Teorías de la evolución - Leonardo Salgado y Andrea Arcucci

Teorías de la evolución

Leonardo Salgado y Andrea Arcucci

Prefacio

El objetivo de este libro es presentar al lector algunos de los argumentos y principales hipótesis de la actual teoría evolutiva. En este sentido, no pretende ser un tratado exhaustivo, sino más bien un recorte personal, es decir, nuestra visión de ciertos problemas evolutivos pasados y actuales, visión que, por lo demás, responde a la experiencia académica personal como docentes e investigadores en un país sudamericano concreto: la Argentina.

Teorías de la evolución: notas desde el sur nace a partir de una serie de cursos sobre biología evolutiva dictados por Leonardo Salgado en la Universidad Nacional del Comahue (junto al antropólogo Pablo Azar), y de otros que impartimos juntos en la Universidad Nacional de San Luis en el marco del doctorado en Biología. Es, por otro lado, el resultado de un encuentro de intereses evolutivos entre dos paleontólogos de vertebrados nacidos el mismo año (1962) y en el mismo lugar (la misma clínica de Lomas de Zamora, en la provincia de Buenos Aires), quienes, con 50 años e historias profesionales más o menos independientes, se interesaron por compartir con sus estudiantes y colegas el ejercicio de internarse en la teoría evolutiva y sus múltiples aspectos. La iniciativa tuvo que ver también con una visión compartida acerca de cómo se procesan socialmente las ideas científicas y de cómo son afectadas, tanto ellas como sus productores, por su propio entorno social, económico, político e histórico.

De tal manera, no pensamos este libro como un manual sobre principios básicos de la teoría de la evolución, sino más bien como un largo ensayo acerca de las ideas evolutivas y las personas que las produjeron, destinado a lectores con algún conocimiento previo. Los que se animen encontrarán que el desarrollo de los temas no es cronológico ni lineal, incluso en varios capítulos pueden reiterarse o ser enfocados desde diferentes miradas o en el marco de distintas relaciones. Por lo demás, hemos incluido una gran cantidad de referencias de bibliografía clásica y actualizada, ya que en cada tema ambas son relevantes para comprender las controversias, algunas de las cuales aún siguen vigentes. En este sentido, nuestro anhelo es que el texto sirva a estudiantes y docentes como disparador de nuevos y enriquecedores debates. La escritura del texto de base es de Leonardo, mientras que yo sugerí algunos temas y formatos, el orden de algunos temas y capítulos y trabajé en facilitar un estilo de escritura uniforme y de lectura fluida.

Queremos agradecer a todos los estudiantes que asistieron a nuestros cursos, que nos escucharon largas horas y plantearon buena parte de las preguntas que nos motivaron a buscar nuevas lecturas. A nuestros alumnos de los cursos de grado (de las licenciaturas en Paleontología y Geología, y del Profesorado en Biología en la UNRN, y de la Licenciatura y Profesorado en Ciencias Biológicas y en Biología Molecular de la UNSL) y de postgrado de las universidades nacionales del Comahue, de Rio Negro y de San Luis. A Rodolfo Coria, colega y compañero de andanzas de ambos autores, por escribir el prólogo y leer versiones previas del texto. A Gustavo Caponi, Rolando González-José y Leonardo González Galli por la lectura crítica de distintos pasajes del texto. Al equipo de la editorial UNRM por confiar en que este libro tendría lectores y por el excelente trabajo de edición. A quienes directa o indirectamente colaboraron con bibliografía, comentarios, referencias o simplemente alentándonos a seguir la iniciativa y llevarla adelante.

A Stephen J. Gould (donde quiera que esté) por habernos dado tantas horas de literatura maravillosa sobre temas evolutivos y sobre casi todo.

Andrea B. Arcucci
San Luis, abril de 2015.

Prólogo

¿Es la evolución biológica un tema ideológico? Definitivamente no. Como tal, es un hecho natural. Pero sí lo es la manera de interpretarla. Este libro no es un tratado sobre evolución en sentido estricto, sino que nos presenta un relato, como pocas veces se ha presentado, de la propia evolución de las teorías sobre la evolución. Y lo hace llevándonos de la mano de dos talentosos investigadores del mundo natural que se abocaron a guiarnos por ese intrincado recorrido histórico -a veces de forma cronológica, a veces contracronológica, a veces de manera secuencial, otras transversal poniéndose siempre en la piel de quienes contribuyeron, en los últimos trescientos años, a entender los mecanismos que hacen posible la increíble diversidad con que se manifiesta la vida. Se trata, claro, de una historia que no ha estado ajena a influencias filosóficas, ideológicas, religiosas y políticas, ni a mezquindades, egoísmos, vanidades y competencias de egos sobrealimentados.

La mayoría de las personas que en algún momento de la vida pretendimos explicamos y entender la diversidad de la naturaleza, atravesamos inadvertidamente el mismo derrotero de cambios y transformaciones interpretativas que atravesó la humanidad en su intento de entender y explicar la evolución y el origen de la abrumadora cantidad de formas diferentes de animales y plantas que nos rodea. Desde el primer momento correspondiente al pensamiento mágico, pasamos luego por el fijismo y más tarde por la mirada lamarckiana, en la que se queda una buena mayoría. Después, si la fortuna y la vocación nos acompañan, con algo de formación académica llegamos al darwinismo, para al final convertimos en sintéticos y, eventualmente, considerar la posibilidad de alzar las banderas del neodarwinismo. En términos haeckelianos, la humanidad, de manera recapituladora, recorrió caminos comparables a los que recorrimos de manera individual en el esmero de dilucidar los mecanismos de la evolución, aunque quizás con el delicioso aditamento de mayores y coloridos matices y acaloradas discusiones.

Este libro registra dos voces con importantes diferencias en sus tonalidades, estilos y personalidades. Mientras uno de los autores es reconocido como un integrante de la comunidad científica que ha llevado la diplomacia a extremos, para algunos, difíciles de concebir, evitando siempre decir lo que su interlocutor no espera o no quiere escuchar, el otro cuenta sobre sus hombros con antecedentes de no eludir nunca el conflicto. Mientras uno de los autores derribaría cualquier muralla para lograr casi tozudamente cierto objetivo, el otro no dudaría en dar la vuelta al mundo, si fuera necesario, y alcanzarlo por el otro lado de la pared. O no alcanzarlo en absoluto, ya que, seamos francos, la importancia de los objetivos corre por cuenta de quien los propone, y eso los convierte en una cuestión relativa. Mientras uno de los autores ha ejercido una notable selección a la hora de elegir con quién vincularse en determinados proyectos de investigación, el otro autor posee un notable umbral de tolerancia que le ha permitido abrazar proyectos asociándose con colegas de diversos estilos de trabajo, capacidad y antecedentes.

Entonces, ¿cómo dos personas tan distintas, en estilos y temperamentos, pudieron combinarse de manera tan efectiva y generar este producto, a todas luces atractivo y de innegable buena hechura? Posiblemente este libro es producto de un fenómeno que perfectamente podría interpretarse como consecuencia de un hecho evolutivo. Y tal vez podamos encontrar una explicación en estas mismas páginas. De acuerdo a la teoría sintética una de las herramientas de la evolución es la variabilidad génica (en realidad la combinación de tres factores: mutación, flujo génico y recombinación génica). Es decir, esas sutiles diferencias a nivel cromosómico que poseemos todos los integrantes de las poblaciones biológicas y nos permiten, dentro de ciertos márgenes de tolerancia combinatoria, generar descendencia fértil a la vez que ofrecer una innumerable cantidad de alternativas frente a contingencias ambientales que desafían nuestra sobrevivencia.

Este libro es un buen ejemplo de eso. De la virtud de la diversidad. Un trabajo literario que se asemeja a un dueto con acordes armoniosos y combinaciones inteligentes y atractivas de ideas que, sin ser contradictorias, no son exactamente lo mismo. Una miscelánea cadenciosa de estilos y formaciones profesionales diferentes, pero amalgamados en una misma trama de excelencia, capacidad y honestidad científica. Un trabajo que nos estimula a seguir indagando, a ahondar en la información brindada por las profusas referencias bibliográficas. Y también a comparar posturas y, eventualmente, perfilar la nuestra. Ya que, aunque la evolución sea un fenómeno natural, mientras haya más de un ser humano estudiándola, habrá, con diferencias sutiles o absolutas, más de una manera de interpretarla.

Rodolfo A. Coria
Investigador del CONICET y
docente de la UNRN

Capítulo I
Introducción

Contenido:
§. Darwin y la evolución
§. El moderno darwinismo
§. Una dificultad innecesaria
§. La negra noche del darwinismo
§. Modelos y programas
§. Expectativas incumplidas
§.Dos visiones de la evolución
§. Un esquema para Teorías de la evolución: notas desde el sur
§. Finalidades y propósitos
§. Por fuera del esquema

§. Darwin y la evolución
La idea de que los seres vivos evolucionan es aceptada desde hace poco más de 150 años, exactamente desde 1859, año de la primera edición de El origen de las especies por medio de la selección natural de Charles Darwin (1809-1882). Este naturalista[1] inglés es, sin duda, el campeón del evolucionismo.[2] Su figura sobresale por encima de todos, no solo por haber inclinado definitivamente la balanza hacia esa teoría, sino porque la causa de la evolución imaginada por él -la selección natural-, ocupa un lugar central en la teoría sintética[3] (de aquí en más, TS), la versión del evolucionismo vigente desde la década de 1950. A tal punto llega la identificación de la TS con Darwin que en algunos textos se la designa, incorrectamente, como discutiremos en el capítulo V, como neodarwinismo (llamaremos de aquí en adelante modernos darwinistas a los evolucionistas que suscriben a esa teoría; preferimos esta denominación a la de sintetistas o sintéticos, que también suele emplearse).

La TS surgió entre 1920 y 1950 (Ridley, 1996, p. 6) a partir de la integración de dos teorías: una (entonces setentona) teoría de la evolución, precisamente, el darwinismo[4] o evolución por selección natural, y una (entonces joven) teoría de la herencia, el mendelismo[5]. Hoy la TS no atraviesa su mejor momento; de hecho, es cuestionada profundamente desde hace 40 años (aunque lo que se ha cuestionado es siempre una versión endurecida). Sin embargo, nadie puede desconocer sus méritos; la TS ha funcionado bastante bien, tanto que muchos modernos darwinistas han anunciado, a la manera de John Horgan[6] en los 90, el final de la biología evolutiva. Veamos, si no, lo que escribió Jaques Monod (1910-1976), premio nobel de fisiología y medicina de 1965, en su libro Azar y necesidad:

Se puede decir hoy en día que los mecanismos elementales de la evolución han sido no solo comprendidos en principio, sino identificados con precisión [...] La evolución sigue siendo en biología la noción central, destinada a ser enriquecida y precisada todavía durante mucho tiempo. Sin embargo, en lo esencial, el problema está resuelto y la evolución no figura ya en las fronteras del conocimiento. (1993, p. 144)

Básicamente, la TS sostiene que la evolución es el resultado de cinco factores, a saber:

  1. mutación (los cambios en el material genético);
  2. recombinación génica (el intercambio de fragmentos entre cromosomas homólogos durante la formación de las gametas o gametogénesis);
  3. flujo génico (la entrada y salida de genes de la población);
  4. el aislamiento reproductivo. De esos cinco factores, los tres primeros promueven la variabilidad genética poblacional; el cuarto dirige u orienta el cambio evolutivo; el quinto simplemente garantiza la completa diferenciación de las especies.

Algunos autores suelen incorporar un sexto proceso, las variaciones genéticas al azar o deriva genética, para reunir aquellos cambios en la composición genética de las poblaciones que, en última instancia, no obedecen a la selección natural. Al igual que esta última (salvo en el caso de la selección dependiente de la frecuencia), la deriva disminuye la variabilidad, pero no promueve un cambio direccionado u orientado como sí lo hace la selección (Gallardo, 2011, p. 129). En principio, ninguno de esos cinco o seis factores podría por sí solo causar evolución, solo su acción conjunta, obviamente disponiendo del tiempo suficiente. Hablaremos en extenso sobre la TS en el capítulo VI.

§. El moderno darwinismo
La TS rescata dos aspectos fundamentales del genuino darwinismo (el darwinismo de Darwin): el primero, la eficacia de la selección natural para producir adaptaciones y diversificación; el segundo, la lentitud y gradualidad del cambio evolutivo.[7]

La selección natural (SN), algo tan simple y evidente que Thomas H. Huxley[8] se sintió estúpido por no haber postulado la idea antes, es sin dudas la gran contribución de Charles Darwin al pensamiento universal. Se basa en tres premisas, que podríamos enunciar de la siguiente forma: 1) normalmente, los organismos producen más descendencia de la que puede efectivamente sobrevivir[9], 2) los individuos que integran una población varían; presentan mínimas diferencias que los hacen más o menos aptos, según el contexto, 3) esas diferencias se heredan. Entonces, si esas premisas son verdaderas, se obtiene lógicamente que: 1) generación tras generación, la proporción de variantes favorecidas se incrementará en la población (los más aptos estarán cada vez más representados); y 2) la especie tenderá a evolucionar en la dirección de las variantes favorecidas, incrementando de este modo su aptitud general.

Sobre el primero de los aspectos mencionados más arriba -la eficacia de la selección natural hay que decir que, en su mayoría, los modernos seguidores de Darwin entienden que la selección y los demás factores subordinados que enumeramos (mutación, recombinación y otros), son los únicos responsables de la evolución y que esta última puede explicarse únicamente atendiendo a esas causas. Sobre esto, el evolucionista ucraniano Theodosius Dobzhansky (1900-1975) y los demás coautores del libro Evolución (F. Ayala, G. Stebbins y J. Valentine) no tienen dudas:

Las tendencias modernas del conocimiento científico han puesto de manifiesto que muchos problemas básicos pueden comprenderse suponiendo únicamente que toda la organización biológica, llegando hasta el lugar de las moléculas, ha evolucionado como resultado de la selección natural que actúa sobre la variabilidad genética. [Las cursivas son nuestras] (1983, p. 20)

François Jacob (1920-2013), premio nobel junto a Monod, dijo más o menos lo mismo con otras palabras:

La selección natural impone una finalidad no solo al organismo entero, sino a cada uno de sus constituyentes. En un ser vivo, toda estructura ha sido seleccionada porque cumplía una función en un conjunto dinámico capaz de reproducirse. (1999, p. 280)

Más acá en el tiempo, el evolucionista keniata Richard Dawkins (1941) redondeó magistralmente esta idea en su libro El gen egoísta: «La selección [...] es la clave de todas nuestras explicaciones modernas sobre la vida» (1989, p. 168).

Dejemos ahora a los modernos darwinistas y veamos qué pensaba Darwin. En el capítulo primero de El origen de las especies, expresa: «estoy convencido de que la selección natural ha sido el medio más importante, si bien no el único, de modificación»[10] [las cursivas son nuestras] (Darwin, 1985).

Como puede verse, a diferencia de los modernos darwinistas, nuestro campeón inglés admitía otras formas de evolución. Esto último, por otra parte, es algo que todos los estudiosos de su obra conocen a la perfección. Pero ¿cuáles eran esos otros «medios de modificación» a los que Darwin se refiere en su libro? Sabemos que uno es el llamado uso-herencia lamarckiano (por Jean Lamarck, el primero en proponer una teoría de la evolución más o menos coherente), aunque en rigor deberíamos llamarlo uso-herencia darwiniano, ya que fue Erasmus Darwin, abuelo de Charles, quien por primera vez habló de la importancia evolutiva de la actividad de los organismos y de su acomodación a las fluctuaciones ambientales (presentaremos a Erasmus Darwin en el capítulo III, «A la sombra del reverendo»). Digamos que Erasmus también aceptaba la lucha por la existencia, concepto que su nieto popularizaría años más tarde, aunque sin adjudicarle un poder creativo (Bowler, 2000, p. 188).

Vayamos a un caso de evolución lamarckiana tomado de El origen de las especies. Allí, al referirse a la evolución de los pleuronectiformes[11], Charles Darwin señala:

Vemos así que las primeras etapas del paso del ojo desde un lado de la cabeza al otro, que Mivart juzga que serían perjudiciales, pueden atribuirse al hábito, indudablemente favorable al individuo y a la especie, de esforzarse por mirar hacia arriba con los dos ojos mientras permanece en el fondo sobre un costado. También podemos atribuir a los efectos hereditarios del uso el hecho de que la boca en diferentes especies de pleuronéctidos esté inclinada hacia el lado inferior. El desuso, por otra parte, explicará el desarrollo menor de toda la mitad inferior del cuerpo, incluso las aletas laterales. (1980a, p. 285)

Unas líneas más adelante propone, para esos mismos peces, no ya el uso-herencia, sino la influencia directa del ambiente, con mayor precisión, la ausencia de luz. Este último mecanismo, que había sido uno de los pilares de la teoría buffoniana de la generación y la degeneración (de la que hablaremos en el capítulo III), será desarrollado por Darwin con mayor amplitud en su libro de 1868 Las variaciones de los animales y las plantas bajo domesticación[12].
Por la falta de color en la cara ventral de la mayor parte de los peces y muchos otros animales, podemos razonablemente suponer que la ausencia de color en los pleuronéctidos en el lado que resulta inferior, ya sea el derecho, ya el izquierdo, es debida a la ausencia de luz.

Pero esos medios alternativos de evolución evidentemente no le alcanzaban, ya que enseguida dirá que, al menos las modificaciones causadas por el uso-herencia, deberían reforzarse por aquel, su mecanismo favorito:

Probablemente, en estos casos ha entrado en juego la selección natural, lo mismo que en adaptar a sus costumbres la forma general y muchas otras particularidades de estos peces. Debemos tener presente, como he indicado antes, que los efectos hereditarios del uso creciente de las partes, y quizá su desuso, serán reforzados por selección natural [...] Cuánto haya que atribuir en cada caso particular a los efectos del uso y cuánto a la selección natural, parece imposible decirlo. (p. 286)

Nuevamente, en el capítulo XIV, al referirse a la virtual desaparición de los órganos inútiles, o mejor dicho, de los órganos que en el transcurso de la evolución habían perdido su utilidad, Darwin echa mano del uso-herencia lamarckiano:

Parece probable que el desuso ha sido el agente principal en la atrofia de los órganos. Al principio conduciría poco a poco a la reducción cada vez mayor de una parte, hasta que al fin llegase esta a ser rudimentaria, como en el caso de los ojos en animales que viven en cavernas oscuras y en el de las alas en aves que viven en las islas oceánicas; aves a las que raras veces han obligado a emprender el vuelo los animales de presa, y que, finalmente, han perdido la facultad de volar, (p. 596)

Aunque más adelante, al ocuparse de las causas de la atrofia de los ojos del tucu-tuco[13] (que atribuye principalmente al desuso), nuevamente recurre a la selección:

Los ojos de los topos y de algunos roedores minadores son rudimentarios por su tamaño, y en algunos casos están por completo cubiertos por piel y pelos. Este estado de los ojos se debe probablemente a reducción gradual por desuso, aunque ayudada quizá por selección natural. En América del Sur, un roedor minador, el tucutuco o Ctenomys, es en sus costumbres aún más subterráneo que el topo, y me aseguró un español, que los había cazado a menudo, que con frecuencia eran ciegos. Un ejemplar que conservé vivo se encontraba efectivamente en este estado, habiendo sido la causa, según se vio en la disección, la inflamación de la membrana nictitante. Como la inflamación frecuente de los ojos tiene que ser perjudicial a cualquier animal, y como los ojos, seguramente, no son necesarios a los animales que tienen costumbres subterráneas, una reducción en el tamaño, unida a la adherencia de los párpados y al crecimiento del pelo sobre ellos, pudo en este caso ser una ventaja; y, si es así, la selección natural ayudaría a los efectos del desuso. (p. 173)

Queda claro entonces que Darwin aprobaba otras formas de evolución complementarias de la selección natural: el uso-herencia, la acción directa del ambiente, e incluso el llamado principio de correlación de las partes que desarrollaremos en el capítulo IV. Es indudable que, en este aspecto, los modernos darwinistas han tomado distancia del propio Darwin. Quizá nadie lo haya dicho mejor que el conocido evolucionista español Faustino Cordon (1909-1999) en el prólogo a esta misma edición de El origen de las especies:
Ya he señalado que Darwin pensaba que la selección natural no es sino uno de los mecanismos posibles (aunque tal vez el más importante) de los que determinan la evolución de las especies [...] el mecanismo único que moldea las especies es la selección natural. En este sentido, debemos ser hoy más darwinistas que Darwin. (p. 20)

¿Debemos realmente superar a Darwin en materia de darwinismo? Para responder a esta pregunta primero hay que saber cómo y por qué los modernos darwinistas han ido alejándose de Darwin (y de los primeros darwinistas). Teorías de la evolución: notas desde el sur trata precisamente sobre eso, de modo que la respuesta la hallaremos recién al final del libro (en el apartado del capítulo VIII, «Para cerrar»).

§. Una dificultad innecesaria
En cuanto al segundo de los aspectos mencionados, la lentitud y (sobre todo) la gradualidad de la evolución, nuestro campeón inglés nunca dio el brazo a torcer. Se mantuvo en sus trece aun sabiendo que el registro fósil normalmente mostraba lo contrario: cambio rápido (o al menos no extremadamente lento) y (sobre todo) discontinuo (no gradual). En El origen de las especies, Darwin da su explicación para esa incongruencia entre el registro y su teoría:

La geología seguramente no revela la existencia de tal serie orgánica delicadamente gradual y es esta quizá la objeción más grave y clara que puede presentarse en contra de mi teoría [...]. La explicación está, a mi parecer, en la extrema imperfección de los registros geológicos. (1985, p. 398)

Y concluye más adelante que «los que crean que los registros geológicos son en algún modo perfectos, rechazarán desde luego indudablemente mi teoría» (p. 434).

Sin embargo, no todos sus partidarios compartían esta visión; a algunos les parecía que aferrarse al gradualismo era inconveniente: «Se ha creado Ud. una dificultad innecesaria al adoptar tan abiertamente el principio de natura non facit saltum»[14], le reprochó Thomas H. Huxley (1825-1895) en una carta fechada el 23 de noviembre del 1859[15]. Seguramente estos darwinistas tenían sus razones para favorecer un modelo de evolución saltacionista (es decir, no gradual, discontinuo).[16] En el caso concreto de Huxley, la historiadora de la biología Sherrie Lyons (1995) piensa que lo que le impedía adoptar el gradualismo era su creencia en que las especies eran tipos o clases naturales. En efecto, los evolucionistas tipologistas como Huxley tendían a pensar que las especies se originaban completamente formadas, mediante un salto (de ahí lo de saltacionismo): «si se cree en la evolución y en los tipos constantes, solo la producción repentina de un nuevo tipo puede conducir al cambio evolutivo», reconoció más de un siglo después Ernst Mayr, uno de los fundadores del moderno darwinismo (2001, p. 56). La existencia de tipos hacía posible disponer de un sistema natural de clasificación, de ahí que esos primeros evolucionistas se resistieran a abandonar el tipologismo y, por ende, el saltacionismo. Huxley, particularmente, extendía su pensamiento tipológico a las categorías superiores (Lyons, 1995, p. 467).[17] Otra crítica al gradualismo se fundamentaba en la dificultad, a veces imposibilidad, de explicar la evolución de los llamados órganos complejos (como el ojo de los vertebrados superiores) o de rasgos del tipo todo-o-nada (aquellos que solo funcionan, otorgando una ventaja selectiva a su portador, al hallarse totalmente formados). En este sentido, la evolución discontinua que proponían los amigos de Darwin venía a cortar el nudo gordiano atado por el evolucionista católico George Jackson Mivart[18] (1827-1900). Expliquemos. Mivart había afirmado que el hecho de que las etapas iniciales de la evolución de esos rasgos fuesen neutras en término adaptativos, demostraba la invalidez de la selección natural. En particular con relación a los ojos de los pleuronectiformes, Mivart pensaba que la conformación final (ambos ojos dispuestos sobre un lado de la cabeza) solo podía ser adaptativa una vez completado el desplazamiento de uno de los ojos, es decir, totalmente vuelto hacia el otro lado. Un desplazamiento menor no era beneficioso, y por lo tanto no podía atribuirse a la selección natural (al menos tal como esta era entendida por Darwin). Ergo: la evolución debía responder a un propósito superior: el de Dios (Bowler, 1985, p. 61). Y es justamente para evitar caer en Dios que los saltacionistas decidieron cortar el nudo gordiano y volcarse hacia la saltación. En lo sustancial, Darwin nunca modificó su opinión sobre este punto, y siempre defendió que esos estadios incipientes eran adaptativos[19] -¡debían serlo!-, manteniendo hasta el final su creencia en la evolución lenta y gradual por selección.

§. La negra noche del darwinismo
Desde 1880 hasta 1920 aproximadamente (Ridley, 1996, p. 6), la selección natural, que había arrancado muy bien, estuvo eclipsada por otras teorías que se ofrecían como alternativa.[20] ¿Cuáles fueron las causas del eclipse del darwinismo? ¿Por qué, en definitiva, le costó tanto hacer pie a esta teoría? Hay quienes sostienen que fue simplemente porque los biólogos en general (Darwin y los primeros darwinistas en particular) desconocían las leyes de la herencia. Por ejemplo, eso es lo que piensan los cuatro autores del citado libro Evolución:
La razón principal de dicha deficiencia se debía al fallo por parte de los biólogos de no reconocer las leyes de la herencia de Mendel hasta su redescubrimiento en 1900. Hasta que no existió una teoría coherente de la herencia, no pudo comprenderse la base de la selección natural. [Las cursivas son nuestras] (Dobzhansky y otros, 1983, p. 16)

Esto es, al menos, opinable. Si ese hubiese sido el único problema, o incluso la razón principal, la teoría darwiniana debió haberse afirmado inmediatamente luego de 1900 o un poco después, lo que en definitiva no sucedió. Si bien es cierto que la teoría de la herencia de Darwin, aquella que había presentado en su obra Las variaciones de los animales y de las plantas bajo domesticación, era mala por una serie de razones, también es verdad que las críticas más inteligentes a ese primer darwinismo apuntaban directamente al corazón de la teoría: la potencialidad de la selección natural actuando a nivel organísmico. En términos lakatosianos[21], la objeción principal era sobre el núcleo duro del programa, no sobre una simple hipótesis auxiliar como la herencia.[22] De otro modo, cuesta entender por qué transcurrieron más de treinta años desde el surgimiento de la genética mendeliana, ocurrido hacia 1900, hasta la completa reivindicación del darwinismo, acontecida entre 1930 y 1945 (Bowler, 1985). En total, pasaron casi 80 años desde la formulación inicial de la selección natural hasta su aceptación definitiva: demasiado tiempo para una teoría que ha sido celebrada como «la clave de todas nuestras explicaciones modernas sobre la vida». Pero los modernos darwinistas suelen tener una explicación para casi todo, y el biólogo y filósofo norteamericano Michael Ghiselin dice tener una para aquellos larguísimos treinta y pico de años que median entre el redescubrimiento de Mendel y la TS: nuevamente, la falta de comprensión (incomprensión que, de este modo, no habría finalizado en 1900 como plantearon los cuatro autores del libro citado más arriba):

Las objeciones al darwinismo que surgieron después del redescubrimiento de las leyes de Mendel se debieron más a una falta de comprensión de la genética por parte de los propios genetistas, que a algo que estuviese errado en la selección natural. [Las cursivas son nuestras] (Ghiselin, 1997, citado en Caponi, 2012, p. 8)

Al final, la perspectiva seleccionista fue consagrada y el darwinismo terminó prevaleciendo, aunque reformulado en los términos de la genética mendeliana. Aun así, su éxito pleno nunca estuvo asegurado y hay autores que hasta piensan que la supremacía de la TS (alcanzada hacia finales de la década del 40) se debió a factores que, piadosamente, podríamos llamar extracientíficos, como veremos en el capítulo VI.

§. Modelos y programas
Antes de la completa reivindicación del darwinismo, la potencialidad de la selección natural para causar evolución había sido confirmada de modo parcial por las matemáticas. En efecto, hacia 1930, el británico Ronald Fisher (1890-1962) había demostrado (matemáticamente) que la tasa de incremento en eficacia biológica[23] o fitness era igual a la varianza genética (aditiva) en fitness en ese momento. Años más tarde[24], el madrileño Francisco Ayala, discípulo de Dobzhansky, experimentando con moscas del género Drosophila, observó que la tasa de cambio y la eficacia biológica eran mayores en poblaciones con alta variabilidad genética. De este modo, el español hizo su aporte (uno sin duda fundamental) a la validación del llamado teorema fundamental de la selección natural, que desarrollaremos en el capítulo VI (Fischer, 1999; Dobzhansky y otros, 1983, p. 33).

Los darwinistas (los de ahora y los de antes) creen que la selección natural es equiparable a la selección artificial; que ambos mecanismos son más o menos similares.[25] Pues bien: los seguidores de Darwin han conseguido modificar moscas en no menos de cincuenta caracteres por selección artificial, entre ellos, el tamaño del cuerpo y ala, el número de quetas[26] abdominales y estenopleurales, y la velocidad de desarrollo (Dobzhansky y otros, 1983, p. 39). Ayala informa otros casos similares. En gallinas, por ejemplo, se logró incrementar la producción de huevos hasta en un ciento por ciento en apenas treinta años (Ayala, 1994, p. 7). Todos estos experimentos parecen confirmar la fuerza de la selección natural... al menos para producir modificaciones de esa magnitud.

Si bien, como dice el filósofo rosarino Gustavo Caponi[27], «la batalla por la selección natural se ganó en el terreno de los conceptos y en los laboratorios» (2011a, p. 126), los biólogos de campo también contribuyeron a la consagración de la perspectiva seleccionista. Lo hicieron sobre todo sumando ejemplos concretos de modificaciones operadas por selección, es decir, de adaptaciones. Muchos de esos primeros ejemplos correspondían a casos de mimetismo, fenómeno ampliamente estudiado en los siglos XIX y principios del XX. El camuflaje también parecía ser causado por selección. Un ejemplo clásico de camuflaje lo constituye el cambio de coloración (de claro a oscuro) observado en poblaciones de ciertas mariposas inglesas[28], muy publicitado en la década de 1960 en el marco de la disciplina conocida como ecología genética. Se suponía en ese caso que la selección natural había favorecido a los bichos negros (invisibles a las aves al posarse sobre los troncos ennegrecidos por el hollín industrial) por sobre los de color claro (Kettlewell, 1959; Ridley, 1996, p. 103).[29]

En el mismo sentido, se ha demostrado recientemente la adaptabilidad de ciertos lagartos al ser transferidos a regiones con condiciones diferentes a las de origen (Losos y de Queiroz, 1998). Al igual que en los casos anteriores, es muy difícil encontrar aquí otra explicación que la selección natural.[30]

Justamente, el llamado programa adaptacionista fue impulsado y más adelante consolidado por darwinistas[31] que, preferente o exclusivamente, se dedicaron a la identificación de adaptaciones: así piensa Caponi (2011a). Anotamos en el grupo de tempranos impulsores[32] a Henry Bates (1825-1892), Alfred R. Wallace (1823-1913) y Fritz Müller (1821-1897), y más hacia acá en el tiempo (luego del triunfo de la perspectiva adaptacionista que consagró a la TS), a Bernard Kettlewell y Jonathan Losos, como consolidadores. De todas formas, aquellos naturalistas impulsores fueron una franca minoría; la mayoría de los primeros darwinistas, en especial los morfólogos que suscribieron al primero de los programas del darwinismo, el filogenético, nunca salió de sus laboratorios y gabinetes.

§. Expectativas incumplidas
La consagración de la TS generó una serie de expectativas entre los primeros modernos darwinistas:

Expectativa 1. Todas las características de los organismos terminarán siendo confirmadas como adaptaciones, o bien como vestigios de antiguas adaptaciones; el susodicho programa adaptacionista se basa, precisamente, en esta primera e importantísima consecuencia observacional[33] del darwinismo. Expectativa 2. A igual presión de selección, se observará una clara correlación entre el tiempo de generación y la tasa de cambio.
Expectativa 3. En el registro fósil, el cambio aventajará a la estasis (permanencia sin cambio durante largos periodos de tiempo).
Expectativa 4. Ese cambio será normalmente gradual, de manera que, poco a poco, irán apareciendo los eslabones transicionales entre los diferentes grupos de organismos.
Expectativa 5. En las poblaciones naturales se registrará relativamente poca variabilidad (variación genética y fenotípica), a causa de la constante eliminación de las variantes menos aptas, sobre todo en situaciones de selección intensa.
Expectativa 6. Las poblaciones de especies que permanecieron casi sin cambios durante millones de años (los llamados fósiles vivientes) presentarán menor variabilidad que aquellas que evolucionaron con rapidez (se supone que la tasa de cambio aumenta con la variabilidad).
Expectativa 7. Las poblaciones de especies que habitan en ambientes estables presentarán menor variabilidad que las que lo hacen en ambientes heterogéneos.[34]
Expectativa 8. Los organismos más complejos presentarán un mayor número de genes.
Expectativa 9. Especies cercanamente emparentadas tendrán cariotipos parecidos, y las muy alejadas, cariotipos muy diferentes
.[35]

¿Qué resultó de esas expectativas luego de transcurridos setenta y pico de años de investigaciones en biología evolutiva? Veamos punto por punto.

Expectativa 1. Hay características que, sin dudas, no son adaptaciones. A fines de los 70, Stephen Jay Gould (1941-2002) y Richard Lewontin pensaron una serie de alternativas que excluyen a la adaptación, por ejemplo, evolución por selección sin adaptación morfológica, y evolución sin adaptación morfológica ni selección (Gould y Lewontin, 1979). A nivel molecular, además, se vio que existen numerosas variantes moleculares que, aparentemente, no confieren ninguna ventaja o desventaja a su portador. A comienzos de los 70, el evolucionista Motoo Kimura (1924-1994) aseguró que muchas de esas variantes, quizás la mayoría, eran neutras, y que podían «derivar» en las poblaciones sin una dirección fija.

Expectativa 2. Los grupos que se reproducen con frecuencia y que, por lo tanto, poseen una alta tasa de recambio poblacional, como los roedores, no parecen haber evolucionado más rápido que otros, como los elefantes o los antropoides, que tienen una tasa de recambio mucho más baja. Así lo vio el paleontólogo norteamericano Steven M. Stanley en los años 80 (Gould, 2004, p. 845).

Expectativa 3. La inmutabilidad parece predominar en el registro paleontológico, aun en aquellos casos en los que el ambiente parece haber variado de modo significativo a lo largo del tiempo (Gould, 2004, p. 776).[36]

Expectativa 4. El cambio parece darse a menudo de manera brusca, sin transiciones. Hay quienes piensan que ciertos eslabones perdidos no se encuentran simplemente porque no han existido (aunque la expresión eslabón perdido no es propia del ámbito de la ciencia). Más aún: a veces esos eslabones parecen ser teóricamente imposibles.

Expectativa 5. En general, la variabilidad natural (genética y fenotípica) es muy alta. Desde que las técnicas de electroforesis[37] fueron perfeccionadas se pudo detectar una gran variabilidad enzimática. Dicho sea de paso, esta fue una de las primeras grandes sorpresas que se llevaron los modernos darwinistas. Richard Lewontin (1974) fue quien demostró que los polimorfismos de base genética eran en extremo abundantes en la naturaleza.

Expectativa 6. También en general, las poblaciones de especies que han permanecido sin cambios durante mucho tiempo poseen tanta variabilidad genética como aquellas que han evolucionado más rápido. En los primeros tiempos de la electroforesis, el evolucionista molecular Robert Selander y su grupo de colaboradores la emplearon en el Limulus (un ejemplo clásico de fósil viviente) y vieron que su variabilidad genética no era inferior a la de otros artrópodos más modernos (Selander y otros, 1970).

Expectativa 7. Las poblaciones de especies que viven en ambientes estables parecen tener tanta variabilidad como las de aquellas que habitan entornos heterogéneos.[38] Por ejemplo, las poblaciones de distintos organismos bentónicos, como ciertos braquiópodos y equinodermos, son tan variables como las de cualquier mosca.

Expectativa 8. Hoy sabemos, gracias a los estudios de genómica comparada del biólogo australiano John Mattick (2004), que organismos tan simples como ciertos nematodes tienen casi tantos genes codificantes como los seres humanos.

Expectativa 9. Las investigaciones de Neil Todd, de la Universidad de Harvard, han revelado que, al menos en mamíferos, especies muy próximas tienen cariotipos muy distintos; en realidad, esto ya se sabía desde los años 30 (Margulis y Sagan, 2003, pp. 254-257).

En definitiva, las expectativas no se cumplieron, aunque ello no bastó para refutar la TS. Por el contrario, esos desajustes entre los resultados y la teoría fueron razonablemente explicados mediante hipótesis específicas. Por ejemplo, los casos de estasis evolutiva (incumplimiento de la expectativa 3) fueron atribuidos, entre otras causas, a la actuación de un cierto tipo de selección, la selección estabilizadora (Ayala, 1994, p. 143; Stebbins, 1978, p. 163; Futuyma, 2005, p. 504). El incumplimiento de la expectativa 4 fue justificado por el mismo Darwin por la mentada imperfección del registro fósil. Con relación a la expectativa 5, los darwinistas modernos explicaron la altísima variabilidad natural invocando, entre otras causas, la superioridad del heterocigota[39], mecanismo mediante el cual se mantendrían alelos desfavorables, incluso letales (como aquellos responsables de la anemia falciforme), y la selección dependiente de la frecuencia inversa[40], que establece que un cierto genotipo es más eficaz a bajas frecuencias, lo que asegura la abundancia relativa de genotipos poco eficaces[41] (Ayala, 1994, pp. 46-50). Un clásico estudio de Dobzhansky realizado a fines de los 40 ha revelado la existencia de polimorfismos genéticos en poblaciones de la mosca Drosophila pseudoobscura; aquí se ha hablado simplemente de una selección equilibradora[42].

¿Debemos suponer entonces que hay TS para rato? Bueno, tampoco tanto. De hecho, hay biólogos y filósofos de la biología que opinan que la TS (si es que efectivamente hay algo que pueda ser llamado así, como discutiremos en el capítulo VI) debe ser: 1) expandida (Arthur, 1997; Carroll, 2000; Kutschera y Niklas, 2004); 2) extendida (Pigliucci, 2007); 3) cambiada parcialmente y extendida (Burian, 1988); 4) integrada a una nueva teoría evolutiva (Caponi, 2013); 5) desconstruida (Camus, 1997); 6) terminada (Eldredge, 1985); o 7) directamente sustituida por una nueva (Carroll, 2000). ¿Qué características tendría esta nueva teoría evolutiva? ¿Qué papel jugaría en ella la selección natural, si es que juega alguno? Simplemente no lo sabemos.[43]

§. Dos visiones de la evolución
¿Fue la síntesis evolutiva de los 40 inevitable? Seguramente no. De hecho, en los años 30 hubo en Europa un grupo de evolucionistas con ideas muy alejadas de lo que terminará siendo la ortodoxia darwiniana; como veremos en el capítulo VI, esos evolucionistas heterodoxos realmente pudieron haber torcido la historia. Entre ellos figuran el genetista Richard Goldschmidt (1878-1958), un judío-alemán que terminó exiliándose en los Estados Unidos en 1935, y varios importantes paleontólogos, entre ellos Othenio Abel (1875-1946), director del Departamento de Paleobiología de la Universidad de Gotinga, y Otto Schindewolf (1896-1971), un estudioso de la evolución de los amonites.[44] A su vez, en territorio aliado, en la Unión Soviética para mayor precisión, se destacó Alexei Severtzov (1866-1936), cuyas ideas fueron declaradas congruentes con la biología soviética y correctas en términos ideológicos por los seguidores del infame Trofim Lysenko (1898-1976) (Gilbert, 2003). Entendiblemente, este último aval terminó hundiendo a Severtzov, al menos en Occidente.

Pese a tener opiniones discrepantes sobre muchísimas cosas, estos evolucionistas coincidían en su férrea oposición al darwinismo británico de cuño mendeliano, el de Fisher y Haldane, aquel que terminará volviéndose hegemónico a partir de los años 40. En particular, Goldschmidt y Schindewolf, de manera menos notoria Severtsov, compartían una visión de la evolución que llamaremos estructuralista o formalista, la cual ponía (y pone aún) a la forma por encima de la función.[45] Según esta perspectiva, la organización de los organismos, su forma (su forma profunda en realidad), era establecida por leyes internas. Las constricciones formales impuestas por esas leyes estarían de este modo muy por encima de la capacidad moldeadora del ambiente exterior, por lo que, estrictamente, no serían constricciones sino verdaderos agentes causales. El estructuralismo es ciertamente muy antiguo, incluso anterior al evolucionismo (como veremos en el capítulo II). Hunde sus raíces en el movimiento romántico centroeuropeo de los siglos XVIII y XIX, recibiendo a lo largo de la historia distintos nombres: morfología idealista[46], trascendentalismo, anatomía filosófica, entre otros. La versión estructuralista del evolucionismo postulaba (y postula aún hoy) que los cambios evolutivos importantes[47] ocurrían a causa de ligeros cambios en el desarrollo embrionario temprano o de grandes modificaciones del genoma, en tanto los cambios adaptativos (o microevolutivos) lo hacían por factores de menor alcance.

La distinción que suele establecerse entre caracteres de organización, constitutivos o primarios, por un lado, y de adaptación, funcionales o consecutivos, por el otro, responde en esencia a esa dualidad causal que plantea el estructuralismo. Entendiblemente, los mecanismos evolutivos que (desde la perspectiva estructuralista) originaban esas dos clases de caracteres recibieron nombres diferentes. Schindewolf por ejemplo, hablaba de tipogénesis para referirse al origen de los tipos morfológicos y de adaptogénesis para el origen de las adaptaciones (en definitiva, la tipogénesis era un mecanismo macroevolutivo, mientras que la adaptogénesis era uno microevolutivo). Por cierto, a los paleontólogos como Schindewolf esta diferenciación les era sumamente útil, ya que si un nuevo fósil presentaba, por ejemplo, un incipiente carácter de organización, podía ser considerado como el primer representante de un nuevo grupo, un grupo, digamos, por encima del nivel de género (el representante de una nueva familia u orden). Si, en cambio, mostraba un nuevo carácter de adaptación, podía considerárselo como el representante de una nueva especie dentro un grupo supragenérico ya establecido.[48] La actual biología evolutiva del desarrollo, el llamado evo-devo, surgida en los últimos treinta años, rescata algunas ideas de la vieja tradición estructuralista. Hablaremos de ello en el capítulo VII.

Los modernos darwinistas (especialmente el mayor de ellos, Ernst Mayr) pensaban que todo eso de los tipos morfológicos, las leyes de organización y las constricciones formales era puro idealismo, y algo de razón tenían (Levit y Meister, 2006). En efecto, la influencia de la filosofía de G. W. F. Hegel (1770-1830) en el pensamiento de los llamados filósofos de la naturaleza alemanes y franceses es innegable[49]: a estos, precisamente, se los conoce en la literatura como morfólogos idealistas o trascendentalistas.

Por supuesto, la estructuralista no era la única perspectiva posible. De hecho, estaban también quienes pensaban que la forma adulta de los animales (la profunda y la superficial) estaba determinada principal y acaso únicamente por la adaptación al ambiente. A estos se los conoce como adaptacionistas. En el marco general del evolucionismo, el lamarckismo ha ocupado una posición adaptacionista extrema (lo veremos en el capítulo III). Más que Lamarck, fueron los neolamarckistas (a quienes conoceremos en el capítulo V) quienes adoptaron la argumentación clásica del adaptacionismo, propia de Darwin (el capítulo IV es todo acerca de él), y sobre todo de los neodarwinistas (a quienes conoceremos en el capítulo V). Desde el punto de vista creacionista, el postulado adaptacionista de que la adaptación al ambiente tiene prioridad sobre la forma no deja de ser contraintuitivo. Se supone que la forma precede a la función, no a la inversa: Dios debe en primer término crear una forma para luego hacerla funcionar, del mismo modo que un ebanista fabrica una silla que solo luego de fabricada sirve para sentarse (Gould, 2004, p. 203).

Para los adaptacionistas, las etapas embriológicas tempranas casi no cuentan: solo vale la forma adulta, final y definitiva, con todo su bagaje de adaptaciones al ambiente exterior. Por el contrario, y por las mismas razones que Aristóteles, los estructuralistas siempre se mostraron interesados por el desarrollo embrionario, del cual, decían, la forma adulta era la causa (Bowler, 2000, p. 51).[50]

El moderno darwinismo es sin dudas adaptacionista: hablar de adaptación al ambiente exterior y de evolución morfológica a gran escala, es hablar casi de lo mismo, al menos en cuanto a su mecanismo causal: la selección natural actuando sobre variantes intrapoblacionales. Sin embargo, hay que destacar que los darwinistas siempre han admitido la existencia de limitaciones a las posibilidades de la selección, e incluso han dado cierto crédito a varios argumentos estructuralistas clásicos, como el de las constricciones o las correlaciones de crecimiento. Por otra parte, la actual TS no es tan adaptacionista como la de los 50 o 60; de hecho, tampoco puede decirse que la de hoy y la de esos años sean la misma teoría.

§. Un esquema para Teorías de la evolución: notas desde el sur
Desde Thomas Kuhn (1922-1996) y el surgimiento de la llamada nueva epistemología en los años 60, se viene hablando de dos paradigmas: el creacionista -más correctamente, fijista[51]— y el que le sucedió, el evolucionista.[52] Sin duda, el impacto del evolucionismo ha sido enorme, y es indiscutible su condición de paradigma. Sin embargo, el esquema fijismo/evolucionismo no ayuda a comprender ciertas controversias suscitadas en el siglo XIX (por ejemplo, el debate Cuvier-Geoffroy, del que hablaremos en el capítulo II, el eclipse del darwinismo que expondremos en los capítulos v y vi, y el endurecimiento de la TS que veremos en el capítulo VI), así como tampoco muchas de las tensiones que agitan actualmente la teoría evolutiva, producto, en parte, de viejas controversias no saldadas. En este sentido, rescatamos la distinción hecha por E. S. Russell (1916) y Dov Ospovat (1995), y recogida por Ron Amundson, entre morfologismo o actitud morfológica (básicamente, nuestro estructuralismo o formalismo) y funcionalismo, teleologismo o actitud teleológica (coincidente con nuestro adaptacionismo) (Amundson, 1998, p. 154; Caponi, 2011a, p. 45). Ambos enfoques son, podría decirse, transparadigmáticos, ya que cuentan con sus respectivas versiones en el fijismo y en el evolucionismo. Del mismo modo, el biofilósofo de la Universidad del País Vasco, Tomás García Azkonobieta, ha hablado de dos «visiones de la vida y la evolución», la internalista y la externalista (2005, p. 12). La primera corresponde al estructuralismo/formalismo[53] tal como lo hemos definido y es, como vimos, heredera de la filosofía de la naturaleza centroeuropea; la segunda es la de los modernos darwinistas, el adaptacionismo, deudora en parte (al menos según ese autor) de la teología natural de William Paley.

El estructuralismo tiende a dar un mayor peso a eso que Mayr llamó causas próximas (Caponi, 2012, p. 161), aquellas que, siendo comunes al orden de lo viviente y al orden físico, nos dicen cómo es que algo ocurre. En cambio, el adaptacionismo pone el énfasis en las llamadas causas remotas, las cuales, siendo específicas de los fenómenos biológicos, nos dicen por qué es que algo ocurre (Caponi, 2001).[54] En el contexto evolucionista actual, está claro que la causa remota es la evolución por selección natural, pero para una mentalidad preevolucionista, la razón de ser de una determinada estructura biológica, por qué la misma tiene una forma y no otra, responde a una inteligencia creadora.

El rosarino Caponi ha hecho una advertencia importante con relación al esquema Russell/Ospovat (R/O schema): la noción de función de E. S. Russell no correspondería al funcionalismo tal como lo entendían Amundson y Gould, el paleontólogo. Al hablar de función, Russell se habría estado refiriendo al funcionamiento del organismo como una unidad y no a las adaptaciones individuales al ambiente exterior. De este modo, funcionalistas según Russell, nos dice Caponi (2003a), serían aquellos que simplemente anteponen una actitud teleológica e insisten en la prioridad de la función (siempre entendida como el funcionamiento del organismo como una unidad) por sobre la pauta morfológica. Entonces, en definitiva, seguiremos hasta dónde sea posible el esquema R/O de Amundson, reformulado como estructuralismo/adaptacionismo, teniendo en cuenta los recaudos planteados por Gustavo Caponi.

§. Finalidades y propósitos
Por encima de sus diferencias, el estructuralismo y el adaptacionismo conciben a los organismos como entes teleológicos, es decir, explicables en términos de un fin o finalidad.[55] Pero finalidad tiene un sentido muy distinto en boca de unos y otros. Los estructuralistas ponen el acento en una teleología de orden interno, al postular que el organismo se organiza a sí mismo conforme a un fin (de orden interno). Los adaptacionistas, en cambio, refieren a una teleología externa, en donde las condiciones del medio exterior constituyen el fin hacia el cual apunta la organización del organismo. La teleología interna habría sido entrevista por el filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804) en su Crítica del juicio[56]: «un ser organizado de la naturaleza es aquel en el que todo es fin y medio a su vez» (en Caponi, 2003b, p. 1015). La externa, por su parte, sería aquella de Aristóteles y el teólogo británico William Paley (1743-1805) (aunque Caponi tiene algo para decir sobre esto, como veremos en el capítulo III). En este último caso, de algún modo, las explicaciones externalistas parecen dar cuenta de ciertos hechos del presente en razón de un hecho del futuro (una estructura es de un modo determinado para luego funcionar de una determinada manera; la silla es fabricada por el ebanista para que luego uno se siente en ella). Esta es una diferencia fundamental con las llamadas causas eficientes aristotélicas, en donde las causas de un hecho deben buscarse en situaciones anteriores, no futuras (Barrachina, 1998).

Por último, hubo quienes directamente negaban la existencia de las causas finales en la naturaleza. En efecto, los llamados atomistas hablaban de puro azar, que no es otra cosa que la total ausencia de finalidad (Gilson, 1988, p. 289). La tradición atomista es muy antigua, anterior incluso a Aristóteles, y estuvo representada por algunos filósofos presocráticos, de los cuales Empédocles y Demócrito aparecen como los más conocidos. La biología cartesiana del siglo XVII también negó las causas finales (tanto las internas como las externas) y solo consideró las materiales y eficientes. El conde de Buffon, antecedente inmediato de Lamarck y defensor de una teoría de la evolución limitada, es un claro representante de esta tradición (Caponi, 2010a). Nos extenderemos sobre las ideas de Buffon en el capítulo III.

§. Por fuera del esquema
En el capítulo VIII discutiremos dos modelos por fuera del esquema R/O, uno más vinculado a la herencia, el otro a la evolución, que no parecen encajar en ninguna parte: la epigénesis o epigenética y la teoría endosiombiótica. Como anticipo digamos que la epigenética plantea la posibilidad de la herencia de los caracteres adquiridos y que la endosimbiosis ve a la evolución como el resultado de la incorporación de genomas extraños, enteros o parciales. Así, el árbol de la vida marguliano (por Lynn Margulis -una de las autoras intelectuales de esta última teoría-), no se parece en nada a un auténtico árbol; es más bien una intricada red de relaciones verticales y horizontales, al menos en su parte más basal (Gallardo, 2011, p. 239, fig. 8.4). Llamativamente, ya en los 50 existía bibliografía que discutía ideas parecidas, pero ni una pisca de endosimbiosis terminó incorporándose a la TS, tal vez porque no hubo microbiólogos entre sus promotores/arquitectos, y menos que leyeran ruso, francés o alemán, idiomas en los que estaba escrita esa bibliografía. En el caso del origen de la célula eucariota, el modelo marguliano ha sido bien recibido, incluso por muchos modernos darwinistas y biólogos evolucionistas del desarrollo. Sin embargo, no está claro qué lugar podría ocupar Lynn Margulis en una próxima teoría general de la evolución.

Capítulo II
La primera época del evolucionismo

Contenido:
§. La percepción del cambio a escala individual
§. Y Dios dijo: hagamos al homúnculo
§. La gran cadena del ser
§. Toda la cadena en un solo eslabón
§. La evolución como posibilidad
§. ¿Un filósofo de la naturaleza en el Plata?

§. La percepción del cambio a escala individual
Charles Darwin tardó mucho en usar la palabra evolución. En sus tempranos cuadernos de notas y en las cinco primeras ediciones de El origen de las especies (1859-1869) prefirió hablar de «descendencia con modificación», y recién en la sexta y última edición de 1872, con 60 y pico de años cumplidos, utilizó los términos evolución y evolucionistas, este último para referirse a los (ya numerosos) partidarios suyos. Antes de 1850, otros habían designado lo mismo con distintos nombres: perfeccionamiento, transmutación, transformacionismo. ¿Por qué no utilizó de entrada el término evolución nuestro campeón del evolucionismo? Hay dos razones fundamentales. La primera es que, hacia 1850, el término (que existía desde hacía tiempo) estaba casi en desuso en el ámbito de las ciencias naturales; la segunda tiene que ver con que evolución no significaba lo que hoy; el término no se aplicaba a aquello que interesaba a nuestro campeón.[57]Evolución era un término específico de una de las dos teorías embriológicas alternativas existentes en los siglos XVII y XVIII, casi olvidada en 1859[58]: el preformacionismo (la otra teoría era la epigénesis). El planteamiento básico del preformacionismo era que las estructuras morfológicas del adulto estaban prefiguradas en las células sexuales. El desarrollo embrionario era para los preformacionistas el desenvolvimiento, la simple evolución de esa complejidad preformada. Los más conspicuos representantes del preformacionismo, como el ginebrino Charles Bonnet (1720-1793), sabían muy bien que los embriones no eran miniaturas exactas de las respectivas formas adultas, de modo que tuvieron que admitir que durante la evolución embrionaria las proporciones y posiciones de los distintos órganos variaban considerablemente. En particular, el suizo creía que los órganos del embrión, si bien se hallaban presentes desde el comienzo del desarrollo, eran invisibles debido a su perfecta transparencia. [59]

Una noción relacionada con el preformacionismo, atribuida al holandés Jan Swammerdam (1637-1680), pionero en el estudio anatómico de los insectos, es la de encapsulamiento. Esta noción planteaba que los óvulos (o espermatozoides) contenían un diminuto homúnculo en su interior, el cual a su vez encerraba a otros homunculitos en sus microscópicas células sexuales, y así sucesivamente. Siguiendo una lógica inobjetable, los homunculistas de la escuela del holandés llegaron a afirmar que toda la historia de la humanidad había residido en los ovarios de Eva (o en el esperma de Adán). Hoy el encapsulamiento es inconcebible, hasta absurdo, lo que no justifica el desdén con el que ciertos comunicadores de la ciencia tratan a los homunculistas. De hecho, actualmente, en pleno siglo XXI, nos tragamos sin problema que en el instante previo a la explosión que originó el universo toda la materia estuvo concentrada en la cabeza de un alfiler (o en una pelota de futbol, da lo mismo). Entonces, con una mano en el corazón, ¿quién puede decir algo de los homunculistas del siglo XVIII?

La alternativa al preformacionismo, la epigénesis, es mucho más antigua; data de los tiempos de Aristóteles, uno de sus primeros sostenedores.[60] La epigénesis planteaba que la complejidad morfológica aumentaba durante el desarrollo y que las distintas partes del embrión maduro no estaban desde el comienzo, sino que eran plasmadas durante el proceso por una misteriosa fuerza externa a la materia. Misteriosa pero hasta ahí nomás: para algunos como Pierre-Louis Moreau de Maupertuis (1698-1759) ¡esa fuerza era la mismísima gravedad![61] Misteriosa era también la forma en que se plasmaban en el nuevo ser desarrollado epigenéticamente los recuerdos de la organización pasada. En el marco del preformacionismo, la pregunta «¿Por qué los hijos se parecen a los padres?» tampoco tenía una respuesta fácil. Se suponía que el cuerpo encapsulado era una reproducción más o menos fiel del cuerpo encapsulante, pero, por desgracia, los hijos suelen parecerse a la madre o al padre de modo indistinto o ser una mezcla perfecta de ambos. En todo caso, el preformacionismo tenía media pregunta contestada, y aun así no logró prevalecer. En efecto, la controversia entre ambas teorías se zanjó finalmente a favor de la epigénesis y el preformacionismo fue a dar al tacho de las grandes equivocaciones de la historia del pensamiento universal, junto con la alquimia, la teoría del flogisto, el humorismo, la frenología, el mesmerismo y la teoría miasmática de la enfermedad. Por supuesto, esto no significa que esa doctrina no haya tenido una base racional. Ciertamente, algunos preformacionistas deliraban al ver (¡y a simple vista!) un homúnculo nadando en un vaso de agua, pero no hay que olvidar que las apariencias suelen ser ilusorias (ilusorio era para los preformacionistas la indiferenciación del huevo). El mismo Galileo, que lo sabía muy bien, puso en duda la aparente inmovilidad de la tierra. Como dijo Nicolás Malebranche, el filósofo francés y devoto de la doctrina de la preformación: «No hay que dejar que el espíritu se fíe de la vista, ya que la mirada del espíritu alcanza más lejos que la vista del cuerpo» (citado en Jacob, 1999, p. 85).

Tampoco Bonnet confiaba mucho en sus sentidos y eso explica su triunfal declaración de 1764 a favor del preformacionismo: «Esta hipótesis es una de las mayores victorias que el entendimiento puro ha conseguido sobre los sentidos» (citado en Gould, 2010a, p. 32). Los sentidos (el de la vista en este caso) gritaban «¡Huevo indiferenciado!»; el puro entendimiento (o la «mirada del espíritu») respondía «¡Preformación!». En pleno siglo de la razón (el XVII), en la era del entendimiento, es perfectamente entendible que la doctrina de la preformación haya sido la preferida. Con seguridad, los homunculistas confiaban en que, a partir de observaciones microscópicas efectuadas con nuevos y mejores instrumentos, los sentidos terminarían confirmando lo que la razón les dictaba, cosa que en definitiva, lamentablemente para ellos, nunca sucedió[62] (Gould, 2010a, p. 19). Con respecto al principio del encapsulamiento, diremos a favor de los homunculistas que antes de la teoría celular (que es muy posterior, del siglo XIX), nadie sospechaba ni remotamente que pudiera existir un límite inferior para el tamaño de los organismos. Así como se admitía sin inconvenientes que los diminutos protozoos tuvieran órganos internos (las organelas celulares), nadie veía un obstáculo teórico para la existencia de una larguísima serie de homúnculos encapsulados. En definitiva, el preformacionismo y la epigénesis eran científicos por igual para la época, y los homúnculos de la primera teoría no eran más falsos que las fuerzas epigenéticas de la segunda. De hecho, algunos epigenetistas terminaron cayendo en el vitalismo, incluso en el misticismo (recordemos, según los criterios actuales, la epigénesis era la teoría científicamente correcta). No se salvaron de esa caída ni quienes admitían a la gravedad como responsable del desarrollo epigenético; tengamos presente que, después de todo, la fuerza gravitatoria era bastante incomprensible, incluso para el mismísimo Newton. Por el contrario, a los preformacionistas nunca les hizo falta el auxilio de fuerzas externas al embrión: sus homúnculos aumentaban de tamaño simplemente por nutrición. Es más, los preformacionistas ni siquiera requerían de causas finales, se bastaban con las eficientes. Sus hombrecillos sencillamente crecían, evolucionaban de forma medible y cuantificable, tal como lo estipula la filosofía cartesiana. En realidad, la epigénesis no es necesariamente vitalista, ni siquiera dualista[63]. Es cierto que, como vimos, muchos epigenetistas eran dualistas y requerían de una entidad externa a la materia (fuerza vital o gravedad, da igual) que gobernara el proceso de transformación del huevo en adulto.[64] Pero también puede darse epigénesis sin dualismo y es así precisamente como la concebía Aristóteles (Gilson, 1988).[65] De todos modos, debemos reconocer que la manera aristotélica de entender la epigénesis tampoco es muy cartesiana que digamos.

El desarrollo epigenético, incluso en su versión no vitalista -la considerada científicamente correcta-, era un proceso direccionado, teleológico, causado por una finalidad. Como vimos, el desenvolvimiento preformacionista, en cambio, no admitía causas finales, y eso lo hizo filosóficamente correcto. Los cartesianos del siglo XVIII sentían la necesidad de limpiar la naturaleza de finalidades. Lo habían conseguido con la física y la astronomía, pero la biología se resistía y la epigénesis era vista por los seguidores del gran René como la última trinchera de la irracionalidad medieval.[66] El propio Descartes había abolido de un plumerazo la noción aristotélica de substancia: la forma (o alma en el caso de los seres vivos) en su unión con la materia. Esa forma (o alma) era la causa final del devenir y la generación. Acabadas las substancias, separado el cuerpo del alma, chau a las causas finales (Gilson, 1988, p. 32). En el mundo insubstancial de René Descartes, solo había lugar para materia y materia extensa.[67]

§. Y Dios dijo: hagamos al homúnculo
Si bien los preformacionistas personificaban la razón pura, no debe pensarse que descreían de Dios y la creación divina. El cartesianismo en general estuvo lejos de ser contrario a la religión. Es más, hay quienes creen que el perfil mecanicista de la ciencia moderna responde al modo de entender la relación entre Dios y su creación por parte de los cartesianos, modo que hacía que la naturaleza (la creación, en definitiva) fuese comprensible en términos de leyes; obviamente, de leyes establecidas por el Creador (Bowler, 2000, p. 13).

El preformacionismo podía ser leído teológicamente, y de hecho así fue. Es más: esa teoría permitió reconciliar algunas ideas acerca de Dios que de otro modo hubiesen sido irreconciliables, como por ejemplo, que todo lo que existe ha sido creado una única vez, en un primer instante, lo que es coincidente con el Libro del Génesis (Gould, 2010a, p. 34). Para el filósofo alemán Gottfried Leibniz (1646-1716), el preformacionismo incluso explicaba de manera muy simple la inmortalidad del alma y el pecado original. Los epigenetistas, por su parte, afirmaban que Dios creaba y recreaba constantemente, toda vez que un nuevo germen se desarrollaba en el interior de su progenitor. Tal vez una posición intermedia entre esas dos haya sido la de San Agustín y sus razones seminales[68]: gérmenes de las cosas contenidos en la materia amorfa creada por Dios (elementos preexistentes, como los homúnculos del preformacionismo), pero que se manifestaban en el tiempo, desarrollando todas sus virtualidades (como prescribía la epigénesis).

En suma: el preformacionismo fue la teoría embriológica que más se ajustó a la ortodoxia cristiana, a la vez que se ubicó a la vanguardia de la ciencia y la filosofía. La identificación entre preformacionismo y religión llegó a ser tan fuerte que algunos autores han asegurado que la pérdida de confianza en la providencia (fenómeno que habría abarcado desde mediados del siglo XVII hasta mediados del XIX) se debió, justamente, a la caída del preformacionismo (Marques, 2005).

§. La gran cadena del ser
El preformacionista Bonnet y el epigenetista Maupertuis coincidían al menos en algo: todos los seres podían ser ordenados (idealmente, claro) en una única fila según su grado de perfección. La idea no era nueva: la encontramos en los platónicos de la Edad Media y en Aristóteles.[69] El filósofo e historiador de las ideas estadounidense Arthur O. Lovejoy (1873-1962) denominó a esa fila gran cadena del ser (gcs), expresión que tomó de un poema de Alexander Pope (1688-1744) de 1732 (Marques, 2005). Antes de seguir, una importante aclaración: la gcs era estática; sus eslabones eran fijos: no podían convertirse unos en otros; estamos aún bastante lejos de la idea de evolución.

En su Contemplación de la naturaleza de 1764, Bonnet colocó a los asbestos, los talcos y las pizarras[70] entre los minerales y las plantas (Jacob, 1999); a las hidras[71], entre las plantas y los animales; a los «peces voladores», entre los demás peces y las aves. Y así, todas las especies ocuparon su lugar en la cadena. Como vemos, el francés acomodó en la gcs a organismos e inorganismos; incluso dispuso en ella a los cinco elementos primordiales de Aristóteles: tierra, agua, aire, fuego, éter (Russell, 1916). El bicho humano tampoco se salvó de ser puesto en la gran fila india de los bichos. Al cirujano inglés Charles White (1728-1813) le cupo el dudosísimo honor de ser el primero (o uno de los primeros) en ordenar de menor a mayor a las razas humanas. La tarea no le fue fácil, ya que al colocar a los europeos en lo más alto de la serie (la superioridad de estos era una verdad de la época y del contexto), tuvo que explicar por qué algunos de sus rasgos más característicos, como el abundante vello facial, lo acercaban a los animales inferiores.[72] Lo que sigue es lo mejor que se le ocurrió:

El cabello fino, largo y ondulante parece haber sido dado para adorno. El Padre Universal ha agraciado con él a unos pocos animales y a aquellos de más noble tipo (y lo colocó) sobre el hombre [europeo] el jefe de la Creación, sobre el majestuoso león, el rey de la selva y sobre el más hermoso y útil de los animales domésticos, el caballo. (Citado en Gould, 1985, pp. 288-289)

La gcs aparece como una noción fundamental en los sistemas filosóficos de Baruch Spinoza (en su obra Ética), Gottfried Leibniz (en su Discurso) y René Descartes (en Meditaciones). La gcs era necesariamente completa y su extremo superior correspondía a la perfección, a Dios, al mismo autor de la cadena. Muy bien, pero ¿por qué una cadena completa y no solo un único ser perfecto? ¿Por qué no Él mismo llenándolo todo? ¿Por qué debían existir eslabones anteriores a Él, el último y definitivo, el perfecto eslabón? Es evidente que el trío Spinoza-Leibniz-Descartes suponía que una cadena completa era siempre más perfecta que un solo eslabón, por más perfecto que este fuese. De hecho, solo así podía entenderse por qué un Dios perfecto se había complicado la vida creando un mundo repleto de criaturas imperfectas. En efecto: todas las formas posibles debían necesariamente existir. Los organismos imperfectos eran necesarios en el orden de la creación: hasta el mismísimo ser humano. Adán Buenosayres, el personaje creado por nuestro Leopoldo Marechal, lo dijo bien clarito: «el creador necesitaba manifestar todas las criaturas posibles; el orden ontológico de sus posibilidades le exigía un eslabón entre el ángel y la bestia; y eso era el monstruo humano» (2000, p. 32). Bien, pero ¿por qué una cadena y no otra cosa; una red o un árbol de los seres, por ejemplo? Según parece, el principio de plenitud de raíz platónica no admitía otra representación que la de una cadena. Otra metáfora no hubiera sido lo mismo, por cuanto los espacios vacíos entre los hilos de una red o las ramas de árbol, por ejemplo, darían a pensar en la inexistencia de formas (lógicamente) posibles (Bowler, 2000, p. 56). La naturaleza jerárquica de la gcs, el ordenamiento lineal y progresivo de los organismos, es una consecuencia lógica de aquel principio.

De yapa, la cadena demostraba la existencia de Dios. En efecto, los eslabones intermedios de la gcs eran dependientes o contingentes, mientras que el del extremo superior era independiente o autosuficiente (si A causa B, B es menos perfecto que A: la causa es siempre más perfecta que su efecto), de manera que la sola existencia de seres imperfectos demostraba la existencia de uno perfecto: Dios. Siglos antes, San Anselmo (1033-1109) había llegado a una conclusión similar de un modo parecido: los seres eran buenos y bellos de un modo diverso y limitado, por lo que debía haber necesariamente un ser que tuviera esas perfecciones en grado supremo.

§. Toda la cadena en un solo eslabón
En el inicio, la gcs comprendía solo a formas adultas. A partir del siglo XVIII, cada uno de los eslabones de la gcs (cada organismo, en definitiva) comenzará a ser visto como una sucesión de fases que emulaba a la gcs en su totalidad; una pequeña cadenita cuyo último eslabón era, precisamente, aquel estadio adulto que formaba parte de la cadena mayor en representación del organismo total. De manera comprensible, esto no fue posible antes de que el conflicto entre preformación y epigénesis fuese zanjado a favor de esta última. Es claro; si la preformación hubiese resultado victoriosa, el desarrollo embrionario de cada eslabón individual no habría podido ser visto como una sucesión de fases cada vez más complejas o perfectas, ya que la preformación supone simplemente una sucesión de hombrecitos (en el caso humano, al menos) cada vez más creciditos (aunque de proporciones diferentes, hombrecitos hechos y derechos). La consagración de la epigénesis hizo entonces que en la teoría fuese posible trazar un paralelo entre el desarrollo embrionario de cada eslabón y la disposición de los organismos adultos en la gcs. Lo uno y lo otro mostraban sucesiones parecidas. La recapitulación, precisamente, es la teoría que sostiene que los estadios tempranos del desarrollo embrionario de organismos superiores (sobre todo animales) representan (paralelizan) estadios adultos de organismos inferiores; cada organismo, durante su desarrollo, repite la gcs hasta el punto que le corresponde en ella. Tampoco esta era una idea nueva: ya había sido anticipada por algunos filósofos presocráticos, en particular, Empédocles y Anaximandro. De todas formas, fue recién a finales del siglo XVIII, y en un marco filosófico muy concreto, el de la filosofía de la naturaleza centroeuropea o naturphilosophie (en alemán), que la teoría de la recapitulación halló suelo fértil. Corresponde, entonces, que sigamos hablando de filosofía.

Los filósofos de la naturaleza veían a la naturaleza como una unidad; los organismos e inorganismos eran para ellos parte de lo mismo; como parte de esa naturaleza, el hombre configuraba la más alta expresión de la materia sobre la tierra, y estaba indisolublemente ligado a todos los demás objetos. Eso en primer lugar. En segundo lugar, los naturphilosophen creían que en la naturaleza existía una tendencia al desarrollo progresivo y que todos los procesos naturales se movían en una única dirección, la única posible, desde la nada hasta la complejidad humana (Gould, 2010a, p. 50). «El hombre representa el mundo entero en miniatura», aseguró Lorenz Oken (1847, p. 2), uno de aquellos filósofos. Ahora bien; si en la naturaleza había una sola dirección posible para el desarrollo orgánico y si todos los procesos naturales (entre ellos el desarrollo embrionario y la progresión de especies adultas, es decir, la gcs) estaban gobernados por las mismas leyes, entonces, la sucesión de estadios embrionarios o fetales de un animal cualquiera (su desarrollo epigenético en definitiva) debía necesariamente repetir (recapitular) la disposición progresiva de los seres (adultos) que se hallaban detrás de él en la gcs. Este fue, precisamente, el fundamento filosófico de la recapitulación. Por supuesto, los recapitulacionistas no coincidían en todo. Incluso algunos veían cosas distintas en la sucesión embrionaria... o tal vez registraban lo mismo pero interpretaban cosas distintas. Tal es el caso de Oken y Meckel.

Lorenz Oken (1809-1881), gran anatomista y embriólogo alemán, entendía que el incremento en complejidad que se observaba durante el desarrollo obedecía a la aparición sucesiva de los distintos órganos que componían el adulto; así, veía a las criaturas inferiores como humanos a medio terminar, humanos con menos órganos. Esas criaturas eran, por esa sola razón, inferiores al Homo sapiens. En su Lehrbuch der Naturphilosophie, aparecido entre 1809 y 1811 y traducido al inglés en 1847 como Elements of Physiophilosophy (Elementos de fisiofilosofía),[73] Oken desgranó esta idea:

Paralelismo del feto con las clases animales.

A esto, el embriólogo Karl von Baer (1792-1876) contestará que, si fuese efectivamente así, si todos los animales fueran versiones incompletas de uno solo, el único completo, todos los organismos incluyendo el hombre deberían considerarse versiones incompletas de las aves, ya que estas, las únicas con pico y alas, son, según ese criterio, los bichos más completos, los mejor terminados (Sánchez-Garnica, 2005).

Por su parte, Johann Meckel (1781-1833), el otro gran biofilósofo alemán, imaginaba que durante el desarrollo no ocurría una adición progresiva de órganos sino un «aumento general de la organización». Meckel estuvo fuertemente influenciado por la figura de Georges Cuvier (1769-1832), y hasta se animó a criticar la ley de las conexiones de Geoffroy, el gran adversario del barón, autor del megaterio, el perezoso gigante extinguido de las pampas (Russell, 1916).

Geoffroy no es otro que Étienne Geoffroy Saint-Hilaire (1772-1844), un zoólogo estructuralista francés que acompañó a Napoleón en su malograda campaña a Egipto. Él, junto a otro francés, el médico y profesor Étienne Serres[75] (1786-1868), fueron los principales representantes de la filosofía de la naturaleza en Francia, donde recibió la denominación de trascendentalismo, término que hace referencia a la existencia de un plan básico de organización (uno para los animales, otro para las plantas) que trasciende todas las formas.[76] A diferencia de sus colegas alemanes (básicamente filósofos, con excepción de Meckel), Geoffroy y Serres poseían amplísimos conocimientos de morfología y embriología (Russell, 1916). Enseguida hablaremos de Geoffroy; por ahora quedémonos con el más joven de los Étienne.

A Serres lo que más le interesaba era conocer los mecanismos de la recapitulación. Le docteur creía que por alguna razón los diferentes animales detenían su crecimiento antes de alcanzar la fase hombre. Suponía que lo hacían por contar con una menor «fuerza formativa» (impulso misterioso que recuerda el élan vital de los vitalistas franceses novecentistas). Como médico, prestó especial atención a las malformaciones humanas (también lo hizo Geoffroy), e interpretó que podían ser causadas por una falla en esa oscura fuerza generatriz. Vio a los fetos humanos anencéfalos como moluscos o, mejor dicho, como criaturas que se habían desarrollado solo hasta el «estadio molusco» (artículo 3038 de Oken). También relacionó los testículos no descendidos del hombre con la condición observada en los peces adultos. Otras deformidades, como la polidactilia, fueron atribuidas por Serres a un exceso de esa misma fuerza vital. Esto de las malformaciones, como vimos, ya había sido planteado por Oken en su artículo 3049 de Elementos defisiofilosofia.

La ley de Meckel-Serres[77] (la recapitulación, tal como la entendían los filósofos de la naturaleza) era fijista. En efecto, como ya dijimos, los distintos eslabones de la gcs eran estáticos: no se vinculaban (hoy diríamos) filogenéticamente. De todos modos, es seguro que la creencia en un mundo dinámico e interconectado haya predispuesto a los filósofos de la naturaleza a volcarse hacia el evolucionismo. De hecho, Geoffroy y Johan Wolfgang Goethe (1749-1832), el gran poeta alemán (vinculado a la filosofía de la naturaleza, aunque no exactamente un filósofo de la naturaleza), terminaron abrazando esta doctrina, como veremos más adelante.

Hace unos años, veraneando en las playas de San Bernardo (costa atlántica de la provincia de Buenos Aires), uno de nosotros (Leonardo) escuchó a una persona que vendía pescados en la playa dar una definición del Squatina argentina que perfectamente podría haber salido de la boca de Oken: el popular angelito, tan rico a la plancha o en sopa, era para el pescador bonaerense una «mutación inconclusa entre tiburón y raya». Para este filósofo de la naturaleza criollo, el Squatina era, básicamente, una raya a medio terminar.

§. La evolución como posibilidad
Con más de cincuenta años cumplidos, Étienne Geoffroy Saint-Hilaire se hizo transformacionista. Naturalmente, su transformacionismo no surgió de un repollo; la cabeza del francés estaba preadaptada para esa posibilidad. Ya mencionamos su ley de las conexiones (criticada por Meckel) y su principio de unidad de tipo (aceptado por Darwin). Concretamente, este último establecía que todos los animales, invertebrados y vertebrados, se hallaban construidos con los mismos elementos estructurales, según un plan general (Lenoir, 1987). Dicho de otro modo, las estructuras orgánicas de un animal podían ser encontradas en otros, incluso muy distintos. De este principio surge precisamente su teoría de los análogos[78].

Geoffroy veía a los vertebrados como artrópodos invertidos (en efecto, estos por lo general poseen el cordón neural en posición ventral y el tubo digestivo en posición dorsal, exactamente a la inversa que en aquellos). La columna vertebral de los vertebrados era comparable con el exoesqueleto de los artrópodos, de manera que, en los primeros, el organismo se había desarrollado por fuera de una estructura que, en los segundos, era externa (Gould, 1999). De este modo, en la cabeza de Geoffroy, los metámeros de los artrópodos y los vertebrados (es decir, las unidades corporales seriadas y repetidas a lo largo de su eje longitudinal) eran (hoy diríamos) homólogos.[79] Habrían sido dos jóvenes naturalistas, unos tales Meyranx y Laurencet, quienes interesaron a Geoffroy sobre la curiosa inversión de los vertebrados al presentar en la Real Academia de Ciencias una memoria en la que comparaban a un cefalópodo con un vertebrado doblado hacia atrás hasta el nivel del ombligo[80] (Russell, 1916). En realidad, ya Aristóteles en su obra Sobre las partes de los animales había equiparado a los vertebrados con los cefalópodos, ensayando contorsiones similares. Insistimos: la idea de que las especies eran derivaciones o transformaciones de un mismo tipo básico de organización no implicaba evolución, pero sí era una condición necesaria para la transformación teórica de una forma en otra. De hecho, Geoffroy recién comenzó a pensar con seriedad en la posibilidad de la transformación en 1825, en su monografía «Investigaciones sobre la organización de los gaviales» (mientras que sus ideas sobre la unidad de tipo son anteriores; datan de 1818-22 y figuran en su obra Filosofía anatómica), reivindicando la figura del caballero de Lamarck -para escándalo del barón de Cuvier-. Por último, Geoffroy defendió un modelo de evolución discontinua mucho antes que Huxley y Francis Galton (bulldog y primo de Darwin, respectivamente), y reconoció la importancia evolutiva del clima -al ejercer su influencia directa sobre los organismos-, aunque entendiendo que la estructura de estos últimos estaba, en definitiva, impuesta con rigidez por las leyes de la forma. Buffon también había hablado de algo parecido, como veremos en el capítulo siguiente.

Para el joven Charles Darwin, despreocupado estudiante de teología en la Universidad de Cambridge, 1830 fue un año más. Seguramente ignoraba que, al otro lado del canal de la Mancha, la posibilidad teórica de la evolución estaba a punto de ser (por el momento) clausurada. En efecto, el debate público que hubo ese año entre Geoffroy y su archirrival Cuvier en la Real Academia de Ciencias de Francia, decidió la suerte del evolucionismo predarwiniano.[81] Como dijimos, Geoffroy ya era transformacionista en 1830, pero el eje de la polémica con el fijista Cuvier no pasó precisamente por el transformacionismo sino por su teoría de los análogos, la que planteaba, como vimos, la correspondencia entre los órganos de todas las especies animales (Packard, 1901, p. 124). Habiendo demostrado la existencia de un plan básico para artrópodos y vertebrados en 1820, y tras la lectura de la memoria de los susodichos Meyranx y Laurencet, Geoffroy intentó incluir a los moluscos en ese mismo plan. Cuvier no se lo toleró, lo que dio pie al debate. Era entendible: para el barón las diferencias entre las ramificaciones animales eran profundas e insalvables; ergo, la analogía era una mentira (más adelante ahondaremos en el pensamiento de Cuvier). Lo que sucedió durante la disputa es bien conocido. Durante un par de meses ambos se dijeron muchas cosas sin llegar a ponerse de acuerdo en nada. Un buen día, Geoffroy dio por terminado el debate unilateralmente y se retiró de la Academia. Ante los ojos de la historia, Cuvier, muerto en 1832, fue el vencedor; en todo caso, ganó por abandono cuando el partido estaba empatado.

Al igual que Geoffroy, Goethe creía en la existencia de un plan básico de organización para los animales y otro para las plantas. Efectivamente, en su obra La metamorfosis de las plantas, el llamado último hombre universal[82] planteó que todas las partes de la planta eran hojas modificadas. Su reconstrucción de la planta primitiva como una gran única hoja se basa justamente en esa hipótesis. El mismo autor de Fausto nos cuenta cómo llegó a concebirla. Fue durante un viaje a Padua, Italia, en 1786, al encontrar

una palmera flabeliforme que atrajo poderosamente [su] atención. Por fortuna, hallábanse todavía en el suelo las primeras hojas, simples, lanceoladas, y la separación de las demás hojas [en el tallo] aumentaba progresivamente hasta alcanzar por último el aspecto de un abanico perfectamente desplegado. (Citado en Schirber, 1949, p. 197)

Ojo: lo de metamorfosis puede malinterpretarse. No se trata ciertamente de una evolución spenceriana, ni siquiera de una transformación orgánica visible (como la que sufren las ranas y sapos durante su desarrollo a partir de renacuajos). Metamorfosis era para el poeta alemán la encarnación de su planta ideal en las diferentes estructuras que conforman las plantas reales (Levit y Meister, 2006); por supuesto, esto jamás podría comprenderse por fuera del marco de la morfología idealista.

También todos los animales podían derivarse de una forma básica original; hasta el hombre, como buen animal que es. Hay que recordar que por entonces estaba muy extendida la idea de que los seres humanos eran distintos, de que tenían algo que los diferenciaba del resto de los animales. Le correspondió justamente a Goethe demostrar que el ser humano era un animal de pies a cabeza y que las piezas con que estaba construido podían encontrarse en otros animales. En tiempos de Goethe era sabido que humanos y monos eran casi idénticos. Y subrayamos el casi, porque había un pequeño detalle, algo que aparentemente hacía a los humanos distintos: la ausencia de un cierto hueso craneano presente en todos los demás mamíferos, incluso en los monos: el intermaxilar, una pieza del techo de la boca. Esa aparente ausencia había sido ya observada por varios antropólogos, como Petrus Camper (1722-1789) y Johann Blumenbach (1752-1840), y constituía uno de los pocos argumentos (si no el único) que soportaba la singularidad biológica del hombre (Lenoir, 1987; Russell, 1916). Confiando en su olfato recapitulacionista, Goethe buscó y buscó hasta encontrar ese dichoso hueso de la discordia en humanos muy jóvenes: precisamente, en la fase fetal correspondiente al mono (Lenoir, 1987).

El poeta pensaba que era posible una ciencia de la vida (lo que en 1802 Gottfried Treviranus había llamado biología) solo si se admitía la existencia de leyes de organización. Obviamente, no de leyes caprichosas sino capaces de producir formas (hoy diríamos) adaptadas a las condiciones externas de existencia (Lenoir, 1987). Cuvier, el principal rival intelectual de Goethe y vencedor oficial de Geoffroy en el debate de París, era de la misma opinión. Ya hablaremos de esto más adelante.

La teoría vertebral del cráneo (TVC) está claramente encuadrada en la morfología idealista. Goethe y Oken la formularon en simultáneo en 1819. El cráneo, sostiene la TVC, no es otra cosa que una serie de vértebras modificadas y fusionadas en una única pieza. Refiere Goethe que esta idea maduró en su cabeza al hallar un cráneo de bóvido en Venecia, Italia, durante un viaje realizado a ese lugar en 1790:[83]

>Al pasar por los médanos de Lido, como frecuentemente lo hacía, encontré un cráneo de oveja tan afortunadamente despedazado, que me confirmó en la gran verdad según la cual todos los huesos del cráneo no son sino vértebras transformadas. (Citado en Schirber, 1949, p. 197)

Como sucede siempre que a dos o más personas se les ocurre la misma idea al mismo tiempo,[84] se libró entre ambos filósofos una batalla por la cuestión de la prioridad. Oken alegó que ya en 1806 (recordemos, la teoría es de 1819) él había advertido la relación entre el cráneo y las vértebras al toparse con la cabeza rota de un ciervo (Goethe lo había hecho con el de una oveja). Que la cabeza de los vertebrados estaba formada por vértebras era claro; sobre lo que no había acuerdo era en el número de piezas vertebrales que la conformaban. Goethe veía seis, Oken al principio tres, Geoffroy siete; el número más aceptado terminó siendo cuatro, cifra en la que acordaron tanto Oken como Owen (Russell, 1916). Más allá de la cuestión de la bendita prioridad, el hecho de que la TVC haya germinado en paralelo en las cabezas vertebradas de Oken y Goethe demuestra que se ajustaba a la perfección a la lógica del trascendentalismo, marco filosófico que sustentaba las ideas de ambos.

Años después, Richard Owen (1804-1892) retomará aquella teoría (varias vértebras hacen un cráneo) e imaginará un vertebrado arquetípico sin cabeza que, en lugar de cráneo, poseía un número de elementos vertebrales separados.[85] Su contrincante, el evolucionista Thomas Huxley, positivista y, por lo tanto, antidealista, si bien creía en los tipos (al menos en principio, como vimos en el capítulo I), terminó rechazando la naturaleza vertebral del cráneo seguramente por la identificación que esa teoría tenía con el arquetipismo de Owen y la metafísica de los filósofos de la naturaleza. Más acá en el tiempo, los evolucionistas Francis M. Balfour (1876-1878), a fines de siglo XIX, y Edwin S. Goodrich (1868-1946), a principios del XX, aportarán datos embriológicos a favor de la naturaleza vertebral del cráneo, dándoles así la razón a Oken, Goethe y Owen (en el capítulo VII hablaremos de las pruebas moleculares que corroboran esta vieja creencia estructuralista). Permítasenos aquí una digresión filogenética. En el siglo XIX, los evolucionistas que aceptaban la TVC orientaban la búsqueda del ancestro de los vertebrados hacia una forma sin cráneo tipo anfioxo. De la misma manera, los que no lo hacían, apuntaban ese origen hacia formas invertebradas con una cabeza completamente formada. Entre estos últimos, William Patten (1861-1932) hizo derivar a los ostracodermos del Paleozoico (los primeros peces, acorazados y sin mandíbulas) de los euriptéridos (unos escorpiones marinos, también paleozoicos), algo que hoy suena absurdo pero que en la década de 1890 parecía aceptable.

¿Fue Goethe efectivamente un evolucionista? No es claro. Los que creen que sí se apoyan en una distinción que él hizo entre dos fuerzas formatrices opuestas, una conservadora (centrípeta o de especificación) y otra modificadora (centrífuga o de metamorfosis), de cuya lucha resultaría la permanencia o evolución de la especie. A su vez, los que creen que no alegan que los planes básicos de organización que el alemán postuló para plantas y animales eran ideales, y que sus mentadas metamorfosis no eran más que encarnaciones de cada uno de esos planes ideales en organismos reales. En este sentido, dicen, al hablar del origen del cráneo vertebrado, Goethe no habría estado insinuando la existencia real de un antepasado sin cráneo, sino la existencia ideal de un arquetipo o molde básico. Entonces, sobre este punto no habría diferencias entre Goethe, Oken y otros filósofos fijistas. Según parece, Charles Darwin compartía esta última opinión, ya que no incluyó al poeta entre sus precursores en el Bosquejo Histórico de El origen.[86] En cambio, no hay dudas sobre el evolucionismo de Geoffroy; para el francés la evolución era causada, sin entrar en detalles, por la influencia del ambiente y las condiciones de vida.

Resumiendo, hacia fines del siglo XVIII y principios del XIX, algunos trascendentalistas entrevieron la posibilidad de la evolución. Sobre los motivos por los cuales ese evolucionismo no logró despegar, algo hemos dicho.

Concretamente, responsabilizamos al barón de Cuvier (sobre el que volveremos más adelante) y señalamos como decisiva su influencia (negativa, claro), sobre todo a partir de su triunfo por abandono en el debate de París. Adelantamos aquí que el partido revancha tendrá otro resultado, aunque esta vez el evolucionismo saldrá a la cancha con una camiseta distinta: la del adaptacionismo darwiniano.

§.¿Un filósofo de la naturaleza en el Plata?

Como la mayoría de las modas europeas, la filosofía de la naturaleza llegó tarde al río de la Plata. Lo hizo en 1861, de la mano del prusiano Hermann Burmeister, venido al país a instancias de Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) para ocupar el cargo de director del actual Museo Argentino de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia[87].

Burmeister defendió la inmutabilidad de las especies hasta su muerte en 1892, a los 85 años. En realidad, esa doctrina ya estaba herida de muerte cuando se hizo cargo de la dirección de la institución, en 1862, de manera que es entendible que, desde su llegada a Buenos Aires, el prusiano haya desentonado en la comunidad científica local, evolucionista y, para peor, spenceriana.

Burmeister es habitualmente asociado con el creacionismo duro, definido como el Adam Sedgwick[88] de las pampas, la versión criolla del obispo Wilberforce[89]. Pero pensemos, ¿habría amparado el Loco Sarmiento a un personaje de esa calaña? Seguramente no. Burmeister era fijista, de eso no hay duda, pero no un fanático religioso. También era un cabeza dura, pero no lo era menos que el campeón argentino del evolucionismo, Florentino Ameghino, por lo que su extemporáneo fijismo no tendría que ver (al menos no solamente) con su testarudez.[90] Para comprender por qué Burmeister no se salió nunca del fijismo no hay más que leer sus trabajos, sobre todo los anteriores a su llegada al país. El más representativo de ellos es, pensamos, Historia de la creación, de 1843. En efecto, no hay nada en sus publicaciones posteriores que haga ver un cambio de opinión con respecto a lo que allí se lee, al menos en cuanto a la inmutabilidad de las especies. Mucho de lo que encontramos en ese libro recuerda a la morfología idealista de Oken y Goethe (ya en los 40, pasadísima de moda): los organismos como reflejos de ideas puras e inmutables, la visión de una lucha continua entre la idea y su realización, la estructura final de los organismos vista como el resultado de la materialización de una idea en un momento y lugar determinados, y otras cosas por el estilo. El alejamiento del tipo ideal, causado por la actuación de agentes secundarios, se presenta en Burmeister como una verdadera degradación o degeneración. No había posibilidad de que esos agentes causaran, por sí solos, un mejoramiento; por ese lado, la puerta a la evolución estaba cerrada con siete candados (también Buffon había trancado esa puerta del mismo modo). Pero la sucesión paleontológica no mostraba un deterioro sino, por el contrario, un perfeccionamiento gradual, un progreso. Justamente, ese perfeccionamiento no era el resultado de aquellos agentes secundarios sino de la materialización de formas reales cada vez más perfectas a raíz de un mejoramiento general de las condiciones: hay aquí, sin dudas, perfeccionamiento sin evolución.

El prusiano creía ver en ciertos animales extinguidos una combinación de rasgos que en la actualidad se presentaban en grupos separados. Desde una perspectiva idealista, no había una explicación fácil para esa rara mezcolanza de caracteres. Si las ideas eternas a partir de las cuales se originaban los animales reales eran independientes, ¿cómo eran posibles esas combinaciones? Burmeister no profundizó al respecto; solo dijo que la naturaleza utilizaba siempre los mismos «modos de diferenciación», aunque en diferentes combinaciones. Así, el prusiano veía posible que ciertos rasgos se manifestaran de forma reiterada en diferentes grupos a lo largo del tiempo geológico, en especial, en grupos dominantes o que presentaban el máximo nivel de organización en ese momento.

En definitiva, el evolucionismo no encontró el modo de meterse en la dura cabeza de Burmeister. El andamiaje teórico del viejo prusiano era firme (así, al menos, lo veía él); todas las piezas encajaban más o menos bien, de modo que la evolución no hacía falta. Por su parte, Moreno[91] y Ameghino no le dieron tantas vueltas al asunto y aceptaron la evolución de entrada; no estaban tan condicionados mentalmente como lo estaba el europeo. Por último, si bien es cierto que Burmeister fue educado en la filosofía de la naturaleza y que fue tipologista hasta la muerte, hay creencias suyas que lo acercan al materialismo antimetafísico (opuesto a la filosofía de la naturaleza) que era, por otra parte, la filosofía ideológicamente correcta a mediados del siglo XIX (Salgado y Navarro Floria, 2001). Por lo tanto, no sería justo ubicarlo sin más en la naturphilosophie.

Respondida la pregunta del subtítulo, dejemos Buenos Aires y regresemos a Europa a encontrarnos con Cuvier, verdugo oficial del evolucionismo predarwiniano. Como a Burmeister, al francés se lo acusa de anacrónico y fanático religioso; como Burmeister, tuvo sus motivos para rechazar el evolucionismo. Conozcamos, pues, cuáles fueron esos motivos.

Capítulo III
Esperando a Darwin

Contenido:
§. La hora de Cuvier
§. Las revoluciones geológicas
§. La pampa es un viejo mar
§. Catastrofismo y progresivismo
§. Lyell y las bases de la geología y biología darwinianas
§. La idea del diseño y la teología de la naturaleza
§. En el nombre de Paley
§. A la sombra del reverendo
§. Lamarck y el evolucionismo francés
§. Fijismo en todas sus variantes
§. Von Baer y el fijismo ruso
§. Los inicios del darwinismo

§. La hora de Cuvier
Cuvier y Geoffroy eran amigos cuando trabajaban en el Museo de Historia Natural de París.[92] Sin embargo, terminaron distanciándose a causa de sus distintas opiniones sobre la organización de los animales (¡aunque seguramente no solo por eso!). Geoffroy, como vimos, abrazó la evolución en 1825; Cuvier, en cambio, nunca lo hizo, pero no por razones teológicas o morales como se suele insinuar, sino porque pensaba que era imposible: teóricamente imposible. Por motivos similares también rechazó la gran cadena del ser y la recapitulación. En tiempos de Cuvier, el evolucionismo ya se discutía profundamente y, con seguridad, nuestro barón reflexionó sobre esa opción. ¿Por qué entonces terminó rechazándola? La respuesta a esta pregunta la encontramos en su temprana obra, El reino animal, escrita en 1817. Allí, el noble francés distingue cuatro diferentes tipos de organización o ramificaciones: Vertebrata (vertebrados), Articulata (artrópodos y gusanos segmentados), Mollusca (verdaderos moluscos y otros invertebrados simétricos no segmentados) y Radiata (cnidarios y equinodermos). Recordemos que Goethe y Geoffroy sostenían la existencia de un único plan de organización o composición animal,[93] cuya existencia (el fondo del asunto en definitiva) era crucial para el transformacionismo. En su debate con Cuvier, Geoffroy no pudo demostrar esa unidad subyacente (por alguna razón, la carga de la prueba terminó recayendo sobre él), lo que hizo teóricamente imposible que un organismo inferior (como un molusco) pudiera transformarse, por evolución, en una forma superior (como un vertebrado). Los límites entre las ramificaciones no podían transponerse; luego, la evolución era imposible. Cuvier ganó ese primer partido y el evolucionismo continental predarwiniano, encarnado en las figuras de Geoffroy y Goethe, fue derrotado antes de tiempo. Por supuesto, estaba también el evolucionismo de Lamarck, pero la autoridad de Cuvier era tan absoluta, y su antievolucionismo tan categórico, que nadie se atrevió a tomar en serio al evolucionismo hasta mucho después. Y menos el de Lamarck, que por cierto era bastante raro, aun para evolucionistas como Geoffroy.

Las diferentes partes de un animal debían estar coordinadas de modo de posibilitar su existencia. Eso prescribía con precisión la ley de coexistencia de Cuvier de 1812: «todo ser organizado forma un conjunto, un sistema único y cerrado, en el que todas las partes se corresponden mutuamente, y convergen a la misma acción definitiva por una reacción recíproca» (citado en Caponi, 2004a). En principio, esta ley admitía un número infinito de organismos. Sin embargo, a causa del llamado principio de condiciones de existencia, en la naturaleza existía solo una mínima fracción de esos organismos posibles (2004b, p. 19). A estas condiciones de existencia hay que entenderlas como una intersección entre dos conjuntos. Por un lado, el de las correlaciones compatibles entre sí desde el punto de vista fisiológico; por el otro, el medio en el cual el organismo debe vivir. Como puede verse, las condiciones de existencia de Cuvier nada tienen que ver con las condiciones de vida de Darwin, como no se cansa de repetir nuestro filósofo rosarino. De hecho, aquel principio permitía la existencia de solo cuatro ramificaciones, por lo que era inconcebible la existencia de organismos por fuera de ellas. De este modo, el principio de condiciones de existencia, el gran aporte teórico de Cuvier, se convirtió en el gran obstáculo teórico a la evolución.

¿Pensaba el francés que la estructura final de un organismo era la causa de cada una de sus partes? Algunos autores como el historiador de la biología William Coleman piensan que sí, y ubican al barón en la misma línea que Aristóteles y sus causas finales; finalidad de orden interno, pero finalidad al fin (valga la redundancia). Otros, como el norteamericano Christopher McClellan (2001) y el mismo Gustavo Caponi opinan que no y sostienen que Cuvier empleaba la terminología aristotélica solo como un recurso investigativo para realizar inferencias. El barón entendía cada parte del ser vivo a partir de la consideración del conjunto, pero no creía que ese conjunto fuese la causa de las partes individuales (lo que sí supondría teleología). De acuerdo con el norteamericano y el rosarino, Cuvier habría evitado toda referencia a la teleología natural y a las causas finales.

¿Dónde se ubica Cuvier en el esquema R/O de Amundson? Stephen Gould ha señalado que la clasificación cuvieriana en cuatro ramificaciones tiene mucho de funcionalista, si bien «huele a estructuralismo» (2004, p. 323). Pero hay que recordar que junción (al igual que funcionalismo) es un término que se emplea con sentidos distintos. Como dijimos en el capítulo I, desde el externalismo (perspectiva que pone el acento en las causas externas) se suele hablar de función en el sentido de adaptación; es desde este punto de vista un concepto histórico, ya que, implícita o explícitamente, hace referencia al origen de la estructura (para William Paley, como veremos, ese origen estaba en un diseñador inteligente; para Darwin, en la selección natural). Desde el internalismo también se habla de función, pero con referencia al aquí y al ahora, a la relación de las partes con la totalidad.[94] A esto último parece que se refería Cuvier, cuyo interés pasaba por la coordinación de todas las partes en una totalidad funcional más que por las adaptaciones individuales. De hecho, Gould (2004) habría errado en considerar a Cuvier como uno de los mayores exponentes de la tradición funcionalista (entendida como adaptacionista), una perla negra en la Europa continental, mayormente de tradición estructuralista. El mismo error habrían cometido Peter Bowler (2000, p. 266) y Michael Ruse, además del propio Ron Amundson (1998, p. 155).[95] Entonces, si se quiere, Cuvier era internalista-funcionalista (funcionalista alla Russell), pues apuntaba al funcionamiento interno o coherencia funcional más que a leyes internas de la forma o a principios organizacionales, si bien compartía con los internalistas-formalistas una visión no centrada en la adaptación al ambiente exterior. El olor que sentía Gould era terminantemente olor a internalismo.

Llama mucho la atención que el archirrival de Cuvier haya sido Geoffroy y no Lamarck. ¿No es este último, después de todo, nuestro héroe evolucionista predarwiniano? A Steve Gould, eso no le llama la atención. El neoyorquino piensa que Cuvier y Lamarck, a pesar de sus muchas diferencias, compartían una visión funcionalista (nuevamente, entendida como adaptacionista). En cambio, McClellan cree que Cuvier estaba tan lejos de Geoffroy como de Lamarck: lejos del primero, porque no admitía la existencia de principios de organización internos autónomos, como la unidad de tipo; lejos del segundo, porque no creía en la gran cadena del ser.

§. Las revoluciones geológicas
Georges Cuvier es tal vez más conocido por su pensamiento geológico que por sus aportes al conocimiento sobre el funcionamiento de los animales. [96]En el ámbito de la geología, su figura se asocia con la doctrina que sostiene que los cambios geológicos más importantes ocurridos en la historia del planeta han sido violentos y extraordinarios. El catastrofismo, de esta doctrina hablamos, no solo explicaba la formación de la corteza terrestre y el relieve, sino también (sobre todo a partir del siglo XIX) las discontinuidades en el registro fósil. En particular, el barón de Cuvier pensaba que, cada tanto, la superficie del planeta era afectada por cataclismos (sobre todo inundaciones, pero también incendios y otros tipos de calamidades) que causaban la extinción de todas (o la mayoría de) las formas existentes.[97] Así, el título de la principal obra geológica de Cuvier, publicada en 1812, hace referencia a esas catástrofes exterminadoras: Discurso sobre las revoluciones de la superficie del globo.

Entre los catastrofistas apuntamos además a Alcide d'Orbigny (1802-1857) y Hermann Burmeister, el director prusiano del museo público de Buenos Aires, a quien ya conocimos en el capítulo anterior. Al igual que Abraham Werner (1750-1817), pionero del catastrofismo, d'Orbigny era neptunista, es decir que creía que todos los estratos, o al menos los más importantes, se habían formado en la profundidad de los océanos[98] a partir del residuo cristalizado de antiguas inundaciones. Nuestro testarudo profesor prusiano creía, en cambio, que la historia del planeta podía dividirse en dos fases distintas, una plutonista (o volcánica) y otra neptunista.[99]

En su Prodrome de Paléontologie Stratigraphique de 1849, d'Orbigny expuso ideas aún más dramáticas que las de Cuvier, proponiendo la creación y aniquilación a lo grande de faunas enteras como resultado de una desgraciada catástrofe natural (Depéret, 1995). Ironías de la historia: el fijista d'Orbigny se valió de la clasificación de invertebrados fósiles del evolucionista Jean Lamarck para sostener las ideas catastrofistas de Cuvier; del mismo modo, pero al revés, el evolucionista Charles Darwin se basará en las clasificaciones del fijista Richard Owen y del propio d'Orbigny para favorecer sus propias teorías evolucionistas.

§. La pampa es un viejo mar
Alcide d'Orbigny anduvo por nuestros pagos. Vino a las provincias del Plata representando al Museo de Historia Natural de París, una vez finalizadas las guerras independentistas (estuvo entre 1827 y 1829), con la misión de reunir datos de la flora, fauna y gea de la región. Parecía una tarea sencilla, pero la buena suerte no lo acompañó: llegó justito para presenciar la caída del gobierno de Bernardino Rivadavia (en junio del 27) y andaba aún por aquí cuando Juan Lavalle fusiló a Manuel Dorrego (en diciembre del 28). Al no contar con un salvoconducto oficial como el que años más tarde obtendrá Charles Darwin de manos de Juan Manuel de Rosas, d'Orbigny se vio impedido de transitar con libertad por el interior del país. A pesar de todo, el francés pudo recorrer parte del territorio y colectar una buena cantidad de fósiles, piezas que más tarde utilizará como indicadores bioestratigráficos. Dicho sea de paso, el francés es considerado como uno de los primeros bioestratígrafos, si bien la utilización de fósiles con esos fines se remonta al siglo XVIII.

Como resultado de ese viaje surgió esa monumental obra que es Viaje a la América meridional. La primera historia geológica de nuestro subcontinente se halla en ese libro, con mayor precisión, en los capítulos dedicados a la geología y la paleontología (publicados en 1842). Vale la pena conocer ese dramático relato (que dividimos en cuatro actos breves), que sirvió de base a los estudios posteriores de Darwin y Burmeister.

Acto 1. Antes del Terciario.

América del Sur atraviesa un largo período de enérgicas convulsiones (de ahí la escasa representación de los depósitos jurásicos y, en menor medida, de los cretácicos).

Acto 2. El Terciario.

Un tiempo bastante tranquilo; la depositación de los sedimentos del llamado mar guaranien[100] (el tertiaire patagonien, repleto de moluscos) nivela el relieve esculpido por las tempranas sacudidas del acto primero (sin embargo, no todo habría quedado bajo el agua del mar guaraní: los troncos fósiles y los restos del mamífero Toxodon paranensis hallados en Feliciano, al norte de Entre Ríos, los delicados huesitos del roedor Megamys y los moluscos de agua dulce hallados en Patagonia, revelan la presencia cercana de tierras emergidas).

Acto 3. Arcilla Cuaternaria.

La tranquilidad se acaba. La corteza se enfría y, una vez consolidada, se ahueca. La materia desplazada de la corteza ahuecada origina las cordilleras, lo que provoca un desastre geológico. En efecto, esos movimientos corticales ocasionan un importante desplazamiento de las aguas del mar y el exterminio completo de las faunas continentales, cuyos restos se esparcen por todo el interior del subcontinente: el depósito de la llamada argile pampéene corresponde precisamente a este evento.

Acto 4. Diluvio.

Otras sacudidas más leves causan un nuevo desplazamiento de las aguas. Estos movimientos están vinculados al vulcanismo andino, no al levantamiento de la cordillera como los correspondientes al acto previo. En realidad, los llamados «terrenos diluvianos» tienen un doble origen: marino (los depósitos de conchillas de San Pedro, San Blas y Montevideo) y también continental.

La historia en su última etapa (nuestro acto 4) coincide básicamente con el mito bíblico del diluvio universal. Pero ojo: d'Orbigny, al igual que otros catastrofistas, no pensaba en una inundación milagrosa enviada desde el Cielo como castigo. Sí creía, en todo caso, que Moisés, el autor o uno de los autores del Génesis, había tenido conocimiento de un suceso real y basado en él su relato mítico. «La pampa es un viejo mar», dice un hermoso poema-canción de los pampeanísimos Ricardo Nervi y Alberto Cortez, inspirada verosímilmente en las ideas de aquel bioestratígrafo francés, viejo catastrofista.

Al poco tiempo de publicado el volumen geológico de Viaje a la América meridional (en 1842), Charles Darwin dará a la imprenta sus Observaciones geológicas sobre América del Sur (en 1846). El inglés, que también había caminado por suelo argentino (entre 1832 y 1834, apenas tres o cuatro años después que el francés), ofrecerá una versión muy distinta de la evolución geológica del subcontinente sudamericano, más apacible, menos ligada a debacles. Nuestro futuro campeón del evolucionismo sabía que el catastrofismo geológico estaba pasando de moda y que, más tarde o más temprano, sería reemplazado por el uniformitarismo, doctrina que sostiene la unidad de causas e intensidades (ese reemplazo sucederá en efecto a mediados del siglo).[101] El rubio pasajero del Beagle supo ver el cambio de paradigma en ciernes, y adoptó con rapidez el modelo progresivo, el de Charles Lyell (1797-1875), fundador de la moderna geología. Su forma de entender la evolución biológica se ajustará perfectamente a ese modelo, como veremos en el capítulo IV.

§. Catastrofismo y progresivismo
El catastrofismo establecía que los procesos que habían dado forma a la corteza terrestre eran muy distintos a los que actuaban en el presente, al menos en cuanto a su intensidad. También, que cuanto más jóvenes eran los estratos, más parecidos eran los fósiles a los organismos vivientes; en este sentido, los catastrofistas veían en las sucesiones paleontológicas una direccionalidad.[102] Normalmente (pero no siempre) esa direccionalidad parecía apuntar a un perfeccionamiento o mejoramiento; en esto (y solo en esto), la lectura catastrofista del registro paleontológico era coincidente con la de los evolucionistas de la época, sobre todo aquellos que se inclinaban hacia el lamarckismo[103]. Ahora bien, ¿qué podía causar esa direccionalidad? ¿Dios? En principio, no era descabellada la idea de un gobierno celestial del proceso; un ser superior llevando las cosas hacia la aparición (final) del hombre, último peldaño de la creación. Sin embargo, Dios iba teniendo cada vez menos lugar en las explicaciones geológicas (excepto en las duras cabezas de los teólogos de la naturaleza, a quienes conoceremos más adelante en este mismo capítulo), y los geólogos (catastrofistas y uniformitaristas sin distinción) se inclinaban ahora hacia causas absolutamente naturales. En concreto, para explicar esa (aparente) direccionalidad postularon la teoría del enfriamiento terrestre (tet), la cual trascenderá en un contexto evolucionista, luego de que el darwinismo hiciera suyo el progresivismo, hacia 1870 (Lyons, 1993).[104] La idea de fondo era que los organismos iban sucediéndose de peor a mejor o al revés (por creación o por evolución), según las condiciones mejoraran o empeoraran; o mejor dicho, según se acercaran o alejaran del óptimo climático del grupo al que pertenecían. La tet explicaba de manera simple por qué algunos organismos del pasado, como los grandes dinosaurios del Mesozoico, parecían superiores (más grandes, más eficientes) a los actuales representantes de su grupo. Según esta perspectiva, aquellos grandes saurios habrían vivido bajo las condiciones óptimas para los de su clase (la de los reptiles); a partir de entonces, a raíz del enfriamiento, solo fue posible una desmejora de las faunas reptilianas. Veremos en el capítulo V («Y Dios dijo: hagamos al arquetipo») cómo Owen enarbolará la superioridad de los dinosaurios con el claro propósito de favorecer una visión no progresivista de la historia paleontológica de la tierra.

En definitiva, la tet encajaba muy bien en el catastrofismo. Precisamente, las sacudidas o cataclismos que marcaban el ritmo de la evolución geológica del planeta podían atribuirse a ese enfriamiento.[105] Como veremos, la tet no era admisible en un contexto de ciclos geológicos, como el planteado por Lyell.

El reverendo William Buckland (1784-1856), profesor de Oxford, centro del conservadurismo anglicano, fue a la vez un teólogo de la naturaleza, un geólogo catastrofista y un paleontólogo progresivista partidario de las creaciones sucesivas (Bowler, 2000, p. 287): lo que hoy llamaríamos un creacionista científico (p. 238).[106] Aunque Buckland siempre estuvo un poco al margen de la controversia uniformitarismo-catastrofismo, terminó volcándose hacia el segundo por pura conveniencia, ya que las violentas sacudidas que planteaba esa doctrina le permitían explicar mejor la completa destrucción de faunas y floras (Buckland, 1837, p. 121). Lo que más le interesaba al profe de Oxford era destacar que esas transformaciones geológicas (sobre todo la aparición de las tierras emergidas) fueron convenientes a la aparición del hombre: para Buckland, la geología revelaba el plan de Dios (p. 44).

§. Lyell y las bases de la geología y biología darwinianas
Charles Lyell, el precursor de la geología moderna, pensaba, en sintonía con el uniformitarismo huttoniano[107], que la tierra se había transformado muy despacio desde su formación. Su obra más importante, Principios de geología, es un alegato (claro, Lyell era abogado de profesión) a favor de la invarianza de las leyes naturales (doctrina conocida como actualismo).

Sin ser un biólogo, Lyell ocupa un lugar destacado en la historia de la biología por haber influido al gran Darwin. En efecto, nuestro campeón creía que la evolución biológica era el resultado de un mecanismo (la selección natural) cuyos efectos eran imperceptibles a escala humana y que operaba en la actualidad con la misma intensidad que en el pasado (uniformitarismo biológico). Sin embargo, la influencia del abogado y geólogo llega hasta ahí nomás. Hay aspectos del sistema lyelliano que nada tienen que ver con el evolucionismo de Darwin. Para empezar, los cambios que Lyell tenía en la cabeza eran cíclicos, básicamente, fases alternantes de erosión y depositación. Aquí, como podemos ver, no hay direccionalidad posible; es sin duda un modelo muy distinto al de los direccionalistas, partidarios del enfriamiento terrestre. Los organismos acompañaban a la tierra en sus ciclos eternos. El abogado de la geología pensaba que aquellos que habían vivido en el Mesozoico eran diferentes a los actuales, no porque correspondieran a un orden de creación anterior, como creían los seguidores de Buckland, sino simplemente porque las condiciones climáticas del planeta durante esa era geológica habían sido otras. Lyell no tuvo empacho en asegurar que, cuando esas condiciones se restablecieran, cuando la ruleta del tiempo retornara a su punto Mesozoico, los dinosaurios reaparecerían: «[e]ntonces quizás aquellos géneros de animales retornen [...] El enorme iguanodonte quizás reaparezca en los bosques, y el ictiosaurio en el mar, en tanto el pterodáctilo quizás revoloteé otra vez en las copas de los helechos arborescentes» (Lyell, 1832, p. 7).[108] Claramente, la noción de cambio irreversible es algo que el evolucionismo heredó de la tradición catastrofista, no de Lyell.

En la larga vida de Hermann Burmeister se distinguen con claridad dos etapas: la primera, catastrofista, y la segunda, uniformitarista. En Historia de la Creación, obra correspondiente a la primera etapa, se sostiene que la superficie del planeta ha sido esculpida por debacles (Salgado y otros, 2007), mientras que en Descripción física de la República Argentina, publicada entre 1876 y 1886 y correspondiente a la segunda etapa, se asegura que los depósitos pampeanos se han originado por causas graduales, de modo que la muerte de los mamíferos fósiles allí sepultados no es atribuida a ninguna catástrofe dorbigniana. En el plano geológico, también se afirma en esta última obra que los aluviones marino-litorales de la costa bonaerense se han originado de modo lento y gradual. Evidentemente, en los 80 el catastrofismo era cosa del pasado, aun para un viejo conservador como Burmeister.

Volviendo a Lyell, digamos que, al igual que la mayoría de sus colegas, no se ocupó solo de geología sino de un montón de cosas: paleontología, biogeografía, en fin, de todo lo que en aquel tiempo abarcaba la (así llamada) historia natural. Específicamente, el segundo volumen de sus Principios de geología de 1832 es muy biológico: contiene un largo argumento a favor de la inmutabilidad de las especies, contrario por igual a las teorías transformacionistas de Geoffroy (estructuralista) y Lamarck (funcionalista en el sentido que le da Gould). De este modo, Lyell parece encajar bien en la división clásica entre creacionismo-fijismo y evolucionismo: es definitivamente un fijista, aunque su discurso está bastante lejos del clásico estilo bíblico de los teólogos de la naturaleza[109] (Bowler, 2000, p. 265).

A diferencia de Cuvier y Burmeister, el fijismo de Lyell no tendría que ver con la existencia de obstáculos teóricos a la evolución, aunque es indudable que su modelo de cambio cíclico no favorecía al evolucionismo (salvo que se piense en especies que evolucionan e involucionan cíclicamente). Como geólogo, Lyell tenía preocupaciones muy concretas. Necesitaba una definición sobre la naturaleza de las especies ya que sus investigaciones abarcaban largos períodos de tiempo, durante los cuales, se creía, los límites de las formas actuales podían perderse (1832, p. 2). Y a ese propósito le convenía, sin duda, el fijismo. De todas formas, sabemos que Lyell terminó pasándose al evolucionismo hacia fines de la década de 1860.[110]

A Lyell se le ha perdonado su fijismo; más aún: se lo ha entronizado como el padre de la geología moderna, la personificación del paradigma uniformitarista triunfante, el Darwin de la geología. El fijista Cuvier, en cambio, es todavía hoy identificado con el diluvio y el milagro. Claramente, el trato que la historiografía (darwinista) ha reservado a uno y otro responde al clásico recurso del hombre de paja, es decir, el de exagerar las ideas antagónicas (falsearlas en definitiva) con el objeto de favorecer la propia[111]. En primer lugar, digamos que Dios estaba tan presente en las explicaciones de Lyell como en las de Cuvier (poco, por cierto). En realidad, el discurso teológico no fue exclusivo de una teoría sino que las atravesó a todas, en mayor o menor medida, y esto es válido no solo para la geología sino para la biología en general y el evolucionismo en particular. Por supuesto, una teoría puede ajustarse más que otra a la ortodoxia cristiana, pero ese es otro asunto. De hecho, el filósofo y teólogo Daniel Blanco (2008) de la Universidad Nacional del Litoral, en Santa Fe, Argentina, piensa que el uniformitarismo de Lyell era «teológicamente neutro», en nada hostil a la religión.[112] También, Blanco opina que la opción de Lyell por el uniformitarismo obedecería a razones de orden estrictamente metodológico: al aplicar el principio de la parsimonia, la llamada navaja de Hutton, el inglés habría decidido no incluir en sus explicaciones procesos que no actuaran en el presente. En definitiva, Lyell habría recostado la carga de la prueba hacia el lado catastrofista; lo que debía ser probado era la actuación pasada de catástrofes; hasta tanto, había que suponer uniformidad de causas e intensidades. Los catastrofistas, por su parte, no suponían nada. Como buenos empiristas tomaban el registro geológico al pie de la letra, tal cual se les presentaba. Si este mostraba rasgos de un aparente origen violento, un pliegue, una falla, un depósito de grandes rodados, entre otros, entendían que hubo cataclismos y listo. En todo caso, eran los uniformitaristas, de tradición racionalista, los que debían desmentir el origen catastrófico de esos rasgos, no al revés (Gould, 2010b, pp. 163-169). En definitiva: no es correcto asociar sin más catastrofismo con Dios.[113]

Por cierto, la geología actual no es heredera únicamente de Lyell. Baste mencionar la teoría glacial (de mediados del siglo XIX) y la noción de extinción masiva (correspondiente a la segunda mitad del siglo XX). Catastrofistas y uniformitaristas han contribuido, quizás por partes iguales, a la moderna geología.

Dios era cada vez menos necesario en el terreno de la geología, pero había un asunto vinculado a la composición y funcionamiento de los organismos que era muy difícil de abordar sin recurrir a la providencia: el de su (aparente) diseño conforme a sus necesidades. Dejemos, entonces, la geología y volvamos a la biología, tema central de este libro.

§. La idea del diseño y la teología de la naturaleza
La teología de la naturaleza (tn) constituye el germen del programa adaptacionista, cuya consolidación definitiva se dará recién en los años 60 en el contexto de la TS, como veremos más adelante (capítulo VI). La tn es generalmente definida como un cuerpo de conocimientos sobre Dios que puede ser obtenido sin la ayuda de la revelación, y que por lo tanto puede ser contrastado con ella (Livingstone, 1984). El argumento favorito de los teólogos de la naturaleza, el del diseño, está desarrollado en algunas de las obras de Robert Boyle[114] (1627-1691), un químico irlandés, y John Ray (1627-1705), un botánico inglés. Precisamente, una de las obras de Ray lleva un título que resume magníficamente el núcleo de la doctrina de la tn: La sabiduría de Dios manifestada en las obras de la creación. Los teólogos de la naturaleza afirmaban que hasta el último detalle del mundo había sido planificado por Dios. En su Historia de Jenni, Voltaire hace decir a su Freind, en un discurso ante ateos e indios: «desde la raíz de los cabellos hasta los dedos de los pies todo es arte, todo es preparación, medio y fin» (2003, p. 516). En realidad, esta idea no es exclusiva de la modernidad, ni siquiera del cristianismo. Ya en la antigua Grecia, Xenofón, discípulo de Sócrates, decía que el mundo había sido diseñado por una superinteligencia (obviamente, no el Dios de los cristianos) y que todo parecía existir para beneficio del hombre. En su libro Sobre la naturaleza de los Dioses, Cicerón ofrece un argumento similar (Bowler, 2000, pp. 44-45). Según parece, esta idea también estaba en los estoicos; de hecho el cristianismo (y en definitiva, la tn) la habría tomado de ellos.

El diseño biológico como demostración de la existencia de un Dios bueno nos remite al quinto argumento de Tomás de Aquino (1225-1274) enunciado en su Suma Teológica (Sober, 1996, p. 63). El doctor Angélico había reconciliado la filosofía de Aristóteles con el cristianismo (influenciado hasta ese momento por Platón) y la teleología (la finalidad de las cosas, su para qué), noción consubstancial a la idea de diseño, pasó a ser desde entonces una pieza fundamental en las argumentaciones de los padres de la Iglesia (Bowler, 2000, p. 61).

Hacia la segunda mitad el siglo XVIII, cuando la visión optimista del mundo y de las criaturas que lo habitan comenzó a decaer, también tambaleó el argumento del diseño. Desde Inglaterra, cuna de la teología de la naturaleza, el filósofo David Hume criticó la utilización de ese argumento como prueba positiva de la existencia de un Dios bueno (Dawkins, 1989; Sober, 1996, p. 65). La tn buscaba demostrar la bondad de Dios a través de la experiencia sensible (el diseño de los seres vivos), pero Hume, padre del empirismo, creía que eso era imposible[115]. Pero pese a las críticas de Hume y Voltaire, la tn no perdió vigencia en Inglaterra, y es precisamente este país que dará al mundo el más alto exponente de esa doctrina, William Paley, ya mencionado en el capítulo I (Mayr, 2001, p. 67).

§. En el nombre de Paley
En su libro Teología de la naturaleza (obra que da el nombre a la doctrina), el reverendo Paley expondrá, con la sencillez de un teorema matemático, el argumento que años más tarde ampliarán y documentarán los autores de los tratados Bridgewater[116]:

Premisa 1: El deseo de Dios es que todos seamos felices en esta vida y en la siguiente.

Premisa 2: Podemos descubrir la voluntad de Dios a través de las Escrituras o consultando «la luz de la naturaleza». Ambas vías conducen a la misma conclusión.
Premisa 3: La voluntad de Dios con respecto a cualquier acción puede ser conocida a partir de su «tendencia a promover o disminuir la felicidad general». Conclusión 1: Dios crea para promover la felicidad general de todas las criaturas.
Conclusión 2: Los organismos están adaptados perfectamente a su ambiente por el Creador (Miles, 2001, p. 198).

Como indica el subtítulo de Teología de la naturaleza, «Evidencias de la existencia y atributos de la deidad», el propósito de Paley era no solo acreditar la existencia de un dios, sino demostrar que ese dios era bueno. En efecto; el dios de Paley no es bueno necesariamente. Bien pudo, si así lo hubiese querido, asegurarse la obediencia de los animales y los hombres con sensaciones negativas. Pero Dios no es un amo malo sino un padre bueno y por esa razón regaló a sus criaturas el placer y la experiencia de la felicidad. Todas ellas son normalmente felices, y por eso sabemos que Dios es bueno (Paley, 1802, p. 455). En los tratados Bridgewater, William Buckland sostiene que hasta el simple hecho de que los herbívoros sean cazados y devorados por los carnívoros es un acto de bondad del Creador. En efecto: este destino les ahorraba a los primeros la angustia de una muerte lenta por enfermedades (Buckland, 1837, p. 130). Seguramente, el doctor Pangloss, uno de los personajes de la obra Cándido de Voltaire[117], habría estado de acuerdo con este retorcidísimo argumento.

En el catecismo católico se indican las «vías de acceso al conocimiento de Dios». Además de una que remite a Santo Tomás, hay otra tomada de San Agustín:

Interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza del mar, interroga a la belleza del aire que se dilata y se difunde, interroga a la belleza del cielo [...] interroga a la belleza de todas estas realidades[...] Estas bellezas sujetas a cambio, ¿quién las ha hecho sino la Suma Belleza, no sujeta a cambio? (Iglesia Católica, 2000, p. 21, párrafo 32)

Paley, aun reconociendo que el mundo no era tan bello como lo pintaba el obispo de Hipona (hoy Annava, en Argelia), estaba de acuerdo en que detrás de cada desgracia hay un propósito basado en un bien superior: los terremotos son necesarios, opinaba el doctor Pangloss; los herbívoros son cazados y comidos pero por su propio bien, revelará Buckland. Incluso, el reverendo Paley anticipó el argumento bucklandiano al manifestar que ciertos órganos, como las garras, los colmillos, y los picos afilados de las aves, eran necesarios a la economía de la naturaleza. Lo mismo con respecto a la superfecundidad y la muerte: debe haber destrucción necesariamente. Estas ideas responden con claridad al principio de economía natural basado en el presupuesto de que todos los seres vivos no existen para ellos mismos sino para los otros (Caponi, 2011a, p. 15).[118]

Paley daba por hecho que cada una de las partes del organismo tenía una función específica: para él, nada en la naturaleza era en vano. En este sentido, sus razones, como las de Buckland y los demás teólogos de la naturaleza, eran teleológicas (también teológicas, por supuesto), es decir que siempre contenían una referencia a una causa final, finalidad o propósito.

La mayoría de los filósofos e historiadores (Gould, Amundson, Ruse) ven en Paley al más alto exponente del adaptacionismo predarwiniano (Gould y Lewontin, 1979).[119] Gustavo Caponi (2010a), sin embargo, opina que en los teólogos de la naturaleza en general, y en Paley en particular (excepto quizás por el capítulo XVII de su libro), la utilidad de las estructuras al ambiente ocupa un lugar secundario con relación a la coherencia funcional de los diferentes órganos (en esto coincidirían con Cuvier).

Se decía que esas adaptaciones eran perfectas o cuasiperfectas (Caponi 2003b), ya que era inimaginable un dios perfecto creando organismos imperfectos o imperfectamente adaptados. Sin embargo, los teólogos de la naturaleza tenían una forma bastante extraña de entender la perfección. Veamos, si no, lo que escribió William Buckland en su contribución geológica a los tratados Bridgewater: «Toda perfección tiene relación con el objeto que cada forma de organización que ocurre en la naturaleza se propone alcanzar, y nada que logre completamente el fin propuesto puede ser llamado imperfecto» (1837, pp. 107-108, la traducción es nuestra). Es decir, si cumplía con su finalidad, la forma de organización era perfecta. El problema era que nadie podía conocer de antemano la finalidad de una forma de organización concreta; no era posible saber en qué había estado pensando Dios al crear una cierta forma; los animales y plantas eran como eran por alguna razón conocida solo por Dios, y chau.

Los filósofos (no los teólogos) de la naturaleza también creían en las adaptaciones perfectas, pero rechazaban que existiera una relación estricta entre la forma orgánica y las condiciones inorgánicas, como creían los teólogos de la naturaleza (Ospovat, 1995, p. 9).

Al igual que el libro de Paley, los tratados Bridgewater abundan en ejemplos de adaptaciones perfectas y en referencias a la armonía de la naturaleza. En efecto: allí, hasta los restos paleontológicos parecen celebrar la gloria del Señor. Fernando Ramírez Rozzi e Irina Podgorny, dos antropólogos argentinos, han mostrado cómo Buckland echó mano del megaterio (bestia conocida a partir de un resto extraído en 1789 de las barrancas del río Lujan y llevado al Gabinete de Historia Natural de Madrid) para refutar la idea de Buffon de que los perezosos (el megaterio era justamente un gran perezoso) eran bichos imperfectos. En efecto, en los tratados Bridgewater esa criatura prehistórica rioplatense es descripta como perfectamente adaptada a su entorno; el megaterio era, en definitiva, un bello y armonioso animalito de Dios (Buckland, 1837, p. 139; Ramírez Rozzi y Podgorny, 2001).

§. A la sombra del reverendo
Al menos en Inglaterra, el evolucionismo predarwiniano naufragó por culpa de Paley. Dos distinguidos protoevolucionistas, un francés y un inglés, fueron ensombrecidos en ese país por la figura del reverendísimo. Hablaremos en primer término del francés, George Leclerc, conde de Buffon (1707-1788), director del Jardín de las Plantas de París y protector del joven Jean de Lamarck. Empecemos diciendo que no era un gran observador, ni siquiera un amante de los sistemas de clasificación. De hecho, sus biógrafos informan que no clasificaba a los organismos que estudiaba sino que solo los describía. Posiblemente. Pero es indudable que fue un gran generador de ideas, un teorizador; se jactaba incluso de haber permanecido cincuenta años en su escritorio, pensando y escribiendo. Buffon, el noble francés, daba muchísima importancia a los efectos del ambiente exterior sobre los organismos (sobre todo a la alimentación), e incluso admitía que esas influencias podían causar modificaciones[120]. Sin embargo, esas modificaciones no eran necesariamente adaptativas; en esto Buffon está lejos de Paley y la idea del diseño.[121] Anticipándose en doscientos años a Steve Gould y Richard Lewontin, el francés criticó a aquellos que le buscaban la utilidad a todo, acusándolos directamente de inventarla cuando no la veían (Krause, 1880. p. 148). Mucho menos creía en los diseños perfectos. Es más: pensaba que ciertos bichos poseían órganos inútiles y hasta desventajosos, como el tucán y su pico, y que otros, en cambio, carecían de órganos fundamentales o muy necesarios (Caponi, 2010a). Los perezosos sudamericanos, como vimos, eran para Buffon unos animalejos impresentables.

Con respecto al esquema R/O establecido por Ron Amundson, ¿dónde ubicamos a Buffon? No en el adaptacionismo ciertamente, ya que no creía en la adaptación ni en el diseño. ¿En el estructuralismo entonces? Tampoco, si bien hay algo de estructuralismo en su idea de la generación y en su consideración del cuerpo animal y vegetal como un «molde interno» en el que la materia se asimila al todo (preformado). ¿En el atomismo? En un sentido sí, en la ausencia de finalidad, interna o externa, que es uno de los rasgos más destacados del atomismo (Caponi, 2011a, p. 19).

Por supuesto, Buffon no se ocupó solamente de megaterios y tucanes sino de prácticamente todo (pensemos que su Historia natural posee ¡36 volúmenes!). Con respecto al bicho humano, Buffon consideró que la humana era una «especie noble», ya que no provenía de ninguna otra especie por degeneración y no había generado otras de ese mismo modo; en este sentido, no podía ser ubicada en ningún género, ya que los géneros, por definición, agrupaban a la especie original y a las especies derivadas de ella por degeneración. El lector atento habrá advertido que el noble francés no seguía el sistema binominal del sueco Carl Linaeus (1707-1778, latinizado como Linneo), su gran adversario, el cual prescribe la obligatoriedad de ubicar cada especie en una serie de categorías taxonómicas, entre ellas la de género. También postuló que las diferencias raciales humanas eran debidas a las diferentes condiciones de vida, pero sin creer que cada raza humana se encontrara adaptada a un ambiente particular. Insistimos: Buffon no era adaptacionista, para él no había un diseño específico para cada una de las razas humanas.

En el capítulo I dijimos que Buffon era defensor de una teoría de la evolución limitada. En efecto, algunos, nosotros incluidos ven en él a un protoevolucionista, a alguien que no llegó a dar el paso hacia el evolucionismo, por temor o simple indecisión. Pero Gustavo Caponi piensa otra cosa: que Buffon no era evolucionista, ni proto ni nada. Gustavo tiene sus razones; había, al parecer, un serio obstáculo teórico que impedía al francés tomar partido por el transformacionismo: su principio de la generación y degeneración. No es este el lugar para profundizar en las complicadas teorías buffonianas; remitimos a los lectores al citado libro de Caponi (2010a), uno de los pocos que hay sobre la obra del conde francés (¡y en castellano!).

La otra figura opacada por el reverendo Paley fue la del inglés Erasmus Darwin (1731-1802), médico de profesión, poeta e inventor en sus ratos libres. Papá de Robert, el padre del más famoso de los Darwin, Erasmus no era exactamente buffoniano, pero estaba muy al tanto de las ideas del conde francés.

El abuelo Erasmus tenía una vida social muy intensa. Pertenecía a la célebre Sociedad Lunar, e incluso prestaba su casa para las reuniones de esa asociación. Los lunáticos (no es chiste, así se los llamaba) eran la vanguardia de la revolución industrial en Gran Bretaña, y hasta tenían vínculos con dos de los padres fundadores de los Estados Unidos: Thomas Jefferson (1743-1826) y Benjamin Franklin (1706-1790). El otro abuelo de Charles Darwin, Josiah Wedgwood (además abuelo de su mujer), también fue miembro de esa excéntrica organización de lunáticos.

Erasmus despertaba amores y odios, incluso en una misma persona. Samuel Coleridge (1772-1834), el gran poeta inglés, lo elogió como la mentalidad más original de su tiempo, pero a la vez creó el término darwinisear[122]para designar la antítesis de la sobria investigación científica (Krause, 1880, p. 135; Packard, 1901, p. 217).

Al igual que Buffon, Erasmus daba mucha importancia a los efectos del clima sobre los organismos: un efecto directo, casi automático, no orientado a la consecución de un propósito. Anticipó la idea de selección sexual que años más tarde desarrollará el más famoso de sus nietos, al destacar que los machos más fuertes dejaban más descendencia (Packard, 1901, p. 224). Su obra más conocida, Zoonomia (1794), es básicamente un libro de medicina, pero en ella hay un poco de todo. Pobre Erasmus: sus colegas médicos le reprochaban ser filósofo, los filósofos ser poeta, y los poetas ser científico[123], uno darwiniseador para colmo (Krause, 1880, p. 135). De la discusión de sus obras con los Shelley (Percy y Mary) y Lord Byron, nacerá Frankenstein (King-Hele, 1963, p. 143), inspirada seguramente en su propia figura.[124] Por último, en su largo poema «El jardín botánico» (con sus dos partes, «La economía de la vegetación», de 1789, y «Los amores de las plantas», de 1791) afirmó, diferenciándose de Buffon, que los órganos rudimentarios demostraban la evolución. Sin embargo, Erasmus no figura como antecedente de la evolución en la primera edición de El origen de las especies: solo se lo nombra como la persona que anticipó las ideas «equivocadas» de Lamarck. Recién en 1879, Charles Darwin escribirá una biografía de su abuelo, disfrazándola de prefacio al ensayo sobre Erasmus de Ernst Krause (por cierto, ese prefacio es más largo que el propio ensayo). Hay quienes ven en esta contribución un tardío intento por redimir la figura de su antepasado, figura que él mismo se había encargado de enterrar (King-Hele, 1963, p. 84).

El reverendísimo Paley discutió las obras de Erasmus (no habría podido dejar de hacerlo, ya que el abuelo de Darwin era un autor muy popular), sin impugnar abiertamente sus ideas protoevolucionistas y citando sus trabajos en un contexto que no era contrario a la TN.[125] La estrategia del sagaz Paley resultó, a la postre, muy eficaz: logró desactivar el protoevolucionismo de Erasmus sin desconocer sus méritos intelectuales, dejando a salvo su figura.

De la Inglaterra de Paley y Erasmus crucemos por enésima vez el canal de la Mancha y regresemos a la Francia de Buffon a encontramos con Lamarck, su sucesor.

§. Lamarck y el evolucionismo francés
Al noble Jean Lamarck los revolucionarios no lo guillotinaron como a Antoine Lavoisier (1743-1794), padre de la química moderna. Ni siquiera lo cesantearon; eso sí, lo reconvirtieron a la fuerza en zoólogo de invertebrados (siendo originalmente botánico) en el Museo Nacional de Historia Natural, más precisamente en el renombrado Jardín de las Plantas.[126] Nunca le perdonaron su título de caballero. Un hijo de la revolución, Napoleón Bonaparte, calificó a los librepensadores, a Lamarck entre ellos, como una banda de imbéciles (Gershenowitz, 1980). Nuestro héroe predarwiniano no fue una persona muy querida.

Lamarck fue el primero en proponer una teoría de la evolución más o menos coherente. Antes de él, a lo sumo, se aceptaba que las especies de un mismo género habían degenerado de un antepasado común (como vimos que pensaba Buffon). A partir de él, la evolución comprenderá a todos los organismos de la gran cadena del ser. Sin embargo, no llegó a postular el origen común de todos los seres vivientes, como hará Darwin años más tarde. Para el ex caballero francés, los grupos actuales correspondían a diferentes líneas, cada una originada en forma separada por generación espontánea (esta última noción sin duda tomada de su mentor Buffon). Veremos más adelante cómo Lamarck fue modificando esta idea en sucesivas obras.

En el plano de la geología, el francés se ubica en el uniformitarismo que años más tarde se pondrá de moda con Lyell, aunque por momentos parece admitir cierta acción violenta de las aguas del mar. Por cierto, a veces a Lamarck se le iba la mano con el uniformitarismo. Llegó a decir, por ejemplo, que las cordilleras eran el resultado de la erosión fluvial de planicies sobreelevadas, las que a su vez habían sido formadas por la depositación de residuos orgánicos en el fondo de los océanos (Packard, 1901, p. 102).[127]De esto se deducía que las montañas más altas eran las más antiguas, lo que es contrario a la noción moderna de que las cordilleras más bajas son las más viejas (por ser las más erosionadas). Todo esto está en uno de sus libros menos leídos y más oscuros: Hidrogeología.

En definitiva, el exbotánico del Jardín de las Plantas parisino nunca tuvo la consideración de sus colegas; ni siquiera el transformacionista Geoffroy lo tomaba muy en serio. Nadie le creía y todos lo ninguneaban: Cuvier, Geoffroy, el mismo Darwin. No obstante, los (autodenominados) neolamarckistas (de los que hablaremos en el capítulo V) lo reivindicaron póstumamente en la segunda mitad del siglo XIX.[128] Así llegó a ser un héroe predarwiniano, el más grande de todos. Convengamos que se ha hecho justicia con este viejo francés.

La teoría de Lamarck fue presentada en forma de una serie de leyes, las leyes de variación de las especies, en dos de sus principales obras, Filosofía zoológica, de 1809, e Historia natural de los invertebrados, publicada en seis tomos entre 1815 y 1822. Es en este segundo trabajo que las cuatro leyes aparecen en su versión definitiva (en el anterior, algunas de ellas no están consignadas como tales).[129]

Primera ley.[130] «La vida, por sus propias fuerzas, tiende continuamente a acrecentar el volumen de todos los cuerpos que la poseen y a extender las dimensiones de sus partes, hasta el término que induce ella misma».

Aunque no está dicho en su enunciado, esta ley genera un incremento en complejidad; en definitiva, es la causa del progreso evolutivo (Martins, 1997). Es por ella que los organismos ascienden en la gran cadena del ser, desde el momento de su origen espontáneo. Según Caponi (2010a, p. 127), para superar el escollo teórico que en el sistema de Buffon impedía el transformacionismo pleno, es que Lamarck: postuló esta, su primera ley.

Segunda ley. «La producción de un nuevo órgano en un cuerpo animal resulta de una nueva necesidad sobrevenida, que continuamente se hace sentir, y de un nuevo movimiento que esa necesidad crea y conserva». Lamarck veía que el surgimiento de nuevos órganos merecía una consideración especial, al punto que le reservó una ley propia.

Tercera ley. «El desarrollo de los órganos y su fuerza de acción resultan constantemente del empleo de esos órganos». El empleo del cuello por parte de la protojirafa (el constante ejercicio de estirarlo para alcanzar las copas de los árboles) resultó en su alargamiento. Esta ley y la anterior explican el modo en que los organismos se apartan de la línea ascendente que establece la ley primera. Naturalmente, los rasgos desarrollados de este modo, entendidos como perturbaciones más que como adaptaciones, no contribuyen a ascender en la escala del progreso: en definitiva, las jirafas de cuello largo son tan complejas como las protojirafas de cuello corto.

Cuarta ley. «Todo lo que se ha adquirido, trazado o cambiado en la organización de los individuos, durante el curso de su vida, es conservado por la generación y transmitido a los nuevos individuos que provienen de quienes han ensayado esos cambios». A pesar de ser la más conocida, la que más asociamos a la figura de Lamarck, esta cuarta ley es la menos original e importante de las cuatro, ya que, como dijimos, la herencia de los caracteres adquiridos era ampliamente aceptada en el siglo XIX, tanto que Lamarck ni siquiera se tomó el trabajo de demostrarla (Martins, 1997).

A Jean Lamarck se lo suele ubicar en el adaptacionismo, pero es claro que su primera ley plantea un tipo de evolución que nada tiene que ver con la adaptación al ambiente. Aquí parece estar la clave de la desgracia de Lamarck. En efecto, es esta primera ley, no la cuarta, la que tuvo mayores índices de desaprobación. Se argumentó en su contra la existencia de organismos vivientes muy simples que no habían progresado; Lamarck respondió que esos organismos eran simples, sí, pero por haberse generado (de forma espontánea) tardíamente: eran, en todo caso, más jóvenes en términos evolutivos que los organismos más complejos (Martins, 1994). Con el tiempo, esas criaturas simples se volverían grandes y complejas.

¿Qué decir de las leyes segunda y tercera? ¿Son leyes de adaptación? Después de todo, son estas dos leyes las que tradicionalmente han justificado la ubicación de Lamarck y el lamarckismo en el adaptacionismo. Caponi (2007) responde a la pregunta con un rotundo no. Es más, para el santafesino el francés nunca tuvo por objetivo explicar la adaptación, sino solo el modo en que las especies se apartaban de la línea principal ascendente que establecía su primera ley. Como dijimos, más que en adaptaciones Lamarck pensaba en desviaciones o perturbaciones; modificaciones no necesariamente útiles o ventajosas que tendrían más que ver con la degeneración buffoniana que con la adaptación (término este último que, dicho sea de paso, Lamarck nunca utilizó). El error, dice Caponi (2011a, p. 26), es que la obra de Lamarck suele leerse desde el darwinismo; el mismo Darwin así lo habría hecho.

La evolución lamarckiana suele caracterizarse como unilineal y progresiva, distinta a la evolución darwiniana, que es ramificada y no progresiva. En realidad, el modelo lamarckiano fue unilineal solo al principio, en Investigaciones sobre la organización de los cuerpos vivientes de 1802; en Filosofía zoológica de 1809 y, sobre todo, en el volumen introductorio de su Historia natural de los animales sin vértebras de 1815, el modelo evolutivo lamarckiano ya es parcialmente ramificado y difilético (Gould, 2000, pp. 127-156). El arbusto lamarckiano se perfeccionó en su última obra importante, Sistema analítico de los conocimientos positivos del hombre de 1820, en el que se reemplazó el difiletismo animal (origen doble) por el monofiletismo (origen único).

Lamarck fue también el primero en proponer el origen del hombre a partir de un primate inferior; no obviamente de un simio viviente, sino de un antecesor extinguido y desconocido. Veamos cómo explica ese origen en Filosofía zoológica:

si una raza cualquiera de cuadrumanos, sobre todo la más perfeccionada de ellas, perdiese, por la necesidad de las circunstancias, el hábito de trepar sobre los árboles y de abarcar las ramas con sus pies, así como con las manos, para agarrarse a ellas, y si los individuos de esta raza, durante una larga sucesión de generaciones, se hubieran visto obligados a no servirse de sus pies más que para andar y cesasen de emplear en este ejercicio sus manos de igual manera que los pies, es indudable [...] que tales cuadrumanos se transformarían por fin en bimanos, y que los pulgares de sus pies no cesarían de ser separados de los dedos, no sirviéndoles ya dichos miembros más que para marchar.
Además, si los individuos hipotéticos de quienes hablo, movidos por la necesidad de dominar y de ver a la vez a lo lejos y a lo ancho, se esforzasen por sostenerse en pie y adquiriesen esta costumbre de generación en generación; es indudable también que sus pies adquirirían insensiblemente una conformación adecuada para mantenerlos en una posición vertical. No ofrece dudas tampoco que sus piernas adquirirían pantorrillas y que entonces estos animales no podrían marchar más que penosamente sobre los pies y las manos a la vez. [Las cursivas son nuestras] (Citado en Makinistian, 2004)

Estamos aquí ante un Lamarck adaptacionista (o en todo caso adecuacionista) que da prioridad a la función o utilidad sobre la forma. La «conformación adecuada» de los pies humanos se obtiene a partir de un cambio de hábito (comenzar a andar sobre las patas posteriores), lo que a su vez surge de una nueva necesidad, vinculada a nuevas circunstancias. En definitiva, para Lamarck, las nuevas necesidades son, al menos en el caso de la locomoción humana, el factor desencadenante de la evolución.

El modelo lamarckiano funciona razonablemente bien para el surgimiento del diseño humano, pero su aplicación a nivel de raza resulta forzada, por decirlo con suavidad. De hecho, la característica racial por excelencia, el color de la piel, siempre fue mejor explicada desde el ambientalismo (la acción directa del ambiente, por ejemplo, los efectos de la radiación solar) que por el mecanismo lamarckiano del uso-herencia (leyes 2 a 4).

§. Fijismo en todas sus variantes
A mediados del siglo XIX había al menos tres modos de fijismo: 1) el estructuralista de los filósofos de la naturaleza alemanes y franceses; 2) el adaptacionista de los teólogos de la naturaleza (de origen inglés y prevaleciente en ese país, pero con fuerte presencia en el continente), basado en el argumento del diseño; y 3) el funcionalista del francés Cuvier, internalista como el primer modo, pero más centrado en principios de organicidad interna que en leyes de la forma o en planes organizacionales.

Por supuesto, no siempre (con seguridad, nunca) esos tres modos de fijismo se presentaban en estado puro. En Louis Agassiz (1807-1873), en concreto, están los tres. En efecto, este geólogo-paleontólogo suizo adoptó algunas nociones de Cuvier -por ejemplo, su clasificación de los animales en cuatro ramificaciones-, las mezcló con ciertos elementos del estructuralismo -como la teoría de la recapitulación, para él aplicable solo dentro de cada una de esas ramificaciones-, y lo batió todo con un poco de teología de la naturaleza, tomando de esta última, entre otras cosas, la visión direccionalista del registro paleontológico.

Agassiz tomó conocimiento de la filosofía de la naturaleza en 1827 en la Universidad de Münich, donde siguió los cursos de Oken (Gould, 2010a, p. 56). En los años 30 estudió anatomía comparada con Cuvier, y en los 40 formuló junto a Buckland la teoría glacial, de claro perfil catastrofista.[131] Como buen discípulo del profe de Oxford, reconocía la intervención, en todas las fases de la historia de la tierra, de una voluntad creadora que obraba en virtud de un plan preconcebido.

Agassiz es considerado un prócer de la ciencia en Estados Unidos, país al que arribó en 1846. Hay numerosas contribuciones suyas a la historia natural, pero la que más nos interesa aquí tiene que ver con la teoría de la recapitulación (dicho sea de paso, fue Agassiz quien propagó las ideas recapitulacionistas en el Nuevo Mundo). Hasta Agassiz, la recapitulación era entendida como la correspondencia más o menos exacta entre dos series: 1) los eslabones (organismos adultos) de la gran cadena del ser; y 2) los sucesivos estadios embrionarios de cada eslabón individual (la minicadenita). A partir de Agassiz, se agregará una nueva serie: 3) el registro fósil (Gould, 2010a, p. 63). Ratificando esa triple correspondencia, un discípulo suyo, el paleontólogo Carl Vogt (1817-1895), mostrará en 1842 cómo la serie integrada por tres tipos de aleta caudal[132], se daba tanto en la progresión de peces vivientes (la gran cadena de los peces) como en el desarrollo embrionario de los peces avanzados y en el registro fósil.

La figura de Agassiz también está asociada a la doctrina que establecía que el género humano se hallaba constituido por diferentes especies creadas independientemente en distintos lugares del planeta. Como puede entenderse, esta doctrina, el poligenismo, acentuaba al máximo las diferencias humanas y las consideraba insuperables. El monogenismo, que defendía una sola especie humana y una sola creación, al menos dejaba abierta la puerta para la erradicación de esas diferencias; diferencias que, en tiempos de Agassiz, nadie negaba por otra parte. Para el geólogo suizo, las razas inferiores habían sido creadas en primer término; luego, sucesivamente, lo habrían sido las superiores.[133] El médico neoyorkino John H. van Evrie (1814-1896), máximo exponente del racismo decimonónico, escribió esto en 1867, en plena sintonía con la creencia de Agassiz:

finalmente, tenemos al negro, el último y el menor, el más bajo en la escala, pero, posiblemente, el primero en el orden de la creación, porque hay muchas razones en la naturaleza y estructura de las cosas que indican [...] la inferencia de que el negro fue el primero y el caucásico el último en el programa u orden de creación [La traducción es nuestra] (1863, p. 48)

Obviamente lo soñó: no había ninguna evidencia paleoantropológica ni de ninguna otra índole que indicara eso.

En los hechos, el monogenismo tampoco promovió una imagen positiva de los no europeos. Es verdad que para el monogenismo los límites interraciales no eran (en principio) definitivos, y que las diferencias raciales (explicables a partir de diferentes condiciones de existencia) eran (también en principio) reversibles. Pero siempre el blanqueo de un negro era visto como positivo (normalmente atribuido a un mejoramiento de las condiciones de vida), y el oscurecimiento de un blanco como negativo (a partir del empeoramiento de esas mismas condiciones). El monogenista Johan Blumenbach (1752-1840), por caso, pensaba que los salvajes de tono oscuro habían «degenerado»[134] a partir de la raza blanca. En definitiva: para unos y otros la desigualdad racial (y la inferioridad de los negros) era un hecho, algo a explicar, no la conclusión de una investigación ciento por ciento objetiva (las que no existen, por otra parte).

§. Von Baer y el fijismo ruso
Menos conocido que Cuvier (y quizás también que Agassiz) es el embriólogo ruso[135] Karl Ernst von Baer (1792-1876). A diferencia del francés (y al igual que el suizo), von Baer vivió lo suficiente para presenciar el fulgurante ascenso del darwinismo. De hecho, los últimos años de su vida los dedicó a criticar la teoría de nuestro campeón inglés. Estamos, de nuevo, ante un fijista serio que rechazó la evolución por serias y atendibles razones. Deudor intelectual de Cuvier, von Baer veía imposible que un miembro de una ramificación cuvieriana se transformase en otro, pasándose de ramificación: que un miembro de los radiados se convirtiese en un molusco, o que un molusco evolucionara hacia los vertebrados, por ejemplo. El ruso es también deudor de la filosofía de la naturaleza, en la cual se había formado, y desde ese punto de vista puede ubicárselo en el estructuralismo de acuerdo con el esquema R/O de Ron Amundson (alejado de Cuvier en este aspecto puntual). Pero su interpretación del desarrollo embrionario, su ley del desarrollo de 1828, negaba la gran cadena del ser y la recapitulación y en esto hay una clara diferencia con Oken y Meckel, los campeones del recapitulacionismo preevolucionista.

La ley de von Baer tuvo en general una buena acogida. Entre sus adherentes se destacan el francés[136] y cuvieriano Henri Milne-Edwards (1800-1885), y los ingleses Richard Owen (1804-1892) y, un viejo conocido nuestro, Charles Darwin. La ley del desarrollo puede resumirse, según Gould (2010a, p.75) en los siguientes cuatro puntos:

Tomemos a la especie humana y veamos de qué modo su desarrollo podría interpretarse a la luz de las dos teorías rivales. Según la teoría de la recapitulación, el ser humano sería, al comienzo de su desarrollo fetal, un pez, luego un anfibio, luego un reptil, luego un mono, luego un ser humano (recién al alcanzar el estadio adulto); según la ley del desarrollo, sería sucesivamente un vertebrado generalizado, un tetrápodo generalizado, un amniota generalizado, un mamífero generalizado, un primate generalizado y, al final, un ser humano. Ciertamente, los seres humanos atraviesan una etapa embrionaria muy temprana que recuerda al pez adulto. Según von Baer, esa fase correspondería a la de vertebrado generalizado; en todo caso, concedería un vonbaeriano, los peces serían los que menos se han apartado de esa forma generalizada de vertebrado, de ahí la confusión de los meckelianos.

Un poco más arriba dijimos que la ley del desarrollo negaba la gran cadena del ser. Con claridad, la imagen de una cadena es incompatible con el modelo embriológico propuesto por el súbdito ruso nacido en Estonia. Es impensable que los animales que se desarrollan alla von Baer puedan ser puestos en una única fila, alla Oken. Hubo otras representaciones visuales de las relaciones entre los organismos más acordes al vonbaerismo (dejando de lado aquel asunto de las ramificaciones): el arbusto de Darwin o el esquema de círculos englobados por otros más amplios de Henri Milne-Edwards, de 1884 (Gould, 2010a, p. 78).

Von Baer influenció a dos de los más conocidos evolucionistas decimonónicos postdarwinianos: Thomas Huxley y Herbert Spencer[138] (Lyons, 1995). De hecho, la definición que este último dio de evolución[139] supone un movimiento en el sentido vonbaeriano, desde lo general (homogéneo) a lo particular (heterogéneo).

§. Los inicios del darwinismo
La primera edición de 1250 ejemplares de El origen de las especies se agotó el primer día; sin embargo, es bastante probable que el libro fuera mucho más comprado que leído (Margulis y Sagan, 2003, p. 51). Es más; esos primeros 1250 compradores difícilmente hayan tenido una idea clara de lo que había en sus páginas, más allá de lo que informaba el largo título El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. Entonces, ¿por qué El origen de las especies se vendió tan bien? En verdad, las condiciones para que un libro de esas características despertara el interés del público eran muy propicias, al menos en Inglaterra. En primer lugar, Darwin ya era un autor consagrado; su Diario de investigaciones, aquel en el que narraba su viaje alrededor del mundo, había sido muy leído. En segundo lugar, el tema de la evolución no era desconocido en Gran Bretaña, al menos en ciertos ámbitos. Sobre él hay un antecedente clave: el libro del escocés Robert Chambers, ya mencionado páginas atrás, Vestigios de la historia natural de la Creación, de 1844, otro bum editorial publicado en forma anónima, y el primer libro sobre evolución escrito en idioma inglés. Chambers fue, en cierto modo, el Juan el Bautista de Darwin (al menos del Darwin evolucionista, no del seleccionista). De él hablaremos a continuación.

Chambers era evolucionista de un evolucionismo muy particular; uno que combinaba elementos del lamarckismo (como ya comentamos), de la filosofía de la naturaleza (doctrina, en principio, fijista) y de la teología de la naturaleza (también fijista). Fue, de hecho, uno de los primeros evolucionistas teístas, según la denominación de Peter Bowler. Creía el escocés que el surgimiento de formas cada vez más perfeccionadas era el resultado no de causas naturales, sino de un plan que el Creador había insertado en el Universo (Bowler, 2000, p. 293).

A pesar de las referencias, sinceras o no, a dioses y creaciones, Chambers no pudo evitar el escándalo. A decir verdad, tampoco hizo mucho por evitarlo e, incluso, dedicó todo un capítulo[140] de su Vestigios al ríspido tema de la evolución humana. Fue, de hecho, la primera referencia al origen animal del hombre escrita en inglés. Para colmo, Chambers reconoció al impopular Lamarck como su principal fuente de inspiración (Gould, 2004, p. 200) y adhirió a la teoría de Buffon sobre la propiedad transformadora de las condiciones de vida:

Hace 200 años, algunas personas fueron trasladadas debido a una bárbara política, desde Antrim y Down, en Irlanda, hacia las costas, en donde se han afincado, pero bajo condiciones miserables, aún para Irlanda; y la consecuencia es que (hoy) ellos exhiben rasgos peculiares del más repulsivo tipo, mandíbulas proyectadas con grandes bocas abiertas, narices deprimidas, altas mejillas y miembros arqueados, junto a una extremadamente diminuta estatura. [La traducción es nuestra] (1994, p. 280)

José M. Estrada (1842-1894), educador, político y campeón argentino del monogenismo, pensaba más o menos parecido. El escocés había hecho degenerar a los irlandeses mudándolos hacia geografías desfavorables; el joven argentino regenerará a los negros, civilizándolos, mejorando sus condiciones de vida mediante la educación:

No queda una duda de que el desarrollo de la inteligencia modifica no solo la forma del cráneo, sino hasta los menores accidentes del tipo. Un negro originario de África, con toda la degradación de su estúpido salvajismo, es susceptible de civilización; ilustradlo, ejercitad sus potencias intelectuales y si en él mismo no se nota una modificación frenológica, observad su prole en la segunda o tercera generación; y cuando veáis su cráneo desenvuelto, su cabellera lanuda que se afina y que se alarga, decidme después que la raza humana es múltiple y que el tipo originario no es uno, hermoso, y salido de la mano bienhechora y omnipotente de un Dios infinitamente bueno e infinitamente sabio. (1899, p. 41)

Chambers es un tipo interesante por varios motivos. No solo fue un precursor del evolucionismo en Inglaterra sino uno de los primeros (si no el primero) en abordar la evolución humana, al menos la etapa de diferenciación racial, desde la teoría de la recapitulación (como vimos, ni su inspirador Lamarck había llegado a tanto): así, Chambers entendía que las distintas razas humanas primitivas correspondían a las sucesivas etapas embrionarias del hombre europeo. En él, el recapitulacionismo se encuadra en el ambientalismo de Buffon y Saint-Hilaire (a pesar de las referencias a la obra de Lamarck), a diferencia de los neolamarckistas, de los que hablaremos más adelante, cuyo recapitulacionismo se fundamentaba justamente en el uso-herencia lamarckiano. Para Chambers, como vimos, el desarrollo del feto estaba muy influenciado por las circunstancias de vida de la madre, de modo que los humanos que habitaban ambientes desfavorables (donde la escasez de recursos era crónica) eran también los menos desarrollados; aquellos cuyo desarrollo embrionario había progresado menos. Así explicaba Chambers la existencia simultánea de diversas razas en diferentes puntos del planeta. Los negros vivían en un lugar que se correspondía con su inferioridad (África), eso estaba claro, pero había algo que no cerraba en la argumentación del escocés. Si la recapitulación era válida ¿cómo podían los negros ser considerados menos desarrollados embriológicamente (menos evolucionados, inferiores) si no había una etapa negra (embriones negros) en la ontogenia del blanco? El escritor británico no encontró una respuesta mejor que la siguiente: que su color de piel no era en sí mismo primitivo (como lo era todo lo demás en los negros), sino el mero efecto de la interacción entre las (paupérrimas) condiciones ambientales y lo que él llamaba su «grado de organización» inferior, algo que definitivamente no encaja en el adaptacionismo. Por último; si bien Chambers presentó a las razas inferiores como versiones inmaduras de la raza blanca, no llegó a relacionarlas con primates inferiores. No se animó a tanto; ya había ido demasiado lejos (Bowler, 1986, p. 63).

Capítulo IV
El capítulo del campeón

Contenido:
§. Darwin geólogo, paleontólogo y biólogo
§. Viaje y paso por la Argentina
§. Darwin y los fósiles como testimonios de la historia geológica
§. El origen del barro pampeano
§. Los fósiles y la evolución
§. La revolución biológica darwiniana
§. Darwin, verdugo de la teología
§. La publicación de El origen de las especies
§. ¿Un costado estructuralista en Darwin?
§. Darwinismo y evolución humana

§. Darwin geólogo, paleontólogo y biólogo
Sin duda, la contribución de Charles Darwin al pensamiento universal ha sido enorme. En un artículo publicado con motivo del Año Darwin de 2009,[141] a doscientos años de su nacimiento y a ciento cincuenta de la publicación de E¡ origen de las especies, el paleontólogo de vertebrados de la Universidad de California Kevin Padian la ha resumido en diez tópicos: 1) selección natural; 2) unidad de la vida y concepto de ancestría común; 3) clasificación genealógica; 4) extinciones selectivas (que definen los grupos taxonómicos actuales); 5) concepto de tiempo profundo; 6) distribución biogeográfica; 7) selección sexual; 8) coevolución; 9) economía de la naturaleza; y 10) cambio gradual.[142] Todos esos aspectos ya están claramente perfilados en la primera edición de El origen de ¡as especies de 1859, sin duda uno de los libros más influyentes de la historia, incluyendo el Corán y la Biblia. Como sabemos, Darwin abrazó el evolucionismo luego de efectuar un viaje alrededor del mundo, del cual participó como acompañante del comandante Robert Fitz Roy (1805-1865). En efecto, durante esa travesía tuvo todo el tiempo del mundo para observar, colectar especímenes y, sobre todo, pensar... muchas horas ociosas para leer, escribir y pensar. Enseguida hablaremos de ese famosísimo viaje.

Hay dos aspectos de la obra de Darwin que, como argentinos, nos conciernen en especial. En primer lugar, sus observaciones geológicas sobre nuestro territorio; en segundo, el valor que dio a nuestros fósiles, puntualmente, a los restos de mamíferos cuaternarios. A continuación, reseñaremos en forma breve sus aportes al conocimiento geológico de nuestro país y luego discutiremos hasta qué punto las grandiosas bestias peludas de las pampas rioplatenses contribuyeron a que el joven Darwin se convenciera de la evolución.

§. Viaje y paso por la Argentina
Luego de graduarse en Cambridge en 1831, Darwin se embarcó en el bergantín Beagle de Su Majestad para participar de una expedición alrededor del mundo, gracias a los buenos oficios del naturalista inglés John Stevens Henslow (1796-1861), a quien había conocido y adoptado como su mentor en aquella universidad. Tenía apenas 22 años y aún no sabía muy bien qué hacer con su vida.

Durante esa larga travesía (que abarcó los años 1831-1836), nuestro futuro campeón del evolucionismo cosechó un buen número de datos geológicos y biológicos. Sus primeros trabajos, frutos de ese viaje, fueron publicados antes de El origen de las especies. Entre 1838 y 1843 apareció La zoología del viaje del H. M. S. Beagle, con una introducción geológica escrita por él a la primera parte de ese tratado (Los mamíferos fósiles, a cargo de Richard Owen), y con una introducción geográfica a la segunda (Los mamíferos, a cargo de George Robert Waterhouse, 1810-1888). Además, agregó datos sueltos a prácticamente todos los volúmenes de aquella obra, incluyendo los correspondientes a Peces; escrito por Leonard Jenyns[143] (1800-1893); Reptiles, a cargo de Thomas Bell (1792-1880); y Aves, por John Gould[144] (18041881). Por supuesto, también hay anotaciones geológicas en su Diario de investigaciones en geología e historia natural en los varios países visitados por el H. M. S. Beagle de 1845.[145] Pero sin duda, su obra geológica por excelencia es La geología del viaje del Beagle, publicado en tres partes, la última de las cuales, Observaciones geológicas sobre América del Sur, es de 1846. No deja de llamar la atención que Darwin (revolucionario de la biología y héroe intelectual de los biólogos desde que esa revolución tuvo lugar) haya reservado para sí los estudios geológicos de ese viaje de exploración, encargando a otros autores los estudios biológicos. Bueno, en realidad, los geólogos también lo tienen a Darwin como uno de sus máximos héroes (sobre todo, justamente, por sus Observaciones geológicas); prueba de ello es que, para el Año Darwin, biólogos y geólogos festejaron por igual. Sobre la contribución de Darwin al conocimiento geológico recomendamos especialmente un artículo escrito por dos importantes geólogos argentinos: Víctor Ramos y Beatriz Aguirre-Urreta (quien además es paleontóloga), ambos de la Universidad de Buenos Aires. Entre los aportes de Darwin a la geología pura y dura, Ramos y Aguirre-Urreta (2009) destacan la construcción del primer mapa geológico regional de la Patagonia argentino-chilena (más adelante hablaremos de otros aportes geológicos de Darwin, más vinculados a la paleontología estratigráfica).

§. Darwin y los fósiles como testimonios de la historia geológica
Volvamos a Darwin y a la Argentina, que en los años 30 era circunstancialmente una confederación de provincias. Durante su permanencia aquí (en total, estuvo casi dos años entre 1832 y 1834), el joven y rubio visitante inglés exploró el territorio del Plata, la costa patagónica (más extensamente que Alcide d'Orbigny, quien, como vimos en el capítulo III, había andado por estos pagos unos años antes) y la región mesopotámica, aunque solo hasta las inmediaciones de la Bajada del Paraná (hoy ciudad de Paraná, margen izquierda del río Paraná, en la provincia de Entre Ríos; d'Orbigny había remontado el río Paraná hasta Corrientes, mucho más al norte).

Una de las cosas que más llamaron la atención de Darwin fue el registro de conchillas de moluscos pertenecientes a especies actuales, entre ellas Azara labiata[146], en tierras alejadas de la costa del río de la Plata (en Uruguay y en Argentina). Woodbine Parish (1796-1882), representante británico en Buenos Aires entre 1824 y 1832 y, en condición de tal, gestor del reconocimiento de nuestra independencia ante la Corona británica (Schávelzon y Arenas, 1992), había informado a Darwin la presencia de aquellos bivalvos en el camino de Buenos Aires a San Isidro, bastante lejos de la costa, embebidos en una masa estratificada de roca, en un punto distante dos o tres millas al norte del Plata. ¿Qué hacían esas conchillas ahí, tan lejos de la playa? A Darwin se le ocurrió que la zona del Plata se había levantado en tiempos prehistóricos y que el mar, consiguientemente, se había retirado dejando las conchillas al descubierto (del mismo modo, suponía Darwin, los descensos continentales producían un avance de las aguas marinas sobre el territorio). El planteo era novedoso. D'Orbigny también había postulado que la línea de costa había avanzado (y luego retrocedido, dejando los fósiles expuestos), pero no como resultado de un descenso del continente sino a raíz de una gran marejada de proporciones continentales. Hoy sabemos que la línea de costa sí retrocedió, pero principalmente como resultado de un descenso del nivel del mar durante un período glacial; tengamos en cuenta que hacia 1840 era inconcebible un aumento o disminución del volumen de los océanos: recién esta idea se tornará aceptable con la teoría glacial[147].

La existencia de fósiles similares en diferentes puntos del país dio al inglés una idea de la magnitud de ese levantamiento continental. En los alrededores de Bahía Blanca, más precisamente en Punta Alta, había restos de moluscos marinos pertenecientes a especies actuales en asociación con huesos de grandes mamíferos extinguidos (esta asociación abría la puerta a la controversia, como veremos más adelante). En Observaciones geológicas se menciona que en esa localidad del sur bonaerense, precisamente en las capas de grava (capas a y c), había más de veinte especies vivientes de invertebrados marinos -moluscos, corales y cirrípedos[148]-, asociadas a especies extinguidas de mamíferos. Cuatro o cinco de esas especies de invertebrados eran comunes a los depósitos de conchillas levantadas (upraised shells) de las llanuras rioplatenses.[149] En la capa b, la intermedia, no había fósiles marinos, con excepción de unos pocos fragmentos, y sí restos óseos de un mamífero extinguido, un armadillo. En cuanto a la composición de esta última capa, Darwin indicó que era muy parecida a su barro pampeano, o a la arcilla pampeana de d'Orbigny.[150]

Entre los mamíferos hallados en las capas de grava de Punta Alta (capas a y c) se encuentran los fósiles recolectados durante su viaje: Megatherium cuvierii, Megalonyx jeffersonii, Mylodon darwinii, Scelidotherium leptocephalum, Toxodon platensis, y Equus curvidens. Los huesos de estas especies extinguidas presentaban microorganismos adheridos, entre ellos varios infusorios de un origen indudablemente continental. En este caso, Darwin no tuvo inconvenientes en admitir que esos bichitos provenían de la denudación del barro pampeano, es decir de su capa b. Sin embargo, como dijimos, varias de las piezas óseas tenían también incrustados invertebrados de procedencia marina, principalmente cirrípedos y sérpulas[151]. ¿Cómo podía ser eso posible? ¿Se habían ahogado aquellos mamíferos en el mar y recubierto de invertebrados luego de su dramático deceso? Parecía poco probable: la gran cantidad de esqueletos en esos estratos descartaba una muerte simultánea de manera accidental. Tampoco era admisible postular un ahogo masivo de miles de bestias, ya que eso supondría un origen catastrófico (no lyelliano) de los depósitos. No: Darwin vio esa asociación como el resultado de un artefacto; la consideró una asociación artificial. Explicó lo sucedido en cuatro actos:

Como se ve, Darwin opinaba que la brecha temporal entre los esqueletos de mamíferos y los invertebrados era despreciable («casi inmediatamente», «al poco tiempo»). En esto hay una clara diferencia con su par d'Orbigny, quien pensaba que correspondían a tiempos muy diferentes. Más aún, para d'Orbigny era teóricamente imposible que coexistieran especies actuales y extinguidas (aquí y en cualquier otra parte del mundo). En definitiva: uno y otro no pensaban muy distinto salvo por una pequeña (pero importantísima) cuestión de cronologías: el galo consideraba una exposición tardía de las osamentas, el británico una temprana. Hasta aquí la controversia planteada entre d'Orbigny y Darwin sobre esa asociación de fósiles criollos.

§. El origen del barro pampeano
El registro de invertebrados vivientes asociados a restos óseos de mamíferos extinguidos brindaba una base firme para la reconstrucción de la historia geológica rioplatense, sobre todo era útil para comprender el origen del llamado barro pampeano, varias veces mencionado a lo largo de este capítulo. Como vimos, Darwin pensaba que las conchillas levantadas del territorio bonaerense habían sido depositadas en tiempos pampeanos, es decir, en simultaneidad con las capas a-c de Punta Alta. Más aún; el inglés creía que aquellos niveles estratificados en los que Parish había hallado las conchillas de Azara labiata correspondían directamente al barro pampeano o a un depósito similar. Dos cosas resultaban evidentes: 1) ese famoso barro correspondía a antiguos depósitos estuariales (simple aplicación del actualismo: las actuales almejas de esa especie viven en estuarios); y 2) esa capa había continuado acumulándose durante el período de formación del actual estuario del Río de la Plata (en donde viven actualmente las Azara). Recordemos que d'Orbigny pensaba que ambos depósitos tenían orígenes diferentes: la arcilla pampeana (el barro pampeano de Darwin) era el resultado de una inundación vinculada a los movimientos de levantamiento de la cordillera (los depósitos de nuestro acto 3 de la historia geológica de d'Orbigny), y los depósitos marinos recientes[152] se habían originado a partir de movimientos relacionados al vulcanismo andino (movimientos sucedidos en nuestro acto 4). Equivocadamente, Darwin vio una continuidad entre ambos depósitos, considerándolos un producto de la acción del estuario del río de la Plata en tiempos prehistóricos, tiempos en los que las faunas de invertebrados marinos ya habían alcanzado su conformación actual. Es más, el inglés afirmó que, luego de elevarse el sur de la provincia de Buenos Aires, el barro pampeano había continuado formándose no ya como un depósito estuarial sino como uno continental. La zona de Sierra de la Ventana se habría elevado en primera instancia (aunque no necesariamente en otro tiempo geológico); de esa área se suponía que provenían los fragmentos rodados de hueso negro hallados en Monte Hermoso y los cantos de tosca de los depósitos de grava de Punta Alta. Como puede verse, la explicación de Darwin, en sintonía con el uniformitarismo lyelliano, no dejaba lugar a convulsiones violentas y extinciones súbitas.

D'Orbigny suponía, sobre la base del buen estado de preservación de las conchillas halladas por encima del barro pampeano (por ejemplo, los bancos sampedrinos de Azara labiata), que la elevación del territorio había sido rápida. De otro modo, pensaba, los fósiles se habrían roto por acción de las olas. Para Darwin esto no era necesariamente cierto, sobre todo si los bivalvos habían vivido en bahías protegidas. El buen estado de preservación de las conchillas indicaba al rubio inglés una elevación lenta y gradual del terreno. Así, ambos, el inglés y el francés, utilizaban el mismo argumento para demostrar exactamente lo contrario.

§. Los fósiles y la evolución
Es cierto que los fósiles colectados por Darwin en nuestro país y en el Uruguay jugaron un rol en la concepción de la teoría de la evolución por selección natural. Pero también es verdad que la valoración que el inglés hizo de ellos no fue inmediata ni automática.[153] Entonces, en definitiva ¿cuán importantes fueron esos fósiles para el darwinismo en sus comienzos y en qué sentido lo fueron?

Existe una forma objetiva de conocer la importancia que dio Darwin a esos fósiles y es ver con qué propósito explicativo los utiliza en sus publicaciones. Eso haremos a continuación. Para ello consideraremos las obras mencionadas sobre el viaje del Beagle y, desde ya, su libro más importante: El origen de las especies. En concreto, vamos a considerar tres observaciones sobre el registro paleontológico significativas en potencia desde el punto de vista de la teoría de la evolución.

Primera observación. Organismos extinguidos que han coexistido con organismos vivientes. Como acabamos de ver, Darwin registró restos óseos de mamíferos extinguidos íntimamente asociados a diversas especies de invertebrados marinos vivientes, principalmente corales, moluscos y cirrípedos.[154] Esta observación está en Diario y anotaciones de 1839, en el capítulo x de las cinco primeras ediciones de El origen de las especies (1859-1869), y en el capítulo XII de la sexta edición de 1872. En realidad, esa coexistencia de formas muertas y vivas podía explicarse a la perfección sin recurrir al evolucionismo y, en este sentido, no parece que haya llamado la atención de Darwin. De hecho, en Diario y anotaciones, en Observaciones Geológicas y en El origen de las especies, ese registro está mencionado con propósitos muy distintos, ninguno de los cuales es demostrar la evolución. En efecto, en Diario y anotaciones y en Observaciones Geológicas, Darwin trae a cuenta esa asociación para defender, contra la opinión de d'Orbigny, que los esqueletos fósiles de Punta Alta y San Julián (esa última localidad en la provincia argentina de Santa Cruz) estaban en su sitio original, en el punto exacto en el que las bestias habían sucumbido y que no habían sido removidos de allí; en cambio, en El origen de las especies, Darwin la menciona en medio de una argumentación sobre el cambio simultáneo de las formas orgánicas, para aducir que esa simultaneidad (que sí es, para él, una prueba de la evolución) no podía generalizarse al conjunto de las formas terrestres, de agua dulce y marina. Es decir que, desde un punto de vista evolutivo, esa asociación de formas muertas y vivas no solo no aportaba nada sino que hasta iba en contra de la teoría de la descendencia con modificación, al menos en los términos en los que Darwin la estaba concibiendo.

Segunda observación. En ciertos mamíferos extinguidos se observa una mezcla de características que en la actualidad se presentan en especies pertenecientes a grupos diferentes.

Ya en sus primeros trabajos, con mayor precisión, en el capítulo VIII de su Diario de investigaciones de 1845, Darwin destacaba que en el Toxodon (mamífero cuaternario perteneciente al extinto grupo de los notoungulados) había rasgos que recordaban a los paquidermos, a los roedores, a los edentados y a los cetáceos herbívoros[155], y que en la extinguida macrauquenia había cosas de paquidermo y de rumiante, en especial de camélido. Sin embargo, ya en la primera edición de E¡ origen de las especies (1859) la idea de que el toxodonte y la macrauquenia eslabonaban distintos grupos actuales es virtualmente ignorada; apenas se menciona que esta última presenta algunas características de perisodáctilos y artiodáctilos, lo que, para el caso, también es falso.[156] Evidentemente, algo sucedió entre 1845 y 1859 que hizo que Darwin cambiara de opinión; seguramente alguien le sopló al oído que aquellas vinculaciones eran muy traídas de los pelos.

¿Qué importancia evolutiva guarda el hecho de que ciertos mamíferos extinguidos presenten características que en la actualidad se dan en grupos separados? Naturalmente, esa combinación de rasgos se explica sin problemas desde el evolucionismo. Pensemos en una forma ancestral. Todo lo que hay en ese ancestro se mantendrá, en principio, en las formas que evolucionen a partir de él. En cada una de estas formas, además, se encontrarán características específicas surgidas luego de la separación de aquella especie ancestral, incluyendo la desaparición de alguna que otra característica original (por eso lo de en principio). Sin embargo, antes de Darwin ese hecho era bien conocido, y se entendía satisfactoriamente en otros contextos, como el de los tipos proféticos de Louis Agassiz o la teoría del arquetipo vertebrado de Owen (Desmond, 1984; Ospovat, 1995, pp. 96, 134 y 138). Por ejemplo, Hermann Burmeister (1843), que no era evolucionista para nada, veía en el Anoplotherium una combinación de caracteres de paquidermos y perisodáctilos. Según el prusiano, como vimos, la naturaleza trabajaba de acuerdo con los mismos modos de diferenciación, aunque en distintas combinaciones, produciendo formas cada vez más perfectas. No es una explicación que hoy convenza a nadie, pero era satisfactoria y válida para la época.

Tercera y última observación. En el cuaternario de América del Sur se registran mamíferos pertenecientes a grupos sudamericanos vivientes.

Esto también está en las primeras obras de Darwin. En el capítulo VIII del Diario de un naturalista leemos:

La relación aunque lejana, entre la Macrauchenia y el guanaco, entre el Toxodon y el Capybara; el parentesco, más estrecho aún, entre muchos Desdentados extintos, y vivientes perezosos, hormigueros y armadillos, hoy tan eminentemente característicos de la zoología sudamericana, y las afinidades mucho más acentuadas que las anteriores, entre las especies fósiles y vivientes de Ctenomysy de Hydrochoerus, constituyen los hechos más interesantes.!...] Esta admirable relación, en el mismo continente, entre las especies muertas y las vivas, ha de arrojar de aquí en adelante -no lo dudomás luz sobre el aspecto exterior de los seres orgánicos en nuestro planeta y sobre su desaparición que cualquiera otra clase de hechos (1935, pp. 235-236).

Esto sí, definitivamente, parece haber impactado con fuerza en la rubia cabeza del joven Darwin. Con seguridad, el reconocimiento de esa relación «aunque lejana» contribuyó a que terminara volcándose hacia la idea de evolución. Sin embargo, hay que decir que el fijista y arquetipista Richard Owen -quien le había soplado a Darwin la vinculación entre el toxodonte y el carpincho y entre la macrauquenia (o, propiamente dicho, macroauquenia) y el guanacocasi no había prestado atención a esa lejana relación.

En definitiva: no nos parece que esas observaciones paleontológicas hayan sido decisivas para convertir a Darwin al evolucionismo. Tal vez lo que más impresionó al joven naturalista haya sido la estrecha relación entre las especies sudamericanas extinguidas y vivientes: el toxodonte como antecesor del carpincho, la macrauquenia como abuela del guanaco y los edentados fósiles como antecedentes de los actuales (nuestra tercera y última observación). Hoy sabemos que la macrauquenia y el toxodonte no tienen nada que ver con ningún mamífero viviente. Por desgracia para los argentinos, la mayor contribución que esos bichos cuaternarios hicieron a la teoría de Darwin se basó en una asignación taxonómica equivocada (Fernicola y otros, 2009).[157] Solo los desdentados (o edentados), pasados y presentes, han quedado como únicos sostenedores del principal argumento paleontológico de Darwin: la supuesta relación entre lo muerto y lo vivo en un mismo lugar.

§. La revolución biológica darwiniana
Darwin se bajó del Beagle en 1836 con la cabeza dada vuelta y llena de preguntas. Desde entonces, y por más de veinte años, nuestro futuro campeón del evolucionismo no parará de leer, pensar y escribir hasta dar al mundo El origen de las especies: allí está, desarrollada en varios de sus 15 capítulos (particularmente en el vi), su famosa teoría de la selección natural.

Según el esquema Russell/Ospovat de Amundson, la teoría de Darwin es funcionalista alla Gould (es decir adaptacionista), al igual que la de Lamarck (al menos como ha sido leída tradicionalmente), aunque ciertos aspectos, como la ley de la correlación de las partes (esto es, la modificación no adaptativa de ciertos órganos a partir de la modificación de otros por selección, desarrollada en el capítulo V de El origen de las especies), son más propios del enfoque estructuralista. En definitiva, la evolución darwiniana no es la manifestación de leyes biológicas sino el resultado de la interacción del organismo con su ambiente, y en esto estriba precisamente su carácter de adaptacionista (Lenoir, 1987, p. 27).

Hay quienes sostienen que la mayor contribución de la teoría de Darwin a la historia natural fue brindar una explicación de la adaptación en términos no teológicos, y que otros aspectos, como el de la diversificación (ramificación evolutiva que sigue a la especiación), no fueron atendidos por el inglés con igual amplitud y profundidad (Ayala, 1970 y 2010; Dawkins, 1989). De este modo, en El origen de las especies se hablaría de cualquier cosa menos, justamente, del origen de las especies (Dennett, 1995; Schwartz, 1999, p. 41; Mayr, 2001, p. 39; Margulis y Sagan, 2003). Gustavo Caponi (2010b) no comparte esta opinión. Según el santafesino, la necesidad de explicar la adaptación al ambiente habría surgido a partir de un requerimiento interno de la teoría de Darwin, es decir, no habría sido el objetivo principal del inglés. Al parecer, el pasajero del Beagle andaba buscando un mecanismo capaz de causar diversificación pero en forma armónica, uno por el cual las nuevas especies conservaran todas sus partes, coadaptadas, y a su vez adaptadas al ambiente (Caponi, 2011a, p. 1). El único mecanismo que le garantizaba a Darwin que esas ramificaciones evolutivas fuesen armónicas era la selección natural (o, al menos, fue el mejor que se le ocurrió). Por selección natural, un organismo cuyos órganos se encontraban mutuamente coadaptados podía transformarse en otro sin que se generaran desarreglos, preservando sus condiciones de existencia. La formulación inicial del problema fue cuvieriana, dice Gustavo, aunque la respuesta fue, en última instancia, darwiniana, al plantear una adecuación de los perfiles orgánicos a las exigencias ambientales. Ponerse a explicar el origen de las adaptaciones no era lo que Darwin quería. Sin embargo, terminó haciéndolo, ya que el mecanismo que le permitía dar cuenta de la diversificación, la selección natural, producía, además e inevitablemente, adaptaciones.

En el capítulo I hemos comentado en qué consiste la teoría de la selección natural. De forma breve, los miembros de una población varían entre sí y las variaciones normalmente se heredan. La más mínima diferencia, si es útil, podría garantizar el éxito reproductivo de los organismos que la portan. A la larga, se originará una nueva especie que mostrará esa diferencia en forma acentuada (Ginnobili, 2006).

El acompañante de Fitz Roy vio antes que nadie la importancia de la competencia intraespecífica. Ya Lyell había reconocido en sus Principios de geología cierta competencia interespecífica (Wilkinson, 2002), factor que tampoco Darwin desdeñaba, sobre todo la competencia entre especies emparentadas con similares requerimientos ecológicos.

La evolución darwiniana es gradual (punto 10 de los propuestos por Kevin Padian): en esto, la influencia de Charles Lyell es incuestionable. Como vimos en el capítulo anterior, la evolución por selección natural responde con plenitud a la perspectiva uniformitarista que Lyell adoptó para el cambio geológico. Recordemos que Darwin conocía muy bien la obra del abogado y geólogo, particularmente su libro Principios de geología, el cual, recién salidito del horno[158], había devorado a bordo del Beagle (Bowler, 2000, p. 299).

Hay quienes, como Haeckel y Marx, creyeron ver en Darwin al verdugo de la teleología. Pues vieron mal: sin dudas, la explicación de la evolución darwiniana es teleológica, aunque, claro, no intencional (Lennox, 1993).[159] De hecho, en cierto sentido, el darwinismo de Darwin es más teleológico que el lamarckismo de Lamarck. Lo que sí hizo el ilustre inglés fue separar la teleología de la teología (Caponi, 2003b, p. 998); en todo caso, Darwin fue verdugo de esta última, no de la primera.[160]

§. Darwin, verdugo de la teología
El autor de El origen de las especies había tomado contacto con la teología de la naturaleza en Cambridge, donde estudió para clérigo.[161] Allí, todos sus profesores de Historia Natural, entre ellos Adam Sedgwick y su mentor, John Henslow, eran teólogos (Bowler, 2000, p. 298). Darwin admiraba mucho a Paley. En una carta a un amigo fechada en 1859, reconoció que podía recitar casi de memoria el libro del reverendo (Gould, 1994, p. 132).[162] Sin embargo, nuestro campeón del evolucionismo terminará rompiendo con todo eso. Se cree que fue la muerte de su hijita Anne lo que conmovió a Darwin al punto de hacerle perder la fe.[163] Un Dios benevolente, el Dios de Paley, no podía existir. Era inconcebible que una entidad superior inmensamente buena, hubiera creado un mundo inmensamente injusto (Miles, 2001). Fue un trance espiritual similar al que habría experimentado Voltaire al enterarse del terremoto que ocasionó la destrucción total de Lisboa, una de las ciudades más importantes de Europa (Marques, 2005). En el caso del inglés, se trató de una desgracia que lo afectó de modo más directo que un lejano desastre natural. Fue algo personal entre Dios y él.

Paley, como vimos, había justificado la violencia en la naturaleza (Bowler, 2000, p. 223); en su mundo ideal, toda muerte (violenta o no) era siempre compensada con la reproducción. Es más: era la muerte de unos lo que hacía posible la vida de otros; así era el plan de Dios. Darwin al principio pensaba más o menos así, pero terminó convenciéndose de que esa naturaleza «roja en diente y garra»[164] no podía responder a la voluntad de un Dios buenísimo. Y un Dios malísimo era inimaginable. Ergo, Dios no podía existir.

Por supuesto, el alejamiento de Darwin de la tn no fue inmediato. De hecho, nuestro campeón inglés siguió creyendo en la armonía de la naturaleza (heredada de aquella doctrina), al menos hasta mediados de la década del 50. El viraje intelectual-espiritual del rubio pasajero del más famoso bergantín de todos los tiempos puede seguirse en su modo de concebir las adaptaciones. Según Dov Ospovat (1947-1980), aquel del esquema Russell/Ospovat, tras su conversión al evolucionismo, Darwin siguió creyendo en las adaptaciones perfectas durante un tiempo. Al producirse un cambio ambiental, pensaba, los organismos perfectamente adaptados reaccionaban adaptativamente, ajustándose perfectamente a la nueva situación (Mayr, 2001, p. 57). Luego de la lectura del Ensayo sobre el principio de la población de Malthus, en 1838, Darwin no abandonó la creencia en las adaptaciones perfectas, lo que cambió en todo caso fue el mecanismo de ajuste.[165] En la versión premalthusiana de la teoría de Darwin la adaptación se daba por generación; en la inmediatamente posterior a Malthus (de hecho, es esta la primera versión de la teoría de la selección natural), mediante, justamente, selección (Ospovat, 1995, p. 43). Esta última formulación de la teoría es la que se expone en su Ensayo de 1844 (un largo borrador de El origen de las especies). Finalmente, Darwin advirtió que la única forma de garantizar un mejoramiento permanente era reconociendo que las adaptaciones eran relativas[166]. Hacia 1859 (año de la primera edición de El origen), Darwin ya había adoptado la idea de mejoramiento permanente y abandonado las adaptaciones perfectas. La perfección había sido erradicada de la naturaleza. La teología natural había muerto en forma definitiva para él.

§. La publicación de El origen de las especies
La selección natural vio la luz en 1858. Darwin tenía avanzado un larguísimo borrador cuando recibió una carta de un tal Wallace en la que se exponía básicamente la misma teoría. Tal suceso imprevisto lo empujó (en realidad, lo empujaron sus amigos) a realizar ese mismo año una presentación conjunta con Wallace en la Sociedad Linneana de Londres. Urgido por las circunstancias, Darwin terminará publicando al año siguiente un resumen de aquel interminable borrador. Así, a las apuradas, salió en 1859 El origen de las especies. Habían pasado veintiún años desde la lectura de Malthus y el descubrimiento del principio de la selección natural.

Sobre los motivos de esa tardanza de más de veinte años se ha dicho de todo, entre otras cosas, que Darwin no quería escandalizar a su muy cristiana esposa. Este último argumento es absurdo. No. Las razones hay que buscarlas en otro lado. Para el filósofo Caponi, están en la propia estructura de la teoría; en ciertos aspectos fundamentales que Darwin no consiguió cerrar sino hasta muy tarde. Expliquemos. En 1838, Malthus le había hecho ver al joven Charles Robert la selección natural. El campeón inglés disponía ahora de un mecanismo que le permitía explicar el cambio adaptativo a lo largo de un único linaje, pero aún no veía cómo la SN podía causar diversificación, que era, como se dijo, lo que realmente le interesaba. Según Caponi, Darwin tardó mucho en encontrar ese cómo: el principio de divergencia, único concepto de El origen de las especies que no pudo explicar solo con palabras; debió ayudarse con un grafiquito, y aun así uno debe leer varias veces esas páginas (mirando de reojo el gráfico) para entenderlo. Lo importante aquí es destacar que la causa de la demora tendría que ver, según Caponi, con la dificultad de explicar por selección natural esas benditas divergencias.[167]

¿Un costado estructuralista en Darwin?

Como dijimos en el capítulo I, el darwinismo y la teoría de la selección natural son en esencia adaptacionistas. Sin embargo, Darwin conocía la existencia de correlaciones de crecimiento (o de caracteres correlacionados). En El origen de las especies, dedicó al asunto apenas unas páginas del capítulo VI, pero en su libro del 68, Las variaciones de los animales y las plantas bajo domesticación (obra que ya hemos mencionado en el capítulo I con relación a los caracteres originados por la influencia directa del ambiente físico), trató el tema con mayor amplitud, dando algunos ejemplos. Veamos uno de ellos. En los organismos que atraviesan una fase de larva, el desarrollo posterior a esa fase se encuentra correlacionado con (hoy diríamos constreñido por) la morfología larvaria; entonces, la morfología adulta de esas formas no podría explicarse (al menos no únicamente) por selección natural. Además de este, Darwin ofreció otros ejemplos, quizás más clásicos, como el de variaciones correlacionadas entre estructuras homologas seriales en el caso de los miembros delanteros y traseros.

De todas formas, en ese mismo libro, Darwin admitió que las correlaciones eran raras y que los caracteres arrastrados por correlación, es decir, aquellos que no eran blanco directo de la selección, si bien podían no ser adaptativos ciento por ciento (justamente, por no haber sido seleccionados), no podían ser disfuncionales o desventajosos. Suponía, pues, que la selección natural era siempre capaz de romper la correlación y eliminar el carácter (en potencia) desfavorable (Gould, 2004, pp. 360-369). De presentarse un conflicto entre selección y correlación, siempre prevalecería la primera, sostenía Darwin.[168]

Las variaciones de los animales y las plantas bajo domesticación cierra con una metáfora que sintetiza de forma magnífica el pensamiento de Darwin sobre el valor de las constricciones en el diseño final del organismo: la metáfora del edificio. La metáfora plantea que la forma de un edificio no encuentra restricciones importantes en la forma de los ladrillos individuales. En el ámbito de la biología, la metáfora sugiere que el diseño biológico está más allá de toda restricción; o mejor: que las leyes del crecimiento, las constricciones, valen solo allí donde a la selección le da lo mismo un diseño que otro.

§. Darwinismo y evolución humana
En El origen de las especies casi no hay referencias al origen del hombre. Apenas una oración de catorce palabras al final del libro, como para (en términos futboleros) dejar la pelota picando en el área:

En lo futuro, veo ancho campo para investigaciones mucho más importantes. La sicología se basará seguramente sobre los cimientos, bien echados ya por Mr. Herbert Spencer, de la necesaria adquisición gradual de cada una de las facultades y aptitudes mentales. Y se arrojará mucha[169] luz sobre el origen del hombre y sobre su historia. [Las cursivas son nuestras] (1980a, p. 478)

Como era de suponer, los lectores entendieron de inmediato la intención de Darwin al introducir esa cortita oración: insinuar que, al igual que los pinzones, las orquídeas y los cirrípedos, el hombre había evolucionado por selección natural a partir de una criatura inferior. Obviamente, los simios eran los candidatos naturales a ocupar ese lugar. Si no descendíamos de los simios, le pegaba en el palo. Thomas H. Huxley fue el primer darwinista en señalar, una por una, las muchísimas similitudes entre el hombre y sus peludos parientes, brindando así una base firme para la aplicación de la teoría darwiniana al hombre. Lo hizo en su libro El lugar del hombre en la naturaleza de 1863. Sin embargo, Huxley apenas se refirió allí a los mecanismos evolutivos implicados, decidiéndose sin mucho entusiasmo por la selección (Bowler, 1986, pp. 3 y 4):

Adopto la hipótesis de Mr. Darwin, por lo tanto, sujeto a la producción de pruebas de que las especies fisiológicas puedan ser producidas por selección de razas: así como un físico puede aceptar la teoría ondulatoria de la luz, sujeto a las pruebas de la existencia del hipotético éter. (1910, p. 150)

Es decir, no hay pruebas a favor de la selección, pero la adopto porque no encuentro otra cosa mejor. No son precisamente las palabras que podrían esperarse de un amigo, mucho menos de un bulldog. Tuvo que ser Darwin, en definitiva, quien pateara la pelota (que luego de más de diez años aún picaba en el área, desafiando todas las leyes de la física) y la clavara en un ángulo: la especie humana había evolucionado por selección natural a partir de algo parecido a los actuales simios, es decir, de un cuadrumano. Nuestro campeón hizo esa importantísima revelación en El origen del hombre de 1871. Su audacia fue grande: no había ninguna evidencia fósil que avalara esa hipótesis, excepto quizás por el hombre de Neanderthal, descubierto en 1856 y considerado un ancestro humano por el propio Huxley, pero ninguneado como tal por casi todo el mundo.

En aquel libro del 71, Darwin explica cómo los caracteres que definen a nuestra especie habrían surgido por selección natural. Sin embargo, también hay allí lugar para explicaciones no seleccionistas, como vimos en el capítulo I. De la siguiente forma, por ejemplo, explica nuestro campeón la desaparición del rabo que alguna vez supimos ostentar:

Diremos pues, en conclusión, que, por lo que podemos conjeturar, la cola ha desaparecido en el hombre y monos antropomorfos a causa de los roces y lesiones a que por tanto tiempo ha estado expuesta, y que se ha reducido y modificado la base metida en el cuerpo, disminuyendo de volumen, para ponerse en armonía con la posición erguida o semierguida. [Las cursivas son nuestras] (1980b, p. 64)

Al final de este párrafo hemos destacado en cursivas la característica que Darwin consideraba clave en nuestra evolución: la «posición erguida».

Aplicando la lógica adaptacionista, la postura erguida y la locomoción bípeda que ella supone debían ser ventajosas de algún modo. El mismo Darwin reveló que esos rasgos habían evolucionado a partir de un cambio en la estrategia de vida que requirió que las manos quedaran libres para confeccionar herramientas para la defensa o la obtención de alimentos:

Si ventajoso es para el hombre mantenerse sólidamente sobre los pies y tener sus manos y brazos libres, como nos lo confirma de modo indudable su triunfo en la lucha por la existencia, no vemos por qué razón no hubiera sido también ventajoso a sus primeros progenitores erguirse cada vez y convertirse al fin en bípedos. Con esta nueva postura hallábanse más aptos para defenderse con piedras o palos, dar caza a su presa, o de otros mil modos procurarse el necesario sustento. No hay duda de que los individuos mejor conformados fueron los que mejor lo alcanzaron, y que en mayor número sobrevivieron a los restantes. (1980b, p. 57)

Luego vino, siempre según Darwin, la desaparición de los caninos y la reducción del prognatismo (como resultado de la confección de herramientas que la liberación de las manos había hecho posible). Ya en pleno siglo XX, la hipotética existencia de un ser protohumano, encefalizado y provisto de grandes caninos, brindó el marco teórico para que el hombre de Piltdown pudiera engañar durante cuarenta y cinco años a los más importantes paleoantropólogos británicos (R. Lankester, G. Elliot Smith, A. Keith, y A. Smith Woodward, entre otros). La reconstrucción del cráneo del primer inglés, el Eoanthropus dawsoni (en realidad, unas mandíbulas de orangután asociadas burdamente a un cráneo de Homo sapiens), seguramente hubiese contado con la aprobación del mismísimo campeón del evolucionismo.

Otro aspecto que Darwin consideraba fundamental en la evolución humana era el habla. En La expresión de las emociones en el hombre y los animales de 1872, nuestro evolucionista declaró que el lenguaje hablado había evolucionado a partir de la capacidad de imitar sonidos. Eso era muy discutible y era previsible que sus oponentes no se lo iban a dejar pasar. Uno de ellos, el médico creacionista Frederic Bateman (1824-1904), utilizó dos argumentos para rebatirlo (lo hizo en 1877): 1) que los loros y los monos habían estado imitando sonidos durante miles de años y nunca habían desarrollado un lenguaje hablado; y 2) que los humanos con lenguajes más rudimentarios (o sin lenguaje) no eran necesariamente más primitivos (Radick, 2000). Sobre este último punto, digamos que el autor de El origen había considerado a los fueguinos como primitivos justamente a raíz de su rudimentario vocabulario. Para Bateman, en cambio, el hecho de que esos aborígenes patagónicos hayan podido aprender inglés los descartaba como primitivos.[170] Conclusión: la evolución era una mentira.[171]

Darwin no tenía dudas de que la selección natural era la causa de la diferenciación racial. No fue el primero en proponer ese mecanismo: cincuenta años antes, otro médico, William C. Wells (1757-1817), sin ser un evolucionista en el sentido actual del término, había explicado de esa forma el origen de las razas negra y mulata a partir de «los habitantes blancos de climas más fríos».[172] En este sentido, Darwin logró lo que no pudo su Juan el Bautista: encontrarle un valor adaptativo al color de la piel (al negro, que era el que había que explicar; el otro color, el blanco, era, en todo caso, neutro, el color normal):
Testimonios diversos, que ya he demostrado, prueban que el color de la piel y del pelo son a veces correlativos en modo extraordinario con la completa inmunidad contra la acción de ciertos venenos vegetales y contra los ataques de ciertos parásitos. De aquí que se me haya ocurrido que los negros y otras razas oscuras adquieran sus oscuros colores quizás por haberse librado los individuos más oscuros de la mortal influencia de los miasmas de sus comarcas, repitiéndose esto durante una larga serie de generaciones. (1980b, p. 188)

El programa adaptacionista se hallaba claramente perfilado. Los negros eran de color negro porque habían construido un escudo de poder contra parásitos y venenos varios. La selección natural era la causa de la diferenciación racial:

Tenemos, pues, visto que las diferencias características externas entre las razas humanas no pueden explicarse satisfactoriamente por la acción directa de las condiciones de vida, ni tampoco por los efectos del uso continuado de las partes, ni menos por el principio de correlación. Nos hallamos, pues, en el caso de averiguar si las ligeras diferencias individuales, a las que está el hombre eminentemente predispuesto, no han podido ser conservadas y aumentadas durante una larga serie de generaciones por la selección natural. (p. 192)

Sin embargo, Darwin admite que ciertas características, incluso algunas de valor racial, se deben (¡sin duda!) a la acción directa del ambiente o al uso-herencia:

Asimismo se ha observado que la epidermis de la planta de los pies de los niños, aún mucho antes de nacer, es más gruesa que la de todas las otras partes del cuerpo; fenómeno que sin duda alguna es debido a los efectos hereditarios de una presión constante verificada por largas series de generaciones.
La inferioridad de los europeos comparados con los salvajes, en lo que se refiere a la perfección de la vista y de los otros sentidos, es sin duda alguna efecto de la falta de uso, acumulada y trasmitida durante un gran número de generaciones. [Las cursivas son nuestras] (p. 41)

Pero algunos rasgos raciales no podían ser explicados por nada de lo anterior: selección natural, uso-herencia o acción directa del ambiente. Fue así que Darwin introdujo otro mecanismo selectivo: la selección sexual; es decir, la competencia entre los miembros de un mismo sexo.[173] Este modo de evolución, una variante de la selección natural, es introducido en El origen de las especies y desarrollado ampliamente en El origen del hombre (capítulos XIX y XX), al punto que forma parte del título completo del libro: El origen del hombre y la selección en relación al sexo[174]. La selección sexual fue concebida para explicar lo que la selección natural no podía (o le era muy difícil): el dimorfismo sexual, es decir, la presencia de características que varían de un sexo al otro y que no tienen directamente que ver con el sistema reproductor (los llamados caracteres sexuales secundarios). Si una especie presentaba un marcado dimorfismo sexual, es decir, si la hembra era muy distinta al macho, entonces, debía suponerse que la selección sexual había jugado un rol en la evolución de esa especie. Con relación a los rasgos de (presunto) valor racial originados por selección sexual, tomaremos el ejemplo de Darwin del vello corporal de los varones europeos.[175] Aquí, la selección sexual habría intervenido del siguiente modo: los primitivos varones europeos preferían (seleccionaban) a las mujeres peludas; esa característica era heredada (también) a los varones (Darwin, 1980b, p. 504); por consiguiente, estos se habían vuelto más peludos que los varones de otras razas. Conclusión: los varones europeos no eran menos evolucionados que los de otras razas, mucho menos inferiores; simplemente habían revertido a una condición que recordaba el estado primitivo por haber preferido sistemáticamente a las mujeres peludas.

La selección sexual no ha perdido vigencia. En teoría, los caracteres sexuales secundarios pueden originarse de dos formas: 1) como resultado de la competencia directa entre los machos por la hembra (lo que hoy algunos denominan selección intrasexual); y 2) por la elección que la hembra hace del macho, o viceversa (selección intersexual, los protoeuropeos eligiendo a las mujeres más peludas). Muchos de los ejemplos de selección sexual escogidos por Darwin corresponden a esta segunda categoría, la más interesante por otra parte, ya que origina características no necesariamente vinculadas (al menos no de forma directa) con la aptitud biológica. Es decir: no hay ninguna garantía de que el sexo seleccionador elija parejas que exhiban características útiles en la selección intrasexual. De hecho, el sexo seleccionador podría escoger cualquier cosa que le llame la atención, favoreciendo el desarrollo de cualquier tipo de estructuras, por extrañas e inútiles que parezcan: el vello de las europeas, por ejemplo. Esto es algo sobre lo que aún hoy se debate (Hudman y Gotelli, 2007). En el caso del ser humano, la selección intersexual establece que hay hombres que eligen cierta clase de mujeres y que hay mujeres que eligen cierta clase de hombres; hasta acá nada raro. El punto es saber si este modo de selección produce, a la larga, algún tipo de modificación evolutiva en la morfología o el comportamiento de cada sexo. Hay gente que cree que sí. Hace unos años se difundió una investigación de una universidad europea que revelaba que las mujeres lindas tenían en promedio más hijos que las otras (las menos lindas). No era el caso de los varones: los lindos no tenían más hijos que los feos. El estudio arrojaba varios resultados interesantes, entre ellos, que la belleza femenina (no ya un rasgo vinculado al dimorfismo sexual, sino el muy personal atributo de la belleza femenina) era el resultado de la evolución. Este estudio se enmarca con claridad en la selección intersexual darwiniana, lo cual confirma que este programa de investigación, como dijimos, sigue vivito y coleando.

A diferencia de la selección clásica, la sexual (sobre todo la intersexual) es intencional, hasta podría decirse que consciente. De hecho, los primeros darwinistas tenían muy en claro el riesgo de equiparar la elección consciente de un sexo por el otro con la selección inconsciente que opera en la naturaleza. Igualar una cosa con la otra no parecía ser una forma filosófica ni políticamente conveniente de sostener a Darwin y la selección natural. Nadie que quisiera erradicar las causas finales de la naturaleza se dejaría arrastrar por el callejón oscuro de las intencionalidades y la teleología; ya bastantes problemas había traído al rubio inglés la analogía de la selección natural (no intencional-inconsciente) con la artificial (intencional-consciente).

Capítulo V
El darwinismo y sus circunstancias

Contenido:
§. Evolución como Dios manda
§. Y Dios dijo: hagamos al arquetipo
§. El tábano de Darwin
§. Retoques al darwinismo
§. El heredero
§. El neodarwinismo
§. El desarrollo bajo de la luz de la evolución
§. Las dudas del campeón
§. Los muchachos lamarckistas
§. Recapitulando
§. Los eslabones perdidos
§. Hombres-mono de las pampas
§. Evolución a lo bestia

§. Evolución como Dios manda
Darwin cayó mal en un amplio sector de la sociedad. Era cantado: su teoría de la descendencia con modificación contrariaba el relato del Génesis, al proclamar que el hombre descendía de un animal inferior, de algo parecido a un simio y, además, como resultado de la actuación de una causa ciento por ciento materialista: la selección natural. Sin duda, la temprana aversión cristiana hacia el darwinismo (al menos la de muchos cristianos) obedeció a razones de índole moral. Pero también hay que reconocer que ese primer darwinismo dejaba muchísimos cabos sueltos. De hecho, varias de las críticas que el obispo anglicano Samuel Wilberforce (1759-1853) hizo al joven Thomas Huxley en el debate público realizado en Oxford en 1860 eran muy atendibles y apuntaban justo al corazón del darwinismo: la capacidad de la selección natural para crear nuevas especies. Sam el Jabonoso (irrespetuoso apodo puesto al obispo por los darwinistas) arremetió contra la teoría de Darwin destacando sus aspectos más vulnerables, y lo hizo con mucha inteligencia. Los historiadores darwinistas hablan de ese debate como si se hubiera tratado de la lucha entre el oscurantismo religioso, encarnado en la figura del obispo Sam, y el racionalismo, personificado en Huxley, lucha de la cual este último habría salido victorioso (Lucas, 1979). Sin embargo, sabemos que el bulldog no era un monumento a la racionalidad, ni Sam el más oscuro de los obispos... Para ser honestos, tampoco hubo un claro vencedor: fue, en el mejor de los casos, un empate peleado.

La creencia en Dios no es incompatible con la idea de evolución; no lo fue en tiempos de Huxley, no lo es hoy. De hecho, hubo evolucionistas cristianos que juraban ver en el curso de la evolución la mano sabia del Todopoderoso. Estos evolucionistas teístas rechazaban la selección natural por obvias razones; definitivamente, decían, el gran proyecto evolutivo de Dios no podía ser tan brutal. Pero más allá de eso, sus coincidencias desaparecen. Algunos teístas se orientaban hacia el lamarckismo, tal vez por entender que el uso-herencia era menos cruento, más cristianamente correcto, que la lucha por la vida darwiniana; otros lo hacían hacia la ortogénesis, teoría sobre la que volveremos en el capítulo VI. Ciertamente, el lamarckismo daba a la voluntad y a la acción de los organismos un lugar central en la evolución, y eso sin duda gustaba mucho a los evolucionistas teístas (Moreno, 2009).

Asa Gray, Robert Chambers, Richard Owen, George Mivart, Samuel Butler, Harry Seeley y el duque de Argyll, jugaron de titulares en ese primer equipo de evolucionistas cristianos. Fueron ellos, más que los creacionistas fijistas al estilo Wilberforce, los primeros opositores verdaderos a la selección natural. No eran literalistas bíblicos ni fundamentalistas religiosos (al menos la mayoría), sino estudiosos serios y respetables que aceptaban la evolución como la cosa más natural del mundo; eso sí, una evolución que no escapaba a los deseos de Dios.

Mivart (más adelante hablaremos en extenso sobre él) fue quizás el evolucionista teísta más inteligente. Un fastidioso tábano que logró malhumorar al apacible Charles Darwin, obligándolo a agregar un capítulo entero a la sexta (y última) edición de El origen de las especies (de 1872).[176] Pero no todos los evolucionistas teístas eran tan serios como Mivart. Hubo también provocadores profesionales, más preocupados por ganar la batalla al darwinismo en el terreno de las emociones que por rebatirlo con argumentos. Entre estos últimos, el pensador inglés Samuel Butler (1835-1902), decía barbaridades como esta:

Postular esa doctrina [la selección natural] supone despertar un odio instintivo; me corresponde la afortunada tarea de afirmar que esa pesadilla de desecho y muerte carece de base y es repulsiva. Y con esto terminamos con los provocadores para centrarnos en los cristianos serios, como Owen y Mivart.

§. Y Dios dijo: hagamos al arquetipo
Ya nos referimos a Richard Owen en el capítulo II, contándolo como un simpatizante de la teoría vertebral del cráneo, y en el capítulo IV, como autor de las descripciones de los mamíferos fósiles colectados por Darwin. Cuesta un poco entender a este brillante anatomista y paleontólogo británico. Lo hemos ubicado en el evolucionismo teísta pero con ciertos reparos. De hecho, no es muy claro su evolucionismo. Aún más: algunos historiadores, como Adrian Desmond (1984), opinan que Owen nunca aceptó la evolución, aunque reconocía una «organización ininterrumpida de la vida». En cambio, otros, como Nicolaas Rupke y Peter Bowler, piensan que sí se habría pasado a las filas evolucionistas (lo habría hecho a mediados de siglo), aunque adoptando una modalidad de la evolución muy distinta a la de Darwin (el consabido teísmo). El solo hecho de que los historiadores no se pongan de acuerdo sobre este punto tan básico es revelador; en definitiva, nadie tenía en claro qué pasaba por la cabeza de ese primoroso hombre de ciencia inglés con relación al tema central de este libro: la evolución.[177] De hecho, todo el mundo se quedó duro cuando, luego de la publicación de El origen de las especies, Owen salió a decir que la idea de selección natural se le había ocurrido a él antes que a Darwin. El propio Charles Robert hizo una referencia sobre esta sorprendente revelación en su Bosquejo Histórico al mencionar «el desarrollo de las ideas acerca del origen de las especies, antes de la publicación de la primera edición de esta obra» (1980a, p. 39), celebrando, como un caballero inglés, la llegada de Owen al redil evolucionista.[178] En todo caso, fue un evolucionista muy singular; un teísta próximo a la filosofía de la naturaleza (sobre todo a la morfología idealista), aunque con algunas cosas de la teología de la naturaleza. En el esquema Russell/Ospovat de Amundson, Owen se coloca con toda claridad en el estructuralismo: es, sin dudas, un evolucionista estructuralista (además de teísta). Sobre la vinculación de Owen con la filosofía de la naturaleza no hay mayores dudas. De hecho, fue él quien gestionó la traducción al inglés de Elementos de fisiofilosofi'a, el inentendible manual de filosofía de la naturaleza de Lorenz Oken.

En la década de 1840, Owen había imaginado un vertebrado arquetípico creado por Dios, algo así como la idea divina de todos los vertebrados, una entelequia, el patrón ideal de todos los animales con hueso del cual habrían derivado las formas reales y concretas de ese filum: en definitiva, los vertebrados de carne y hueso. Owen terminó reconociendo que esa derivación podía darse únicamente mediante leyes naturales, una fuerza, energía o causa secundaria. En suma, el anatomista inglés veía que algo dirigía la entrada en escena de las diferentes formas vertebradas, las cuales parecían apartarse más y más del arquetipo. ¿Qué suponía Owen que era esa fuerza o energía?[179] Vaya uno a saber. No era ciertamente la selección natural (¡aunque, como vimos, se había atribuido esa idea!), sino otra causa natural capaz de generar formas reales. Caponi (2013, p. 78), citando a Rupke, cree que el anatomista pensaba en algún proceso de aglomeración de la materia bruta. La estructura, la forma profunda, era generada por una causa primaria (Dios en este caso); los rasgos superficiales, las adaptaciones, surgían en cambio por causa de esas leyes naturales secundarias. Owen de hecho consideró a esos rasgos superficiales como simples derivaciones (en este autor casi no hay referencias directas al origen o a la naturaleza de las adaptaciones al ambiente exterior).

El término homología fue creado por el mismo curador del Real Colegio de Cirujanos de Londres para aplicarlo a aquellas partes de los vertebrados derivadas de la misma parte del arquetipo (Panchen, 1994). En realidad, Owen había imaginado tres diferentes tipos de homología. La que mencionamos corresponde a su homología general, pero estaban también la homología especial, es decir, la misma parte en organismos distintos, y la homología serial, o sea, las partes repetidas en un mismo organismo. Hoy conservamos ese término en un contexto evolucionista (Owen no lo era, al menos en un principio), aunque la actual definición de homología se la debemos al zoólogo Ray Lankester (1847-1929), quien la formuló con un nombre distinto: homogenia (en la actualidad este término casi no se usa, pero sí homoplasia, otro término inventado por Lankester, que actualmente designa un carácter adquirido más de una vez de forma separada).

Sir Richard Owen mantuvo una mirada no progresivista del registro paleontológico, al menos hasta 1851 (Caponi, 2013, p. 74). Progreso (entendido como mejoramiento) era para él casi una mala palabra, una que le recordaba al transmutacionismo pseudolamarckiano del escocés Robert E. Grant (Gould, 2000, p. 211). Y hablando de palabras, hay una creada especialmente por él con el propósito de transmitir la idea de que las sucesiones paleontológicas no eran siempre progresivas como aseguraba su archirrival Grant: esa palabra es dinosaurio. En efecto, al acuñarla en 1842, Owen quiso destacar el carácter superior de los animales que integraban el grupo al que daba ese nombre; su nivel de organización superior y su gran porte, mucho mayor que el de los actuales reptiles. Lo de lagartos terribles (dinosaurio significa en griego exactamente eso) puede malinterpretarse: grandiosa es, tal vez, la traducción de δεινός (deinos) que más se acerca a lo que el maestro de cirujanos pensaba de esos reptilotes extinguidos.[180] A tal punto los pensaba superiores, que les atribuyó una apariencia muy mamaliana[181]. Así, de hecho, fueron reconstruidos a escala 1:1 por el escultor Benjamin W. Hawkins (1807-1894) en el Palacio de Cristal de Londres, en la década de 1850. Pero claro, hoy sabemos que las actuales lagartijas no descienden de los dinosaurios del pasado ni por derivación ni por evolución ni por ningún otro mecanismo conocido o por conocer. Y ese fue justamente el error de nuestro orgulloso anatomista inglés: los modestos reptiles de hoy no son dinosaurios achicados. Será Thomas Huxley -otro archirrival de Owen quien, en definitiva, rescatará la doctrina del progreso para el evolucionismo, reivindicando a las aves (indiscutiblemente superiores a los dinosaurios tradicionales) como descendientes de los dinosaurios (y descartando como tales a los lagartos). Ah, y a propósito, los dinosaurios de Huxley (superiores a los demás reptiles pero inferiores a las aves) eran de sangre caliente (como las aves y los mamíferos): un atributo que ni el mismo Owen se había animado a darles al postular su superioridad (Salgado, 2001).

Owen ocupó distintos cargos de gestión: fue primero curador del Museo del Colegio de Cirujanos y luego superintendente del Museo Británico. Como investigador, publicó monografías fundamentales; sin embargo, como teorizador, en el plano concreto de las ideas, no le fue muy bien. Su teoría del arquetipo vertebrado nunca fue muy popular.

Para Dov Ospovat (1995), Owen fue el líder de la oposición al funcionalismo cuvieriano en Gran Bretaña.[182] ¿Fue realmente así? Owen fue efectivamente estructuralista y Cuvier funcionalista (aunque no adaptacionista): esto los hace a ambos internalistas, contrarios por igual al adaptacionismo de los teólogos de la naturaleza y los lamarckistas británicos (Grant, Chambers y otros). Pero las similitudes entre el inglés y el francés terminan allí; luego hay profundas diferencias. Owen, por ejemplo, creía que el arquetipo demostraba la existencia de un proyecto divino (incluso de modo más contundente que las adaptaciones individuales de William Paley). Cuvier, en cambio, no pensaba que sus ramificaciones respondieran al plan de Dios; en este asunto de las divinidades, Owen parece haber estado más cerca de los teólogos de la naturaleza. Hay que decir que, en materia de religión, había un poco de todo de ambos lados. Entre los estructuralistas, Agassiz y Owen eran teístas, aunque con sus diferencias; Goethe era probablemente panteísta alla Spinoza, y Geoffroy un agnóstico (Amundson, 1998, p. 159). A su vez, los adaptacionistas Paley, Lamarck y Darwin tampoco pensaban lo mismo en materia de religión; más bien todo lo contrario.

En cierto sentido, Owen se halla, desde el punto de vista filosófico, próximo a Geoffroy. En efecto, la noción oweniana de arquetipo es muy similar a la noción geoffroyiana de unidad de tipo (aunque aplicada solo a los vertebrados). Ambos pusieron un pie en el evolucionismo, Geoffroy sin dudas con mayor firmeza. Pero también hubo entre ellos desacuerdos insalvables. Por ejemplo, Owen nunca aceptó la recapitulación ni la cadena del ser. Si bien aceptó la teoría embriológica de Karl von Baer (al igual que Darwin), no creyó que la embriología alcanzase para establecer homologías. Los órganos homólogos no siempre mostraban embriologías semejantes. Por ejemplo, el fémur de la vaca era homólogo al del cocodrilo, aun cuando el primero se desarrollara a partir de cuatro centros de osificación y el segundo de uno (Panchen, 1994). Tal vez para distanciarse más aún de los trascendentalistas franceses, el británico empleó la clasificación de Cuvier, archirrival de Geoffroy. Tal vez Owen no haya estado tan lejos de Cuvier después de todo, o tal vez sí. En definitiva, era un tipo difícil de entender. Veamos, si no, qué escribió Darwin acerca de él en El origen de las especies: «Es consolador para mí que otros encuentren los escritos polémicos del profesor Owen tan difíciles de entender y tan inconciliables entre sí como los encuentro yo» (1980a, p. 50).

Así y todo, Darwin respetaba a Owen y valoraba mucho su obra. De hecho, tomó de él algunas nociones teóricas y las reelaboró en el contexto de su teoría de la descendencia con modificación. Concretamente, la noción darwiniana de ancestro se parece mucho a la de arquetipo (y por extensión, a la de unidad de tipo). En una apostilla al margen del libro de Owen de 1849, Sobre ¡a naturaleza de ¡os miembros, Darwin anotó: «Veo a los Arquetipos de Owen más que como ideales, como una representación real, en tanto la habilidad más consumada y la más alta generalización pueden representar la forma ancestral de los vertebrados» (citado en Desmond, 1982, p. 50).

Esa coincidencia no debería sorprender; de hecho, no era la única. Ambos, Darwin y Owen, eran vonbaerianos en lo embriológico y poseían una visión ramificada de las series orgánicas (opuesta a la visión lineal de los recapitulacionistas y lamarckistas). Obviamente, Darwin explicaba esas ramificaciones por divergencia mediante selección natural; Owen, a partir de incomprensibles derivaciones.

§. El tábano de Darwin
El evolucionismo cristiano tuvo su versión católica en George Mivart (Owen, Butler, y casi todos los demás eran anglicanos). Discípulo díscolo de Thomas Huxley y formado fuera del idealismo germano, George el Tábano Mivart fue, como dijimos, la principal razón por la que Darwin debió agregar un capítulo entero a la última edición de El origen de las especies.[183] Las objeciones planteadas por el cristiano fueron muchas y variadas. Una de las más conocidas, formulada como todas las demás en su libro de 1871 La génesis de las especies (título que alude de manera irrespetuosa al libro de Darwin), planteaba que el surgimiento de un nuevo órgano no podía producirse en forma lenta y gradual, es decir, por selección, debido a que, en las fases tempranas de su evolución, ese órgano estaría muy incompleto como para funcionar plenamente. Recordemos que Mivart creía en la evolución discontinua o a los saltos, de manera que, de acuerdo con su visión, los órganos se originaban completamente formados, según el oscuro propósito de Dios (Bowler, 1985).[184] Volviendo al problema del ojo de los pleuronectiformes que mencionamos en el capítulo I, la objeción de Mivart era válida de punta a punta. ¿Qué ventaja podía dar a ese pez un ojo corrido solo un poquito hacia su cara opuesta? Claramente, este es un carácter del tipo todo-o-nada; o está (el ojo vuelto hacia el lado opuesto) y entonces la configuración (los dos ojos del mismo lado) es ventajosa, o no lo está y entonces no es útil para nada. A Darwin no se le ocurrió ninguna ventaja selectiva para una transformación incipiente de ese carácter. Como vimos, propuso para esa migración el uso-herencia lamarckiano: los peces se habrían esforzado miles de años mirando hacia arriba y así uno de los ojos se habría movido de su lugar. En cambio, en el caso de los estadios iniciales de los órganos complejos, el seleccionista Darwin nunca tuvo dudas; mejor es tener una milésima parte de uno de ellos que nada. En el caso particular del ojo esto podía ser cierto (con un poquito de ojo uno ve un poquito, lo que es mejor que no ver absolutamente nada), pero definitivamente no para otros órganos (por ejemplo, una milésima parte de un ala no es útil para volar, ni siquiera un poquito). La solución definitiva a este problema la traerá Felix Anton Dohrn (1840-1909), antiguo estudiante de Ernst Haeckel y fundador de la famosa Estación Biológica de Nápoles[185], el semillero darwinista. En 1875, este zoólogo polaco afirmará que los órganos complejos pueden surgir y evolucionar gradualmente, solo si se acepta que los mismos van variando de función. Los conceptos de preadaptación (hoy pasado de moda) y exaptación (hoy muy de moda) tienen justamente que ver con esta idea.[186] La exaptación es actualmente un concepto clave en biología evolutiva. Quizás uno de los ejemplos más ilustrativos de exaptación es el del estribo. Este huesecillo del oído medio de los mamíferos habría sido primero soporte de branquias en nuestros antepasados acuáticos sin mandíbulas (cumplía entonces una función respiratoria), luego sostén de mandíbulas en nuestros antepasados pisciformes mandibulados y, al final, transmisor de sonidos en los tetrápodos (en los mamíferos se agregarán el yunque y el martillo.)

Una de las muchas objeciones que Mivart hizo a Darwin en La génesis de las especies concierne a la macrauquenia, mamífero cuaternario que, como vimos en el capítulo anterior, Darwin había interpretado (de modo erróneo) como un pariente lejano del guanaco (un artiodáctilo; justamente, Macrauchenia significa llama grande), aunque con ciertas características de perisodáctilo (como el número impar de dedos). La objeción de Mivart pasaba por lo siguiente: ¿cómo podía justificarse desde el darwinismo la existencia de una forma cuaternaria con características de artiodáctilo y perisodáctilo, si la separación de esos dos grupos ya se había consumado en el Eoceno (Paleógeno de Europa)?[187] Mivart admitió con honestidad que el hecho de que ciertas formas especializadas de ungulados (como aquellas del Eoceno europeo) fuesen anteriores a otras más generalizadas (como parecía ser la macrauquenia pleistocénica) no era irreconciliable con la teoría de Darwin, pero defendió que era un hecho raro que requería una explicación especial. ¿Qué explicación especial dio Darwin? Pues ninguna. Es más, en la sexta edición de El origen de las especies las pocas referencias a la macrauquenia fueron insertadas en el capítulo XI, no en el VII de «Misceláneas», el cual, dicho sea de paso, terminó quedando demasiado largo. Nada había de raro, entonces, en ese extraño camello con trompa y patas de tapir, ni nada que decir sobre su tardío registro.

Insistimos: los evolucionistas teístas dieron más dolores de cabeza al pobre Darwin que todos los creacionistas juntos, y George el Tábano Mivart fue, sin duda, uno muy, muy sagaz. El origen de las especies no habría sido el mismo sin La génesis de las especies.

§. Retoques al darwinismo
Las objeciones a la teoría de la selección natural, planteadas mayormente (pero no solo) por evolucionistas teístas de raíz lamarckista, afectaron de forma profunda la credibilidad de Darwin. Hacia el último cuarto de siglo, el sexagenario pasajero del Beagle había agotado todos sus argumentos y no parecía tener resto físico ni buen ánimo para contestar a todas ellas. Tampoco tenía fuerzas para completar su obra en dos puntos fundamentales. El primero, planteado en El origen del hombre de 1871, correspondía a la evolución de las capacidades mentales del ser humano. El segundo, quizás el más importante, se hallaba desarrollado en su libro Las variaciones de los animales y las plantas bajo domesticación de 1868, y era la hipótesis de la pangénesis, es decir, la explicación de la herencia. Esta última hipótesis sostenía que los productos germinativos se componían de un conjunto de gémulas provenientes de todos los rincones del organismo a través del torrente sanguíneo. De ahí se desprendía con toda lógica que las partes del cuerpo que sufrían una modificación (una mutilación, un traumatismo, o una alteración por uso o desuso) emitían gémulas modificadas, lo que causaba la transferencia de esa modificación adquirida. Específicamente, el ejercicio constante de un órgano producía un aumento en la producción de sus gémulas, de manera que, en los descendientes, esos mismos órganos presentaban, desde el comienzo de su desarrollo, un mayor volumen (Klein, 1972).

Sin duda, la pangénesis es una fea mancha en el boletín de calificaciones de Darwin. No la aceptaron ni sus parientes, y esto no es una mera forma de decir. De hecho, fue Francis Galton, su primo, quien la tiró abajo al demostrar la inexistencia de pangenes sanguíneos. Lo hizo transfundiendo sangre de conejos negros y blancos con la esperanza de corroborar su propia teoría de la herencia por mezcla. Mediante este tratamiento, observó que los conejitos seguían naciendo de un color distinto al del conejo donante: ergo, no había pangenes en la sangre. Charles Robert debió reconocerlo, pero hasta ahí llegó su amor. Suficiente tenía con sostener una teoría de la evolución como para cargarse con una teoría de la herencia. Fue entonces cuando conoció a George John Romanes (1848-1894), un brillante y ambicioso naturalista que terminará erigiéndose en su discípulo; el único que tuvo en su vida (Martins, 2006).

§. El heredero
Durante los últimos siete años de su vida, nuestro golpeado campeón tuvo en Romanes a un inseparable colaborador. De entrada, el viejo le encomendó al joven una misión excluyente: diseñar un experimento que corroborara su hipótesis pangenética. Romanes puso manos a la obra... o al menos eso le dijo a su maestro. Este le escribía casi a diario; quería saber si había resultados. Aquel se disculpaba o contestaba con evasivas. Darwin le acercaba trabajos, como ese de Haeckel en donde se describía una hipótesis parecida, la perigénesis de las plastídulas[188]. Las plastídulas, decía el artículo del barbudo profesor de la Universidad de Jena (Alemania), eran las unidades estructurales básicas de todo ser organizado. Esas moléculas vibraban y sus vibraciones eran heredadas (en virtud de su propiedad de reproducirse y recordar). El uso intensivo de ciertas partes del cuerpo, decía el artículo, afectaba de forma positiva la vibración de las plastídulas, de manera que, como en el caso de la pangénesis darwiniana, la transmisión de los caracteres adquiridos era perfectamente posible.

Con relación a la otra gran obsesión de Darwin, la evolución de la inteligencia humana (el primero de los puntos incompletos de su obra que mencionamos más arriba), Romanes sí que progresaba, y a grandes pasos, experimentando sobre el sistema nervioso de las medusas (Romanes, 1883). En definitiva, el heredero caído del cielo nunca publicó nada sobre la pangénesis, ni siquiera para informar sobre los resultados negativos de sus experimentos. En cambio, su trabajo sobre las medusas lo hizo ingresar a las máximas sociedades científicas de la época, con el apoyo de Darwin, quien nunca perdió la esperanza de que su discípulo relanzara su hipótesis de la herencia.

La muerte de Darwin en 1882 fue un golpe durísimo para Romanes, pero, a la vez, la oportunidad de convertirse en su único heredero intelectual, su nuevo bulldog, el principal divulgador de sus ideas, lo que constituyó su objetivo número uno. Pero, al parecer, George John no se contentaba solo con eso; además, quería pasar a la inmortalidad con una teoría de su propia autoría, y este fue su objetivo número dos. Con relación al primero, Romanes tenía dos adversarios: Wallace y el biólogo alemán August Weismann (1834-1914). Estos, como enseguida veremos, se habían erigido como los mayores referentes de la selección natural al transformarla en el único mecanismo evolutivo válido. La estrategia de Romanes para quitarse de encima a Wallace y Weismann fue la de convencer a todo el mundo de que lo de ellos no era verdadero darwinismo sino, en todo caso, neodarwinismo (término inventado por él). El maestro muerto había tenido una visión amplia de la evolución que incluía la herencia lamarckiana (en toda caso, sostenía Romanes, era esa la visión que correspondía al verdadero darwinismo) y los neodarwinistas negaban esa posibilidad. También los estudios sobre las medusas que emprendió el discípulo intentaban horadar la creencia del neodarwinista Wallace de que no existía continuidad entre la inteligencia de los animales y la humana.

Con relación a su objetivo número dos, Romanes jugó fuerte: concibió un mecanismo alternativo a la selección natural: la selección fisiológica (1886). De entrada, nadie supo (quizás ni él mismo) hasta qué punto ese nuevo modo de evolución era darwiniano o antidarwiniano. Tampoco estaba claro si lo que Romanes quería era defender la memoria de Darwin o superarlo. ¿Qué se proponía el heredero con su selección fisiológica? El maestro muerto creía que la selección natural originaba especies sin la necesidad de aislamiento geográfico, pero para Romanes eso era directamente imposible; sin la intervención de una barrera geográfica, pensaba, la selección natural era incapaz de originar nada. En cambio, su selección fisiológica garantizaba el aislamiento reproductivo sin la necesidad de esa barrera, permitiendo la especificación (más tarde llamada especiación). El papel de la selección natural de Darwin quedaba así muy acotado: podía en efecto producir adaptaciones, pero no mucho más que eso. Para horror de todos, Romanes había dejado de ser darwinista.

El candidato a suceder al campeón dedicó sus últimos años a trabajar sobre este importante asunto que, por otra parte, no lograba capturar el interés de sus pares darwinistas, más dedicados al estudio de las adaptaciones. Recién en los años 30 del siglo XX, con los estudios de Ernst Mayr y Theodosius Dobzhansky, en los albores de la TS, regresó el interés sobre los llamados mecanismos de aislamiento reproductivo. En definitiva, el objetivo número dos de Romanes no se cumplió (sus ideas fueron virtualmente ignoradas), como tampoco se concretó su estrategia de instituirse en el único heredero de Darwin: su regio nombre rara vez aparece en los textos de evolución.

§. El neodarwinismo
En la vereda de enfrente a Romanes se hallaban Weismann y Wallace: los neodarwinistas. El movimiento nació con el loable propósito de apuntalar el darwinismo, aunque terminó ocasionando exactamente lo contrario. En efecto, Weismann, creyendo hacerle un favor al viejo pasajero del Beagle ante la crítica situación por la que atravesaba su teoría, había proclamado -teoría del plasma germinal mediante que los caracteres adquiridos no podían heredarse. Es decir, decretó sin más que el lamarckismo, o mejor dicho, la creencia en la herencia de los caracteres adquiridos (que, como vimos, no era patrimonio exclusivo de Lamarck) era incompatible con el darwinismo (aunque, como también vimos, Darwin no veía nada de malo en esa generalizada creencia). Así, muerto el lamarckismo, el alemán hacía morir a los lamarckistas, entre ellos a los evolucionistas teístas de esa tendencia, y la selección natural pasaba a ser no solo el más importante mecanismo evolutivo, como había creído Darwin, sino el único.

Los neodarwinistas eran hiperadaptacionistas. Wallace, sobre todo, es considerado, junto a Bates y Müller, un temprano impulsor del programa adaptacionista.[189] El principio de utilidad postulado por Wallace se ve con claridad en el siguiente texto:

ningún hecho específico de la naturaleza orgánica, ningún órgano especial, ninguna forma característica o remarcable, ninguna peculiaridad en los instintos o hábitos, ninguna relación entre especies o entre grupos de especies, puede existir si no es, o no ha sido alguna vez, útil para los individuos o razas que la poseen. [Las cursivas son nuestras] (Citado en Caponi, 2011b, p. 726)

El desarrollo de la teoría germoplasmática de Weismann se publicó en 1880, aunque fue anticipada por Owen. Sostiene que la sustancia que compone un organismo, el plasma, puede dividirse en somatoplasma (plasma correspondiente al cuerpo) y germoplasma (correspondiente a las células sexuales). De los dos, solo este último era el vehículo del material hereditario, en tanto que el somatoplasma se originaba de él (hoy sabemos que la información hereditaria se encuentra en prácticamente todas las células del cuerpo, si bien se transmite a través de las células sexuales). Para Weismann, el somatoplasma era solo un efímero cascarón que se destruía y regeneraba, generación tras generación. El germoplasma, en cambio, era indestructible, inmortal. Los cambios en el somatoplasma no afectaban el germoplasma, ergo, la herencia de los caracteres adquiridos era imposible. Para demostrarlo, el neodarwinista teutón diseñó y ejecutó un experimentum crucis[190] consistente en cortar la cola a un grupo de ratones y repetir el procedimiento con su descendencia durante cinco generaciones (Bowler, 1985, p. 49). La expectativa de Weismann era que la modificación del somatoplasma (la amputación de los pobres ratones) no se transmitiera a su descendencia, y eso, como podemos imaginamos, fue exactamente lo que ocurrió.

Weismann es también autor de una hipótesis accesoria a la teoría neodarwinista, la selección germinal (sg), también basada en la idea general de selección pero que no guarda relación con la evolución adaptativa darwiniana. La hipótesis sostiene que los distintos órganos o grupos de órganos se forman a partir de una competencia permanente por los nutrientes entre ciertas partes del germen, denominadas determinantes. En esa competencia vencen siempre los determinantes más fuertes, los cuales se desarrollan a expensas de los más débiles, los cuales, a su vez, terminan pereciendo por inanición. Inicialmente, la sg no generó demasiadas resistencias entre los darwinistas (tampoco mucho entusiasmo para ser honestos); parecía ser nada más que la aplicación de la SN a un nivel suborganísmico: no era muy ortodoxa (darwinianamente hablando) pero tampoco era para escandalizarse. Sin embargo, en 1902 la gota rebasó el vaso y ahí sí vino el escándalo: Weismann justificó por sg la generación de estructuras innecesarias o desarrolladas en exceso, algo que iba a contramano no solo del darwinismo (del wallaceismo en realidad) sino del adaptacionismo en general (Bowler, 1985, p. 172).

Dejando de lado la sg, el retoque a la teoría de Darwin efectuado por Weismann y Wallace, la neodarwinización del darwinismo, resultó a todas luces contraproducente. Si lo que intentaron esos dos fue echarle una mano al autor de El origen, lo que hicieron es terminar de hundirlo. El punto es que la teoría weismanniana del plasma germinal contrariaba la pangénesis (que no era incompatible con el lamarckismo), por lo que, al arremeter contra el lamarckismo, Weismann y Wallace, indirecta e involuntariamente (suponemos), terminaron hundiendo a Darwin.

En definitiva, la invalidación neodarwinista de la pangénesis socavó aún más la confianza en Darwin y en la selección natural. Hasta el ingeniero ferroviario y filósofo Herbert Spencer, pionero del llamado darwinismo social e inventor de la archiconocida frase «la supervivencia del más apto», tan identificada con el darwinismo, se declaró contrario a la selección natural. Por su parte, los lamarckistas no se dejaron impresionar por las demostraciones experimentales del alemán; era claro que un rasgo adquirido que no era adaptativo, menos aún si era perjudicial (como lo es sin duda una amputación), no podía heredarse. Solo podían hacerlo las novedades útiles, adquiridas y desarrolladas lamarckianamente mediante el uso-herencia, aunque algunos como Haeckel aseguraban que lo otro era posible (si bien bajo circunstancias excepcionales) y citaban el testimonio de algunos criadores que juraban haber obtenido, siguiendo el método weismanniano, una raza de perros sin cola (Haeckel, 1947, pp. 172-173), algo que el viejo Buffon también había creído posible (Caponi, 2011a, p. 21).

En definitiva, la teoría germoplasmática de Weismann contribuyó a crear un ambiente francamente desfavorable para el darwinismo; fue, según Bowler, la causa principal del eclipse, que se extendió aproximadamente entre 1880 y 1920:

el eclipse del darwinismo fue precipitado por una serie de movimientos desde dentro del darwinismo que crearon una situación en la que los seguidores poco entusiastas de la teoría se convirtieron en oponentes activos. Desde entonces, el lamarckismo y las restantes alternativas no podían considerarse como complementos de la teoría de la selección, sino como mecanismos opuestos que ofrecían una filosofía de la naturaleza completamente distinta. (1985, p. 51)

Por supuesto, no todos se convirtieron en oponentes activos. La mayoría de los biólogos de campo siguió siendo darwinista (aunque con matices). Precisamente ellos, Henry Bates, Fritz Müller y el propio Alfred Wallace, fueron quienes dieron el primer impulso al programa adaptacionista inaugurado por Darwin. Como adelantamos en el capítulo I, Bates & Co. se dieron a la tarea de reunir ejemplos de adaptaciones en el terreno, de identificar rasgos causados por selección natural. Veían adaptaciones por todos lados; los bichos más feos eran para ellos criaturas maravillosamente diseñadas, por selección natural, claro. El enorme y antiestético pico del tucán, que Buffon había llamado «trasto inútil y engorroso» (Caponi, 2011a, p. 99), era para Bates un órgano adaptado de forma magnífica. Así como desde la teología de la naturaleza Buckland había mejorado con mucho esfuerzo la imagen del megaterio sudamericano, Bates hizo lo propio con aquella ave picuda, proveniente, no de manera casual, de ese mismo subcontinente.[191]

Pasando en limpio: como vimos en el capítulo I, el programa adaptacionista, la segunda agenda darwiniana de Caponi, no maduró de forma inmediata luego de que se adoptara la selección natural como explicación principal de la evolución (hacia 1860). El programa fue inaugurado por Darwin; luego impulsado por Bates, Müller, Wallace y varios otros neodarwinistas, y recién maduró al consagrarse la perspectiva seleccionista con la TS, hacia 1940 (a la que no debemos confundir con el neodarwinismo). La consolidación vendrá años más tarde, hacia 1960. Su debilitamiento lo estamos viviendo aun hoy.

§. El desarrollo bajo de la luz de la evolución
Repasemos lo visto en los capítulos II y III. Antes de Darwin había dos interpretaciones embriológicas diferentes, ambas fijistas por igual: la teoría de la recapitulación de los filósofos de la naturaleza (la llamada ley de Meckel-Serres) y la ley del desarrollo del ruso von Baer. Hasta 1859 la cosa estaba repartida, pero la aceptación generalizada de la idea de evolución inclinó la balanza hacia la recapitulación, la cual, lógicamente, fue resignificada bajo esa nueva luz. A partir de entonces, las fases embrionarias dejaron de ser vistas como meras representaciones de formas adultas inferiores (como planteaba la ley de Meckel-Serres) para ser consideradas como verdaderas reminiscencias de adultos ancestrales. Para un evolucionista interesado en la historia filogenética la idea era muy seductora (de ahí que haya terminado prevaleciendo); ahora, al menos en teoría, era posible conocer la historia evolutiva de una especie solo observando su desarrollo embrionario. No hacía falta salir a buscar fósiles; esa historia estaba escrita en los embriones. En todo caso, se esperaba que, a la corta o a la larga, los restos paleontológicos terminaran confirmando aquellas hipótesis efectuadas sobre la base de observaciones puramente morfológicas y (sobre todo) embriológicas. A Florentino Ameghino, al igual que a casi todos los demás paleontólogos, no le gustaba que los fósiles jugaran como meros auxiliares de la embriología. Por supuesto, el rubio maestro de Mercedes no desconocía la potencialidad explicativa de la recapitulación y de hecho basó en ella muchas de sus filogenias, pero reclamó para su disciplina un lugar de mayor preponderancia en la teoría evolutiva.

Los morfólogos y embriólogos registraban señales filogenéticas en la morfología y la embriología (mucho más tarde se incorporarán las evidencias moleculares), en tanto los paleontólogos buscaban confirmar con restos fósiles las hipótesis filogenéticas construidas sobre esa base.[192] El programa filogenético fue, de hecho, el que adoptó la primera generación de biólogos evolucionistas (de ahí que Caponi lo llame «la primera agenda darwiniana»). Las excepciones fueron Wallace, Bates y los demás neodarwinistas (Bowler, 1996, p. 3) quienes, como vimos, estaban impulsando el otro programa, el adaptacionista (la «segunda agenda» de Caponi).

El objetivo del programa filogenético era la reconstrucción de las relaciones evolutivas de los organismos, sin que importaran tanto las causas de la evolución (ciertamente, las teorías de corte estructuralista fueron las preferidas por los iniciadores de este programa, dados sus propios intereses).[193]

Según Stephen Gould (2010a, p. 97), la recapitulación evolutiva puede darse solo si en el transcurso de la evolución se cumplen las siguientes dos condiciones: 1) que los nuevos estadios se incorporen al final del desarrollo (si las nuevas etapas se agregaran en cualquier punto del desarrollo del ancestro, la recapitulación definitivamente no ocurriría); y 2) que el desarrollo se condense constantemente; que se acorte, sin pérdida de estadios intermedios (de otro modo, sin ese acortamiento, las especies con una larga historia evolutiva terminarían teniendo desarrollos embriológicos larguísimos). Fue Fritz Müller, temprano impulsor del programa adaptacionista, quien aplicó por primera vez en 1861 la teoría de la recapitulación a la evolución de los crustáceos (Bowler, 1996, p. 103). Lo hizo al reivindicar a la larva insegmentada Nauplius como la reminiscencia ontogenética de su ancestro (pp. 107-108). Esa postulación, en apariencia inocente, planteó un serio problema; si los crustáceos en efecto habían evolucionado de una forma insegmentada, y si, como se creía, los Tracheata[194] lo hicieron de un animalito segmentado[195], entonces, los Arthropoda (grupo que comprende a crustáceos y traqueados) tenían un origen doble. Es decir que los traqueados y los crustáceos habían evolucionado a partir de una forma que no era un artrópodo (Bowler, 1996, pp. 104 y 113). Si esto había sido así, si esos grupos tenían historias filogenéticas distintas, entonces, algunos caracteres taxonómicamente significativos de los «artrópodos» (así, entre comillas, por tratarse presumiblemente de un grupo de origen doble, difilético, formalmente «inválido»), como los ojos compuestos y la segmentación del cuerpo, se habían originado más de una vez (al menos dos veces) en forma separada. Y esto resultaba muy difícil de creer; ese era el problema. El debate sobre el origen de los artrópodos (su origen único o doble; su monofilia o difilia) marcó los primeros años del programa filogenético. Tan importante fue dicho debate que el historiador Peter Bowler le dedicó un capítulo entero (el III) de su libro El espléndido drama de la vida. Bowler narra allí que la filogenia de los crustáceos de Müller fue hegemónica durante años y que recién en 1877 alguien se animó a abandonarla. Quien lo hizo fue el zoólogo austríaco Berthold Hatschek (1854-1941) al proponer para esos bichos un ancestro segmentado parecido a un filópodo[196] (Bowler, 1996, p. 114); de esta forma, se devolvía la unidad monofilética a los artrópodos.

Para Müller, la oruga de los lepidópteros[197], incómodamente parecida a un onicóforo, no significaba nada (al menos no era nada significativo en términos filogenéticos), ya que, según él, el modo de desarrollo de las mariposas, su metamorfosis, era relativamente reciente en la historia evolutiva de los insectos (Bowler, 1996, p. 121). Hatschek, por su parte, no creía que la larva Nauplius aportara nada al conocimiento filogenético del grupo: era solo una adaptación larvaria propia de los crustáceos. Por último: si bien el austríaco rechazó la recapitulación en el caso de los artrópodos, eso no significa que haya descreído por completo de la ley de Haeckel; de hecho, la terminó empleando para anélidos y moluscos al imaginar un ancestro común tipo rotífero, cuyo resto en el desarrollo de esos grupos era la larva trocófora (Bowler, 1996, p. 94). Tan irresistible era el dulce caramelo de la recapitulación.

Los darwinistas que daban por válida la recapitulación no se ponían de acuerdo sobre si la condensación de la ontogenia (la segunda premisa de Steve Gould) era o no adaptativa per se. Müller creía que sí, ya que el adelantamiento de las etapas que ocasionaba la condensación, aseguraba una reproducción temprana y una rápida obtención del tamaño corporal definitivo (de no condensarse la ontogenia, suponía Müller, esos hitos de la historia de vida del animal tardarían cada vez más en alcanzarse). Weismann, en cambio, creía que no, ya que ciertos caracteres que eran ventajosos en el adulto, al anticiparse, al ser llevados hacia atrás en el desarrollo, parecían volverse insignificantes en términos adaptativos (¿de qué le sirven los dientes a un embrión?). ¿Y si la condensación no era adaptativa por qué ocurría entonces? A Weismann no se le ocurrió nada mejor que invocar una hipótesis ad hoc (de mala gana, recordemos que era más darwinista que Darwin) involucrando una desconocida e innata ley del crecimiento que operaría con independencia de la selección natural (Gould, 2010a, p. 137).

Por supuesto, los programas filogenético y adaptacionista no marchaban siempre por andariveles paralelos. De hecho, Fritz Müller participó de ambos: del primero aportando hipótesis filogenéticas basadas en la teoría de la recapitulación (como vimos que hizo en el caso de los artrópodos), y del segundo registrando adaptaciones en la naturaleza (lo hizo junto a Henry Bates, estudiando el fenómeno del mimetismo). Más aún, brindó una explicación de la recapitulación basada en la adaptación (vimos que Müller creía que la condensación de la ontogenia era normalmente adaptativa). Su modo de conciliar el recapitulacionismo y el programa adaptacionista se inscribe en lo que hoy conocemos como ecología evolutiva, disciplina que, según Caponi, representa la consolidación de dicho programa (en el capítulo VII veremos de qué modo esta disciplina plantea un alejamiento del adaptacionismo clásico).

Si bien Müller fue uno de los primeros evolucionistas en adoptar la teoría de la recapitulación, fue Ernst Haeckel (1834-1919), varias veces mencionado en este libro, el primero en darle rango de ley.[198] En concreto, la ley biogenética fundamental de 1866 establece que:

La ontogenia es la recapitulación breve y rápida de la filogenia [...] Durante su rápido desarrollo [...] un individuo repite los cambios de forma más importantes que sus antepasados desarrollaron por evolución durante su largo y lento desarrollo paleontológico. (Citado en Gould, 2010a, p. 100)

En el periodo inmediatamente anterior a 1859, la ciencia alemana, sobre todo la biología, era materialista, antimetafísica y opuesta a la filosofía de la naturaleza. Es más: esta última doctrina era recordada entonces como una influencia nefasta del pasado (Temkin, 1959). Hermann Burmeister, director del Museo de Buenos Aires en tiempos de Ameghino, de quien ya hablamos en el capítulo II, fue un representante de esa generación de científicos materialistas, aunque formados en la filosofía de la naturaleza y con fuertes resabios de ella. Haeckel compartía, en general, esa visión crítica, y acusaba a los filósofos de la naturaleza de formular leyes sin reparar en los hechos. De todas maneras, más aún que en Burmeister, es innegable la influencia de aquella doctrina en Haeckel.

El zoólogo jenense sumó a su visión idealista de la evolución algo del adaptacionismo darwiniano y bastante del lamarckismo y el ambientalismo de Buffon y Saint-Hilaire. Entendió que las variaciones individuales sobre las que actuaba la selección natural eran causadas por la influencia directa del ambiente, y que las mismas eran incorporadas de forma automática como nuevas etapas al final de la ontogenia (primera premisa de Gould), en tanto que la condensación de la ontogenia (su segunda premisa) ocurría sobre todo por la eliminación de estadios ontogenéticos intermedios. El estructuralismo de Haeckel (y de los recapitulacionistas en general) radica en que las etapas tempranas e intermedias del desarrollo ontogenético no eran explicadas por la adaptación o la selección natural, sino por la historia filogenética de la especie. Para Haeckel, el desarrollo ontogenético consistía (salvo en casos excepcionales) en una serie de pasos adaptativamente neutros que constreñían la forma adulta. Tampoco creía que los estadios ontogenéticos terminales pudieran ser borrados en el transcurso de la evolución (sí los intermedios), ya que eso supondría una suerte de involución o evolución hacia atrás, algo que un apóstol del ideal del progreso como él jamás admitiría.

En ocasiones, la aplicación a rajatabla de la ley biogenética obstaculizó la marcha del conocimiento. Por ejemplo, la evidente ausencia de una etapa reptil en la ontogenia de los mamíferos hizo pensar a Haeckel[199] que los reptiles no habían formado parte de la ascendencia de esos peludos animales. La insólita conclusión a la que llegó el jenense fue que los mamíferos habían evolucionado directamente de los anfibios: eso era lo que le indicaba la embriología. Los paleontólogos conocían hacía tiempo la existencia de restos de reptiles mamiferoides en el Triásico de Sudáfrica, pero la teoría pesó más que esa evidencia, y el interés de los evolucionistas adscritos al programa filogenético se desvió hacia otros grupos más basales. Y así llegaron hasta los anfibios.

Haeckel era básicamente un morfólogo interesado en la reconstrucción filogenética y su ley embriológica, una herramienta empleada a ese efecto. Una herramienta que en ocasiones él mismo no utilizó, como en 1866 cuando postuló a los quetognatos[200] como potenciales ancestros de los vertebrados solo invocando similitudes morfológicas, sin ver una etapa quetognato en la serie embrionaria de los vertebrados. También la pasó por alto al postular un hipotético mono-hombre sin la facultad del habla, el Pithecanthropus o Alalus, sin que nada parecido a un mono existiese en la ontogenia humana.

Era evidente que la ley biogenética no tenía alcance universal. El mismo Haeckel lo sabía, e incluso había inventado un término específico para designar al conjunto de casos que la contravenían: cenogénesis. Un ejemplo superconocido de cenogénesis era la placenta, que se desarrollaba en la embriogénesis de ciertos mamíferos (los placentarios) pero no en su filogenia (Gould, 2010a, p. 202). De todos modos, casi siempre era posible preservar la biogenésis (otro de los nombres con que se conoció la ley de Haeckel) mediante explicaciones ad hoc (no ciertamente en el caso de la placenta); en todo caso, se admitía cenogénesis solo como último recurso.

La falsificación de la filogenia en la ontogenia, la cenogénesis, podía producirse por diferentes causas, a saber: 1) por heterocronía, es decir, mediante el desplazamiento en el tiempo de la aparición (ontogenética) de un órgano respecto de otro (por ejemplo, con relación a otros órganos, el corazón de los vertebrados aparece más temprano en la ontogenia que en su historia evolutiva); 2) por heterotopía, o el desplazamiento en el lugar de aparición de un órgano; y 3) por la adquisición de adaptaciones larvarias (es decir, por la modificación adaptativa de ciertas etapas tempranas de la ontogenia).

Un capítulo Importante de la historia filogenética de los animales es el que corresponde al origen de los vertebrados. Aquí también fue decisiva la aplicación de la ley biogenética. El biólogo ruso Alexander Kovalevskii (1840-1901) había postulado en 1866 que los vertebrados habían evolucionado a partir de una larva de vida libre de acidia[201]. En el libro de Haeckel, Historia de la creación (primera edición en alemán de 1868), esa hipótesis está enmarcada en la teoría de la recapitulación: se mantiene de la versión original a los vertebrados derivando de un protovertebrado similar a una actual larva de ascidia, pero se agrega que las mismas ascidias eran formas degeneradas de ese protovertebrado, transformadas secundariamente en criaturas sésiles (en efecto, la ontogenia de las ascidias parece indicar eso). Charles Darwin, Ray Lankester y Florentino Ameghino aceptaron esta última versión. El gusano señalado como potencial ancestro de aquel protovertebrado fue el Balanoglossus, o gusano bellota, un extraño animal viviente con características de cordado y de equinodermo.

La teoría de la ascidia en su versión recapitulacionista requería de una hipótesis auxiliar que explicara cómo un organismo de vida libre podía volverse sésil, y los lamarckistas la tenían: el uso-herencia lamarckiano (el desuso-herencia mejor dicho). Según el punto de vista neolamarckista, los animales de vida libre que habitaban en ambientes con sobreabundancia de recursos (y que por lo tanto no tenían más necesidad de desplazarse) perdían, tarde o temprano, la capacidad de natación y se volvían -inevitable, definitiva, lamarckianamentesésiles. Lankester llegó a pensar que esta suerte de degeneración evolutiva podía alcanzar a la especie humana, si esta no modificaba sus hábitos sedentarios. ¡A moverse entonces si no se quiere terminar como las ascidias!

§. Las dudas del campeón
Darwin no aceptaba la teoría de Müller/Haeckel, entre otras cosas porque pensaba que los embriones poseían sus propias adaptaciones al medio, originadas por selección natural. Lo que para el segundo de los alemanes era una excepción, un ejemplo de cenogénesis, para el inglés era la norma.[202]

vemos cómo por cambios de estructura en la cría [...] los animales pueden llegar a pasar por fases de desarrollo completamente diferentes de la condición primitiva de sus progenitores adultos. La mayoría de nuestras autoridades competentes están convencidas de que las diversas fases de larva y de pupa de los insectos se han adquirido por adaptación y no por herencia de alguna forma antigua. [Las cursivas son nuestras] (Darwin, 1980a, p. 445)

Darwin prefería la teoría del ruso von Baer. En definitiva, el modo de desarrollo vonbaeriano se corresponde con el modo de evolución darwiniano. Para el campeón inglés los animales emparentados filogenéticamente poseían embriones similares porque la selección natural actuaba con mayor intensidad en etapas tardías del desarrollo ontogenético.[203]

Tomemos un grupo de aves que desciendan de alguna forma antigua [...] como las muchas y pequeñas variaciones sucesivas han sobrevenido en las diversas especies a una edad no muy temprana [...] los polluelos se habrán modificado muy poco y se parecerán aún entre sí mucho más que con los adultos. (1980a, p. 443)

Así, Darwin consiguió reformular la ley de von Baer en los términos del evolucionismo, despojándola de arquetipismo (y por consiguiente de idealismo). El ser humano, entonces, no atravesaba una etapa pez durante su desarrollo, sino que aquellas características pisciformes del embrión humano eran rasgos comunes a todos los vertebrados (ciento por ciento von Baer); eran esas características las que le indicaban a Darwin la existencia de un ancestro común a todos ellos (cero por ciento von Baer; ciento por ciento Darwin). De forma notable, al explicar la similitud de todos los embriones vertebrados por su origen común (no por la función o la adaptación), Darwin cruza una vez más las fronteras del adaptacionismo puro y duro. Los diseños óptimos están prohibidos en el mundo de Darwin; el pasado filogenético constriñe (incluso por sobre las correlaciones de crecimiento, como vimos en el capítulo anterior), limitando las posibilidades de la selección natural, y la similitud embrionaria es prueba cabal de ello.

§. Los muchachos lamarckistas
Los evolucionistas norteamericanos, en cambio, optaron por Haeckel. De hecho, algunos discípulos norteamericanos de Louis Agassiz convertidos al evolucionismo (recordemos, Agassiz era fijista) fundaron una escuela evolucionista (la primera auténticamente americana) basada, entre otras cosas, en la teoría de la recapitulación, herencia intelectual de su maestro suizo. Dos paleontólogos jugaron de titulares en el primer equipo de esta nueva escuela: Alpheus Hyatt (1838-1902), de Harvard, y Edward D. Cope (1840-1897), de Filadelfia.[204] Para ellos, la evolución estaba gobernada por una ley de la aceleración universal. La aceleración de la ontogenia (de eso se trataba) garantizaba el cumplimiento de la segunda premisa de la recapitulación de Steve Gould: aceleración más que supresión de etapas intermedias, como suponía Haeckel. En cuanto a la primera condición gouldiana, la adición terminal, Hyatt y Cope opinaban que los nuevos estadios ontogenéticos se agregaban, generación tras generación, por el mecanismo de uso-herencia más que por la acción directa del ambiente (el modo haeckeliano de adición por excelencia). Por esta razón es que se los conoce como neolamarckistas.[205] En particular, el de Filadelfia afirmó que eran los géneros los que surgían por adición terminal de nuevos estadios ontogenéticos, en tanto las especies eran simples desviaciones laterales de esa evolución progresiva (Gould, 2010a, p. 112).

Para Cope, la heterocronía haeckeliana no quebrantaba la ley biogenética como creía su autor. En efecto, el paleontólogo norteamericano decía que esta última se cumplía de modo inexorable desde que, individualmente, la ontogenia de cada órgano individual recapitulaba su propia filogenia. Entonces, tomando el ejemplo anterior, el corazón podía encontrarse más acelerado que otros órganos del mismo individuo (en esto consistía con precisión la heterocronía haeckeliana), pero estos, en definitiva, también estaban acelerados con respecto al mismo órgano en el ancestro. También podían darse, aunque de forma excepcional, la retardación del desarrollo y la eliminación de estadios ontogenéticos terminales (se producía en ambos casos evolución retrogresiva). En cambio, Hyatt entendía que solo era posible la aceleración evolutiva de la ontogenia. En las primeras etapas de la evolución de cualquier linaje, esa aceleración se daba normalmente por la incorporación de etapas terminales progresivas, pero al entrar en la adultez comenzaban a adicionarse estadios seniles. Estos, decía Hyatt, de alguna manera recordaban las etapas tempranas de una ontogenia individual (como los ancianos desdentados recuerdan a los bebes desdentados), aunque en realidad fuesen señal de declinación y envejecimiento; no de involución -palabra inexistente en el diccionario de Hyatt.

La teoría de la aceleración convenía a los intereses de Hyatt como paleontólogo, ya que le permitía conocer de forma sencilla la edad evolutiva de los linajes cuyos fósiles estudiaba. Si su fósil, por ejemplo, presentaba rasgos superdesarollados (siempre con relación a las formas adultas de grupos vinculados), el linaje se hallaba en un estado avanzado de evolución, posiblemente próximo a su extinción; si, por el contrario, presentaba características subdesarrolladas, el linaje era evolutivamente joven.[206]

En Haeckel, las causas próximas de la ontogenia están subordinadas a su causa remota: la filogenia. En Hyatt es al revés: es la filogenia la que se halla subordinada a la ontogenia. De hecho, la filogenia no solo estaba recapitulada haeckelianamente en la ontogenia, sino que, de algún modo, se encontraba programada en ella. El de Harvard, más que otros neolamarckistas, se hallaba muy influenciado por la filosofía idealista. Se dice incluso que la falta de una visión teológica le permitió superar la idea de evolución programada (por Dios) y pasarse a una teoría de la ortogénesis degenerativa, como veremos más adelante (Bowler, 1985).

Alpheus Packard, naturalista de Boston y, al igual que Hyatt, discípulo de Agassiz, fue quien, en 1885, acuñó el término neolamarckismo (recodemos que años antes Romanes había creado neodarwinismo para designar el movimiento encabezado por sus archirrivales Wallace y Weismann). Packard fue tal vez el único neolamarckista que se tomó el trabajo de leer las publicaciones del viejo y olvidado caballero francés; incluso escribió una completa biografía sobre él (1901).

Packard era bastante más adaptacionista que Cope y Hyatt, sus compañeros neolamarckistas -tal vez por ser el único neontólogo[207] del trío-, pero compartía con ellos su devoción por la ley de Haeckel, la cual aplicó a la evolución de diferentes grupos de invertebrados. Por ejemplo, vio una etapa de trilobite[208] en la ontogenia del Limulus o cangrejo cacerola[209], dando a entender que ese bicho (y todos los demás crustáceos por extensión) había evolucionado de trilobites.

§. Recapitulando
Por supuesto, los haeckelianos no aplicaron sus teorías solo a amonites y a artrópodos. El bicho humano, sin duda el más interesante de todos, también fue alcanzado por la implacable ley biogenética. Escuchemos a Haeckel, el más grande de los haeckelianos:

Los negros, en los que el dedo gordo es más fuerte y más movible que nosotros, se sirven de él para asir las ramas cuando trepan a un árbol, exactamente como lo hacen los monos cuadrumanos. Los mismos recién nacidos europeos, durante los primeros meses de su existencia se sirven también de la mano posterior; toman una cuchara, por ejemplo tan fuertemente con el dedo gordo como con el pulgar. (1947, p. 512)

En cada una de las etapas embrionarias del hombre blanco, imaginaba el alemán, estaban representadas las distintas razas inferiores (o sea, las razas de todos los colores excepto el blanco). A su vez, esas razas coloreadas eran primitivas, es decir, menos evolucionadas que la de color neutro (el blanco). Sin embargo, no todos veían lo mismo en la ontogenia del gran hombre blanco, de ahí la existencia de diferentes hipótesis filogenéticas que daban cuenta del origen de esa raza. Por ejemplo, el médico británico Francis G. Crookshank (1873-1933) veía una etapa mongoloide pero no una negra, por lo que supuso que los asiáticos habían contribuido a la historia racial de Europa (en su mayoría, blanca), no así los africanos. Circunstancialmente, y por razones desconocidas, el desarrollo embrionario del europeo blanco se interrumpía en ocasiones en esa etapa mongoloide, de ahí que esos humanos a medio terminar fueran llamados mongólicos. [210]El mismo doctor Crookshank escribió en 1924 un libro con el muy marquetinero título de El mongol entre nosotros, en el que se desarrolla esa (hoy absurda) idea, a la vez que se advierte sobre la posibilidad de que esos retrasos se difundan por degeneración atávica (Bowler, 1996, p. 141). Del mismo modo, Karl Vogt defendió que los fetos microcefálicos se desarrollaban solo hasta una etapa primitiva de la evolución humana, una en la que el encéfalo poseía escaso volumen (Radick, 2000); hoy sabemos que la microcefalia (literalmente, cabeza pequeña) es un trastorno que se presenta en uno de cada diez mil nacimientos y que nada, en absoluto, dice sobre nuestro pasado evolutivo.

La ley biogenética daba para todo. No solo se la empleaba en la reconstrucción filogenética (su objetivo original), sino para dar cuenta de una amplia variedad de casos; incluso de ciertos hechos que nadie ponía en duda (justamente por eso eran hechos) como la natural inferioridad de los negros (ya algo dijimos sobre esto), los niños y las mujeres.

De los negros se encargó el antropólogo norteamericano Daniel Brinton (1837-1899):

El adulto que conserva más rasgos fetales, infantiles o simiescos es, sin lugar a dudas, inferior al que ha seguido desarrollándose [...] De acuerdo con estos criterios, la raza blanca o europea se sitúa a la cabeza de la lista, mientras que la negra o africana ocupa el puesto más bajo. (Citado en Gould, 2010a, pp. 160 y 161)

De los niños, Granville Stanley Hall (1844-1924), uno de los padres de la psicología genética:

los chicos, en su incompleto estado de desarrollo, están más cerca de los animales en muchos aspectos que de los adultos, y hay, en esta dirección un rico pero inexplorado silo de posibilidades educativas. (Citado en Gould, 2010a, p. 147)

Las mujeres tampoco se salvaron de la ley de Haeckel. En 1870, Cope, nuestro paleontólogo neolamarckista, las describe como una simple etapa embrionaria del sexo fuerte:

El bello sexo se caracteriza por una mayor impresionabilidad [...] es más emotivo y se deja influir más por la emoción que por la lógica; es tímido y su acción sobre el mundo externo se caracteriza por la inconstancia. Por regla general, estas características se observan en el sexo masculino durante algún periodo de la vida, aunque los diferentes individuos las pierden en momentos distintos [...] Quizás todos los hombres puedan recordar un período juvenil en que adoraban algún héroe, en que sentían la necesidad de un brazo más fuerte, y les gustaba respetar al amigo poderoso, capaz de simpatizar con ellos y acudir en su ayuda. Este es el «estado femenino» del carácter. (Citado en Gould, 2010a, p. 163)

Por supuesto, la creencia en la inferioridad biológica de las mujeres no era exclusiva de los recapitulacionistas, ni siquiera de los evolucionistas. Esa inferioridad constituía, como dijimos, un hecho, una verdad propagada incluso desde la misma teología cristiana.[211]

Los seguidores norteamericanos de Lamarck creían en efecto que las etapas primitivas de la humanidad eran equivalentes a las razas inferiores vivientes, y que algo así (una raza primitiva o inferior) podía hallarse en la ontogenia de las razas superiores. Pero no todos los lamarckistas creían eso. Al fin de cuentas, el lamarckismo puro era funcionalista, adaptacionista. De hecho, el inglés Herbert Spencer, cercano al llamado lamarckismo ambiental, solía declarar que si cada raza había evolucionado bajo diferentes condiciones, no podía afirmarse que los modernos primitivos eran los equivalentes exactos de los estadios tempranos de la raza blanca (Bowler, 1986, p. 54). De cualquier forma, la ley biogenética fundamental parecía funcionar relativamente bien a escala racial (ignorando algunos pequeños detalles, como que los niños de raza blanca no son de color negro, anomalía salvada con maestría por Chambers, como vimos). La cosa era muy distinta cuando se la quería extender al surgimiento de la especie humana. En ese terreno era muy difícil inventar nada creíble. ¿Eran realmente nuestros niños parecidos a los simios? Más bien todo lo contrario. Ya Geoffroy SaintHilaire había tomado nota de que los orangutanes jóvenes del zoológico de París tenían una apariencia más humana que los orangutanes adultos:

En la cabeza del joven orangután, encontramos los rasgos infantiles y graciosos del hombre [...] encontramos la misma correspondencia de hábitos, la misma apacibilidad y afecto compasivo [...] por lo contrario, si consideramos el cráneo del adulto, encontramos rasgos verdaderamente alarmantes y de una bestialidad repugnante. (Citado en Gould, 2010a, p. 413)

Es curioso que nadie se haya dado cuenta, en todos esos años, de que la inocente observación del francés contrariaba de modo flagrante la ley haeckeliana (los humanos jóvenes eran los que debían tener cara de orangután, no al revés). Evidentemente, la teoría de la recapitulación era demasiado buena y un monito francés de cara humana no podía ser motivo serio de preocupación.

Tal como ocurrió con el origen de los mamíferos, la ley biogenética entorpeció la marcha del conocimiento de la evolución humana. En los primeros años del siglo XX, el paleontólogo inglés Arthur Smith Woodward (1864-1944) se basó en ella para descartar a los simios extinguidos como potenciales ancestros del hombre (insistimos, mal que le pese a Haeckel, Cope y Hall, nada parecido a un simio puede verse en la ontogenia humana) y poner en ese lugar al hombre de Piltdown (que tampoco se parecía mucho a un feto humano, para ser honestos). El eoántropo fue un fraude, una mezcla de cosas burdamente pintadas y retocadas, pero la teoría de la recapitulación tornó verosímil ese bicho inexistente. Bastó un marco teórico apropiado (antiguas ideas de Darwin, la teoría de la recapitulación), una cucharada de chauvinismo ¡y listo!: casi todos los paleontólogos ingleses cayeron en la trampa. Por cierto, aún no sabemos quién fue el autor intelectual de esa travesura, aunque hay varios sospechosos, incluso algunos insospechables (Gould, 1986, pp. 113-129).

§. Los eslabones perdidos
La teoría de la recapitulación orientó las investigaciones filogenéticas hacia la embriología; los ancestros estaban escondidos en el desarrollo embrionario y allí se los debía buscar. A la paleontología le correspondía nada más que corroborar las filogenias construidas embriológicamente, lo que no siempre era factible, dada la naturaleza incompleta del registro fósil. Aun así, siempre era posible hallar representantes primitivos vivientes que correspondiesen a esos ancestros hipotéticos.[212] Así, Haeckel imaginó una forma primitiva correspondiente al estadio ontogenético de gástrula,[213] a la que denominó gastraea, y otra llamada monérula, cuyo paralelo actual eran las moneras. También, como vimos, había supuesto la existencia de un hombre-mono, al que llamó Pithecanthropus o Alalus, cuya expresión en la serie embriológica correspondería al humano lactante, incapaz de articular palabras[214]. En este caso, la confirmación paleontológica no tardó en llegar, como enseguida veremos.

La costumbre de darles nombre a antepasados hipotéticos no ha desaparecido del todo. Recientemente se ha llamado urbilaterio a un organismo del que no hay el más mínimo registro. Se trata, ni más ni menos, de una idea: el pretendido antepasado de todos los animales de simetría bilateral (Sampedro, 2007). Como paleontólogos puros, los autores de este libro pensamos que esta práctica puede dar pie a la confusión. Algún desprevenido podría creer, por ejemplo, que el bendito urbilaterio realmente existió.[215] De hecho, algo así aconteció con el pitecántropo de Haeckel: mucha gente se lo creyó... e incluso algunos salieron a buscarlo... ¡y hasta hubo uno que lo encontró! En efecto: la apuesta del profesor jenense de inventar y ponerle nombre a un mono-hombre sin la facultad del habla no pudo haber salido mejor. Y en esto tuvo que ver un (hasta entonces) desconocido médico francés, el descubridor del susodicho mono-hombre.

Eugene Dubois (1858-1940), a él nos referimos, había obtenido su título en 1884, pero lo suyo era la paleoantropología. Haeckel, desmintiendo a Darwin, había afirmado que el centro de origen de la humanidad estaba en Asia, para más precisión, en una porción continental hoy desaparecida bajo las aguas del océano Índico.[216] El doctor francés, que conocía muy bien las ideas del profesor alemán, se alistó en el ejército holandés con el propósito de obtener un puesto como médico militar en las Indias Orientales Holandesas, y hacia allí fue en 1887 (estuvo primero en Sumatra y luego en Java, ambas en la actualidad pertenecientes a Indonesia) a la pesca de los restos de los primeros humanos.[217] En 1891, con una puntería pocas veces vista en la historia de la paleontología, Dubois encontró lo que había ido a buscar: una rara forma fósil, entre humana y simiesca, muy próxima al pitecántropo imaginado por Haeckel. Dubois le aplicó el mismo nombre genérico acuñado por el viejo profesor, Pithecanthropus, dando a entender que se trataba del mismo mono-hombre concebido por este. A pesar del entusiasmo inicial de Dubois, su hombre de Java, el Pithecanthropus erectus, no logró entusiasmar a los evolucionistas. Tampoco hubo una opinión unánime sobre su posición en el árbol filogenético de los primates. Mientras que la mayoría de los alemanes vio en el pitecántropo a un antropoide con rasgos humanos, solo los americanos aceptaron la opinión de Dubois de que se trataba de un ser transicional, importante en términos evolutivos, un auténtico eslabón, un hombre-mono. Al final, los ingleses terciaron en el debate y resolvieron con diplomacia la cuestión dictaminando que los restos fósiles correspondían en efecto a un hombre con rasgos simiescos... pero no a un eslabón perdido.

Hombres-mono de las pampas

Florentino Ameghino también imaginó seres humanoides ancestrales, aunque a diferencia de Haeckel -quien, recordemos, se basó sobre todo en datos embriológicos-, el sabio nacido-Dios-sabe-dónde pero criado sin dudas en Luján, provincia de Buenos Aires,[218] empleó un procedimiento distinto para concebir los suyos. Su método de la seriación, expuesto en su libro Filogenia de 1884, es un modo simple de reconstruir (precisamente) filogenias a partir de fórmulas matemáticas. Así, el loco de los huesos ideó una serie sucesiva de antepasados imaginarios de Homo, a los que llamó Tetraprothomo, Triprothomo, Diprothomo, y Prothomo, a la espera de hallazgos paleontológicos a los cuales poder aplicarles esos nombres. Para Ameghino:

el naturalista evolucionista, basándose en la Ley darwiniana de la transformación de las especies puede predecir el hallazgo de nuevas formas que unan tipos actualmente separados por abismos aparentes y no reales, y puede dar una restauración de esos tipos intermediarios a encontrarse. (Citado en Torcelli, 1915, p. 51)

Pero el maestro de Mercedes tuvo menos suerte que el profesor de Jena. Si bien terminó encontrando fósiles atribuibles a Diprothomo, una calota, y a Tetraprothomo, un fémur y un atlas, esos restos no fueron ratificados como pertenecientes a ancestros humanos. De la calota pensó que pertenecía a un ser con una capacidad craneana menor a la del hombre moderno; sin embargo, la mayoría de los especialistas que vieron el bendito hueso opinó que correspondía a un hombre moderno común y corriente, con un volumen cerebral normal. Esto enfureció a Ameghino (que se enfurecía fácil, por otra parte). En una nota trunca publicada luego de su muerte escribió:

Yo me pregunto ¿por qué se dice que, necesariamente y a priori, el Diprothomo debe tener una calota tan levantada como el hombre? ¿Por qué, en definitiva todos han encarado la cuestión desde este punto de vista? ¿Por qué no se ha procurado ver si realmente el Diprothomo no podía tener una calota más baja que la del hombre? Ello basta para probar que se prejuzga. [...] Schwalbe, tal y como lo hizo Hrdlicka en mi presencia, ha examinado el cráneo no como zoólogo sino como antropólogo. Lo primero que hizo fue buscar un cráneo humano que tuviera un frontal cuyo tamaño, a lo largo y a lo ancho, se acercara al de Diprothomo y levantó la calota de este hasta que estuvo en la misma posición que la del hombre, y en esta posición la orientó para fotografiarla. Es claro que eso resulta completamente arbitrario, porque se ha prescindido por completo de la morfología, para no guiarse sino por los métodos antropológicos. (Citado en Torcelli, 1935, pp. 654-655)

Los restos de Tetraprothomo corrieron aún peor suerte, ya que al final se demostró que el fémur no era ni siquiera humano sino perteneciente a un felino. No nos extenderemos en las teorías filogenéticas de Ameghino.[219] Solo diremos que su método de la seriación, aquel que le permitió reconstruir matemáticamente el linaje humano, se basaba en la creencia de que la evolución era rectilínea, progresiva e irreversible; de hecho, Ameghino fue un pionero defensor de la teoría de la ortogénesis, que desarrollaremos en el capítulo siguiente. En Filogenia, nuestro paleontólogo brinda una lista de caracteres «de progresión constante»; en el caso específico del hombre, el aumento en volumen cerebral corresponde a ese tipo de evolución progresiva.

§. Evolución a lo bestia
Los recapitulacionistas que defendían que el hombre había evolucionado de un paleosimio no lograban encontrar en el desarrollo embrionario humano nada parecido a eso (por enésima vez: no hay un simio en nuestra ontogenia). Ciertamente, los bebés andan en cuatro patas, gatean, como lo hacen los simios (y los gatos, claro), pero esta era una similitud muy, muy superficial. Quedaban dos opciones: o se mantenía la creencia en la ascendencia simiesca del hombre y se abandonaba la recapitulación, o se mantenía la recapitulación y se abandonaba la ascendencia simiesca del hombre. Florentino Ameghino optó por lo segundo. En Filogenia proclamó que los humanos no eran simios humanizados sino al revés: los actuales simios (el orangután, el chimpancé y el gorila) eran hominidios[220] bestializados. Para nuestro compatriota, no descenderíamos de los simios sino que estos descenderían de nosotros, o mejor dicho, de nuestros ancestros humanoides inmediatos. La teoría de la bestialización de Florentino Ameghino asegura el cumplimiento de la recapitulación, pero a un altísimo costo: el de admitir que el orangután, el chimpancé y el gorila eran humanos bestializados.[221] No era la primera vez que alguien hablaba de esta suerte de degeneración humana. Ya Platón en su Timaeus había planteado que el mundo orgánico se había formado por degradación del hombre, el cual había sido creado en primer término: primero degradaba en mujer, luego en una forma de bruto, y terminaba atravesando todos los estados inferiores hasta volverse finalmente una planta (Russell, 1916). El maestro mercedino no llegó tan lejos, pero su pensamiento apuntaba en esa dirección: los hominidios primitivos habían degenerado o se habían bestializado, hasta transformarse completamente en simios.

Un corolario interesante de la teoría de la bestialización de Ameghino es que nuestros parientes más próximos pasarían a ser el gibón, el orangután, el gorila y el chimpancé, en ese orden, es decir, exactamente al revés que en los modernos esquemas filogenéticos. Es obvio; en el contexto de la bestialización, las formas más simiescas, las más bestializadas (el chimpancé en este caso), eran las que se habían separado del tronco humano en primer término. La bestialización, cabe agregar, ocurría siempre que se producía un desprendimiento de la línea progresiva, y en general coincidía con una migración hacia otro continente.[222]

La causa próxima de la bestialización era el adelantamiento heterocrónico de la osificación craneana con relación al crecimiento expansivo del cerebro. Así, al quedar bloqueada la expansión cerebral, la osificación craneana (imparable por tratarse de un carácter de progresión constante) formaba crestas y protuberancias óseas, agrandaba las mandíbulas y los dientes, en particular los caninos. En definitiva, el desacople evolutivo entre los ritmos de crecimiento del cerebro y la osificación craneana originaba toda una serie de caracteres de apariencia simiesca, que no eran primitivos sino novedosos. Steve Gould, un moderno defensor del origen humano por neotenia, también creía, como Ameghino, que las crestas craneanas de los chimpancés y gorilas eran el resultado de una evolución especial, y que nunca se habían manifestado en el transcurso de la evolución humana (2010a, p. 446). En todo caso, la diferencia se encuentra en que los darwinistas modernos (incluimos aquí a Gould, un poco a la fuerza) dan razones adaptativas para el origen de las crestas, en tanto que Ameghino propuso una causa estructuralista, basada casi con exclusividad en la mecánica del desarrollo.[223]

Los haeckelianos debían hacer malabarismos para dar cuenta de ciertos hechos contrarios a la ley biogenética, entre ellos, la archimencionada ausencia de una etapa antropoide en nuestra ontogenia (y la correspondiente presencia de una etapa humanoide en la ontogenia de los simioide). Precisamente, la teoría de la bestialización era un malabarismo de esa clase. De una forma parecida había justificado Geoffroy Saint-Hilaire el gran parecido entre los cráneos del orangután juvenil y el humano adulto. Al igual que Ameghino, Geoffroy optó por considerar al orangután como una forma anómala, bestializada diría nuestro compatriota, cuyo desarrollo había ido «demasiado lejos» (Gould, 2010a, p. 413).

Capítulo VI
El siglo de la consagración

Contenido:
§. Bichos por fuera de la ley
§. El planeta de los simios fetalizados
§. Última nota sobre la retardación
§. El desfallecimiento de la ley de Haeckel
§. Los embriones como productos finales de la evolución
§. La crisis del programa filogenético
§. Adaptacionismo postdarwiniano
§. Una primera nota sobre el progreso
§. La teoría de la ortogénesis
§. El recto camino hacia el Homo sapiens
§. Las claves del éxito de la ortogénesis
§. Aires de cambio en el darwinismo
§. El cuento del monje
§. Mendelismo más allá de Mendel
§. Darwin, cada vez más cerca
§. Un trío desparejo
§. La morfología evolutiva de entreguerras
§. La síntesis, su segunda fase
§. El gringo de los huesos
§. El alemán de los pájaros y el ucraniano de las moscas
§. Gana el adaptacionismo
§. Dinosaurios y otros grandes bichos extinguidos la luz de la TS
§. Evolución humana y darwinismo
§. Estructuralismo post-síntesis
§. Genética continental
§. La primera ave surgió de un huevo de reptil
§. La evolución se endurece
§. La definitiva recuperación del estructuralismo

§. Bichos por fuera de la ley
En ciertos casos, como en el del axolote, el cumplimiento de la ley biogenética era dudoso. En efecto, la forma sexualmente madura de esta salamandra norteamericana exhibía ciertas características morfológicas, como las branquias externas, que en los tritones (otro tipo de salamandra similar) se presentaban solo en su fase de renacuajo. ¿Cómo debía entenderse esto? ¿Se trataba de una excepción a la ley biogenética? Haeckel, por supuesto, opinaba que no. Para él, por el contrario, ese animalejo de nombre náhuatl confirmaba su teoría de la recapitulación. Aunque se tratara de un «caso sumamente curioso» (Gould, 2010a, p. 223), el axolote era definitivamente un tritón primitivo y las demás salamandras, más evolucionadas, contenían una clara fase axolote en su ontogenia (la fase de renacuajo precisamente):

Hace muchos años el Axolote de México (Sirenodon pisciformes)[224], muy vecino de nuestro tritón, suscitó gran asombro entre los zoólogos. Se conocía desde hacía largo tiempo este animal y en sus últimos años se le criaba en el jardín zoológico de París. Al igual que el tritón, este animal tiene también branquias externas pero las conserva durante su vida, como los otros pneumobranquios. Ordinariamente el Axolote vive y se reproduce en el agua, pero de repente, entre un centenar de esos animales conservados en el Museo de París, salieron algunos del agua arrastrándose, perdieron sus branquias y reprodujeron, hasta el punto de no poder ser distinguidos de él, un tipo de tritón sin branquias de América del Norte (Amblystoma) [...] En estos casos tan interesantes se puede asistir al salto brusco que da un animal de respiración acuática convirtiéndose en animal de respiración aérea [...] Se ve, pues, que la ontogenia puede explicar la filogenia y que toda la historia de la evolución individual aclara la de todo el grupo. (Haeckel, 1947, pp. 192 y 193)

En el ambiente del acuarismo se suele afirmar que el axolote es una criatura prehistórica, o al menos que tiene pinta prehistórica. Pues bien, el texto de Historia natural de la creación transcripto más arriba se ajusta de punta a punta a esa definición. Palabras más, palabras menos, lo que allí se afirma es que ese anfibio norteamericano es un bicho primitivo que en ocasiones evoluciona (hacia adelante), convirtiéndose en una salamandra ordinaria.[225]

Por supuesto, la interpretación del profesor alemán no era la única. El neodarwinista Weismann tenía otra, válida por igual: el axolote no era un bicho prehistórico sino una salamandra común y silvestre, cuya forma adulta exhibía, por alguna misteriosa razón, rasgos anatómicos propios de estadios inmaduros. Era, para el fundador del neodarwinismo, una verdadera excepción a la teoría de Haeckel, un caso de cenogénesis.[226] Podemos plantear la controversia suscitada en torno al axolote de la siguiente manera: ¿eran sus branquias externas el carácter ontogenético final y definitivo de una forma primitiva de tritón (opinión de Haeckel)?, ¿o eran, por el contrario, un rasgo larvario empujado hacia adelante en la ontogenia durante su evolución (opinión de Weismann, Lankester y otros)?

Para peor, el caso del axolote no era el único: había otros bichos que tampoco parecían ajustarse a la pauta haeckeliana de evolución por adición terminal y condensación de la ontogenia. Estaban, por ejemplo, los miriápodos, grupo de bichitos que comprende a los ciempiés y milpiés. En 1841, en un contexto prevolucionista, el entomólogo inglés George Newport (1803-1854), tras estudiar con meticulosidad la metamorfosis de estos artrópodos, había identificado una etapa ontogenética temprana de tres pares de patas (como normalmente poseen los insectos). Desde una perspectiva filogenética, el caso de los miriápodos, como el del axolote, podía plantearse de dos formas: o bien los insectos habían originado a los miriápodos (haeckelianamente) o a la inversa. La mayoría de los entomólogos coincidía en que los ciempiés eran un eslabón entre los onicóforos[227] y los insectos. Si esto era así, y si, además, estos últimos habían en efecto evolucionado a partir de los miriápodos, la ley biogenética no se cumplía, ya que en definitiva no había una etapa miriápoda en la ontogenia de los insectos (al contrario, como vimos, parecía haber un estadio de insecto en la ontogenia de los miriápodos). Al axolote y a los miriápodos se les sumaba el dodo de la isla Mauricio, un ave exterminada por los europeos en el siglo XVII. Ya en 1848, algunos habían advertido que esa enorme paloma incapaz de volar poseía órganos en apariencia infradesarrollados (Bowler, 1996). ¿Cómo debía entenderse eso bajo la luz de la evolución? ¿Se trataba de palomas primitivas gigantes? ¿Acaso eran aves evolucionadas que detenían su desarrollo en una fase temprana? En el primer caso, se cumplía la recapitulación, en el segundo, se la infringía.

Como dijimos en otra parte del libro, la mera ocurrencia de anomalías no alcanza para hacer naufragar una buena teoría. De todas formas, es indudable que la multiplicación de excepciones, a la corta o a la larga, hace decaer el entusiasmo por la mejor de las formulaciones. Y con la del profesor Haeckel, que era buenísima, sucedió exactamente eso. Primero pasó de moda (al menos en el ámbito de la morfología comparada y la embriología) por la proliferación de anomalías y luego se hizo teóricamente insostenible con el ascenso de la genética mendeliana (como veremos más adelante en este mismo capítulo). Pero siempre una moda reemplaza a otra, y la que vino a tomar el lugar de la teoría de la recapitulación llegó en el siglo XX: la evolución por retención progresiva de caracteres fetales, que representaba exactamente lo opuesto a la evolución por adición terminal y condensación de la ley de Haeckel. Este modelo -que llamaremos de aquí en adelante teoría de la retardación o, simplemente, retardacióntornaba normales o, al menos, comunes los casos que la teoría de Haeckel consideraba excepcionales y viceversa. En realidad, Edward Cope ya había visto que algunos caracteres humanos parecían haber evolucionado por retardación, es decir, antihaeckelianamente. Sin embargo, el paleontólogo de Filadelfia pensaba que esos rasgos retardados poco o nada tenían que ver con la superioridad humana, y que las características progresivas -aquellas que hacían especiales a los humanos, como las facultades mentales, por ejemplo-, habían evolucionado de manera normal por recapitulación, es decir, de forma haeckeliana (Gould, 2010a, p. 414). Con los años, la retardación terminará extendiéndose al resto de las características humanas, hasta las más progresivas. Julius Kollmann (1834-1918), uno de los promotores de esta nueva visión de la evolución, inventor del término neotenia, propuso en 1905 que los seres humanos habían evolucionado a partir de pigmeos por la progresiva retención de caracteres infantiles. A su vez, esos imaginarios paleopigmeos habrían surgido a partir de monos, más o menos del mismo modo (McKinney y McNamara, 1991, p. 292). De esta manera, y a pesar de la mencionada opinión de Cope, el hombre pasó a ser un ejemplo de evolución no recapitulativa, un caso de retardación, como el axolote, los miriápodos y el entrañable dodo. De la noche a la mañana, la retardación pasó a explicar el origen de casi todo: la fiesta recapitulacionista había terminado, pero los invitados, en su mayoría morfólogos, embriólogos y paleontólogos, continuaron la juerga en la casa de al lado, donde ahora se llevaba a cabo la fiesta retardacionista.

Gould da una larguísima lista de taxones cuyo origen fue explicado por retardación: insectos, copépodos, vertebrados, protistas, plantas vasculares superiores, ctenóforos, sifonóforos, cladóceros, copépodos, pterópodos, aves ratites, homínidos, dinosaurios varios, hexacorales, graptolites, trilobites proparios, pseudocelomados, quetognatos, braquiópodos, y un interminable etcétera. Incluso algunos evolucionistas que no aceptaban a la retardación como explicación principal de la evolución tiraron al aire ejemplos de evolución por pedomorfosis. Todavía se piensa que la retardación pudo haber jugado un rol fundamental en la evolución de algunos de esos taxones. De hecho, la idea de que el ser humano es un primate pedomórfico (evolutivamente retardado en su desarrollo), planteada por primera vez por Julius Kollmann hace más de cien años, es aún hoy muy popular; de esa idea hablaremos a continuación.

§. El planeta de los simios fetalizados
Con mayor precisión, hablaremos de la teoría de la fetalización, formulada en los años 20 por el anatomista holandés Louis Bolk (1866-1939) a partir de aquella idea barajada por Kollmann. Yendo al grano, la teoría del holandés sostiene que la mayoría de los rasgos observados en el humano adulto son neoténicos, es decir, el resultado de la lenificación evolutiva del desarrollo embrionario. Neoténicos son, según Bolk, la ubicación delantera del agujero occipital, el ortognatismo (o rostro chato), la redondez de la cabeza, los dientes pequeños, la ausencia de crestas craneanas, la forma globular del cráneo, la piel blanca (en el caso de los blancos), la relativa ausencia de vello corporal, las uñas delgadas y el prolongado periodo de dependencia y crecimiento, entre otras muchísimas cosas.

Bolk nunca disimuló su antidarwinismo. Para él, la fetalización, no la selección, había sido la ley suprema de la evolución del Homo sapiens. Las modificaciones del equilibrio hormonal, causa próxima de la fetalización, habían desempeñado, según el holandés, un rol protagónico en la historia de la especie humana.[228] En realidad, Bolk no negaba la existencia de la selección, pero la consideraba irrelevante, responsable solo de modelar adaptativamente el organismo, de adornarlo de caracteres «consecutivos» (como él mismo los llamó). Para él, los caracteres primarios, los en esencia humanos, se habían alcanzado por fetalización (Gould, 2010a, p. 420).

La teoría de la fetalización dio sustento científico a la superioridad del hombre blanco:

Sobre las bases de mi teoría, soy obviamente un creyente en la desigualdad de las razas [...] En su desarrollo fetal, el negro pasa por un estado que es el estado final del hombre blanco. Si la retardación continúa en el negro, lo que es un estado transicional puede volverse una etapa final para esta raza. Es posible para todas las otras razas alcanzar el cenit del desarrollo hoy ocupado por la raza blanca. [La traducción es nuestra] (Bolk, 1926, citado en Gould, 1977, p. 214)

En realidad, la desigualdad racial era justificada sobre las bases de todas las teorías. Como vimos en el capítulo V, Daniel Brinton había dicho justo lo contrario que Bolk treinta y cinco años antes (desde la teoría de la recapitulación, los blancos atravesaban un estadio ontogenético correspondiente al negro), para llegar a la misma conclusión: los negros son inferiores. Nunca, dice Gould, dos razones tan opuestas fueron esgrimidas para demostrar lo mismo. En un artículo escrito en 1962, el antropólogo retardacionista Ashley Montagu[229] (1905-1999) declarará que los blancos no estaban más fetalizados que los asiáticos y los negros (Schwartz, 1999, p. 156). Lo que el antropólogo estaba diciéndoles a sus lectores blancos era «ojo, no son tan superiores como ustedes creen». De todas formas, esos lectores blancos podían quedarse tranquilos: el gran Montagu, políticamente correctísimo, tampoco los creía inferiores por estar menos fetalizados; de hecho, consideraba infundada la noción biológica de raza.

Recordemos que, cuarenta años antes que Bolk, Florentino Ameghino había pregonado que los simios del Viejo Mundo eran humanos bestializados (capítulo V) y que el ser humano estaba representado en la ontogenia de los simios, habiendo estos últimos evolucionado de humanoides ancestrales por adición terminal y condensación, es decir haeckelianamente. Bolk afirmaba en cambio que los seres humanos habían evolucionado por retardación a partir de simios. Ameghino daba por válida la recapitulación; Bolk lo contrario.

Louis Bolk opinaba que las causas de la fetalización eran internas (y por ende desvinculadas del ambiente externo), pero también que el proceso era coordinado, por lo que el resultado global era, en definitiva, armónico. De todas formas, los defensores posteriores de la retardación como motor principal de la evolución humana intentarán darwiniseaf el retardacionismo en general (Gould, 2010a, p. 459). Enseguida volveremos sobre esto.

La fetalización gozó de enorme popularidad en los años 20 y 30. La teoría daba para todo. El zoólogo británico Solly Zuckerman (1904-1993) llegó a decir que la posición amatoria típicamente humana (cara a cara) era neoténica. La afirmación no carece de fundamento; el contacto sexual ventro-ventral (o cara a cara) de los chimpancés juveniles cede sitio en la ontogenia a la posición dorso-ventral; en el hombre, la posición ventro-ventral (juvenil en los chimpas) es en cambio habitual (Roheim, 1973). De verdad, la fetalización daba para todo.

Los poquísimos restos fósiles humanos que había en ese momento (los años 20 y 30) fueron reinterpretados con rapidez de acuerdo con el nuevo marco teórico de la fetalización. Kollmann quitó al pitecántropo de la línea de ascendencia humana, argumentando que nuestro verdadero ancestro debía ser más pequeño, con un cráneo más humano (o sea más redondeado) que el de los modernos simios (Bowler, 1996, p. 116). Esta interpretación fue tardíamente aceptada por el mismísimo Eugene Dubois (en 1937), quien había aceptado también, reconociéndose derrotado, que su querido hombre de Java, el susodicho pitecántropo, no era más que un gibón gigante fósil (Bowler, 1986, pp. 35 y 68). Entre paréntesis, Ameghino nunca le había visto al hombre-mono javanés pinta de hombre primitivo, aunque por diferentes razones; para Kollmann el fósil indonesio se hallaba poco fetalizado para el tamaño que tenía; para el argentino, en cambio, estaba demasiado bestializado.

La ley de Haeckel había excluido a los grandes simios de nuestra noble ascendencia; la teoría de Bolk los reintrodujo (la teoría de la fetalización es más tradicional, en este único aspecto). Por supuesto, restaba la confirmación de la evidencia fósil (¡siempre la paleontología en su rol de corroborar las teorías establecidas sobre la base de otras evidencias!). En este sentido, el hallazgo del llamado niño de Taung, en 1924, fue providencial. Se trataba de un ejemplar juvenil de un hombre-simio que mostraba una apariencia muy humana: juvenil y humana, dos palabras que habrán sonado como música maravillosa a los oídos fetalizacionistas. Sin embargo, el susodicho homínino sudafricano, llamado Australopithecus africanus por su descubridor, el antropólogo australiano Raymond Dart (1893-1988), no aportaba nada concluyente en ese sentido. Distinguidos antropólogos, como el escocés Arthur Keith (1866-1955), quienes sin duda conocían muy bien el gran parecido entre los simios juveniles y los humanos adultos,[230] pusieron bajo sospecha la naturaleza prehumana del monito del sur[231] que proclamaba Dart, precisamente a causa de su inmadurez. En este sentido, fue decisivo el hallazgo, catorce años más tarde, de un ejemplar adulto de un género emparentado. El parántropo (Paranthropus), descubierto y estudiado por el médico y paleontólogo sudafricano Robert Broom (1866-1951), disipó las dudas que había sobre la naturaleza ancestral de esas misteriosas criaturas erguidas. Hay que decir en defensa de Keith que la nacionalidad africana del australopiteco y el parántropo no jugaba a favor de la naturaleza homínina de esos primates, ya que, como vimos, las ideas haeckelianas en boga ubicaban los orígenes humanos en Asia, no en África. No por nada Roy Chapman Andrews (1884-1960), el pintoresco aventurero neoyorquino que en los 70 sirvió de inspiración al cineasta norteamericano George Lucas para componer a su Indiana Jones, se encontraba esos años explorando Mongolia a la pesca de fósiles humanos por encargo del paleontólogo Henry Osborn (1857-1935), otro entusiasta de los orígenes asiáticos de la humanidad (Schwartz, 1999, p. 100). Era allí, no en África, dónde se esperaba encontrar pistas sobre nuestros orígenes. Chapman Andrews no tuvo la buena suerte de Dubois, aunque esto es discutible, ya que terminó tropezando con uno de los más extraordinarios yacimientos de dinosaurios conocidos a la fecha. Un premio consuelo nada despreciable.

§. Última nota sobre la retardación
Como dijimos, Bolk era antidarwinista, pero ¿era acaso la teoría de la retardación intrínsecamente antidarwinista, entendiendo por antidarwinista no adaptacionista? La respuesta es un terminante no, y de hecho no todos los retardacionistas siguieron a Bolk en su versión dura (internalista) de la fetalización. Sin ir más lejos, Walter Garstang (1868-1949), impulsor de la retardación junto con Kollmann, creía que la forma larvaria de vida libre que había dado origen a los cordados, había surgido como una adaptación para la propagación (Gould, 2010a, p. 231).

En efecto, Garstang dio un giro retardacionista a la teoría de la ascidia, formulada en sus inicios en el contexto de la ley biogenética, como vimos en el capítulo V («El desarrollo bajo la luz de la evolución»). Ahora, la idea era que los vertebrados habían surgido a partir de ascidias por pedomorfosis: lo que en las ascidias era una larva temporaria, en los vertebrados se había vuelto un estadio adulto permanente (en los pisciformes, de los cuales evolucionaron todos los demás). Adaptación larvaria y pedomorfosis serían, entonces, los factores clave en el origen evolutivo de los vertebrados (Garstang, 1928). Más adelante veremos cómo ciertos datos moleculares parecen corroborar esta vieja idea de Garstang basada en la embriología y morfología comparadas.

§. El desfallecimiento de la ley de Haeckel
Ya comentamos que la ley biogenética primero pasó de moda y que luego se hizo teóricamente insostenible con el ascenso de la genética mendeliana (Gould, 2010a, p. 208). ¿Qué problema había con el mendelismo? ¿Qué lo hacía incompatible con la ley de Haeckel? Sin duda, el principal obstáculo era el uso-herencia lamarckiano, fundamento teórico del principio de adición terminal (primera premisa de Gould). En efecto, las leyes de la herencia «descubiertas» por el padre Gregorio y «redescubiertas» hacia 1900 (descubiertas y redescubiertas según cierta historiografía) parecían confirmar la teoría del plasma germinal de Weismann, de manera que las leyes 2 y 3 de Lamarck resultaban abolidas. En definitiva, los caracteres del somatoplasma weismanniano (el fenotipo mendeliano) originados y/o desarrollados por el uso (o bien causados por la acción directa del ambiente) y que no afectaban seriamente al germoplasma (el genotipo de los mendelianos), no podían transmitirse a la descendencia.[232] De esta manera, Weismann y Mendel, sobre todo este último, terminaron erosionando una importantísima hipótesis auxiliar de la teoría haeckeliana. En algún punto, la recapitulación ató su suerte al lamarckismo, y así le fue.

El decaimiento de la recapitulación también tuvo que ver con el surgimiento de una nueva disciplina embriológica, nacida del esfuerzo por comprender el real papel de la ontogenia en la evolución: la llamada embriología experimental (de hecho, habría surgido como reacción a los excesos de la escuela de Haeckel).[233] De esta nueva ciencia hablaremos enseguida. Antes de eso, una aclaración necesaria. Algunos autores, como Olson, Levitt y Hohfeld (2010) reservan el título de embriología experimental a una disciplina propia de los años 30 y 40, pero heredera de aquella que tuvo a Wilhelm His, Wilhelm Roux y Hans Driesch entre sus máximos exponentes. Aquí simplificaremos y llamaremos embriólogos experimentales a todos, a los de comienzos del siglo y a los de la década del treinta. Hecha la aclaración, continuemos.

§. Los embriones como productos finales de la evolución
Los embriólogos experimentales y los haeckelianos tenían objetivos cognitivos bien distintos: estos querían reconstruir la filogenia; aquellos, conocer la mecánica del desarrollo. Sin embargo, voluntaria o involuntariamente, los primeros terminaron minando los presupuestos teóricos de la recapitulación y contribuyeron a la (temporaria) caída de la ley de Haeckel, a su desfallecimiento en realidad, como indicamos con anterioridad. Lo que objetaban los embriólogos experimentales era el núcleo duro del programa haeckeliano. Les parecía incorrecto que los caracteres embrionarios fuesen tratados como meras representaciones de estadios adultos ancestrales. En realidad, no negaban la recapitulación, solo la creían irrelevante (Gould, 2010a, p. 241).

En 1888, uno de los pioneros de la embriología experimental, Wilhelm His (1831-1904), había diseccionado embriones empleando un micrótomo (instrumento de su invención), con el propósito de investigar la mecánica del desarrollo. Cada etapa de la embriogénesis, decía este médico suizo, debía tener su explicación en las fases embrionarias anteriores, no en la filogenia (Gould, 2010a, p. 239).[234] Otros exdiscípulos de Haeckel e integrantes de la nueva embriología, Wilhelm Roux (1850-1924) y Hans Driesch (1867-1941), ambos alemanes, prestaron especial atención a los patrones de clivaje (o división) del embrión en etapas muy tempranas del desarrollo. Lo que hacían habitualmente esos dos era alterar el normal curso del desarrollo embrionario en diferentes especies animales con el propósito de estudiar las causas del desarrollo en las condiciones previas y analizar su influencia sobre los siguientes estadios.

Otro alumno del profesor de Jena y también embriólogo experimental, Oscar Hertwig (1849-1922), fue el primero en observar el proceso de fecundación (en erizos de mar). Al igual que Driesch, el también alemán Hertwig rechazaba la ley suprema de su maestro: «El huevo de la gallina, decía, no es más el equivalente del primer eslabón de la cadena filogenética de lo que lo es la propia gallina» (citado en Gould, 2010a, p. 244).

En cuanto a los mecanismos evolutivos, entre los embriólogos experimentales había un poco de todo. Hertwig en ocasiones parecía inclinarse hacia una suerte de acción directa del ambiente, por ejemplo en el caso de la formación del ojo y de otros órganos complejos (1929, p. 337); otras veces se lo veía más estructuralista, más volcado hacia una evolución basada en leyes morfológicas generales: «la formación de órganos de simetría bilateral hace pensar en leyes independientes de él, las cuales rigen la morfología del organismo exactamente como en la naturaleza inorgánica se gobierna la formación de cristales» (p. 341).

Roux en cambio defendía una intra-selección o selección de los componentes internos del organismo, una extensión de la teoría de la selección natural (p. 357). Esa selección interna será más tarde adaptada por Weismann a su teoría del plasma germinal, dando origen a su otra teoría, la selección germinal, de la que ya hablamos en el capítulo V («El neodarwinismo»).

En el capítulo II referimos la controversia suscitada en el siglo XVIII entre epigenetistas y preformacionistas. Comentamos allí que la teoría de la epigénesis terminó imponiéndose por varios motivos: la imposibilidad de demostrar la existencia de los homunculus, el advenimiento de la teoría celular, entre otros. Pues bien, en el seno de la embriología experimental novecentista se suscitó una nueva controversia que recordaba mucho a aquella otra (Gould, 2010a, p. 243). Los neoepigenetistas, liderados por Driesch, afirmaban que cada célula contenía el potencial para producir un nuevo organismo y que la diferenciación ocurría porque las fuerzas que rodeaban a los blastómeros iban variando de acuerdo con su posición y momento de origen. Esas misteriosas fuerzas imprimían diferentes caracteres sobre las células embrionarias inicialmente indiferenciadas (los blastómeros) y eran las que, en definitiva, fijaban su aspecto. Los neopreformacionistas, liderados por Roux, decían en cambio que el aspecto del embrión se encontraba fijado de antemano en el huevo fertilizado, y que este último, en definitiva, estaba tan estructurado como el adulto. El embrión se encontraba dividido en regiones destinadas a producir partes específicas, que no eran otra cosa que los órganos del animal adulto. Esta vez los preformacionistas resultaron victoriosos y los perdedores, los epigenetistas, fueron acusados de vitalismo, término este último que, desde entonces (principios del siglo XX), es mala palabra, al menos en el ámbito de las ciencias naturales.

De manera que el huevo estaba bastante organizado, con regiones específicas que prefiguraban (o, sin más, preformaban) los diferentes órganos del adulto. Esa estructura, el huevo, ahora era vista como un producto terminal de la evolución, tan estructurado como el organismo que se formaba a partir de él. Un embrión de cerdo no era un pez adulto (cascotazos a Haeckel), ni un vertebrado generalizado (palos al ruso von Baer): para los embriólogos experimentales, no era más que un embrión de cerdo, un futuro cerdo adulto.

En definitiva, la ley de Haeckel fue a parar al tacho de las grandes equivocaciones. Sin embargo, la ciencia de la embriología le debe muchísimo al viejo profesor alemán. En efecto, así como la leyenda de El Dorado empujó a valientes y dementes a la exploración de las Américas, la idea de que el Santo Grial de la filogenia se hallaba en la ontogenia llevó a legiones de evolucionistas a la exploración embriológica (Eco, 2012, pp. 283-312). Para cuando se supo que la ley era un engaño (en realidad eso nunca fue demostrado del todo, ni es lo que pensamos hoy, como veremos más adelante) se había aprendido muchísimo sobre embriología y su posible rol en la evolución. La moderna biología evolutiva del desarrollo no hubiera sido posible sin el loco aventurero de Haeckel.

§. La crisis del programa filogenético
La embriología experimental y la genética mendeliana habían hecho caer a la recapitulación, otrora herramienta fundamental de reconstrucción filogenética. Los morfólogos y paleontólogos se vieron ante dos opciones: pensar alguna otra hipótesis auxiliar que reemplazara al uso-herencia lamarckiano (uno de los aspectos más cuestionados del recapitulacionismo), o lisa y llanamente abandonar la ley de Haeckel. Como vimos, muchos hicieron esto último, convirtiéndose al retardacionismo (aunque la embriología experimental y la genética mendeliana también refutaban la retardación, pero ese es otro asunto). Otros, en particular los paleontólogos, decidieron perseverar en la biogénesis (otro de los nombres dados a la ley del alemán), optando por reemplazar el uso-herencia con otros mecanismos, bastante más incomprensibles por cierto, como inercias o impulsos evolutivos.[235] En definitiva, fue posible mantener el principio de adición terminal (y por ende preservar la recapitulación) sin la necesidad del uso-herencia o los efectos del ambiente (la condensación también fue reformulada, aunque de modo retorcido). Así, la ley biogenética de Haeckel pudo perdurar hasta mediados del siglo XX, al menos en el ámbito de la paleontología.

Por uno u otro lado, prevalecía entre los paleontólogos de mitad de siglo la opinión de que la evolución era motorizada por causas internas, desconectadas del entorno ambiental. Con ese panorama se encontrará George G. Simpson (1902-1984), el único paleontólogo que figura entre los socios fundadores del moderno evolucionismo. Más adelante nos ocuparemos de ese modo de evolución vislumbrado por Ameghino, conocido como evolución ortogenética o simplemente ortogénesis, nombre griego que hace referencia a su carácter rectilíneo.

§. Adaptacionismo postdarwiniano
Como dijimos, fue el mismo Darwin quien dio la patada inaugural del programa adaptacionista. En efecto, en algunos de los capítulos de El origen de las especies, pero sobre todo en su libro La fecundación de las orquídeas de 1862, los rasgos particulares de los organismos son presentados como el resultado de la selección natural. Otros darwinistas más darwinistas que Darwin, como Wallace, Müller y Weismann, se encargaron de dar impulso a ese programa, de sentar sus bases.

Naturalmente, el programa adaptacionista siguió los avatares del darwinismo y la selección natural. En concreto, hacia 1900, y a raíz de aquella mala jugada de Weismann que referimos en su momento, la selección natural pasó a ser cosa del pasado, siendo reemplazada (eclipsada, en realidad) por una serie de alternativas, una de ellas igualmente adaptacionista, el uso-herencia lamarckiano, el cual había sobrevivido al weismannismo al amparo del evolucionismo teísta y el recapitulacionismo, como vimos en el capítulo V. En algún aspecto, el lamarckismo era preferible al darwinismo. Los evolucionistas teístas se habían volcado en su mayoría hacia Lamarck por razones morales (pensemos en el sentido positivo que aún hoy damos al esfuerzo individual como contrario al fatalismo que supone la selección darwiniana), mientras que los recapitulacionistas lo habrían hecho por simple conveniencia (vimos en ese mismo capítulo V que el uso-herencia era necesario a la ley biogenética, herramienta del programa filogenético). En el caso de los recapitulacionistas norteamericanos, también habrían entrado en juego las implicancias morales. Un claro ejemplo lo constituye el neolamarckista Edward Cope, para quien las acciones conscientes o voluntarias desempeñaban el papel de motor de la evolución: de ahí el nombre de psicolamarckismo con el que se conoció su teoría (Bowler, 2003, p. 243).

Por supuesto, los darwinistas no ignoraban el rechazo que provocaban las consignas de «lucha por la vida» o «supervivencia del más apto», pero alegaban que la selección no era esencialmente inmoral. Algunos, como el botánico norteamericano Asa Gray (1810-1888), sostenían que la variabilidad sobre la que actuaba la selección darwiniana estaba orientada según el designio de una voluntad superior (constreñida por la voluntad de Dios), de manera que nada malo podía salir de esa selección (Gray fue uno de los pocos evolucionistas teístas seleccionistas). Del mismo modo, el conocido anarquista ruso Peter Kropotkin (1842-1921) defendió que en la naturaleza la selección favorecía la cooperación y no el egoísmo, justamente lo contrario de lo que pensaba Darwin (aunque las críticas de Kropotkin eran dirigidas a Thomas Huxley, bulldog darwinista). Aún hoy no conseguimos ponernos de acuerdo sobre qué selecciona la selección: ¿organismos?, ¿poblaciones?, ¿grupos familiares?, ¿especies? ¿Cuál es, en definitiva, la unidad de selección? El asunto no es trivial; para que la selección funcionara, al menos tal y como Darwin lo imaginó, la naturaleza debía apuntar a organismos individuales. El problema era que había características, concretamente ciertos comportamientos de índole social, que parecían ser el resultado de la selección actuando a nivel de grupos de organismos, más que de organismos individuales (el mismo Darwin ya lo había advertido en El origen del hombre). Hoy sabemos que la selección actúa a múltiples niveles (produciendo adaptaciones en cada uno de ellos), y que en la naturaleza hay desde el egoísmo extremo (que resultaría de la selección puramente organísmica) hasta el altruismo más conmovedor (que provendría de la selección grupal o de parentesco). Más allá de eso, lo que nos interesa desatacar aquí es que el rechazo del darwinismo de Darwin (selección natural actuando a nivel de organismos individuales) obedeció en parte a razones morales, filosóficas o ideológicas, aunque también podrían considerarse morales, filosóficas o ideológicas las motivaciones de muchos darwinistas sociales y sociobiólogos. Pero esa es otra historia.

§. Una primera nota sobre el progreso
Las ideas científicas nunca son extrañas a los llamados climas de época. Las creencias, valores, prejuicios y temores que configuran esos climas contribuyen a forjar las opiniones de los científicos, que por esa razón nunca son ciento por ciento racionales. A su vez, las ideas de los científicos de carne y hueso que creen, juzgan, valoran, prejuzgan y temen como cualquier hijo de vecino, contribuyen a generar esos climas, por lo que podría decirse que son a la vez su efecto y su causa.

La idea de progreso (en sus múltiples planos, natural, social y moral) es propia del clima de época de la segunda mitad del siglo XIX. La teoría de la evolución era progresiva porque la sociedad europea de esa época creía en el progreso, así de simple.

La evolución progresiva supone la aparición de formas cada vez más perfectas, complejas, avanzadas, superiores o mejores. En principio, el darwinismo de Darwin era neutro con relación al progreso. La adaptación por selección era siempre relativa a un ambiente local; un cambio relacionado con las circunstancias concretas del aquí y ahora. Sin embargo, ni nuestro campeón pudo sustraerse al encanto de aquella dulce idea. Le costó mucho explicar a Darwin cómo la selección podía causar progreso (por la razón mencionada más arriba), pero finalmente lo hizo echando mano de una metáfora, la de la cuña, que figura en uno de sus cuadernos de notas y en un borrador de El origen. Dicha metáfora plantea que las especies nuevas son superiores a las viejas, del mismo modo que las cuñas que logran introducirse en una superficie atestada de cuñas son superiores a las cuñas desalojadas (Gould, 1994, pp. 285-296).

La noción de progreso es más clara en la modalidad de evolución por adición terminal y condensación. Es casi absurdo abrazar el haeckelianismo y declararse contrario a la evolución progresiva. En efecto, la palingénesis[236], es decir, la evolución que cumple la recapitulación de forma integral, es esencialmente progresiva, ya que supone un incremento en el número de fases ontogenéticas (aunque algunos como el propio Haeckel planteaban la posibilidad de la desaparición de etapas intermedias), un aumento de tamaño, de complejidad, entre otros. Es progresiva aun reservando al ambiente la última palabra, y aun admitiendo que los linajes no pueden progresar eternamente. En efecto, hasta los evolucionistas más progresivistas coincidían en que no era posible un mejoramiento constante e indefinido en una misma dirección; siempre había un techo para el progreso. Alpheus Hyatt, uno de los muchachos lamarckistas que conocimos en el capítulo V, juzgaba que la evolución (en principio progresiva) dada por la incorporación de nuevos estadios ontogenéticos y aceleración del desarrollo (una de las formas posibles de la condensación) culminaba fatalmente con el envejecimiento y la extinción racial.

La situación cambió por completo a fines del siglo XIX, cuando la nube de la desconfianza cubrió el cielo europeo. Las expectativas cambiaron; el progreso, sobre todo el humano (biológico y social), dejó de ser visto como inevitable. Quedó bien claro que la industrialización, que ofrecía beneficios innegables (bah, igualmente discutibles), también causaba desempleo, precarización, hacinamiento y miseria. El futuro favorable que habían prometido los evolucionistas teístas, lamarckistas y darwinistas progresivistas, fue puesto en duda. Como es lógico, esas nuevas dudas hicieron que florecieran teorías de la evolución de corte degeneracionista o decadentista. La gente dejó de creer en el progreso y las teorías evolutivas simplemente calcaron esa mutación. El clima de época había cambiado.

§. La teoría de la ortogénesis
En este nuevo contexto, el neolamarckismo hyattiano terminó mutando en una teoría que postulaba que la evolución era obligadamente rectilínea e impulsada por factores internos al organismo, es decir independientes del ambiente externo. Con la ortogénesis, tal es el nombre de esta nueva teoría, la analogía entre la evolución y el desarrollo ontogenético alcanzó su máxima expresión: los linajes, como los individuos, nacían, se desarrollaban (evolucionaban progresivamente), declinaban y morían, inevitablemente. Al igual que el desarrollo individual (impulsado sin discusión por factores internos), la evolución se hallaba programada y al margen de las circunstancias ambientales. En dos palabras: puro estructuralismo. En el mejor de los casos, las trayectorias evolutivas podían perfilarse a partir de una modificación adaptativa inicial, pero rápidamente esa evolución se disparaba, escapando del control del ambiente y superando, a la corta o a la larga, su límite adaptativo, su techo. En las etapas finales de la evolución ortogenética de un linaje se desarrollaban estructuras anatómicas inadaptadas, desproporcionadas, y en última instancia ese linaje se extinguía por esa sola razón: como vimos, esta idea ya estaba presente en el pensamiento del neolamarckista Hyatt. Las causas materiales de este tipo de evolución programada rara vez fueron explicitadas. Othenio Abel, el paleontólogo austríaco filonazi mencionado en el capítulo I, hablaba de una ley biológica de la inercia. Para entender la ley de Abel permítasenos una metáfora futbolera, inexacta como toda metáfora. Un jugador da una patada que persigue una finalidad, la de meter la pelota en el arco (sería esta la fase teleológica de la evolución, la fase adaptativa), pero la inercia causa que el balón rompa la red (el techo adaptativo) y salga de la cancha, hasta caer en la casa del vecino (la fase inercial, no adaptativa de la evolución). Resultado: sin pelota, se acaba el partido (fase de extinción).

También Ameghino creía en la existencia de caracteres de progresión constante que obedecían a un primer impulso propio de los organismos animales (en el capítulo V ya hablamos de varios de esos rasgos que el maestro de Mercedes vinculaba a la bestialización). No es difícil advertir las implicancias filosóficas de este tipo de evolución. En concreto, existía el riesgo de caer en el vitalismo, el idealismo o el espiritualismo; o aun peor, de atribuir esa evolución a una voluntad superior. Ese peligro era muy real a fines del siglo XIX; de hecho, quien popularizó el término ortogénesis[237], Theodor Eimer (1843-1898), era un evolucionista teísta que buscaba con su teoría de evolución en línea recta justificar la intervención divina en el proceso evolutivo (Bowler, 1985).

La teoría de la ortogénesis les encantaba a los paleontólogos: ortogenéticamente era posible explicar casi cualquier cosa (completaremos esta idea más adelante en «Las claves del éxito de la ortogénesis»). De la noche a la mañana, todo rasgo extravagante observado en un fósil pasó a ser visto como el resultado de la ortogénesis. Esto era válido tanto para los invertebrados como para los vertebrados.

Entre los paleoinvertebradólogos, el norteamericano Charles Beecher (1856-1904), discípulo de Hyatt, planteó que el desarrollo de púas en los amonites[238] constituía una tendencia ortogenética vinculada a la producción excesiva del material con el que estaba constituida su concha. Para el británico William Lang (1878-1966), la existencia misma de una concha era la consecuencia de una incontrolada tendencia interna del organismo (es decir, ortogenética) a producir carbonato de calcio (lo propuso en un estudio sobre briozoos en la década del 20).

Entre los paleovertebradólogos que abrazaron la ortogénesis destacamos a cuatro: Henry F. Osborn (1857-1935), Richard S. Lull (1867-1957), Arthur Keith y Arthur Smith Woodward (los dos últimos ya mencionados en ocasión de los australopitecos africanos, el primero, y del eoántropo inglés, el segundo). Osborn pensaba que, luego de surgir una nueva clase de organismos, se producía una (según la llamó) radiación adaptativa (la mentada patada adaptativa), y que una vez que las distintas líneas de esa radiación quedaban definidas, cada una continuaba desarrollándose a través de una secuencia de estados morfológicos más o menos idénticos, a causa de un proceso distinto de la selección (un proceso no adaptativo en definitiva). Su particular visión de la evolución, conocida con el sugestivo nombre de aristogénesis, era definitivamente mejoracionista (αριστος, aristos en griego, significa, precisamente, «el mejor en su tipo»).[239] Obviamente, no todo el mundo estaba dispuesto a dejar de lado al ambiente; ni siquiera todos los discípulos de Osborn compartían esa visión. Uno de ellos, William Gregory (1876-1970), prefería dar mayor peso a las circunstancias cambiantes del entorno. En este sentido, puede decirse que fue más adaptacionista que su maestro.

Lull, por su parte, declaró que la espinescencia y el gran tamaño eran manifestaciones seniles de ese linaje de reptilotes que llamamos dinosaurios. Lull creía que algunos de esos bichos de aspecto estrafalario, como el estegosaurio jurásico, se hallaban cercanos a su desaparición; también que los dientes altamente especializados del titanoterio (un raro mamífero del Hemisferio Norte, también extinguido) habían sido la causa de su final.[240] Por último, Lull aplicó la metodología de las deformaciones coordinadas de DArcy Thompson (de quien hablaremos más adelante en este mismo capítulo) a los ceratopsios, los conocidos dinosaurios cornudos, concluyendo que la evolución ortogenética podía darse solo dentro del marco de ese sistema de coordenadas (Lull y Gray, 1949).

De Keith y de Smith Woodward hablaremos enseguida, al abordar la evolución humana desde la ortogénesis («El recto camino hacia el Homo sapiens»).

Sin duda, uno de los mayores retos que enfrentaban a los paleontólogos darwinistas era explicar desde el adaptacionismo aquellos rasgos desproporcionados, aparentemente inadaptados o incluso perjudiciales. En 1924, Julian Huxley (1887-1975) (que no era un paleontólogo, ni tampoco precisamente un típico darwinista de los modernos) argumentó que la longitud de las astas del alce irlandés[241] y de los cuernos del referido titanoterio, se hallaba correlacionada con el tamaño corporal de esos bichos. En concreto, dijo que las astas y cuernos tenían una velocidad de crecimiento mayor que el resto del cuerpo, de modo que, al favorecer la selección natural a los alces y titanoterios relativamente grandes, sus respectivas astas y cuernos habían terminado siendo larguísimos. De este modo, la selección, no la ortogénesis, era para el nieto del bulldog de Darwin el mecanismo clave en la evolución de esos dos mamíferos extinguidos. Pero no todas eran buenas noticias para los modernos darwinistas. Resulta que esa selección que había orientado la evolución de alces y titanoterios había sido incapaz de romper la mentada correlación; lo único que había podido hacer era escoger un blanco (el tamaño corporal) resignando el resto (la longitud de las astas y cuernos). Ese resto se habría modificado correlacionadamente, en la dirección impuesta por el desarrollo (alométrico en este caso). La de Huxley era sin dudas una selección muy pobre. Hasta Charles Darwin, muy pluralista para tantos otros asuntos, pensaba que no era posible que la correlación llevara a la aparición de rasgos perjudiciales o inadaptados. Llegado el caso, decía el pasajero del Beagle, la selección conseguiría romper la correlación y modelar convenientemente el carácter original, sin permitir que su desarrollo se torne perjudicial.

§. El recto camino hacia el Homo sapiens
La ortogénesis o evolución programada también había sido decisiva en la evolución del linaje humano, al menos eso creía la mayoría de los paleoantropólogos novecentistas anteriores a la síntesis. Arthur Keith escribió en 1936: «el futuro de cada raza está latente en su constitución genética. A lo largo del Pleistoceno las ramas separadas de la familia humana parecen haber desplegado un programa de cualidades latentes de un ancestro común en un periodo temprano» (citado en Bowler, 1996, pp. 143 y 144, traducción propia). El escocés defendía que las diferencias raciales eran el resultado de variaciones heredadas en el balance glandular del cuerpo, supuestamente por efecto de una larga exposición a ambientes diferentes (Bowler, 1996, pp. 95, 96, y 206). En el caso específico de los hombres del valle de Neander, los célebres neandertales, ese desequilibrio hormonal había ido más allá de lo normal, dando como resultado una morfología que coincidía más o menos con la acromegalia (recordemos, las hormonas estaban muy de moda a principios del siglo XX).[242]

Arthur Smith Woodward, otro de los paleontólogos vinculados al papelón de Piltdown, también atribuía todas las tendencias evolutivas humanas, incluyendo el crecimiento cerebral, a factores ortogenéticos (Bowler, 1996, p. 167). Lo mismo el paleoantropólogo británico Wilfrid Le Gros Clark (1895-1971), desenmascarador de aquel fraude (y por lo tanto salvador del honor inglés). Casi siempre la ortogénesis llevaba a la aparición de rasgos no adaptativos, o incluso inadaptados, pero a veces, pensaba Le Gros Clark, podía resultar (casi providencialmente) progresiva. El crecimiento cerebral era sin duda el mejor ejemplo de ese tipo de tendencias ortogenéticas presuntamente favorables.[243]

Según Peter Bowler (1986), los paleontólogos ortogenetistas siempre tuvieron una visión optimista con relación al futuro evolutivo del Homo sapiens, lo que contrasta con claridad con el pronóstico negativo que tenían sobre otras especies. Más aún: esa visión era más favorable que la de muchos adaptacionistas. En efecto, algunas de las tendencias ortogenéticas que caracterizaban al linaje humano parecían tener un efecto mejorador muy positivo, como el mentado crecimiento del cerebro, el cual producía un incremento de la capacidad mental (la idea de fondo era que los cabezones pensaban más y/o mejor). De cualquier modo, como vimos, todos reconocían que aun las tendencias más favorables, superando un cierto punto, podían resultar fatales. Ameghino vio eso claramente y propuso una forma de evitar la extinción humana por encefalización excesiva: «el día en que el cerebro fuese para la especie un peligro, sus efectos podrían ser neutralizados provocándose un aumento en la talla» (citado en Torcelli, 1935, pp. 550-552).[244]

Franz Weidenreich (1873-1948) fue, tal vez, el exponente más alto del estructuralismo novecentista en el ámbito de la paleoantropología (aunque por supuesto no negaba la importancia de la evolución adaptativa). El hallazgo de un supuesto hombre gigante ancestral realizado en China en 1935 por un amigo suyo, Gustav von Koenigswald[245] (1902-1982), le hizo pensar a este alemán que durante la evolución homínida había ocurrido una dramática disminución de tamaño corporal; una evolución ortogenética de signo contrario a la de los dinosaurios. Si bien el antropólogo teutón nunca profundizó en las causas de esa tendencia a la reducción, siempre negó su control ambiental (Weidenreich, 1947a). Tampoco dudó del valor evolutivo de aquel resto hallado por su compadre, al punto que decidió cambiarle el nombre, Gigantopithecus (mono-gigante) por Giganthropus (hombre-gigante), para que nadie dudara sobre su naturaleza prehumana.

El alemán Weidenreich se opuso con tenacidad a la teoría fetalizacionista del holandés Bolk. En 1940 defendió que los supuestos caracteres neoténicos del cráneo humano, como el cierre demorado de las suturas craneanas, eran en realidad el resultado de la expansión (ortogenética) del cerebro (Gould, 2010a, p. 455).[246] Para él, la ubicación del agujero occipital era la misma en monos jóvenes y en seres humanos pero por razones diferentes: en los primeros, porque se hallaban al comienzo de una tendencia alométrica negativa (las formas pequeñas, sean adultas o juveniles, presentan con normalidad un cóndilo ubicado ventralmente); en los segundos, porque durante su evolución, la adopción del bipedismo y el aumento del tamaño cerebral habían desplazado el foramen magnum hacia el plano ventral (Gould, 2010a, p. 455). También el ortognatismo (la chatez de la cara) era para Weidenreich un rasgo relacionado con la expansión del cerebro, que nada tenía de neoténico, como había malinterpretado Bolk. En suma: la mayoría de las tendencias observadas en la evolución humana podían ser entendidas como el resultado de un cambio en la orientación de la columna asociado con la locomoción bípeda. De este modo, Weidenreich creía que el bipedismo y la expansión cerebral habían sido responsables de la mayor parte de las transformaciones humanas.

Más o menos para la misma época, Keith dio una explicación sutilmente diferente para la ubicación ventral del agujero occipital:

el mono que toma el pecho aferrado a su madre tiene que colocar la cabeza en postura humana y de ahí la posición central del foramen magnum en el cráneo de los monos recién nacidos. El movimiento del foramen magnum se inicia cuando ha concluido el periodo de amamantamiento. Esta etapa infantil ha cobrado carácter permanente en el hombre. (Citado en Roheim, 1973, p. 553)

En definitiva, Keith pensaba que en los monos el agujero occipital había cambiado su orientación como parte de una adaptación juvenil a una cosa (la lactancia), y que había persistido en los homínidos adultos como resultado de una adaptación a otra cosa (el bipedismo). Sin duda, Keith, en este aspecto, se muestra más adaptacionista.

Volvamos a Weidenreich. El teutón pensaba que en una segunda fase de la evolución humana, ya concluida la etapa de la expansión cerebral, el cráneo había terminado de redondearse, adoptando su definitiva forma braquicefálica[247]:

La transformación característica del cráneo humano, que fue paralela a la evolución, consistió, en las primeras fases, en la expansión de la caja cerebral. Cuando llegó a la fase Neanderthal la expansión se detuvo y el desarrollo ulterior de la caja cerebral tendió hacia la forma braquicéfala. Debe haber alguna razón que explique la tendencia hacia la forma braquicéfala del cráneo humano. Yo creo que está relacionado con la adaptación de la cabeza a la posición erecta. [Las cursivas son nuestras] (1947b, p. 148)

En suma, el redondeamiento de la cabeza se habría alcanzado a partir de un ajuste adaptativo en la relación cráneo-columna, como resultado del perfeccionamiento del andar bípedo, posteriormente a la fase Neanderthal. Así, con los hombres del valle del río Düssell[248], se cerraba el capítulo ortogenético de la evolución humana.

§. Las claves del éxito de la ortogénesis
La atracción que ejerció la teoría de la ortogénesis fue enorme, sobre todo entre los paleontólogos. En primer lugar, el mecanismo evolutivo que proponía era simple: un mero impulso o fuerza interior (aunque, claro, por eso uno podía entender cualquier cosa). En segundo lugar, explicaba de manera sencilla las llamadas tendencias evolutivas[249]; no era necesario imaginar un escenario adaptativo que justificara esas modificaciones (en apariencia) direccionadas, lo que siempre resultaba difícil, al tratarse de modificaciones que parecían sostenerse a lo largo de millones de años. En tercer lugar, la ortogénesis explicaba con mucha sencillez las extinciones: los linajes nacían, maduraban y morían; nada de competencia darwiniana ni deterioro ambiental, no hacía falta. La muerte racial era inevitable, a todos les llegaba, tarde o temprano. Con relación a la noción de progreso, los ortogenetistas se mostraban ambiguos. Como vimos, en un comienzo los linajes podían evolucionar progresivamente, en la medida que sus miembros tendían, por caso, hacia una mayor eficiencia en la obtención y aprovechamiento de los recursos. Sin embargo, la teoría postulaba que esas mismas tendencias (al menos la mayoría) terminaban siendo desfavorables, por lo que no puede decirse sin más que los ortogenetistas hayan sido progresivistas.

§. Aires de cambio en el darwinismo
En el capítulo anterior y en este hemos estado hablando de teorías antidarwinistas correspondientes al periodo del eclipse (neolamarckismo, bestialización, retardación, ortogénesis). Esa oscura etapa culminará recién con el establecimiento de la TS en la década del 40, aunque en realidad esta teoría venía gestándose desde los años 20 en Estados Unidos y en Inglaterra (de ahí que hayamos dicho en el capítulo I que el eclipse culmina en la década del 20). Stephen Gould denominó a este periodo de gestación, basándose en el libro de Julian Huxley que da nombre a la teoría, la primera fase de la síntesis (la década del 40 correspondería a la segunda y definitiva).[250]

La TS es el resultado de un complejo proceso de articulación teórica entre el darwinismo, la genética mendeliana, la citogenética (tanto la morganiana, con un perfil más experimentalista, como la dobzhanskyana, más naturalista) y un montón de otras ramas de la biología (no todas, claro, ya que algunas quedaron afuera). Desde ya, como siempre ocurre en estas cuestiones, también entraron en juego factores extracientíficos en el armado de la TS. Pero no nos adelantemos y empecemos por el principio, hablando de los comienzos de la nueva ciencia de la herencia.

El cuento del monje

Había una vez un monje llamado Mendel que cruzaba plantas en el jardín de su monasterio. De repente, descubrió que lo que esas plantas transmitían a su descendencia eran unidades discretas (más que una mezcla de fluidos), algunas dominantes y otras recesivas. Las investigaciones del monje fueron ignoradas al principio, pero luego de 30 años, tres biólogos las redescubrieron de manera independiente. De Vries en Holanda, Correns en Alemania y Tschermak en Austria, quienes trabajaban sobre el mismo problema, arribaron a resultados prácticamente iguales que el monje jardinero, esto es, a sus leyes de la segregación y de la transmisión independiente de los genes. Recién a partir de entonces pudieron aplicarse los principios de la genética mendeliana a la teoría de la evolución de Darwin. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

La anterior es, básicamente, la historia que figura en la mayoría de los textos de biología. Sin embargo, la realidad es bastante más enredada que este cuento de monjes descubridores y biólogos redescubridores. Pablo Lorenzano, un filósofo de la ciencia argentino que actualmente trabaja en la Universidad Nacional de Quilmes (unq), a partir de una lectura atenta de los escritos originales de Mendel, y ubicando su obra en el contexto de la biología del siglo XIX, se ha encargado de denunciar la inexactitud de este relato (2007). El filósofo de la unq ha visto que el verdadero Gregor Mendel (1822-1884) no tiene nada que ver con el monje del cuento. En primer lugar, según parece, el verdadero Mendel no estaba interesado en el problema de la herencia (no buscaba responder preguntas del tipo «¿Por qué los hijos se parecen a los padres?»), sino en saber si era posible originar nuevas especies a partir del cruzamiento de especies preexistentes (es decir que en realidad estaba investigando el origen de las especies, vía hibridación). En segundo lugar, Lorenzano sostiene que las leyes de la combinación simple de las características y de la combinación de las características diferenciales no se corresponden con las leyes que más tarde llevarán el nombre del monje jardinero. El Mendel real habría planteado estas leyes en términos de lo que el botánico danés Wilhem Johannsen (1857-1927) llamará más adelante fenotipo, no en términos de genes o factores, como suele hacerse en la presentación habitual de las llamadas leyes de Mendel.

Por otro lado, los elementos de los que hablaba el verdadero Mendel no se corresponderían con los genes o alelos de la genética clásica, formal o mendeliana, ya que en ningún lugar el religioso dijo que esos elementos fuesen partículas. Sí que eran materiales, pero bien podrían haber sido pensados como fluidos en lugar de partículas. Otra: el Mendel real nunca se expresó acerca del número de elementos necesarios para cada característica y utilizó dos letras (Aa) solo para simbolizar la presencia de elementos diferentes, pero solo una (A o a) para simbolizar la presencia de elementos iguales. De acuerdo con la genética clásica, el número de factores o genes para cada característica debería ser igual a dos, es decir que estos deberían venir por pares, independientemente del hecho de que sean iguales (condición homocigótica) o distintos (condición heterocigótica). El Mendel de carne y hueso afirmó que solo los elementos diferenciales se excluyen mutuamente; según la genética clásica, no solo los elementos diferentes (factores o genes) deben separarse, sino también los iguales; en otras palabras, la segregación tiene lugar siempre, tanto en la condición heterocigótica como en la homocigótica.

Continua Lorenzano: los redescubridores no hicieron ningún redescubrimiento; solo proyectaron sobre el trabajo de Mendel sus propios experimentos, e incluso le adjudicaron al monje cosas distintas. Además, ninguno de ellos creyó en la validez universal de lo que atribuían al padre Gregorio. Aún hay más: Lorenzano revela que lo que supuestamente redescubrieron los redescubridores, es decir, lo que ellos dicen (en sus trabajos del año 900) que redescubrieron, no es lo que con posterioridad fue presentado como la genética clásica. Conclusión: la historia del mendelismo, más que cuento, es un auténtico culebrón.

§. Mendelismo más allá de Mendel
De los tres redescubridores (porque de algún modo hay que llamarlos), Hugo de Vries (1848-1935) fue, tal vez, quien mostró mayor interés en la evolución, sobre todo en el asunto del origen de las especies. El antropólogo Jeffrey Schwartz de la Universidad de Pittsburgh, resumió en los diez puntos siguientes la contribución del holandés a las ciencias de la genética y la evolución: 1) los pangenes son las unidades de la herencia; 2) cada pangen es responsable de un carácter; 3) la mayoría de los caracteres son discretos y la variación es discontinua; 4) la variabilidad entre individuos es el resultado de cambios en el número o frecuencia de pangenes inalterados; 5) otro tipo de variabilidad, aquel que diferencia a las especies entre sí, resulta de nuevos pangenes o mutaciones que surgen durante el proceso de replicación; 6) estas últimas mutaciones no son necesariamente adaptativas; 7) la selección natural actúa precisamente sobre estas mutaciones (no sobre las variaciones individuales) y rápidamente las esparce, generación tras generación; 9) de esta forma se originan las nuevas especies; y 10) la evolución es saltatoria (1999, p. 191).

El mutacionismo fue la teoría de la evolución que adoptaron los primeros mendelistas. De hecho, el holandés de Vries llegó a pensar que una sola mutación era suficiente para hacer surgir una nueva especie. Esa idea no era nueva; antes había sido pensada por Geoffroy Saint-Hilaire, Thomas Huxley, Francis Galton y Georges el Tábano Mivart, entre otros.

El inglés William Bateson (1861-1926), autor del vocablo genética, fue uno de esos primeros mendelistas, aunque no precisamente un

redescubridor de las leyes mendelianas, o al menos no se lo suele contar como uno de ellos. Comenzó su carrera como morfólogo puro. Fue parte de un grupo de evolucionistas audaces que, con pocos fósiles y muchísima imaginación, habían intentado (sin éxito) reconstruir la filogenia de los cordados siguiendo un criterio puramente morfológico. En concreto, lo que Bateson había querido era demostrar el origen de los vertebrados a partir de gusanos insegmentados, del tipo del gusano bellota Balanoglossus, y de este modo rechazar la teoría del anélido (de Charles Minot) y la teoría del artrópodo (de Dohrn-Patten). Precisamente, para estos últimos (Minot, Dohrn, Patten), la metamería (o repetición de segmentos idénticos o similares) en esos grupos (vertebrados, anélidos, artrópodos) era homóloga; en cambio, Bateson creía que ese plan corporal, el de los animales metamerizados, había evolucionado varias veces en la historia del Reino Animalia. Además, el inglés creía que la evolución era causada por factores internos: debía existir alguna propiedad que segmentara los cuerpos de esos animales de esa forma, que los metamerizara. Como se ve, estuvo a un tris de caer en el estructuralismo en alguna de sus muchas variantes (sobre todo en la ortogénesis). Si no lo hizo fue porque antes se hartó de la morfología, dio por agotado el programa y lo abandonó. Bateson trató entonces de abordar el problema de la variación metamérica desde otro lado. Empezó por el principio: estudiando el origen de la variación y las leyes que la gobiernan, un enfoque que prometía resultados más concretos que la morfología comparada. Fue así que, según se cuenta, terminó dando con los trabajos de Mendel.

Como estudioso de la variación y la herencia, Bateson arribó a dos importantísimas conclusiones: 1) que muchos caracteres variaban de forma discontinua al interior de las especies (eran esos caracteres, precisamente, los que para él guardaban mayor interés evolutivo); y 2) que esos caracteres variantes estaban fijados con rigidez por la herencia. Pronto Bateson se volvió mutacionista, pero de un mutacionismo muy particular. Esa particularidad consistía en que el surgimiento de los nuevos caracteres ocurría sobre todo por la eliminación de genes inhibidores; la evolución estaba, de alguna manera, predeterminada en el genoma (en este aspecto, recuerda la evolución programada de los ortogenetistas). Al igual que de Vries, Bateson creía que el ambiente jugaba un papel negativo en la evolución, el de eliminar las formas inviables. Ergo, la teoría de la selección natural era básicamente incorrecta.[251] En resumen: para esta gente la selección natural era incapaz de crear nada; solo podía manejarse con lo ya creado. De Vries y Bateson estaban bien alejados del adaptacionismo, al menos al principio.

En uno de sus libros, la historiadora de la ciencia de la Universidad de Florida Betty Smocovitis (1996) refiere que, hacia los años 20, los estudios evolutivos disminuyeron de forma drástica a expensas de los experimentales y médicos, supuestamente más rigurosos.[252] La propia historia de Bateson nos muestra el giro dado por un morfólogo evolutivo hacia el terreno (que se suponía) más firme y serio de la biología experimental (no fue así con de Vries, que provenía de la fisiología vegetal). Un vuelco similar dio también el genetista norteamericano Thomas Morgan (1866-1945), quien de joven había sido morfólogo evolutivo en el laboratorio marino de Wood Hole.[253]

En lo estrictamente evolutivo, Morgan en un principio adhirió al mutacionismo y allí permaneció hasta percatarse de que las mutaciones solas no podían originar nada. Sin ayuda, terminó convenciéndose el norteamericano, los nuevos genes (los mutantes) ni siquiera podían propagarse e incrementar su frecuencia en las poblaciones. Esa ayuda podía prestarla la selección natural; solo si esos mutantes conferían alguna ventaja a su portador, si eran seleccionados, era posible su propagación, vio al final el norteamericano; y era de ese modo que las nuevas especies debían originarse. No le fue fácil a Morgan dar este paso. La competencia darwiniana no terminaba de convencerlo (Schwartz, 1999, p. 239). También le costaba entender cómo la selección podía generar estructuras novedosas o nuevos diseños corporales. Esta última es, como la llama Steve Gould, una «crítica estándar» (2004, p. 1213) a la selección natural y al darwinismo en general (arrojada la mayoría de las veces desde la vereda estructuralista, agregamos nosotros).

Morgan replanteó la genética clásica en su actual forma. Fue él quien, en 1919, habló por primera vez de las dos famosas leyes de Mendel (Lorenzano, 2007, p. 382): la de segregación de los genes y la de su distribución independiente. El hombre que guardaba las llaves del cuarto de las moscas de la Universidad de Columbia supo antes que nadie que los cromosomas desempeñaban un papel fundamental en la herencia. Por supuesto, otros antes que él habían intuido la importancia de esas estructuras del núcleo celular, pero su bajo número los confundía: había más caracteres (genes) que cromosomas. A Morgan se le ocurrió finalmente lo que hoy todos sabemos: que los genes están ligados en los cromosomas individuales.[254] De hecho, en las casi cuatrocientas especies de drosófilas, los muchos caracteres estudiados por el norteamericano se heredaban siempre en cuatro conjuntos... que es con exactitud el número de pares de cromosomas que tienen esos insectos. En definitiva: este es el gran aporte de Morgan a la biología, el que lo hizo merecedor del premio Nobel en 1933 (de Fisiología y Medicina, ya que no hay Nobel de Biología).

Otro historiador de la biología, Garland Allen (1986), de la Universidad de Washington en Saint Louis, piensa que a partir de Morgan los estudios sobre herencia y desarrollo tomaron caminos distintos (los estudios evolutivos y los experimentales ya estaban divorciados a partir de Bateson). En efecto, con Morgan comienza a verse que es posible dar cuenta de los patrones de transmisión hereditaria prescindiendo del desarrollo, es decir ignorando lo que sucedía entre genotipo y fenotipo. Por supuesto, esto no quiere decir que Morgan se haya desentendido por completo del desarrollo, pero es cierto que su programa de investigación se basó casi con exclusividad en la transmisión hereditaria (Waters, 2004). Deberán transcurrir más de cincuenta años para que la genética se reconcilie con la morfología, el desarrollo y la evolución, en particular con lo que el genetista ruso Yuri Filipchenko (1882-1930) llamó en los años 20 la macroevolución (lo veremos más adelante en este mismo capítulo).

§. Darwin, cada vez más cerca
En definitiva, el darwinismo novecentista anterior a la primera fase de la TS era no mendeliano. Los postulados de Darwin parecían ser incompatibles con las leyes del padre jardinero. Al estar el mendelismo vinculado con la variación discontinua, los darwinistas lo rehusaban. A su vez, los primeros mendelistas (Bateson, de Vries, Morgan, en un principio) rechazaban el darwinismo, en parte por las mismas razones. El darwinismo era cosa de biometristas que ponían el foco en la variación continua (Bowler, 1985, p. 46). Estos, justo es decirlo, hicieron mucho por la genética poblacional (antes de que esta fuese reformulada en los términos del mendelismo), al destacar la importancia de las pequeñísimas diferencias en el seno de las poblaciones (la variación cuasicontinua) por sobre las diferencias discontinuas que planteaban los mutacionistas. Indiscutiblemente, la existencia de la variación continua o cuasicontinua es un hallazgo de los biometristas, no de los mendelistas (Ridley, 1996, p. 14). Sin embargo, la herencia mendeliana pudo al final añadir la variación cuasicontinua, de modo que la escuela de los biometristas, más vinculada a la herencia por mezcla de fluidos, fue olvidada con rapidez.

Será Morgan quien tornará aceptable para los darwinistas la genética mendeliana. Incluso más: a partir de él, la genética de poblaciones pasará a ser el enfoque central del evolucionismo. En efecto, esta joven disciplina parecía ser la vía más prometedora para comprender la evolución y de hecho los fundadores de la TS (sobre todo los de la primera fase) fueron en su mayoría genetistas de poblaciones. A tal punto llegó la identificación de la genética de poblaciones con el moderno darwinismo que la misma evolución fue definida en sus propios términos, a saber, un cambio en la composición genética de las poblaciones.[255] El enfoque poblacional es en esencia darwiniano: no son los organismos individuales los que evolucionan, sino las poblaciones. Para el moderno darwinismo, los cambios en las frecuencias alélicas que ocurren en el interior de las poblaciones son la evolución misma. Esos cambios suceden principal pero no exclusivamente por selección natural, de forma lenta y acumulativa, es decir, darwiniana.

Scott Gilbert (Universidad Swarthmore, Pennsylvania), John Opitz (Universidad de Utah) y Rudolf Raff (Universidad de Indiana), opinan que hubo causas económicas, sociales y hasta políticas que apresuraron (si no directamente impusieron) la hegemonía de la genética de poblaciones (Gilbert y otros, 1996). En primer lugar, las económicas. El enfoque poblacional (en la persona de Theodosius Dobzhansky, ya en la segunda fase) contó con recursos en dólares y becarios de la poderosa Comisión de Energía Atómica norteamericana. En segundo lugar, las socio-políticas. La genética era bien considerada desde un punto de vista social en los Estados Unidos, y los estudios evolutivos (que no tenían buena prensa por la prédica creacionista) se colgaron de ella para ganar aprobación pública. De modo curioso, en la Unión Soviética ocurría justo lo contrario: el darwinismo era bien visto y la genética sospechosa. Precisamente, identificándose con el darwinismo, la genética mendeliana pudo sobrevivir un tiempo en la Unión Soviética, hasta que llegó Trofim Lysenko[256] y todo se fue al diablo.

Pero sin duda el éxito de la genética de poblaciones también se basó en hechos concretos, en realidad en comprobaciones matemáticas. En 1908, Godfrey Harold Hardy (1877-1947), un matemático británico, y Wilheim Weinberg (1862-1937), un médico alemán, demostraron matemáticamente que la frecuencia genotípica se estabilizaba muy rápido en poblaciones de organismos diploides[257]. Pero para ello esas poblaciones debían cumplir ciertas condiciones. En primer lugar, sus miembros debían aparearse aleatoriamente (la población debía ser panmíctica). En segundo lugar, tenían que tener un tamaño infinito (o ser lo bastante grandes para minimizar el efecto de la deriva genética). Tercero y último, esas poblaciones no debían experimentar selección, mutación ni migración (flujo genético). Hardy y Weinberg sabían muy bien que esas condiciones eran imposibles de cumplir; que en la naturaleza esa dichosa estabilización no se lograba nunca. De todas formas, la formulación del equilibrio de Hardy-Weinberg -como se llamó a ese principio o modelo-, tuvo en esa época inmediatamente anterior a la TS en su primera fase un doble valor. Por un lado, uno histórico: reforzó la noción de herencia particulada (contraria a la herencia por mezcla), aportando una base cuantitativa para sostenerla. Por otro, uno heurístico: comparando los valores predichos por Hardy-Weinberg con los datos tomados directamente de la naturaleza, se hizo posible, al menos en teoría, identificar aquellos agentes que perturbaban el equilibrio genético. En concreto, pudieron medirse los efectos de la selección natural en las poblaciones naturales, conocer su efectiva capacidad transformadora.[258]

Dos británicos (uno de Londres, el otro de la India) y un norteamericano, figuran entre los principales promotores de la genética de poblaciones: Fisher, Haldane y Wright. Ellos son el tridente de la primera fase de la síntesis (Gould, 2004, p. 533).

§. Un trío desparejo
Ronald Fisher (1890-1962) fue un matemático puro y duro que terminó pasándose a las ciencias naturales fascinado por la bioestadística y las posibilidades que esta ofrecía para comprender la evolución. Definió la evolución adaptativa en términos de «éxito reproductivo», entendiendo por ello la capacidad individual de propagar genes a las generaciones siguientes (Schwartz, 1999, p. 7). En un principio aceptó a las mutaciones como medio de introducir mejoras evolutivas, pero pronto advirtió que estas por lo general surgían en estado recesivo, de modo que no era posible su selección inmediata. Sabía que esas nuevas mutaciones debían pasar rápido al estado dominante, pero le costaba imaginar cómo. Hacía falta tiempo para que esos alelos cambiaran de estado (del recesivo al dominante). Para Fisher, ese tiempo estaba garantizado solo si el heterocigota (el cual se hallaba conformado por un alelo dominante y uno recesivo del mismo gen) resultaba ser selectivamente superior (Schwartz, 1999, pp. 252-253).

El bioestadístico inglés también creía que para que surgiese una nueva especie, para que ocurriese «especificación» (como Darwin había llamado al proceso) o «especiación»[259], algunos miembros de la población debían aislarse reproductivamente del resto: el flujo de genes en el seno de la población debía interrumpirse de alguna manera. Fisher imaginó cómo: interponiendo una barrera geográfica que dividiera dos grandes subpoblaciones. Pero no solo eso; también pensó en otros escenarios posibles para la producción de nuevas especies, por ejemplo, un ambiente heterogéneo con múltiples microambientes. En este caso, las adaptaciones locales a cada uno de esos microambientes no podían pasarse por flujo génico a otros sectores de la población, por lo que, en los hechos, se establecía una suerte de barrera, aunque sin un verdadero impedimento físico al cruzamiento.

El teorema fundamental de la selección natural es básicamente obra de Fisher: «la tasa con que incrementa la eficacia biológica de la población en un momento determinado es igual a su variabilidad genética respecto a la eficacia biológica en ese momento» (en Gallardo, 2011, p. 128). Dicho en criollo, si no hay variabilidad genética en eficacia biológica, no habrá evolución, o la evolución será muy lenta. ¿Y qué es la eficacia biológica en definitiva? Ya lo adelantamos en el capítulo I («Modelos y programas»). En términos genéticos, la eficacia biológica (también conocida como adecuación biológica, fitness, valor adaptativo o aptitud biológica) es una propiedad de los organismos que involucra a la tasa de reproducción, la supervivencia, la longevidad, las ventajas fenotípicas; en definitiva, es el éxito reproductivo o capacidad reproductora, cuántos descendientes dará a la próxima generación un individuo de un cierto genotipo.

Mediante el uso de modelos matemáticos, Fisher y Haldane (el otro británico del tridente evolucionista de la TS en su primera fase, sobre quien hablaremos más adelante), demostraron que, al menos en teoría, la selección natural podía producir cambios en la composición genética de las poblaciones, es decir romper el equilibrio de h-w. Sin embargo, una cosa es hacer cálculos en el aire y otra muy distinta nutrir de datos concretos un modelo teórico. En este sentido, el primer problema que se le plantea al biólogo poblacionista es el de calcular la eficacia biológica. Para ello hay que conocer el número exacto de individuos con un genotipo determinado antes de la selección (inmediatamente al nacer, despreciando la existencia de la selección prenatal) y después de ella (en su estadio adulto), lo que nunca es sencillo, al menos en poblaciones naturales. Se supone que los genotipos más favorecidos pierden un menor número de individuos, lo que les otorga una tasa de supervivencia mayor.[260] A partir de allí se calcula, en primer lugar, un valor para la adecuación biológica diferencial y, luego, un coeficiente de selección. Estos modelos predicen una serie de cosas; en primer lugar, que cuando la frecuencia de un alelo desventajoso en una población es muy alta, la selección actuará con mucha eficacia. También, que si el alelo desventajoso es dominante, los efectos de la selección serán inmediatos, no así si es recesivo. En suma, a partir de Fisher (y de Haldane) el trabajo de campo de los darwinistas tuvo un sentido muy preciso (Smocovitis, 1996, p. 121): haciendo conteos en diferentes momentos era ahora posible conocer teóricamente la aptitud biológica de ciertos genotipos (Ridley, 1996, p. 106) (aunque seguía siendo muy difícil calcular el valor de las adaptaciones individuales).

Un último dato sobre Fisher. A contramano de un clima de época adverso (ver «Una primera nota sobre el progreso» en este mismo capítulo), el inglés creía en el progreso evolutivo, entendiendo como complejización creciente e incremento general en aptitud (Schwartz, 1999, p. 249).

Pasemos al segundo de los británicos del tridente: John B. S. Haldane (1892-1964).[261] Los aportes de este genetista de poblaciones a la TS en su primera fase fueron varios. Por un lado, ajustó el modelo de h-w con la incorporación de la selección natural, demostrando que esta podía producir un cambio (relativamente) rápido y, sobre todo, sostenible (Ridley, 1996, p. 260). Por el otro, puso en cuestión el modelo del darwinismo ortodoxo alegando que la evolución podía ser rápida; de hecho, pensó que la rapidez era fundamental en la especiación, la cual ocurría con normalidad en poblaciones periféricas. Haldane es uno de los pocos fundadores de la TS que dio a la paleontología un lugar de relevancia (Schwartz, 1999, p. 260). También tuvo una opinión positiva sobre los estudios del desarrollo; sin conocer el vínculo entre la genética y el individuo en su ambiente, decía, no era posible comprender cabalmente la evolución (Schwartz, 1999, p. 264). Incluso, al igual que J. Huxley (y muy a diferencia de Simpson), tuvo una actitud respetuosa hacia la ortogénesis (Gould, 2004, p. 551).

Sewall G. Wright (1889-1988), otro de los socios fundadores del moderno darwinismo en esta primera fase, fue un matemático y un biólogo teórico extraordinario. Pensaba que, más que sobre genes individuales, la selección actuaba sobre genes interactuantes, sobre conjuntos de genes. Según la voz norteamericana del trío Los Fundadores de la Primera Fase, había combinaciones de genes más favorables que otras, y eran esas combinaciones, precisamente, las que se ubicaban en los picos adaptativos que postulaba su teoría del balance cambiante [Shifting balance theory] de 1931. De manera breve, esta teoría establecía que las poblaciones se dividían en subpoblaciones de moderado tamaño, las cuales se distribuían en diferentes lugares: precisamente, los picos o valles de su hipotético paisaje adaptativo. En función de las variaciones ambientales, las subpoblaciones que ocupaban un pico bajo, luego de atravesar una fase exploratoria en donde la deriva genética era muy importante, podían pasar a un pico alto, por selección natural. Una vez que las subpoblaciones alcanzaban un pico adaptativo, enviaban migrantes hacia otras subpoblaciones (de la misma población global), a las que empujaban a escalar ese pico (Ridley, 1996, p. 218; Johnson, 2008). En cuanto a las fuentes de la variabilidad, Wright creía que las mutaciones eran importantes, pero que también lo eran los arreglos cromosómicos (como al principio creía Dobzhansky). En esto también fue un bicho raro; los modernos darwinistas de esa época negaban que los cromosomas jugaran un rol importante en la evolución.

De los modernos darwinistas de la primera fase de la TS, Fisher fue sin duda el más ortodoxo, el que mejor se ajusta a la versión más dura del seleccionismo. Adhirió a la correspondencia un gen-un carácter, y vio al carácter como la unidad de selección. Wright, en cambio, entendía todo en términos de sistemas interactuantes de genes. Haldane estuvo en este sentido un poco más cerca de Wright (Schwartz, 1999, p. 273).

Al igual que Haldane, Wright defendía que las nuevas mutaciones se difundían en estado recesivo, antes de pasar al estado dominante. Fisher suponía que para que la difusión tuviera lugar, el alelo mutante debía pasar muy rápido al estado dominante (atravesando un periodo durante el cual el heterocigota era superior). En el modelo de Fisher, cuanto antes pasara la mutación al estado dominante mejor; en cambio, para Wright y Haldane, mejor cuanto más tarde. Una vez difundido el nuevo alelo, Haldane suponía que la evolución ocurría rápido; Wright también aceptaba la posibilidad de una modificación rápida; para Fisher, al contrario, el cambio era siempre lento y gradual. Haldane y Wright pensaban que el cambio evolutivo no ocurría en grandes poblaciones como planteaba el modelo de Fisher sino en pequeñas. Haldane creía incluso que debían ser muy pequeñas y encontrarse por completo separadas de la población ancestral (en las moderadamente pequeñas poblaciones de Wright nunca el aislamiento era absoluto.)

Esas poblaciones periféricas y pequeñas funcionaban de manera diferente en el modelo de Wright y de Haldane. En el del norteamericano, las novedades se originaban por mutación y nuevas combinaciones génicas; luego se difundían en la población central, la cual, entonces, experimentaba un cambio rápido, según vimos que preveía su teoría del balance cambiante (Schwartz, 1999). El modelo del británico Haldane parece en este sentido más sencillo: las novedades ocurrían en las poblaciones periféricas (recordemos, muy pequeñas), y se difundían con rapidez ahí mismo; eran esas poblaciones periféricas, precisamente, las que terminaban transformándose. En sus aspectos básicos, este último modelo será retomado por Niles Eldredge y Steve Gould en los 70. Incluso, Haldane dio el mismo ejemplo que los neoyorquinos para ilustrar su imagen (picture) de los equilibrios puntuados: el de la ostra Gryphaea.

§. La morfología evolutiva de entreguerras
Comentamos en este mismo capítulo que los estudios evolutivos, en particular los morfológicos, fueron virtualmente abandonados hacia los años 20 y reemplazados por los experimentales, a los que se creía más rigurosos, ya que el método seguido por los morfólogos evolutivos se basaba en la observación, la descripción (sobre todo cualitativa) y la especulación filogenética.[262] Lo que no dijimos fue que durante todo ese periodo, los años previos a la segunda fase de la TS, hubo morfólogos que hicieron intentos serios por hacer de la morfología una ciencia seria (si bien no sujeta a experimentación, al menos matematizable, rigurosa en ese sentido). Ese esfuerzo evidentemente no alcanzó, ya que esta disciplina, en definitiva, no fue integrada a la TS (en retrospectiva, podemos ver que era una batalla perdida: los morfólogos en su mayoría eran contrarios al darwinismo).

D'Arcy Wentworth Thompson (1860-1948) es, tal vez, el más representativo de ese grupo de morfólogos rigurosos y antidarwinistas. Este brillante biomatemático escocés entendía al organismo como un todo integrado. Desde la edición revisada de su libro de 1917, Sobre el crecimiento y la forma, Thompson venía advirtiendo sobre el error de desmenuzar al individuo en caracteres individuales, una práctica habitual de los adaptacionistas:

el morfólogo, cuando compara un organismo con el otro, describe las diferencias entre ellos punto por punto y «carácter por carácter». De vez en cuando está obligado a admitir la existencia de «caracteres correlacionados», en tanto reconoce este hecho algo vagamente, como un fenómeno debido a causas que, excepto en raras circunstancias, no espera poder describir, y cae en el hábito de pensar y hablar de evolución tal como ha procedido con su propia descripción, punto por punto y carácter por carácter. [La traducción es nuestra] (1992, p. 1036)

En Alfred Wallace, cada carácter variaba de forma independiente; las correlaciones de crecimiento no contaban (Arthur, 2011, pp. 208 y 209). En Darwin, esas correlaciones jugaban un rol, aunque secundario o subordinado, como vimos en el capítulo IV («¿Un costado estructuralista en Darwin?»). En Thompson, las correlaciones desempeñaban un papel fundamental; constituían la base misma de un programa de investigación ubicado en las antípodas del programa adaptacionista wallaceano. El lado débil de la visión thompsoniana de la evolución, lo que hoy uno podría reprocharle al escocés, es su escaso interés por el papel de la historia y la contingencia. En efecto, Thompson prestó atención únicamente a las constricciones arquitecturales (caracteres arquitecturales fuertemente correlacionados), desdeñando las filogenéticas, las cuales, hoy sabemos, también son muy importantes (Gould, 2004, p. 1083). Tampoco le interesó el desarrollo: casi todas sus correlaciones son entre formas adultas (Arthur, 2011, p. 20).

De acuerdo con la metáfora darwiniana que comentamos en aquel mismo capítulo IV, los materiales (la materia viviente) no podían constreñir el diseño del edificio (el diseño biológico). Thompson opinaba diferente: al menos en el caso de los organismos más simples, la materia no solo constreñía el diseño sino que lo determinaba. Para el caso de los organismos complejos, el escocés reconocía que las causas materiales solas no podían explicar el diseño del organismo (aunque sí, claro, constreñirlo) (Gould, 2004, p. 1227).

La parte más conocida del libro del biomatemático escocés es sin duda el capítulo XVII, en donde se presenta la teoría de las transformaciones, la cual sostiene que una forma puede convertirse en otra mediante sencillas transformaciones coordinadas; es en ese capítulo que aparecen sus famosos dibujos cuadriculados de insectos, peces, cocodrilos y dinosaurios. Básicamente, lo que hizo Thompson fue ubicar distintas imágenes bidimensionales de animales concretos (cráneos o cuerpos enteros) en una cuadrícula. Cada punto de la imagen del animal (de su silueta en realidad) correspondía a un punto específico de la cuadrícula (dicho punto se hallaba determinado por la intersección de dos líneas). Modificando esa cuadrícula (estirándola de un lado u otro, alargándola de ambos extremos, de uno solo, etcétera), se lograba que la forma animal clavada a la cuadrícula se transformara coordinadamente (la coincidencia de los puntos de la silueta animal y los puntos de intersección de la cuadrícula no debía perderse con la transformación, de ahí lo de clavada). Lo que observó Thompson al efectuar ese divertido juego fue que muchas de las formas obtenidas luego de la modificación de la cuadrícula coincidían (¡no de casualidad!) con animales que existían o habían existido realmente. Conclusión: en la evolución no había transformaciones punto por punto; toda la forma animal estaba integrada; solo era cuestión de unas pocas modificaciones a la forma original (retoques a la cuadrícula) para obtener una transformación global.

En definitiva, y volviendo al punto anterior, el problema no era tanto la falta de morfólogos serios sino que los morfólogos en general, los rigurosos y los menos rigurosos, los serios y los menos serios, no encajaban en absoluto en el darwinismo. Recién en los últimos veinticinco años los evolucionistas han vuelto la atención hacia estos autores estructuralistas. De hecho, la reedición de Sobre el crecimiento y la forma de 1992 fue la primera en cincuenta años (la última había sido en el 42), lo que habla del desinterés de los evolucionistas hacia los problemas morfológicos durante todo ese tiempo, con honrosas excepciones, como enseguida veremos.

§. La síntesis, su segunda fase
Como toda historia, la correspondiente a la teoría sintética es compleja y, por ende, controvertida (Reif Junker y Hohfeld, 2000). Con respecto a su origen, los genetistas de poblaciones han tendido a ver la TS como el fruto de sus propias contribuciones estelares, y algunos historiadores de la ciencia, como el norteamericano William Provine, han aceptado esta visión. En concreto, lo que los poblacionistas aducen es que los modelos matemáticos elaborados durante la primera fase por tres de los suyos (Fisher, Haldane y Wright) demostraron la eficacia de la selección natural y, por consiguiente, su validez como principio general de la evolución (Smocovitis, 1996, p. 28). Sin duda, la formulación de esos modelos ha desempeñado un rol importante en la génesis de la TS, pero no más que las contribuciones de los naturalistas (con un papel más protagónico en la segunda fase, por cierto). De hecho, también fue determinante el contexto de producción de la TS, es decir, las circunstancias sociocientíficas que rodearon ese origen. En este sentido, la producción de la TS (la síntesis, comprendiendo todas sus fases) habría respondido a una empresa amplia vinculada al ideal positivista (e incluso iluminista) de unidad de la ciencia[263], que implicaba a su vez la reducción de teorías.[264] Con relación a esta última aspiración filosófica, la reducción, digamos que no era compartida por todos los biólogos. De hecho, algunos pioneros de la TS como Haldane abrieron el paraguas aclarando que la biología no era reducible a la física y a la química (Smocovitis, 1996, pp. 99, 106): la unidad de la ciencia estaba bien, la reducción de la biología a la físico-química estaba mal. Sin duda era necesaria una teoría que unificara la biología pero dejando a salvo su autonomía (p. 114). La TS parecía cumplir con ambas exigencias, por esa razón, sus arquitectos son reivindicados como unificadores de la biología y a la vez como héroes de la independencia de esta disciplina.

De todas formas, no todos los historiadores creen en ese asunto de la síntesis. El propio Provine opina que lo que hubo en realidad fue una «constricción evolutiva», es decir, lisa y llanamente, una eliminación de mecanismos evolutivos inviables u obsoletos, como el mutacionismo, la ortogénesis y el lamarckismo. Steve Gould (2004, p. 534) es de parecida opinión; el mismísimo Mayr parece estar de acuerdo:

La síntesis evolutiva es importante porque nos ha enseñado cómo puede producirse una unificación de este tipo: no tanto gracias a nuevos conceptos revolucionarios como por un proceso de limpieza, de rechazo definitivo de teorías erróneas que habían sido responsables del desarrollo existente hasta entonces. (2001, pp. 145 y 146)

Más allá de eso, la historiografía darwinista terminó consagrando cinco sintetizadores y cinco textos oficiales de la ts:[265] Theodosius Dobzhanky y su Genética y el origen de las Especies de 1937; Ernst Mayr y su Sistemática y el origen de las especies de 1942; Julian Huxley y su Evolución, la síntesis moderna de 1942; George Simpson y su Tempo y modo en evolución de 1944, y George Stebbins y su Variación y evolución en plantas de 1950. Fisher, Haldane y Wright, es decir, los genetistas de poblaciones, suelen ser también incluidos en esa selecta lista, si no como sintetizadores, como precursores imprescindibles.

Un hito que la historiografía darwinista ha tomado como fundacional de la TS (correspondiente a su segunda fase) es la de constitución de un Comité sobre Problemas Comunes de Genética, Paleontología y Sistemática, a partir de la iniciativa de un grupo de paleontólogos que buscaban posicionar mejor a su disciplina. En efecto, los evolucionistas que no eran paleontólogos tendían a considerar a la paleontología como una ciencia menor, que poco o nada podía aportar al conocimiento de los mecanismos evolutivos. En el mejor de los casos, decían, solo podía aportar evidencias sobre el curso de la evolución (como vimos, Haldane se había revelado contra esta visión tan antipática... a los paleontólogos obviamente). Debe reconocerse que el pensamiento poblacional era extraño a los paleontólogos, y quizás es cierto que estos hayan estado «condicionados a pensar en vertical», como aseveró de modo antipático Mayr (2001, p. 44). Por una cosa o por la otra, la verdad es que la paleontología no era tenida en cuenta.

El susodicho Comité -que de acuerdo con Cain (2004), funcionó entre 1941 y 1949 no arrancó bien. La guerra (en la que Estados Unidos entró a fines del 41) hizo que sus primeras reuniones fueran esporádicas. Para peor, dos de sus principales figuras se ausentaron durante la contienda. Simpson, líder natural de aquel grupo de paleontólogos, marchó al frente en el 42 (estuvo en servicio por dos años en el norte de África como oficial de inteligencia) y Dobzhansky se fue al Brasil en el 43 (la primera de las cuatro visitas que hizo a ese país).[266] Estas dos ausencias dejaron el terreno despejado para que Mayr se hiciera cargo del Comité. En enero del 47, este último, ya normalizado, organizó una conferencia en Princeton: el mítico simposio «Genética, paleontología y evolución» (Cain, 2002), cuyos resultados fueron publicados dos años más tarde. Precisamente, ese año de 1947 corresponde al nacimiento oficial de la teoría sintética y, los veinte años previos, a su gestación (su primera fase, en realidad).

De manera significativa, los editores del simposio, Glenn Jepsen (uno de los paleontólogos impulsores del Comité), Mayr y el mismo Simpson, no usaron el término teoría sintética.[267] Según parece, ellos no tenían por objetivo efectuar una revisión completa de la biología, mucho menos una síntesis (Reif y otros, 2000). Lo único que pretendían con ese simposio, se dice, era acercar disciplinas que hasta ese momento se hallaban distanciadas. La idea de presentarla como una síntesis habría sido una ocurrencia posterior de algunos de sus asistentes.

En el capítulo I hemos enunciado los cinco o seis postulados básicos de la TS. También hemos hablado, en diferentes contextos, de tres de sus arquitectos o fundadores: Simpson, Mayr y Dobzhansky. Veamos ahora brevemente qué aporte concreto hizo cada uno de ellos a la TS.

§. El gringo de los huesos
Empecemos por Georges Gaylord Simpson, el único paleontólogo del tridente fundador de la TS en su segunda fase, y uno de los más brillantes paleontólogos (si no el más) del siglo XX.[268] Como dato destacado de su biografía diremos que estuvo en la Patagonia argentina en dos ocasiones, en 1930-1931 y en 1933-1934, a cargo de las famosas expediciones Scarritt.[269]

Simpson no solo sabía de huesos viejos sino que tenía una amplísima formación biológica que le permitía discutir mano a mano con especialistas de otras áreas. Refiere Steve Gould que el paleontólogo del trío Los Fundadores de la Segunda Fase era el único de los evolucionistas de esta etapa que sabía lo suficiente de matemáticas para leer (y entender) los trabajos de los biomatemáticos de la primera (dato que tranquiliza a quienes alguna vez hemos osado abrir el libro de Fisher La teoría genética de la selección natural de 1930).

En cuanto a su pensamiento evolutivo, Simpson adhirió a la teoría del balance cambiante del biomatemático Sewall Wright. En Tempo y modo en evolución de 1944, identificó cada lugar del paisaje wrightiano como una subzona ecológica diferente. Creía, además, que el pasaje de un valle a un pico podía darse rápidamente, mediante un proceso que él mismo denominó «evolución cuántica», una manera de evolución que recuerda la evolución rápida en poblaciones periféricas de Haldane, aunque sin el énfasis que el británico había puesto en el desarrollo embrionario.

A pesar del crédito que el paleontólogo norteamericano había dado a su teoría del balance cambiante, Wright nunca creyó que el estudio de los fósiles tuviese algo que aportar a la evolución, al menos por debajo del nivel de especie, foco de estudio de la genética de poblaciones (Schwartz, 1999, p. 307). Echados de la microevolución, que era lo que a todos les importaba, Simpson y sus colegas paleontólogos terminaron abocándose a la descripción de los patrones macroevolutivos; a registrar la aparición, diversificación y extinción de los diferentes grupos de organismos. Los buenos propósitos de los paleontólogos impulsores del Comité sirvieron evidentemente de muy poco.

§. El alemán de los pájaros y el ucraniano de las moscas
Ernst Mayr aportó a la TS la visión que le andaba faltando: la del naturalista. Si bien se lo vincula con la versión más dura de la TS (se le reprocha incluso haber sido uno de los responsables del endurecimiento de la teoría, y de haber endurecido varias de sus propias posiciones iniciales), Mayr fue más bien reacio a darles todo el crédito a los genetistas de poblaciones de la primera fase y reclamó una mayor consideración para la genética experimental, la sistemática... ¡y hasta para la paleontología! De hecho, criticaba a Dobzhansky y a otros genetistas por haber definido la evolución como meros cambios en las frecuencias génicas (Burian, 2005, pp. 103-120).

Mayr es conocido por los estudiantes de biología sobre todo por su modelización teórica del origen de las especies. Como Dobzhansky también se ocupó de la especiación, circunscribiremos nuestro análisis de Mayr y Dobzhansky a ese importantísimo capítulo de la teoría de la evolución. Antes que nada, vayamos a una cuestión central; la existencia o inexistencia de las especies, y luego veamos qué pensaba Mayr al respecto.

La corriente biofilosófica que sostiene que las especies, a diferencia de otras agrupaciones taxonómicas, son entidades reales (no meros conjuntos de individuos más o menos parecidos) es conocida como realismo[270], en oposición a otra, el nominalismo, que afirma que las especies no son reales, siendo en este sentido idénticas a otras agrupaciones taxonómicas, por debajo o por encima de ese nivel. Para la visión nominalista, las especies (y las demás agrupaciones) son construcciones, entidades creadas por el taxónomo. En este sentido, el taxónomo nominalista nunca descubre especies como lo haría un realista, sino que las construye de acuerdo con un criterio establecido de antemano. En principio, la visión gradualista de la evolución tiende a favorecer la posición nominalista. En efecto, el modelo gradual supone la perfecta continuidad entre la especie ancestral y su descendiente, de modo que el límite entre esas entidades solo puede ser puesto arbitrariamente desde afuera: dónde empieza una especie y termina la otra, es decisión pura y exclusiva del taxónomo. ¿Fue Darwin, el más grande de los darwinistas, nominalista? El filósofo francés Étienne Gilson (1884-1978) dice que sí, y piensa que lo fue por pura conveniencia, para no favorecer a la doctrina de las creaciones independientes de los teólogos cristianos (1988, p. 318). Por supuesto, como naturalista interesado en la clasificación, Darwin sabía que los organismos se agrupaban en entidades (entre ellas, las especies) separadas por discontinuidades; precisamente, eran esas discontinuidades las que permitían a los taxónomos profesionales su reconocimiento e individualización (Dobzhansky, 1995, p. 266).[271] Si en efecto Darwin pensó así, si creyó en la inexistencia objetiva de las especies, habría coincidido en este punto con uno de sus más conocidos predecesores: Lamarck.[272] Por el contrario, su colega Wallace, codescubridor del principio de selección natural, nunca puso en duda la existencia real de las especies (Wallace, 1914, p. 13), lo que nos lleva a pensar que, después de todo, el gradualismo filético no se opone necesariamente al realismo.

Y esto último nos da pie para volver a Mayr, puesto que el alemán de los pájaros es, al igual que Wallace, un realista gradualista. De hecho, debemos a Mayr el moderno concepto biológico de especie, aquel que establece que «las especies son grupos de poblaciones naturales con cruzamientos entre sí que están aislados reproductivamente de otros grupos» (2001, p. 42). Para Mayr, esa sola condición alcanza para considerar a las especies como entidades reales, ontológicamente diferentes a las demás categorías taxonómicas. En su libro Una larga controversia de 2001, intenta mostrar a Darwin como un precursor de esa, su definición de especie, aunque reconoce que el pensamiento del inglés sobre el problema de la especie no era muy claro (pp. 42-43).

Vayamos ahora sí al tema de la especiación. Vimos en el capítulo I que Darwin creía que las especies se originaban y diversificaban por selección natural. En principio, eso no requería que las poblaciones estuvieran separadas geográficamente. Mayr discutirá ese presupuesto y dará toda una lista de posibilidades, volcándose al final hacia un modelo de especiación alopátrica (es decir, de especiación a partir de poblaciones separadas por barreras geográficas) por sobre la simpátrica (especiación sin necesidad de barreras geográficas). Esto era algo que se venía discutiendo desde el siglo XIX. Mayr cita el caso del filósofo de la naturaleza Moritz Wagner (1813-1887) quien había polemizado con el mismísimo Darwin sobre la cuestión, insistiendo en que el aislamiento geográfico era del todo indispensable para la especiación (p. 46). Ya en el siglo XX, autores como Bernhard Rensch (1900-1990) también participaron de esa discusión (Dobzhansky, 1955, p. 212).

Mayr es con seguridad el más conocido de los promotores de la especiación alopátrica,[273] y no hay duda de que prefirió ese modo de especiación a otros (Dobzhansky, 1955, p. 212; Ridley, 1996, p. 427). El alemán de los pájaros también creía que el aislamiento reproductivo que conducía a la especiación era un resultado, un efecto de la selección divergente iniciada a partir del establecimiento de una barrera geográfica (Futuyma, 2005, p. 384): para él no había mecanismos específicos destinados a aislar, como creía Doby[274] (p. 387).

Doby (Dobzhansky) fue fundamental en la segunda fase de la síntesis, y su libro fue sin dudas el más importante de todos los de esa etapa. Al igual que Mayr, el ucraniano de las moscas tuvo amplios intereses. Según Gould, nadie más que Dobzhansky estaba en condiciones de integrar la genética, la taxonomía y la historia natural. En efecto, en Estados Unidos y en Europa esas áreas estaban virtualmente desvinculadas, mientras que en Rusia (la patria de Dobzhansky) se hallaban del todo integradas (Gould, 2004, p. 549). Doby se consideraba a sí mismo un naturalista -término que su mentor, Thomas el Reduccionista Morgan, consideraba deshonroso (Gould, 2004, p. 561).

El ucraniano fue un genetista interesado en especial en la genética de poblaciones naturales, sobre todo de moscas.[275] Con relación a la especiación, Dobzhansky refiere en Genética y el origen de las especies que Darwin favorecía un modelo basado en razas geográficas, y que ese modelo tomaba el aislamiento geográfico como habitual y hasta obligado (1955, p. 211). Sin embargo, esas opiniones de Darwin (que podríamos llamar pro-alopatristas) están en su Cuaderno D (que comenzó a escribir en 1838), no en sus trabajos publicados (Schwartz, 1999, p. 171). Realmente, al leer la parte de El origen de las especies dedicada a la diversificación seguida de divergencia (a la especiación en definitiva), uno encuentra que su autor se está refiriendo todo el tiempo a la ocupación de nichos distintos, sin destacar en ningún momento la necesidad de una separación geográfica (Darwin, 1980a, p. 140). De hecho, los famosos pinzones de las Galápagos, muy asociados a la figura del rubio pasajero del Beagle, figuran en los modernos textos de evolución no como un caso de especiación alopátrica sino de radiación adaptativa[276] (Dobzhansky y otros, 1983, p. 188), un ejemplo de explotación de un nicho sin ocupar por parte de una especie y su posterior diversificación.[277] Obviamente, la radiación adaptativa supone especiación (y adaptación, claro), pero esa especiación puede ser alopátrica o simpátrica. En el caso específico de los famosos pinzones galapagueños, algunos autores, como el propio Dobzhansky y el ornitólogo británico David Lacle (1910-1973), han entendido que la radiación adaptativa de esos pajaritos siguió a múltiples eventos de especiación alopátrica (Dobzhansky, 1955, p. 213); otros, en cambio, se inclinan a pensar que esa radiación se dio en simpatría (Grant y Grant, 1979).

Según refiere Dobzhansky en su libro del 37, el britanísimo Julian Huxley (otro de los héroes de la segunda fase de la ts) reconocía la validez de la especiación simpátrica o, al menos, admitía esa posibilidad, si bien le parecía rara.

Incluso hoy se acepta que las poblaciones alopátricas no tienen por qué estar separadas por barreras geográficas netas (Dobzhansky, 1955, p. 212). Las razas o protoespecies pueden estar separadas, e incluso aisladas reproductivamente, pero compartir una misma área geográfica. De hecho, Douglas Futuyma (2005, pp. 384-385) clasifica los casos de divergencia ecológica junto con los de especiación alopátrica, mientras que otros autores clasifican a ciertos ejemplos de aislamiento ecológico que figuran en la literatura como casos especiales de especiación simpátrica (Grant y Grant, 1979, p. 2359).

En concreto, el modelo alopátrico de especiación ha sido invocado en un amplio abanico de casos: en plantas smilacáceas (Zhao y otros, 2013), en camélidos (Starr y otros, 2009), y en elefantes africanos y asiáticos.[278] El modelo simpátrico, a su vez, ha sido propuesto en palmeras (Starr y otros, 2009), peces cíclidos (Barluenga y otros, 2006), roedores espalácidos (Hadid y otros, 2013), y en otros grupos.

Por supuesto, el simpátrico y el alopátrico no son los únicos modelos de especiación posibles. Mayr y Dobzhansky también imaginaron otros, como el peripátrico y el parapátrico. El primero (que en realidad responde a un caso especial de especiación alopátrica) supone especiación a partir de poblaciones periféricas de menor tamaño separadas de la población central; el segundo, especiación a partir de poblaciones contiguas, no separadas por barreras geográficas (Gallardo, 2011, pp. 183-195).

Otra importante contribución de Theodosius Dobzhansky a la TS tiene que ver con los llamados mecanismos de aislamiento reproductivo. De hecho, su clasificación de esos mecanismos en prezigóticos y postzigóticos aún figura en la literatura evolutiva. Sin el establecimiento de esos mecanismos, pensaba Doby, era imposible la especiación, aun existiendo aislamiento o separación geográfica (Ridley, 1996, p. 425). Recordemos que Dobzhansky, contrariamente a Mayr, creía que esos dispositivos eran verdaderas adaptaciones, cuyo propósito era evitar el entrecruzamiento (Mayr en cambio suponía que eran un mero efecto de la diferenciación, no adaptaciones en sí mismas). En el capítulo VI del libro Evolución, escrito por él mismo, Dobzhansky concede que los mecanismos postzigóticos habrían surgido como subproductos de la divergencia (coincidiendo finalmente con Mayr en este punto), pero sigue defendiendo que los prezigóticos son adaptaciones originadas por selección natural (adaptaciones destinadas a evitar un gasto innecesario de energía reproductiva) (1983, p. 183). Evolución apareció luego de fallecido Dobzhansky (en 1975), por lo que puede asegurarse que estas son sus últimas opiniones sobre el tema.

§. Gana el adaptacionismo
La aceptación de la TS no fue inmediata (Reify otros, 2000). Es más, muchos evolucionistas directamente no la aceptaron. Tan tarde como en 1956, en ocasión del llamado «Simposio filogenético» de Hamburgo, aún había entre los asistentes mucha desconfianza hacia esa nueva versión de la teoría evolutiva, a la que los alemanes consideraban «cosa de ingleses y norteamericanos». Ernst Mayr descalificaba a esos, sus colegas y compatriotas, acusándolos de: 1) prejuiciosos; 2) ignorantes de la genética; 3) idealismo y tipologismo[279]; e incluso de 4) simpatizar con ideologías racistas. Lo que el alemán de los pájaros más reprobaba del pensamiento tipológico (blanco de su crítica número 3) era su error de ver en el tipo la cosa real (eso es, justamente, reificar, designar como cosa algo que no lo es), y creer que las variaciones (intrapoblacionales) eran una mera ilusión. Para un poblacionista como Mayr, en cambio, el tipo era una abstracción y la variación, la realidad (García Azkonobieta, 2005, pp. 29 y 30). Sin embargo, como sostienen los historiadores de la ciencia Georgy Levit y Key Meister[280] (2006), no es verdad que todos los morfólogos idealistas hayan sido tipologistas, y tampoco que todos los tipologistas lo hayan sido en un mismo sentido. Asimismo, y con relación a la acusación número 4, esos mismos autores rechazan que la morfología idealista haya sido intrínsecamente racista. En efecto: una cosa es que varios, muchos o todos los morfólogos idealistas hayan sido racistas, y hasta haber estado afiliados al partido nazi, y otra muy distinta es afirmar que la morfología idealista sea intrínsecamente racista. En todo caso, afirman Levit y Meister, el darwinismo ortodoxo, el inglésnorteamericano, contribuyó en igual medida a la doctrina de la desigualdad racial (al racismo en definitiva), e incluso fueron muy racistas algunos de los arquitectos de la TS.

La TS inclinó la balanza hacia el adaptacionismo. El programa adaptacionista inaugurado por Darwin e impulsado por Bates y Wallace fue relanzado con toda fuerza desde la TS. Veamos ahora de qué modo la historia evolutiva de nuestros dos animales favoritos, los dinosaurios y el Homo sapiens, fue reescrita al modo darwiniano, a la luz de esta nueva teoría.

§. Dinosaurios y otros grandes bichos extinguidos bajo la luz de la TS
Los dinosaurios (los no avianos) parecían ser el mejor ejemplo de evolución ortogenética: no solo eran grandes (la mayoría, no todos), sino que solían presentar estructuras anatómicas desproporcionadas (cuernos, placas o púas), más desarrolladas de lo que la adaptación al medio les demandaba. Como comentamos al hablar de Julian Huxley y el Megaloceros, el desafío de los dinosaurólogos adscritos al moderno darwinismo fue explicar esos casos desde la TS.

George Simpson no trabajó en dinosaurios, pero tuvo en Edwin H. Colbert (1905-2001), su colega en el museo neoyorquino, a un magnífico aliado contra la herejía de la ortogénesis. Específicamente con relación a los saurópodos, Colbert expresó:

[Los saurópodos fueron] herbívoros semiacuáticos que, por lo general, vadeaban en los pantanos, en ríos o en lagos, donde su gran peso podía ser parcialmente sostenido por el agua y donde podían buscar seguridad de los ataques de los dinosaurios predadores gigantes. Esas adaptaciones fueron muy exitosas, ya que los brontosaurios[281] sobrevivieron hasta casi el fin de los tiempos cretácicos y estuvieron distribuidos por el mundo. [Las cursivas y la traducción son nuestras] (1955, p. 55)

Como puede verse, los saurópodos de los 50 no eran ya los seres incapacitados que habían montado los ortogenetistas, aquellos reptiles condenados por la evolución a vivir semisumergidos hasta el cuello en una ciénaga. Ahora eran criaturas adaptadas con éxito a la vida en esos ambientes. Alfred Romer (1894-1973), director del Museo de Anatomía Comparada de Harvard luego de la guerra, también pensó a los dinosaurios como animales adaptados por completo a su entorno. Darwin estaba otra vez de moda entre los dinosaurólogos; se acercaba el centenario de la publicación de El origen de las especies (en 1959) y nadie quería quedar afuera de las celebraciones.

Otro ejemplo clásico de ortogénesis era el tigre dientes de sable, que no era un dinosaurio sino un gran mamífero carnívoro extinguido. Bajo el nuevo paradigma darwiniano, William D. Matthew (1871-1930), del American Museum of Natural History de Nueva York (y suegro de Colbert), dictaminó que los enormes y (en apariencia) desproporcionados colmillos del esmilodonte (nombre científico del susodicho tigre) eran órganos adaptados por la selección natural a perforar los gruesos cueros de los paquidermos. De esta manera, esos grandes gatos no se habrían extinguido a fines del Pleistoceno por haber superado su límite adaptativo, su techo evolutivo, como creían los ortogenetistas, sino porque se extinguieron los paquidermos, es decir, porque se les acabó la comida. Una explicación darwiniana, o al menos más compatible con el darwinismo.

Claramente, el adaptacionismo comenzaba a recuperarse en el ámbito de la paleontología de vertebrados. Los dinosaurios se iban darwiniseando conforme la TS se consolidaba (y endurecía). Sin embargo, el giro darwinista dejaba importantes cabos sin atar, por ejemplo, la extinción supuestamente repentina de los dinosaurios no avianos hacia el fin del Mesozoico. ¿Por qué razón se habían extinguido todos y a la vez? La TS no parecía tener una respuesta muy convincente a esta pregunta. De hecho, para el darwinismo las extinciones siempre fueron más un dolor de cabeza que otra cosa, sobre todo las masivas. Ciertamente, los cambios ambientales responsables de esas extinciones debían ser dramáticos, tan dramáticos como para que una especie no lograra adaptarse a ellos y, como vimos, el enfoque lyelliano/darwiniano prohibía los cambios dramáticos. El argumento que algunos modernos darwinistas emplearon para justificar la desaparición repentina de ciertos linajes fue la superespecialización.[282] Los dinos cretácicos se hallaban superespecializados, tanto que un ligero cambio ambiental fue suficiente para provocar su extinción. Era razonable que una forma superespecializada se extinguiera ante la más mínima modificación del entorno, sobre todo si esa modificación era relativamente rápida. En cambio, las formas generalizadas parecían ser más adaptables a los ambientes cambiantes (Salgado, 2001).

Había otro problema vinculado a los dinosaurios que desvelaba a los modernos darwinistas, sobre todo a aquellos que creían ciegamente en el reemplazo progresivo de especies alla Julian Huxley: ¿por qué razón los dinos (en tanto reptiles, que se suponían inferiores), originados en simultáneo con los mamíferos (que se suponían superiores), prevalecieron sobre estos durante ciento cincuenta millones de años? El asunto era delicado: si los darwinistas progresivistas (como Julian Huxley) tenían razón, los dinosaurios debieron haberse extinguido con la aparición de los mamíferos, o al menos haber iniciado su declinación en ese momento. Peter Bowler advierte (de manera retrospectiva) el problema suscitado y lo expone con mucha claridad:

fue necesario preguntarse por qué los mamíferos habían permanecido subordinados a los dinosaurios y a otros reptiles dominantes durante el Mesozoico. Más que ningún otro evento en la historia de la vida sobre la tierra, el largamente demorado triunfo de los mamíferos forzó a los evolucionistas a confrontar el hecho de que el progreso biológico podría no contar si las circunstancias del tiempo no eran las propicias. El reconocimiento de este punto puede haber jugado un importante papel en el desarrollo del darwinismo de mediados del siglo XX. [Las cursivas son nuestras] (1996, p. 310)

Lo de «largamente demorado triunfo» es sin duda una ironía de Bowler. Hoy sabemos, y Peter con seguridad no lo ignoraba en los años 80, que el «triunfo» de los mamíferos nunca estuvo asegurado, y que solo fue posible por la caída de un asteroide o meteorito, de manera que las «circunstancias propicias» de las que habla, en definitiva, nunca llegaron, ni podía esperarse que llegaran alguna vez. Si ese dichoso cascote espacial no hubiera caído desde el cielo e impactado con la tierra, los grandes mamíferos (grandes, digamos, por encima de los diez kilogramos de masa corporal) no habrían podido evolucionar y diversificarse. Para cuando este asunto estuvo más o menos claro, el moderno darwinismo ya estaba siendo cascoteado desde los cuatro costados. De esto hablaremos recién en los próximos capítulos.

§. Evolución humana y darwinismo
Adaptacionismo parcial

Si bien el mayor interés de los paleoantropólogos ha sido siempre la reconstrucción filogenética, los mecanismos implicados en la evolución de su animal favorito también han ocupado un lugar importante entre sus preocupaciones. Como vimos, las teorías estructuralistas dominaron durante la primera mitad del siglo XX. Uno de los pocos paleoantropólogos que suscribió al adaptacionismo (no precisamente al darwinismo) fue Frederic Wood Jones (1879-1954).[283] Este inglés había postulado en 1918 que las muchas similitudes entre simios y humanos eran meras convergencias, producto de la adopción de hábitos similares. Casi en soledad, Jones continuó defendiendo ideas lamarckistas hasta su muerte en 1954, en pleno auge de la TS (Bowler, 1996, pp. 113 y 187). Basándose en la ley de Haeckel, proclamó que los seres humanos se habían originado a partir de prosimios tarsioideos, negándoles el estatus de ancestros a los australopitecinos[284] (Gould, 2010a, p. 414). Una vez más, la ley de Haeckel entorpecía la marcha del conocimiento.

Hacia 1950, la mayoría de los paleoantropólogos aceptaba que al menos las transformaciones más fundamentales ocurridas en el proceso de hominización, como el bipedismo y la encefalización, eran adaptativas, aunque no siempre se hiciera una referencia explícita a la selección natural. Con respecto a otros rasgos humanos, como el ortognatismo (la chatura de la cara) o la ubicación ventral del agujero occipital o foramen magnum, la cosa no era tan clara. ¿Eran estas verdaderas adaptaciones o el resultado de adaptación en otro lado?

El antropólogo físico norteamericano E. Lloyd DuBrul (1909-1996) postuló en 1950 que la orientación ventral del foramen y los cóndilos occipitales tenía relación con la disposición vertical de la columna (idea que, como vimos, también era defendida por el ortogenetista Weidenreich). Se convenció de ello observando que algunas especies de roedores y conejos que tenían la humana costumbre de llevar la cabeza erguida, poseían en condiciones normales los cóndilos y el foramen en una ubicación más ventral que en otras formas relacionadas (Gould, 2010a, p. 457). DuBrul creía que la locomoción bípeda había sido el factor clave (y primariamente adaptativo) en la evolución humana. Esta nueva manera de desplazarse habría causado la migración mecánica del foramen y los cóndilos y esta migración, a su vez, habría permitido (más que causado) la expansión encefálica (también considerada adaptativa). El compromiso de DuBrul con el adaptacionismo era débil.

El mismo DuBrul junto con el cirujano facial Daniel M. Laskin demostraron en 1961 que esa modificación evolutiva, el desplazamiento hacia el plano ventral del foramen y los cóndilos, pudo haber tenido una causa simple. Lo hicieron mediante un sencillo experimento: extirparon un cartílago de la base del cráneo de un feto de ratón y obtuvieron un ratón adulto humanizado, en el que la base del cráneo se hallaba acortada, el techo craneano combado o redondeado y el foramen magnum desplazado ventralmente (Salgado, 1999, fig. 2 C, D). Llevado al ámbito de la evolución humana, el ensayo sugería que el redondeamiento del cráneo (no tanto su expansión), el ortognatismo y la ubicación ventral del agujero y los cóndilos occipitales, no habían evolucionado en forma separada sino correlacionadamente, thompsonianamente, a partir de una modificación causada por una alteración génica simple que habría inhibido la formación de ese cartílago basicraneano.

Con respecto a la interpretación de DuBrul sobre la relación entre postura erguida (asociada al bipedismo) y ubicación ventral del foramen y los cóndilos, hubo un problemita con un fósil concreto, el llamado cráneo sts 5 de Sterkfontein (Sudáfrica), perteneciente a un homínino (se suponía bípedo) que mostraba (de forma anómala) cóndilos orientados no tan ventralmente (el bipedismo de esa criatura era inferido a partir de la estructura de su pelvis) (Ashton y Zuckerman, 1951; ver también Russo y Kirk, 2013). El problemita era en realidad un problemón. La ubicación ventral de ese agujero de la cabeza era lo que había llevado a Raymond Dart a proponer en 1926 un andar bípedo para el niño de Taung (homínino también sudafricano, pero proveniente de una localidad un poco más al sudeste, ya mencionado en este mismo capítulo, en «El planeta de los simios fetalizados»). Si una cosa (la posición ventral del foramen y los cóndilos occipitales) no tenía nada que ver con la otra (la postura erguida y el bipedismo), entonces, nada podía decirse sobre la postura y el modo de locomoción del monito africano del sur.

Ahora bien, si la ubicación ventral del foramen y los cóndilos occipitales no respondía a una causa mecánica, si no se vinculaba con el bipedismo como pensaba DuBrul, ni con la expansión encefálica como creía Weidenreich, ¿qué era en definitiva lo que la causaba? El caminar en dos patas podía entenderse como un modo eficaz de locomoción (aunque no es obvio que lo sea), el aumento del volumen cerebral era verosímilmente adaptativo, pero ¿y el agujero y los cóndilos occipitales ventrales? ¿Era posible atribuir también eso a la adaptación? ¡Claro que sí! De hecho, así lo hizo en 1966 la antropóloga física norteamericana Alice Mossie Brues (1913-2007) al plantear que esa particularidad permitía, a un ser bípedo como el homínino, rotar con rapidez el cráneo, cosa sin duda muy útil para detectar a un depredador a tiempo y evitarlo (Gould, 2010a, p. 458). En definitiva, para Alice Brues la ubicación ventral del foramen y los cóndilos occipitales era adaptativa en sí misma e independiente de la posición erguida o la expansión craneana. El compromiso de Brues con el adaptacionismo era fuerte.

Adaptacionismo pasado de rosca

Ciertos rasgos humanos son con mucha probabilidad adaptaciones. Por ejemplo, el cerebro grande. Si asumimos que a mayor tamaño cerebral mayor inteligencia (sea lo que sea la inteligencia), y si creemos que a mayor inteligencia mayor posibilidad de sobrevivir y de obtener una ventaja reproductiva sobre los demás, es indiscutible que el incremento del tamaño del cerebro es adaptativo.[285] Vamos por ahora a suponer que sí, que al menos en ese caso hubo evolución adaptativa.[286] Pero, ¿qué hay de todo lo demás? No es obvio que el bipedismo sea conveniente, al menos no parece estar muy extendido en la naturaleza. De hecho, los homíninos son los únicos mamíferos permanentemente bípedos, si excluimos a ciertas formas adaptadas al salto (bípedo), como los canguros y otros poquísimos ejemplos.

Dejando por ahora el asunto del posible valor adaptativo del bipedismo (obviamente bajo ciertas circunstancias, volveremos sobre ello más adelante), lo cierto es que en los 60 los evolucionistas tendían a ver en cada rasgo humano, hasta los más insignificantes, una adaptación a algo específico. Es para esta época que el programa adaptacionista se consolida; es con toda probabilidad el periodo más adaptacionista de la historia del evolucionismo (más o menos coincidente con el centenario de la publicación de El origen). Ashley Montagu es, con precisión, uno de aquellos evolucionistas enamorados de la adaptación humana. En La revolución del hombre de 1965, el británico-norteamericano de ascendencia judía afirmó:

Al parecer, el valor adaptativo del cabello radica en proporcionar una protección contra daños físicos de golpes accidentales, desgarraduras, raspones, recalentamientos por exposición al sol y enfriamiento excesivo. (p. 201) las cejas [...] proporcionan un amortiguador externo en forma de pelos particularmente gruesos, que sirven para proteger de lesiones a los delicados márgenes supraorbitales [...] para evitar que el sudor descienda hasta los ojos, del mismo modo que el cabello sirve para evitar el descenso del sudor del cuero cabelludo. (p. 201), al parecer otra función [del vello axilar] es facilitar los movimientos del brazo[287] (p. 204)

Por supuesto, no solo el diseño humano era visto como el resultado de la evolución adaptativa, sino también otros aspectos, como la psicología o la conducta social. De hecho, los psicólogos evolutivos y los sociobiólogos son los campeones del adaptacionismo. En efecto, estos últimos tienden a creer que cada trazo de nuestra personalidad, así como nuestros diversos (y a veces extraños) comportamientos sociales tienen un origen evolutivo, es decir que han surgido por selección natural. En principio, esta afirmación no parece tener nada de objetable, pero cuando vamos a los ejemplos concretos de adaptaciones psicológicas o conductuales que dan los sociobiólogos, vemos que a veces se les va la mano. Quien tal vez más se pasó de rosca fue David Barash al sugerir que la agresividad sexual masculina ha surgido en el transcurso de la evolución por ser reproductivamente ventajosa (citado en Sober, 1996, p. 317).[288] Por supuesto, hay otros relatos psicoevolutivos menos antipáticos que el de Barash, como aquel que sostiene que la preferencia innata de las mujeres por el color rosa habría evolucionado a consecuencia de la división del trabajo y la especialización funcional (Hurlbert y Ling, 2007).[289]

Adaptacionismo refinado

Por supuesto, no todas las hipótesis adaptacionistas de la evolución humana son just so stories. De hecho, algunas son muy interesantes, como la del antropólogo Owen Lovejoy (1943) de la Universidad de Kent, en Ohio, Estados Unidos, que figura en el libro de 1981 Lucy, el primer antepasado del hombre, de los norteamericanos Donald Johanson y Maitland Edey (1981). La hipótesis de Lovejoy es sin dudas adaptacionista, pero no incurre en los clásicos vicios del adaptacionismo. El norteamericano ha montado un modelo que abarca caracteres morfológicos (como la postura erguida), ecológicos y conductuales, en el que la selección natural juega un rol fundamental. Lo interesante para destacar aquí es que cada uno de los caracteres comprendidos en el modelo de Lovejoy es adaptativo, pero no en forma separada, sino junto a los demás. No hay características intrínsecamente ventajosas; la selección actúa sobre todos los caracteres a la vez, favorece al conjunto.

En el capítulo XVI de aquel libro Lovejoy explica a un grupo de estudiantes en qué consiste su hipótesis. Comienza refiriendo que los grandes simios antropomorfos, los orangutanes, gorilas y chimpancés, son estrategas k, es decir animales caracterizados por una baja tasa de natalidad (una chimpancé, por ejemplo, ovula, copula y da a luz cada cinco años) y por vivir en condiciones normales en ambientes relativamente estables (en el capítulo VII volveremos sobre las estrategias poblacionales r y k). Ahora bien (prosigue Lovejoy); para avisar que se encuentran ovulando, los simios hembra deben enviar señales a los machos (olores, ciertos comportamientos de atracción, entre otros). Los encuentros sexuales están permitidos solo durante esos escasos días; fuera del período fértil, los simios hembra (como las hembras de muchos otros animales) no son sexualmente receptivos (p. 292). En las hembras humanas, la situación es distinta, dice el Lovejoy del libro a sus alumnos. En primer lugar, el período fértil de la mujer sobreviene una vez al mes; es, por mucho, más frecuente que en los simios. Además, y a diferencia de estos últimos, la hembra humana es sexualmente receptiva incluso durante sus períodos de infertilidad (los encuentros sexuales humanos no se limitan a los periodos de ovulación). Por último, los humanos son bípedos. ¿Tiene todo esto algo que ver? El Lovejoy del capítulo XVI piensa que sí, y lo explica del siguiente modo. Durante las primeras etapas de la evolución homínina, dice, la selección natural habría tendido a neutralizar los riesgos que entrañaba la estrategia k, favoreciendo a aquellos genotipos que (sin dejar de ser estrategas de esa clase) tendían a la r, es decir, a tener (y a ocuparse de) más de una cría a la vez (la lógica es que, si un simio llega a perder su única cría, derrocha cinco años de inversión en el sostenimiento de la misma: la estrategia k es muy riesgosa en ese sentido). Pero más de una cría a la vez requiere cuidados especiales, enseña Lovejoy a sus jóvenes interlocutores, de modo que los brazos homíninos se liberaron para atender a esos homininitos (eventualmente cargarlos); queda así, explicado con sencillez, el bipedismo. Pero la hembra homínina, madre de dos o más homininitos, necesita ahora la exclusividad de un macho para garantizarles el alimento diario; he ahí el origen de la monogamia. Pero la monogamia no puede funcionar por completo si, cada cinco años, el macho homínino debe someterse a un casting de pretendientes: así fue suprimido el celo y las señales de llamamiento, los cuales habrían sido reemplazadas por una suerte de atracción permanente[290] entre machos y hembras. La receptividad de la hembra humana aún en períodos de infertilidad tendría que ver, entonces, con la necesidad de alimentar ese amor.

El modelo de Lovejoy explica casi todo: desde los nacimientos (más o menos) frecuentes, pasando por la monogamia y la pérdida del celo y el estro, hasta el bipedismo. Este último, entonces, sería útil (adaptativo) solo en este contexto; no sería un modo de locomoción intrínsecamente ventajoso. La selección natural también sería la causante de otros rasgos que los humanos comparten con sus primos simios, como: 1) un gran desarrollo cerebral; 2) una elevada inteligencia; y 3) un prolongado periodo de niñez y aprendizaje, entre otros (p. 289). Estas tres últimas características son la impronta del pasado k humano, rasgos que han evolucionado en un particular contexto eco-evolutivo.

La hipótesis de Lovejoy parece cerrar por todos lados, aunque hay que reconocer que sabemos muy poco acerca de la estrategia de vida del ancestro común de simios antropomorfos y homíninos. Tampoco todos los paleoantropólogos la aceptan en todos sus puntos. Por caso, Juan Luis Arsuaga, uno de los directores del proyecto Atapuerca, en España, e Ignacio Martínez, miembro de ese mismo equipo, no están muy seguros de que la especie humana esté tan volcada hacia la r. En su opinión, una cría cada tres o cuatro años, como es usual en las sociedades humanas de cazadores-recolectores, no es muy distinta a la frecuencia observada en los gorilas (Arsuaga y Martínez, 2001, p. 210). También, los españoles le recuerdan al norteamericano que el australopiteco etíope Lucy, la estrella del libro de Johanson y Edey, muestra un marcado dimorfismo sexual, lo que es típico en primates polígamos (macho dominante grande, harem de hembras pequeñas); ergo, parece que el bipedismo no se asocia necesariamente con la monogamia (p. 212).

En el fondo, lo que interesa saber es hasta qué punto la selección ha sido decisiva en nuestra evolución. Por supuesto, la respuesta a esa pregunta no hay que buscarla solo en la paleoantropología o en la sociobiología comparada de los primates. De hecho, en los últimos años se ha investigado la variación adaptativa a nivel molecular, lo que hoy es posible a partir del desarrollo de la bioinformática y la secuenciación completa del genoma humano. El biólogo argentino Hernán Dopazo (2010), de la Universidad de Buenos Aires, afirma en este sentido que hay muy poca selección molecular positiva en el humano; muy poquito de adaptación, al menos a nivel molecular. Es más, nuestros primos chimpancés muestran más genes bajo el control de la selección positiva que nosotros. ¿Cómo debe entenderse esto? Simplemente no lo sabemos.[291]

Obviamente, la evolución de los homíninos no se detuvo con la aparición estelar del Homo sapiens; desde entonces siguió generándose diferencia. Pero, ¿cuánto de esa diferencia es atribuible a la adaptación, es decir, a la selección? En los últimos años, la búsqueda de adaptaciones en poblaciones humanas ha sido abordada con metodologías novedosas. Empleando técnicas morfo-geométricas y estadísticas, un grupo de investigadores de la Universidad Nacional de la Patagonia en Comodoro Rivadavia, en la provincia de Chubut, llegó a la conclusión de que la altura y el ancho de la nariz humana habrían estado sujetas a la selección natural, siendo las narices altas y angostas de los europeos adaptaciones a los climas templado fríos, en tanto que las narices bajas y anchas de los australianos lo serían a los climas tropicales (De Azevedo y otros, 2010).

§. Estructuralismo post-síntesis
Finalmente, el moderno darwinismo terminó ignorando todo aquello que no se ajustaba a su estrecha visión de la evolución; entre otras cosas, ignoró la escuela morfológica alemana[292]. Este ninguneo no tuvo que ver nada con el resultado de la segunda guerra, ya que los aportes rusos en el campo de la morfología y la macroevolución también fueron desechados por los darwinistas anglosajones.[293] Hasta el día de hoy desconocemos casi todo sobre las contribuciones rusas en materia de morfología comparada y evolución. Por fortuna, uno de nuestros más destacados evolucionistas, Osvaldo Reig (1929-1992), profesor de la Universidad de Buenos Aires, se ha encargado de rescatar del olvido a varios de esos morfólogos.[294] A uno en especial: Alexei Severtzov (1866-1936), según el profesor porteño, «el más influyente morfólogo darwinista ruso de su generación y un predecesor [...] de la incorporación de la teoría morfológica a la Nueva Síntesis» (Reig, 1990, p. 275; Hohfeld y Olsson, 2003). En realidad, las ideas de Severtzov eran bastante heterodoxas. El más heterodoxo de los heterodoxos, Richard Goldschmidt, solía considerar al ruso como un antecedente de sus propias ideas evolutivas.

En 1924, Severtzov había hecho una distinción fundamental entre dos procesos a los que denominó aromorfosis e idioadaptación. Reig transcribe la definición que el ruso dio de cada uno de ellos. La aromorfosis comprende aquellos «cambios de carácter general, gracias a los cuales la organización de los animales se coloca en un nivel más alto, abriendo el camino para cambios progresivos ulteriores» (1990, p. 242). Explica el profe de la Universidad de Buenos Aires que esos cambios aromórficos eran cualitativos, a diferencia de las transformaciones cuantitativas que causaban la idioadaptación. Esta, a su vez, comprendía «todo cambio de carácter adaptativo, toda adaptación hacia condiciones del medio estrictamente definidas». Al parecer, Severtzov no dijo, lo que Reig lamenta, si existía una diferencia substancial entre el mecanismo evolutivo que hacía surgir aromorfos y aquel responsable del perfeccionamiento adaptativo. La temprana distinción hecha por Rensch entre anagénesis y cladogénesis también tendría que ver con la doble causalidad de la evolución que es propia del enfoque estructuralista (una causa para la forma profunda, otra para la adaptación superficial). Para Reig, la anagénesis, tal como la entendía Rensch, correspondería a la aromorfosis de Severtzov, es decir, a un cambio que produce progreso, a una evolución cualitativa, a un aumento de complejidad, etcétera; la idioadaptación, en cambio, coincidiría con la cladogénesis (aunque no con exactitud). Hoy, anagénesis es sinónimo de evolución filética lenta y gradual sin ramificación, y cladogénesis es la bifurcación de linajes por diferentes causas (una barrera geográfica o ecológica, etcétera) (Dobzhansky y otros, 1983, p. 237); todo dentro del marco de la TS, como corresponde.[295]

La tentación de situar a Severtzov en el estructuralismo es irresistible. La sola distinción que hizo entre idioadaptación y aromorfosis justificaría en pleno esa ubicación en el esquema Russell/Ospovat de Amundson. Por idioapatación no podían originarse aromorfos, es decir novedades morfofisiológicas capaces de modificar el bauplan original; todo esto, si no lo es, huele muchísimo a estructuralismo. Una de las obras más trascendentes del ruso, Las regularidades morfológicas de la evolución de 1931, puede ser vista como un antecedente prehistórico del evo-devo (Olsson y otros, 2010).

Dietrich Stark (1908-2001), el anatomista más importante de la Alemania de la postguerra (Hohfeld y Olsson, 2003), fue quien propagó las ideas de Severtzov en aquel país luego de la contienda.[296] En pleno auge de la TS, inmediatamente luego de su endurecimiento, buena parte de la Europa continental, no solo Alemania, estaba llena de morfólogos, paleontólogos, embriólogos y genetistas que pensaban como Severtzov, Rensch y Stark; pero claro, no los conocemos, no figuran en los libros.

§. Genética continental
En el capítulo I referimos que la TS fue el resultado de la unión de la genética mendeliana y el darwinismo. Lo que no dijimos fue que no todos los genetistas, ni siquiera todos los mendelianos, participaron de esa síntesis; hubo quienes quedaron al margen. Richard el Heterodoxo Goldschmidt es tal vez el más conocido de esos genetistas marginales (marginados, mejor dicho). El libro principal de este antiguo discípulo de Hertwig en Munich (Richmond, 2007, p. 170), Las bases materiales de la evolución, data de 1939, es apenas dos años posterior a la primera edición de Genética y el origen de las especies de Dobzhansky.[297] El argumento central del libro de Goldschmidt (y el de sus trabajos en general) es el siguiente: el mecanismo propuesto por los modernos darwinistas (selección natural de ligeras variantes intrapoblacionales) es insuficiente para explicar el origen de los cambios evolutivos mayores[298], y solo es aplicable a aquellos cambios adaptativos menores hacia el interior de la especie (la microevolución). Las variedades y subespecies no son ni especies incipientes ni modelos representativos del origen de las especies, como habían postulado Darwin, Fisher y Dobzhansky. Para Goldschmidt eran callejones sin salida dentro de la especie.

Los términos micro y macroevolución, generalmente asociados a la figura de Goldschmidt, son en realidad una creación de Yuri Filipchenko, el genetista ruso mentor de Dobzhansky, ya mencionado en este mismo capítulo («Mendelismo más allá de Mendel»). Ambos términos eran (y siguen siendo) utilizados por los modernos darwinistas, pero en un sentido ligeramente distinto: mientras que por macroevolución Goldschmidt entendía el origen mismo de las especies, para Dobzhansky el término era aplicable solo por encima del nivel de especie (Schwartz, 1999, p. 287). Las diferencias entre ambos genetistas con respecto a la micro y la macroevolución no terminan allí; hay otras más profundas. El ucraniano de las moscas pensaba que las causas de la micro y macroevolución eran las mismas, que había nada más que una diferencia de escala entre ellas; para Richard el Heterodoxo, en cambio, las causas eran totalmente distintas. Las mutaciones ordinarias eran únicamente importantes en el ámbito de la microevolución, y la macroevolución era causada por dos mecanismos principales, a saber: 1) grandes mutaciones, sobre todo cambios en la configuración de los cromosomas que producían saltación; y 2) mutaciones que alteraban genes de ritmo y que canalizaban el desarrollo, afectando su velocidad[299]. Saltación y canalización (o «constricción positiva» como la llama Gould), dos términos propios del evolucionismo estructuralista.[300]

Los modernos darwinistas creían que los cambios en las configuraciones cromosómicas alla Goldschmidt, cuando ocurrían (muy raramente), operaban solo como mecanismos de aislamiento genético al establecer una barrera reproductiva entre protoespecies hermanas. Goldschmidt, en cambio, pensaba que estas revoluciones cromosómicas tenían un rol fundamental en la especiación; con frecuencia eran la causa misma de la diferenciación morfológica, la cual ocurría con normalidad en la base del surgimiento de nuevas especies.[301] No era que los modernos darwinistas desconocieran que los cambios cromosómicos fueran capaces de producir un efecto fenotípico importante. De hecho, contaban con una buena hipótesis llamada efecto de la posición, según la cual la expresión individual de los genes se veía afectada al variar su posición relativa a otros genes, precisamente como resultado de una alteración cromosómica, una inversión o una translocación (Dobzhansky, 1955, p. 36). El propio Dobzhansky en la primera edición de Genética y el origen de las especies de 1937 había dado mucho valor a esos cambios, considerándolos verdaderos agentes evolutivos.[302] No obstante, para la segunda edición de 1941, Doby ya se había vuelto un antigoldschmidtista, contrario a todo lo que el alemán había escrito y/o dicho. En efecto; quizás un poco espantado por las implicancias de las mutaciones sistémicas y los «monstruos esperanzados»[303] de Richard el Heterodoxo, Dobzhansky terminará virando a posiciones más fisherianas, dando valor evolutivo solo a la acumulación de pequeñas mutaciones puntuales (Schwartz, 1999, p. 299).

Como dijimos, Goldschmidt no estaba solo. En su país de origen había otros genetistas que reconocían la importancia evolutiva de las macromutaciones (Reif y otros, 2000). Pensamos concretamente en dos: Fritz von Wettstein (1895-1945), nazi, y Hans Stubbe (1902-1989), antinazi echado por los nazis de su cargo y más tarde repuesto por las autoridades de la República Democrática Alemana, desde donde frenará el avance del chico malo de Lysenko (Hagemann, 2002).

Goldschmidt no se dedicó a la morfología, por lo que no deberíamos mezclarlo con los morfólogos idealistas. Sin embargo, compartió con estos varias de sus críticas al darwinismo. De hecho, algunos paleontólogos heterodoxos como Otto Schindewolf intentaron llevar sus ideas a planos más altos.

§. La primera ave surgió de un huevo de reptil
La frase que da título a este apartado se atribuye a Schindewolf, sin lugar a dudas, el exponente más alto del estructuralismo novecentista, al menos en el ámbito de la paleontología. Herr Otto estaba muy interesado en la genética (en la de Goldschmidt, que no estaba divorciada del desarrollo: la mendeliana no le interesaba). En los años 30 propuso que todas las mayores novedades evolutivas eran introducidas con violencia mediante un proceso básicamente no darwiniano en los estadios juveniles de los ancestros, y que luego esas novedades comenzaban a moverse de a poco hacia adelante, alla Garstang, desplazando los estadios adultos de los ancestros mediante un proceso que llamó proterogénesis, una variante del fenómeno de la retardación. En el capítulo VII veremos cómo esta antigua noción estructuralista ha resurgido en la actualidad, a partir del conocimiento de la genética del desarrollo de ciertos tunicados.

Al igual que Goldschmidt y Garstang, Schindewolf jamás ocultó su antidarwinismo. Para él la selección era un mecanismo válido pero secundario, una mera forma de eliminar los ensayos evolutivos defectuosos. Herr Otto explicaba que los linajes se originaban en un tiempo de tipogénesis, luego del cual sobrevenía un periodo de estabilidad o de tipostasis, culminando con la tipolisis y la aparición de formas aberrantes (Schindewolf, 1993, p. 193). Se trataba, en definitiva, de una forma particular de ortogénesis, la versión de la evolución favorita de los paleontólogos del periodo de entreguerras.[304]

El tipostrofismo (tal el nombre que recibió la teoría paleontológica del profesor Schindewolf) dominó la paleontología alemana por décadas. El punto de partida de la evolución era una mutación no direccionada, pero una vez que el nuevo tipo era establecido (en el periodo de tipogénesis) el cambio se volvía direccional, de manera que la futura variación se veía constreñida con fuerza (en el sentido positivo de la canalización). Para algunos autores, esto último se acerca bastante a las nociones estructuralistas actuales de constricción y canalización (Laubichler y Niklas, 2009).

Otto Schindewolf consiguió erigirse en el principal referente de la paleontología en Tübingen recién después de 1945. Este dato de su biografía es interesante, ya que revela que el resultado de la guerra no convino solo al evolucionismo adaptacionista anglosajón (la ts); también el estructuralista Schindewolf ganó con la caída del Reich. En Europa continental Schindewolf hizo escuela y muchos europeos copiaron sus ideas tipostróficas. Por ejemplo, Alfred Kühn (1885-1968), su colega en Tübingen, sostuvo, en la segunda edición de sus Lectures in developmental physiology, que los diferentes tipos morfológicos representaban diferentes equilibrios del sistema de desarrollo. Las mutaciones que afectaban ese desarrollo causaban cambios morfológicos saltacionales alla Goldschmidt, y por ende producían la emergencia de los tipos imaginados por el profesor Otto. Ideas similares pueden encontrarse en el sucesor de Schindewolf en Tübingen: Adolf Seilacher (1925-2014), el destacado paleontólogo estudioso de las trazas fósiles. Precisamente, la morfología construccional seilacheriana se basa en una combinación de factores internos y externos: el análisis de la función, la filogenia, y las constricciones arquitecturales. Seilacher es uno de los principales promotores de los principios arquitecturales y las constricciones, un aspecto fundamental de la genética fisiológica del desarrollo inaugurada por Goldschmidt y Kühn. Hoy estos principios han sido reformulados en el contexto de la biología evolutiva del desarrollo (Laubichler y Niklas, 2009); de hecho, todo esto de las constricciones y la macroevolución suena muy moderno, pero hace cincuenta años, créasenos, a la mayoría le sonaba a puro verso.

Otro profesor surgido de la cantera estructuralista de Tübingen fue el botánico Walter Zimmermann (1892-1980), uno de los autores de la teoría del teloma, aquella que explicaba la temprana diversificación morfológica de las plantas terrestres. Zimmermann estuvo en la institución desde 1929 hasta el fin de su carrera... ¡en 1980! En su temprano trabajo de 1930 Die phylogenie der pflanzen Zimmermann ya hablaba de leyes histórico-filogenéticas, transformaciones correlacionadas e, incluso, de la ley de Haeckel. Sin duda, hay en la obra de Zimmermann bastante de estructuralismo.[305] De hecho, su teoría del teloma es muy poco o casi nada darwiniana. Básicamente, sostiene que la arquitectura de las plantas vasculares ha evolucionado a partir de un plexus de antiguas plantas simples en su morfología, cuyos esporofitos consistían en ejes bifurcantes (llamados telomas) derivados de la división de meristemas apicales. La idea posee un claro antecedente en la teoría de Goethe de la hoja primordial (que vimos en el capítulo II, «La evolución como posibilidad»), aunque Zimmermann intentó despegarse de la morfología idealista argumentando que se basaba en «metodologías equivocadas» y en «meras intuiciones». Zimmermann es en general asociado al darwinismo alemán (y por ende se lo vincula al adaptacionismo), aunque nunca atribuyó valor adaptativo a las diferencias individuales dentro de una población[306]. Ernst Mayr se las agarró con Zimmermann disparándole su descalificación favorita, la de «morfólogo idealista», aun cuando este, como vimos, siempre se declaró contrario al idealismo (Donoghue y Kadereit, 1992): estructuralismo era una cosa, idealismo otra. Con certeza, había en esa época botánicos abiertamente idealistas, como Wilhelm Troll (1897-1978), pero Zimmermann no quería que se confundieran los tantos; Troll era Troll y él era él. Hans Burgeff (1883-1976), de la Universidad de Würzburg, fue otro botánico de aquellos años estructuralistas. A partir de sus propios estudios, Burgeff distinguió dos tipos de mutaciones, muy en sintonía con las ideas de Goldschmidt-Schindewolf: 1) las de pequeño alcance, que causaban caracteres específicos; y 2) las típicas macromutaciones, que producían cambios a mayor escala (Schindewolf 1993, p. 253). Los ya mencionados Stubbe y Fritz von Wettstein llegaron a conclusiones casi idénticas sobre el rol de las macromutaciones en la evolución vegetal.

En el capítulo I comentamos que la irrupción del cladismo responde con mucha probabilidad al renacimiento de la tradición morfológica vivido en los 60. Al menos el botánico Zimmermann, claro exponente de esa tradición morfológica, es un antecedente de la sistemática filogenética. Así lo reconoce el mismísimo Willi Hennig, quien lo calificó como uno de los más brillantes evolucionistas del siglo, «uno de los mejores teóricos modernos del trabajo sistemático». En un artículo de 1943 incluido en Die evolution der organismen, Zimmermann reclama que la clasificación esté basada en la filogenia. Allí hace una distinción entre filogenia de caracteres y filogenia de taxones, separación conceptual que para Hennig es crucial, ya que el concepto de filogenia de caracteres permite establecer cuál estado de un carácter es primitivo y cuál derivado, es decir, en definitiva, permite conocer la polaridad de un carácter. También Hennig reconoció en Zimmermann su fuente de inspiración para su definición del concepto de monofilia. Este no arribó al principio de sinapomorfía[307], pero casi; definitivamente, no formuló el concepto de parafilia[308], o mejor dicho, está en su obra, pero no lo explicitó.

Por último, dos palabras sobre la referida síntesis alemana. Admitiendo que en efecto hubo una, ¿por qué fracasó esta y no la otra, la anglosajona? Reif Junker y Hohfeld (2000) dan una serie de razones, entre las que rescatamos una: todos los arquitectos de esa fallida síntesis (con la honrosa excepción de Zimmermann) simpatizaban con algún tipo de factor evolutivo adicional a la sn, mutaciones dirigidas, macromutaciones, entre otros; solo una minoría reconocía que los mecanismos microevolutivos (es decir, la sn) bastaban para explicar todos los fenómenos evolutivos, incluyendo la macroevolución.

§. La evolución se endurece
Varias veces en este capítulo hemos hecho mención de un endurecimiento de la TS. Para Steve Gould, el endurecimiento de la teoría darwiniana, que habría tenido lugar en los años 50 (justo después de la segunda fase de la síntesis), consistió en un abandono de consideraciones tempranas de la evolución que daban al desarrollo, a las constricciones y a los mecanismos no adaptativos en general, un rol más destacado (Smocovitis, 1996, p. 32). En otras palabras, se habrían dejado de lado todos aquellos elementos sospechados de estructuralismo (elementos que estaban presentes en la síntesis alemana, como vimos hace un momento). En realidad, el moderno darwinismo nunca tuvo textos oficiales, menos uno solo, por lo que deberíamos ir con cuidado cuando hablamos de TS a secas -ya vimos qué pensaba Provine de la consabida síntesisy por ende de su endurecimiento. Gould, sin embargo, habló de endurecimiento con todas las letras y el mismo Provine lo siguió en esa idea, aun cuando rechazó hablar de endurecimiento de la síntesis (ya que no creía en una síntesis) y prefirió referirse a un «endurecimiento de la constricción» (Smocovitis, 1996, p. 42).

Teoría o constricción, lo cierto es que las transformaciones del darwinismo (las distintas fases de la síntesis, su posterior endurecimiento) no fueron causadas solamente por factores internos al propio programa o por cuestiones meramente empíricas; hubo, también, factores sociológicos y hasta intereses corporativos. Refiriéndose en concreto a la segunda fase de la síntesis, Gould es durísimo con Dobzhansky, Mayr y hasta con el pobre Simpson, al señalar que los tres operaron como una suerte de mafia neoyorquina desde la Universidad de Columbia y el Museo de Historia Natural de Nueva York, intentando imponer una visión única de la evolución (Gould, 2004, p. 573). Con relación al endurecimiento, el biólogo chileno Patricio Camus de la Universidad Católica de Concepción, habla de él como un «golpe de estado» a la biología evolucionista (1997, p. 463), una imagen tal vez exagerada conociendo, como conocemos los sudamericanos, lo que es un verdadero golpe de estado. La versión endurecida de la TS sería, de hecho, la que ha quedado; de ahí que a veces se la llame concepción heredada, vinculándosela al desprestigiado positivismo lógico que tanto combatió el gran Popper (García Azkonobieta, 2005).

Gould apuntó a cinco actores fundamentales como responsables del endurecimiento: Dobzhansky, Simpson, Wright, Huxley y Mayr. Dobzhansky, según Steve, se habría endurecido entre la primera (1937) y la última (1951) edición de Genética y el origen de las especies. Entre esas obras habría un incremento en el énfasis en la adaptación y en la selección, en desmedro de la deriva genética y otros procesos no adaptativos. En efecto, en la primera edición de aquel texto, consagrado como el libro fundacional de la TS, su autor defiende la naturaleza no adaptativa de las diferencias subespecíficas, lo que es con toda claridad contrario al dogma darwiniano (Gould, 2004, pp. 554 y 555). Para la edición de 1951 todo había cambiado y un endurecido Dobzhansky ahora opina que la discontinuidad morfológica responde a la «topografía ecológica», no a la constricción o a la historia filogenética (Gould, 2004, pp. 556) (esto es algo que ni el mismo Charles el Pluralista Darwin había aceptado). Acatando por anticipado la exhortación de Faustino Cordon, para el año 51 Dobzhansky se había vuelto más darwinista que Darwin.

Simpson, el gringo de los huesos, participó del endurecimiento echándose atrás con su teoría más preciada: la evolución cuántica (Quantum evolution). En Tempo y modo, esa forma de evolución es presentada como discontinua y rápida, algo parecido a la aromorfosis de Severtzov y a la anagénesis de Rensch. En definitiva, era la evolución cuántica del 44 la responsable del surgimiento de las novedades evolutivas: el mecanismo principal de la macroevolución (Reig, 1990, p. 247). Esa modalidad de evolución era definitivamente no adaptativa, basada como vimos en la idea de la deriva genética de Sewall Wright (por evolución cuántica una población podía superar con rapidez una situación inestable, remontar desde un valle no adaptativo un pico adaptativo más estable). Pero en menos de diez años la noción de evolución cuántica se terminó ablandando, conforme la TS se iba endureciendo. Al final, Simpson terminó declarando que, en realidad, su idea del 44 no era más que una de las tantas formas posibles de evolución filética, un caso especial de evolución adaptativa por selección natural. Lo hizo en su libro Las características principales de la evolución de 1953, el cual podría considerarse una edición ampliada (y muy corregida) de Tempo y modo. Aquí, la deriva genética no explica casi nada, menos aún el origen de las categorías superiores. En resumen: Simpson fue, al menos en un comienzo, menos gradualista que sus colegas; al igual que Haldane y Wright, no estaba desde el inicio comprometido con la noción de cambio gradual. Eso fue hasta que se endureció. Por último, y para cerrar con Simpson, el historiador de la ciencia inglés Joe Cain piensa que, por alguna razón, Gould fue especialmente hostil hacia él. Le tesis gouldiana del endurecimiento sería, al menos en el caso del gringo de los huesos, un capítulo más de ese inexplicable hostigamiento (Cain, 2009).

Sewall Wright, siempre según Gould, también darwinisó su teoría del balance cambiante, otorgándole mayor peso a la adaptación. Al parecer, su modelo de los 30 era, en lo esencial, no adaptativo. Sin embargo, Wright siempre negó ese cambio teórico que Gould le reprochaba.

Huxley, en los primeros estudios sobre la alometría, que datan de los años 30, revela un enfoque amplio (justo esos estudios, según Patricia Princehouse, hicieron que el joven Stephen Jay descubriera el estructuralismo alemán). Todavía su libro fundacional del 42 Evolución: La síntesis moderna es pluralista, y la versión del modelo de deriva genética de Sewall Wright que hay ahí es no adaptativa. Ya para el aniversario de El origen, en 1959, Huxley se había disciplinado y vuelto un seleccionista duro; así al menos lo ve Gould. Por último, también los conceptos de anagénesis y cladogénesis introducidos por Rensch habrían sido reformulados por Julian Huxley (seguido en esto por Ernst Mayr), ablandándolos, haciéndolos más digeribles al endurecido estómago de los modernos darwinistas.

Mayr, en la primera edición de Sistemática y el origen de las especies de 1942 -otro de los libros fundacionales de la ts-, se muestra pluralista y nos cuenta que el proceso de especiación envuelve mecanismos tanto adaptativos como no adaptativos (Gould, 2004, p. 564). En su libro de 1963, Especies animales y evolución, por el contrario, el alemán de los pájaros ya se halla volcado hacia el adaptacionismo extremo (p. 566) (si bien, en realidad, el tema de la adaptación no es central en ninguno de sus libros). Mayr nunca reconoció haber cambiado de opinión en ese sentido (actitud coincidente con la de Wright); para el viejo evolucionista, eso del endurecimiento eran puras fantasías de Gould.

Por último, el filósofo de la biología argentino Guillermo Folguera (2010), de la Universidad de Buenos Aires, también ha estudiado ese viraje en varios modernos darwinistas, identificando en Francisco Ayala, de quien ya hemos hablado en el capítulo I, «la máxima expresión del endurecimiento» de la síntesis, al negar de plano la autonomía de la macroevolución.

¿Qué explica el (supuesto) endurecimiento? ¿A qué se debió? Aquí las opiniones varían. Caponi, por ejemplo, no ve nada de raro ahí. Es más, para él no se trataría de un real endurecimiento sino de un «refinamiento» del programa adaptacionista, una evolución natural que culminaría con el desarrollo de la ecología evolutiva en los 70 (2011a, p. 131). Gould, por su parte, confiesa que no lo sabe, pero sospecha que la petrificación del darwinismo pudo deberse a un alineamiento más estrecho con la visión adaptacionista clásica de los evolucionistas de habla inglesa (en oposición a la de los biólogos alemanes, de tradición estructuralista). En este sentido, su opinión no parece ser muy distinta de la de Caponi; en todo caso, Gould lamenta el endurecimiento, Caponi no tanto.

§. La definitiva recuperación del estructuralismo
El enfoque adaptacionista prevaleció a partir del establecimiento de la TS, pero hubo quienes -como Goldschmidt, Schindewolf Seilacher y Zimmermann continuaron hablando de macroevolución, de constricciones arquitecturales, de cambios heterocrónicos y de otras tantas barbaridades. De todas formas, como anticipamos en el capítulo I, lo que era herejía

en los 50 y 60 hoy, claramente, dejó de serlo. En efecto, desde los años 80 y 90, y en el marco del evo-devo, ese cuerpo de conocimientos ha ido reincorporándose a los estudios evolutivos. Esta suerte de nueva síntesis fue posible gracias a la recuperación de la perspectiva estructuralista en distintos ámbitos disciplinares (distintos aunque, por supuesto, no del todo independientes). Nosotros contamos cuatro:

1. La citogenética (el estudio de la estructura y función de los cromosomas) y, luego, la genómica (el estudio del funcionamiento, origen y evolución de los genomas).[309]

Desde los tiempos de Thomas Morgan se sospechaba la importancia macroevolutiva de los cambios en el número y/o estructura de los cromosomas. Esas sospechas no desaparecieron con la irrupción de la TS (que da solo valor a la sustitución alélica, al menos en su formulación original) y, a partir de los 70, comenzó a hablarse de nuevo, esta vez con mayor fuerza, del valor de los cambios cromosómicos y la duplicación génica (lo que plantea la posibilidad de una evolución saltatoria). Los recientes estudios sobre el genoma han revelado que, en efecto, las duplicaciones génicas están muy extendidas en la naturaleza.

2. La paleontología y la morfología y embriología comparadas.

Los paleontólogos y morfólogos comparativos nunca abjuraron de ciertas creencias estructuralistas, como el papel central de las constricciones y los cambios heterocrónicos. Con relación a este último punto, los paleontólogos posteriores a la síntesis continuaron aportando ejemplos de heterocronías del registro fósil. Muchos de esos ejemplos de evolución morfológica se volverán clásicos en los años 80 y 90 en el marco del evo-devo.

3. La ecología evolutiva.

Hacia finales de los años 70, los ecólogos redescubrieron el papel del desarrollo en la evolución, como un aspecto fundamental e insoslayable de la historia de vida de los organismos. En este sentido, la morfología final del organismo dejará de ser pensada solo como el resultado de la selección de variantes morfológicas ventajosas.

4. La genética del desarrollo.

Lewis, Gehring, McGinnis, Kuroiwa y todos quienes, en mayor o menor medida, participaron del descubrimiento de los genes hox, no imaginaron el impacto que ese acontecimiento produciría en nuestra visión de la evolución. Sin lugar a dudas, la moderna genética del desarrollo reivindica de forma parcial al estructuralismo.

Estudios enmarcados en esta disciplina incluso han redimido la figura de varios morfólogos estructuralistas históricos que mencionamos a lo largo de este libro: Geoffroy, Goethe, Garstang, Owen.

En el gráfico correspondiente a la figura 1 del artículo de Olsson, Levit y Hohfeld (2010), en donde se muestran las complejas relaciones históricas entre la biología evolutiva y la biología del desarrollo, todas las líneas disciplinares, separadas desde principios del siglo XX, confluyen en los 90 en el evo-devo. Nuestros cuatro ámbitos coinciden en esencia con esas líneas. El ámbito 1 correspondería a esa genética clásica de los años 20 que incluye a la citogenética y que, hacia los 60, se vuelve genética molecular y luego genómica. Nuestro ámbito 2 se vincularía con la línea que incluye a la embriología comparativa y el neohaeckelianismo. Es esta la única línea morfológica neta del esquema de Olsson & Co.; nosotros además anotamos aquí a la paleontología. Nuestro ámbito 3, el de la ecología evolutiva, correspondería a la línea de la síntesis moderna de los años 40 que engloba el programa adaptacionista, expandido o refinado en los años 60 y 70. Nuestro ámbito 4 es el de la biología del desarrollo de los 60 que hacia los 70 confluye con la genética molecular, dando ambas inicio a la genética del desarrollo.

Capítulo VII
Hacia una nueva biología evolutiva

Contenido:
§. Cromosomas, genes y genomas
§. Embriología, fósiles y ecología
§. El segundo tiempo del desarrollo
§. El descubrimiento del siglo
§. Tenían razón
§. Garstang
§. Patten, Goethe y Owen
§. Geoffroy
§. La nueva biología evolutiva: el evo-devo
§. Qué más tiene el lenguado para decirnos

§. Cromosomas, genes y genomas

Duplicación del material genético y evolución

Desde los inicios de la citogenética, a principios del siglo XX, se sabe que especies muy próximas pueden variar significativamente en su cariotipo, es decir en su constitución cromosómica, tanto en el número de piezas como en la forma de los cromosomas individuales. Ya entonces se sospechaba que esas diferencias se habían generado en el transcurso de la evolución a partir de translocaciones, inversiones, fusiones o fisiones; en definitiva, de reensamblajes cromosómicos. Richard Goldschmidt (1958), el gran heterodoxo, ya había advertido que no había una correlación clara entre cariotipo y morfología organísmica. Le parecía que la evolución morfológica y la evolución cromosómica eran cosas distintas, o que al menos podían estudiarse por separado. De cualquier forma, era evidente que los cambios cromosómicos debían guardar alguna relación con la evolución, si no con la evolución morfológica quizás con el inicio del aislamiento reproductivo o con el mismo origen de las especies; de hecho, la especiación cromosómica está hoy ampliamente aceptada en el modelo estasipátrico de especiación (Gallardo, 2011, p. 297 y ss.).

Desde un comienzo se vio que era importante la multiplicación de conjuntos enteros de cromosomas. En 1911, el genetista japonés Yoshinari Kuwada (1882-1981) afirmó que el maíz se había originado a partir de la duplicación del (doble) juego de cromosomas presente en el ancestro; es decir que esa planta presentaría dos juegos de cromosomas parálogos (juegos homólogos, surgidos por duplicación, sin mediar especiación por cladogénesis) (Taylor y Raes, 2004). En 1936 el genetista sueco Arne Müntzing (1903-1984) relacionó la duplicación genómica con el origen de las especies. Lo que era válido para una planta cultivada como el maíz, parecía serlo también para muchas otras especies vegetales silvestres.

En los años calientes de la TS se aceptaba que la alopoliploidía, es decir la poliploidía derivada de la fusión y posterior duplicación de genomas parentales de especies diferentes (Gallardo, 2011, p. 302), era importante en el origen de nuevas especies[310], pero pocos veían el valor evolutivo de la autopoliploidía, es decir, de la duplicación de un mismo genoma parental (Dobzhansky, 1955, p. 300; Taylor y Raes, 2004, p. 618). El mismo Dobzhansky, quien atribuía a los cromosomas un rol en la evolución, no creía que la autopoliploidía fuese un «factor evolutivo de cierta trascendencia» (1955, p. 299).

En la poliploidía se produce una multiplicación de los cromosomas y por ende de los genes.[311] Calvin Bridges (1889-1938), miembro del grupo de Morgan y, como tal, coautor de la teoría cromosómica de la herencia, ya sostenía en 1918 que los genes duplicados (ubicados en segmentos cromosómicos repetidos) eran importantes en la evolución, ya que con el tiempo podían mutar y diversificar sus funciones. Esta es, ni más ni menos, una tempranísima formulación del concepto de co-opción o reclutamiento génico del actual evo-devo (Gallardo, 2011, p. 413). Veinte años más tarde, en plena segunda fase de la síntesis, Bridges irá más allá e insinuará que había una relación directa entre especiación y duplicación genómica.

Haldane, siempre dispuesto a aceptar cosas raras, sugirió en 1932 que esos eventos de duplicación eran muchas veces favorables al organismo, al producir genes capaces en potencia de cumplir nuevas funciones (la susodicha co-opción). En principio, ello no implicaba ninguna pérdida, ya que la función primitiva podía ser desempeñada de forma normal por los genes originales. Hacia 1938, Alexander Sergeevich Serebrovsky (1892-1948), un prominente genetista ruso, sostuvo que si bien un gen podía originalmente cumplir muchas funciones, luego de la duplicación estas se repartían entre los genes duplicados, por lo que el gen perdía algunas de las funciones originales. En definitiva, el soviético pensaba que los genes se iban especializando en la evolución, un clarísimo anticipo del concepto evodevoista de subfuncionalización.

La primera vinculación explícita entre especiación y duplicación de genes (más allá de la insinuación de Bridges) data de los 40 y corresponde a Goldschmidt, quien ubica ese proceso en la base de la macroevolución. Charles W. Metz (1947) compartió varias de las ideas de Goldschmidt. En 1947, en pleno auge de la síntesis, este profesor de la Universidad de Pennsylvania postuló que la duplicación de partes del cromosoma (no ya de genes individuales) había sido uno de los factores más relevantes en la evolución, si no acaso el más importante. Metz cita en su trabajo la hipótesis de un tal J. A. Rapoport, para quien la existencia de bandas cromosómicas repetidas confirmaba incluso la evolución ortogenética que postulaban los paleontólogos (p. 94).

Como puede entenderse, los modernos darwinistas desconfiaban de todo esto. En la segunda edición de Genéticay el origen de las especies de Dobzhansky (1955) se sostiene que los cambios cromosómicos, inversiones, translocaciones y otros, son importantes, pero solo en la medida que cambian el ordenamiento de los genes y suscitan una modificación en su acción por el llamado «efecto de posición», es decir, un cambio en la acción del gen en virtud de su relación espacial con otros genes (pp. 36-39)[312]. Asimismo, Dobzhansky destacó que los cambios cromosómicos en general, entre ellos las duplicaciones, impedían la reproducción de los híbridos y que, en ese sentido, participaban en la conservación de las especies naturales (pp. 221-230). El ucraniano de las moscas también rescató el papel de la poliploidía en el origen de las especies, como vimos que había entrevisto tempranamente Müntzing (p. 298).

Julian Huxley, en su libro de 1942, Evolución: La síntesis moderna, señaló que las mutaciones génicas (mutaciones a nivel de alelos) junto con las pseudomutaciones (cambios producidos por efecto de posición) eran las fuentes más importantes del cambio evolutivo y que los cambios cromosómicos solo tenían importancia evolutiva en la medida que contribuían a producir esas pseudomutaciones (opinión parecida a la del Doby suavizado) (Tylor y Raes, 2004, p. 619). Tan heterodoxo para otras cuestiones, Huxley era muy ortodoxo en todo este asunto de los cromosomas y los genes duplicados.

Hacia los años 50, la mayoría de los genetistas aceptaba que la duplicación génica cumplía un rol destacado en la evolución.[313] Pero seguía sin estar claro hasta qué punto esa idea encajaba en la TS. Lo de duplicación génica sonaba un poco al viejo mutacionismo, y la selección natural, como en él, parecía quedar relegada a la función de mero verdugo de genotipos inviables. Los modernos darwinistas (no tanto los genetistas puros) tenían sus razones para sospechar de todo esto.

Otra antigua duda vinculada a la cuestión anterior (la relación entre duplicación génica y evolución) era la siguiente: ¿hasta qué punto la complejidad del organismo guardaba relación con el contenido del material hereditario, concretamente, con el tamaño del genoma? Jack Weir fue el primero en advertir (en los años 40) que no parecía haber una relación directa entre el contenido de cromatina y la complejidad[314], llegando a la misma conclusión que Richard el Heterodoxo: que el número de genes nada tiene que ver con el grado de complejidad de los organismos. De acuerdo; pero entonces ¿cómo era posible que un organismo complejizara su organización, que desempeñara nuevas funciones sin un incremento en el número de sus genes? No por mutaciones ordinarias y recombinación, desde ya... ¿Por duplicación? Si era así, ¿cómo era posible que un gen duplicado empezara a hacer una cosa por completo distinta de la que venía haciendo hasta el momento de la duplicación? Siempre según Goldschmidt (1958), para Weir la clave estaba en los llamados genes neutrales, aquellos genes innecesarios o, mejor dicho, que habían dejado de ser necesarios a raíz de un cambio de dieta que garantizaba la obtención de sus productos vía el alimento (p. 487). Eran esos genes neutrales los que podían reciclarse y adquirir nuevas funciones. Fantástico. Pero, ¿existían realmente estos genes neutrales? Todo sonaba muy heterodoxo, aun a los propios oídos heterodoxos de Goldschmidt.

Precisamente, Goldschmidt entendía que la (macro) evolución no requería tanto de la aparición de nuevos genes (ni de genes neutrales reciclados) como de retoques en genes (ya existentes) de alta jerarquía; es decir de mutaciones pequeñas pero de gran efecto. El otro mecanismo propuesto por él en los 40, ya lo dijimos, es el de las mutaciones sistémicas, tempranamente definidas como cambios en la configuración de los cromosomas; alteraciones que se traducían en un modo saltatorio de evolución: evolución en uno o unos pocos pasos sucesivos (p. 488). Entre uno y otro mecanismo, Goldschmidt aclaró (tras la confusión que se suscitó) que había solo una diferencia de escala. El primer mecanismo podía entenderse como una reconfiguración a escala molecular (p. 489), el segundo, a escala cromosómica. Como ejemplos de macromutantes (causados por uno u otro mecanismo) el alemán señaló, entre otros, a los mutantes homeóticos de Drosophila (p. 491) descubiertos hacía tiempo por William Bateson[315]; era precisamente mediante ese tipo de mutaciones que se originaban sus «monstruos esperanzados».

§. El concepto de gen, bajo la lupa
Algo no cerraba: ¿cómo era posible una alteración morfológica profunda a partir de un cambio genético sencillo? Para Goldschmidt, el problema de fondo se encontraba en el concepto clásico de un gen-una acción adoptado por los modernos darwinistas, y hasta por algunos heterodoxos. De hecho, muchas de estas dificultades parecían desaparecer cuando la versión clásica de gen era reemplazada por la de patrón jerárquico organizacional, de manera que cualquier rearreglo cromosómico podía producir cambios importantes, dependiendo del lugar del genoma en el que ocurriera y a qué genes afectara. Según Goldschmidt, esos rearreglos afectaban el patrón jerárquico de organización del cromosoma; no se trataba de un mero efecto de posición, como sostenían Huxley y los modernos darwinistas; lo que ocurría con los cambios cromosómicos era sin duda algo mucho más profundo. El concepto clásico de gen de un gen-una enzima había sido concebido por el médico inglés Archibal Garrod (1857-1936) en 1909 y brevemente enunciado por Haldane, pero es asociado a los nombres de George Wells Beadle (1903-1989) y Lawrie Tatum (1909-1975), y a sus trabajos del 41 con el hongo Neurospora. Con la modelización de la estructura del material hereditario (en el 53) surgió la genética molecular y el concepto de gen cambió; dejó de ser el gen simplón de Beadle y Tatum. En realidad, ya cuando se vio que había dificultades con la enunciación de un gen-una enzima, el mismo Baedle la reemplazó por un gen-una acción, formulación que mencionamos más arriba. Aun así, Goldschmidt siguió viendo serios problemas en todo este asunto del gen.

Otro cuestionador del concepto tradicional de gen fue Alfred Kühn, ya mencionado en el capítulo anterior. Este antiguo estudiante de Weismann fue miembro de un plantel de científicos que trabajó en la Universidad de Göttingen desde los años 20 hasta que los nazis lo desactivaron en el 35. Este hecho es crucial en la historia del evolucionismo. Si ese grupo de investigación no hubiese sido liquidado, la moderna genética y la actual teoría de la evolución habrían sido muy distintas, ya que los alemanes tenían mucho más interés en el desarrollo que los americanos (Grossbach, 1996). Pero el grupo fue desbaratado y muchos de sus miembros se fueron de Alemania y continuaron sus carreras en otros países. Kühn prefirió quedarse y pasarse al Kaiser Wilhelm Institut in Berlin-Dahlem donde ocupó el cargo que tenía Goldschmidt, escapado justito ese año. Allí permaneció hasta el fin de la guerra; luego se iría a Tübingen a trabajar con Schindewolf.

Al igual que Goldschmidt, Kühn entendía el proceso del desarrollo como una compleja reacción en cadena; los genes producían enzimas, esas enzimas regulaban la acción de otros genes, y así sucesivamente (Rheinberger y Müller-Wille, 2010). La visión clásica de ungen-un carácter le parecía a Kühn muy preformacionista, como si los caracteres estuvieran preformados en los genes.

La duplicación génica revalidada

Las ideas de Kuwada, Müntzing, Bridges y Serebrovsky permanecieron en el cajón del olvido hasta los 70. Recién entonces, Susumu Ohno (1928-2000), genetista de origen coreano-japonés nacionalizado estadounidense, retomará la idea de que la duplicación génica y cromosómica (de partes, más que de cromosomas enteros) juega un rol importante en la evolución.

Para esta misma época (los 70), Neil Todd, a quien mencionamos en el capítulo I, expuso su teoría de la fisión cariotípica para, de acuerdo con Margulis y Sagan (2003, p. 255), «llamar la atención sobre su rechazo implícito al gradualismo darwiniano en la evolución cromosómica». Según esta última teoría, y siempre en función de esos autores, el origen de las nuevas especies de mamíferos se daría normalmente a los saltos y estaría relacionada sobre todo con cambios cromosómicos (p. 256).[316] Para el de Harvard, la teoría de la fisión cariotípica era coherente con la teoría de los equilibrios puntuados de Eldredge y Gould (la desarrollaremos más adelante), aunque también permitía la especiación simpátrica, a diferencia del modelo alopátrico propuesto por los dos barbudos neoyorquinos (Todd, 2000). En nuestro ámbito 1, la evolución parecía volverse cada vez más internalista, discontinuista y (en ese sentido) antidarwinista. Aún deberán pasar otros veinte años para que estas tesis sean aceptadas por un número significativo (si no una mayoría) de evolucionistas.

§. Embriología, fósiles y ecología
El papel del desarrollo y la embriología

Por una razón u otra, la embriología y los estudios del desarrollo en general quedaron al margen de la TS. Por supuesto, esta marginación no ocurrió sin resistencia. El escocés Conrad Hal Waddington (1905-1975), en un simposio realizado en Oxford a principios de los 50, alzó la voz para denunciar que su propio campo, el de la embriología, había sido injusta e inexplicablemente exceptuado (Smocovitis, 1996, p. 22). Más que nadie, Waddington tenía derecho a protestar. En una época (los 50 y 60) en que los estudios evolutivos estaban casi desconectados de la genética y la biología del desarrollo, estas entre sí, y la bioquímica de todo lo demás (al menos en ciertos países), el escocés hizo lo imposible por integrar esas disciplinas, ¡y eso que se había iniciado como paleontólogo! En ese sentido, es un auténtico precursor del movimiento de síntesis que se dará 40 años más tarde, es decir, el evo-devo (Burian y Thieffry, 2001).

Sin duda, la incorporación del desarrollo en la TS (en la forma de embriología y/o fisiología del desarrollo) pudo haber aportado una mirada más centrada en el organismo entero y no solo en su forma adulta final. ¿Cuál pudo haber sido la razón de dicha exclusión? Para Mayr, fueron los propios embriólogos los que no quisieron participar de la síntesis (Smocovitis, 1996, p. 192). ¿Por qué no habrían querido hacerlo? En realidad, la embriología ya estaba divorciada de los estudios evolutivos desde los comienzos de la embriología experimental, de la que hablamos en el capítulo VI. Wilhelm Roux, uno de los principales embriólogos experimentales (de quien también ya hablamos), fue, según se dice, uno de los principales promotores de este trabajo de limpieza que había sido iniciado por el mismísimo Bateson, inventor del término genética. Pero la idea de Roux era una exclusión temporaria: él mismo había vaticinado que, una vez que los mecanismos embriológicos se conocieran mejor, la embriología volvería a los estudios evolutivos (Gilbert, 2003). Sin embargo, hacia los años 40 y 50 no se había avanzado mucho en ese sentido, al menos no lo suficiente como para complacer las expectativas de Roux... un Roux que por otra parte ya estaba muerto desde hacía años.

Los embriólogos alemanes Hans Speeman (1869-1941) y el neoepigenetista Hans Driesch no se interesaron por la genética, lo que llama mucho la atención. Al menos Driesch conocía bastante de esa disciplina y hasta el mismo Morgan había trabajado en su laboratorio. Aunque también es cierto que la genética drieschiana nada tenía que ver con la genética mendeliana y morganiana.

Entonces, insistimos, ¿por qué la exclusión? Para el biólogo del desarrollo Rudolf Raff (1996), de la Universidad de Indiana, Estados Unidos, el problema estaba en la noción de campo morfogenético, columna teórica de la embriología de esa época, estrechamente vinculada a un concepto de gen muy distinto al de la genética poblacional (Gilbert y otros, 1996). La imposibilidad de compatibilizar la noción de campo con la genética mendeliana habría sido, según Raff, la causa principal de la famosa exclusión. Los mendelianos criticaban la noción de campo morfogenético por considerarla metafísica[317]; los embriólogos, a su vez, criticaban a la genética mendeliana, a la que solían caracterizar como un juego de cartas. Con relación a la evolución, estos últimos pensaban que los cambios en las propiedades de los campos podían traducirse en cambios en el fenotipo y llevar a la aparición de novedades evolutivas.

¿Qué eran, en definitiva, esos campos morfogenéticos que hacían incompatible la embriología con la ts? El mismo Rudy Raff los define como «regiones de un embrión destinadas a dar lugar a ciertas estructuras en el desarrollo». Así como los genes eran la unidad de la herencia para la genética mendeliana (y para la TS por extensión), los campos morfogenéticos eran la unidad de desarrollo de la embriología de esa época. De manera reciente, Edward de Robertis (hijo del reconocido biólogo argentino) y sus colaboradores, opinaron que la antigua noción de campo coincide bastante con el concepto actual de dominio de expresión, aplicada a los genes hox y a otros genes del desarrollo (Raff, 1996, p. 333). De hecho, el mismo concepto de campo persistió en algunas áreas de la biología, como la genética clínica, de la mano del genetista alemán radicado en Estados Unidos, John Opitz.

En los 50 la noción de campo fue abandonada por varias razones. En primer lugar, las técnicas bioquímicas no eran tan buenas para permitir a los embriólogos estudiar ese fenómeno. En segundo lugar, hubo un desfinanciamiento de la biología en toda Europa, en especial en Alemania, país que había sido la base intelectual e institucional de la embriología. En tercer y último lugar, la genética trajo su propio programa del desarrollo, y la noción de campo se hizo innecesaria. La evolución fue definida como cambios en las frecuencias de los genes y el desarrollo embrionario como cambios en la expresión de los genes (en el mejor de los casos, la embriogénesis pasó a ser sinónimo de diferenciación celular). La formación de órganos complejos era el resultado de la acumulación de pequeños cambios en la expresión de los genes (Gilbert y otros, 1996). La embriología había sucumbido a la genética; había sido reducida.

Hemos dado por hecho que tal exclusión de verdad ocurrió. Sin embargo, algunos autores aseguran que no fue así, que la embriología estuvo representada en la TS, concretamente en la persona de Gavin de Beer (1899-1972), director del Museo Británico de Historia Natural desde 1950 hasta 1960 (Hall, 2000) y en otros miembros del llamado grupo de Oxford[318]. De hecho, aquel inglés es a veces señalado como el embriólogo más destacado de la síntesis, y su libro Embriología y evolución de 1930, como «el primero y el más corto de los textos fundacionales de la ts» (Gould, 2010a, p. 221)[319]. Nos preguntamos: ¿es correcto considerar a De Beer como un moderno darwinista? Sin ser conocedores profundos de su vida y obra, nos parece que hay dos De Beer: uno, el de Embriones y ancestros de 1940 (en realidad, una versión ampliada de Embriología y evolución); el otro, el de Atlas de evolución de 1964[320]. Volviendo a los textos específicamente embriológicos de De Beer, que nos disculpe Gould, pero no vemos en qué pudo haber contribuido su libro del 40 a la TS. De hecho, en Embriones y ancestros, De Beer menciona a Darwin y a la selección natural una sola vez y por separado, en las páginas 62 y 88, respectivamente (mientras que Haeckel es nombrado 18 veces, no siempre para coincidir con él, desde ya, pero lo cierto es que se lo cita profusamente). Muy poco, poquísimo para un moderno darwinista, menos aún para un socio fundador o arquitecto de la TS (de modo curioso, su mentor, Julian Huxley, adhirió con entusiasmo a la ts; más que adherir, ¡fue uno de sus principales fundadores/arquitectos!).

El autor de Embriones y ancestros fue entrenado en la embriología experimental (Brigandt, 2006). Sin embargo, no siguió en ese camino (lo abandonó al igual que Huxley) sino que se dedicó a la anatomía y embriología comparadas, de modo que estuvo siempre más cerca de los problemas evolutivos que sus colegas experimentadores (Hall, 2000, p. 725). En este sentido, fue un bicho raro entre los embriólogos.

Mientras Fisher, Wright y Haldane formulaban sus argumentos matemáticos para justificar la evolución por selección natural, De Beer buscaba integrar la evolución morfológica con la embriología. El embriólogo británico rescató conocimientos propios de la antigua tradición haeckeliana, como la noción de heterocronía, e intentó integrarlos al corpus de conocimientos del darwinismo. Para él, la evolución, entendida en términos de cambios en el programa de desarrollo, no era incompatible con la selección. Esto era claramente así en el caso de la pedomorfosis (su solitaria cita de la página 88). En efecto, al ser las formas adultas inmodificables por encontrarse ajustadas a determinadas condiciones de vida, la neotenia (una de las formas de la pedomorfosis) podía actuar como un «escape a la especialización»[321], una oportunidad para incursionar por nuevas rutas evolutivas.

En su obra del 40, De Beer prestó especial atención a los mecanismos que causaban pedomorfosis. Dio a la neotenia de Kollmann un rol creativo y quitó importancia evolutiva a la progénesis de Alfred Giard (18461908), alegando que se trataba de un mecanismo meramente degenerativo. Pero la pedomorfosis no era para él un fenómeno universal. De hecho, el inglés también reconocía la actuación de otros mecanismos, como la hipermorfosis y la aceleración. En el primero, el desarrollo del descendiente simplemente se prolongaba, obteniéndose un adulto con caracteres sobredesarrollados. En el segundo, se aceleraba, alcanzándose en esencia el mismo resultado; aquí el tiempo total del desarrollo no cambiaba, lo que lo hacía era la velocidad, que en la hipermorfosis permanecía constante. Y aquí viene lo mejor: estos dos últimos mecanismos, hipermorfosis y aceleración, producían recapitulación, es decir, la repetición de la filogenia en la ontogenia. Dicho de otra manera, las formas juveniles de aquellas especies que habían evolucionado por aceleración o hipermorfosis, se asemejaban al adulto de su ancestro. Arriba, en el cielo, Haeckel sonreía.

En realidad, la definición de heterocronía de nuestro embriólogo inglés es distinta a la de nuestro morfólogo alemán (según Gould, De Beer habría malentendido el concepto original). Recordemos que para el profe de Jena la heterocronía era un cambio en el tiempo de aparición o desarrollo de un órgano o carácter con relación a otro órgano o carácter (del mismo organismo, se entiende). A partir de De Beer, heterocronía pasó a ser cualquier cambio en la regulación del desarrollo, de manera que la tasa de desarrollo (o momento de aparición) de un órgano o carácter en la ontogenia del descendiente se aceleraba o retardaba (adelantaba o retrasaba en el caso del momento de aparición) con relación al mismo órgano o carácter en la ontogenia del ancestro. Para el inglés, la heterocronía comprendía aquellos procesos que producían verdadera recapitulación (hipermorfosis y aceleración, como vimos) y aquellos que abiertamente la transgredían (neotenia y progénesis): es esta última definición de heterocronía, la correspondiente a De Beer, la que aún tiene vigencia.

También De Beer siguió a Garstang en su definición restrictiva de cenogénesis, que comprendía solo los casos de adaptaciones larvarias que no modificaban el desarrollo ulterior de la ontogenia (lo de restrictiva es justamente porque excluía a la heterocronía). De todas formas, todos estos conceptos y el vocabulario haeckeliano resignificado por De Beer, no quedaron en la embriología, sino que se extendieron al terreno de la morfología comparada, sobre todo de la paleontología. Y es de hecho leyendo literatura paleontológica (no embriológica, ni siquiera evolutiva) que los autores de este libro nos encontramos por primera vez con el encantador vocablo heterocronía. Por esa circunstancia es que incluimos a la paleontología junto a la embriología y a la morfología en nuestro ámbito 2.

De Beer, a diferencia de Goldschmidt, no estaba muy interesado en conocer la función que los genes cumplían en el desarrollo (Raff 1996). Aun así, autores como Hall creen que fue él quien reunió a la embriología evolutiva con la genética del desarrollo (aquello mismo que había intentado Waddington), al acercar el concepto de heterocronía haeckeliana al hallazgo de Goldschmidt de genes que afectaban las tasas de desarrollo (2000, p. 726; Olsson y otros, 2010; Brigandt, 2006). Si algo le faltaba al inglés para ser echado de los libros de evolución (¡hasta de su propio Atlas de evolución!) era esa tardía reivindicación de Richard el Heterodoxo.

Una relectura del registro paleontológico

Nuestro ámbito 2 tiene su héroe máximo. Un hombre que de niño soñaba con ser paleontólogo, y que como paleontólogo profesional (su sueño se hizo realidad) iba a revolucionar la ciencia que tanto amaba: Stephen Jay Gould.

Gould figura en prácticamente todos los libros de evolución como autor de la teoría de los equilibrios puntuados (ep), un modelo de evolución que cuestiona al gradualismo filético como imagen (picture) única de la evolución. Dicho modelo fue publicado en 1972 en un artículo que Gould firma

junto a Niles Eldredge: «Equilibrios puntuados: una alternativa al gradualismo filético».[322] A continuación resumiremos el modelo de los ep y más adelante discutiremos hasta qué punto esa teoría contribuyó al resurgimiento del estructuralismo.

Lo que plantean los norteamericanos en ese trabajo es que las nuevas especies se originan con cierta rapidez en pequeñas poblaciones periféricas (subpoblaciones en realidad), y que luego permanecen sin cambios durante largos periodos de estasis. Algunas de las nuevas especies terminan prevaleciendo y ocupando rápidamente el área de la especie madre. Así, las discontinuidades en el registro fósil reflejan tal cual lo sucedido (no son un artefacto del registro): una paleoespecie en la parte inferior de una secuencia sedimentaria (la especie madre) es reemplazada (de manera abrupta) por otra (la especie hija, originada en otro lugar) en la parte superior de la secuencia. Explican también en ese artículo que las tendencias evolutivas no son el resultado de modificaciones anagenéticas graduales sino de sucesivos eventos de cladogénesis y del éxito diferencial de las especies que se suceden (Liberman y Vrba, 2005). Steve Stanley (1975) pondrá un bonito moño a este paquete macroevolutivo con su idea de la selección de especies, a la que consideró un mecanismo análogo a (es decir distinto de) la selección natural clásica, que de este modo quedaba restringida al ámbito de la microevolución (Benton y Pearson, 2001). Por cierto, Stanley no dio mucha relevancia a la (supuestamente revolucionaria) teoría de aquel par de barbudos de Nueva York. Al menos en ese artículo del 75, los cita (sin nombrarlos) como meros continuadores de unos científicos soviéticos, unos tales Ruzhentsev, Nevesskaya y Oveharenko, que habían planteado que el cambio evolutivo tendía a concentrarse en los eventos de especiación. Stanley tenía razón; la dupla neoyorquina se basó en ideas de otros: la especiación alopátrica de Ernst Mayr, la deriva genética de Sewall Wright, etcétera. Quizás el mérito de aquellos dos fue poner todo eso junto, de una forma que resultó de verdad explosiva por sus implicancias macroevolutivas.

La selección, o mejor dicho, el cribado, como lo llama Gould (evolución por reproducción diferencial, trátese de selección o deriva), actuaría a diferentes niveles: a nivel individual, durante la estasis, produciendo cambios mínimos, y a nivel de especie, generando tendencias a largo plazo.[323] En el modelo de Eldredge y Gould el aislamiento reproductivo no surge a raíz de la acumulación de pequeños cambios adaptativos, sino que más bien es una condición necesaria para que este tipo de cambios ocurra; aquí, la especiación antecede a la adaptación.

Si bien es cierto que Darwin favorecía el cambio lento, la evolución rápida no es algo que los modernos darwinistas hayan rechazado como posibilidad (Ridley, 1996, p. 572). En efecto, la evolución cuántica del darwinista Simpson, basada en la noción de deriva genética que figura en la teoría del balance cambiante de Wright (concebida para explicar el origen de los llamados complejos adaptativos, no tanto de las especies), era un caso especial de evolución rápida. Lo que Eldredge y Gould sugieren, en cambio, es que la mayoría de los cambios evolutivos se concentran en el corto periodo de tiempo que lleva la especiación.[324]

Lo que Eldredge y Gould hacen en su artículo del 72 es describir un patrón: cambios evolutivos concentrados en eventos de especiación; cambios que tienen lugar en pequeñas poblaciones periféricas; especiación estocástica (aleatoria, no determinista) con relación al origen de las categorías superiores, entre otros. Pero, ¿qué hay de los mecanismos detrás de ese patrón? ¿Qué sucede, en definitiva, en esas pequeñas poblaciones durante la cladogénesis? ¿Un incremento en la tasa de mutación? ¿Un aumento de las presiones de selección? ¿Macromutaciones alla Goldschmidt? ¿Deriva genética alla Wright? ¿Fisión cariotípica alla Todd? Nuestros dos evolucionistas nada dicen sobre eso, y se justifican argumentando que la paleontología nada tiene para decir sobre los mecanismos; solo le cabe efectuar predicciones sobre el registro a partir de los mecanismos concebidos en el laboratorio o en el campo (p. 93). En realidad, a Eldredge y Gould el mecanismo de cambio les importa muy poco (al menos eso dicen); en definitiva, cualquier mecanismo de cambio más o menos rápido les viene bien.

Eldredge y Gould sí le dedican bastante espacio a las causas que mantienen la constancia de las especies. Es lógico: para comprender las causas del cambio hay que primero conocer las causas de la estabilidad. Los individuos y las especies, dicen, son sistemas homeostáticos, y como tales tienden a mantenerse en equilibrio estable. Citando a un tal Lerner, afirman que la homeostasis de los individuos está impuesta por el curso del desarrollo: llaman a esta homeostasis ontogenética. A su vez, la homeostasis genética que resulta de la selección natural normalizadora, garantizaría la estabilidad de las especies (p. 114). Así, los neoyorquinos invalidan el argumento clásico de que la unidad de la especie es mantenida por obra y gracia del flujo génico, es decir por el libre cruzamiento entre los miembros de las poblaciones. Eldredge y Gould suponen que la evolución ocurre solo cuando, debido a condiciones excepcionales, la homeostasis individual y genética se rompe; únicamente cuando las poblaciones periféricas adquieren su propio sistema homeostático es posible la aparición de una nueva especie. Si esto no ocurriera, aquellas subpoblaciones permanecerían indiferenciadas del resto de la población, incluso si se encontraran aisladas en términos geográficos, es decir, aun interrumpido el flujo génico. ¿Y cómo podría romperse la homeostasis individual y genética?; en definitiva, ¿cómo podría surgir una nueva especie? En el caso de las subespecies del gasterópodo pleistocénico de las Bermudas Poecilozonites bermudensis, el caracol fósil favorito y tema de tesis doctoral de Stephen J. Gould[325], el mecanismo responsable de producir esa ruptura era una heterocronía, un cambio evolutivo que afectaba el programa del desarrollo (Gould, 2010a, p. 305). A partir de una única subespecie de aquel caracol, el P. b. zonatus, se habrían desprendido, por pedomorfosis, cuatro subespecies distintas en diferentes épocas y áreas geográficas. No se trata de un ejemplo real de especiación (sino en todo caso de subespeciación, si es que este término es válido), por cuanto no llega a darse una ruptura genética definitiva, pero eso no les interesa mayormente a Eldredge y a Gould, al menos no en el caso similar de los trilobites que describen en ese mismo artículo (p. 104).

Insistimos: el modelo de los ep no discute (ni pretende hacerlo, como declaran sus autores) los mecanismos de la evolución, pero asume con claridad la actuación de varios de ellos, algunos propios de la visión adaptacionista, otros de la estructuralista. De la primera canasta el modelo toma a la SN en algunas de sus muchas formas: selección normalizadora y selección direccional (durante la estasis y la especiación respectivamente, aunque en esta última la deriva es también importante); de la canasta estructuralista toma a la heterocronía como mecanismo rompedor de la homeostasis (más que como una vía de «escape a la especialización», como había planteado Alister Hardy para el caso de la neotenia).

Para cerrar el asunto de los ep, digamos que en su obra póstuma La estructura de la teoría de la evolución, Gould ya habla de una «teoría» (en realidad, ya lo venía haciendo en publicaciones anteriores), no de una simple imagen. Aclara por enésima vez que nunca Eldredge y él quisieron proponer un nuevo mecanismo de especiación o de cambio genético, sino solo aplicar el modelo clásico de especiación alopátrica mayriano al registro fósil (si tanta falta hizo aclarar, fue sin duda porque las cosas no estuvieron claras desde el comienzo). Sin mencionar el antecedente de las subespecies pedomórficas de Poecilozonites, Gould cita un artículo de 1995 de Gregory Wray, de la Universidad Estatal de New York en Stony Brook, en el que se muestra cómo se puede romper la estasis mediante un cambio en el desarrollo. Al menos en larvas de erizos de mar, ranas y tunicados, dice el artículo, esa transformación estaría vinculada a un cambio en su «estrategia de historia de vida», en el que se altera la forma larvaria pero poco o nada la forma adulta.

El evo-devo en su fase romántica

Como dijimos, Steve Gould habría tomado conocimiento de las ideas de los estructuralistas alemanes antes del 72, a través de los trabajos de Julian Huxley; él mismo había escrito una review sobre ese asunto a pedido del nieto del bulldog. Ciertamente, el lugar que ocupa la pedomorfosis en el artículo con Eldredge de ese año revela el temprano interés del joven Gould por el desarrollo y su rol en la evolución.[326] Ese interés se transformará pronto en obsesión, a tal punto que cinco años más tarde de publicado aquel artículo dará a la imprenta un libro completo sobre el tema: Ontogenia y filogenia. De modo sorprendente, nada hay en esta obra acerca de puntuaciones, equilibrios, estasis o cosas parecidas, y la pedomorfosis del caracol bermudense aparece descontextualizada del modelo de los ep. ¿Qué había cambiado? Nos consta que nuestro héroe del ámbito 2 no había renegado de su teoría favorita (de hecho, ese mismo año de 1977 publicó junto con Eldredge una larga revisión de la teoría de los ep en la importante revista científica Paleobiology). Lo que había cambiado era la estrategia. El artículo del 72 apuntaba al gradualismo filético, un aspecto central del moderno darwinismo. Su libro del 77, también contrario a la ortodoxia, tenía un propósito muy distinto: revalidar el rol de la heterocronía en la evolución y confirmar (al menos de forma parcial) el estructuralismo, si bien el libro, sobre todo su segunda parte, es, como nos dice su autor, un intento por conciliar el adaptacionismo con el estructuralismo.[327] De ahí en más, Gould se consagrará a la tarea de rescatar del fondo de la historia a muchos de los morfólogos evolucionistas chamuscados en la hoguera darwinista: Goethe, Geoffroy, Haeckel, Goldschmidt, Thompson y otros. De todos ellos algo hemos dicho a lo largo de este libro. En definitiva, Ontogenia y filogenia puso a los estudios del desarrollo en el centro de la teoría de la evolución. El biólogo molecular Gunther Stent (1924-2008), otro alemán escapado de los nazis, había distinguido tres etapas en la historia de la biología molecular: romántica, dogmática y académica. Ciertos autores mencionados por el biofilósofo Tomás García Azkonobieta (Universidad del País Vasco), sugirieron que esas mismas tres fases podían aplicarse a la historia del evo-devo. Para el vasco, Ontogenia y filogenia correspondería a la fase primera, a la romántica. En efecto, en los 70 se tenía la sensación de estar ante algo importante, aun sin contar con evidencia empírica suficiente (García Azkonobieta, 2005). Coincidentemente, el evolucionista irlandés Wallace Arthur, uno de los pioneros de la actual biología evolutiva del desarrollo, considera a este libro el primer hito de su fase de «actual resurgimiento del evo-devo».

La idea central en Ontogenia y filogenia es que la heterocronía es la principal responsable del cambio evolutivo. En concreto, la progénesis y la neotenia de De Beer producen pedomorfosis, en tanto la hipermorfosis y la aceleración dan como resultado recapitulación. Ambos procesos, pedomorfosis y recapitulación, pueden ocurrir por igual; no hay una supremacía de la recapitulación sobre la pedomorfosis como aseguraban los recapitulacionistas, ni de la pedomorfosis sobre la recapitulación como afirmaban los retardacionistas (Garstang, Bolk, Schindewolf).

El rol de la ecología

¿Qué lugar ocupa la selección natural en Ontogenia y filogenia? Después de todo, pese a su reivindicación parcial del estructuralismo, Gould siempre se consideró un darwinista partidario de la selección, aunque claro, no de la superpoderosa selección de los modernos darwinistas. Antes de responder a aquella pregunta, digamos dos palabras sobre la relación entre cambio heterocrónico y adaptación. La recapitulación es el resultado de la adición terminal de etapas (en principio) adaptativas. Pero a medida que las nuevas fases terminales se adicionan y el desarrollo se acelera, las fases adultas previas se van hundiendo en la profundidad de la ontogenia, de modo que (también en principio) no serían más ventajosas (por ejemplo, como vimos en el capítulo V, ¿de qué podrían servirle los dientes a un embrión?) ¿Es esa aceleración adaptativa en sí misma? ¿Por qué no ocurre la sustitución lisa y llana de etapas ontogenéticas terminales? Haeckel no creía que la aceleración del desarrollo fuese adaptativa per se, a diferencia de Müller (recapitulacionista como el primero) que veía como positivo que un buen carácter anticipase su aparición en la ontogenia: cuanto antes, mejor (vimos que Weismann era contrario a esta interpretación). También varios retardacionistas postularon que su modo favorito de evolución podía ser conveniente bajo determinadas circunstancias. Para Hardy, como vimos, la pedomorfosis era una vía de «escape a la especialización», un recurso que abría nuevas posibilidades evolutivas; siempre era bueno anticipar la reproducción en esas circunstancias.

Pasando ahora sí al rol que le cabe a la SN en el libro de Gould, digamos que en la segunda parte de Ontogenia y filogenia (sobre todo los capítulos VIII y IX) la selección ocupa un lugar destacadísimo, favoreciendo bajo determinadas circunstancias ciertas variantes heterocrónicas en lugar de otras. La SN puede actuar directamente sobre la morfología (coincidiendo en esto con la visión tradicional, originando adaptaciones organísmicas), o sobre el momento de la reproducción, anticipándola o retrasándola. Steve nos dice que hasta ese año de 1977 la biología evolutiva se había encargado de la adaptación solo en términos de morfología, fisiología y conducta, y rara vez en términos de estrategias de vida y dinámica poblacional. Con relación a este último aspecto, y según el modelo de los norteamericanos Robert MacArthur (1930-1972) y Edward O. Wilson (1929) de 1967, pueden darse dos diferentes estrategias: la r y la k.[328] La primera abarca un conjunto de rasgos poblacionales, entre ellos, un gran número de descendientes de pequeño tamaño y maduración rápida, con poco o ningún cuidado parental. La segunda, poca prole pero de un tamaño mayor, maduración lenta y cuidados parentales intensivos. En general, k es la estrategia que adoptan aquellas especies que viven en ambientes estables; en cambio, los estrategas r suelen habitar ambientes jóvenes, inmaduros, donde la rápida ocupación del espacio se vuelve una prioridad. En cada uno de esos contextos, los cambios heterocrónicos, que involucran, como vimos, no solo la morfología sino también el tamaño y el tiempo de maduración reproductiva, se tornan decisivos. Imaginemos una población que habita en un ambiente inestable. Supongamos que algunas formas variantes de esa población anticipan (apenas) vía progénesis el momento de su primera reproducción (la reproducción temprana o maduración rápida es característica en los estrategas r). Claramente, esas variantes se verán favorecidas por la selección natural; sin duda obtendrán una ligera ventaja reproductiva sobre las demás, de modo que, a la larga, toda la población evolucionará hacia la r. Por su parte, bajo condiciones ambientales estables, los estrategas k tenderán a ser neoténicos.

Refiere Gould que la mayoría de los modernos darwinistas (incluido De Beer) ve en la progénesis una suerte de retroceso, en el mejor de los casos, una forma de escapar al progreso cuando este se torna peligroso. En cambio, en Ontogenia y filogenia, ese mecanismo, como los otros, ocurre como parte de una modificación adaptativa general de la historia de vida del animal, una evolución que involucra una maduración precoz y una reducción del tamaño. Por el contrario, en la neotenia se da una maduración tardía que suele traducirse en un aumento de tamaño. En la neotenia, dice Gould, la morfología suele desempeñar un papel más importante que en la progénesis (2010a, p. 398).[329] De las dos, progénesis y neotenia, el autor reconoce la mayor importancia macroevolutiva de la primera, al liberar la morfología del control riguroso de la selección (p. 403).

La perspectiva heterocrónica permite pensar a la evolución morfológica no solo en términos de adaptación: es en este sentido que desafía la visión tradicional de la evolución. Como vimos, en general los modernos darwinistas y los adaptacionistas dan por cierto que cada carácter morfológico tiene un valor adaptativo. Pero las formas heterocrónicas, por ejemplo, las especies progenéticas, suelen exhibir morfologías que no son necesariamente adaptativas. En el caso de nuestra hipotética especie progenética, la morfología sería nada más que un efecto colateral (no deseado, si pudiésemos otorgar deseos a la evolución) del adelantamiento adaptativo de la reproducción, o de la disminución adaptativa del tamaño (McKinney y McNamara, 1991, p. 232). Moraleja: la naturaleza puede únicamente apuntar a uno o a unos pocos blancos, morfología, tiempo de reproducción o tamaño, pero no a todos a la vez. Al seleccionar uno o unos pocos, debe resignar el resto. Ese resto se modificaría por correlación: sería arrastrado por el o los caracteres que sí son seleccionados. Es, sin duda, una idea muy incómoda para un evolucionista enamorado de la potencialidad de la selección; para un ultradarwinista que cree que todos los rasgos de un organismo, hasta el más mínimo, son adaptaciones, para un adaptacionista empírico, según la clasificación del filósofo de la biología australiano Peter Godfrey-Smith[330] (Caponi, 2011a, p. 138).

En alguna medida, la ecología evolutiva (propia de nuestro ámbito 3) amplía el concepto clásico de adaptación. En efecto, a partir de los trabajos del ornitólogo inglés David Lack (1910-1973) y su reconocimiento de las llamadas adaptaciones ecológicas (Caponi, 2011a, p.139), pero sobre todo a partir del libro de Gould del 77, la adaptación comprende no solo a la morfología, la fisiología y el comportamiento, sino a la historia de vida completa del organismo, incluyendo la secuencia temporal de la reproducción, la fecundidad y la longevidad (Gould, 2010a, p. 342).

Gould (1982) afirma que el desarrollo interviene en la evolución principalmente de dos formas: 1) restringiendo la variación, de manera que las posibilidades presentadas a la selección natural no son ilimitadas; y 2) promoviendo cambios profundos, saltatorios (y constreñidos) del fenotipo (p. 337).

En el primer caso, la selección interviene de manera positiva, aun disponiendo de un limitado número de posibilidades: justamente, las que le ofrece el desarrollo. En el segundo, la selección no interviene de forma creativa; no juega ningún papel en el surgimiento de una nueva forma: esta aparece más bien de golpe, a partir de un ligero retoque en el programa de desarrollo. En todo caso, la selección actúa de modo negativo, eliminando a la nueva forma si es inviable.

La manera más práctica de crear un «monstruo esperanzado» es mediante un ligero reajuste al programa del desarrollo (Gould, 1982, p. 338). Bien; ya sabemos cómo crearlo, pero ¿cómo podríamos convertir a esa bestia solitaria en una nueva especie? Dicho de otro modo, ¿cómo podría un ser monstruoso como ese, originado mediante una única mutación individual, propagar sus genes en la población (pequeña y periférica)? ¿Cómo podría encontrar ese primer monstruo/a un/a monstrua/o con quien aparearse? El irlandés Wallace Arthur dio en 1984 una respuesta inteligente a esta pregunta. Dijo que si la mutación o mutaciones capaces de producir un monstruo eran recesivas podrían difundirse en las poblaciones y así también el fenotipo monstruoso (citado en McKinney y McNamara, 1991, p. 172). Suena lógico; de hecho, Fisher había explicado de forma parecida la difusión de todas las mutaciones novedosas, como vimos en el capítulo VI.

Héroes latinos de perfil bajo

Menos conocido que Steve Gould es Pere Alberch (1954-1998), otro superhéroe de nuestro ámbito 2. Al igual que el neoyorquino, este biólogo catalán tuvo, según Arantza Etxeberría y Laura Nuño de la Rosa (2009), intereses amplios, desde la biología del desarrollo (específicamente estudió el desarrollo de los miembros en reptiles y anfibios) hasta la museología (fue director del Museo de Ciencias Naturales de Madrid). Sus aportes a la actual teoría de la evolución pueden resumirse en tres: 1) cambió las teorías jerárquicas estáticas del desarrollo por una concepción dinámica, cíclica e interactiva a través de modelos teóricos y experimentos; 2) sostuvo la relevancia de los estudios a nivel morfogenético y consideró a las morfologías como productos de complejísimas interacciones genéticas y epigenéticas; y 3) sugirió que algunas propiedades del desarrollo constreñían posibles vías de evolución en direcciones específicas al definir el rango de variaciones asociadas con ciertas formas; de hecho, fue Alberch de los primeros en desarrollar la noción de developmental constraint (Etxeberría y Nuño de la Rosa, 2009, p. 31).

El evolucionista ibérico fue sin dudas un bicho raro. Estuvo siempre más interesado en las técnicas matemáticas que en las moleculares. Fue un campeón de la experimentación embriológica y de las simulaciones teóricas. Vio con claridad que la variación morfológica no ocupa todo el morfoespacio, sino que muestra una organización discreta: ese patrón sesgado era explicado precisamente por la existencia de constricciones. Estructuralismo pero en su justa medida: para Alberch las explicaciones internalistas (basadas en el desarrollo) y externalistas (selectivas) de la evolución no eran contradictorias, ya que se ocupaban de diferentes problemas (p. 23). Hasta en esto el catalán fue un visionario.

La heterocronía como explicación principal de la evolución

Los 80 y 90 fueron prolíficos en estudios heterocrónicos. Además de Alberch, que no puede encasillarse en una sola disciplina (he ahí, tal vez, la razón por la que nunca pudo encajar en la Universidad de Harvard), hay dos paleontólogos que sobresalen en esos años: Michael McKinney y Kenneth McNamara, autores de dos libros fundamentales: Heterocronía en la evolución: Un enfoque multidisciplinar^, editado por McKinney en 1988, y Heterocronía: La evolución de la ontogenia, de 1991. En esencia, lo que se dice en esos libros es que la heterocronía es el principal mecanismo de evolución: desde las más pequeñas variaciones individuales (sobre las que actúa la selección), pasando por el dimorfismo sexual, hasta las mayores novedades evolutivas, pueden explicarse por heterocronía. En esto hay coincidencia total con Steve Gould. McKinney y McNamara dan un lugar destacado a la selección natural, pero no la creen superpoderosa. Al igual que el neoyorquino, ambos entienden que la selección puede darse sobre diferentes blancos heterocrónicos, principalmente sobre tres: 1) el tiempo de desarrollo total o de ciertos eventos (siempre con relación a la estrategia de vida del organismo); 2) el tamaño; y 3) la morfología (1991, p. 225). Reconocen en Gould al primero en vincular la heterocronía con las estrategias ecológicas (pp. 202 y 268), en particular, con los conceptos de selección r y k de Arthur y Wilson. En este sentido, McKinney y McNamara amplían los procesos heterocrónicos vinculados a la estrategia r, no solo progénesis sino también aceleración, y a la k, no solo neotenia sino también hipermorfosis (p. 269).

Cuando la selección actúa anticipando el tiempo de la reproducción, el tamaño puede en efecto verse alterado, pero esa alteración no es necesariamente adaptativa (p. 262). De todos modos, admiten que, en general, el aumento/disminución del tamaño sí importa, evolutivamente hablando, por cuanto reduce el riesgo de predación (p. 196). De hecho, si una presa potencial achica su tamaño, a su predador se le van las ganas de hacer el esfuerzo por capturarla; si la presa se vuelve grande, al predador también se le van las ganas, pero por una razón muy distinta y entendible. Los tamaños normales de presa son seleccionados siempre de modo negativo; son con frecuencia el bocado perfecto para el predador. De hecho, el anterior es un ejemplo clásico de selección natural diversificadora (la selección favoreciendo ambos extremos de la distribución, a los relativamente chicos y a los relativamente grandes). En estas situaciones, la heterocronía suele ser una forma muy sencilla de evolucionar hacia formas grandes o chicas, por peramorfosis o pedomorfosis respectivamente (p. 263).

McKinney y McNamara afirman que la heterocronía puede producir por igual evolución rápida o discontinua, lenta o gradual: «La visión polarizada de que la evolución, si es gradual, está bajo el control de la selección natural (i. e., factores extrínsecos), y si es rápida es generada por heterocronía (i. e., factores intrínsecos) no es real» (p. 168).

Si la heterocronía es global, es decir, si comprende a todo el organismo, es posible que la evolución pegue un salto. También si el cambio sucede en alguna fase temprana del desarrollo, aunque la alteración sea modesta y local (p. 171): esto es Goldschmidt casi en estado puro. Al igual que Gould, Mc & Mc piensan que la evolución gradual y la saltatoria son igualmente posibles: les corresponde a los paleontólogos discernir qué modo de evolución, si gradual o saltatoria, ha ocurrido en cada caso particular: esto es empirismo puro. También la disociabilidad es importante en la macroevolución, ya que cada módulo del organismo puede desarrollarse y evolucionar de manera diferente contribuyendo al origen de nuevos planes corporales (p. 182).

El norteamericano y el australiano reconocen seis tipos básicos de evolución heterocrónica: neotenia, progénesis, postdesplazamiento, hipermorfosis, aceleración y predesplazamiento; los tres primeros producen como efecto pedomorfosis, los tres últimos, peramorfosis o verdadera recapitulación. Arriba en el cielo, Haeckel ahora se mata de la risa; su ley es nuevamente válida, aunque circunscripta a la peramorfosis (digamos de paso que el estructuralista Alberch siempre cuestionó la validez de la ley de Haeckel). En su reciente libro, Wallace Arthur lo dice bien clarito: «inicialmente considerada (de forma incorrecta) como la ley que explica la evolución del desarrollo, fue luego completamente rechazada (también incorrectamente) y luego eventualmente considerada (de forma correcta) como uno de los distintos patrones posibles» [traducción propia] (2011, p. 15). En realidad, este mismo autor piensa que la recapitulación en efecto se cumple, aunque solo considerando los diferentes niveles de complejidad: no involucra a todas y cada una de las etapas filogenéticas (2002). En la ontogenia se repetirían solo los siguientes pasos filogenéticos: 1) multicelularidad; 2) bilateralidad; 3) bilateralidad y segmentación; y 4) bilateralidad y segmentación con cabeza y apéndices. El cumplimiento de la recapitulación no iría más allá de eso. El mismo Arthur ha reconocido recapitulación en otros casos puntuales, como en el de los pleuronectiformes: radiales en estados ontogenéticos tempranísimos, bilaterales en estadios tempranos y asimétricos en estadios adultos (2011, pp. 107-108).

Nuestros animales favoritos, los dinosaurios y el Homo sapiens, no escaparon a esta nueva moda. Ocupémonos otra vez de ellos y veamos de qué forma fueron reinterpretados a la luz de la heterocronía.

El homo sabio

En Ontogenia y filogenia, Gould dedica un capítulo entero (el x) a la evolución humana por retardación.[331] Según el neoyorquino, los primates poseen un desarrollo retardado con relación a otros mamíferos. Es cierto; en nuestro orden zoológico todo parece ser más largo: la duración de la gestación, el tiempo transcurrido desde el alumbramiento hasta la maduración sexual y la duración de la vida con relación al tamaño del cuerpo (Gould, 2010a, p. 427). Como vimos, Owen Lovejoy había ubicado a la niñez prolongada en una de las puntas del polígono que ilustra el circuito de realimentación en el que se hallarían atrapados los antropoides K; pues bien, el Gould del 77 anota a la niñez prolongada en su larga lista de características homíninas retardadas o neoténicas (p. 463).

Al referirse a la importancia adaptativa del desarrollo demorado, al preguntarse por las razones de ese modo de evolución, Steve apunta directamente a la morfología pedomórfica (Gould, 2010a, p. 460 y 462).[332] Vía neotenia se habría conseguido, siempre según Gould: 1) equilibrar el cráneo del homínino bípedo; y 2) economizar en osificación, al adquirir el cráneo una forma esférica (p. 460). Nuestra historia evolutiva estuvo signada por un aumento general de tamaño, y la única forma de no terminar siendo grandotes y de cabezas pequeñas (a consecuencia de la alometría negativa de la cabeza), era volvernos pedomórficos.[333] De este modo, la pedomorfosis habría sido fundamental en el proceso de encefalización, la manera por la cual nos volvimos cabezones.

Como dijimos, esta parte de Ontogenia y filogenia es muy adaptacionista, a diferencia del resto de la obra, de un tono más estructuralista. Casi no se habla aquí de constricciones. Es más; en un arranque antiestructuralista raro en él, Gould se las agarra con Weidenreich, cuestionándole una por una sus correlaciones de crecimiento (pp. 453-459). El neoyorquino obviamente reconoce la importancia de las correlaciones (vinculadas a constricciones del desarrollo), solo que no cree que puedan desplazar a la neotenia como explicación general de la evolución humana (p. 459). Destacamos una última diferencia entre Gould y Lovejoy: el primero pensaba que somos naturalmente k, al igual que los demás primates; el segundo, que somos efectivamente k, pero ligeramente tendientes a la r.

McKinney y McNamara también dedican buena parte de un capítulo de su libro del 91, el VII, al tema de la evolución humana por heterocronía. Allí hay algunas diferencias importantes con el libro de Gould. Este, como vimos, daba a la neotenia un mayor peso (también Garstang, Bolk, De Beer y Montagu). En cambio, Mc & Mc le van a dar todo el peso a la hipermorfosis; la peramorfosis (que comprende a la hiper), no la pedomorfosis, es para ellos el factor clave en la evolución humana. Para el norteamericano y el australiano, la similitud entre los cráneos de un humano y un simio juvenil es superficial y obedece al prolongado crecimiento del cerebro del primero (1991, p. 292). Lo que habría sucedido en el rey de los primates es una demora hipermórfica de la maduración, no una retardación. Ambos desarrollan el concepto de heterocronía secuencial para aplicarlo al caso específico del ser humano y lo definen como la finalización demorada de todas las fases del ciclo biológico.[334] Fundamentan la hipermorfosis secuencial humana con datos duros, en apariencia incontrovertibles: en el chimpancé la infancia dura tres años; en el hombre seis; en el chimpancé la fase juvenil se prolonga por siete años, en el hombre por catorce, y así con todas las demás fases, en todos los demás primates (p. 296). Los humanos son más grandes que los chimpancés a causa precisamente de la hipermorfosis secuencial (p. 314). Los gorilas serían todavía más grandes porque su ancestro inmediato experimentó, además, aceleración en su fase juvenil (p. 314). La escasez de pelo en los seres humanos tampoco sería neoténica sino la expresión alométrica que caracteriza a todo simio grande (p. 316). Incluso, incorporan al modelo datos paleontológicos; en efecto, según ciertos estudios, la infancia era más corta en nuestros ancestros, por ejemplo en Australopithecus (p. 297). Por último, Mc & Mc estudian las posibles fuerzas selectivas sobre esos fenotipos genéticamente (es decir, internamente) producidos (p. 323). Para ellos, la selección habría favorecido a los cerebros más grandes, más memoriosos, más sociales. Esas fuerzas habrían empujado a los homíninos hacia un extremo de la serie r-K hacia la k, exactamente lo contrario a lo planteado por Lovejoy (p. 229 y 324).

Los dinos y la heterocronía

Un discípulo de McNamara, John Long, se dedicó en especial a investigar el papel de la heterocronía en la evolución de los dinosaurios (Long y McNamara, 1997). Encontró un montón de cosas interesantes. En los tiranosaurios y en otros grandes terópodos, el cierre y la fusión de las suturas craneanas y la cabeza grandota serían peramórficos; los miembros anteriores, en cambio, pedomórficos. La relación alométrica negativa entre el miembro anterior y el cuerpo hace que todos los grandes terópodos posean miembros anteriores relativamente pequeños. Lo que Long y McNamara plantean para el rey de los lagartos tiranos es que sus miembros anteriores son más pequeños de lo esperado solo en función de la alometría. Afirman que en esa parte del cuerpo ha ocurrido pedomorfosis, un cambio heterocrónico local acotado a los miembros. Por lo tanto, este reptil extinguido habría evolucionado por heterocronía disociada; algunas partes (o módulos) lo habrían hecho por peramorfosis (aceleración o hipermorfosis), otras por pedomorfosis.

Según Tony Thulborn (1985), otro paleontólogo australiano, las aves habrían evolucionado sobre todo por pedomorfosis (con mayor precisión, por neotenia) a partir de dinosaurios no avianos de mayor tamaño. Según esta hipótesis, compartida por sus compatriotas Long y McNamara, las plumas de las aves serían estructuras pedomórficas que (resulta obvio) habrían estado presentes en los terópodos no avianos ancestrales en su etapa juvenil (se supone que las plumas habrían surgido como una adaptación para evitar la pérdida del calor corporal durante esa fase de tamaño pequeño, y que luego se habrían exaptado en los dinosaurios voladores, extendiéndose hasta las etapas ontogenéticas adultas). Además de su tamaño pequeño, otros rasgos pedomórficos de las aves serían las órbitas grandes y redondeadas y el aspecto simple de los dientes (así es: las aves primitivas poseían dientes, luego los perdieron). A su vez, otras características, como el gran desarrollo de las manos convertidas en alas, serían peramórficas; de nuevo, heterocronía disociada, pedomorfosis por un lado, peramorfosis (aunque más localizada) por el otro. Finalmente, las aves modernas no forman anillos de crecimiento óseo, como sí lo hacían los dinosaurios no avianos adultos[335]. No alcanzarían la etapa ontogenética en que los anillos comienzan a depositarse, sino que progenéticamente truncan su desarrollo antes de esa etapa. En suma: la evidencia paleohistológica es por completo consistente con la idea de que las aves modernas evolucionaron por pedomorfosis a partir de dinosaurios no avianos. Ahora bien, ¿cuáles habrían sido las ventajas selectivas de esas modificaciones heterocrónicas experimentadas por las aves? Es difícil saberlo. Quizás hubo varias distintas a lo largo de la evolución del grupo. Seguro fue importante el vuelo, pero el alargamiento peramórfico de la mano y la existencia misma de las plumas no habrían tenido que ver con esa función, al menos no al inicio. El dinosaurio no aviano Unenlagia del Cretácico Superior de Neuquén (República Argentina), un bicho no volador pero provisto de estructuras muy similares a las alas, y la gran variedad de dinosaurios no avianos emplumados encontrados en China y en otros lugares, son prueba elocuente de ello.[336]

Long y McNamara piensan que los grandes saurópodos herbívoros, los cuellilargos, también habrían evolucionado por heterocronía: el alargamiento del hocico en los braquiosaurios, la complejización de las láminas óseas de las vértebras, el mismo estiramiento del cuello, y por supuesto, su gran tamaño corporal, serían peramórficos, quizás el resultado de aceleración e hipermorfosis combinadas. Pero claro, no todos los dinosaurios fueron grandes, y es posible que algunos linajes de dinosaurios no avianos hayan evolucionado por pedomorfosis. Con mucha probabilidad, el tamaño fue la mayoría de las veces el blanco de selección y los caracteres morfológicos pedomórficos simplemente hayan sido arrastrados (por correlación), por lo que no tendrían valor adaptativo en sí mismos. Por ejemplo, el cuello relativamente corto de los pequeños saurópodos dicraeosáuridos. O sus vértebras poco pneumatizadas (Salgado, 1999). Sin embargo, sabemos que rara vez la heterocronía es global: casi nunca comprende a todo el organismo afectándolo de una misma manera. Por ejemplo, en los mismos dicraeosáuridos, encontramos un ejemplo de evolución peramórfica local. El extraordinario alargamiento de las espinas neurales de las vértebras del cuello del género neuquino Amargasaurus, fue sin dudas favorecido por alguna razón que ignoramos (¿la defensa?). Aquí, como en otros casos, la heterocronía disociada pudo producir un diseño morfológico nuevo, muy distinto al de otros sauropodomorfos. Si la disociación no hubiese sido posible, todos los dinosaurios habrían correspondido a diferentes fases de una única trayectoria ontogenética.

§. El segundo tiempo del desarrollo
El descubrimiento del siglo

El desarrollo se reintegra por completo a los estudios evolutivos con el descubrimiento de los llamados genes homeóticos o genes con homeobox, ocurrido en los años 80. En realidad, ya desde finales del siglo XIX se conocían los efectos que generan las mutaciones en esos genes. En Materiales para el estudio de la variación de 1894, William Bateson, aquel primer mendelista inglés defensor de la evolución discontinua, había llamado homeosis a la transformación «discreta y completa» de un órgano en otro (Sampedro, 2007, p. 110). Años más tarde, Calvin Bridges, a quien conocimos como uno de los primeros en destacar el valor evolutivo de las duplicaciones génicas (en el capítulo VII, «Duplicación del material genético y evolución»), observó moscas mutantes con un par de alas de más (estructuras aliformes más que a las verdaderas). Las mutaciones que originaban esas moscas tetra aladas fueron llamadas bithorax por el hecho de que, aparentemente, causaban la duplicación de un segmento torácico, aquel en el que las alas se desarrollaban con normalidad[337]. Bridges se dio perfecta cuenta de que esas mutaciones representaban un caso particular de homeosis batesoniana (Sampedro, 2007, p. 113). En los años sucesivos fueron citados otros muchos ejemplos de ese tipo de alteraciones genéticas en insectos. En Genética y el origen de las especies, Dobzhanky menciona distintos casos en moscas; además de la bithorax, la transformación de alas en órganos semejantes a balancines[338], la aparición de un par de alas en el protórax o sector anterior del tórax, de patas en lugar de antenas, entre otros (Dobzhansky, 1955, p.30).

A mediados de siglo, el biólogo estadounidense Edward Lewis (1918-2004), discípulo de Bridges y, por lo tanto, nieto intelectual de Morgan, opinó que las transformaciones homeóticas se debían a mutaciones en genes individuales. Era claro que se requerían cientos de genes activos para desarrollar alas y patas en una ubicación anormal, por lo que Lewis supuso (correctamente) que las mutaciones homeóticas afectaban a genes que dirigían la actividad de otros genes subordinados (ya vimos qué pensaba Kühn sobre esas complejas interacciones génicas); no había otra forma de garantizar que una alteración génica simple causase una transformación fenotípica de tal magnitud.

Mucho tiempo después, el suizo Walter Gehring (1939-2014) y el norteamericano Bill McGinnis proclamaron que las mutaciones bithorax afectaban las funciones de un grupo de genes ubicados secuencialmente en forma contigua en un cromosoma; hoy, a ese tipo específico de genes homeóticos se los conoce como genes hox: el descubrimiento del siglo en el ámbito de la biología del desarrollo.

¿Qué sabemos hoy de esos genes hox? Algunas cosas:

En particular, esto último llamó muchísimo la atención. Era como si las familias que viven en una cuadra (el eje anteroposterior de la mosca) se ubicaran allí siguiendo el orden de la guía telefónica (el orden de los genes en el cromosoma de la mosca) y que su llegada a la cuadra (su orden de expresión) también haya coincidido con el de la guía. Así, por ejemplo, los primeros en llegar fueron los Apesteguía, los primeros de la guía, quienes construyeron su residencia en una de las esquinas de la cuadra; luego los Bodnar hicieron la suya en el terreno de al lado; más tarde llegaron los Canale y edificaron su casita pegadita a la residencia de los Bodnar; los Díaz Martínez lo hicieron más tarde y construyeron en el terreno vecino, al final, llegó la familia Zurriaguz, los últimos de la guía, y edificaron en la otra esquina. Así, la cuadra se fue poblando, ordenadamente, de la a hasta la z.

Genes hox por todos lados

Inmediatamente luego de su reconocimiento en moscas, se inició una búsqueda intensa de genes hox en distintos grupos taxonómicos, y estos no tardaron en encontrarse en un montón de grupos animales, incluso en mamíferos. En todos esos casos, el orden de localización en los cromosomas y el patrón de expresión resultaron similares a los de la mosca (colinearidad espacial y temporal). En mamíferos, se reconocen en la actualidad cuatro complejos hox (hoxa, hoxb, hoxc y hoxd) ubicados en diferentes partes del genoma. Cada uno de esos complejos posee un máximo de trece genes. En el caso humano, esos clusters se ubican en los cromosomas 2, 7, 12 y 17. Los cuatro clusters mamalianos, los genes que los componen, son homólogos entre sí, más precisamente parálogos, y ortólogos con respecto al único complejo existente en la mosca.

Los hox y la evolución

La selección natural actúa sobre los cuerpos (que son, en definitiva, los portadores de los caracteres), pero la TS define la evolución en términos de cambios en la constitución genética de las poblaciones. Hasta hace poco tiempo se ignoraba en absoluto de qué modo se relacionaban los cuerpos con los genes y, con toda lógica, los modernos darwinistas veían en eso un serio problema. El botánico estadounidense George Ledyard Stebbins (1906-2000), uno de los fundadores de la TS, reconoció de manera temprana la gravedad de ese bache teórico en su libro Procesos de evolución orgánica de 1971 (su primera edición en inglés):

Antes de que los biólogos puedan comprender íntegramente los mecanismos mediante los que la selección puede producir diferencias visibles entre razas y especies, deben explorar profundamente la enorme terra incognita de la biología moderna; la compleja trama de interacciones entre genes y caracteres. (1978, p. 14)

Todavía en los años 80, los biólogos no estaban muy convencidos de que esa exploración que proponía Stebbins en los 70 condujese a algún lado; ni siquiera era seguro que el desarrollo (el puente entre el genotipo y el fenotipo en definitiva) estuviese programado en los genes. Brian Leith, biólogo y productor de la BBC, da cuenta de esa situación en El legado de Darwin, un libro escrito en esa década. El título del capítulo IX lo dice todo: «¿Pueden los genes formar cuerpos?». Allí encontramos la siguiente reflexión, bastante desoladora por cierto:

Si ya es lamentable para la biología en general, este vacío en nuestros conocimientos supone un obstáculo muy grave para la teoría de la evolución en particular. La biología del desarrollo es capital para la evolución porque tiende un puente sobre el abismo entre dos campos totalmente separados: la genética y la biología del «animal entero»; abismo que se nos presenta como una suerte de tierra de nadie entre el «genotipo» y el «fenotipo», entre los ingredientes de un plato y el propio plato acabado. El desarrollo es la receta que convierte un saco de genes en un elefante, un caracol o un roble. Esta falta de conocimientos tiene singularmente importancia en relación con la teoría de la selección natural, porque, si bien la selección ha de operar sobre los fenotipos, sobre los «productos acabados», el grueso de la teoría se basa en los genotipos, en los «ingredientes». Las ideas darwinianas se fundamentan en que difiere la capacidad de los organismos para competir, para sobrevivir y reproducirse. Pero, generalmente, la teoría en sí se expresa en función de los genes que se suponen subyacen a toda forma exterior del organismo. El problema estriba en que, de momento, no tenemos una imagen coherente de cómo los genes se convierten en seres vivos, de cómo los genotipos llegan a ser fenotipos. Y mientras no se conozca la relación exacta entre genes y «fenes», la teoría de la evolución continuará siendo especulativa e inverificable. (1986, pp. 134-135)

Las cosas comenzarán a cambiar con el descubrimiento de los genes hox (a comienzos de los 80). Ese hallazgo hizo claro que al menos parte del desarrollo estaba inscripto en el genoma. Sin embargo, los modernos darwinistas no salieron corriendo a festejar; tenían sus motivos para refrenarse: el hallazgo, en principio tan auspicioso, parecía abrir la puerta al estructuralismo e, incluso, recordaba al viejo mutacionismo, sobre todo en el caso del origen de los nuevos diseños corporales. Desde el ámbito 2 se argumentaba que era posible modificar en profundidad un organismo alterando su desarrollo, si bien no era claro que la heterocronía bastase para dar cuenta de la aparición de estructuras corporales novedosas. Por ejemplo, se desconocía si la heterocronía (la aceleración, prolongación, acortamiento o retardo del desarrollo) era suficiente para producir una tortuga a partir de una forma de reptil sin caparazón[341]: la genética del desarrollo propia de nuestro ámbito 4 parecía mucho más prometedora en ese sentido.

Origen de lo nuevo

En definitiva, la clave para comprender cómo surgían las novedades evolutivas, al menos las más significativas, parecía estar en los genes homeóticos.[342] Hipotéticamente, hay al menos cuatro modos diferentes de variación en el patrón de expresión de ese tipo de genes (en particular de los hox) que pueden llevar a un cambio corporal significativo: 1) cambios en el número de genes hox; 2) cambios en la respuesta de genes aguas abajo; 3) cambios en el patrón de transcripción de genes hox dentro de una porción del cuerpo; y 4) cambios en el patrón de transcripción de genes hox entre distintas porciones del cuerpo (Futuyma, 2005).

Desde principios del siglo XX era sabido que la duplicación génica y la ampliación del genoma eran importantes en la evolución (lo dijimos al desarrollar nuestro ámbito 1, el de la citogenética y la genómica). Ahora se veía que lo importante en la macroevolución era la duplicación de clusters de genes hox, más que la de cualquier gen o grupo de genes. Para el chileno Milton Gallardo no existen dudas: los grandes pasos en la evolución han coincidido con duplicaciones genómicas. En efecto, de la simple observación de un mapa filogenético se colige que el aumento en el número de los genes hox (la duplicación de clusters como resultado de duplicaciones cromosómicas) ha sido fundamental en la evolución de los metazoos[343] (Futuyma, 2005, p. 477). Aparentemente, los genes hox experimentaron dos principales sucesos de duplicación en estos animales[344]; el primero estaría situado cerca del origen de las formas bilaterales, el segundo, cerca del origen de los deuterostomados.

Hay peces teleósteos en los que los clusters originales, aquellos que se observan en la mosca, están septuplicados. Desde este punto de vista, esos peces podrían considerarse más evolucionados que los propios mamíferos... cosas raras que la nueva ciencia del evo-devo nos plantea.

Mientras que los genes hox originales habrían mantenido muchas de sus funciones, los genes originados por duplicación habrían podido abarcar nuevas áreas de expresión y asumir el control de otros genes.[345] Esto es, en definitiva, lo que habría llevado a la gran diferenciación morfológica de los animales bilaterales o Bilateria, originados de aquel urbilaterio inventado que mencionamos en el capítulo V. Específicamente en los vertebrados, los nuevos clusters de genes hox se habrían asociado a funciones y estructuras nuevas: por ejemplo, hoxa1 y hoxa3, presentes en vertebrados y parálogos de hoxb1 y hoxb3 del anfioxo, estarían asociados al desarrollo de la cresta neural[346], que contribuye a la formación de las mandíbulas y el esqueleto branquial. Esto significa que las mandíbulas de los vertebrados se habrían formado a partir de la duplicación de genes presentes en cordados, sin mandíbulas..., raro, ¿no?

De aquel mismo mapa filogenético de los hox se deduce que el número de esos genes no se ha modificado mucho desde la divergencia mamíferosaves (ocurrida hace más de trescientos millones de años), lo que implica que los cambios morfológicos desde esa remotísima separación serían el resultado de modificaciones en la expresión de hox preexistentes, y/o de genes cuya expresión es controlada por ellos. Es decir que esos cambios responderían a alteraciones en la respuesta de genes aguas abajo, ya sea en el patrón de transcripción de genes hox dentro de una porción del cuerpo, o en el patrón de transcripción de genes hox entre distintas porciones del cuerpo (puntos 2-4).

La hoxología explica bastante bien el origen de nuevos diseños corporales (no solo de nuevas estructuras como las mandíbulas), una vieja piedra en el gastado zapato darwinista. En efecto, la selección natural clásica podía dar cuenta de un incremento en adaptación, pero, como dijimos varias veces a lo largo del libro, no estaba claro hasta qué punto ese mecanismo podía conducir a la emergencia de nuevos planes corporales. ¿Y qué es un plan corporal? La respuesta no es sencilla. Wallace Arthur (1997) dedica un capítulo entero de su libro El origen de los planes corporales animales, el II, a discutir ese punto (no podría haber dejado de hacerlo, dado el título de la obra). Para comenzar, el irlandés dice que esos planes son fáciles de ejemplificar pero difíciles de definir y que, en todo caso, no hay una definición única (un mal comienzo, sin duda). Reconoce un plan corporal para los insectos, otro para los moluscos, otro para los vertebrados, asumiendo que insectos, moluscos y vertebrados difieren sustancialmente en sus «rasgos arquitecturales» (sean lo que sean estos últimos). Pero aún Arthur sigue sin decirnos qué es exactamente un plan corporal.[347] En una tablita clarificadora incluida en su libro, el autor resume algunos de los «rasgos arquitecturales» que él considera como definitorios de plan corporal. No son muchos: esqueleto interno/externo; simetría radial/bilateral; pares de apéndices 0/2/3/4 o más; cavidad corporal acelomado/pseudocelomado/ celomado; segmentación ausente/presente, entre otros (p. 27). En suma, rasgos muy pero muy generales. Al final, acepta la definición del paleontólogo norteamericano James Valentine, considerándola un «buen punto de partida». La definición de plan corporal (o bauplan) elegida, que tampoco dice mucho, es la siguiente:

a niveles superiores de la jerarquía taxonómica, los fila, o los clados de nivel de clase están caracterizados por su posesión de asociaciones particulares de rasgos arquitecturales y estructurales homólogos [...] Es a dichas asociaciones que el término bauplan es aplicado. [Las cursivas son nuestras] (p. 25)

Podemos ver que para Valentine, el término bauplan es puramente morfológico, de manera que el origen de los planes corporales corresponde al ámbito específico de la evolución morfológica, de la macroevolución morfológica, para más precisión.

Wallace Arthur tiende hacia una visión internalista del origen de los nuevos planes corporales; en este sentido, no cree que los nuevos diseños tengan que ver con la apertura de nuevos ambientes (lo que supondría externalismo). Prueba de ello es que los mayores planes se habrían originado en un mismo ambiente: el marino (p. 47). Vayamos a un caso, el origen de los animales bilaterales, y veamos cómo ese rasgo arquitectural, la bilateralidad, pudo evolucionar mediante modificaciones en los genes hox.

La evolución de la bilateralidad animal

Todos los animales bilaterales son triploblastos (desarrollados a partir de tres capas embrionarias) y segmentados, y aún no está claro si existe una relación causal entre lo uno y lo otro. Sí sabemos que, desde el punto de vista de su diseño, el salto morfológico que separa a los organismos de simetría radial (todos diploblastos, desarrollados a partir de dos capas embrionarias) de los bilaterales es enorme (Sampedro, 2007, p. 126). Asumiremos por ahora que los animales bilaterales evolucionaron de animales de simetría radial. En términos evolutivos, la transición de radial a bilateral debió ser rápida y discontinua, ya que no hay animales que no sean una cosa u otra.[348]

Probablemente la clave del gran salto a la bilateralidad esté en la aparición de nuevos genes hox. La hidra, animalito de simetría radial, posee tres de estos genes, dos correspondientes al extremo proximal de la serie existente en los bilaterales, el tercero correspondiente a su extremo caudal. En este cnidario de agua dulce esos genes no están ordenados sino dispersos en el genoma, aunque es posible que se hayan originado juntos (Sampedro, 2007, p. 129). El gran salto, en apariencia, coincidió con una importante expansión de los genes hox, en particular los correspondientes a la parte media de la secuencia (como vimos, virtualmente ausentes en la hidra). Algunos suponen que las funciones de los genes medios que surgieron de esa expansión (lo habrían hecho por duplicación) no fueron adquiridas de forma gradual. Las diferencias funcionales ya habrían estado allí desde el mismo momento de la duplicación (p. 133).

El origen instantáneo y discontinuo (saltatorio) de los animales bilaterales responde con claridad a un modo estructuralista de evolución. Dice el español Javier Sampedro:

El Gran paso entre los tres genes Hox de la hidra y la fila Hox de Urbilateria no es solo la consecuencia de la selección darwiniana: en cierto modo es más bien su causa, por cuanto esa rebelión genómica inventó una estrategia de diseño multicelular tan sólida y abstracta, en los fundamentos, que podía permitirse el lujo de ser versátil y detallista en la superficie. (p. 136)

Nuevo diseño por modificación de las expresiones de genes

Aparentemente, las aletas de los peces y las patas de los tetrápodos se desarrollan a partir de los mismos genes hoxd 11, 12 y 13. Hasta acá, nada raro; las aletas pares y los miembros tetrápodos son homólogos, eso ya se sabe desde los tiempos de Owen. Lo que se ignoraba hasta hace poco es que las diferencias entre esos apéndices locomotores obedecerían a diferencias en la expresión de aquellos genes hox (Arthur, 2011, pp. 174-175). De manera sucinta (ya que el proceso es muy complejo), en los peces esos genes se activan en la parte posterior de la aleta en desarrollo, pero en los tetrápodos la activación se produce en las partes posterior y frontal del extremo distal del brote del miembro. Esto lo vieron por primera vez Paolo Sordino y sus colaboradores de la Universidad de Génova en el año 95 (Schwartz, 1999, p. 339). Al parecer, el hoxd 13 es el último en expresarse durante el desarrollo del miembro tetrápodo. Ese gen codifica una secuencia repetida del aminoácido alanina, el cual estaría involucrado en el desarrollo de los dedos (alanina en su justa medida equivale a cinco dedos). Se piensa incluso que la polidactilia[349] ocurre cuando hay un exceso en la producción de ese aminoácido. En este último caso, la alanina inactivaría a los otros hoxd por un mayor tiempo, dando por resultado un mayor número de dedos (p. 342). Lo contrario también parece ser cierto: más corta la secuencia de alanina repetida, menor el número de dígitos y de huesos por dígito. Es probable, entonces, que en los primeros tetrápodos, los cuales, de modo sorprendente, poseían hasta ocho dígitos en el miembro delantero y siete en el trasero (por ejemplo en Acanthostega, un tetrápodo primitivo que vivió hace más de 350 millones de años), los genes hoxd hayan producido altos niveles de alanina (p. 344). ¿Por qué el número de dedos de los tetrápodos es cinco y no otro? (aunque en el caso de la pata delantera de los anfibios modernos ese número pudo haber sido originalmente 4). ¿Es cinco el número óptimo de dedos para un tetrápodo? Steve Gould piensa que no. Para el héroe máximo de nuestro ámbito 2 se trataría de un ejemplo más de contingencia histórica: el número de dedos se estabilizó finalmente en cinco, pero pudo haberlo hecho en seis... o en cuatro (1994, pp. 59-73). Lo mismo podría decirse del número cuatro de miembros o del número siete de vértebras del cuello en los mamíferos, otros casos clásicos de constricción del desarrollo (Arthur, 2011, p. 202); en suma: puro estructuralismo.

Sigamos con los dedos. Dijimos que el número básico es cinco, pero que en la historia evolutiva ha ocurrido muchas veces una reducción de esa cantidad. En estos casos, no siempre es fácil establecer cuáles son los dedos que han quedado. Algunas veces es posible ver cómo algunos de los dedos originales van desapareciendo, ya sea en el desarrollo embrionario o en el registro paleontológico. En esos casos, no hay mayores dudas. Pero otras veces la cosa no es tan sencilla, sobre todo cuando la evidencia embriológica no es consistente con la paleontológica. Por ejemplo, se ignoraba hasta hace poco si el primer dedo funcional del ala de las aves correspondía al dedo I o al II (el dedo I es siempre el interno, en el caso humano, el pulgar). La duda puede parecer trivial pero, créannos, no lo es. Los paleontólogos que defendían la naturaleza dinosauriana de las aves (una enorme mayoría) afirmaban que era el i sobre la base de datos paleontológicos, sobre todo de la comparación con otros dinosaurios terópodos. En cambio, los embriólogos afirmaban que se trataba del II, a partir de su propia línea de evidencia. El punto es que los (poquísimos) paleontólogos que se oponían a la hipótesis de que las aves son dinosaurios se agarraban de la opinión de los embriólogos para defender su propia posición.[350] Pues bien: en los últimos años, la hoxología ha venido al rescate de los partidarios de la hipótesis dinosauriana. Alex Vargas, de la Universidad de Chile, y John Fallon, de la de Wisconsin, han revelado, sobre la base de la genética del desarrollo, que ese dichoso dedo es sin dudas el i. En efecto, en el primer dedo del ratón el gen hoxd12 no se expresa, mientras que en todos los demás dígitos se expresan el 12 y el 13. En el primer dedo del pollo sucede exactamente eso a partir del quinto día del desarrollo: es decir, lo que uno esperaría de un dedo I hecho y derecho. Así, el chileno y el norteamericano piensan que han desarmado el principal argumento de los opositores de la hipótesis dinosauriana (Vargas y Fallon, 2005). Como paleontólogos simpatizantes de esta última hipótesis, los autores de este libro no podemos dejar de celebrar ese importantísimo hallazgo.

La importancia macroevolutiva de la modularidad

La expresión corporal de la duplicación génica es la modularidad, es decir, la repetición seriada de las partes del cuerpo. Los módulos son homólogos, homólogos seriales según la terminología de Owen, como vimos en el capítulo V («Y Dios dijo: hagamos al arquetipo»).

La modularidad permite que ciertas partes del organismo se modifiquen sin interferir con las funciones de otras. Esto puede resultar en un patrón de evolución en mosaico (cuando diferentes partes del cuerpo evolucionan diferentemente, a diferentes ritmos). Se han identificado tres procesos de alteración del desarrollo vinculados con la modularidad: 1) disociación; 2) duplicación y divergencia; y 3) co-opción. La disociación hace posible que, durante el desarrollo o en el transcurso de la evolución, una parte del organismo cambie sin que se vea afectado todo lo demás. A nivel ontogenético, la disociación hace posible la alometría, es decir que permite que las diferentes partes del cuerpo se desarrollen a diferentes tasas (como sucede en el caso de las astas de los alces gigantes y los bracitos de los tiranosaurios). A nivel evolutivo, la disociación posibilita que cada una de las diferentes partes del cuerpo se desarrolle más o menos, antes o después, con relación a las mismas partes corporales del ancestro (heterocronía disociada). Por ejemplo, como vimos en este capítulo, durante la evolución de las aves habría ocurrido hipermorfosis en las manos (las cuales terminaron convirtiéndose en alas) y pedomorfosis en el resto del cuerpo, según los apóstoles australianos de la heterocronía aviana: Thulborn, Long y McNamara. La duplicación produce estructuras redundantes, en tanto la divergencia promueve que esas estructuras adquieran nuevos roles. Por último, está la co-opción, mediante la cual las unidades preexistentes (sean moleculares o morfológicas) pueden ser reclutadas para nuevas funciones. A nivel molecular, la co-opción es lo que la exaptación a nivel de organismo (Arthur, 2011, pp. 249-250).

Heterocronía y genética del desarrollo

¿Son los cambios heterocrónicos o heterotópicos el resultado de cambios en la expresión de genes homeóticos? Dicho de otra forma, ¿es posible considerar como heterocrónicos o heterotópicos a esos cambios evolutivos causados por una modificación en la expresión de los genes homeóticos? Hacia principios de los 90, poco o nada se sabía sobre las bases genéticas de la heterocronía (en realidad, se sabía muy poco de la genética del desarrollo en general). McKinney y McNamara dedicaron una parte del capítulo III de su libro del 91 a la genética de la heterocronía. Nada hay allí sobre genes homeóticos o genes hox (incluso, en el índice de temas no hay entrada para esos conceptos, lo que es raro, ya que los primeros estudios sobre los hox datan de principios de los 80). Mc & Mc comienzan ese capítulo repasando los modelos de control de la expresión génica conocidos en pro y eucariotas. Enseguida critican la dicotomía que suele establecerse entre «genes del desarrollo», que actuarían durante el desarrollo, y «genes de mantenimiento», que lo harían solo cuando el estadio adulto es alcanzado (p. 78). También es cuestionada la diferenciación tradicional entre genes «estructurales» (que codificarían proteínas durante el desarrollo y el mantenimiento) y, de nuevo, «reguladores» (que producirían sustancias que controlan a los genes estructurales). Aun así, consideran, como el Gould modelo 77, que los cambios evolutivos importantes tienen relación con los «genes del desarrollo», sean lo que sean esos genes (p. 79).

En un trabajo reciente, McNamara (2012) llamó «genes heterocrónicos» a aquellos hipotéticos genes que regularían el tiempo del desarrollo. Siguiendo a otros autores, afirmó que esos genes, que expresarían la dimensión temporal del desarrollo, son análogos a los genes homeóticos, los cuales regularían la dimensión espacial del desarrollo de los vertebrados (ejes anteroposterior y dorsoventral). De hecho, los cambios en la dimensión espacial se corresponderían con lo que Haeckel llamó hace más de un siglo heterotopía (el análogo espacial de la heterocronía). Sin dudas, los ejemplos clásicos de transformaciones homeóticas batesonianas son casos de heterotopía haeckeliana. La mutación Antennapedia de la mosca, conocida desde los tiempos de Bateson, implica la aparición de un par de patas en donde normalmente se desarrollan las antenas; heterotopía ciento por ciento (Arthur, 2011, p. 83). En plantas, David Baum, de la Universidad de Wisconsin, y Michael Donoghue, de la Universidad de Arizona, coincidieron en 2002 en que, en efecto, los cambios homeóticos son, casi por definición, heterotópicos.[351] En suma, la nueva genética del desarrollo es por completo compatible con las nociones estructuralistas de heterocronía y heterotopía, conceptos propios de nuestro ámbito 2.

A nivel molecular, Wallace Arthur sostiene que el periodo de expresión de un gen puede ser caracterizado por un punto de comienzo y uno de finalización (2011, p. 93). Esos dos marcadores temporales son esenciales para el análisis de la heterocronía de la expresión génica. Por último: Arthur se opone a la expresión «genes heterocrónicos» que utiliza McNamara, ya que la heterocronía supone la comparación de dos o más ontogenias. Jamás podría aplicarse a un elemento aislado (p. 105).

Una segunda nota sobre el progreso

Lamarck había definido el progreso como incremento en complejidad (incremento que resultaba de la actuación de su primera ley de variación de las especies, según vimos en el capítulo III). Pero la complejidad no es algo sencillo de definir; no lo era en tiempos de Lamarck y no lo es hoy (Arthur, 2011, p. 291). El grado de complejidad de un organismo podría establecerse en función del número total de partes corporales, o del número de partes diferentes, o del número de interacciones entre partes distintas, o una combinación de los tres casos anteriores, o de mil otras maneras (Fusco y Minelli, 2000, p. 292). Lo que hoy parece estar claro es que no hay una ley del incremento de la complejidad (definida de cualquiera de las formas anteriores); aquí sí habría una diferencia importantísima con Lamarck. Así y todo, resta conocer si en efecto la complejidad de los organismos ha aumentado globalmente en el transcurso de la evolución. Sobre esto Arthur afirma que lo más común en eventos de especiación es que primero se dé un mantenimiento de la complejidad original, luego un incremento y, al final, un decrecimiento (2011, p. 295).

Digamos también que, en general, las formas más complejas (o las así supuestas, ya que aún no sabemos bien qué entender por eso) se caracterizan por presentar una mayor regulación de las expresiones génicas, más que un mayor número de genes.[352] Siempre ha intrigado la enorme cantidad de adn no codificante (antiguamente llamado adn chatarra) en los eucariotas complejos, parte del cual lo constituyen los intrones, descubiertos en los años 70. Hoy se piensa que los restos de ARN correspondientes a los intrones que resultan del splicing[353] tienen un gran valor en la regulación de la expresión génica. Parte de ese ARN intrónico se degrada, pero otra parte no (como los llamados micro-ARN's); son justamente estos remanentes los que cumplirían un importante rol regulatorio. Esa batería de regulación sería muy necesaria para mantener organismos complejos, pero ¿alcanza eso para explicar el (probable) aumento global de la complejidad durante el curso de la evolución? ¿Tiene algo para decirnos la nueva ciencia del evo-devo sobre todo este asunto del progreso y la complejidad? La respuesta es un sí terminante. Lo que los evodevoistas tienen para decirnos es que el incremento en el nivel de complejidad ha sido causado por la duplicación genómica, en particular de los genes hox. En efecto, se cree que en el transcurso de la historia evolutiva de los animales hubo varias duplicaciones genómicas, las que han coincidido con un incremento en complejidad, como vimos en este mismo capítulo («Origen de lo nuevo»).

§. Tenían razón
Garstang

Hace más de 90 años, Walter Garstang defendió el origen de los vertebrados por pedomorfosis a partir de una larva de ascidia de vida libre, originada a su vez como una adaptación a la dispersión (recordemos, las ascidias adultas son sésiles), tal como vimos en el capítulo VI («Última nota sobre la retardación»). Hoy, la nueva genética del desarrollo nos dice cómo esa evolución pudo ser posible. Resulta que un gen llamado manx es aparentemente el causante de los rasgos de cordado que se observan en las larvas de ciertos tunicados, de modo que cuando esos genes se apagan o inactivan, el animal desarrolla su forma adulta típica, es decir sésil. En larvas de tunicado que no poseen aspecto de cordado (olvidamos decir que no todos esos bichos presentan larvas de vida libre), ese gen directamente no se expresa. Ergo, el antidarwinista Garstang habría dado en la tecla: en el transcurso de la evolución, una mutación pudo haber mantenido encendido el gen manx por un mayor periodo de tiempo, de forma que el animal adulto resultante (el primer cordado, en definitiva) logró mantener el aspecto de sus ancestros juveniles.[354] Esto es, ni más ni menos, pedomorfosis causada por cambios en la expresión del gen manx. Existe, pues, compatibilidad absoluta entre los procesos planteados desde nuestros ámbitos 2 y 4, y agregaríamos el 3, si es que esa transformación fue ecológicamente estimulada.

Patten, Goethe y Owen

El complejo hox antenapedia dirige el desarrollo de la cabeza y la parte anterior del tórax en moscas y ratones. ¿Eso significa que las cabezas de esos animales tan distintos son homólogas? ¿William Patten tenía razón al suponer que las cabezas de los escorpiones marinos y los peces sin mandíbula eran la misma cosa? (capítulo II, «La evolución como posibilidad»). La cabeza, al igual que el resto del cuerpo, es segmentada en moscas y ratones, y parece que esa segmentación obedece a las mismas causas. ¿No es entonces válido afirmar que la cabeza de los vertebrados está formada por segmentos corporales modificados? (Schwartz, 1999, p. 36). Si la respuesta es sí, ¿no significa eso que Goethe y Owen tenían razón? Sí. Bueno, en realidad, sobre esto habría muchísimo para decir, comenzando por que la noción de segmento no es para nada precisa. Es evidente que ciertas partes de la cabeza son segmentadas[355], pero de ahí a suponer que toda la cabeza sea segmentada... Tampoco está tan claro que la segmentación de los artrópodos y vertebrados sea homóloga; es posible, pero hay dudas (Arthur, 2011, pp. 163-169 y 237).

Geoffroy

¡Las barbaridades que le habrán dicho a Étienne Geoffroy Saint-Hilaire cuando postuló que los vertebrados eran invertebrados invertidos![356] Pues bien, hoy se nos dice desde el evo-devo que esa inversión pudo en efecto haber tenido lugar. Estudios recientes de Edward de Robertis y Yoshiki Sasai en 1996 han revelado que en un sapo (y parece que también en los demás vertebrados), un gen, el chordin, codifica una proteína que modela la parte dorsal del embrión durante el desarrollo (es decir que ese gen tiene una expresión dorsal en ese anfibio) desempeñando un papel importante en la formación del cordón nervioso central. Cuando estos científicos buscaron un gen equivalente en la mosca, se encontraron con que el chordin comparte suficiente similitud con otro gen, el sog; son tan similares que es posible homologarlos genéticamente (de hecho, se supone que son ortólogos). Pero, ¡pero!, en la mosca ese gen se expresa en la parte ventral, en donde induce la formación del cordón nervioso ventral (Gould, 1999). Por si no quedó claro: lo que en el sapo determina lo dorsal, en la mosca determina lo ventral. Desde el punto de vista del desarrollo, las moscas son sapos invertidos.[357] También Geoffroy tenía razón.

La nueva biología evolutiva: el evo-devo

Sin duda, la teoría de la evolución ha cambiado muchísimo desde los años 40. El evo-devo de hoy, de un sesgo más estructuralista, ha reincorporado el desarrollo, ausente desde hacía décadas en los estudios evolutivos. Pero, ¿qué es exactamente el evo-devo? ¿Una nueva teoría que reemplaza a la ts? ¿Una teoría que se agrega a la ts? ¿Constituye la promocionada expansión de la ts? Desde el punto de vista disciplinar, Olson y colaboradores (2010) proponen al evo-devo como una síntesis de diferentes disciplinas o líneas (la TS sería una de ellas). Agregamos nosotros que en cada una de esas líneas que imperfectamente hacemos coincidir con nuestros cuatro ámbitos (las cuales fueron mencionadas en el capítulo VI, «La definitiva recuperación del estructuralismo»), hubo aproximaciones independientes hacia el estructuralismo.

Wallace Arthur cree en cambio que el evo-devo constituye un «nuevo contexto conceptual» que comprende una serie de temas generales, como la naturaleza de la variación (que abarca los constreñimientos del desarrollo), el papel de los genes del desarrollo en la evolución (co-opción y exaptación), factores que promueven el cambio evolutivo (duplicación génica, modularidad, disociación) y aspectos más vinculados a la selección natural (coadaptación y procesos del desarrollo) (2002, Tabla 1).

Para Gustavo Caponi, nuestro filósofo de cabecera, el evo-devo representa sin más una nueva teoría, una nueva síntesis evolutiva de características muy definidas, que no viene a reemplazar a la teoría de la selección natural sino a complementarla. En su reciente libro, Réquiem por el centauro (2012), el rosarino precisa los alcances de esa nueva teoría, dejando a salvo el núcleo duro del darwinismo. Dice Caponi que el evo-devo rescata aspectos que desde siempre fueron defendidos por la visión estructuralista y negados (ignorados en el mejor de los casos) por la TS. El punto es, dice Gustavo, que la SN y el evo-devo tienen diferentes objetivos explicativos; poseen distintos «ideales de orden natural» (ion). ¿Y qué es un ideal de orden natural? Es un estado de permanencia, dice el filósofo santafecino, algo que no requiere explicación. Lo que sí requiere una explicación, lo que la teoría debe explicar, es el alejamiento de ese ion. En el caso de la teoría de la selección natural, eso sería la variedad de formas biológicas, es decir, las diferencias entre los seres vivos; aquello que, en principio, no tendríamos por qué esperar de acuerdo con ese ideal de orden (Caponi, 2008). El equilibrio de Hardy-Weinberg es, según Caponi, el ion de la teoría de la selección natural (p. 8). El ion del evo-devo sería, en cambio, el morfoespacio poblado de manera uniforme, y la pregunta que debe responder el evo-devo sería la siguiente: ¿por qué ese espacio virtual de todas las formas posibles no está uniformemente poblado sino sesgado hacia ciertas regiones? (Como vimos, ese era un asunto que había desvelado a nuestro superhéroe catalán Peré Alberch). En realidad, el evo-devo no debería explicar por qué no son ocupadas ciertas regiones de ese morfoespacio virtual, sino más bien por qué algunas son ocupadas más que otras.[358]

El evo-devo intenta explicar fenómenos invisibles para el darwinismo clásico. En efecto, dice Caponi, las preguntas que trata de contestar no existían en el ámbito de la teoría evolutiva clásica. Apuntamos nosotros que, no obstante, sí existían en otros ámbitos: lo hemos visto a lo largo de este libro. Ambas teorías, la de la selección natural y el evo-devo, son, dice Caponi, «pilares» de una misma biología evolutiva. El principio de la selección natural se salva, pero la TS pasa a la historia como un buen intento de unificación de todos los fenómenos evolutivos; malogrado, pero un buen intento.

No hay duda de que el evo-devo posee un sesgo estructuralista. García Azkonobieta transcribe una cita del filósofo estadounidense Elliott Sober, de la Universidad de Wisconsin, que avala esto que estamos diciendo: «La evo-devo es el resultado del resurgimiento del interés en muchos de los problemas de organización y morfogénesis característicos del internalismo» (2005, p. 112)

Una cuestión que a muchos preocupa es si la nueva biología evolutiva, con sus dos pilares, puede ser etiquetada de darwinista. La respuesta es un sí, pero... Sí porque, como vimos Carlos Roberto Darwin fue más bien ecléctico y aceptaba un poco de todo, situándose bastante lejos del adaptacionismo extremo de muchos de sus seguidores. Pero, hay aspectos del nuevo pilar del evo-devo que no son muy darwinianos que digamos. En este sentido, la nueva biología evolutiva también les debe mucho a numerosos científicos que se consideraban honestamente antidarwinistas.

Qué más tiene el lenguado para decirnos

Matt Friedman (2008), estudioso de peces fósiles de la Universidad de Chicago, ha descubierto restos de pleuronectiformes en el Eoceno de Europa que no poseen el ojo migrado por completo hacia el otro lado. Lo que sugiere ese sorprendente hallazgo es una evolución gradual para el grupo, al menos en lo que a esa característica respecta. Suponiendo que fue así, y admitiendo que fue la selección natural la que promovió esa modificación gradual ¿cuáles habrían sido las ventajas selectivas de ese cambio a medias observado en el fósil europeo? No lo sabemos... ni podemos imaginarlo... Pero lo cierto es que esta nueva versión de la evolución del lenguado nos muestra que el moderno darwinismo no está muerto y que los nuevos diseños morfológicos (el de los pleuronectiformes ciertamente lo es) pueden darse de manera gradual, y hasta es posible que por selección natural. Por supuesto, el de los pleuronectiformes no es el único ni el más claro de esos ejemplos. Están allí los seres a mitad de camino entre radiados y bilaterales que registró Malakhov, las series paleontológicas que demuestran cómo los mamíferos fueron incorporando los huesos mandibulares al oído medio, y muchos otros. Más de una vez, la paleontología ha demostrado que ciertas transiciones macroevolutivas inconcebibles ocurrieron de verdad.

Capítulo VIII
Cabos sueltos y cierre

Contenido:
§. La epigenética
§. La simbiogénesis
§. La dificultad de comprender el ruso
§. El regreso de la ascidia
§. Para cerrar

§. La epigenética
El capítulo VIII de El legado de Darwin lleva por título «¿Pueden los genes aprender de la experiencia?». Es sin duda una pregunta extraña, sobre todo en boca de un evolucionista de los 80 como Brian Leith; sin embargo, era en absoluto pertinente en esos años. En efecto, en los 70 el inmunólogo australiano Ted Steele había obtenido resultados experimentales que demostraban, al menos en apariencia, que ciertos rasgos podían heredarse de un modo lamarckiano. No hace falta decir que las demostraciones de Steele iban a contramano de toda la genética mendeliana y la TS, ni tampoco que causaron un alboroto enorme (de ahí que Leith decidiera dedicarle al asunto un capítulo entero de su libro). Pues bien, el punto es que en los últimos años la posibilidad de la herencia de los caracteres adquiridos ha sido reflotada a partir del descubrimiento de la llamada herencia epigenética (aunque los casos estudiados por Steele no necesariamente corresponden a ese tipo de herencia). Para el chileno Milton Gallardo, no existen dudas: «la epigénesis corresponde a una suerte de componente lamarckiano en la evolución» (2011, p. 395).[359]

El término epigénesis nos remite a Aristóteles y a aquella teoría embriológica que en los siglos XVII y XVIII se ofrecía como alternativa al preformacionismo (como vimos en el capítulo II, «La percepción del cambio a escala individual»). Ya en los años 40 y 50 del siglo XX, Conrad Waddington, el protestón embriólogo escocés del capítulo VI, empleó el término epigenética para designar a una rama de la genética del desarrollo[360] (Van Speybroeck, 2002). Con su epigenética o embriología causal, Waddington buscaba explorar la importancia de la genética, a la cual veía como un factor subyacente y unificador de la biología, y rescatar el papel de los genes en el desarrollo. Recordemos que los embriólogos de los 40 y 50 no estaban interesados en especial en la genética (como vimos en el capítulo VII, «El papel del desarrollo y la embriología»), a la que consideraban un simple «juego de cartas».

Waddington veía a los genes trabajando en red, interactuando entre sí y con sus propios productos. En el desarrollo del ala de la mosca, por ejemplo, esa red la integraban unos cuarenta genes (Van Speybroeck, 2002, p. 65). El desarrollo, según lo entendía Waddington, estaba canalizado en determinadas vías, aquellas impuestas por las leyes de la física y la construcción del diseño (Leith, 1986. p. 143). El concepto de paisaje epigenético, tan asociado a la figura del escocés, tiene que ver con eso. Se trata de una analogía entre el desarrollo embrionario y un paisaje montañoso: el desarrollo normalmente resiste pequeñas perturbaciones genéticas del mismo modo que una pelota que cae rodando por un paisaje de valles y picos resiste a pequeñas sacudidas o movimientos del terreno sin ver alterada su trayectoria. Hace falta una perturbación muy fuerte para cambiar el recorrido, tanto de la pelota como del desarrollo.

Waddington es también asociado a la idea de asimilación genética, un modo de evolución que, en principio, parece posibilitar la herencia de los caracteres adquiridos. La susodicha asimilación ocurriría del siguiente modo. Los genotipos acumulan normalmente mutaciones que no se expresan a causa de la canalización. Pero un estrés ambiental, un shock térmico por ejemplo, puede en ocasiones romper la canalización y alterar el fenotipo. El fenotipo alterado por esa sacudida del terreno epigenético queda sujeto a selección, y si es seleccionado terminará apareciendo sin el estímulo ambiental. Si se piensa bien, no hay nada de lamarckiano en todo esto; los estímulos no producen caracteres nuevos sino que simplemente permiten la expresión de variación oculta (Gilbert, 2005, p. 829).

En la actualidad, el término epigenética se aplica a la regulación heredable de la expresión génica sin que ocurran cambios en la secuencia de los nucleótidos del adn. Esa regulación génica se impronta en los genes como marcadores epigenéticos, los cuales permiten que una célula responda de diferentes formas de acuerdo con ciertas señales ambientales. Extrañamente, las marcas epigenéticas que se adquieren durante la vida de un organismo se borran y reescriben durante la gametogénesis, tomando un patrón original, o bien materno o bien paterno. Asimismo, durante la embriogénesis ocurre un proceso similar de borrado y reescritura de las gametas, ¡es decir que esos caracteres modificados en efecto se heredan! (Gallardo, 2011, p. 395).

La regulación epigenética permite que un cierto genoma forme distintos fenotipos según el medio ambiente al que se vea expuesto el organismo. ¿De qué se trata en concreto esa regulación? ¿Cómo pueden adquirirse las modificaciones mediante ese modo? La regulación epigenética puede darse por modificación de la cromatina[361], particularmente de las histonas, lo que afecta la expresión de determinados genes. También los propios genes pueden ser afectados (aunque la secuencia de nucleótidos no cambie) por metilación adición de grupos metilo (-ch3) al adn sobre todo en zonas regulatorias, lo que en general está asociado al silenciamiento de la expresión génica. Estos grupos metilo, las histonas modificadas y cualquier otro factor de regulación epigenética, forman la llamada capa epigenética de la información, ya que guardan datos vitales para el desarrollo y la generación de ciertas características fenotípicas importantes. La estructura profunda del organismo (su plan corporal) no estaría regulada epigenéticamente; sí muchos rasgos adaptativos, como el color de las alas de las mariposas, la determinación del sexo en animales, el dimorfismo sexual de ciertos mamíferos, y muchos otros.

¿Qué lugar ocupa la selección natural en este nuevo modelo genético? Aún no está claro, aunque es de sospechar que los rasgos epigenéticos también se hallan sujetos a la acción de la selección natural. Suponer que un estrés ambiental puede disparar de forma automática una respuesta adaptativa suena un tanto predarwiniano. Se ha visto que una dieta rica en el aminoácido metionina produce un cambio heredable en la coloración del pelaje de las ratas. Pues bien, esa coloración puede o no ser ventajosa, de acuerdo a las circunstancias. ¿Debemos pensar que las ratas varían conscientemente sus dietas sabiendo qué tipo de efecto producirá, y que ese efecto es justo el que necesitan para mejorar sus chances de sobrevivir en su entorno? Difícil, muy difícil de creer. De nuevo: quizás la selección natural sea aquí la clave.

§. La simbiogénesis
Dijimos en el capítulo I que muchos evolucionistas y filósofos auguraban una pronta ampliación o expansión de la TS, mientras que otros promovían su sustitución lisa y llana. Entre estos últimos, la microbióloga y bióloga evolutiva estadounidense Lynn Margulis (1938-2011) pensaba que el paradigma neodarwinista estaba muerto y que había que reemplazarlo (2003, p. 28). Ciertamente, sus ideas desafían a la TS... aunque también a la nueva biología evolutiva del desarrollo, para qué ocultarlo. Con relación al esquema R/O de Amundson, las teorías de la norteamericana no encajan en ningún lado, ni en el estructuralismo ni (mucho menos) en el adaptacionismo: tal vez por esa razón se la ningunea sistemáticamente desde ambos lados. En efecto, los textos clásicos de evolución ignoran por completo a esta señora. En el varias veces citado Evolución, de Dobzhansky y otros, se la menciona solo en dos oportunidades (en las páginas 381 y 387), vinculándosela a la teoría endosimbiótica (aplicada al origen de los organismos eucariotas). En el libro de Douglas Futuyma (2005), existe una sola mención de su trabajo (de su nombre, en realidad, en la página 95) para dar cuenta del origen de las mitocondrias y cloroplastos a partir de procariotas endosimbiontes. En el de Mark Ridley (1996) no hay ninguna mención. Tampoco Steve Gould incluye ninguno de sus trabajos en el listado bibliográfico de La estructura de la teoría de la evolución, ni su nombre es mencionado en las más de mil cuatrocientas páginas de su librote. Wallace Arthur tampoco se acuerda de Margulis en su reciente Evolución; un enfoque basado en el desarrollo (2011).

La teoría de la simbiogénesis, que comentaremos enseguida, es el gran aporte de Margulis a la biología evolutiva. La adquisición de genomas es -según su visión la principal fuente de variación hereditaria (Margulis y Sagan, 2003, p. 36), y la simbiogénesis (simbiosis estable a largo plazo que desemboca en un cambio evolutivo -p. 37-), la principal causa del origen de las novedades evolutivas -algo que, como vimos, también es abordado desde el evo-devo-. En definitiva, la selección natural no alcanza para dar cuenta del origen de las novedades: en esto parecen estar todos de acuerdo, evodevoistas y simbiogenetistas. Margulis se confiesa darwinista pero antineodarwinista: «la adquisición simbiogenética de nuevos rasgos por medio de la herencia de genomas adquiridos constituye más bien una extensión, un refinamiento y una amplificación de la idea de Darwin» (p. 40).

§. La dificultad de comprender el ruso
«Происхождения эволюционный творчества»[362] es una frase que seguramente muy pocos podrán leer (tal vez alguno reconocerá el idioma). Pues bien, según parece, tampoco los evolucionistas angloparlantes de principios del siglo XX hubieran podido hacerlo. En efecto, las ideas germinales de la endosimbiosis, al igual que muchas otras ideas evolutivas, estaban publicadas en ese mismo idioma (y en otros, por fuera del inglés) (Margulis y Sagan, 2003, p. 141), y es por esa razón que los angloparlantes habrían ignorado esa encantadora teoría.

La endosimbiosis, tan asociada a la figura de Margulis, tiene en realidad una historia bastante antigua: la idea original es de 1909 y pertenece al botánico ruso Konstantin Merezhkovsky (1855-1921). En su primera formulación, la (entonces llamada) simbiogénesis planteaba que el núcleo de la célula eucariota correspondía a una bacteria simbionte, no así las mitocondrias, que por esa época no se sabía muy bien qué cosa eran (Margulis, 2003, p. 97).[363] En línea con la teoría del ruso Konstantin, un tal Ivan Wallin (1883-1969), anatomista estadounidense, defendió en 1927 la idea de que la adquisición e integración de bacterias eran los factores más importantes en el origen de las especies. También él fue olímpicamente ignorado... quién sabe. ¿habrá sido por su nombre de pila ruso?

Muy bien; la endosimbiosis no es original de Margulis, pero fue sin duda ella la responsable de haber rescatado esa teoría del naufragio de la historia. La teoría reelaborada por la norteamericana consta en realidad de dos versiones. Una primera de 1970, en donde se plantea una instancia inicial de fusión de una serie de bacterias aeróbicas con otro procariota, y una instancia posterior de fusión del conjunto anterior con espiroquetas, dando origen a los protozoos; recién aquí, luego de la segunda instancia de fusión, aparecería la mitosis. En la segunda versión de la teoría, formulada en 1993, la primera instancia de fusión es entre espiroquetas y arqueobacterias; luego recién se produciría la fusión con los ancestros de las mitocondrias (2003, pp. 181-197).

§. El regreso de la ascidia
Pocos animales han dado más que hablar a los evolucionistas que la modestísima ascidia. Vimos en el capítulo V («El desarrollo bajo la luz de la evolución») que Kovalevskii, Darwin, Haeckel, Lankester y Ameghino habían postulado la evolución de los vertebrados a partir de protocordados pisciformes. Como el contexto de entonces era recapitulacionista, las ascidias fueron consideradas como vertebrados sésiles degenerados y su larva de vida libre, la reminiscencia de aquel protocordado pisciforme congelada en su ontogenia. En el capítulo VI («Última nota sobre la retardación») vimos que Garstang dio vuelta la ecuación y propuso, desafiando el dogma haeckeliano, que los vertebrados habían evolucionado directamente de larvas de ascidia por pedomorfosis. En el capítulo VII («Tenían razón»), explicamos de qué modo esa transformación heterocrónica pudo haber ocurrido a partir de una serie de mutaciones en genes del desarrollo. Pues bien, a principios de los 90, Donald Williamson, de la Universidad de Liverpool, ha brindado una explicación de la evolución de las ascidias (y de todos los animales con larvas en realidad) absolutamente distinta a todas las anteriores. Su teoría de la transferencia larvaria postula que los animales con larvas muy distintas al adulto han adquirido esas morfologías larvarias por la incorporación de genomas de otros animales, lo que, como puede verse, está en sintonía con la teoría endosiombiótica de Margulis (Margulis y Sagan, 2003, p. 231). Las larvas pisciformes de las ascidias habrían sido importadas de organismos de vida libre (de animales pisciformes, en definitiva); del mismo modo, los onicóforos se parecen de modo sospechoso a las orugas de las mariposas, lo que plantea la posibilidad que los lepidópteros y otros grupos de insectos hayan adquirido ese tipo de larva a partir de la incorporación de genomas de verdaderos onicóforos. De este modo, Williamson logra explicar por qué organismos muy emparentados (por ejemplo, dos especies de erizos de mar) poseen larvas muy diferentes, y viceversa: por qué grupos muy diferentes poseen un mismo tipo de larva (p. 224). Así, se le ha dado la razón a Haeckel: las orugas son verdaderos onicóforos, reminiscencias de aquellos onicóforos que habrían transferido sus genomas al protolepidóptero ancestral. En algo estarían de acuerdo el viejo profesor de Jena y Margulis: la ontogenia es una valiosa fuente de información filogenética.[364]

§. Para cerrar
A lo largo de Teorías de la evolución: notas desde el sur hemos estado refiriéndonos al esquema Russell/Ospovat de Ron Amundson: los estructuralistas insistiendo en la prioridad de las leyes de la forma sobre la adaptación; los adaptacionistas argumentando exactamente lo contrario. Hemos intentado encajar a todo el mundo en ese bendito esquema. No siempre lo conseguimos; es que la realidad no suele acomodarse a nuestras categorías, no al menos sin ser forzada.

El evo-devo, la actual biología evolutiva del desarrollo, rescata varias de las nociones clásicas del enfoque morfológico ya presentes en la fallida síntesis alemana -como, por ejemplo, el rol de las constricciones-, pero no echa por tierra el adaptacionismo, o mejor dicho, la adaptación. El evolucionismo propone hoy una suerte de acuerdo entre ambas perspectivas; este acuerdo, en cierta forma, ya estaba insinuado en los primerísimos darwinistas. Como fuimos viendo a lo largo de este libro, el mismo campeón inglés poseía una visión amplia de la evolución, que incluía nociones que años más tarde serían dejadas de lado por la TS, de un claro perfil adaptacionista. Parafraseando a Faustino Cordon, el evolucionista español mencionado en el capítulo I, podría decirse que, en cierto sentido, la actual biología evolutiva tiende a ser tan darwinista como Darwin. Si agregamos a este cuadro la posibilidad de que ciertas características adquiridas se hereden (como no tenía dudas Darwin), la identificación de la actual biología evolutiva con el darwinismo de Darwin sería casi total.[365]

En el prefacio de su libro Evolución: un enfoque basado en el desarrollo (2011), Wallace Arthur -el evolucionista irlandés mencionado por primera vez en el capítulo VII, y uno de los padres fundadores del evo-devo declara que la genética de poblaciones y los cambios en las frecuencias génicas que postulaba la TS (sostén teórico del adaptacionismo) es un enfoque tan válido como los cambios en el desarrollo (propiciados por los estructuralistas). Aún más: Arthur confiesa ser adaptacionista, pero uno metodológico (según la categorización de Peter Godfrey-Smith), un evolucionista que opta por plantear de entrada una hipótesis adaptativa (p. 98). Por supuesto, Arthur no cree que todas y cada una de las características del organismo sean adaptaciones, pero sí que la guía general de la evolución ha sido la adaptación; ese es, en definitiva, el lugar que el irlandés le da a la selección natural. De cualquier forma, está claro para él que la visión panexternalista no alcanza y, en este sentido, podría decirse que el internalismo ha ganado la batalla (p. 203).

Como se habrá notado, hemos tratado los temas del último capítulo de manera menos exhaustiva en comparación al resto. La epigenética, la simbiogénesis y la formación de especies por fusión de especies previas, así como la evolución de genomas como estructuras en sí mismas, son tal vez los temas más novedosos de la teoría evolutiva y están siendo tratados de manera muy particular por la comunidad de evolucionistas. Los biólogos moleculares parecen estar bastante cómodos con estas temáticas, quizás a raíz del neutralismo que practican con tanto pragmatismo. Sin embargo, para los biólogos organísmicos en general, estos son temas muy espinosos que no encuentran un lugar en la teoría, tal como ellos la entienden. Estimamos que estos asuntos están en un estado de conocimiento y divulgación que necesita una mayor integración y comprensión entre los diferentes miembros de la comunidad evolutiva. Estos debates están lejos de agotarse, y muchas de las contribuciones del pasado lejano y reciente no han sido suficientemente valoradas y discutidas aún. Quisiéramos que, de alguna manera, este libro sirva para seguir alimentando el debate de forma fructífera. Intentamos de este modo contribuir a que se exploren nuevos temas y posibilidades y a que sigamos haciéndonos preguntas apoyados en el presente estado de construcción de la teoría evolutiva.

Lista de referencias bibliográficas


Nota:
[1] La denominación científico fue empleada por primera vez en 1834 por William Whewel, y no tuvo una aceptación inmediata. Hasta entonces, otros términos eran preferidos, el de naturalista entre ellos (Mantegari, 2003, p. 50).
[2] Ernst Mayr define así a este genial inglés: «una mente brillante, una gran audacia intelectual y una habilidad para combinar las mejores cualidades de un naturalista-observador, un teórico filosófico y un experimentalista: una combinación que el mundo ha conocido hasta ahora solo una vez, y fue en el hombre Charles Darwin» (2001, p. 24).
[3] Denominación utilizada por primera vez por el paleontólogo norteamericano George G. Simpson en 1949 (Reif y otros, 2000).
[4] Término popularizado por Alfred R. Wallace, coautor de la teoría de la selección natural.
[5] Por Gregor Mendel (1822-1884), pionero en la formulación de las leyes que rigen la herencia. Ver Smocovitis (1996, pp. 19-44).
[6] Periodista norteamericano, quien en su libro de 1996, El final de la ciencia, plantea un escenario en el que las actuales grandes líneas de la ciencia, entre ellas la evolución por selección natural, se encuentran absolutamente consolidadas, de modo que en el futuro los científicos no deberían hacer otra cosa que meros retoques a un esquema universalmente aceptado y definitivamente incorporado. De más está decir que el libro trajo innumerables críticas y una fuerte reacción desde el ámbito de la filosofía de la ciencia.
[7] Este segundo aspecto compartido con otros modos de evolución (Mayr, 2001, p. 50, cuadro 1).
[8] Biólogo inglés (1825-1895), uno de los primeros defensores de las ideas de Darwin.
[9] Idea tradicionalmente atribuida a Thomas Malthus (1766-1834), clérigo británico, autor de Ensayo sobre la población (1798), en el que propuso que los alimentos aumentaban aritméticamente mientras que las poblaciones lo hacían geométricamente.
[10] El párrafo transcripto corresponde a la versión de El origen de las especies de PlanetaAgostini, tomo i, Barcelona (p. 14). En la versión de la Biblioteca Edafde Bolsillo (traducción de A. Froufe) que también figura en la bibliografía de este libro (Darwin, 1980a), la misma frase dice: «estoy convencido de que la selección natural ha sido el más importante, sino el único medio de modificación» (p. 58), lo que le da un sentido diferente a la expresión (más cercano al que le dan los darwinistas modernos). En la edición en línea de la primera edición de El origen de las especies (p. 6) , encontramos la versión original del planteo: «I am convinced that Natural Selection has been the main but not exclusive means of modification», lo que claramente concuerda con la traducción de Planeta-Agostini.
[11] Lenguados, rodaballos o platijas, unos extraños peces marinos aplanados, con ambos ojos sobre una sola cara, la dorsal; unos raros bichos que parecen salidos de un cuadro de Pablo Picasso más que del fondo del mar. En nuestro país existen varias especies, agrupadas en las familias Bothidaey Pleuronectidae (Menni y otros, 1984).
[12] Los dos volúmenes de este libro son en realidad una versión ampliada de otra obra suya titulada Selección natural, que nunca llegó a publicarse, y de la cual El origen de las especies es un resumen hecho a las apuradas.
[13] Un roedor de América el Sur. En nuestro país existen varias especies, todas pertenecientes al género Ctenomys (Revista Fauna Argentina Nro. 41. Centro Editor de América Latina, 1983, p. 32).
[14] «La naturaleza no da saltos», un viejo aforismo del filósofo alemán Gottfried W. Leibniz (1646-1716).
[15] Un día antes de la publicación del libro que haría inmortal a Darwin (citado en Gould, 1986, p.189).
[16] Así como Darwin tenía sus motivos para no aceptar el saltacionismo. Mayr explica la adhesión de Darwin al gradualismo justamente como un modo de alejarse del esencialismo (o tipologismo) (2001, p. 57 y ss). En este sentido, Héctor Palma y Eduardo Wolovelsky coinciden en que la inclinación de Darwin hacia el gradualismo se debe a una toma de posición filosófica muy concreta (1997, p. 156).
[17] Digamos aquí que Huxley finalmente abandonará el tipologismo (Lyons, 1995).
[18] En realidad, Mivart fue póstumamente excomulgado, aunque no por haberse convertido al evolucionismo sino a causa de sus opiniones heréticas acerca del infierno (De Asúa, 2009).
[19] Aunque, como vimos, en el caso específico de estos peces, Darwin propuso el uso-herencia, no la selección.
[20] En realidad, Peter Bowler, en su libro El eclipse del darwinismo, plantea que la SN pasó a ser una teoría más entre otras. Gustavo Caponi, al leer esta parte de Teorías de la evolución: notas desde el sur, nos sugirió ser más cuidadosos con la expresión eclipse. Nos dice Gustavo que el primer darwinismo logró reunir a toda la historia natural en un «programa filogenético», y que eso constituye «todo un éxito».
[21] Por Irme Lakatos (1922-1974), el conocido epistemólogo húngaro.
[22] En realidad, pocos evolucionistas llegaron al extremo de negar la existencia de la selección, pero la mayoría la consideraba una mera forma de eliminar las variantes no aptas.
[23] La eficacia biológica puede ser definida como la capacidad de prevalecer de un genotipo sobre otro; es un concepto que involucra a la tasa de reproducción, la longevidad y las ventajas fenotípicas, entre otros factores.
[24] En la segunda mitad de la década de 1960.
[25] Aunque a George Romanes (1886), único discípulo que Darwin tuvo en vida, esa equiparación le resultaba muy dudosa.
[26] Unos pelos que recubren la cutícula, característicos de los artrópodos.
[27] Actualmente en la Universidade Federal de Santa Catarina, en Florianópolis, Brasil.
[28]Biston betularia, también conocida como polilla de Manchester o mariposa de los abedules.
[29] Ciertamente, hay autores que creen que el de estas mariposas es un buen ejemplo de selección (Arthur, 2011, p. 71), pero otros no (Ridley, 1996).
[30] Ver otros ejemplos en Gould (2000, pp. 347-361).
[31] En realidad, el programa comenzó a perfilarse mucho antes, siendo el propio Darwin su inaugurador.
[32] Gustavo Caponi utiliza también el término articuladores para Wallace y Bates (2011a, p. 119).
[33] Según la terminología popperiana (por Karl Popper, el gran epistemólogo vienés), las consecuencias observacionales son aquellas predicciones de lo que debería suceder en caso de que una determinada teoría fuese cierta.
[34] Por la actuación constante de la llamada selección normalizadora, que favorece a los individuos que presentan las características más frecuentes, normales (estadísticamente hablando), desfavoreciendo a los raros.
[35] Las dos últimas expectativas, propias del ámbito de la genómica comparada, se basaban en la presunción de que el genotipo y el fenotipo estaban vinculados de una forma más o menos directa; al menos en sus comienzos, esta idea parecía ser crucial para el moderno darwinismo.
[36] Leo González Galli, profesor de la Universidad Nacional de Buenos Aires, al leer esta parte del texto, opinó acertadamente que en paleontología nunca es posible conocer exactamente hasta qué punto no ha habido transformación, por cuanto el registro fósil es siempre limitado.
[37] La electroforesis es un método para separar moléculas según su movilidad en un campo eléctrico.
[38] Los fondos oceánicos suelen ser más homogéneos y estables que los ambientes terrestres.
[39] Noción introducida por primera vez por Ronald Fisher en 1922 y más tarde sostenida por John Haldane (Ridley, 1996, pp. 117-118).
[40]Inverse frequency-dependent selection (Futuyma, 2005, p. 283).
[41] Precisamente, ese tipo de selección parece ocurrir en el mimetismo llamado batesiano (Ridley, 1996, pp. 121-122).
[42] Nuestra traducción para balancing selection.
[43] Por supuesto, no todos vaticinan tiempos tan dramáticos para el moderno darwinismo. En la conferencia «Estado actual de la teoría de la evolución», publicada en 2009 en ocasión del Año Darwin, el biólogo evolucionista uruguayo Enrique Lessa, si bien reconoce que en estos últimos años la TS se vio sometida a varios desafíos, como el neutralismo o la misma teoría de los equilibrios puntuados, entiende que ha salido más o menos airosa de esas pruebas. Para el colega uruguayo, entonces, no haría falta una nueva teoría evolutiva.
[44] Abel habría sido simpatizante nazi. Schindewolf permaneció en Berlín hasta el ingreso de las tropas aliadas, pero sus biógrafos coinciden en que rehusó colaborar con el régimen de Hitler.
[45] Stephen Gould, en La estructura de la teoría de la evolución de 2004, usa indistintamente los dos términos. Aquí preferiremos estructuralismo.
[46] En realidad, el término idealista se agregó posteriormente para marcar una diferencia con la morfología evolucionista, más propia del darwinismo de Haeckel (Escarpa Sánchez-Garnica, 2005).
[47] Es decir, los macroevolutivos, o megaevolutivos según George Simpson (Arthur, 2011, p. 273).
[48] El último ejemplo asume que los géneros y especies se diferencian solo por sus caracteres de adaptación y que las familias se distinguen por sus caracteres de organización.
[49] Aunque este filósofo alemán siempre se mostró bastante crítico hacia ese movimiento (Beiser, 2003).
[50] Algunos autores, como Karem Liem (1991) de la Universidad de Harvard, plantean que ambos enfoques, la anatomía idealista de Platón y la anatomía dinámica de Aristóteles, pueden remontarse a la antigua Grecia. De la primera derivaría el estructuralismo y de la segunda el adaptacionismo.
[51] Por supuesto, muchos fijistas, tal vez una mayoría, fueron creacionistas... pero también lo fueron —y lo son— muchos evolucionistas. En efecto, la idea de que Dios sostiene todo lo que existe, incluso el tiempo (creacionismo en sentido estricto), es teológica, no científica. La creación, según Sertillanges (1969), remite simplemente a la idea de una relación entre el Creador y sus creaturas; nada obliga al creacionista a apegarse al principio de la inmutabilidad de las especies. Precisamente, Dobzhansky, en su artículo «En biología nada tiene sentido.», da una justificación de su propia condición, la de ser evolucionista y creacionista a la vez.
[52] En realidad, esta demarcación ya figura en el Bosquejo Histórico de El origen de las especies, incorporado por Darwin a la tercera edición de esa obra (Amundson, 1998, pp. 165-166).
[53] Aunque no solamente: también el funcionalismo cuvieriano es una doctrina internalista.
[54] La diferenciación entre causas próximas y remotas es uno de los capítulos más agitados de la filosofía de la biología. Recomendamos la lectura de Caponi (2012) y la bibliografía allí citada para profundizar sobre el tema
[55]Teleología es un término acuñado por el filósofo alemán Christian von Wolf (1679-1754). Llamamos teleológicas a aquellas expresiones que contienen enunciados en donde figuran términos del tipo x tiene tal función. Teleológicas son también las respuestas a la pregunta «¿Para qué x?». Las explicaciones teleológicas son frecuentes desde los tiempos de Aristóteles. La revolución científica del siglo XVII limpió de teleología a la física y a la astronomía, pero en biología las explicaciones de este tipo nunca fueron erradicadas, a pesar de los muchos intentos que se hicieron en ese sentido. En la agenda de los neopositivistas del siglo XX (entre ellos, Ernest Nagel y Carl Hempel) figuraba la traducción de los enunciados teleológicos sin pérdida de información, de manera que las expresiones del tipo «con el fin de» o «con el propósito de» desaparecieran del ámbito de la ciencia natural. Mucho se ha escrito sobre este asunto; bástenos decir que esa traducción no ha podido realizarse de una forma que convenza a todos, y hoy hay muchos biofilósofos (como Michael Ruse, Robert Cummins y Alexander Rosenberg), así como también muchos biólogos evolucionistas (como Ayala y Dobzhansky), que no ven ningún problema en preservar ese modo teleológico de hablar. En biología, teleológicos pueden ser órganos, conductas o procesos. En el primer caso, se habla de diseño: los órganos sirven, están, o parecen diseñados para un fin específico: las alas para volar, el ojo para ver, etcétera. Las conductas son entendidas como dirigidas a la consecución de un fin, de ahí que las consideremos teleológicas: con la danza nupcial, las calandrias macho procuran atraer a las calandrias hembra. Los procesos pueden también ser teleológicos de modo determinado, cuando el estado final está establecido de antemano, por ejemplo, la ontogenia o desarrollo embrionario, o indeterminado, cuando el estado final no está previamente establecido sino que es el resultado de la selección entre varios caminos posibles. En este último caso, para que el proceso pueda ser considerado teleológico, la elección del camino posible debe ser determinista, es decir, no estocástica. Esa elección siempre depende de las circunstancias ambientales particulares o históricas, de manera que el estado final nunca es predecible.
[56] También conocida como Tercera crítica, ya que fue precedida por Crítica de la razónpura y Crítica de la razón práctica.
[57] En realidad, ya en 1851 el filósofo británico Herbert Spencer (1820-1903) había empleado evolución en su sentido moderno, pero ciertamente no fue una palabra de uso corriente sino hasta mucho tiempo después. En este sentido, los cambios de acepción de los términos teóricos no son infrecuentes. Por ejemplo, metamorfosis actualmente se aplica a la transformación embrionaria de insectos y anfibios, pero en el siglo XIX tenía un significado muy distinto, como veremos más adelante en este mismo capítulo. Del mismo modo, reproducción era la regeneración de algo previamente destruido, por ejemplo, la reproducción de los miembros amputados.
[58] Años más tarde, el término evolución fue apropiado por los epigenetistas para referirse a su propio modo de embriogénesis (Gould, 2010b, pp. 163-169).
[59] Ver en Voltaire (2003, p. 347) una referencia al preformacionismo.
[60] La epigénesis está desarrollada por el estagirita en su obra Sobre la generación de los animales (Russell, 1916).
[61] Recordemos que la teoría de Newton de la gravitación universal es de 1687 (siglo XVII), año de la publicación de sus Principios matemáticos.
[62] A diferencia de la teoría heliocéntrica de Galilei, que resultó corroborada al punto que hoy nadie la discute.
[63] El dualismo es una doctrina filosófica que plantea que la realidad posee una naturaleza dual, doble: una, el plano de lo material, el cuerpo; la otra, inmaterial, el plano del espíritu o de las ideas, el alma.
[64] En el vitalismo, que es una de las formas del dualismo, la vida se vuelve causa, antes que efecto.
[65] Efectivamente, para el oriundo de Estagira, la causa final de un ser vivo es su forma, su alma, sin que pueda decirse que esa forma o alma sean exteriores al ser vivo, cosas distintas a él.
[66] Debe apuntarse aquí que el fantasma de las causas finales nunca desapareció del todo en el ámbito de la biología.
[67] La teología cristiana aún conserva algo de esa terminología aristotélica: la doctrina de la transubstanciación (católica) y la de la consubstanciación (protestante). La primera plantea que en la Eucaristía, durante la Consagración, las substancias del pan y el vino cambian por la substancia de Cristo (su cuerpo y su sangre); en la segunda, las substancias del pan y el vino coexisten con la substancia de Cristo.
[68] Doctrina en realidad tomada del estoicismo (movimiento filosófico fundado en la Antigua Grecia).
[69] En la Edad Media, antes de que la teología cristiana recibiera la influencia de las obras de Aristóteles, aún bajo la influencia de la teología platónica de San Agustín, San Buenaventura (1217-1274) ya había dicho que las criaturas eran meras re producciones de ideas divinas en un grado mayor o menor de perfección, según reproduzcan en mayor o menor medida la divina perfección. En este sentido, las criaturas podían ser consideradas como sombras, por cuanto representaban a Dios confusamente.
[70] Los asbestos y talcos son minerales, la pizarra es una roca.
[71] Cnidarios de agua dulce.
[72] En el capítulo IV veremos que Darwin también ensayará un argumento para justificar esa rara particularidad de las llamadas razas superiores.
[73] Uno de los libros de historia natural más raros jamás escritos.
[74] Traducción de Gould (2010a, p. 62). (El párrafo original se encuentra en Oken, 1847, pp. 491-492).
[75] También profesor del Museo de Historia Natural de París.
[76] Hasta Darwin aceptará la idea de unidad de tipo de Geoffroy, aunque la viera como el resultado de la herencia de adaptaciones previas, no como la expresión de una estructura subyacente o trascendente.
[77] Tal como la denominó E. S. Russell en 1916 (Gould, 2010a, p. 53).
[78] Por «análogos», Geoffroy se refería a estructuras que hoy denominamos homologas. Más tarde Richard Owen pasó en limpio estos términos: por análogos debía entenderse «órganos con una misma función»; por homólogos, «el mismo órgano en diferentes animales en todas sus variedades de forma y función». Por lo tanto, para Owen, un órgano podía ser homólogo y análogo a la vez. Los órganos análogos no homólogos son actualmente llamados homoplásticos. El particular uso del término analogía por parte de Geoffroy tuvo consecuencias negativas, por cuanto generó muchísima confusión (Panchen, 1994).
[79] Veremos más adelante cómo el descubrimiento reciente de secuencias de genes homólogos en esos dos grupos ha reivindicado esta antigua noción estructuralista.
[80] Bueno, no todos los vertebrados poseen ombligo; hasta el lugar que ocuparía el ombligo, digamos.
[81] Para conocer detalles sobre el debate ver Ochoa y Barahona (2009).
[82] O el anteúltimo, ya que algunos consideran que el explorador alemán Alexander von Humboldt (1769-1859) habría sido el último.
[83] Evidentemente, los viajes a Italia inspiraban a Goethe. Recordemos que cuatro años antes, en otro paseo por las mismas tierras peninsulares, había imaginado su teoría de la hoja al hallar una de palmera.
[84] Pensemos en Newton y Leibniz y la invención del cálculo diferencial. El caso de Darwin y Wallace es sin duda excepcional, el de dos correctísimos caballeros que deciden presentar juntos un descubrimiento independiente.
[85] Dicho sea de paso, para Owen el verdadero autor de la teoría era Oken (Panchen, 1994).
[86] Naturalmente, sí lo hizo Haeckel en su popular Historia natural de la creación.
[87] Llamado así desde 1923, pero creado en 1812 por el secretario del Primer Triunvirato, es decir, Rivadavia. No obstante, Mantegari (2003, p.76), siguiendo la opinión del paleontólogo argentino recientemente fallecido Horacio Camacho, refiere que no existe un decreto oficial de creación del Museo del año 1812 (solo una circular). Por lo tanto, considera que la fecha oficial de creación del llamado Museo del País es 31 de diciembre de 1823, cuando Rivadavia era ministro de Gobierno de la provincia de Buenos Aires (bajo la gobernación de Martín Rodríguez).
[88] Profesor de Darwin en Cambridge. Hablaremos de él en el capítulo IV.
[89] De quien hablaremos en el capítulo V.
[90] Autores como Temkin (1959, p. 332) piensan incluso que Burmeister no era antipático a la idea de evolución: los que definitivamente le caían antipáticos eran los evolucionistas como Ameghino.
[91] Francisco P. Moreno (1852-1919). Destacado naturalista y explorador de la Patagonia argentina.
[92] Inclusive ocuparon una misma habitación entre 1795 y 1796 (Packard, 1901, p. 213).
[93] Aquí corresponde una aclaración. Según Caponi, cuando Cuvier hablaba de tipos de organización se refería a modos de coordinar y ejercer las funciones orgánicas fundamentales, mientras que cuando su examigo invocaba un único plan de composición hacía alusión a ciertas constantes morfológicas que permitían comprender los procesos fundamentales que guiaban la construcción (no tanto el funcionamiento) de las formas orgánicas (2006, p. 35). En definitiva, nos dice Gustavo, las ramificaciones de Cuvier no corresponden a los tipos abstractos de Geoffroy, ni tampoco a los prototipos inmutables imaginados por Buffon (2010a, p. 119).
[94] Es el concepto de función de Russell. De ahí que no es correcto llamar funcionalismo a secas a la visión externalista de Darwin y Lamarck, sin hacer esta importantísima aclaración (García Azkonobieta, 2005, p. 61).
[95] De hecho, Caponi dice que hasta el mismísimo Darwin habría leído la obra de Cuvier desde el adaptacionismo (2011a, p. 31).
[96] Entre sus principales estudios geológicos se destaca su clásico trabajo sobre la estratigrafía de la Cuenca de París, realizado junto a Alexandre Brongniart (1770-1847).
[97] En este sentido se diferenció de Lamarck, quien no creía en las extinciones, mucho menos en las catastróficas.
[98] Donde habita Neptuno, dios de los mares de la mitología romana. Werner suponía que hasta las rocas que hoy atribuimos a la actividad volcánica eran el resultado de precipitaciones químicas del agua.
[99] En Historia de la Creación (p. 244), Burmeister habla de rocas normales para referirse a las neptunianas y de rocas anormales para las volcánicas. Si bien se utilizan en la obra términos de la antigua tradición werneriana, el neptunismo extremo estaría, para Burmeister, solo «parcialmente confirmado» (p. 8). El neptunismo explicaría cómo se modelaron y formaron las rocas actuales, mientras que el vulcanismo permitiría explicar su «primer origen» (p. 12). Burmeister parece volcarse hacia una combinación de plutonismo y neptunismo: «Una vez llegada la tierra a ese período de desarrollo, la misión de las acciones plutónicas había terminado en lo que tiene de esencial, y ha de empezar la del agua» (p. 180).
[100] Mantenemos la denominación original, en francés.
[101] Básicamente, el uniformitarismo sostiene que los procesos de ayer son los mismos de hoy y actúan con la misma intensidad.
[102] Tengamos presente que, para los catastrofistas, los organismos representados por esos fósiles no se sucedían como resultado de transformaciones evolutivas, sino a causa de sucesivas creaciones o encarnaciones.
[103] Entre estos últimos anotamos a los dos Robertos escoceses: Chambers (1802-1871) y Grant (1793-1874) (Bowler, 2000, p. 286).
[104] De hecho, Buffon, quien no fue un evolucionista ciento por ciento, también creía que los organismos degeneraban a medida que las condiciones del planeta desmejoraban, es decir se enfriaban.
[105] Recordemos cómo Alcide d'Orbigny pensaba que la pérdida de calor de la corteza había causado, aunque indirectamente, el movimiento violento de las aguas del mar y la inundación parcial de la América meridional.
[106] Además, fue el primero en dar nombre propio a un dinosaurio: el Megalosaurus. Luego, fue Gideon Mantell quien acomodó la denominación a las exigencia de la nomenclatura linneana y lo llamó Megalosaurus bucklandi en honor a su descriptor, nombre actualmente en uso. En los primeros meses de 2014 nos enteramos por las redes sociales de los festejos por el 190 aniversario de aquel primer otorgamiento de nombre a un dinosaurio.
[107] Por James Hutton (1726-1797), geólogo escocés, padre del uniformitarismo geológico.
[108] Como se ve, el determinismo climático implícito en el modelo de Lyell es aún más fuerte que en el catastrofismo (Wilkinson, 2002).
[109] Aunque, al igual que estos últimos, creía en las adaptaciones perfectas (Ospovat, 1995, p. 15).
[110] Ya es evolucionista en la décima edición de los Principios de geología, de 1868 (Wilkinson, 2002).
[111] Gould (1994, p. 394) define a dichas falacias como «caricaturas elaboradas por la oposición con el objeto de exprimir al máximo los beneficios retóricos de la dicotomía». En este caso, a fin de favorecer el uniformitarismo, se asoció el catastrofismo con la teología. Del mismo modo, los positivistas del siglo XIX habrían asociado todo el pensamiento cristiano medieval con la idea de una tierra plana, con la intención de mostrar que si la Iglesia había errado en el asunto de la forma de la tierra, también podía hacerlo en su defensa del fijismo (Eco, 2013, p. 13).
[112] Aunque, siempre según Blanco, difería bastante del relato clásico del Génesis, por aquello de los ciclos.
[113] ¿Tendrá algo que ver con el racionalismo de Lyell el hecho de que tuviera una vista débil? (Gould, 2003, p. 161).
[114] Aquel de la ley Boyle-Mariotte.
[115] El empirismo de Hume era tan absoluto que hasta la noción de causalidad provenía de la experiencia.
[116] Los tratados Bridgewater son una obra colectiva en ocho tomos sobre teología de la naturaleza editada por la Real Sociedad de Londres por encargo de Francis Henry, conde de Bridgewater. En realidad, al publicarse los tratados, entre 1833 y 1840, la teología natural estaba en franco retroceso en todo el mundo, por lo que la obra siempre estuvo un poco fuera de época.
[117] Es en realidad la caricatura de Leibniz.
[118] Por ejemplo, la función de los herbívoros en la economía de la naturaleza sería brindar alimento a los carnívoros; la de los carnívoros, controlar el aumento poblacional de los herbívoros.
[119] En efecto, Teología natural está repleto de just so stories, es decir, «cuentos de así fue», en referencia a la obra más conocida del escritor indio Joseph Rudyard Kipling (18651936) Just so stories for little children, en donde se narra (entre otras cosas) cómo diferentes animales habrían adquirido determinados órganos o estructuras; por ejemplo, cómo el rinoceronte adquirió su piel arrugada. Por supuesto, las explicaciones de Kipling son absolutamente disparatadas, pero algunas explicaciones científicas inscriptas en el programa adaptacionista suelen ser tan inverosímiles como las que imaginó en sus cuentos el escritor británico.
[120] Como sucedía en la domesticación (Delisle, 2000).
[121] Por degeneración, Buffon no se refería a un deterioro, sino a un apartarse de un «molde interior» (Gould, 2000, p. 91).
[122]Darwinising. Hoy en la Argentina diríamos guitarreando.
[123] Como dijimos en el capítulo I, el término científico no era de uso común en el siglo XIX, e incluso tenía una connotación despectiva.
[124] En efecto, Erasmus era un estudioso de los efectos de la electricidad sobre la materia inanimada, como el Víctor Frankenstein de la novela de Mary Shelley. No obstante, para una opinión distinta ver Goulding (2002).
[125] Por su parte, Erasmus siempre se cuidó de mostrarse como un ateo.
[126] En realidad, fue designado profesor de insectos y gusanos, las dos categorías linneanas en las que en ese entonces se dividían todos los (actuales) invertebrados (Gould, 2000, p. 142). Los revolucionarios también reconvirtieron a Geoffroy en zoólogo de vertebrados, cuando originalmente era geólogo mineralogista (Moore, 1957, p. 75).
[127] Según el botánico reconvertido a zoólogo, de esos residuos se habría generado la totalidad de los minerales y rocas de la corteza terrestre, incluso el granito, luego de complicados procesos.
[128] Ruth Moore (1957, p. 72) refiere que recién en el curso impartido por Alfred Giard en 1888 se volvió a hablar de Lamarck en Francia después de muchísimos años.
[129] Tomamos la formulación de las leyes que realizó Lahitte y otros (1991, p. 46).
[130] Las leyes han sido levemente reformuladas, para una mayor claridad.
[131] En la provincia argentina de Santa Cruz existe un glaciar que lleva el nombre de Agassiz.
[132] Protocerca, heterocerca y homocerca. Esos tipos difieren en la disposición del último tramo de la espina neural. En el tipo protocerca, la aleta caudal se desarrolla alrededor de la espina neural, dando como resultado una aleta simétrica; en la heterocerca, la espina se dispone en uno solo de los lóbulos de la aleta caudal, por lo tanto la aleta resulta asimétrica; en la homocerca, la espina no se extiende hacia ninguno de los lóbulos, y la aleta es entonces simétrica.
[133] Hay que decir que el poligenismo nunca constituyó la versión ortodoxa del cristianismo, desde el momento en que, presuntamente, contrariaba el relato del Génesis. ¿Por qué «presuntamente»? Porque no todos entendían la Biblia del mismo modo. El preadamismo, doctrina popularizada por Isaac La Peyrere (1596-1676), sostenía que la creación de las razas no hebreas a partir de las llamadas razas preadamíticas había ocurrido en primer término; sería esa la creación que se narra en el capítulo I; la creación de Adán y Eva habría tenido lugar más tarde, y se narraría en el capítulo II (no mucha gente sabe que en el libro del Génesis existen dos relatos de la creación del mundo).
[134] El monogenista Buffon no habría estado muy de acuerdo con usar aquí el término degeneración, ya que, como vimos, consideraba a la humana una especie noble.
[135] En realidad, nació en territorio del imperio ruso, hoy perteneciente a Estonia.
[136] En realidad nació en Brujas, Bélgica.
[137] Hoy se piensa que la etapa de mayor similitud en el desarrollo ontogenético no corresponde a la más temprana sino a la llamada fase filotípica. Así, el desarrollo poseería una forma de reloj de arena, en donde habría una gran diversidad morfológica al comienzo, una fase filotípica temprana de máxima similitud, y una parte superior ancha, con todas las formas adultas, morfológicamente muy diferenciadas. La regla vonbaeriana se cumpliría, entonces, recién a partir de la fase filotípica (Arthur, 2011, p. 318).
[138] Aunque las ideas evolucionistas de Spencer son anteriores a la publicación de El origen de las especies. Además, recordemos, la teoría embriológica de von Baer también fue adoptada por Darwin, campeón del evolucionismo.
[139] «Una integración de la materia y una concomitante disipación del movimiento, durante la cual la materia pasa de una indefinida e incoherente homogeneidad, hacia una definida y coherente heterogeneidad; y durante la cual el movimiento retenido efectúa una transformación paralela» (citado en Elliott, 2003, p. 23).
[140] Chambers no enumeró sus capítulos, pero es el xv.
[141] El artículo es de 2008. No hay un error aquí; en 1858 Darwin presentó por primera vez la teoría junto con Wallace, de modo que los festejos darwinistas arrancaron en 2008.
[142] Mayr (2001, p. 48 y ss.) ha planteado la evolución darwiniana como cinco teorías diferentes que Darwin tomaba como una unidad: 1) evolución como tal; 2) origen común; 3) diversificación de las especies; 4) gradualismo; y 5) selección natural. Algunas de estas teorías coinciden con los tópicos propuestos por Kevin Padian.
[143] Jenyns era clérigo y naturalista, y es precisamente debido a sus ocupaciones como clérigo que rechazó el ofrecimiento que se le hiciera para viajar en el Beagle, dejando su lugar a Darwin.
[144] A quien le correspondió la identificación de los famosos pinzones de Darwin, corrigiendo las identificaciones erróneas del joven e inexperto pasajero del Beagle.
[145] En realidad, el primer diario de viaje escrito por Darwin es el Diario y anotaciones (Journal and Remarks) de 1839, incluido en el tomo iii de la obra editada por Robert Fitz Roy, Narrativa del reporte del barco de Su Majestad Adventure y Beagle. El Diario y anotaciones será publicado por Darwin en 1845 como Diario de investigaciones en geología e historia natural en los varios países visitados por el H. M. S. Beagle y en 1921 será traducido al castellano como Diario de un naturalista alrededor del mundo. La versión de 1845 es la que referimos en el capítulo II.
[146] Actualmente, A. labiata es un sinónimo junior de Erodona mactroides, un corbúlido de las costas del río de La Plata (Scarabino, 2003).
[147] El Estudio sobre los glaciares de Louis Agassiz es de 1840, pero recién en el siglo XX se reconocerá el importante papel que las glaciaciones desempeñaron en la historia del planeta.
[148] Grupo de crustáceos que viven fijos en las rocas, muy comunes en las restingas de las costas patagónicas, en donde se los conoce como dientes de perro. El género más conocido es Balanus.
[149] Darwin no encontró en Punta Alta restos de Azara labiata, por ser este un bivalvo típicamente estuarial.
[150] Actualmente, este nivel sedimentario corresponde a distintas unidades formacionales de edad pleistocena.
[151] Gusanos tubícolas calcáreos, que actualmente viven en todos los mares.
[152] Con especies presuntamente marinas como Azara labiata, que hoy se sabe que es más estuarial que marina.
[153] De hecho, durante su viaje alrededor del mundo, el futuro campeón del evolucionismo usó esos fósiles para trazar secuencias no transmutacionistas de taxones, al uso y costumbre de la época (Herbert, 1995).
[154] Además, vimos que, contrariamente a d'Orbigny, el inglés había interpretado que los mamíferos e invertebrados tenían una misma antigüedad.
[155] Curioso nombre con el que, en el siglo XIX, se conocían a los sirenios (manatíes y dugongos), unos mamíferos acuáticos lejanamente emparentados con los elefantes. Actualmente existen unas cinco especies de sirenios.
[156] En todo caso, si existen características presentes en ambos, ello no significa que la macrauquenia sea una forma intermedia, como Darwin quería dar a entender. Comentaremos en el capítulo V la objeción que hizo Mivart a esta observación de Darwin.
[157] Recientemente, en un trabajo del que participaron tres colegas argentinos (Javier Gelfo y Marcelo Reguero del Museo de La Plata y Alejandro Kramarz del Museo Bernardino Rivadavia de Buenos Aires), se propone, sobre la base de evidencias moleculares, que los grupos a los que pertenecen la macrauquenia y el toxodonte se encuentran estrechamente vinculados, y que ambos a su vez se hallarían relacionados con los perisodáctilos (los caballos, tapires y rinocerontes) (Welker y otros, 2015).
[158] Ramos y Aguirre-Urreta informan que el libro fue un regalo de Henslow (2009, p. 50).
[159] La naturaleza efectivamente no tiene propósitos o intenciones, aunque a veces pareciera tenerlos. Leo González Galli nos ha aportado un argumento del filósofo Michael Ruse que sostiene que la biología recurre a la teleología porque los organismos parecen diseñados en virtud de ser producto de la sn, y porque generar explicaciones darwinistas de ese diseño aparente requiere necesariamente la metáfora del diseño para generar la hipótesis adaptacionista del caso.
[160] Algunos darwinistas (Thomas Huxley, Asa Gray, Francis Darwin) felicitaron en privado a Darwin por su intento de reconciliar la teleología con la historia natural y la morfología; el propio Darwin agradeció complacido esas felicitaciones (Gilson, 1988, p. 195).
[161] Luego de su paso por Edimburgo, donde cursó estudios de medicina entre 1825 y 1827 (Ramos y Aguirre-Urreta, 2009, p. 50).
[162] Algunos historiadores de la ciencia, entre ellos Steve Gould, han incluso reconocido el inconfundible estilo argumentativo de Paley en los escritos de Darwin.
[163] En la película Creación, dirigida por Jon Amiel y basada en el libro de Randal Keynes, Annie’s book, esta tesis está planteada con mucha fuerza.
[164] Como la describió el poeta inglés Alfred Tennyson (1809-1892).
[165] Lo que no se modificó fue la creencia en una naturaleza armoniosa. El mismo Malthus aplicó al ser humano el principio de economía de la naturaleza de Linneo, muy enraizado en la tn, que sostenía que ante un aumento de la población se disparaba un incremento de los predadores que hacía volver las cosas a su equilibrio anterior (Bowler, 2000, p. 170; Mayr, 2001, pp. 90 y 92). La idea de lucha por la vida entre las especies, hoy tan asociada al evolucionismo darwiniano, es de algún modo heredera de esa arcaica noción de economía de la naturaleza. Nuestro campeón verá en esa reacción de la naturaleza una fuerza positiva, transformadora, más que de mero control.
[166] Doctrina que Dov llama «de la perfección limitada» (1995, p. 34).
[167] Técnicamente, divergencia es la evolución hacia un incremento de las diferencias morfológicas (Dobzhansky y otros, 1983, p. 324). El principio de la divergencia de Darwin, además, era un principio de la diversificación, es decir, que daba cuenta del incremento del número de especies en un clado a través del tiempo (Futuyma, 2005, p. 547).
[168] Es por esa razón que Steve Gould (2004) reconoce la posición subordinada de la constricción en el modelo darwiniano.
[169] En realidad, lo de «mucha» fue insertado por Darwin en una de las ediciones posteriores de El origen de las especies. En la primera edición solo se decía «arrojará luz sobre el origen del hombre» (Gould, 2000, p. 267).
[170] Bateman se estaba refiriendo a una triste historia, que tiene como protagonista secundario a Darwin. Tres nativos fueguinos, rebautizados como Jemmy Button, Fuegia Basket y York Minster, habían sido raptados y llevados a Inglaterra en 1830 por Robert Fitz Roy en ocasión de un viaje del h.s.m. Beagle, con el propósito de enseñarles a hablar inglés y a tomar el té; en fin, de civilizarlos. El viaje realizado por Darwin en ese mismo bergantín un año más tarde tenía, entre otros objetivos, el de liberar a esos cautivos en su tierra de origen.
[171] Otro argumento que Bateman empleó para negar la evolución del hombre era que en el cerebro no había ningún centro específico para el lenguaje. Sus estudios sobre la afasia así se lo habían indicado.
[172] El valor adaptativo que Wells daba al color negro u oscuro era el de resistencia a enfermedades tropicales (Darwin, 1980a, p. 47).
[173] Simplificado de Ridley (1996, p. 672, glosario). Futuyma (2005, p. 552, glosario) da la siguiente definición de selección sexual: «Reproducción diferencial como resultado de la variación en la habilidad para obtener parejas sexuales».
[174] En realidad, la traducción literal del libro de Darwin es La descendencia del hombre y la selección en relación al sexo. De todas formas, el titulo se ha popularizado como El origen del hombre, que es el utilizado en este trabajo.
[175] Ya vimos en el capítulo II cómo Charles White comparaba a los barbudos y peludos europeos con el majestuoso león.
[176] En el capítulo I vimos cómo Mivart había cuestionado la evolución de los ojos de los pleuronectiformes por selección natural. (Citado en Bowler, 1985, p. 87)
[177] Recomendamos la lectura de Caponi (2013).
[178] Esas mismas referencias sobre las opiniones de Owen fueron variando en las sucesivas ediciones de El origen de las especies. La definitiva corresponde a la quinta edición (Darwin, 1980a, p. 39).
[179] En On the nature oflimbs (1849), Owen tuvo que admitir este problema. Allí escribió: «A qué leyes naturales o causas secundarias puede haber sido encomendada la ordenada sucesión y progresión de tales fenómenos orgánicos, lo ignoramos aún» (citado en Desmond, 1982, p. 47).
[180] De hecho, terribilis en latín también significa «digno de admiración, capaz de inspirar un temor reverencial» (Eco, 2012, p. 416).
[181] Mamaliana: referido a los mamíferos.
[182] Dov se refiere en todo caso al adaptacionismo... ¡aunque vimos que en realidad Cuvier no era adaptacionista!
[183] El título de ese capítulo es, justamente, «Miscelánea de objeciones a la teoría de la selección natural», pero perfectamente pudo haber sido «Respuestas a las críticas del Tábano Mivart».
[184] Huxley, como vimos, había advertido seriamente a Darwin sobre el riesgo de adoptar un tipo de evolución incapaz de dar esa clase de saltos.
[185] La Stazione, que hoy lleva el nombre de su fundador, permitió por primera vez estudiar el desarrollo de ciertos organismos marinos de gran valor evolutivo, de ahí su fama (Raff, 1996, p. 10).
[186] Efectivamente, una milésima parte de un ala puede ser útil, pero no para volar un poquito. Sí, quizás, para mejorar la estabilidad durante la carrera, o para cualquier otra cosa, menos para volar.
[187] Se suponía en esa época que los ungulados extinguidos Palaeotherium y Anoplotherium descriptos por Cuvier eran, el primero, un perisodáctilo, y el segundo, un artiodáctilo.
[188] La traducción al inglés de este trabajo, The perigenesis ofthe plastidules, es de 1876.
[189] En realidad, como dijimos, este programa fue inaugurado por Darwin en trabajos posteriores a El origen de las especies, aunque su semillita la encontramos en los escritos de algunos teólogos de la naturaleza.
[190] Se trata de un experimento de resultado concluyente, que no deja lugar a dudas, en este caso, sobre la falsedad de la teoría del plasma germinal.
[191] Precisamente, en tiempos de Buffon, las formas sudamericanas en general eran vistas como versiones imperfectas de las formas del Viejo Mundo. De ahí lo de «no de manera casual».
[192] Obviamente, los paleontólogos no siempre veían una coincidencia plena entre la embriología y las sucesiones paleontológicas, pero el poder de la recapitulación era tan fuerte que era imposible sustraerse a su influencia.
[193] Por su parte, como vimos, el objetivo del programa adaptacionista era sostener la evolución por selección natural.
[194] Grupo de artrópodos que comprende a los miriápodos e insectos.
[195] Se suponía que de un onicóforo parecido al actual Peripatus.
[196] Los filópodos son un grupo de minicrustáceos, muchos de ellos planctónicos, entre los que se encuentran los Daphnia (pulgas de agua) y los Triops.
[197] Orden de insectos que incluye a las mariposas.
[198] Además, Haeckel acuñó términos tales como ontogenia (desarrollo), filogenia (historia evolutiva) y ecología (ciencia que estudia las relaciones entre los organismos y de estos con su entorno). Para interiorizarse sobre los alcances de la ecología haeckeliana y el contexto ideológico de la producción del término ecología, ver Federovisky (2011, p. 67-73).
[199] Como también a Huxley (Bowler, 1996, p. 259).
[200] Correspondientes al filo Chatetognatha; animales marinos transparentes que forman parte del plancton en todo el mundo.
[201] Las ascidias son un grupo de animales marinos cuya forma adulta vive adherida al sustrato.
[202] Aunque la formulación de la teoría de Haeckel es algo posterior a la primera edición de El origen de las especies, las objeciones a la recapitulación que hace Darwin en las sucesivas ediciones de ese libro, sobre todo a partir de la cuarta edición de 1866, parecen dirigirse a la obra de Fritz Müller, más que a la del profe de Jena.
[203] La idea de que a la selección natural le es más difícil alterar las etapas tempranas del desarrollo es asumida por Arthur (2011, p. 22).
[204] En realidad, Cope no fue precisamente un discípulo de Agassiz. Este paleontólogo es quizás más conocido por sus peleas con Charles O. Marsh (1831-1899), el otro prócer de la paleontología estadounidense. Cope y Marsh sencillamente se odiaban; hasta dinamitaban sus propios yacimientos para evitar que el otro los continuara trabajando. Al lector interesado en este bochornoso capítulo de la historia de la paleontología, recomendamos el capítulo VI del libro de 2007 de José Luis Pepelu Sanz Cazadores de dragones: historia del descubrimiento e investigación de los dinosaurios.
[205] El neolamarckismo no es solo norteamericano, ya que tiene también exponentes europeos, e incluso argentinos. En efecto, nuestro Florentino Ameghino asimiló muchas de las ideas evolucionistas de Cope, el neolamarckista.
[206] En un contexto netamente adaptacionista, este tipo de elucubraciones directamente no hubiera sido posible.
[207] Estudiosos de los organismos vivientes, mientras que los paleontólogos son los estudiosos de los organismos del pasado.
[208] Los trilobites son un grupo de artrópodos marinos extinguidos que vivieron durante prácticamente todo el Paleozoico.
[209] Un ejemplo clásico de fósil viviente, común en las costas del Golfo de Méjico. Se llama fósiles vivientes a aquellos organismos que no han experimentado cambios sustanciales en millones de años.
[210] Desde finales de los 50 (Gallego, 2011) se sabe que el síndrome de Down es producido por una trisomía en el par de cromosomas 21, no por una detención o freno del desarrollo. Durante la formación de las gametas, en la meiosis, dos cromosomas 21 migran por error hacia un mismo polo, de modo que una de las células que resultan de esa división lleva un cromosoma 21 de más. Así, al fusionarse en la fecundación, el resultante cigoto llevará tres cromosomas correspondientes a ese par, que ahora es una tríada.
[211] Según el navarro Josep-Ignaci Saranyana (2005), durante el siglo xii la mayoría de los teólogos entendía que la distinción paulina entre vir (varón en latín) y mulier (mujer) debía tomarse alegóricamente. Al hacer tal distinción, San Pablo se habría estado refiriendo a la complementariedad entre los dos estratos de la inteligencia (la parte superior o de la razón y la parte inferior o de la sensibilidad). En realidad, para el Apóstol de los gentiles la relación entre ambos sexos era complementaria, no de subordinación. Sin embargo, un siglo más tarde, se supone que debido a la asimilación de la filosofía natural aristotélica por parte de la teología, la mujer pasó a ser considerada desde una perspectiva biológica. Saranyana sostiene que, si bien los teólogos del siglo xiii consideraban que los hombres y las mujeres eran idénticos en el orden sobrenatural, en el plano físico, que incluía su capacidad intelectual, las últimas eran tenidas por inferiores. A partir de ese siglo, las expresiones machistas de las cartas de San Pablo pasaron a entenderse literalmente, no en forma alegórica.
[212] Recordemos que la recapitulación tenía tres patas: la embriológica, la paleontológica y la sucesión de especies vivientes.
[213] Es una fase del desarrollo embrionario durante la cual los embriones adquieren las tres hojas embrionarias (endo, meso y ectodermo) y una orientación axial.
[214] De ahí lo de alalus: sin habla (Haeckel, 1947).
[215] Claro, las especies erigidas a partir de restos fósiles son también construcciones; en este sentido, no son más reales que el urbilaterio. Pero al menos poseen una referencia material: hueso, quitina o carbonato reemplazados por los minerales que conforman la pieza fósil.
[216] Como vimos en el capítulo IV, Darwin había afirmado que ese origen se hallaba en África, como finalmente quedó demostrado, aunque de pura casualidad.
[217] En realidad, Dubois ya tenía noticias de hallazgos en ese lugar (Moore, 1957, p. 238).
[218] Aún se discute el lugar exacto del nacimiento de Florentino Ameghino. Algunas fuentes lo dan por nacido en Génova, Italia, otras en Luján, República Argentina. Ameghino siempre se consideró un lujanense.
[219] Remitimos al lector interesado al artículo de Salgado y Azar (2003).
[220] Por hominidios, Ameghino se refiere siempre a los homíninos, los homínidos bípedos, de los cuales el único representante vivo es el Homo sapiens.
[221] Para el común de la gente, huelga decirlo, esto era bastante menos digerible que afirmar que los humanos descendían de los simios.
[222] Otro continente que el americano, ya que la evolución ascendente del hombre habría tenido lugar en América.
[223] Por supuesto, Ameghino no reducía la evolución a impulsos de esa clase. También hacía lugar al esfuerzo y a la voluntad individual. En su obra trunca Origen poligénico del lenguaje articulado encontramos varios ejemplos de evolución lamarckiana.
[224] Una aclaración taxonómica sobre este animal: el Sirenodon fue un nombre aplicado en su momento a la larva del Ambystoma (que no es otro que el referido axolote norteamericano); hoy este último es el nombre genérico válido.
[225] Hoy sabemos que el axolote simplemente completa su metamorfosis. Raff (1996, p. 391) explica que los axolotes son permanentemente neoténicos porque un cambio en un solo gen resultó en una pérdida de tiroxina. A su vez, esta falencia habría ocasionado una falla en la activación de los genes que completan la metamorfosis. De hecho, los axolotes pueden completar su desarrollo si esa hormona les es provista de modo externo.
[226] Paradójicamente, Weismann estuvo entre los pocos darwinistas que abrazaron la recapitulación; no solo era recapitulacionista sino el más astuto de los partidarios de Haeckel, según Steve Gould (2010a, p. 249).
[227] Filum de invertebrados similares a orugas pero con apéndices no articulados, que se registran desde el Cámbrico hasta la actualidad. En páginas anteriores citamos al Peripatus, que es un miembro de este grupo.
[228] Las hormonas estaban de moda en esa época de avances fundamentales en la ciencia de la endocrinología. Gould (2010a, p. 354) también da mucho valor al papel de las hormonas en la evolución del desarrollo.
[229] Nacido en Londres pero en todos lados considerado como «británico-norteamericano de ascendencia judía».
[230] No en la acepción de Coleridge que vimos en el capítulo III, sino en el sentido de adaptarlo al programa adaptacionista.
[231]Australopithecus significa, precisamente, mono austral.
[232] El dogma central de la biología, la imposibilidad de que la información traducida en proteína vuelva al adn, establecido por Francis Crick a fines de los 50, terminará por eliminar esa posibilidad.
[233] La disciplina referida es conocida en la literatura como Entwickelungsmechanik, es decir, mecánica del desarrollo, en alemán (Gould, 2010a, p. 239). También se la conoce como nueva embriología.
[234] Ni en la adaptación, por supuesto; como puede verse, estamos metidos de lleno en el terreno de las causas próximas.
[235] Por supuesto, la deslamarckización de la evolución recapitulativa no fue inmediata ni absoluta; algunos mantuvieron una etapa adaptativa lamarckiana inicial, como se verá a continuación.
[236] Término acuñado por Haeckel, opuesto a la cenogénesis.
[237] El inventor del término fue Wilhelm Haacke (1855-1912), un zoólogo alemán (Levitt y Olsson, 2006).
[238] Moluscos marinos extinguidos en el Cretácico Superior, provistos de una concha enrollada.
[239] Técnicamente, la aristogénesis era definida como «la creación ordenada de algo mejor o más adaptado» (Osborn, 1933, p. 700).
[240] El nombre actualmente aceptado para el grupo es Brontotheriidae, bestias pertenecientes al orden de los perisodáctilos, como los caballos, tapires y rinocerontes.
[241]Megaloceros giganteus, un cérvido gigante extinguido que habitó Europa y Asia en tiempos cuaternarios.
[242] La acromegalia es una enfermedad causada por un exceso de la hormona de crecimiento secretada por la glándula pituitaria.
[243] Luego de la Segunda Guerra, Le Gros Clark abandonó la ortogénesis y abrazó definitivamente el darwinismo (Bowler, 1996, p. 204). Ya con su nueva camiseta adaptacionista, escribirá en 1949 su amena Historia de los primates.
[244] Que haría relativamente más pequeño el cerebro, a causa de la relación alométrica negativa, agregamos nosotros.
[245] Sobre el vínculo entre Weidenreich y Koenigswald, ver Nail (1998).
[246] Aunque esa expansión era, en definitiva, el resultado del mantenimiento de tasas de crecimiento fetales (Gould, 2010a, p. 434).
[247] Término craneométrico aplicado a los cráneos cortos, en oposición a los cráneos largos o dolicocefálicos.
[248] El Düssell es el río que corre en el Neandertal (valle de Neander, en alemán).
[249] Cambios evolutivos a lo largo de un linaje que muestran una cierta direccionalidad: por ejemplo, el aumento de tamaño en distintos grupos de dinosaurios, o el aumento de tamaño y reducción del número de dedos en los caballos, o el aumento de tamaño de las defensas de los elefantes, entre otros. Hoy sabemos que esas tendencias son en realidad el efecto de la extinción diferencial de clados enteros.
[250] Otros autores hablan en cambio de cuatro fases: raíces, preparación, formación y recepción. La primera fase de Gould correspondería a la fase de preparación según este otro esquema (Reify otros, 2000).
[251] En la actualidad, se reconoce la existencia de una selección natural purificadora, encargada de la eliminación de las variantes alélicas inviables.
[252] Tampoco eran apreciados los estudios sobre herencia, citología y embriología, por no estar sujetos a experimentación (Allen, 2005).
[253] La versión norteamericana de la Stazione de Nápoles, la cantera darwinista que mencionamos en el capítulo V, «El tábano de Darwin» (Raff, 1996, pp. 10 y 11).
[254] La segunda ley de Mendel se cumple solo cuando los genes se encuentran en diferentes cromosomas (Schwartz, 1999, p. 224).
[255] Damos dos definiciones de evolución de ese tipo. La primera, «la evolución orgánica constituye una serie de modificaciones parciales o completas e irreversibles de la composición genética de las poblaciones» [las cursivas son nuestras], de Stebbins (citado en Dobzhansky y otros, 1983, p. 10). La segunda, «la evolución consiste en cambios en la constitución genética de las poblaciones» [las cursivas son nuestras] de Francisco Ayala (1994, p. 175).
[256] Ya es la segunda vez que mencionamos a Lysenko. Corresponde que hablemos dos palabras acerca de este oscuro personaje. Digamos en primer lugar que manipuló la ciencia soviética durante cuarenta años al amparo de Joseph Stalin, ejerciendo una suerte de comisariato científico, aniquilando rivales y llevando a la biología soviética a un callejón sin salida. En segundo lugar, que sus ideas, las cuales pretendía aplicar en el terreno concreto de la agricultura, eran confusas; una mezcla de darwinismo y lamarckismo. Generalmente, Lysenko es presentado en los textos darwinistas como el chico malo de la película: parece que lo fue nomás.
[257] Células u organismos cuyas células poseen dos complementos cromosómicos.
[258] Según Caponi (2008), el equilibrio de Hardy-Weinberg puede considerarse como una formulación particular del «ideal de orden natural» de la teoría de la selección natural.
[259] Como hoy lo llamamos, según la denominación dada en 1906 por el botánico norteamericano Orator Cook (1867-1949).
[260] A diferencia de la eficacia biológica, que es un número relativo, la tasa de supervivencia real es un número absoluto: simplemente, la cantidad de individuos portadores del genotipo luego de la selección dividido por la cantidad antes de la selección.
[261] Haldane era todo lo contrario a un aburrido biomatemático de oficina. Era un excéntrico, aristócrata y a la vez comunista. Luego de la independencia de la India volvió a su país natal, casi se hizo hindú, abrazó el vegetarianismo; en fin, un hombre particular.
[262] Como vimos, la fiebre de la experimentación había alcanzado a la embriología un tiempo antes, con los embriólogos experimentales.
[263] Empresa liderada por Rudolf Carnap, quien hablaba de unidad de la ciencia en varios sentidos: lingüístico, unidad de leyes, entre otros (Creath, 1996).
[264] La mentada reducción de teorías puede ser lingüística (los términos de una teoría son reducibles a los de otra), de leyes (las leyes de una teoría pueden ser reducidos a las de otra), metodológica, ontológica, entre otras.
[265] La lista varía según los historiadores; esta que ofrecemos es tal vez la más conocida.
[266] Otros evolucionistas también sufrieron los avatares de la guerra. Como vimos, a Koenigswald se lo dio por perdido en algún punto de Asia (después se supo que había estado en un campo de concentración japonés); Weidenreich se fue a Estados Unidos directamente desde China, en 1941; Goldschmidt también se había exiliado en el país del norte, en 1936. Sobre la importancia de las visitas de Dobzhansky a Brasil ver De Araujo (1998).
[267] Recién Simpson hablará de «teoría sintética» ese mismo año, pero no en el marco del simposio.
[268] Nuestro colega Guillermo López del Museo de la Plata ha escrito una buenísima reseña de la vida de este norteamericano de característica barbita candado.
[269] Fueron varias las campañas a la Patagonia organizadas por el Museo Americano de Historia Natural entre 1930 y 1934. Las mismas fueron financiadas por M. S. Scarritt de Nueva York y tenían por finalidad coleccionar mamíferos terciarios.
[270] Arthur (2011, p. 273) abre la sección 17.2 de su libro con la siguiente afirmación: «Las especies son las únicas categorías reales en la jerarquía taxonómica». He ahí un realista de pies a cabeza.
[271] En el capítulo IV de El origen de las especies, Darwin explica que esas discontinuidades interespecíficas eran generadas por el principio de divergencia de caracteres (ya mencionado en el capítulo IV).
[272] Para Lamarck como para Buffon solo había individuos o «formas vecinas, variedades y formas que se confunden unas con otras» (Jacob, 1999. p. 143).
[273] Sobre todo con su libro de 1963, Animal species and evolution. Hacia los 70, la especiación alopátrica será la teoría de la especiación más relevante para una vasta mayoría de biólogos (Eldredge y Gould, 1972, p. 94).
[274] Esas opiniones de Dobzhansky están en la tercera edición de 1951 de Genética y el origen de las especies.
[275] Recordemos que Morgan y los de su escuela basaron sus observaciones principalmente en especímenes de laboratorio (Burian, 2005).
[276] Un concepto de raíz aristogenetista, como vimos en este capítulo («La teoría de la ortogénesis»).
[277] Según parece, lo que atrajo la atención de Darwin fue el carácter endémico de muchas de las especies de pájaros que vivían en esas islas oceánicas -entre ellas, los pinzones de las Galápagos-, y la relación que estas aves tenían con otras formas del continente. Según la opinión del inglés, los pinzones, una vez llegados a las islas, terminaron diferenciándose porque las presiones selectivas eran ligeramente distintas en las diversas islas que colonizaron (Darwin, 1980a, pp. 404-408).
[278] Específicamente, lo que estaría actualmente ocurriendo con los elefantes es una fragmentación de hábitats con interrupción del flujo génico entre poblaciones. En un futuro, se supone, esas poblaciones relativamente aisladas terminarán siendo distintas especies alopátricas de elefantes (Fickel y otros, 2007).
[279] Imputación esta última que apuntaba especialmente a los morfólogos y embriólogos (Levit y Meister, 2006).
[280] Del Instituto de Historia de la Medicina, las Ciencias y la Tecnología, Universidad Friedrich Schiller, Jena, Alemania.
[281] Colbert se refiere seguramente a los saurópodos en general.
[282] Esta idea había sido planteada por primera vez por Rensch en los 40 para ciertos casos en los que se hallaba implicada la alometría (Reif y otros, 2000).
[283] Más precisamente, era un antropólogo físico interesado en la evolución humana.
[284] Debido a que nada en nuestra ontogenia se parece a un australopiteco... aunque tampoco a un tarsioideo para ser honestos. Por otro lado, el argumento para esa exclusión era el temprano cierre en la ontogenia humana de la sutura premaxilar-maxilar.
[285] Arthur (2011, p. 124) da una serie de posibilidades para la selectividad del incremento en el tamaño cerebral en la evolución humana: uso de herramientas y lenguaje, o incluso ventajas basadas en la selección sexual.
[286] Aunque al menos en un caso, el del Homo floresiensis, hubo una reducción (absoluta y relativa) del encéfalo, por lo que el incremento no es necesariamente adaptativo en todos los casos (Arthur, 2011, p. 128).
[287] El vello púbico humano también ha sido explicado desde el adaptacionismo como un ornamento sexual relacionado con la transmisión de feromonas o con la reducción del riesgo de transmisión de enfermedades por vía sexual.
[288] Por más malabarismos argumentales que efectúen los sociobiólogos, esta idea tiende a disculpar a los agresores sexuales, o al menos considera su conducta como natural, y por lo tanto, disculpable. Es cierto; como nos apuntó aquí Leo González Galli, muchas explicaciones ambientalistas también tienden a disculpar conductas reprobables (el mismo agresor puede ser exculpado alegando que fue agredido sexualmente por su padrastro cuando niño, etcétera).
[289] La idea aquí es que las mujeres prehistóricas recolectaban frutos de colores rosáceos o rojizos, los hombres prehistóricos simplemente cazaban... ¿animales azules? No, claro. Preguntada la neurocientífica Anya Hurlbert, primera autora del citado artículo, sobre las razones de la preferencia del color azul por los varones, afirma: «Yo solo puedo especular». «Yo favorecería aquí también argumentos evolutivos. Yendo hacia atrás hasta nuestros días en la sabana (los varones) habrían tenido una preferencia natural por el color azul claro, a causa de que este les indicaba un buen tiempo, o una buena fuente de agua» http://www.eurekalert.org/ pub_releases/2007-08/cp-gpp08l507.php.
[290] Lovejoy llama a esta atracción permanente «enamoramiento», y no en un sentido figurado (p. 295).
[291] Análisis actuales también indicarían que la evolución por deriva (no adaptativa) pudo haber jugado un rol destacado en la transición Australopithecus-Homo.
[292] Con relación a esta escuela, Reify otros (2000, p. 35) sostienen que fue el aislamiento posterior a la primera guerra mundial lo que hizo que los morfólogos y paleontólogos alemanes redescubrieran las doctrinas idealistas del siglo anterior. Sin embargo, esta hipótesis, planteada originalmente por Simpson para explicar la naturaleza heterodoxa del evolucionismo de ese país, no es aceptada por otros historiadores, que dan a la biología alemana de entreguerras un rol más activo en la formulación de la TS.
[293] Técnicamente, los ingleses y norteamericanos eran aliados de los rusos.
[294] Para ahondar en la biografía de este evolucionista, recomendamos el trabajo de Carlos A. Quintana (2012).
[295] Curiosamente, Rensch ha sido incluido en ese selecto club de arquitectos de la ts, a pesar de su pensamiento heterodoxo. Más aún; también es considerado un arquitecto de la otra síntesis, la alemana, menos conocida y, aparentemente, independiente de la anglo-parlante (Reif y otros, 2000).
[296] Pero un ilustre desconocido para los evolucionistas anglosajones, o de tradición anglosajona, entre quienes debemos contarnos los argentinos.
[297] La edición española, de la editorial Espasa Calpe, es de 1943.
[298] Es decir, la macroevolución u origen de las especies, según su modo de entenderla. Simpson distinguía la macroevolución, proliferación de nuevas especies, de la megaevolución, cambios de mayor escala aún (Arthur, 2011, p. 273).
[299] En la década del 70, Mary-Claire King y Allan Wilson descubrieron que los seres humanos y los chimpancés comparten un 99 % de sus genes (King y Wilson, 1975). Estas ideas están en la tesis doctoral de Mary-Claire King del 73. En ese trabajo se afirma que la evolución molecular y la fenotípica van por caminos distintos; los autores citan trabajos de Ohno para sostener que los mayores cambios resultan usualmente de mutaciones que afectan la expresión de los genes. Pequeñas diferencias en el tiempo de activación o en el nivel de actividad de un gen simple, podrían, en principio, influenciar considerablemente los sistemas que controlan el desarrollo. Las diferencias con los chimpancés podrían deberse a mutaciones en el sistema de regulación del desarrollo. King y Wilson dicen que esas mutaciones pueden ser de varios tipos: mutaciones puntuales que afectan genes reguladores, variaciones en el orden de los genes debidas a inversiones, translocaciones o deleciones, o fusiones o fisiones de cromosomas individuales. Los rearreglos de genes pueden tener su efecto importante en la expresión de los genes. Dicen también que los estudios sobre el bandeado cromosómico de los chimpancés y humanos reveló que desde que los dos linajes se separaron tuvieron lugar al menos diez grandes inversiones y translocaciones y una fusión cromosómica. Como nota destacada, Mary-Claire King y su laboratorio de la Universidad de California en Berkeley colaboraron con las Abuelas de Plaza de Mayo en los 80 en la identificación de personas apropiadas al nacer por la dictadura argentina.
[300] El término canalización fue acuñado por Waddington en los 40 para ser aplicado al desarrollo embrionario.
[301] Gould critica las mutaciones sistémicas como algo «lamentable» (2004, p. 177).
[302] Goldschmidt reconocía y celebraba ese primer enfoque cromosómico del evolucionismo de Dobzhansky, que lo acercaba más a la teoría de Wright sobre genes interactuantes que a la de Fisher de cambios en genes puntuales (Schwartz, 1999, p. 289).
[303] Resultantes de mutaciones en genes de ritmo (Gould, 2004, pp. 967 y 968).
[304] Gerhard Heberer, editor de Die evolution der organismen de 1943, el libro fundacional de la susodicha síntesis alemana, prefería una explicación seleccionista de la tipogénesis, a la que no diferenciaba de la adaptogénesis, el mecanismo microevolutivo propuesto por Schindewolf mencionado en el capítulo I (Reify otros, 2000).
[305] Aunque parece que negaba la existencia de leyes macroevolutivas especiales (Reif y otros, 2000).
[306] Lo que es casi materia de dogma para el darwinismo tradicional (Reify otros, 2000).
[307] Característica evolutivamente novedosa que comparten todos los miembros de un clado o grupo monofilético (grupo que comprende al ancestro común y a todos sus descendientes). Por ejemplo, las glándulas mamarias son una sinapomorfía de los mamíferos; son exclusivas de ellos, han surgido en el ancestro común de los mamíferos (el primer mamífero) y se han mantenido presentes en todos sus descendientes.
[308] Grupo parafilético es aquel que comprende al ancestro común, pero excluye a algunos de sus descendientes. No son formalmente válidos en el contexto de la sistemática filogenética (por eso se los suele indicar entre comillas). Los dinosaurios (tradicionalmente entendidos, los grandes reptiles extinguidos del Mesozoico) son parafiléticos, ya que excluyen a las aves (las cuales sin duda han evolucionado a partir del abuelo de todos los dinosaurios). Los dinosaurios pueden ser convertidos a grupo monofilético solo si se incluye a las aves.
[309] Genoma es la totalidad de la información genética de un organismo.
[310] A este caso correspondían las plantas estudiadas por Müntzing (Rogers, 2011, p. 11).
[311] Aunque también puede ocurrir duplicación génica sin duplicación cromosómica. Gallardo informa que «las duplicaciones génicas pueden crearse por errores durante la replicación, por crossing-over desigual, por resbalón (slippage) recombinacional, conversión génica o transferencia lateral» (2011, p. 335).
[312] Ya vimos que Doby había ido suavizando el papel evolutivo de esos cuerpos coloreados -cromosoma significa precisamente esoen las sucesivas ediciones de su libro; aun así, ese papel fue siempre importante.
[313] Hoy se cree que aproximadamente el 90 % de los genes de los eucariotas se ha originado de esa forma (Gallardo, 2011).
[314] Esto está dicho en el libro Genética teórica de Goldschmidt, que es del 55.
[315] Nos referiremos a esas mutaciones más adelante, en este mismo capítulo.
[316] Margulis y Sagan extenderán ese mecanismo macroevolutivo al origen de todas las novedades evolutivas (p. 262).
[317] Aun cuando el gen mismo era una entidad metafísica; hasta Bateson lo reconocía.
[318] De los cuales Goodrich y Huxley son los más conocidos (Brigandt, 2006).
[319] Aunque no figura en la lista de cinco libros fundacionales que dio Dobzhansky en el 49, ni en la de cinco de Haldane del 53, ¡ni en la de 15 de Provine de 1980! (Reif y otros, 2000).
[320] Este último es un magnífico manual de moderno darwinismo en el que, extrañamente, las únicas referencias a la embriología se hallan en la parte correspondiente a las llamadas «pruebas de la evolución», como en casi todos los manuales consagrados a la TS (De Beer, 1970).
[321] Según la feliz expresión del zoólogo inglés Alister Hardy (1896-1985).
[322] Lo vimos en el capítulo I.
[323] Aunque estas podrían también ser el efecto de otras formas de cribado, no de la selección de especies (Lieberman y Vrba, 2005).
[324] Corto, por supuesto, con relación a la vida de la especie.
[325] Algunos autores, como William Brown Jr., sostienen que los dos ejemplos principales de ep que se dan en el artículo de Eldredge y Gould, el caracol Poecilozonites y el trilobite Phacops, no muestran un patrón puntuado de evolución (Brown, 1987).
[326] Aun cuando, según parece, su fascinación por las ideas de Haeckel se remonta a sus años de estudiante secundario (Gould, 2010a, p. 11).
[327] De hecho, los capítulos finales de Ontogenia y filogenia se integran a nuestro ámbito 3 de reintroducción del estructuralismo en la evolución, el de la ecología evolutiva.
[328] En el capítulo anterior ya mencionamos esas dos estrategias al exponer la hipótesis de Owen Lovejoy sobre el origen del bipedismo homínino.
[329] En un libro que analizaremos más adelante, Michael McKinney y Kenneth McNamara explican que, en el caso de ciertos urodelos como el axolote, la neotenia sería ventajosa porque lograría circunscribir todo el ciclo de vida del animal a un único ambiente: el acuático.
[330] Peter Godfrey-Smith (2001) estableció una diferenciación entre adaptacionistas en sentido empírico (aquellos que creen que la selección efectivamente lo modeló todo), adaptacionistas en sentido explicativo (aquellos que piensan que el diseño de los organismos y las relaciones de aptitud entre ellos y sus ambientes son los aspectos más importantes a explicar por la biología) y los adaptacionistas en sentido metodológico (aquellos que toman a la adaptación como concepto explicativo que orienta la investigación).
[331] «Creo que los seres humanos son “esencialmente” neoténicos» (citado en Gould, 2010a, p. 425).
[332] Aquí hay una clara diferencia con Lovejoy, para quien la adaptación era el retardo mismo, en tanto alargaba la etapa temprana dedicada al aprendizaje social. Ese tiempo extra era para Lovejoy más valioso que todas las características morfológicas juveniles juntas.
[333] El recapitulacionista Ameghino, como vimos, sugería evitar la encefalización excesiva aumentando evolutivamente el tamaño corporal: para nuestro máximo paleontólogo, nada había de malo en ser grandotes y de cabezas chiquitas.
[334] El concepto había sido inventado años antes por Ken McNamara.
[335] En general, los dinosaurios no avianos poseen varias fases de desarrollo: una primera, de crecimiento rápido y continuo; una segunda, de crecimiento rápido y periódico (es en esta etapa que se forman los anillos de crecimiento); una tercera de crecimiento muy pero muy lento.
[336] La paleontología siempre nos reserva alguna sorpresa. Recientemente se ha publicado un estudio, del que ha participado el argentino Luis Chiappe, en el que se plantea que el vuelo mismo, no ya las plumas como órganos aislados, habría evolucionado en los dinosaurios no avianos, con mayor precisión en los dromeosáuridos microraptorinos. Extrañamente, esos bichos habrían tenido cuatro alas, no dos como los dinosaurios avianos.
[337] Un dato de color: los de la escuela de Morgan acostumbraban nombrar a los genes por su fenotipo mutante, no por lo que producían con normalidad.
[338] Apéndice característico de los dípteros, ubicado por detrás de las alas, cuya función es la de mantener el equilibrio durante el vuelo.
[339] Arthur establece que, desde el punto de vista del desarrollo, es importante distinguir entre tres categorías de genes: housekeepinggenes (literalmente, genes de limpieza de la casa), que se expresan en la mayoría de las células; terminal target genes (genes de blanco final), que se expresan solo en ciertos tipos celulares, y regulatory genes (genes reguladores), cuyo rol es el control de la actividad de otros genes (2011, p. 41). Estos últimos genes son especialmente importantes en el desarrollo.
[340] Uno de los componentes de los nucleótidos, los eslabones de los ácidos nucleicos.
[341] Indiscutiblemente, el caparazón de las tortugas constituye una estructura novedosa; y el de esos simpáticos reptiles es, con toda claridad, un nuevo diseño.
[342] Aunque, según parece, los responsables del origen del caparazón de la tortuga no son específicamente genes homéoticos sino genes que producen factores de crecimiento de fibroblastos (Arthur, 2011, p. 282).
[343] Lo que hay, en realidad, es una clara correspondencia entre las grandes transformaciones evolutivas, que suelen involucrar un aumento de la complejidad organísmica, y los eventos de ampliación significativa del genoma.
[344] La duplicación habría afectado a todo el genoma, no únicamente a los genes hox (Arthur, 2011, p. 228).
[345] De todo esto, de la importancia evolutiva de la duplicación génica, ya habían hablado Bridges y Ohno, pero ahora evidentemente existía una mayor predisposición de la comunidad científica para aceptar este tipo de ideas.
[346] Estructura embrionaria descripta por primera vez por el embriólogo experimental Wilhelm Hiss, que contribuye a la formación del esqueleto de la cabeza y otras estructuras.
[347] Mucho más le cuesta encontrar un definición de plan para las plantas, donde ese concepto no es tan utilizado, ni es aparentemente útil (Arthur, 2011, p. 284).
[348] Aunque hay autores como Vladimir Malakhov (2004) que reconocen la existencia de ciertas formas animales intermedias, lo que plantea la posibilidad de una gradación evolutiva entre ambos planes corporales. Además -una segunda nota aclaratoria-, no es seguro que los actuales radiados (los cnidarios y ctenóforos) representen la condición plesiomórfica o primitiva para los metazoos; algunos evolucionistas están convencidos de que los actuales radiados evolucionaron de animales bilaterales (Martindale y otros, 2002).
[349] Trastorno genético que causa el desarrollo de dedos de más.
[350] Usamos aquí el tiempo pasado pero aún quedan algunos.
[351] Citado en Bodnar (2012). Agradecemos a Josefina Bodnar por advertirnos sobre este material.
[352] Nuestra expectativa incumplida número 8 del capítulo I.
[353] Corte y empalme del arn durante la transcripción a partir del adn.
[354] Seguramente, esa evolución implicó cambios no solo en el gen manx sino en otros genes homeóticos (Swalla y Jeffery, 1996).
[355] Como los arcos faríngeos (Hannibal y Patel, 2013).
[356] Como vimos en el capítulo II, «La evolución como posibilidad», esa proposición aparentemente absurda habría terminado de inclinar la balanza a favor de Cuvier en el célebre debate de París.
[357] Arthur menciona también el caso del gen bmp4, de la familia de los genes que codifican las proteínas morfogenéticas, que en vertebrados se expresa ventralmente y en artrópodos dorsalmente (2011, pp. 114 y 115).
[358] Recordemos que el evo-devo se ocupa de los constreñimientos en un sentido positivo, no restrictivo, aunque Wallace Arthur reconoce que el mismo término constraint tiene connotaciones negativas, viendo en ello un problema (Arthur, 2011, p. 205).
[359] Sobre esto que dice Gallardo debemos recordar lo que dijimos en el capítulo II: que la herencia de los caracteres adquiridos es la menos lamarckiana de las leyes de Lamarck.
[360] La genética del desarrollo ponía el acento en el estudio de las funciones de los genes en el embrión en desarrollo.
[361] Según Gallardo (2011, p. 456): complejo de adn, proteínas histónicas y no histónicas y arn que forman los cromosomas. Su remodelación está íntimamente relacionada con la transcripción de genes.
[362] «El origen de las novedades o creatividad evolutivas», en ruso.
[363] Aún hoy se discute si el núcleo eucariota es una estructura originada por simbiosis; la misma Margulis no parece estar muy segura de ello.
[364] Independientemente de la validez del modelo de Williamson-Margulis, lo cierto es que los estadios ontogenéticos de los insectos holometábolos, como ciertas mariposas, parecen evolucionar independientemente, ya que ciertas mariposas casi idénticas en estado adulto poseen orugas bien distintas (Arthur, 2011, p. 53).
[365] Transcribimos una observación muy acertada que nos hizo el profesor Leo González Galli sobre esto último: «Hay que separar lo que creía Darwin de los modelos que se aceptan en la actualidad [...] ¡de lo contrario caemos en el vicio del psicoanálisis de citar al maestro como prueba de verdad! Lo mismo hacen quienes quieren reivindicar hoy el neo-lamarckismo [...] al señalar que Darwin no descartaba la herencia de los caracteres adquiridos ¡como si eso fuera un punto a favor para aceptar la hipótesis hoy en día!».