimiento por esta historia epistolar a Richard D. Brown, quien la relata en su obra Knowledge Is Power: The Diffusion of Information in Early America 1700-1865, Oxford University Press, 1989.
[41] El grueso de las cartas que han sobrevivido de la Norteamérica colonial traiciona, y mucho, sus raíces británicas. La mayoría presentan un tono respetable, aburrido y temeroso de Dios, y el lector agradece los fogonazos ocasionales de desesperación o emotividad. Recién asentado en la bahía de Massachusetts en 1631, un hombre llamado John Pond escribe a su padre, William Pond, al otro lado del charco: «Os ruego, padre, me enviéis cuatro o cinco yardas de tela para cosernos algo de ropa. Y, amado padre, aunque esté lejos de vos, sigo rezando por que me recordéis como vuestro hijo. No sé por cuánto tiempo subsistiremos, pues aquí no se sobrevive sin las provisiones que llegan de la vieja Inglaterra». Nueva Inglaterra confiaba en lo viejo, al parecer, también en materia postal. Citado en Epistolary Practices: Letter Writing in America Before Telecommunications, de William Merrill Decker, University of Carolina Press, 1998.
[42] Véase The Postal Age: The Emergence of Modern Communications in Nineteenth-Century America de David M. Henkin, University of Chicago Press, 2006.
[43] Osgood era sin lugar a dudas un hombre inteligente y generoso. Dejó su casa de Manhattan para que el presidente Washington se alojase en ella cuando la sede del gobierno se hallaba aún en Nueva York. Esa mansión, antaño residencia oficial del presidente de Estados Unidos, es hoy una atracción turística tan popular como inesperada de la Gran Manzana.
[44] Es muy probable que se encontrara muy cerca de él, probablemente en Boston. Cuando respondió, Hawthorne perdió la cabeza. «Mi muy queridísima, […] he plegado tu carta y la guardo junto al corazón y cada tanto me manda un escalofrío, pues la has empapado con tu amor. Es como si apoyases la cabeza contra mi pecho.»
[45] Los barcos de vapor, los canales y la llegada del (relativamente caro) servicio de telégrafo en 1844 también fueron factores importantes. La entrega a domicilio de correspondencia todavía tardaría en llegar, pues durante la mayor parte de la segunda mitad de siglo la gente siguió recogiendo el correo en los despachos postales.
[46] El término inglés, going postal («volverse postal», literalmente), se popularizó a raíz de que varios carteros, enloquecidos por la monotonía e inexorabilidad de su tarea, protagonizaran tiroteos en la década de 1980. Entregar cartas o, como en el caso de Bartleby, no hacerlo, es un trabajo que rara vez resulta gratificante: por muy eficaz que uno sea, la pila de cartas nunca disminuye (maldición que hoy día vivimos ante la bandeja de entrada del correo electrónico).
[47] No siempre había sido así: el jefe de correos prohibió en la década de 1830 que se enviasen por correo panfletos abolicionistas y Abraham Lincoln, por su lado, había pedido durante la guerra civil que se revisara el correo. Como en Inglaterra, el correo fue campo de batalla de la inteligencia y el espionaje.
[48] Véase John Tingey, The Englishman Who Posted Himself and Other Curious Objects, Princeton University Press, 2010.
[49] Imagino que H. D. Sedgwick habría estado orgulloso de su descendiente lejano, Edie Sedgwick, el protegido de Warhol, que escribía ocasionalmente. La más famosa de sus cartas estaba dirigida a Warhol, después de que fuese tiroteado: «Estoy rezando por ti. […] No sabes el bien que hace, pero sí sabrás que me preocupo, y que me preocupo muchísimo».
[50] En Laura Rotunno, «The Long History of “In Short”: Mr Micawber, Letter-Writers, and Literary Men», en Victorian Literature and Culture, Cambridge University Press, 2005.
[51]All The Year Round fue fundada por Charles Dickens en 1859. Tras su muerte, en 1870, tomó el relevo en la dirección su hijo, Charles Dickens, Jr. No hay duda de que al propio Dickens le interesaba mucho el desarrollo del arte de la escritura de cartas, sobre el que habló en sus novelas. Los estilos epistolares de Micawber en David Copperfield y de Alfred Jingle en Los papeles póstumos del Club Pickwick eran característicos y el autor se regodeaba claramente en ellos. «¡Creo que cuando sueña lo hace en forma de carta!», dice Betsey Trotwood de Micawber, quien se consideraba un amante de la correspondencia escrita y se hacía querer por los lectores con su muletilla «en resumidas cuentas» [in short], que siempre presagiaba una agotadora perorata.
Dickens era un gran simpatizante del nuevo timbre a un penique y un año después de su introducción escribió a Basil Hall, escritor y oficial de marina, al estilo desasosegado de Alfred Jingle (firmando con seudónimo):
Mi querido Hall:
El correo se va – necesario condensar sentimientos – Recibido el busto – Parecido extraordinario – reconocible al instante aun encontrándolo en la cumbre de la Gran Pirámide – La anécdota sobre el escocés que cuentas enormemente impactante y perturbadora – he soñado con ello – Los niños bien – La mujer ídem – Los tuyos también, espero – Bocetos de puertos, una de esas ideas que más prometedoras se hacen cuanto más se ponderan – Me alegro de estar seguro – Afectuosamente (aunque ahora a toda prisa)
Boz
[52] Al revés, esquina superior derecha: «No escribas más». Al revés, junto al apellido: «Estoy comprometida». Centrado, en el borde derecho: «Responde de inmediato». En ángulo recto, esquina superior izquierda: «Te odio».
[53] Ese tradicional código a base de sellos se usa hoy en situaciones en el que el correo está expuesto a censura externa, como en el ejército o en las cárceles.
[54] Virginia dirigió la carta a «James» y firmó como «Eleanor Hadyng». Era una lúdica costumbre que mantenían desde la infancia.
[55]Orlando, la novela de Virginia Woolf, fue descrita por Nigel Nicolson, el hijo de Sackville-West, quien editó las cartas de Woolf, como «la carta de amor más extensa y encantadora de la historia de la literatura».
[56] No estoy seguro por qué en inglés usamos «nota de suicidio» (suicide note) en lugar de «carta de suicidio» (suicide letter). Quizá tenga que ver con la brevedad que se le supone, aunque muchas veces no son textos breves. Una de las dos cartas que Virginia dejó para Leonard, escrita quizá diez días antes de su muerte, decía lo siguiente (versión resumida): «Amor, estoy convencida de que me estoy volviendo loca otra vez: siento que no podemos pasar de nuevo por un infierno como ese. Esta vez no me voy a recuperar. Empiezo a oír voces y me es imposible concentrarme. Voy a hacer lo que creo que debo hacer. Me has dado la mayor de las felicidades posibles. Has sido en todos los aspectos todo lo que alguien podría ser para mí. No creo que haya existido una pareja más feliz que nosotros, hasta que irrumpió esta terrible enfermedad. [...] Si alguien me hubiera podido salvar, ese habrías sido tú. […]».
[57] Su última novela, Entre actos.
[58] Madame de Sévigné era la heroína epistolar de Woolf, si no su inspiración. En La muerte de la polilla y otros escritos, publicado póstumamente en 1942, escribía: «Esta gran dama, escritora de cartas robusta y fértil, probablemente se habría convertido en nuestros tiempos en una gran novelista y ocupa quizá tanto espacio en la conciencia de los lectores actuales como cualquier otra figura de su época».
[59] Al final de su vida, Virginia se escribía con frecuencia con Ethel Smyth, compositora y sufragista prominente que se encaprichó con ella, aunque queda claro que Woolf la consideraba algo insufrible (en una carta la llama «catástrofe»).
[60] En la introducción de Leave The Letters Till We’re Dead: The Letters of Virginia Woolf, vol. VI, editado por Nigel Nicolson. Nicholson, hijo de Harold Nicholson y Vita Sackville-West, dijo de Woolf: «Una carta podía ser el vaso de vino que regaba su alegría o el sumidero de sus desesperanzas».
[61] Cuando hablamos, Glenn Horowitz estaba negociando con Gerd Stern la compra de su archivo. Se cree no obstante que la carta efectivamente se cayó por la borda, así que no formará parte del mismo.
[62] La carta también está fechada en mayo de 1960.
[63] Aunque podría argumentarse que es la carta a Celene, escrita en un bar tres años después, la que verdaderamente prefigura cómo terminarían las cosas.
[64] El error en la cita quizá no fuera completamente accidental. Pocos días antes de su muerte, The Times había publicado un hostil editorial titulado «El eclipse de la intelectualidad», en el que condenaba los «esotéricos juegos de salón» y la inefectividad de los intelectuales durante la guerra, dirigiendo sus dardos específicamente al grupo de Bloomsbury; las respuestas al editorial firmadas por Kenneth Clark y otros compararon esa crítica con la quema de libros por los nazis en 1933. Trata en detalle esa controversia la obra Afterwords: Letters on the Death of Virginia Woolf, editada por Sybil Oldfield.
[65] El hijo de John Farrelly Jr., George, tuvo la amabilidad de darme a conocer la siguiente historia: «Mi padre escribió una carta a Virginia Woolf unos años antes de la que mandó a Leonard. Tendría unos dieciocho años. Uno de sus hermanos me contó que no estaba seguro de si enviarla o no. Al final decidió no hacerlo y la tiró por la ventanilla del coche familiar durante un trayecto al centro de San Luis desde su casa de campo. Alguien debió de encontrarla y echarla al correo, porque al final llegó a Virginia Woolf (quien según creo le contestó)».
[66] Leigh Hunt, el escritor y poeta inglés, amigo íntimo de Keats.
[67] La recopilación más accesible es Selected Letters of John Keats, edición de Grant F. Scott, Harvard, 2002.
[68] Popularísima novela epistolar de Jean-Jacques Rousseau de 1761, Julia o la nueva Eloísa, documentaba la correspondencia entre dos amantes y aludía directamente a las cartas de Abelardo y Eloísa.
[69] La pareja eligió Italia por la misma razón que Keats: ella tenía una enfermedad pulmonar, probablemente tuberculosis, y buscaba el aire cálido de Florencia y Roma.
[70] El día de San Valentín de 2012 se publicaron por primera vez en línea las cartas de amor entre Browning y Barrett, gracias a la colaboración entre Wellesley College y la Universidad Baylor.
[71] Lo cual no significa que no continuaran escribiendo a otras personas (sobre cuestiones literarias, la guerra de Crimea o la Gran Exposición, en Crystal Palace).
[72] Las cartas de Miller a Lawrence Durrell, al poeta James Laughlin y al pintor Emil Schnellock merecen también ser leídas y trazan (como las cartas de Nin) un arco desde la agudeza de la joven iconoclasia europea hasta una eventual aceptación del mundo (escribe menos, pinta más y, solo al final de su mediana edad, encuentra los placeres de la solidez y lo doméstico: «Cuando te rindes, el problema desaparece»).
[73] Esta carta, junto con otras dirigidas a Aurelia Plath, se conserva en la Biblioteca Lilly de la Universidad de Indiana, Bloomington, Estados Unidos.
[74] Algunas cartas no llegarán nunca a la recopilación definitiva: hace poco pregunté a Al Álvarez si Plath le había escrito alguna vez sobre su situación en los últimos tiempos. «Oh, sí», me dijo. ¿Y bien? «Quemé todas las cartas después de su muerte, por respeto.» ¿Se arrepentía de haberlo hecho? «Hostias, sí.»
[75] Aunque solo han sobrevivido unas cuantas cartas de Bessie, queda claro por las respuestas de Chris Barker que solo unas pocas se perdieron camino a su destino. Sabemos que casi todas sus cartas, además, regresaron a Inglaterra, todo un logro para los tiempos de guerra. El servicio de correos británico comenzó a prepararse para la guerra en 1937 fortaleciendo las oficinas postales regionales al prever el bombardeo de Londres. Cuando estalló la guerra, se puso mucho cuidado en crear un Servicio Postal del Ejército, pues se consideraba fundamental para la moral de la tropa que los soldados pudieran enviar y recibir cartas.
Internamente, el volumen de correo enviado y recibido se mantuvo. La mayor reducción se dio en las apuestas deportivas de fútbol, tras la suspensión de la liga profesional. Se calcula que un 7 por ciento del correo enviado en esa época fueron quinielas. Los problemas específicos del correo a ultramar (uno de ellos fue el cierre de las líneas marítimas y la imposibilidad de enviar correo a través de Italia) golpeó especialmente a las tropas destacadas en el norte de África. Los barcos debían rodear todo el continente, por el cabo de Buena Esperanza, hasta Egipto. Las cartas podían tardar hasta dos meses. Chris y Bessie idearon un sistema de numeración para que quedase claro a qué carta estaban contestando cada vez. También se transportaba cierta cantidad de correo en aviones de carga (al exorbitante precio de un chelín y tres peniques por media onza de peso, es decir, quince gramos). Bessie no se podía permitir ese lujo, pero sí que usó un servicio de aerograma especial, llamado en inglés airgraph, introducido en 1941. Se escribía el texto en una hoja especial que en la oficina de correos se convertía en microfilm, este se enviaba por avión y en la estafeta de destino se invertía el proceso, entregándose el texto sobre papel al destinatario. Hasta el final de la guerra se enviaron así más de 135 millones de cartas.
[76] En otro ejemplo inspirado por la ciencia ficción (en esa época costaba ver estas cosas de forma no futurista), Licklider hablaba en 1962 de una red «galáctica», concepto del que ahora nos apropiamos para hablar simplemente de «la Nube». Acertó en otra cosa más: la idea de una biblioteca universal y compartida que albergase todo el conocimiento del mundo. Era la primera vez que se pensaba que algo así fuera viable en más de dos milenios.
[77] Tomlinson también dio con la forma de entregar un mensaje sin que el receptor estuviera conectado. En las entrevistas señala que este logro fue una búsqueda personal, que llevó a cabo «fuera del horario de trabajo», en momentos en los que debería haber estado concentrándose en otra cosa.
[78] En 2013 las respuestas por correo electrónico había aumentado hasta el 45 por ciento.

[79] Se desconoce el origen exacto de ese anagrama, pero la sabiduría popular lo atribuye a los soldados estadounidenses de la Segunda Guerra Mundial. Existen otras variantes:

NORWICH: Nickers Off Ready When I Come Home («Bragas fuera en cuanto llegue a casa»).

ITALY [Italia]: I Trust And Love You («Confío en ti y te quiero»).

FRANCE [Francia]: Friendship Remains And Never Can End («La amistad perdura y no podrá acabar nunca»).

BURMA [Birmania]: Be Undressed Ready My Angel («Estate desnudo/a y listo/a, ángel mío»).

MALAYA [Malasia]: My Ardent Lips Await Your Arrival («Mis ardientes labios esperan tu llegada»).

CHINA: Come Home I’m Naked Already («Vuelve a casa, ya estoy desnudo/a»).
[80] Cartas que en el mundo anglosajón se envían a varios conocidos contando lo mismo, a modo de puesta al día sobre acontecimientos del año [N. del T.].
[81] Quiero agradecer esta cita al ensayo de Christa Hammerle «You Let a Weeping Woman Call You Home?» en Epistolary Selves, edición de Rebecca Early, Ashgate, Aldershot, 1999.
[82]Decca: The Letters of Jessica Mitford, edición de Peter Y. Sussman, Weidenfeld & Nicolson, 2006. La reseña de J. K. Rowling apareció en TheSunday Telegraph.
[83] No existen cifras precisas, sería imposible calcular el tráfico comercial de cartas personales (diferenciándolo del correo comercial o de otros tipos). El hecho de que la dirección esté manuscrita podría ser un criterio diferenciador, pero los servicios postales nacionales no registran ese tipo de datos de manera automática. El Royal Mail, sin embargo, sí que tiene un registro del número de cartas con direcciones personales enviadas anualmente, considerando que una carta es todo aquello que no sea un paquete (la cifra incluye, por tanto, el correo comercial). Las cifras se han incrementado desde 1980-81, pasando de 9.960 millones ese año a 12.530 millones en 1986-87 y 16.360 millones en 1992-93. Se tocó techo en 2004-05 con 20.190 millones, tras lo cual llegó el declive. La cifra bajó a 18.040 millones en 2008-09 y a 16.640 millones en 2009-10. En 2011-12 llegaba a 15.140 millones. El resultado preliminar del año finalizado el 31 de marzo de 2013 fue de 13.860 millones.

Notas al fin del libro:
[i]Traducción: AVISO PÚBLICO. Entrega rápida de cartas. OFICINA POSTAL GENERAL, mayo de 1849. El Jefe de la Oficina Postal desea llamar la atención sobre la mayor rapidez de entrega que con toda seguridad deparará la adopción generalizada de los buzones instalados en las puertas, o rendijas, en los domicilios privados y en cualquier otro lugar en el que los carteros actualmente deben esperar a ser atendidos. El Jefe de la Oficina Postal espera que los inquilinos no tengan inconveniente en considerar, por un módico precio, el disfrute de esa ventaja para sí mismos, sus convecinos y el Servicio Público.