Veinte matemáticos célebres - Francisco Vera


Prólogo

En mayo de 1941, cuando apenas mis pulmones habían empezado a respirar el aire cimero de la sabana santafereña, en un nuevo avatar de mi exilio, el Ministerio de Educación Nacional de Colombia me hizo el honroso encargo de consumir un turno en el cielo de conferencias que acababa de organizar la Dirección de -Extensión Cultural y Bellas Artes, tendientes a "liquidar la etapa de la cultura esotérica y misteriosa que no quiere rebasar jamás el limite inamovible de los cenáculos o los o de los salones exclusivistas".
Al conocer este criterio, públicamente expresado por el ministerio del que depende la instrucción oficial colombiana, y debiendo versar mis conferencias sobre Matemática, se me planteó el problema de cómo hablar de esta ciencia sin lanzarme tiza en ristre contra el tablero y de espaldas al público, porque se trataba, precisamente, de todo lo contrario: volver la espalda al tablero y dar la cara al público.
De todas las disciplinas científicas la Matemática es, acaso, la más difícil de exponer ante un auditorio no profesional tanto por el lenguaje propio de ella como por el inevitable empleo de símbolos, cuya significación precisa exige una preparación por parte del que escucha para que el que habla no corra el riesgo de propagar ideas falsas ni incurra en la responsabilidad de producir un poco de barullo mental aunque le guíen las mejores intenciones.
Para soslayar estas dificultades en cuanto a las líneas generales de mi faena, y para no salirme del tono impuesto por su carácter divulgador, huí de las cuestiones propias de lecciones de cátedra y no de conferencias enderezadas a un público culto, pero heterogéneo.
Ahora bien; huir de las cuestiones matemáticas no es lo mismo que huir de los matemáticos, el conocimiento de los cuales,, como hombres de carne y hueso, tiene el mismo y, a veces, mayor interés que su conocimiento como matemáticos, pues que la Matemática no es una creación ex nihilo, sino un producto de fabricación humana que depende, por tanto, del contenido biológico del productor; y si es interesante conocer la obra de un hombre, que es lo que queda, no lo es menos conocer la vida de ese hombre, que es la que no queda.
Por estas razones, al aceptar la colaboración en las tareas de divulgación científica del Ministerio de Educación Nacional de Colombia, orienté mi labor hacia la biografía de los grandes matemáticos en busca de temas que, sin desbordar el cuadro de mis actividades, pudieran interesar a las personas que frecuentan el teatro de Colón de Bogotá: lugar elegido por el ministerio para he conferencias. Creo que los encontré, y me daré por satisfecho si no defraudé por completo la curiosidad de mis oyentes de ayer y no defraudo la de mis lectores de hoy.
A los grandes matemáticos elegidos los agrupé por parejas, buscando unas veces el paralelismo o el sincronismo de sus vidas, y otras el contraste entre sus direcciones ideológicas: en el primer caso para observar su doble influencia en el desarrollo de la Matemática, y en el segundo para encontrar un punto de convergencia, a veces paradójico: que la montaña no se destaca sin el valle ni la luz sin pinceladas de sombra.
Algunos de los asistentes a aquel cursillo tuvieron la gentileza de facilitarme las notas que habían tomado del mismo. Con ellas y mis guiones personales pude reconstruir aproximadamente las, conferencias, que-vieron la luz en Barranquilla, 1942, en una reducidísima edición de la que no queda más que el ejemplar de capillas, que conservo, y que, corregido y despojado de alusiones circunstantes, entrego hoy a la Compañía General Fabril Editora, que me hace el honor de publicarlo.

Buenos Aires, noviembre de 1959



Capítulo 1
ABEL Y GALOIS

Los dos matemáticos más jóvenes de la historia

Este ensayo está dedicado a dos matemáticos ilustres entre los más ilustres, geniales entre los más geniales, conocidos, naturalmente, de todos los que se dedican a la Matemática; pero desconocidos, en general, de los no matemática, por la sencilla razón de que las creaciones, que tal es el nombre adecuado a sus partos sublimes, caen en el campo del Análisis, disciplina al margen de los estudios básicos de la cultura media.
Las vidas de estos dos matemáticos son vidas poco extensas y muy intensas, que vale la pena divulgar; vidas ligeramente asincrónicas, pero de tal paralelismo que están pidiendo la pluma de un nuevo Plutarco que sepa, además, calar hondo en los recovecos psicológicos de la personalidad humana. Son dos vidas pequeñitas: de veinte años la una, de veintiséis la otra; pero la una produce una teoría de grupos que invade hoy todas las ramas de la Matemática y empieza a invadir la Física; la otra produce un teorema que "abre un nuevo” capítulo en la historia del Álgebra, y las dos están llenas de episodios que, como los de la, vida de Nuestro Señor Don Quijote, unas veces nos hacen reír y otras veces nos hacen llorar. Aludo a Galois y a Abel, muertos ambos en plena juventud. Los segmentos que gráficamente, representan sus vidas tienen un trozo superpuesto que dura dieciocho años: desde 1811, fecha del nacimiento de Galois, hasta 1829, fecha de la muerte de Abel, trozo que constituye, al propio tiempo, uno de los períodos más densos de la historia de Europa: período de revoluciones políticas, de luchas filosóficas, de mejoramientos económicos, de adelantos científicos y de ansias de libertad en la plena eclosión romántica del primer tercio del siglo XIX.
En ente ambiente nació, vivió y murió Galois y este ambiente respiró también Abel durante sus viajes por el centro de Europa, cuando hasta los fríos fiordos de su Noruega natal aún no habían llegado las chispas encendidas del romanticismo: esa brillante rosa pomposa cultivada en los jardines amables de Francia patria de Galois- como reacción contra el falso idealismo de la época inmediatamente anterior.
Niels-Henrik Abel nació en el presbiterio de Findö, diócesis de Cristiansad, el 5 de agosto de 1802, y era hijo de Soren-Georg Abel y de Ana María Simonsen. Al año de nacer Niels-Henrik su padre fue nombrado pastor de Gjerrestad, donde el pequeño aprendió las primeras letras y donde permaneció hasta 1815, fecha de su ingreso en la escuela catedralicia de Cristianía.
Cuando Abel tenía nueve años nace Evaristo Galois en Bourg-la-Reine el 25 de octubre de 1811.
El padre de Abel era un hombre austero y hogareño, alejado de toda preocupación mundana, mientras que el de Galois era un fino espíritu dieciochesco que lo mismo componía cuplés galantes que representaba me ' días de salón. Ambos tienen, sin embargo, un punto común: su actuación en la cosa pública: el padre de Abel como miembro del Storthing y el de Galois en el tumultuoso período de los Cien Días.
La infancia de Abel se desarrolla en años de pleno dramatismo en Noruega y la de Galois conoce el Terror blanco. Noruega era entonces una lejana posesión de la corona de Dinamarca, en donde estaban la Universidad y el Gobierno; las guerras con Inglaterra y con Suecia habían asolado el país, y cuando podía dedicarse a reconstruir su vida interior y cultivar una ciencia autónoma a la sombra de la Universidad de Cristianía, fundada en 1811, Noruega fue tratada como una mercancía y, separada de Dinamarca, quedó unida a Suecia, como país vasallo, el año en que Abel entró en la escuela catedralicia de la capital al que siguieron dos de ruina y de miseria: el año de 1815, en que la atención de Galois era ya atraída, en una pequeña ciudad de la dulce Francia, por los comentarios que labios paternales ponían a la firma de la Santa Alianza, a las actividades de los jesuitas, cuya orden había sido restablecida el año anterior, y a las noticias espantables que llevaban los correos de París.
Dos años después, la lejana Noruega, envuelta en hielos y en nieblas, quiso convertirse en país independiente dándose una Constitución y eligiendo como soberano a un príncipe dinamarqués que, débil de carácter para dirigir un movimiento nacional, renunció a la corona, y Noruega tuvo que cargar con una parte de la deuda pública de Dinamarca
En esta atmósfera, nada propicia para el cultivo de la Ciencia, vivió Abel su primera vida de estudiante. Era un muchachito pálido, de frente ancha, cabellos alborotarlos y profundos ojos inteligentes que tenían siempre una mirada vaga y lejana: mirada de ensueño que quiere diluirse en la tristeza infinita de un ideal inasequible.
En 1818 conoce al profesor Bernt Holmboë, su primer maestro, su mejor amigo y editor después de sus obras póstumas, el cual, viendo que Abel estaba dotado de excepcionales cualidades para la investigación matemática, le dio algunas lecciones particulares y lo preparó para el ingreso en la Universidad. Ya había pasado el periodo de clasificación y sistematización de los conocimientos matemáticos iniciado por Euler, cuyas obras dio Holmboë a leer a Abel, y ambas, maestro y discípulo, comentaron el Tratado de Cálculo Diferencial o Integral de Lacroix, la Geometría de Legendre y las Disquisitiones arithmeticae de Gauss, obra de difícil lectura a causa de su estilo sintético que ha hecho decir con razón que es un libro cerrado con siete sellos, como el del Apocalipsis. La obra de quien ha pasado a la historia de la Ciencia con el justo calificativo de princeps mathematicorum, impresionó profundamente a Abel, que sintió tanta admiración por el matemático como aversión por el hombre. "Gauss, decía, hace lo que el zorro: borra con la cola la huella de sus pasos", aludiendo a la forma de los trabajos del matemático alemán, que suprimía deliberadamente muchas de las proposiciones intermedias utilizadas para llegar a sus conclusiones, punto de vista completamente opuesto al de otro gran matemático: Lagrange, que decía que un matemático no ha comprendido su propia obra hasta que no la ha hecho suficientemente clara para podérsela explicar a la primera persona que vea al salir a la calle.
Con el bagaje científico a que se acaba de aludir, el joven Abel se preparaba para su ingreso en la Universidad cuando murió su padre, el año 1820, dejando a su numerosa familia: esposa, seis hijos (Niels-Henrik era el segundo) y una hija, en la más angustiosa situación económica.
Era preciso un gran amor, una verdadera pasión por la Matemática, ciencia tan escasamente productiva, para perseverar en su estudio en aquellas condiciones, a las que se agregaba la pobreza de la Universidad de Cristianía, cuyas cátedras -único puesto a que podía aspirar un matemático puro- estaban mal retribuidas; pero Abel, que llevaba encendida en la frente la antorcha de la inquietud espiritual y sentía en su alma un ansia incontenible de superación, no cejó en su empeño, y en medio de las mayores dificultades y de apuros económicos sin cuento, ingresó en la Universidad en julio de 1821, y dos años más tarde empezó a publicar sus primeros trabajos en francés, convencido de la importancia científica de este idioma y de la inutilidad del suyo materno para darse a conocer en el mundo matemático.
Este mismo año, 1823, Galois ganó media beca en el Colegio de Reims y poco después se trasladó a Parla para estudiar en el Liceo Louis-le-Grand, donde tuvo lugar el primer incidente de su azarosa vida. En su expediente escolar, iniciado al empezar la enseñanza secundaria, se lee esta nota: "Es dulce, lleno de candor y de buenas cualidades, pero hay algo raro en él."
En efecto, Galois era un raro. A pesar de sus doce años, discutía violentamente sobre política, interesándose por la situación de Francia. Sus frases, que salían como saetas de sus labios pueriles, tenían trémolos de emoción y palpitaba en ellas un ansia de libertad que hacía torcer el gesto al director del Liceo, terrible realista.
Cuando no hablaba de política, tema que lo volvía agresivo, Galois era un adolescente dulce y soñador. Pocos meses después de su entrada en el Liceo, dice su expediente: "Nada travieso; pero original y singular; razonador"; y en las notas de fin de curso se consignan estas frases: "Hay algo oculto en su carácter. Afecta ambición y originalidad. Odia perder el tiempo en redactar los deberes literarios.
Sólo es verdad, en parte, este juicio. Cierta la originalidad y la ambición; falsa su aversión por la literatura. Galois leía no sólo a los escritores de su tiempo, sino también a los clásicos, y discutía en las tertulias literarias de la época.
Vernier, profesor de Matemática del Liceo, fue quien descubrió al futuro genio. "La locura matemática domina a este alumno escribía en su informe de fin de curso, y sus padres debían dejarle estudiar Matemática. Aquí pierde el tiempo, y todo lo que hace es atormentar a sus profesores y atormentarse a sí mismo”
Tenía razón Vernier. A poco de estar en el Liceo, Galois inspiraba a sus profesores y condiscípulos una mezcla de temor y cólera. Suave y violento, dulce y agresivo a un mismo tiempo, aquel niño de doce años era la encarnación de una paradoja viva.
Por aquellos días, las enconadas luchas políticas de la calle tuvieron eco en el Liceo, y Galois capitaneó un grupo de revoltosos. Fácil es adivinar la consecuencia: el joven Evaristo fue expulsado del Liceo.
No por eso se enfrió la amistad de Vernier, quien le aconsejaba que trabajase ordenada y metódicamente. Imposible; Galois era la encarnación del desorden y del frenesí.
Abel, en tanto, guiado por Holmboë, estudiaba sistemáticamente, y el año en que Galois fue expulsado del Liceo, Abel obtuvo una beca para realizar un viaje a Copenhague a fin de ponerse en relación con los famosos profesores Degen y Schmidten. Se instaló en casa de un tío suyo: el capitán Tuxen, desde donde sostenía frecuente correspondencia científica con Holmboë. En una de sus cartas, y en medio de una exposición de teorías matemáticas, se encuentra esta frase: "Las mujeres de esta ciudad son espantosamente feas", y como si su bondad, que era una de sus cualidades características, se sintiera herida por tan espontáneo y cruel juicio acerca de la belleza de las dinamarquesas, agrega: "pero son graciosas"; y, sin dar más importancia al asunto, sigue escribiendo de Matemática con aquella su letra apretada y menudita que fue el terror de los tipógrafos.
El 29 de marzo de aquel año, 1824, Abel consigue una pensión de doscientos speciedaler anuales durante un bienio para estudiar en el extranjero, y al poco tiempo publicó una memoria, no incluida en sus obras completas, sobre las ecuaciones algebraicas en la que se demuestra la imposibilidad de resolver la ecuación general de quinto grado, siendo, por consiguiente, el primero que puso en claro esta importante parte de la teoría de ecuaciones y haciendo un descubrimiento que Legendre consideró como el más trascendental que hasta entonces se había hecho en el Análisis.
Abel editó esta memoria por su cuenta. Era pobre, muy pobre, tan pobre que fue la pobreza quien lo mató. La impresión de aquel trabajo, el primero suyo de envergadura, era cara, y Abel tuvo que suprimir algunas proposiciones a fin de que el original no ocupase más de medio pliego, que salió de las prensas de Gröndahl, según las noticias que nos ha transmitido Hansteen en el Illustreret Nyhedsblad de 1862, pero lo más triste es que, además de suprimir proposiciones matemáticas en el texto, Abel tuvo que suprimir alimentos en el estómago para pagar la impresión.
En aquella memoria minúscula, escrita con la máxima ilusión por un joven de veintidós años, está el germen de uno de los teoremas más importantes del Álgebra: el germen, porque había un error inicial que, corregido por el propio Abel, fue el origen del teorema que lo ha hecho inmortal, error fecundo como el cometido después por Kummer, que le guió al descubrimiento de sus números ideales.
El año en que Abel hizo su primera genial incursión en el campo del Análisis, cayó en manos de Galois la Geometría de Legendre. Tenía entonces trece años y leyó con avidez y de un tirón la obra, asimilando en pocos meses lo que costaba dos años a los buenos estudiantes. En Álgebra fue otra cosa: sólo disponía de un manual vulgar. Lo tiró descorazonado, y se dedicó por su cuenta a leer a Lagrange.
Y la revelación fue. Legendre y Lagrange precipitaron su vocación. Como el pintor florentino, Galois pudo también exclamar: "Anch'io sonno, matematico". Si José Enrique Rodó, que tan bellísimas páginas ha escrito en sus Motivos de Proteo sobre el Anch'io, hubiera conocido la vida de Galois, habría inmortalizado el momento en que éste, leyendo a Legendre, comprendió que "la vocación es la conciencia de una aptitud determinada".
Entonces, decidió prepararse para el ingreso en la Escuela Politécnica, labor que simultaneaba con otras actividades. Intervenía en las discusiones artísticas, dividida la opinión en dos bandos: los partidarios del viejo Ingres, que había expuesto El voto de Luis XIII, y los adictos al joven Delacroix con su Matanza de Scio, discusiones que en vano intentó cortar el Gobierno adquiriendo el cuadro del joven y concediendo la Legión de Honor al viejo; leía las odas lacrimógenas de Lamartine, que acababan de aparecer, y odiaba por igual a los bonapartistas, para quienes era sagrada la memoria de Napoleón, cuya carne se pudría ya en Santa Elena, y al conde de Artois, viejo testarudo y fanático, de poca inteligencia y mucha mala intención, que acababa de suceder a Luis XVIII, como si el matemático en cierne hubiera adivinado lo caro que iba a pagar Europa el delirio imperialista del corso audaz y la sangre francesa que haría verter Carlos X.
Abel, por su parte, había conseguido que le ampliaran a seiscientos speciedaler su pensión durante otros dos años y marchó a Berlín, adonde llegó a fines de 1825. Inmediatamente fue a visitar a Adam Crelle, a quien entregó un ejemplar de su memoria sobre la ecuación de quinto grado. Crelle lo recibió fríamente. Aquel joven pálido, de mediana estatura, débil complexión, ojos profundos y aspecto melancólico, predisponía a la simpatía, pero su descuidado atuendo personal puso en guardia a Crelle, que se apercibió a un inminente asalto a su bolsillo. Se equivocó; y, cuando en visitas sucesivas se convenció de los profundos conocimientos del joven noruego, le invitó a acudir a su casa todos los lunes para hablar de Matemática y oír música.
Entre un minué de: Mozart y un trozo de Rossini, cantado por una fraulein de ojos azules y trenzas rubias, entre un lied de Schubert, que a la, sazón triunfaba en Viena, y una cantata de Bach, en el salón de Crelle se discutían las cuestiones matemáticas del día y se comentaban los chismes de los matemáticos. Allí conoció Abel a Dirksen y a Steiner y allí supo que Jacobi, que ignoraba sus investigaciones, había demostrado que la solución de la ecuación de quinto grado reducida a la forma:

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dependía de una cierta ecuación de décimo grado; pero también supo que el gran matemático prusiano dijo con plausible honestidad científica: "Abel está por encima de mis elogios y por encima de mis propios trabajos". Después, al correr de los años, ambos habrían de compartir la gloria de la creación de la teoría de funciones elípticas y el Gran Premio de Matemática de la Academia de Ciencias de París: demasiado tarde para Abel porque el Premio se adjudicó al año siguiente de morir y lo cobró su madre.
La amistad con Adam Crelle fue estrechándose. Muchas tardes paseaba con él y con Steiner por los alrededores de Berlín, y las gentes, al verlos, solían decir: "Ahí va Adam con Caín y Abel". El papel de Caín le tocaba a Steiner que, por cierto, era un infeliz. De esta amistad nació la primera revista del mundo dedicada exclusivamente a la investigación matemática: el Journal für reine und angewandte Matematik, que todavía se publica.
Durante aquel año y parte del siguiente, Abel viajó por Alemania. "Acaso me decida, escribe Holmboë, a quedarme en Berlín hasta fines de febrero o marzo, en que iré, por Leipzig o Halle, a Gotinga, no por ver a Gauss, que debe tener un orgullo insoportable, sino por estudiar en la excelente biblioteca de su Universidad."
Por aquellos días vacó una cátedra de Matemática en Cristiania y se pensó en él; pero estaba en el extranjero y, además, dice el informe, "no podría ponerse al alcance de la inteligencia de los jóvenes estudiantes". Se la dieron a Holmboë.
Luego de visitar varias ciudades alemanas, se sintió atraído por el prestigio de París y se dirigió a la capital de Francia, adonde llegó en junio de 1826. Su nombre era ya conocido de Galois, que había leído algunos de sus trabajos, pero su estancia en la vieja Lutecia pasó inadvertida. Apenas le hicieron caso por creerle oriundo de un país semisalvaje, lo que hizo despertar en él tal sentimiento patriótico que, en lo sucesivo, firmó sus trabajos N.-H. Abel, noruego, declarando su nacionalidad con el mismo orgullo con que los súbditos de Augusto declaraban su ciudadanía romana.
En París trabajaba por restablecer el Análisis sobre bases sólidas, y su proyecto se encuentra claramente expresado en una carta al astrónomo Hansteen. "Pocas proposiciones, dice, están demostradas con rigor perentorio en el Análisis superior. Por todas partes se encuentra el lamentable método de razonar que consiste en concluir de lo particular a lo general. Es un milagro que a pesar de esto sólo se caiga rara vez en lo que se llaman paradojas, y es muy interesante buscar la causa que, a mi parecer, está en que la mayor parte de las funciones de las que hasta ahora se ha ocupado el Análisis, se pueden expresar por potencias. Cuando se aplica un procedimiento general no es muy difícil evitar los escollos; pero he tenido que ser muy circunspecto con las proposiciones, una vez admitidas sin una prueba rigurosa, o sea: sin ninguna prueba, que han echado tales raíces en mí que me expongo a cada momento a servirme de ellas sin otro examen."
El 14 de octubre del mismo año, 1826, Abel escribe, también desde París, una carta a Holmboë en la que le dice: "Acabo de terminar un trabajo sobre cierta clase de funciones trascendentes que presentaré al Instituto [Academia de Ciencias] el lunes próximo. Se lo he enseñado a Cauchy, quien apenas se ha dignado mirarlo."
Cauchy estaba entonces en la cima de su gloria. Hacía diez años que ocupaba el sillón que los Borbones obligaron a dejar vacante a Monge por su fidelidad a Napoleón, con gran escándalo del mundo científico, que protestó contra el atropello de que fue víctima el creador de la Geometría Descriptiva; pero Cauchy dijo que aquello no tenla nada que ver con él. Políticamente era un ingenuo: creía en la buena fe de los Borbones, y aunque Carlos X era un bufón inepto forrado de déspota, cumplió con él sentándose en el sillón de Monge. Claro es que cuando Carlos X fue desterrado, Monge volvió a ocupar su sillón que esta vez dejó libre a Cauchy para seguir en el exilio a su amado monarca, el cual le nombró preceptor de su hijo, el duque de Burdeos, que tenía a la sazón nueve años. A Cauchy no le hizo mucha gracia el oficio de ama seca y regresó a París, donde tuvo que bailar en la cuerda floja bajo el reinado de Luis Felipe.
El trabajo de que habla Abel en su carta versaba Sur una proprieté générale d’une classe trés étendue des fonctions transcendentes y, por acuerdo de la Academia, debió ser examinado por Legendre y Cauchy. A causa de la edad avanzada de Legendre, se lo llevó a su casa Cauchy para hacer el informe y perdió el original, o dijo que lo perdió. Cauchy tenía excesiva soberbia para admitir rivales de veinticuatro años. Abel no se quejó. Era demasiado bueno, y se limitó a escribir a Halmboë: "Cauchy es terriblemente católico y beato, cosa rara en un matemático."
Casi tres años después, el 14 de marzo de 1829, Jacobi, que había tenido noticias del trabajo de Abel, se quejó a Legendre, quien le contestó el 8 de abril siguiente diciéndole que el original en cuestión era apenas legible porque la tinta estaba demasiado pálida, y disculpaba, en cierta forma, la incuria de Cauchy. Precisamente dos días antes de la carta de Legendre había muerto Abel. Su temprana muerte causó honda sensación en el mundo científico y el cónsul de Noruega en Paris recibió el encargo de presionar al Gobierno francés para que buscara el famoso manuscrito, el cual apareció, ¡naturalmente!, entre los papeles de Cauchy. Se mandó a la imprenta con toda clase de garantías y... se perdió. Afortunadamente, estaba compuesto; pero hubo que corregir las pruebas sin posible cotejo.
La obra maestra de Abel, de la que ha dicho Hermite que contiene inspiración para quinientos años de labor matemática, fue calificada por Lagrange, con palabras, de Homero, de monumentum aere perennius, y en ella se encuentra el que ha pasado a la Historia con el nombre de teorema de Abel, quien lo enunció textualmente así: "Si se tienen varias funciones cuyas derivadas son raíces de una sola ecuación algebraica cuyos coeficientes son todos funciones racionales de una sola variable, se puede expresar la suma de un número cualquiera de tales funciones por medio de una función algebraica y logarítmica, siempre que se establezcan entre las variables un cierto número de relaciones algebraicas. El número de estas relaciones no depende en modo alguno del de funciones, sino sólo de la naturaleza de las funciones consideradas."
En Navidad de aquel año salió de París dirigiéndose a su patria, a la que llegó en enero de 1827. En mayo se pidió una nueva beca para él, que no fue concedida porque el Gobierno carecía de fondos, y Abel tuvo que dedicarse a preparar a los estudiantes para el examen philosophicum a fin de poder comer malamente. Poco después fue nombrado Docent de la Universidad para suplir a Hansteen, que había ido a Siberia en misión científica.
El mismo año de 1827 Galois fracasaba en la Escuela Politécnica. Era natural. Muerto Monge, la Politécnica cultivaba la Matemática ortodoxa y Galois era un heterodoxo hasta en Matemática.
Su fracaso fue un acicate. A los pocos meses publicaba su primera memoria: Demostración de un teorema sobre las fracciones continuas periódicas, y enviaba a la Academia de Ciencias una comunicación sobre la teoría de ecuaciones algebraicas que Cauchy, encargado de presentarla, escamoteó. Cauchy era un contumaz. Sectario fanático, votaba a los candidatos a la Academia no con arreglo a su valor científico, sino a sus ideas religiosas; realista borbónico, no podía ver con buenos ojos el trabajo de Galois, joven republicano que amenazaba proyectar una sombra sobre su fama: y las investigaciones de Galois fueron a hacer compañía a las de Abel, pero si las de éste aparecieron gracias a la reclamación diplomática antes aludida, las de Galois se perdieron para siempre.
Al año siguiente, Galois volvió a intentar el ingreso en la Politécnica, haciendo un examen que ha dejado imperecedera memoria. Discutió con el tribunal examinador en tonos acres, calificó de estúpida una pregunta sobre la teoría aritmética de logaritmos, negándose a contestarla, y, como uno de los profesores le hiciera observar su incorrección, le tiró a la cabeza el cepillo de borrar la pizarra y se marchó furioso, protestando contra la pseudociencia de quienes calificó de ganapanes de la enseñanza.
Veinticinco años más tarde, Terquem escribía en los Nouvelles Annales de Mathematiques, aludiendo al fracaso de Galois: "Un candidato de inteligencia superior ha perdido con un examinador de inteligencia inferior. Hic ego barbarus sum quia non intelligor illis. [Soy un bárbaro porque no me comprenden.][1]. Los exámenes son misterios ante los cuales me inclino. Como los misterios de la Teología, la razón humana debe admitirlos con humildad, sin intentar comprenderlos."
En este artículo, Terquem sostenía que la controversia sobre el fracaso de Galois no estaba cerrada aún. Y tenía razón: los exámenes son, en efecto, algo acerca de lo cual no han dicho todavía su última palabra los pedagogos.
En aquellos días París hervía de emoción política, y Galois, con sus buenos dieciséis años, se prendió en ella. La hostilidad contra el déspota consagrado en la catedral de Reims con ritos arcaicos, crecía por momentos. Reformada la ley electoral, que permitía votar dos veces a los ricos; encadenados los periódicos, que tenían que presentar sus ejemplares a la censura cinco días antes de su publicación; clausuradas las Facultades de Derecho y de Medicina; suprimida la Escuela Normal Superior por su enseñanza liberal; colocada la Universidad bajo la vigilancia del Clero; suspendidos los cursos de Guizot, de Villemain y de Cousin, y flotando sobre todas las cabezas, como la espada de Damocles, la llamada "ley del sacrilegio", los bonapartistas se unieron a los republicanos en su lucha contra la monarquía borbónica, y Galois se hizo jefe de un grupo de estudiantes.
¿Qué pasaba, en tanto, en Noruega? En el otoño de aquel año, 1828, cuando empezaban a amarillear los castaños de las Tullerías, los fríos y las nieves se habían adueñado ya de Cristianía, y un soplo, traidor como un puñal asesino, penetró en los pulmones de Abel. Su débil constitución era terreno abonado para la tuberculosis, y en diciembre, haciendo un gran esfuerzo, marchó a Froland para pasar las fiestas navideñas al lado de su prometida, Cristina Kemp, institutriz de una familia inglesa, la de S. Smith, propietario de los talleres metalúrgicos de Froland, en cuya casa se alojó Abel.
Crelle, en tanto, trabajaba para que la Universidad de Berlín le diera una cátedra. Y lo consiguió. Pero ¡trágicas ironías del destino!, el nombramiento llegó a Cristianía dos días después de morir Abel. Sin embargo, hay que hacer justicia a Berlín de haber sabido escuchar a Crelle; y, al convencerse de que el matemático noruego de veintiséis años era un genio, Berlín que quería tener en su Universidad al mejor entre los mejores en cada rama de la Ciencia, como el mejor entre los mejores en Matemática se llamaba Abel, solicitó a Abel, que no era alemán. Justamente un siglo después el mejor entre los mejores en Física se llamaba Alberto Einstein y era alemán, pero también era judío, y el antisemitismo de Hitler lo expulsó de la Universidad de Berlín y hubo de exilarse en los Estados Unidos, donde vivió hasta su muerte, acaecida en 1955.
La vida de Abel en Froland fue dura y triste: vida de tuberculoso que sabe que sus días están contados y quiere aprovecharlos para dar salida precipitada a las ideas que bullen en su cerebro. Trabajaba con una intensidad incompatible con su dolencia y sólo descansaba breves momentos para hablar con su novia y hacer proyectos que sabía irrealizables.
Una mañana se sintió desfallecer. Le faltaron las fuerzas; un sudor frío inundó su frente abombada, corno vientre grávido de mujer fecunda, y cayó en la cama donde se fue consumiendo poco a poco, hasta que un día de primavera, el 6 de abril de 1829, mientras su novia le preparaba una taza de blanca leche tibia, exhaló un suspiro muy débil, pero que el fino oído atento de Cristina percibió como un eco lúgubre que puso espanto en su corazón. Rápida, acudió a la cabecera del enfermo y quedó aterrada. El amado, que era para ella como el príncipe azul de un cuento de hadas, se moría; el matemático genial se moría; se moría dulcemente, suavemente, silenciosamente, como había vivido: sin una queja, sin un odio, sin un rencor. Los brazos blancos de mujer triste de Cristina rodearon el cuello de Abel, y Abel entonces, en un rapidísimo momento, supremo y único, abrió los ojos buscando los ojos claros de la novia, en los que temblaba el ansia callada de un ideal roto, y le dirigió una mirada: la última, que envolvió a Cristina en una luz de alma, reflejo de su alma bañada ya en una nueva luz: la luz de la inmortalidad.
En la necrología que publicó Crelle en su Journal, tomo IV, se leen estas palabras que sintetizan la obra del matemático noruego: "Todos los trabajos de Abel llevan la huella de una sagacidad y de una fuerza mental extraordinaria, y a veces asombrosa, a pesar de la juventud del autor. Penetraba, por decirlo así, frecuentemente hasta el fondo de las cosas con una intensidad que parecía irresistible, las tomaba con una energía tan extraordinaria, desde lo alto, y se elevaba de tal modo por encima de su estado actual que las dificultades parecían desvanecerse ante la potencia victoriosa de su genio."
Hasta Abel se conocía la expresión general de las raíces de las ecuaciones de los cuatro primeros grados y se creyó que se podría encontrar un método uniforme aplicable a una ecuación de cualquier grado. Los matemáticos se ponían a resolver las ecuaciones sin saber si esto era posible, y unas veces encontraban la solución y otras no. Abel siguió otro camino. En vez de buscar una relación que se ignoraba si existía o no, se preguntó si tal relación era posible y en esta pregunta estaba ya el germen de la solución.
Abel se propuso dos problemas:
  1. Encontrar todas las ecuaciones de grado dado que sean resolubles algebraicamente;
  2. Determinar si una ecuación es resoluble algebraicamente o no.
En el fondo los dos problemas son uno mismo, ya que la solución del primero debe conducir a la del segundo.
Para atacar de frente la cuestión, lo primero era precisar qué se entiende por resolver algebraicamente una ecuación, punto que Abel definió sin ambigüedad diciendo que consiste en expresar sus raíces por medio de funciones algebraicas de sus coeficientes, es decir: que sólo contengan un número finito de operaciones de sumar, restar, multiplicar, dividir y extraer raíces de índices primos.
Planteado así el problema de la resolución de ecuaciones, Abel llegó a estas dos conclusiones:
  1. Si una ecuación es resoluble algebraicamente, se puede siempre dar a la raíz una forma tal que las funciones algebraicas de que está compuesta sean expresables por medio de funciones racionales de las raíces de la ecuación propuesta;
  2. Cuando una función de varias cantidades tiene m valores diferentes, se puede siempre encontrar una ecuación de grado m cuyos coeficientes sean funciones simétricas y tengan estos valores por raíces; pero es imposible encontrar una ecuación de la misma forma de grado menos elevado que tenga uno o varios de estos valores por raíces.
Y de estas dos conclusiones dedujo su teorema inmortal. Toda la obra de Abel define un gran progreso de la Matemática porque sacudió el yugo de la intuición y de la mística, inaugurando el retorno a la tradición griega del rigor en la crítica de los conceptos y en la trabazón lógica del razonamiento.
Dos meses después de morir el matemático noruego, se suicidó el padre de Galois: drama que produjo en éste tremenda impresión. Las luchas entre los liberales y los clericales le envolvieron en una red de calumnias y, hombre puntilloso, puso fin a sus días trágicamente.
Galois comprendió entonces las miserias de la política y se apartó de ella dedicándose con ardor al estudio. Reabierta la Escuela Normal, y abandonado por completo su proyecto de ingresar en la Politécnica, se preparó para aquélla, guiado por Luis Pablo Richard, que dio a su joven discípulo el calificativo de "Abel francés".
Las notas de los examinadores de la Normal dicen así: "Este alumno es a veces un poco oscuro en la expresión de sus ideas; pero es inteligente y tiene un notable espíritu de investigador. Ha encontrado algunos resultados nuevos en el Análisis Matemático."
El profesor de literatura, por su parte, emite este juicio: "Es el único candidato que ha contestado malamente. No sabe nada. Me han dicho que tiene extraordinaria disposición para los estudios matemáticos. Me extraña."
Evidentemente, ninguno de los maestros de Galois supo comprenderle: ni los elementales, ni los secundarios, excepto Vernier, ni los superiores, y por esto son tan justas y certeras estas palabras de Bell: "Las desgracias de Galois deberían ser conmemoradas en un monumento siniestro erigido por todos los pedagogos seguros de sí mismos, por todos los políticos sin escrúpulos y por todos los académicos hinchados de su sabiduría. Galois no era un ángel, pero sus magníficas facultades fueron ahogadas por la estupidez coaligada contra él, que estropeó su vida, obligándole a luchar con un tonto después de otro."
Galois entró en la Normal el 20 de febrero de 1836. Cinco días después se estrenaba el Hernani de Víctor Hugo: cristalización del movimiento romántico lanzado en el prefacio del Cromwell, estreno tumultuoso que agitó más aún la ya agitada atmósfera, preludio de la revolución de julio que había de arrebatar la corona a Carlos X para ceñirla a las sienes de Luis Felipe; y Galois, olvidando su promesa, volvió a la política, esta vez con más ardor, pero sin dejar por eso de cultivar la Matemática y publicando el resultado de sus investigaciones en el Bulletin de Férussac y dando cursos privados de Álgebra superior, teoría de números y funciones elípticas, que hacía compatibles con la asistencia al Cenáculo: la famosa sociedad literaria que, en torno a Víctor Hugo, se reunía en el salón de Charles Nodier, en el Arsenal, ajenos todavía sus socios a la trascendencia que había de tener la palabra romanticismo introducida en el mundo de las letras por Mme. Staël.
Se acercaba el verano. La hostilidad contra Carlos X, que crecía por momentos, llegó a un límite incontenible al publicarse, el 26 de julio en el Monitor, las famosas Ordenanzas que pretendían anular el triunfo electoral de los liberales y sostener en el Gobierno al reaccionario Polignac, hechura de Carlos X y funesto teomegalómano que afirmaba actuar por inspiración directa de la Virgen.
Con la misma espontaneidad que el 14 de julio de 1789, el pueblo de París se lanzó a la calle cuarenta y un años después, para defender sus libertades amenazadas. Como por arte de magia se alzaron barricadas para contener a las fuerzas realistas del mariscal Marmont, y frente al Hôtel de Ville, subido en lo alto de una diligencia desvencijada y rodeado de los más absurdos y heterogéneos objetos, cómodas, sillas, latas de petróleo, piedras y paquetes de periódicos, Galois arengaba al pueblo y arrancaba aplausos delirantes a la multitud, a la que se habían unido los orleanistas por el deseo común de acabar con los Borbones. Expulsado Carlos X, fue proclamado rey de Francia Luis Felipe el 9 de agosto, con gran disgusto de los republicanos, verdaderos autores de la revolución, cuyo éxito aprovecharon los orleanistas en beneficio de su candidato al trono. Con este motivo, Galois dirigió una violenta carta al director de la Escuela Normal, partidario de Luis Felipe, y sucedió lo que tenía que suceder. Fue expulsado de la Escuela.
Poco después ingresó en la artillería de la Guardia Nacional. "Si hace falta un cadáver para amotinar al pueblo, contad con el mío", dijo cuando, acusados los artilleros de haber querido entregar los cañones a los republicanos, fue disuelto el Cuerpo que primero comprendió que Luis Felipe, renegando del origen revolucionario de su exaltación al trono, empezaba a evolucionar en el sentido cada vez más conservador que le había de quitar la corona dieciocho años más tarde.
Vino el proceso consiguiente y, declarados inocentes, los ensartados se reunieron con unos doscientos correligionarios en Belleville, en los alrededores de París, para celebrar la favorable sentencia. Al final del banquete Galois se levantó a brindar y, con la copa en una mano y un cuchillo en la otra, sólo pronunció estas palabras: "Para Luis Felipe."
Se produjo un escándalo formidable. Algunos comensales huyeron saltando por las ventanas: pero los más jóvenes rodearon a Galois para felicitarle por la intención regicida de su brindis, y regresaron a París, donde acabaron la noche bailando alegremente en la plaza Vendôme.
Y cuando a la luz lechosa del amanecer llegó Galois a su casa, los esbirros que le aguardaban a la puerta le condujeron a la prisión de Santa Pelagia.
El abogado defensor de aquel niño rebelde consiguió su libertad gracias a una estratagema. Afirmó que Galois, luego de las palabras "Para Luis Felipe", pronunció estas otras: "si traiciona a la patria", que no fueron oídas a causa del tumulto que se produjo.
Poco gozó de la libertad. El partido republicano tenía preparada una manifestación para el 14 de julio, y, entre las medidas gubernativas para asegurar el orden, figuraba la detención de Galois. El pretexto fue la falsa acusación de uso indebido del uniforme de artillero, y estuvo en Santa Pelagia hasta el 6 de marzo del año siguiente, en que fue trasladado a un sanatorio porque era un "importante detenido político", a quien no se podía exponer a que muriera víctima del cólera que a la sazón diezmaba a París.
La vida de Galois llega aquí a un periodo borroso. En el sanatorio debió de conocer a una mujer: la misteriosa ella que, siempre hay que buscar en los momentos cruciales de la vida de un hombre.
Conducido de nuevo a Santa Pelagia cuando pasó el peligro de la epidemia, Galois acusa recibo de una carta a su amigo Augusto Chevalier con otra fechada el 25 de mayo, en la que dice: "Tu carta, llena de unción apostólica, me ha traído un poco de calma; pero ¿cómo destruir las huellas de las emociones tan violentas que he sufrido? Releyendo tu carta observo una frase en la que me acusas de estar emborrachado por la ola putrefacta de un mundo podrido que ensucia el corazón, la cabeza y las manos. ¿Bo-rra-che-ra? Estoy desengañado de todo, incluso del amor y de la gloria. ¿Cómo puede mancharme un mundo que detesto?"
Cuatro días más tarde recobra la libertad y parece que estaba decidido a pasar una temporada en el campo. Se ignora lo que sucedió ese día: 29 de mayo; pero de su epistolario se deduce que, inmediatamente de salir de Santa Pelagia, entró en colisión con sus adversarios políticos. En una carta fechada ese día y dirigida "a todos los republicanos", carta recogida por Raspail, compañero de cárcel de Galois, en sus Lettres sur les prisons de París, dice: "Ruego a los patriotas y amigos que no me reprochen morir por otra cosa que por el país. Morirá víctima de una infame coqueta que quiere vengar en mí el honor ultrajado por otro, y de dos engañados por esta coqueta. Me arrepiento de haber dicho una verdad funesta a hombres que no estaban en condiciones de escucharla serenamente. Me llevo a la tumba una conciencia limpia de mentiras y una limpia sangre de patriota. Adiós. Necesitaba la vida para el bien público. Perdono a los que han matado porque lo han hecho de buena fe."
Hay otra carta dirigida a amigos a quienes no nombra. Dice así: "He sido provocado por dos patriotas y me ha sido imposible negarme. Os pido perdón por no haberos prevenido; pero mis adversarios me han obligado a jurar por mi honor guardar el secreto. Sólo os hago un encargo muy sencillo: probar que me he batido a pesar de mi mismo, es decir: luego de haber agotado todos los medios de arreglo, y sostener que yo no soy capaz de mentir ni aun por tan pequeño motivo como el de la infame coqueta. Conservad mi recuerdo ya que la suerte no me ha dado vida bastante para que la Patria conozca mi nombre."
Aquella noche, noche terrible, noche de angustias infinitas, se puso a redactar su testamento científico. Eran los resultados de sus últimas meditaciones matemáticas, resultados sublimes sobre la teoría de grupos, que cada día que pasa es más fecunda.
De cuando en cuando interpolaba frases como éstas: "¡No tengo tiempo, no tengo tiempo! Mi vida se extingue como un miserable cancán", y seguía garrapateando geniales fórmulas matemáticas.
Aquella noche trágica tomó forma definitiva la teoría de funciones algebraicas y sus integrales, y sobre todo, quedaron establecidos para siempre los conceptos de grupo, subgrupo, invariante, transitividad y primitividad que habían de servir después a Sophus Lie, compatriota de Abel, para crear la teoría de las transformaciones, y a un alemán, Félix Klein, para sistematizar todas las Geometrías.
En uno de los márgenes de aquellos papeles, que son hoy una reliquia, se leen estos versos:

L'éternel cyprés m'environne.
je m'incline vers le tombeau.

Al amanecer del otro día acudió al estúpidamente llamado "campo del honor". Duelo a pistola a veinticinco pasos. Un certero disparo de su adversario le hirió en el vientre. No habían llevado médico y lo dejaron tendido en el suelo. A las nueve de la mañana un campesino, que pasaba por allí, avisó al hospital Cochin, a donde fue trasladado. Viendo los facultativos su fin inmediato, le aconsejaron que recibiera los auxilios espirituales. Galois se negó. Es probable que en aquel momento se acordara de su padre. Su hermano, único familiar que fue avisado, llegó con lágrimas en los ojos, y Galois le dijo con gran entereza: "No llores, que me emocionas. Necesito conservar todo mi valor para morir a los veinte años”
Al día siguiente, el 31 de mayo de 1832, se declaró la peritonitis y murió a las diez en punto de la mañana, siendo enterrado en la fosa común del cementerio del Sur. Sus restos se han perdido, pero su pensamiento es inmortal.

Capítulo 2
MONGE Y FOURIER

Dos amigos de Napoleón

El parto mellizo del Cálculo Infinitesimal, en la segunda mitad del siglo XVII, produjo tal revolución en el Análisis que todos los matemáticos del siglo XVIII se apercibieron a investigar en la rama analítica, dando de lado a la geométrica que permanecía estacionaria desde Pascal, discípulo de Desargues, que es verdadero precursor de los estudios modernos de la Geometría por la Geometría.
Y cuando el año 1795 inicia Gaspar Monge sus conferencias sobre el sistema diédrico en la Escuela Normal Superior de París, Europa no tiene, en realidad, más que un solo geómetra digno de este nombre: Jorge Juan, a quien sus contemporáneos llamaban "el sabio español" por antonomasia, y cuyo perfil matemático fue dibujado por Antonio Sánchez Pérez en un artículo periodístico, recogido después en sus Actualidades de Antaño, Madrid, 1895.
Dice Sánchez Pérez: "Euler, primer matemático de la humanidad, publicó una notabilísima obra titulada Ciencia Naval en 1749, época en que el sabio había llegado al apogeo de su gloria. Quien sepa que los primeros trabajos que dieron celebridad a Euler versan ya sobre cuestiones navales, comprenderá hasta qué punto se había esmerado en dicha obra y cuántos años de afanes representaba. Ahora bien, en 1771, publica Jorge Juan su Examen marítimo y asombra al mundo. Empieza por observar que los geómetras que le han precedido han admitido con ligereza algunas proposiciones de los nuevos principios de filosofía natural, y los corrige. Necesita más conocimientos de mecánica que los que hay en su época y crea la mayor parte de la mecánica de los sólidos. Corregido Newton, creada así casi por completo la nueva ciencia, empieza a rehacer la ciencia antigua, y tiene que abandonar el camino seguido por sus predecesores. Así llega, por fin, a fórmulas que concuerdan perfectamente con la experiencia. Para probar el rigor de sus teorías crea otra que, si bien carece de importancia práctica, la tiene muy grande para los que aprecian la ciencia por la ciencia: esta es la teoría de los voladores o cometas. La opinión del mundo sabio se había rebelado contra las conclusiones de todos les geómetras. Habla Jorge Juan y la Europa calla. Y, sin embargo, el autor del Examen señala a cada geómetra sus errores; y en cuanto a los de Newton, los hace recaer sobre las Academias que, con su autoridad, sostenían la de Newton. Levéque traduce el Examen al francés y la Academia de París obtiene del Gobierno el privilegio de la publicación."
Después de la obra de Jorge Juan aparecieron: los “Freyen Perspective” de Lambert, Zurich, 1774; los “Eléments de Géométrie” de Legendre, París, 1794, y la “Geometria di compasso” de Mascheroni, Pavía, 1797; pero el progreso máximo de la Geometría corresponde a los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX que llenan tres nombres, franceses los tres, y los tres hijos de la Revolución, que hacen brotar del viejo tronco euclídeo sendas ramas nuevas: Gaspar Monge, varias veces ministro, que da al mundo la Geometría Descriptiva; Lázaro Carnot, llamado con justicia el Organizador de la Victoria, que funda la Geometría de la Posición, y Víctor Poncelet, prisionero de los rusos en Saratov, que crea la Geometría Proyectiva.
Hablemos del primero, que tiene en otro compatriota y coetáneo, Fourier, el complemento de su vida.
Gaspar Monge nació en Beaune, Borgoña, el 10 de mayo de 1746, y fue hijo de un afilador, hombre aficionado a la cultura, que quería que sus retoños llegaran a ocupar la posición social que a él le había sido imposible. Se comprende, pues, la alegría del afilador cuando Gaspar ganó el primer premio en el colegio, al que siguieron después otros muchos, lo que le valió el honroso título de puer aurcus, que fue el orgullo de su padre.
Apenas contaba catorce años cuando inventó una bomba de incendios. Sus conterráneos quedaron maravillados del talento de aquel niño, que contestaba invariablemente a las preguntas que le hacían sobre su invento: "He empleado dos medios infalibles: una tenacidad a toda prueba y mis dedos, que han reproducido mi pensamiento con fidelidad geométrica", palabras que caracterizan el genio de Monge: la perseverancia y la habilidad manual. La primera, de acuerdo con la concepción goethiana, le condujo a dar una nueva dirección a la Geometría, y la segunda le permitió ser ejemplo vivo de los obreros que estuvieron a sus órdenes en uno de los momentos más dramáticos de la historia de Francia.
A los dieciséis años levantó el plano de Beaune, trabajo que fue el origen de su carrera. Sus profesores, que dependen del Oratorio de Lyon, lo propusieron que ingresara en su orden y le recomendaron para que explicara Física en el Colegio Central de la ciudad del Ródano; pero el afilador aconsejó a su hijo que no aceptara porque un oficial de Ingenieros le había indicado que su porvenir estaba en la Escuela Militar de Mezières, y allí acudió el joven Gaspar ignorando que su humilde origen sólo le permitiría entrar en la sección práctica, cuya más importante misión era la de défiler un Port con arreglo a laboriosos métodos tradicionales que Monge no tardó en simplificar; pero su genio inventiva tropezó con la resistencia pasiva de sus superiores cuyo misoneísmo les impedía aceptar novedades.
Sin embargo, Monge era tenaz, y pudo, al fin, imponer sus procedimientos. Entonces le nombraron profesor adjunto, previo juramento de no revelar su secreto.
Poco después, cuando sólo tenía veintidós años de edad, realizó algunas investigaciones sobre las propiedades infinitesimales de las curvas y superficies y presentó a la Academia de Ciencias de París, el 11 de enero de 1771, una Mémoire sur les développées, les rayons de courbure et les différents genres d’infléxions des courbes a doble courbure, que tiene excepcional importancia tanto para la Geometría Analítica como para la teoría de curvas alabeadas, y fue nombrado profesor titular de la Escuela: primero de Matemática y luego, además, de Física, lo que le obligaba a un doble trabajo abrumador.
Pero esto no le impedía acudir a salones y tertulias. Hijo de su siglo, Monge gustaba del diálogo galante y de la conversación literaria, haciendo compatible la rigidez de su formación científica con la flexibilidad de su espíritu de mosquetero. En una recepción oyó hablar en términos poco correctos de una joven y bella viudita a cierto galán despachado, y, nuevo Quijote, no sólo defendió caballerescamente a la dama, de la que ignoraba hasta el nombre, sino que pasando a vías de hecho dio una descomunal bofetada al galán. Era inevitable el desafío, y Monge propuso que fuera a muerte nada menos; pero los padrinos pudieron arreglar el asunto por medio de un acta y no se verificó el duelo. Unos meses después, en otra recepción, le fue presentada una joven de veinte años cuya singular belleza le produjo honda impresión: el consabido flechazo tan a la orden del día en aquella época. La joven era la viudita quien había defendido, y Monge le propuso, sin más preámbulos, casarse inmediatamente. Ella le contestó que tenía que arreglar algunas cuentas pendientes de su esposo antes de decidirse a contraer nuevo matrimonio, a lo que Monge respondió: "No se preocupe por eso. Yo he resuelto muchos problemas más difíciles". Y en efecto, se casó con ella.
Esto ocurría el año 1777, cuando ya su nombre era conocido en los centros científicos de París. Sus trabajos sobre las ecuaciones en derivadas parciales utilizando originales consideraciones geométricas, habían llamado la atención de los matemáticos, y con razón dijo Lagrange: “Avec son aplication de l'Analyse á la representation des surfaces, ce diable d'homme sera immortel”.
Por entonces empezó a bullir en su cerebro la idea de la que con feliz neologismo llamó Geometría Descriptiva; pero la rivalidad entre las Escuelas Militares francesas del antiguo régimen retrasó el conocimiento de sus métodos.
Tres años más tarde, Condorcet y D'Alembert aconsejaban al Gobierno la fundación de un Instituto de Hidráulica en el Louvre, y Monge fue llamado a París con la obligación de residir la mitad del año en la capital y la otra mitad en Mezières.
Y aquí termina la primera época de la vida de Monge, época dedicada a la enseñanza y a la gestación de su obra inmortal.
La segunda época es dinámica y tumultuosa. Nacido del pueblo, Monge abrazó con entusiasmo los principios de la Revolución; y cuando después de la batalla de Valmy, 20 de septiembre de 1792, que, al decir de Goethe, abrió una nueva era en la Historia, quedó abolida la Monarquía e implantada la República en Francia, la Asamblea Legislativa le nombró ministro de Marina, cargo que desempeñó hasta el 13 de febrero de 1793 en que dimitió porque creyeron que no era suficientemente radical; pero fue reelegido el 18 al convencerse la Convención de que quien iba a producir una revolución en la Geometría era un perfecto revolucionario en el sentido que daban a esta palabra los hombres del 89.
Fue un ministro incorruptible. No ignoraba que su cabeza podía caer en el cesto fatal, pero nunca claudicó ante los ignorantes ni ante los ineptos, y su encendida fe en los destinos de Francia sólo abrigaba un temor que las disensiones internas de su país, que estaba, además, desarmado, facilitaran la ofensiva del extranjero y redujesen a la nada las conquistas de la Revolución.
Con perfecta acuidad política, Monge denunció el peligro; y cuando se produjo la ofensiva, la Convención le autorizó, con fecha 10 de abril de 1793, para poner en práctica sus ideas salvadoras. La primera preocupación de Monge fue abastecer los arsenales que no tenían municiones para hacer a la situación. El cobre y el estaño para fabricar el bronce de los cañones y el salitre indispensable para la pólvora eran de procedencia extranjera. "Dadme salitre y en tres días cargaré los cañones", dijo Monge a la Convención. Y ¿de dónde lo sacaremos?", preguntaron los convencionales. "De los sótanos de las casas", respondió Monge respaldado por Berthollet que, como todos los científicos, se había adherido a la causa de la Revolución.
Toda la nación se puso en pie de guerra. Se movilizó un ejército de novecientos mil hombres para defender el suelo francés y bajo la dirección de Monge, Francia se convirtió en una inmensa fábrica de material bélico. Sólo en París se establecieron doscientas cincuenta y ocho fraguas y quince herrerías que construían mil fusiles diarios, la fábrica de Grenoble puso en práctica los métodos de Berthollet y dio treinta mil libras de pólvora diarias y las fundiciones produjeron al ritmo de siete mil piezas de bronce y trece mil de hierro colado al año.
Con una actividad verdaderamente sobrehumana, puestos los ojos en un alto ideal patriótico, Monge inspeccionaba fábricas y arsenales, corregía personalmente los errores cometidos por los obreros, y por la noche, en vez de entregarse a un bien merecido descanso, redactaba circulares relativas a la manera de trabajar con la máxima eficacia en un tiempo mínimo. Su boletín sobre El arte de construir cañones, fue el breviario de todas las fábricas y aún hoy, después de siglo y medio, todavía se puede consultar con provecho.
Por una natural reacción biológica, la popularidad del gran matemático trajo como consecuencia la formación de un grupo enemigo, Un día, al salir de su casa, su esposa oyó susurrar misteriosamente a las vecinas que Monge y Berthollet iban a ser denunciados. Loca de terror corrió a las Tullerías, donde encontró al gran químico sentado tranquilamente bajo los castaños. Berthollet, que era un ironista plácido y bonachón, le dijo que, en efecto, la noticia era cierta, pero que tardaría una semana en convertirse en realidad, y con su habitual placidez agregó: "Dentro de unos ocho días su esposo y yo seremos detenidos, interrogados, condenados y ejecutados."
La bella viudita recasada, que ya era una noble matrona, hecha y perfecta, vio a su esposo ante la barra, acusado de traidor a la patria, y, luego de una tempestuosa sesión, presidida por jueces parciales, subiría a la carreta trágica para que la hoja de la guillotina realizara la mortal ablación del cuello que tantas veces había ella rodeado con sus brazos.
Cuando Monge, al llegar a su casa por la noche, la encontró convertida en un mar de lágrimas y conoció la causa de su inmensa tristeza, le dijo sencillamente: “No sabía nada de eso. Lo único que sé es que mis fábricas marchan estupendamente."
Pero algo había de verdad en el rumor, porque poco después el "ciudadano Gaspar Monge fue denunciado por su portero, lo que le obligó a ausentarse de París hasta que pasara la tormenta, que, afortunadamente, duró poco, y cuyo final coincide con el principio de una nueva etapa de su vida.
El 9 de brumario del año II, 30 de octubre de 1793, "la Convención Nacional, queriendo acelerar la época en que pudiera hacer extender de una manera uniforme en toda la República la instrucción necesaria a los ciudadanos franceses", creó la Escuela Normal, en la que ingresarían “los ciudadanos ya instruidos en las ciencias útiles, para aprender, bajo la dirección de los profesores más hábiles, el arte de enseñar”.
Los alumnos eran designados por los municipios a razón de uno por cada veinte mil habitantes; debían tener veinticinco años cumplidos, y "unir a costumbres puras el más probado patriotismo". Cobrarían, además, un sueldo de mil doscientos francos anuales.
La Convención empezaba a poner en práctica el lema: "Después del pan, la educación es la primera necesidad de un hombre", que fue la divisa de Danton, equivalente al "Despensa y escuela" que Joaquín Costa había de defender en la España sin pulso de fines del siglo XIX, después del colapso del 98.
En nombre del Comité de Instrucción Pública, Lakanal redactó el reglamento interior de la Escuela en que, además de las lecciones magistrales, habría conferencias y discusiones en las que tomarían parte maestros y discípulos.
Monge fue nombrado profesor de Matemática y se autorizó para explicar públicamente sus nuevas concepciones que cristalizaron en la creación de la Geometría Descriptiva, cuyo tratado no publicó hasta el año 1800. Aunque según su autor, la nueva ciencia tenía por objeto "tirer la nation française de la dépendence oú elle a été jusqu’á présent de l’industrie étrangère”, toda la obra tiene carácter científico puro.
Los dos objetivos que perseguía Monge, eran, según sus propias palabras: "El primero, dar métodos para representar en una hoja de dibujo, que no tiene más que dos dimensiones, largo y ancho, todos los cuerpos del Naturaleza, que tienen tres: longitud, anchura y profundidad, siempre que estos cuerpos se puedan definir rigurosamente. El segundo objeto es proporcionar el medio de reconocer las formas de los cuerpos luego una descripción exacta, y deducir de aquí todas las verdades que resulten en su forma y en sus posiciones respectivas. Además, de igual modo que una vez planteado un problema el Análisis da procedimientos para resolver las ecuaciones y deducir los valores de cada incógnita, en la Geometría Descriptiva existen métodos generales para construir todo lo que resulta de la forma y de la posición de los cuerpos. Esta comparación de la Geometría Descriptiva con el Álgebra no es gratuita, puesto que ambas ciencias están en íntima relación. No hay ninguna construcción de Geometría Descriptiva que no tenga una traducción analítica, y cuando las cuestiones no tienen más de tres incógnitas, cada operación se puede considerar como la escritura de un espectáculo en Geometría. Sería de desear que estas dos ciencias estudiasen simultáneamente: la Geometría Descriptiva llevaría a las más complicadas operaciones analíticas la evidencia que las caracteriza y, a su vez, el Análisis llevaría a la Geometría la generalidad que le es propia.
La idea de Monge, como todas las ideas geniales, es muy sencilla. Supongamos dos planos: uno horizontal otro vertical, en ángulo recto, a la manera de un libro abierto apoyado contra una pared. Si imaginemos cuerpo, un cilindro, por ejemplo, para fijar las idea y lo proyectarnos sobre los dos planos, tendremos, circulo sobre el horizontal y un rectángulo, de igual anchura que el diámetro del círculo, sobre el vertical. Abatiendo ahora este plano sobre aquél, resulta un solo plano, como el libro abierto sobre la mesa, y en él las dos proyecciones, de dos dimensiones, del cilindro, que tiene tres.
Este es un método descriptivo que permite representar sobre una hoja de papel los cuerpos del mundo exterior, y basta un pequeño entrenamiento para leer en el plano con la misma facilidad con que se lee una fotografía aérea. Claro es que la concepción de Monge ha tenido desarrollos posteriores, pero es el genial geómetra francés quien hizo progresar la ingeniería militar, el dibujo de máquinas y los métodos gráficos de construcción, y quien dio forma definitiva a la obra encentada por Vitrubio para la arquitectura en la Roma de Augusto; por Alberto Durero para la pintura en la Alemania luterana y por el polifacético Leonardo da Vinci para ambas artes en la Italia del Renacimiento.
A la creación de la Escuela Normal siguió la Central de Trabajos Públicos. El 21 de ventoso año II, 11 de marzo 1794, Barére pidió una Escuela de Ingenieros civiles y militares. El decreto, redactado por Fourcroy, se promulgó el 7 de vendimiarlo año III, 28 de septiembre 1794, y la Escuela se inauguró el 10 de frimario, 30 de noviembre, y el 15 de fructidor siguiente, 1 de septiembre 1795, recibió el nombre de Escuela Politécnica, que conserva todavía.
Debía tener cuatrocientos alumnos, elegidos por concurso, y los estudios duraban tres cursos, cobrando los estudiantes mil doscientos francos anuales, como los de la Normal. Monge fue encargado de organizar la Escuela y explicar Matemática.
La Convención, que había modificado por completo el sistema político y social de Francia, no podía negarse a aceptar innovaciones pedagógicas, y puede decirse que, a partir del año 1795, los métodos de enseñanza sufrieron una transformación radical en manos de Monge. Hasta entonces, el sabio propiamente dicho sólo enseñaba rara vez. Era un hombre dedicado a la investigación, mal vestido y peor alimentado, que, por regla general, sabía lo que todo el mundo ignoraba e ignoraba lo que todo el mundo sabía; un hombre al margen de todos los demás, que sólo tenía contacto con sus compañeros de tal o cual sociedad científica, de las que empezaron a crearse a fines del siglo anterior, y que publicaba el resultado de sus meditaciones en alguna de las revistas que ya se editaban y a las que se debe la iniciación del intercambio intelectual que es hoy una necesidad imperativa y sólo era entonces un balbuceo.
Pero a partir de Monge, el sabio no profesor es una excepción. Creció de manera sorprendente el número de vocaciones científicas y, en particular, las matemáticas, y más en particular las geométricas. Monge formó una verdadera escuela de geómetras que ilustran los nombres de Lacroix, Hachette, Dupin, Briachon y Gaultier de Tours, para no citar más que a sus discípulos inmediatos, quienes introdujeron en la Geometría métodos demostrativos que habrían rechazado los antiguos como una licencia incompatible con su concepción matemática del rigor, pero que en manos de los geómetras de la escuela de Monge condujeron a resultados felices.
La Politécnica ejerció una influencia decisiva en la enseñanza de la Matemática, a pesar de sus dos defectos originales: el sistema centralizador, característica, por otra parte, de la política francesa, que hizo crecer demasiado el número de alumnos, y el criterio de los tribunales examinadores que juzgaban por las esperanzas de los candidatos, lo que trajo como consecuencia ciertos lamentables fracasos, como el de Galois; pero hay que hacer a la Convención la justicia de declarar que no sólo supo dirigir el patriotismo y la abnegación de los franceses del período revolucionario, sino que su a veces exagerada neofilia fue fecunda en materia de pedagogía matemática mediante la creación de las escuelas Normal y Politécnica en las que dejó imborrable huella de león uno de los más grandes geómetras de la Historia.
No hay que olvidar tampoco al ya citado Lakanal, que fundó las Escuelas Centrales cuyos becarios ostentaban el título de "Discípulos de la Patria", ni a Condorcet, que creó la Sociedad Nacional de Ciencias y Artes, el 5 de fructidor del año III, 22 de agosto 1795, lo que le acarreó no pocos disgustos y sinsabores una vez apagado el fermento revolucionario.
Y llegamos ya al último período de la vida de Monge, que empieza el año 1796 con una carta de Napoleón en la que el militar decía al matemático: "Permítame que le agradezca la acogida que el ministro de Marina de 1792 dispensó en cierta ocasión a un joven oficial de Artillería, desconocido y un poco en desgracia. El oscuro oficial de entonces es hoy el general del Ejército de Italia y tiene el honor de tenderle una mano agradecida y amiga."
Esa carta fue el origen de la amistad entre Monge y Napoleón, amistad desinteresada por parte de ambos, lo que no tiene nada de particular respecto de Monge, que era noble, pero sí respecto de Napoleón, que era un ambicioso y nada sensible a los afectos. Comentando esta amistad, el astrónomo Arago pone en boca de Bonaparte esta frase: "Monge me adora como a una amante."
Napoleón no olvidó que Monge, siendo ministro de Marina, le había ayudado en su carrera, y su gratitud se tradujo por el nombramiento, juntamente con Berthollet, de comisario del Directorio para seleccionar las obras de arte "regaladas" por los italianos como aportación voluntaria" para contribuir a los gastos de guerra. Estos regalos y aportaciones voluntarias son eufemismos napoleónicos que hoy no nos sorprenden. Comparado con los dictadores actuales, Napoleón resulta un ingenuo en el arte de desvalijar; pero tuvo en cuenta la opinión de Monge cuando éste le aconsejó moderación.
Al año siguiente de su viaje a Italia como perito de arte, Monge hubo de hacer otro como miembro de la comisión nombrada para depurar responsabilidades con motivo del asesinato del general Duphot. A la comisión se le ocurrió la "luminosa" idea de proponer el establecimiento de una República de tipo francés, a lo que se opuso sensatamente cierto diplomático diciendo que había que poner un límite a todo, incluso a los derechos de conquista. Los hechos le dieron la razón ocho meses después cuando, proclamada la República en Italia, se encontró en un aprieto Napoleón, entonces en El Cairo, y con é, Monge, que era una de las pocas personas que conocían el plan de invasión a Egipto.
Y en este momento entra en escena Fourier, el creador de la Física matemática moderna, con su Teoría analítica del calor, obra calificada por lord Kelvin de gran poema matemático, a pesar de su evidente falta de rigor desde el punto de vista de la Matemática pura.
José Fourier había nacido en Auxerre el 21 de mayo de 1768. Tenía, pues, treinta años cuando conoció a Napoleón personalmente. Siendo un niño de ocho años murió su padre, que era un modesto sastre, y el huerfanito fue recomendado al obispo de Auxerre por una dama caritativa. El prelado lo internó en la Escuela Militar de la ciudad, que regentaban los benedictinos, donde no tardó en destacarse por su talento. A los doce años escribía sermones para los signatarios de la Iglesia, quienes se los aprendían de memoria y los lanzaban desde el púlpito como piezas oratorias originales.
Los benedictinos le aconsejaron que ingresara en su orden, y Fourier, que sabía que la Escuela Militar no podía conceder el título de oficial al hijo de un sastre, decidió meterse a fraile, a cuyo efecto hizo el noviciado en la abadía de Saint Benoit; pero antes de pronunciar los votos estalló la Revolución y Fourier cambió la vida silenciosa de la celda conventual por la vida agitada del París de 1789, decidido a tomar parte en las revueltas callejeras y dedicarse a la Matemática, ciencia con la que había trabado conocimiento en la Escuela Militar de Auxerre.
Su inclinación natural le guió hacia el estudio de las ecuaciones numéricas, y el 9 de diciembre de aquel año glorioso presentó a la Academia de Ciencias una memoria que causó gran sensación en el mundo matemático, y fue nombrado alumno de la Escuela Normal. Allí conoció a Monge y al poco tiempo llegó a "maître de conférences", pasando luego a la Politécnica, donde afirmó su amistad con el creador de la Geometría Descriptiva.
El año 1798 ambos fueron nombrados, con Berthollet, miembros de la Legión de Cultura que Napoleón llevó consigo a Egipto "para tender una mano segura a los pueblos desgraciados y libertarlos del yugo brutal bajo el cual gimen desde hace siglos, a fin de hacerles gozar sin retraso de los beneficios de la civilización europea", palabras que no son de un político, sino de un astrónomo, Arago que explicaba, en 1883, las razones que movieron a Napoleón para llevar a cabo la campaña de Egipto.
La flota francesa, que se componía de quinientos barcos, llegó a Malta el 8 de junio, y tres días después los gruñones tomaban la plaza, Como primera medida civilizadora, Monge creó quince escuelas elementales y una Superior calcada sobre el molde de la Politécnica. A los pocos días, el Oriente, que llevaba el pabellón napoleónico y a cuyo bordo iban los tres mosqueteros de la cultura europea: Monge, Fourier y Berthollet, zarpó rumbo a Egipto.
Durante la travesía, Napoleón trazaba todas las mañanas el plan de la tertulia nocturna para después de cenar. Eran charlas de tipo científico y los asuntos que más preocupaban al corso y que sometía constantemente a discusión eran: la edad de la Tierra, su posible destrucción por el agua o por el fuego y la pluralidad de mundos habitados.  Este último tema demuestra que los delirios de Napoleón superaban a los de Alejandro.  El capitán macedonio soñaba modestamente con conquistar el mundo entonces conocido, mientras que Napoleón hacía planes subconscientes para invadir los planetas del sistema solar, porque el globo terráqueo, incluida América, de la que también pensó adueñarse, era pequeño para su ambición teratológica.  Si viviera hoy diría que su espacio vital empezaba en la Luna.
El 1 de julio llegó la flota francesa a Alejandría, y Monge, Fourier y Berthollet desembarcaron inmediatamente, apercibiéndose a remontar el Nilo hasta El Cairo, lo que si bien les impidió presenciar el asalto de la ciudad a los acordes de la Marsellesa, les puso a cubierto de una posible emboscada.  Napoleón era previsor; pero un día se llevó un susto descomunal al oír un formidable cañoneo procedente del río.  Temiendo por la suerte de los miembros de la Legión de Cultura, abandonó el campo de batalla y corrió al galope de su caballo hacia el sitio de donde procedían los cañonazos.  El barco fluvial de los intelectuales había varado en un banco de arena y era objeto de un ataque.  Monge servía la pieza como un consumado artillero e intentaba rechazar en vano a los asaltantes, quienes, al divisar el famoso sombrero bicorne de Napoleón, se dieron a la fuga.
Después de la batalla de las Pirámides, 20 de julio, el ejército francés entró en El Cairo cantando a grito pelado "Allons, enfants de la patrie", y los egipcios, que no entendían una palabra, protestaban a su manera por la noche: rebanando todos los cuellos franceses que podían, al amparo de la oscuridad.
Estos atentados preocupaban a Napoleón; pero como le preocupaban más las noticias de París, decidió regresar secretamente a Francia con Monge y Berthollet, dejando a Fourier en El Cairo para que continuara su labor cultural.  El viaje de vuelta no fue tan agradable como el de ida.  Evidentemente, el corso había desertado ante el enemigo y en vez de pensar en invadir los planetas pensaba en su suerte si lo atrapaban los ingleses.  Como todos los dictadores que en el mundo han sido -y son- gustaba de los efectos teatrales y no se resignaba a morir de una manera vulgar. ¡Qué lejos estaba entonces de pensar que iba a acabar vulgarmente en un peñasco perdido en medio del Atlántico!
Encargó a Monge nada menos que hiciese volar el barco si era atacado por los ingleses.  Justamente al otro día apareció una silueta sospechosa en el horizonte y todo el mundo se apercibió a rechazar el ataque; pero resultó que el barco era francés.  Cuando se le pasó el susto, Napoleón preguntó por Monge y grande fue su inquietud al no aparecer éste por parte alguna.  Luego de un minucioso registro, lo encontraron en el polvorín con una mecha encendida en la mano, y costó no poco trabajo convencerle de que aquello era una barbaridad.
Monge y Berthollet llegaron a París en lamentable estado.  No se habían mudado de ropa durante toda la travesía.  A Monge, en particular, no le conoció su portero -¡tan sucio iba!- y se negaba a dejarlo entrar en su casa.
El 2 de enero de 1802 regresó Fourier.  Había estado en El Cairo hasta que los franceses, después de Trafalgar, se convencieron de que era a los ingleses a quienes correspondía civilizar a Egipto.
Fourier fue nombrado prefecto del Isère con residencia en Grenoble, donde tuvo que resolver no pocos problemas de orden público.  La región estaba agitada por las cuestiones religiosas que recientes descubrimientos arqueológicos hacían incompatibles con la cronología bíblica; pero Fourier consiguió la tranquilidad desempolvando los huesos de un tío abuelo: el bienaventurado Pedro Fourier, y los grenobleses se olvidaron de la Biblia para cantar alabanzas en loor de su coterráneo, tregua que aprovechó Fourier para realizar grandes trabajos públicos: la desecación de las marismas, entre ellos, que beneficiaron al departamento.
Durante su estancia en Grenoble redactó la Teoría analítica del calor, cuya primera memoria presentó a la Academia de Ciencias el año 1807, obteniendo tal éxito que los académicos propusieron este tema para el Gran Premio de 1812, al que concurrió Fourier y se lo llevó, a pesar de las reservas que hicieron Laplace, Lagrange y Legendre sobre el rigor de ciertas proposiciones.
En esto radica precisamente la diferencia entre el matemático puro y el físico-matemático.  El matemático puro, el matemático a secas, sólo dispone de las leyes de la Lógica como garantía de sus descubrimientos, mientras que el físico tiene al alcance de la mano la realidad del Universo para comprobar experimentalmente las deducciones de aquél. El matemático se mueve en la serena región del pensamiento, mientras que el físico actúa en la región tumultuosa del mundo exterior. El primero; se da por satisfecho cuando sus teoremas no tienen contradicciones internas ni están en oposición con proposiciones ya demostradas o admitidas, mientras que el segundo exige el acuerdo entre la teoría y la práctica, y cuando falla este acuerdo le vuelve la espalda a los teoremas "demostrados", con gran indignación del matemático que quiere ver el Universo como un sistema de ecuaciones diferenciales con arreglo a un fanatismo que hinca sus raíces en el determinismo newtoniano, y para quien la falta de un parámetro en una fórmula es tan irritante como la falta de un acento para un helenista en un texto de Platón; pero a veces se da el caso -tal el de Fourier- de que, despreciando la meticulosidad lógica, el físico construye un monumento matemático imperecedero.
La Física no toma una ecuación como, por ejemplo, la de Laplace relativa al movimiento de un fluido y la tira contra la cabeza del matemático para que le dé una solución general, sino que, las más veces, le pide algo mucho más difícil: una solución particular que satisfaga ciertas condiciones dependientes del problema que quiere resolver. Análoga a la aludida ecuación de Laplace es la que encontró Fourier para el movimiento térmico de un conductor y, mediante sucesivas experimentaciones con varillas metálicas, creó la teoría de los valores-fronteras adaptando las soluciones de las ecuaciones diferenciales a las condiciones iniciales dadas, y demostrando que toda función física se puede desarrollar en serie trigonométrica bajo ciertas condiciones que, afortunadamente, no tienen importancia desde el punto de vista práctico,  y que toda curva periódica, sin ordenadas infinitas, es descomponible en un cierto número de curvas armónicas de períodos conmensurables, lo que dio origen al invento de las máquinas llamadas analizadores armónicos, que permiten determinar mecánicamente las amplitudes correspondientes a los períodos necesarios para construir una curva periódica dada.
El año 1812, en que Fourier ganó el Gran Premio de la Academia de Ciencias, anunciado como el año de la victoria, fue el de la retirada de Rusia. Monge no había ido a la campaña porque era demasiado viejo. Tenía sesenta y seis años, y cuando el famoso Boletín XXIX anunció la derrota del ejército francés y su literatura fue como el canto de cisne del imperio napoleónico, Monge recibió tal impresión que sufrió un ataque de apoplejía. Su amor a Francia era grande, como también era grande su afecto a Napoleón, lo que no le impedía decirle a veces verdades como puños. Por ejemplo: cuando Bonaparte se coronó emperador, los alumnos de la Escuela Politécnica promovieron un alboroto que llegó a oídos del flamante césar, quien se quejó a Monge preguntándole si los politécnicos se habían declarado enemigos suyos, y Monge le contestó tranquilamente: "Es natural. Me costó mucho trabajo hacerlos republicanos y, como usted ha cambiado de casaca tan bruscamente, no he tenido tiempo todavía de hacerlos imperialistas."
La amistad de Fourier, en cambio, se enfrió, y Luis XVIII lo respetó en el cargo de prefecto del Isère. Por cierto que cuando el 19 de mayo de 1815 Napoleón volvió de Elba, Fourier, que estaba en Grenoble, marchó a Lyon para prevenir al rey de lo que sucedía y el rey, con su borbónica cerrazón mental, no le hizo caso. La consecuencia es demasiado conocida para recordarla. Lo que sí diremos es que Fourier fue detenido y conducido a Bourgoin ante Napoleón, que consultaba un mapa con un compás en la mano en el momento en que Fourier entró en su despacho.
-¿Qué hay, prefecto? -le dijo Napoleón sin levantar la vista del mapa-. ¿Me ha declarado usted la guerra?
-Señor -respondió Fourier-, mi deber...
-¿Su deber? ¿Es usted tan ciego que no ve que nadie comparte su opinión? Lo único que siento es que usted, un egipcio, un hombre que ha compartido conmigo el pan del vivac, un viejo amigo, figure hoy en las filas de mis adversarios. Seguramente olvida lo que yo hice por usted en El Cairo.
Fourier no quiso recoger la última frase. Era demasiado bueno para recordar a Napoleón su huída.
Dos días después éste volvió a llamarle para darle cuenta de su plan.
-¿Qué le parece? -le preguntó.
-Un disparate condenado al fracaso -le respondió Fourier sin inmutarse.
Y agregó:
-Se puede usted encontrar con un fanático que le desbarate sus proyectos.
-Los Borbones no cuentan ni siquiera con un fanático.
Y cambiando el tema de la conversación, añadió:
-Ya habrá leído que me han declarado fuera de ley. Yo seré más indulgente. Me limitaré a expulsarlos de las Tullerías.
Cuando, en efecto, volvió a instalarse en las Tullerías, Napoleón, aparte de sus proyectos bélicos, empezó a preocuparse de la cultura con más intensidad que antes. Al fin y al cabo era hijo del siglo XVIII y discípulo de la Enciclopedia, y, con su natural visión de la realidad, comprendió que los ideólogos vencidos el 18 de brumarlo empezaban a dar señales de descontento.
Era ya demasiada la sangre vertida y Francia se veía complicada en nuevas guerras. Los esfuerzos militares afectaban profundamente la economía nacional, y aunque el bloqueo aduanero y la exclusión de las manufacturas inglesas favorecían la industria francesa, hasta el punto de que en Italia sólo se permitía la importación de productos textiles fabricados en Francia, la patria de Watt seguía siendo insustituible, gracias al maquinismo que había tomado formidable impulso en Inglaterra en el último tercio del siglo XVIII.
En Francia faltaban especialmente el algodón y los productos coloniales: especias, café y, sobre todo, azúcar. Por cierto que la falta de azúcar dio origen a una nueva industria. La Química había descubierto la existencia de azúcar en la remolacha, y dos alemanes, Marggraff y Achard, consiguieron extraerla; Napoleón, que carecía de escrúpulos, se aprovechó de este descubrimiento.
Por aquellos días empezó la decidida protección a los sabios. Humboldt, Volta, Ampère, Gay-Lussac y otros supieron de su liberalidad, y alguno también de su ingratitud.
En materia de enseñanza reorganizó las escuelas Normal y Politécnica, dándoles un acentuado matiz uniforme, centralista y utilitario. Napoleón sólo consideraba la Ciencia por sus aplicaciones prácticas y siempre prefirió las escuelas profesionales a las universidades, porque ignoraba que las ideas son tanto más fecundas cuanto más abstractas y que los grandes progresos industriales se gestan en el silencio fecundo del laboratorio.
Los últimos años de Fourier fueron tristes. De su estancia en Egipto sacó la peregrina consecuencia de que el calor del desierto es condición indispensable para la salud y se fajaba y forraba como una momia. En su casa hacía siempre un insoportable calor de horno.
Durante la segunda Restauración tuvo que vender sus muebles para mal comer, pero su situación económica mejoró un poco cuando sus amigos consiguieron para él la dirección de la Oficina de Estadística del Sena.
La Academia de Ciencias lo llamó a su seno en 1816 y los Borbones no le dejaron sentarse en el codiciado sillón; pero fue reelegido al año siguiente, y desde el de 1822 desempeñó el cargo de secretario perpetuo hasta su muerte, acaecida en París el 16 de mayo de 1830 a consecuencia de un ataque cardíaco, en los momentos en que corregía las pruebas de imprenta de su obra sobre ecuaciones numéricas, fruto de cuarenta años de estudios y meditaciones.
El final de Monge fue más lento. Aunque apenas se le veía, retirado casi siempre en su casa de campo, no dejó de ejercer influencia sobre Napoleón, a quien siguió admirando -no así Fourier- después de Waterloo.
La primera Restauración produjo en su imperial amigo un hondo sentimiento de rencor hacia los que habían cambiado de ideario político; pero atendió a los sentimientos de piedad que le invocó Monge, cuya doble carrera de revolucionario y de favorito de Napoleón hizo de su cabeza, en el final de su vida, un objeto codiciado por los Borbones, lo que le obligó a cambiar de domicilio varias veces para huir de los esbirros que lo perseguían.
He aludido antes a la idea napoleónica de conquistar América, punto en que parecen estar de acuerdo todos los historiadores. Sin embargo, la referencia de Monge difiere. Su intimidad con Napoleón le presta caracteres de verosimilitud.
Según Monge, además de sus ambiciones de conquistador, Bonaparte tenía ambiciones científicas. Quería ser un segundo Humboldt.
-Voy a empezar una nueva etapa en mi vida -le dijo en una ocasión, poco antes de Waterloo- y quiero dejar obras y descubrimientos dignos de mí, para lo cual necesito una persona que primero me ponga al corriente del estado actual de la Ciencia y sea luego mi compañero de viaje al Nuevo Mundo. Ambos recorreremos toda América, desde Alaska al cabo de Hornos para estudiar su fauna y su flora, así como los prodigiosos fenómenos de la Física terrestre acerca de los cuales no han dicho todavía su última palabra los científicos.
-Yo seré ese compañero -repuso Monge que tenía ya cerca de setenta años.
-Usted es demasiado viejo. Necesito un hombre joven.
Monge pensó en Arago; pero los ingleses interrumpieron las negociaciones metiendo a Napoleón en el Belerophon y mandándolo a Santa Elena.
El gran geómetra murió el 28 de julio de 1818, causando gran consternación en el mundo científico. Los politécnicos pidieron permiso para asistir a su entierro; pero el rencoroso Borbón que detentaba entonces el trono de San Luis, lo negó. Al día siguiente los estudiantes acudieron en masa al cementerio, y sobre la tumba del maestro depositaron una corona de rosas rojas, como la sangre de quien nunca renegó de ser un humilde hijo del pueblo. 



Capítulo 3
TARTAGLIA Y CARDANO

Un desafío matemático

En la época en que florecen los dos matemáticos a quienes se contrae este ensayo, había desaparecido ya la separación entre la Aritmética práctica, que se enseñaba por medio del ábaco, y la Aritmética teórica, que comprendía las propiedades de los números y las proporciones con arreglo a la tradición romana, y se hablaba de una Aritmética universal que participaba del Álgebra: Aritmética algorítmica, a cuyo desarrollo contribuyó en gran parte la difusión de los calendarios, tanto para usos eclesiásticos como astrológicos y médicos porque tenían las fechas indicadas en caracteres indios, impropiamente llamados arábigos, los cuales derrotaron definitivamente a las cifras romanas en toda Europa, excepto en Italia, hasta el siglo XV, a pesar de ser ésta la cuna de la Aritmética mercantil, una de cuyas primeras conquistas fue el sistema de contabilidad por partida doble, y a pesar de los esfuerzos de Leonardo de Pisa, que dedica un capítulo de su famoso Líber Abacci a cantar las excelencias de los diez guarismos, incluyendo el cero: quod arabice zephirum apellatur.
Triunfante, al fin, la enumeración india y destruida la barrera que separaba las dos Aritméticas, renace el Álgebra sincopada que desde Diofanto de Alejandría, su verdadero iniciador, había permanecido en estado larval durante la Edad Media.
Aprovechando las fuentes árabes de origen indio y prescindiendo de las inspiradas en las obras didácticas griegas, que no sólo no sustituyen el cálculo de cantidades por combinaciones imaginadas con éstas, sino que tampoco explican ni aun las fórmulas de las áreas, por medio de la medida de sus magnitudes, las reglas del Álgebra extraían su demostración de las construcciones geométricas.
Como concepción sintética de la Matemática, el Álgebra es una técnica de cálculo sin contenido, un método Matemático por excelencia, en el sentido luliano, cuyo papel se reduce a asociar elementos simples de tal modo que, formando progresivamente compuestos cuya estructura es cada vez más complicada, tiende a hacer inútil la inteligencia y a reducir el razonamiento a reglas que se dejan aplicar Sucesivamente, pero como auxiliar de la Geometría, produjo frutos en el Renacimiento dando una fisonomía especial a la ciencia de Euclides y actuando sobre ella de un modo influyente para su desarrollo ulterior, a pesar de la pesadez, inelegancia y laboriosidad con que se aplicaba; y cuando, aparecen en la historia de la Matemática Tartaglia y Cardano, el Álgebra sincopado sigue siendo una ciencia de origen árabe dedicada al estudio sistemático de las ecuaciones o regla de la cosa, así llamada por haberse dado a la incógnita el nombre de res, cosa, que los algebristas de la época representaban por una R. La x con que hoy se representa es de origen cartesiano.
Dos hechos casi simultáneos influyeron poderosamente en el progreso que inicia entonces el Álgebra: la invención de la imprenta y la toma de Constantinopla por los turcos.  Gracias a los griegos cultos que huyeron de la invasión otomana, el Occidente europeo conoció a los grandes matemáticos antiguos cuyas obras habían sido desfiguradas por los copistas o por los traductores árabes; y los originales griegos, sustraídos al pillaje turco y multiplicados por el arte de Gutenberg, fueron la fuente purísima en que calmaron su sed de saber los matemáticos renacentistas.
Los escritores contaban en la Edad Media con un número reducidísimo de lectores a consecuencia de la escasez de las copias, y los hombres de ciencia no tenían ningún centro de reunión, a diferencia de los de los tiempos clásicos, que lo tuvieron en Alejandría, de modo que puede decirse que la imprenta inaugura la época moderna, lo mismo desde el punto de vista político que científico; el Renacimiento se caracteriza por una gran actividad en todas las ramas del saber, y el descubrimiento de América y las discusiones que precedieron a la Reforma inundan Europa de ideas nuevas que la imprenta difundió.
La Matemática, en particular, y más en particular el Álgebra sincopada, adquirieron gran desarrollo en Italia, primera que conoció los métodos griegos, y recibió un impulso que dura hasta fines del siglo XVI, en que Viète inicia la época del Álgebra simbólica.
Estudiadas las ecuaciones de primero y segundo grados, la Matemática renacentista se hace esta pregunta: ¿Se puede encontrar la solución general de las ecuaciones literales de grado superior al segundo?  Tartaglia, Cardano y sus discípulos contestaron afirmativamente para las de tercero y cuarto, pero quedó abierto un nuevo paréntesis que cerró Abel en el siglo XIX demostrando la imposibilidad de resolver algebraicamente las de grado superior al cuarto.
Se ignora la fecha exacta del nacimiento de Tartaglia, cuyo verdadero nombre es Nicolo Fontana, según se desprende de su testamento, en el que deja por heredero a su hermano Giampietro Fontana; pero se le conoce en la Historia por su apodo de Tartaglia, el Tartamudo, a causa del defecto que tuvo para hablar desde que, siendo niño, conoció los horrores de la guerra.
Cuando Gaston de Foix tomó Brescia, ciudad natal de Tartaglia, el 19 de febrero de 1512, sus habitantes se refugiaron en la catedral acogiéndose al derecho de asilo; pero allanada ésta por los soldados, uno de ellos infirió cinco heridas al pequeño Nicolás, que quedó con el cráneo roto, abiertas las dos mandíbulas y partida la lengua.  Durante mucho tiempo no pudo hablar ni comer, y, como él mismo cuenta en sus Quesiti et inventioni diverse, fue su madre quien lo salvó “imitando a los perros, que se curan lamiéndose las heridas".
Por la misma obra sabemos que era hijo de un tal "Micheletto, cavallero de casaca ignota" quien, al morir, le dejó, niño aún, con un hermano algo mayor y una hermana, al cuidado de la madre "liquida di beni della fortuna".
Tartaglia fue un autodidacto.  Luego de haber aprendido a leer y escribir, meditó sobre las obras de los muertos, "sopra le opere degli uomini defonti", son sus palabras, dedicándose a la enseñanza en varias ciudades de la República de Venecia.  En el trienio 1521-23 ejerció el profesorado en Verona; en 1526 estaba en Mantúa; en 1534 enseñó en Venecia; en 1548 volvió a Brescia, regresando después a Venecia, donde murió el 13 de diciembre de 1557.
La humildad de su origen y la estrechez económica en que siempre vivió le impidieron tener una educación esmerada, por lo cual no escribió en latín, que era el idioma culto de su tiempo, sino en el italiano vulgar que hablaban sus conciudadanos.
Esto es casi todo lo que se sabe de la vida del gran matemático, cuya primera obra: Nuova Scientia, data de 1537.  En ella establece los principios de la Balística y es, realmente, el primer libro que aplica el razonamiento matemático a los problemas bélicos.  Tartaglia sostuvo que el efecto máximo se obtiene disparando el cañón bajo un ángulo de 45° y estudió la trayectoria de los proyectiles, cometiendo algunos errores que no fueron advertidos hasta 1590, en que Diego de Alava, gentilhombre de cámara de Felipe II, publicó en Madrid una obra con el mismo título, Nueva ciencia, que la de Tartaglia, en la que, a diferencia de éste, consideró que podían combinarse el movimiento natural y el violento de los proyectiles, deduciendo de aquí que su trayectoria era una línea curva, estudiada matemáticamente por Jerónimo Muñoz, catedrático de la Universidad de Salamanca.
Otro libro famoso de Tartaglia es el ya citado Quesiti o inventioni diverse, Venecia, 1546, dedicado a

"chi brama di veder nove inventioni,
non tolte da Platon, ne da Plotino,
ne d'alcun altro greco, over latino,
ma sol da l'arte, misura, e ragioni,

libro de gran importancia histórica porque en los enunciados y soluciones de los problemas de que trata, su autor da interesantes noticias de los matemáticos con quienes sostuvo relaciones, sobre todo de aquellos cuyos nombres están ligados a la cuestión de la prioridad de la solución de la ecuación de tercer grado.
Finalmente escribió el General trattato di numeri et misure, especie de enciclopedia del tipo de la Summa de Lucas Pacioli, donde se encuentran incidentalmente preciosos informes sobre la vida ordinaria y los usos comerciales de la Italia renacentista; y así, por ejemplo, sabemos que el interés del dinero variaba del 5 al 21% anual cuando se contaba con una garantía sólida, y que en las transacciones comerciales pasaba del 20%.
Tartaglia denunció la ley de usura, explicando la manera de que se valían para burlarla los terratenientes, quienes obligaban a sus colonos a vender las cosechas a fin de abaratar el mercado para que, siendo bajos los precios de venta, pudieran comprar los prestamistas de dinero en condiciones ventajosas; y como los arrendatarios habían tomado las semillas con la condición de devolver igual cantidad de granos o pagarlos con arreglo a la cotización del mes de mayo, que es cuando el trigo estaba más caro, los colonos no tenían otra solución que caer en las garras de los usureros para saldar sus deudas.
A petición de los magistrados de Verona, Tartaglia estableció una escala móvil que permitía determinar el precio del pan en función del valor del trigo, y discurrió ampliamente sobre los principios que se aplicaban en su época para reglamentar la cuestión.
De Jerónimo Cardano se sabe más.  Nació en Pavía el 24 de septiembre de 1501 y su vida es una serie de actos incoherentes que pertenecen tanto a la historia de la Matemática como a la de la Astrología y a la de la Patología.
Hijo de un jurisconsulto milanés, Cardano estudió primero en su ciudad natal y después en la Universidad de Padua, donde alcanzó la licenciatura en Medicina, que ejerció en Sacco y en Milán en el período 1524 - 1556 durante el cual estudió Matemática y publicó sus principales obras.  Después de viajar por Francia, Inglaterra y Escocia, regresó a Milán ocupando, en 1534, una cátedra en la Academia Palatina, donde pronunció un Encomium geometriae, recogido después en la edición de sus obras completas pero perdió la cátedra en un concurso contra Zuanne del Coi y se trasladó a Pavía.
Gracias al apoyo del cardenal legado consiguió un puesto en la Universidad de Bolonia; pero, como dice Marie en su Histoire des sciences mathématiques, "no muy honesto, un poco astrólogo y charlatán y otro poco ateo y soplón", hizo el horóscopo de Jesucristo y, naturalmente, dio con sus huesos en la cárcel el 14 de octubre de 1570, de la que salió un año después bajo palabra de no volver a dar lecciones públicas en ninguno de los Estados pontificios, y marchó a Roma, donde ejerció la Astrología con tanto éxito que llegó a ser el astrólogo más renombrado de su época.  Este renombre le fue fatal, porque habiendo pronosticado el día de su muerte, se suicidó, 21 de septiembre de 1576, para dejar a salvo su reputación.
En De vita propia hace su autobiografía con estas palabras: "He recibido de la Naturaleza un espíritu filosófico e inclinado a la Ciencia.  Soy ingenioso, amable, elegante, voluptuoso, alegre, piadoso, amigo de la verdad, apasionado por la meditación, y estoy dotado de talento inventiva y lleno de doctrina.  Me entusiasman los conocimientos médicos y adoro lo maravilloso.  Astuto, investigador y satírico, cultivo las artes ocultas.  Sobrio, laborioso, aplicado, detractor de la religión, vengativo, envidioso, triste, pérfido y mago, sufro mil contrariedades.  Lascivo, misántropo, dotado de facultades adivinatorias, celoso, calumniador e inconstante, contemplo el contraste entre mi naturaleza y mis costumbres."
Estas absurdas y contradictorias palabras, de caótica ilación, demuestran que Cardano era un perturbado cuyo estudio clínico sería de indiscutible valor documental.  Ególatra, no pensaba más que en sí mismo y no tenía otra preocupación que su propia persona, hasta el extremo de que al día de su nacimiento le daba importancia capital en la historia de la humanidad.
Sus taras patológicas las heredaron sus hijos, el mayor de los cuales fue ajusticiado en 1560 por haber envenenado a su mujer, y el más pequeño cometió errores de conducta tan graves que el propio Cardano no se atrevió a divulgar y que le condujeron a la cárcel, no sin que antes su padre le cortara las orejas en un acceso de cólera, acto criminal que no fue castigado gracias a la protección de Gregorio XIII, en cuya corte Cardano prestaba servicios como astrólogo.
Tartaglia y Cardano son los principales protagonistas de una de las más enconadas polémicas que registra la historia de la Matemática: la relativa a la ecuación de tercer grado.
Los árabes habían resuelto algunas de estas ecuaciones geométricamente, pero su estudio sistemático corresponde a los italianos y provocó, como se acaba de indicar, una famosa disputa, de acuerdo con el carácter de la época, que gustaba de los torneos y discusiones científicas.  "Al ver los problemas de tercer grado, que se proponían como desafío a principios del siglo XVI, dice Libri en su Historie des sciences mathématiques en Italie, se comprende la importancia que se daba entonces a los descubrimientos algebraicos, siendo difícil encontrar en la historia de la Ciencia un ejemplo semejante.  Las apuestas y discusiones públicas se sucedían sin interrupción, interesándose en ellas todas las clases sociales, como en la antigüedad se interesaban por los desafíos de los poetas y los combates de los gladiadores".
Aunque todavía no se ha dicho la última palabra sobre la cuestión objeto de este trabajo, parece que los primeros problemas de tercer grado fueron propuestos a Tartaglia en 1530, estando en Brescia, por medio de Zuanne del Col, profesor de Milán, quien le pidió que resolviera estas dos cuestiones:
  1. Encontrar  un número que, multiplicado por su raíz aumentada en 3, de 5;
  2. Encontrar tres números que se diferencien en 2 y cuyo producto sea 1000.
Los que tengan conocimientos matemáticos comprenderán en seguida que se trata de resolver sendas ecuaciones de tercer grado, que Pacioli había declarado imposibles, pero que Tartaglia afirmó que eran resolubles.
Enterado de esta actitud, Antonio del Fiore calificó de impostor a Tartaglia diciendo que él conocía un método empírico para resolver la ecuación cúbica que le había enseñado su maestro Escipión del Ferro, el cual lo vio probablemente en alguna obra árabe.
Tartaglia contestó que sabía resolver las ecuaciones de los tipos

x3 + px = q

x3 = px + q

y que la

x3 +q = px

siendo p y q positivos, quedaba reducida a la primera por medio de una transformación fácil.
Fiore desafió entonces a Tartaglia y, aceptado el reto, ambos depositaron en poder de un notario cierta cantidad de dinero que ganaría quien resolviera treinta problemas en el plazo máximo de cuarenta días.  Tartaglia los resolvió todos en menos de dos horas y resumió sus reglas en los siguientes versos técnicos:

Quando che'l cubo con le cose appresso
se agguaglia a qualche numero discreto:
trovan dui altri, diferente in esso.
 
Dapoi terrai, questo per consueto,
che'l loro produtto, sempre sia eguale
al terzo cubo della cose neto;
 
el residuo poi suo generale,
delli lor lati cubi, ben sottratti
varra la tua cosa principale.
 
In el secondo, de cotesti atti;
quando che’l cubo restasse lui solo,
tu osserverai quest'altri contratti,
 
del numer farai due tal part'a volo,
che l’una, in l'altra, si produca schietto,
el terzo cubo delle cose in stolo;
 
delle quali poi, per commun precetto,
torrai li lati cubi, insieme gionti,
et co tal somma, sará ii tuo concetto;
 
el terzio, poi de questi nostri cónti,
se solve col segundo, se ben guardi
che per natura son quasi congionti.
 
Questi trovai, et non con pasi tardi
nell mille cinquecent'e quatro e trenta;
con fondamenti ben saldi, e gagliardi;
nella cittá del mar'intorno centa.

Fijándonos en el primer caso, que basta para captar la regla de Tartaglia, los versos mnemotécnicos dicen traducidos literalmente:

"Cuando el cubo con las cosas cerca,
se iguala a cualquier número discreto,
se encuentran otros dos, diferentes en eso,
 
Después tendrás esto por norma
que su producto sea siempre igual
al tercio cubo de las cosas limpio;
 
el resto después suyo general
de sus lados el cubo bien restado
verás tu cosa principal";

es decir, en el lenguaje matemático moderno: Si el cubo x3 más un múltiplo px de la cosa, incógnita, es igual a un cierto número q, determinemos, por los métodos habituales, dos números y y z cuya diferencia sea q y cuyo producto sea el cubo del tercio del coeficiente de la incógnita; se extraen sus raíces cúbicas, y, restándolas, se tiene el valor de x, valor que, como se puede comprobar, está obtenido por el mismo método que suele explicarse en los tratados de Álgebra.
Los últimos versos indican el lugar: Venecia, y la fecha: 1534, del descubrimiento: "Esto encontré, y no con paso tardo - en mil quinientos treinta y cuatro con fundamento sólido y gallardo - en la ciudad que rodea el mar."
Triunfante el matemático de Brescia, el asunto parece que quedó zanjado hasta que un año después lo resucitó Coi enviando a Tartaglia, el 12 de septiembre de 1535, tres problemas, uno de los cuales consistía en descomponer el número 20 en tres partes en progresión geométrica y tales que el producto de las dos primeras sea 8, problema que Luis Ferrari, discípulo de Cardano, consiguió resolver.
Pasó otro año más y, en agosto de 1536, un tal Vincenti propuso a Tartaglia el problema de encontrar un número que, multiplicado por su raíz cuadrada aumentada en 6, dé 100, problema, que, como se ve, es idéntico a uno de los propuestos en 1530 por Col, quien, el 10 de diciembre del mismo año de 1536, le planteó nuevas cuestiones análogas que no se sabe si fueron resueltas; y el asunto volvió a un punto muerto aparente, puesto que Tartaglia seguía trabajando en ello, pero sin dar a conocer el resultado de sus investigaciones. .
Y en 1539 entra en escena Cardano enviando a Tartaglia, con fecha 2 de enero, una carta por intermedio de un librero, en la que le dice que, conocedor del resultado de su disputa con Fiore y estando a punto de publicar una obra, quería incluir en ella la fórmula de la ecuación de tercer grado y consignar el nombre de su descubridor, por lo cual le rogaba que le comunicase todo lo que se relacionara con el asunto y muy especialmente los enunciados de los famosos treinta problemas.
Tartaglia se negó a ello y entonces Cardano, irritado, le envió por el mismo conducto, el 12 de febrero de 1539, otra carta llena de reproches; pero, comprendiendo que no era éste el camino adecuado para conseguir lo que quería, cambió de táctica y, con amables palabras, le instó el 13 de marzo del mismo año a pasar unos días en Milán, donde le decía que le esperaba con impaciencia el marqués del Vasto, protector suyo y mecenas de los científicos.
Aceptó Tartaglia la invitación, y el 25 de marzo se dirigió a Milán, hospedándose en casa del propio Cardano luego de saber que el marqués se había marchado a Vigevano.  El matemático milanés procuró convencer por todos los medios a su colega para que le dijera el secreto de la ecuación cúbica.  "Os juro sobre los Santos Evangelios, le dijo, que si me comunicáis vuestros descubrimientos no los publicaré jamás y los anotaré sólo para mí en cifra, a fin de que nadie pueda comprenderlos hasta después de mi muerte."
Tartaglia cedió, al fin, a tan insistentes ruegos y regresó a Venecia, desde donde se carteó con Cardano, 12 y 17 de mayo; 10 y 19 de julio; 4 de agosto y 18 de octubre de 1539, sobre algunos desarrollos complementarios.
A través de esta correspondencia se advierte que las relaciones entre ambos se iban enfriando, y la carta de Cardano del 5 de enero de 1540 quedó ya sin respuesta.
Auxiliado por su discípulo Ferrari, aquél consiguió ampliar las reglas de Tartaglia, y en 1545 publicó su famosa Ars Magna, en cuyo primer capítulo dice lo siguiente: "Escipión del Ferro, de Bolonia, encontró hace tiempo nuestro capítulo verdaderamente bello y admirable Del cubo y de las cosas iguales a número.  Tal arte, superando a toda humana sutileza y al esplendor de todo ingenio mortal, atestigua el valor de su mente, y es cosa de tanta maravilla que quien la ha inventado puede vanagloriarse de que nadie le superará. Émulo suyo es mi amigo Nicolás Tartaglia, de Brescia, quien, en una disputa que sostuvo con Antonio María del Fiore, discípulo de Escipión del Ferro, también lo encontró y me lo comunicó a mi ruego, sin demostración, la cual he redactado en diferentes casos con el auxilio de mi antiguo discípulo Luis Ferrari.  Lo de éste va con su nombre y todo lo demás es cosa mía."
Irritado por estas palabras sinuosas, Tartaglia desafió a Cardano; pero éste, deseando quedar al margen de toda disputa, se entendió con Ferrari, el cual envió a aquél desde Milán, el 10 de febrero de 1547, un cartello di sfida, proponiéndole una "controversia pública en un lugar cómodo para los dos y ante jueces idóneos, sobre Geometría, Aritmética y todas las disciplinas que dependen de éstas", declarando estar dispuesto a hacer un depósito de doscientos escudos destinados al vencedor y dándole un plazo de treinta días para contestarle.
La respuesta no se hizo esperar.  Nueve días después le escribió Tartaglia desde Venecia, aceptando; pero con la condición de que Cardano, tomara parte en la contienda.
Ferrari respondió en abril del mismo año con otro cartel de desafío que agrió la cuestión.  Aparte del detalle de estar escrito en latín, con la aviesa intención de poner en un apuro a Tartaglia, dada su poca cultura literaria, decía que durante un viaje de Milán a Florencia, el año de 1542, y mientras descansaba en Bolonia, Aníbal de la Nave había comunicado a Cardano un cuaderno de Escipión del Ferro en el cual “estaba expuesta elegante y completamente la resolución de la ecuación cúbica”, dato de gran interés histórico puesto que permitía poner en duda el derecho de prioridad de Tartaglia; pero demostraba también la mala fe de Cardano al ocultarlo.
El 27 de abril contesta largamente Tartaglia insistiendo en que asistiera Cardano al torneo, en el que podían tomar parte, además, todos los matemáticos del mundo, y le planteaba treinta y un problemas, diecisiete de los cuales se refieren a construcciones con una sola abertura de compás, tema que había sido tratado por Abulguafa y por Alberto Durero, y parece que también por Escipión del Ferro; pero así como éstos utilizaban una abertura en cada caso, Tartaglia exigía que el radio fuese el mismo en todos los problemas, inspirándose, evidentemente, en consideraciones teóricas.
Ferrari contestó el 24 de mayo con una carta plagada de injurias, presentando sus contraposiciones y planteando otros problemas, treinta y uno en total, más complicados que los de Tartaglia, y algunos de los cuales excedían de sus recursos matemáticos.
Fechada el 23 de junio, y concluida de imprimir el 9 de julio siguiente, apareció la respuesta de Tartaglia, resolviendo veintiséis de las treinta y una cuestiones propuestas por su rival, incluyendo las de carácter filosófico relativas a un pasaje del Timeo de Platón y otro de Aristóteles, y termina su escrito con este verso:

Ogni dubbioso il parangon fa certo

revelador de su satisfacción por los resultados conseguidos.
El 10 de agosto publicó Ferrari su cuarto cartel de desafío, en el que hay muchos insultos y poca Matemática, al cual contestó Tartaglia el 30 del mismo mes resolviendo las cuestiones que había dejado pendientes en su respuesta anterior y reiterando su deseo de que Cardano tomase parte en la discusión, adivinando, lógicamente, que éste andaba entre bastidores.
El quinto cartel de Ferrari, aparecido en octubre, tiene más interés.  Empieza con una digresión de carácter jurídico acerca de las autoridades científicas que deben dirimir la contienda, critica después las soluciones de Tartaglia con palabras apasionadas e injustas, tras de las cuales se advierte la presencia de Cardano, y termina resolviendo algunos de los problemas propuestos por su rival el 27 de abril, es decir: que tardó seis meses en dar sus soluciones, Tartaglia las dio siempre inmediatamente y ello gracias a la colaboración de Cardano, como éste mismo afirma en su obra De Subtilitate.
Tartaglia respondió diciendo que ya duraba demasiado la polémica escrita y que estaba dispuesto a dirigirse a Milán para discutir verbal y públicamente con su adversario, aprovechando la proximidad a la capital de Lombardía de Brescia, donde se encontraba a la sazón por razones profesionales.
Cerca de un año tardó Ferrari en contestar.  Su respuesta, fechada el 14 de julio de 1548 es, como todas las suyas, una colección de improperios, y concluye haciendo un elogio de Cardano, de quien dice que tuvo la generosidad de citar a Tartaglia en su Ars Magna a propósito de la ecuación de tercer grado, que ya había resuelto Escipión del Ferro y conocía Antonio del Fiore.
Aceptando en principio el desafío matemático, ambas rivales llegaron a un acuerdo sobre las condiciones el día 24 de julio, citándose para el 10 de agosto en la cátedra Giardino de los recoletos de Milán.
De esta famosa polémica no conocemos, desgraciadamente, más que las referencias de uno de los contendientes: Tartaglia, lo que impide juzgarla con imparcialidad.
Tanto este último episodio como el desarrollo del desafío, han sido diversamente interpretados, incluso por los propios historiadores de la Matemática italiana, y, aun hace pocos años, dos ilustres profesores: Gino Loría y Ettore Bortolotti, han adoptado posiciones opuestas: el primero en favor de Tartaglia y el segundo en defensa de Cardano.
Lo que sí parece fuera de toda duda es que la controversia oral degeneró en puerilidades en vez de aportar elementos nuevos a la teoría de ecuaciones, que era la preocupación de los matemáticos de la época, lo que no quiere decir que los cartelli di Matematica disfida fueran estériles, pues que permiten seguir con bastante aproximación la trayectoria histórica de la resolución de la ecuación de tercer grado, que se puede resumir diciendo que en 1502 Pacioli la había declarado imposible, opinión que no fue compartida por Escipión del Ferro, el cual conocía en 1515 un procedimiento empírico, tomado probablemente de los árabes; pero guardó su secreto limitándose a consignarlo en un cuaderno que, a su muerte, en 1526, pasó a manos de Aníbal de la Nave, su sucesor en la cátedra de Bolonia, siendo probable que en esta ciudad se conociera la existencia de tan precioso documento, pues que ello explicaría satisfactoriamente el motivo de los problemas que Coi y Fiore propusieron en 1530 a Tartaglia y que fueron, en realidad, los que le obligaron a trabajar sobre la ecuación cúbica, que consiguió resolver en 1534 y se la comunicó, en 1539, bajo previo juramento ad sacra Dei de guardar el secreto, a Cardano, quien conoció tres años después, junto con Ferrari, la solución empírica de Escipión del Ferro facilitada confidencialmente por Aníbal de la Nave cuando ambos, de paso para Florencia, se detuvieron en Bolonia, 1542.
En posesión de este dato, Cardano, cuyo perfil moral deja mucho que desear, faltó al juramento prestado y publicó la solución de la ecuación en su Ars Magna haciéndola preceder de palabras que indignaron a Tartaglia, quien desafió a Cardano; pero éste no sólo rehusó el debate (fue su discípulo Ferrari quien, manejado por él, lo sostuvo), sino que, acosado para que asistiese a la controversia pública, huyó cobardemente de Milán a uña de caballo.
Es indudable, pues, que Tartaglia fue quien resolvió la ecuación de tercer grado tal como ha llegado a nosotros, con absoluta independencia del método empírico que Escipión del Ferro consignó en el cuaderno que todavía no se ha encontrado a pesar de las pacientes y minuciosas búsquedas de matemáticos e historiadores; pero como fue Cardano quien la dio a conocer y además en latín, que era el idioma científico de la época, ha pasado a la Historia con el injusto título de fórmula cardánica, negándosele a Tartaglia incluso la reparación póstuma a que tiene indudable derecho.

Capítulo 4
WEIERSTRASS Y SONJA KOWALEWSKI

El maestro y la discípula

Si hay un matemático a quien se pueda calificar de analista puro, sin la más pequeña mezcla de geómetra, este matemático es Weierstrass, con quien se inicia la que se ha llamado aritmetización de la Matemática.
En su tiempo, el Análisis había hecho grandes progresos, pero era necesario coordinar las investigaciones de Gauss en Aritmética superior con la teoría de funciones elípticas de Abel y Jacobi y con la de invariantes de la escuela inglesa: labor de ordenación y sistematización que exigía un cerebro privilegiado que no sólo asimilara toda la producción analítica del siglo XVIII y buena parte del XIX, sino que, además, estuviese dotado de genio creador. Este cerebro fue Carlos Weierstrass, quien, de haber vivido en la época de Platón, se habría declarado adversario ideológico del fundador de la Academia y amigo de Eudoxio de Cnido, el sagaz crítico constructivo que tuvo la valentía de enfrentarse con el heredero espiritual de Sócrates. Sin los intelectuales ociosos que rodearon a Platón y sin las alucinaciones místicas del Timeo, la que llamamos hoy Matemática moderna hubiera empezado dos mil años antes.
La Matemática actual, la Matemática que se inicia con Weierstrass, no tiene nada de misteriosa, ni de esotérica, ni de mística, ni de mágica: Matemática al margen del idealismo platónico que, para satisfacer las necesidades emocionales de los griegos del siglo IV antes de J. C., dejó el animismo fuera de los límites de la investigación experimental inventando un mundo real de símbolos y de números, del que sólo es una sombra nuestro mundo, y afirmando que los juicios matemáticos son verdades eternas, opinión que habría de esgrimir Kant contra los materialistas de su tiempo. También es culpable Kant del retraso de la Matemática porque su consejero áulico, Segnier, era un expositor y no un investigador. Sírvale de disculpa el hecho de que cuando publicó la Crítica de la razón pura, se ignoraba aún la función no auditiva de los conductos semicirculares del oído, de cuya disposición anatómica depende el número de dimensiones del espacio; pero desde que las dos ciencias más recientes, la Biología y la Psicología experimental, con la audacia propia de la juventud, le han faltado al respeto a las creencias tradicionales, los argumentos ex mathematicis kantianos están derogados.
En el capítulo de cargos no olvidemos tampoco a Hegel, cuyos razonamientos triangulares hicieron resucitar el culto mágico del número 3, que se creyó derrotado en el siglo XVIII cuando ya parecía olvidada la filosofía de los doctores de la Sorbona, quienes al poner la lógica aristotélica al lado de la teología católica, empezaron por admitir la trinidad de pensamiento, sentimiento y volición, que todavía no ha desaparecido por completo, y subdividieron tales potencias en tres categorías, y así sucesivamente, para colocar lo Absoluto en el vértice común de todos estos triángulos desvanecientes.
Weierstrass comprendió que era necesario podar la manigua que rodeaba a la Matemática para que ésta alcanzase su pleno desarrollo, y atacó el problema en su raíz: el número irracional, cuyo estudio comenzó en el punto en que lo había dejado Eudoxio, lo que le llevó al convencimiento de que todo el Análisis había que construirlo sobre el número entero y de que toda la Matemática tenía que hablar no el lenguaje oscuro de la filosofía hegeliana, sino el claro lenguaje de los números naturales.
Y en esto, que era en cierta forma la realización del ideal pitagórico en cuanto hipóstasis del Número, consiste uno de los méritos de Weierstrass, que hubiera bastado para incorporar su nombre a la historia de la Matemática si no tuviera, además, otros títulos que lo hacen acreedor a ello.
Carlos Weierstrass nació el 31 de octubre de 1815 en Ostenfeld, Westfalia, donde su padre, Guillermo Weierstrass, desempeñaba el cargo de funcionario de Aduanas al servicio de Francia, recuérdese que el año 1815 fue el año de Waterloo y hasta entonces Francia dominaba en Europa, y era un idealista teórico y un tirano práctico. Le gustaba intervenir en todos los asuntos de su hijo hasta cuando éste tenía cuarenta años y estaba ya en la cima de su reputación.
La madre, Teodora Forst, era católica, religión que adoptó su marido al casarse, abjurando del protestantismo. Murió cuando su hijo Carlos tenía once años, dejando a éste y a dos niñas: Clara y Elisa, quienes cuidaron de su hermano con solicitud maternal. El padre contrajo segundas nupcias al año de enviudar, pero nunca se llevó bien con su segunda esposa.
Trasladada su familia a Westernkotten, pequeño pueblo, también de la Westfalia, en el que no había colegio de enseñanza secundaria, su padre lo mandó a Münster. Allí perdió el tiempo. O no lo perdió. Todo depende del punto de vista en que nos coloquemos. Concurría a los premios, no por la gloria, sino por su importe en marcos para bebérselos en cerveza, y con el mismo objeto llevó la contabilidad de un almacén. Este es un detalle interesante de la vida de Weierstrass. Él, que era un matemático puro, es decir, un espíritu idealista, era también un espíritu práctico.
En vista de lo ocurrido en Münster, el padre lo envió a estudiar Derecho a Bonn, donde estuvo cuatro años: desde 1834 a 1838. durante los cuales no hizo otra cosa que beber cerveza y divertirse. Le molestaba tanto la Jurisprudencia como el entusiasmo de las gentes de la patria de Beethoven por las sinfonías del sordo genial. Porque otro detalle de Weierstrass es que no le gustaba la música: cosa rara en un matemático. En la Opera se dormía. En cambio adoraba la esgrima. Alto, corpulento, macizo, llegó a ser un virtuoso de florete. Como su amigo personal y adversario científico, Leopoldo Koneeker, quien, físicamente, era la contrafigura de Weierstrass. Sólo medía metro y medio de estatura.
En Bonn, y sin saber por qué, los caminos de la inspiración científica son más misteriosos aún que los de la inspiración artística, se despertó su afición por la Matemática. Acaso fue la actuación de Plücker en la Universidad, donde la presencia del iniciador de la dirección analítica de la Geometría Proyectiva se destacaba más, ya que, a diferencia de Gotinga, en Bonn no había tradición matemática. El hecho es que Weierstrass leyó en la pintoresca ciudad del Rhin a Abel y fue tal su admiración por el matemático noruego que lo primero que decía a sus discípulos cuando llegó a profesor era: "Leed a Abel", y lo último que les recomendaba era: "Leed a Abel."
Weierstrass volvió sin ningún grado académico al lado de su padre, quien lo envió otra vez a Münster para que estudiase lo que quisiera. En Münster estaba entonces Cristóbal Gudermann, poco conocido a pesar de sus trabajos en el Journal de Crelle, que era un entusiasta de la teoría de funciones elípticas. Diez años antes Jacobi había dado a conocer sus Fundamenta nova theoriae functionum ellipticarum y tenía en el profesor de Münster tan profundo admirador que anunció un curso sobre dicha teoría. Tuvo un éxito. A la primera lección de Gudermann asistieron trece alumnos; a la segunda uno solo: Weierstrass. En el fondo se alegraron los dos. Nadie interrumpiría los diálogos entre el maestro y su único discípulo.
En 1841 se preparó para ingresar en el profesorado secundario y, a petición suya, Gudermann le propuso un tema verdaderamente matemático: demostrar los desarrollos en serie de potencias de las funciones elípticas. Otro de los temas, eran tres en total, para cuya preparación se concedían seis meses a los candidatos, fue un estudio sobre el procedimiento de Sócrates aplicado a los alumnos medios, que Weierstrass siguió incluso cuando fue catedrático de Matemática superior. Las preguntas, hábilmente escalonadas, a la manera del filósofo de la mayéutica que hizo geometrizar al esclavo ignorante del Menón, son, en efecto, el método más fecundo que puede utilizarse con los estudiantes de Matemática.
En la enseñanza secundaria estuvo Weierstrass quince años, los más fecundos de su vida de investigador, y como su escaso sueldo no le permitía sostener una correspondencia científica ni leer revistas, destaca en ellos más profundamente su poderosa originalidad. Trabajaba incansablemente. Como Don Quijote, se pasaba las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio, pero, el Amadís de Gaula de Weierstrass era Abel y, a diferencia del héroe manchego, a quien del mucho leer y poco dormir se le secó el "celebro", el de Weierstrass fue cada vez más jugoso.
El mismo año de ser profesor de enseñanza secundaria escribió una memoria sobre funciones analíticas y llegó al que se llama teorema fundamental del Análisis, independientemente de la integral de Cauchy. Al año siguiente conoció el trabajo de éste, mas no reivindicó el derecho de prioridad que, en realidad, pertenece a Gauss, quien lo había descubierto en 1811; pero siguiendo su costumbre de no dar a conocer sus investigaciones sino muchos años después de realizadas, el princeps mathematicorum se dejó adelantar en éste como en otros puntos.
Poco después, Weierstrass aplicó su método a los sistemas de ecuaciones diferenciales que se presentan en el problema de los tres cuerpos, problema que, desde Euler, se considera uno de los más difíciles. Matemáticamente, se reduce a resolver un sistema de nueve ecuaciones diferenciales simultáneas lineales o de segundo grado. Si existe una solución, ésta vendrá dada bajo forma de series infinitas, y la solución existe si estas series satisfacen las ecuaciones, y, además, son convergentes para ciertos valores de las variables. Weierstrass atacó el problema con todo rigor, haciéndolo progresar de manera notable. Posteriormente lo estudiaron: el francés Henri Poincaré en 1905, el finlandés Carlos Frithiof Sudmann en 1906, el español José María Plans en 1916, el colombiano Julio Garavito en 1918 y el peruano Godofredo García en 1950.
El año a que nos estamos refiriendo, 1842, Weierstrass era profesor del Pro-Gymnasium de Deutsch-Krone, oscuro pueblecito de la Prusia Oriental, que tiene el honor de haber sido donde Weierstrass hizo su primera publicación: el Programa que tenían que redactar todos los profesores de enseñanza pública en Alemania.
De Deutsch-Krone pasó al Gimnasio de Braunsberg en 1848, año de hondas perturbaciones políticas. La caída de la Monarquía de julio, con la huida de Luis Felipe, tuvo gran repercusión en el centro de Europa y ocasionó, sobre todo en Alemania, un cambio radical, iniciado en la segunda Cámara del Gran Ducado de Baden, cuyas sesiones asumieron categoría histórica porque determinaron la libertad de los pueblos germánicos en el siglo XIX.
El partido realista estableció la censura previa para la prensa, que, como siempre, hizo brotar la literatura clandestina, y en Braunsberg floreció una serie de poetas que cantaban la libertad en inflamados versos, los cuales aparecían impunemente en la hoja local porque el censor, que odiaba la literatura y sólo leía los artículos políticos, había dejado la censura de los versos a Weierstrass y éste los dejaba pasar con gran regocijo de las gentes. Enterado el Gobierno, tomó cartas en el asunto, pero como oficialmente el responsable era el censor, a Weierstrass no le pasó nada.
También intervino en este movimiento democrático otro matemático ilustre: Jacobi, a quien el exceso de trabajo le había ocasionado una gran depresión, y su médico le recomendó que se metiera en política "para bien de su sistema nervioso". El bueno de Jacobi creyó en la eficacia de tan extraña receta y tomó parte en algunas reuniones públicas. Acusado de espía por los realistas, se defendió de la falsa acusación en un discurso que, como buen matemático, cimentó sobre la lógica más inflexible. Fracasó. Indudablemente, no servía para político, porque la lógica es la única arma que no debe esgrimir un político, y el rey de Prusia le suprimió la pensión que le habla concedido ocho años antes.
Durante los seis años que siguieron al de 1848, Weierstrass trabajó intensamente hasta el de 1854 que fue el de su consagración como matemático. El Journal de Crelle publicó su memoria sobre las funciones abelianas y eran tan nuevas y tan profundas las ideas de Weierstrass que Richelot, que ocupaba en Königsberg la cátedra que Jacobi había dejado vacante al morir tres años antes, consiguió que le nombraran Doctor honoris causa y él mismo fue a Braunsberg para entregarle el diploma. En la cena que el director del Gimnasio organizó en su honor, Richelot dijo: "Hemos encontrado en Weierstrass a nuestro maestro", y Brochard, editor del Journal de Crelle, que también acudió al homenaje, lo llamó "el mejor analista del mundo", título que ha recogido la Historia.
El Ministerio de Instrucción Pública le concedió una licencia de un año para que se dedicara a la investigación pura y poco después fue profesor de la Escuela Politécnica, de la Universidad, académico, etc., en una ininterrumpida sucesión de triunfos que nunca le envanecieron. Weierstrass fue siempre un hombre modesto. Ante un vaso de cerveza y acompañado de unos cuantos discípulos, se sentía feliz. Además, era siempre él quien pagaba las consumiciones.
En cátedra no escribía jamás en la pizarra. Dictaba a un alumno, y si éste se equivocaba, borraba tranquilamente y volvía a dictar. Nada desconfiado, prestaba sus manuscritos a todo el mundo, de lo que se aprovecharon algunos para tomar notas y publicarlas como suyas, sin que Weierstrass protestara nunca. Era, además, lento en publicar, y si no hubiera sido por sus discípulos se habría retrasado su influencia en el desarrollo de la Matemática.
No es posible hablar de Weierstrass, sobre todo dado el carácter de estos ensayos, sin decir algunas palabras acerca de su teoría del número irracional. Sus otras contribuciones exigen conocimientos de Matemática superior, fuera de los límites de este cursillo de vulgarización.
El antes citado Eudoxio de Cnido, que había heredado de Zenón lo que el jefe de los eleáticos legó al mundo, y nada más, y cuyo concepto de la realidad matemática le hizo alzarse contra su maestro Platón, sostuvo que, en Matemática, no hace falta suponer la existencia de cantidades infinitamente pequeñas, sino que basta conseguir una magnitud tan pequeña como queramos mediante la división continua de una magnitud dada. Esta idea genial que permitía tratar los números irracionales con la misma precisión que los racionales, pasó inadvertida durante veintitrés siglos, y aún hoy, medio siglo después de muerto Weierstrass, todavía tropieza con la pereza dogmática de muchos profesores que sigue teniendo la opinión de que la Matemática moderna es la Matemática superior y que las ideas actuales no deben llevarse a la Matemática elemental. Con este criterio se consiguen, entre otras cosas, todas ellas perjudiciales estas cuatro:
  1. empedrar el cerebro del alumno de conceptos anquilosados,
  2. ahogar su espíritu crítico,
  3. desarrollar teratológicamente su intuición en perjuicio de su facultad razonadora
  4. y obligarle, cuando llega a los estudios universitarios, a un doble trabajo: olvidar lo aprendido para construir, sobre el solar limpio de escombros, un nuevo edificio que podría elevarse más de lo que se eleva hoy en los países en que todavía se explica la Matemática clásica, si los cimientos se colocaran lógica y no dogmáticamente.
Las paradojas de Zenón de Elea sobre el infinito y la continuidad fueron acalladas por Eudoxio, pero las resucitó la filosofía medieval, las adornó el Renacimiento y las acarició el siglo XVIII, determinando la crisis del XIX que conjuró Weierstrass con su teoría del número irracional.
Supongamos, para fijar las ideas, que queremos extraer la raíz cuadrada de 2 con bastantes cifras decimales. La Aritmética elemental da el medio de obtener, como aproximaciones sucesivas, 1, 1.4, 1.41, 1.414, 1.4142, etc. Si examinamos esta sucesión observaremos que, llevando la aproximación bastante lejos, encontraremos un número racional perfectamente definido con tantas cifras como queramos, o sea: que un número cualquiera de la sucesión difiera del siguiente en un número decimal, y concebimos la raíz cuadrada de 2 como el número definido por una sucesión convergente de números racionales, lo que quiere decir, sencillamente, que hemos indicado un método para calcular un término cualquiera de la sucesión en un número finito de etapas.
Hoy se hacen ciertas objeciones al método genético de Weierstrass, y es precisamente el ejemplo de la raíz cuadrada de 2 el que ha vuelto a hacer pensar en las dificultades con que tropezaron los griegos al aplicar el teorema de Pitágoras al triángulo rectángulo isósceles de catetos iguales a la unidad; pero esto nos llevaría a discutir el problema del continuo y del ultracontinuo, que se sale de nuestro propósito. Diremos, no obstante, que, a pesar de que el problema no está resuelto de una manera definitiva, tenemos sobre los contemporáneos de Eudoxio la ventaja de que conocemos la naturaleza de las dificultades.
La guerra franco-prusiana obligó a Weierstrass a no tomar sus vacaciones en el verano de 1870 y permaneció en Berlín explicando un curso sobre funciones elípticas, tema que estudiaba por entonces en Heidelberg una joven rusa cuya belleza corría pareja con su talento.
Esta joven había nacida en Moscú el 15 de enero de 1850 y era una lejana descendiente de Mateo Corvino, rey de Hungría. Llamábase Sonja Corvino-Kruxowski. A los quince años empezó a estudiar Matemática, ciencia que la cautivó desde el primer momento de tal manera que a los dieciocho había hecho grandes progresos y a los veinte decidió marchar a Alemania para dedicarse de lleno a su estudio.
En aquella época, la situación de la mujer era completamente distinta de la da hoy, sobre todo en Rusia. La conmoción de 1914, al transformar las condiciones de vida, ha hecho que la mujer sea la colaboradora y, en muchas ocasiones, la rival profesional del hombre. Mecanógrafa, empleada de almacén, bachillera, doctora, funcionaria, la mujer actual goza de los mismos derechos políticos y sociales que el hombre, mientras que a mediados del siglo XIX todavía los maridos decían de su esposa, como en los tiempos de Moliére:

Et c'est assez pour elle, à ne vous rien celer
de savoir prier Dieu, m'aimer, coudre et filer

y se creía aún que la mujer tenía los inconvenientes que señaló Quevedo en un soneto famoso:

Muy buena es la mujer si no tuviese
ojos con que llevar tras sí la gente,
si no tuviese lengua maldiciente,
si a las galas y afeites no se diese.
 

Si las manos ocultas las tuviese,
los pies en cadenas juntamente,
el corazón colgado de la frente
que en sospechando el mal se le encendiese.
 
Muy buena, si despierta de sentido,
muy buena, si está sana de locura;
buena es con el gesto, no raído;
poco ofende encerrada en cueva oscura;
mas para mayor gloria del marido
es buena cuando está en la sepultura.

Ni Molière ni Quevedo tenían razón. Eran antifeministas porque estaban llenos de los prejuicios de la época, de los cuales hemos prescindido nosotros, para nuestro bien y para el de ellas. Esto no quiere decir que la mujer deje de inquietarnos como, evidentemente, nosotros la inquietamos a ella.
Madre, esposa, hija, hermana y amante, la mujer ha sido estudiada desde todos los puntos de vista: en el hogar y en la calle, en el tálamo y en la mesa de disección, y podemos afirmar que ha sido, es y será la preocupación del hombre. Bien es cierto que mientras no aparece en nuestra vida, todo es paz y calma en nuestro espíritu, y que en cuanto se atraviesa en nuestro camino, nuestro corazón se agita y nuestra alma se altera, pero también es cierto que como esta agitación y esta alteración son biológicamente normales, no debemos hipertrofiar su importancia, ni aun literariamente. En la época de nuestras abuelas, la mujer era el enemigo; en la nuestra es el amigo.
Se comprende, pues, el asombro de la aristocrática sociedad rusa en que vivía Sonja cuando manifestó su deseo de ir a Alemania a estudiar Matemática, es decir: la ciencia que diríase más alejada de toda preocupación femenina si no supiéramos ya que la bella veneciana que una noche, paseando por el "piccolo canale" en la inevitable góndola a la no menos inevitable luz de la luna, dijo a Rousseau: "Lascia le donne e studia la Matematica", daba al filósofo ginebrino una lección de bovarysmo integral, que los días que corren han demostrado que es falsa.
Hoy estamos convencidos de que la inteligencia no tiene sexo; pero en aquella época había que salvar las apariencias y, para realizar sus propósitos, Sonja contrajo un matrimonio blanco, conviniendo con su esposo de que sólo serían como hermanos hasta que ella terminara sus estudios, y salió de Rusia para Alemania siendo oficial y legalmente la señora Kowalewski, que viajaba sola sin escandalizar a nadie.
Siguió los cursos de Física de Kirchoff y de Helmholtz y conoció a Bunsen en circunstancias que vale la pena de recordar. El famoso químico había dicho: "Ninguna mujer profanará con su presencia mi laboratorio". Sonja Kowalewski, que era un diablillo, lo supo y fue a visitar a Bunsen dejándose el sombrero en casa. Esto del sombrero tiene su explicación. Sonja era bellísima y, sobre todo, tenía unos ojos fascinadores que ocultaba con un sombrero de anchas alas bajas porque, al decir de un contemporáneo, "a la elocuencia de sus ojos nadie podía resistir cuando quería obtener algo".
A fines del 1869 Sonja estudiaba funciones elípticas en Heidelberg con Leo Königsberger, que había sido discípulo de Weierstrass en Berlín, y tantos elogios hacía del maestro que Sonja decidió ir a estudiar con Weierstrass.
Cuando se enteró Bunsen, previno al matemático. "Es una mujer que me ha hecho renegar de mis propias palabras. Que no se quite el sombrero, porque sin él es muy peligrosa". Hoy el químico hubiera dicho que Sonja tenía ojos de mujer fatal. Weierstrass se rió. No es que Weierstrass fuese un misógino, ni mucho menos. Cuando se cruzaba en la calle con una mujer bonita volvía la cabeza para contemplarla.
El aspecto serio de Sonja y sus conocimientos matemáticos encantaron a Weierstrass quien escribió a Königsberger pidiéndole informes. Fueron excelentes: Sonja tenía condiciones intelectuales para hacer de ella una gran matemática.
Como la Universidad de Berlín no admitía entonces inscripciones femeninas, Weierstrass pidió al Consejo universitario que exceptuara de tal prohibición a la joven rusa. No lo consiguió, y ella entonces propuso al gran matemático que le diera lecciones particulares, a lo que accedió Weierstrass.
Cuando Sonja fue a Berlín tenía veinte años, edad peligrosa para una mujer, y Weierstrass contaba ya cincuenta y cinco, edad peligrosa para un hombre porque suele retoñar la juventud ida. A la primera lección, Sonja acudió con sombrero. A la segunda, sin sombrero. Era el otoño: la dulce estación en que se deshojan las rosas. Weierstrass era desordenado: perdía con frecuencia sus manuscritos y en más de una ocasión cuando, invitado a dictar una conferencia, se ausentaba de Berlín, tuvo que rehacer sus notas porque las primitivas se habían quedado en el vagón del tren. Sonja, que no era tampoco un dechado de orden, quiso corregir este defecto mandando hacer una caja de madera con llave para que Weierstrass guardase sus papeles. En el primer viaje, Weierstrass perdió la caja.
Durante cuatro años Weierstrass dio a Sonja lecciones privadas, sólo interrumpidas por pequeños intervalos de vacaciones, y en el otoño de 1874 ella volvió a Rusia dejando escrita una memoria, que se publicó después en el Journal de Crelle t. LXXX, 1875, Zur Theorie der partiellen Differentialgleichungen, en donde expone, aplica y desarrolla algunos resultados inéditos de Weierstrass, y la Universidad le concedió el diploma in absentia.
Weierstrass, con el prestigio que le daba su nombre, pidió a todas las universidades del mundo una cátedra para su discípula, pero no fue atendido, con gran disgusto del genial matemático, que no se recataba para censurar la incomprensión de la burocracia académica.
Mientras Weierstrass lanzaba en todas las direcciones de la rosa de los vientos el nombre de Sonja, ésta se entregaba de lleno a la vida mundana en San Petersburgo, cuya atención había atraído por su diploma alemán. Periodistas, literatos, poetas y hombres de mundo halagaron su vanidad femenina y Sonja se olvidó de la Matemática.
De la nueva vida frívola de Sonja se enteró Weierstrass por Chebycheff, catedrático de la Universidad de San Petersburgo que por aquellos días fue a visitar a su colega alemán, quien escribió a Sonja preguntándole cómo era posible que hubiera abandonado la Matemática. Sonja tardó en contestarle. ¿Será cierta la opinión que el donjuanesco tenor de Rigoletto expone entre gorgoritos en la empalagosa aria del último acto?
Pero, como dice el poeta francés:

On revient toujours
á ses premiers amours

y en octubre de 1878 Sonja escribe a su maestro haciéndole una consulta técnica, que fue el origen de una ininterrumpida correspondencia matemática e íntima, hasta 1880, en que, sin esperar respuesta a una carta suya, Sonja marchó a Berlín, donde, por sugestión de Weierstrass, estudió el problema de la propagación de la luz en un medio cristalino, y a los tres meses regresó a Moscú, tan transformada en su manera de ser, que no la conocieron sus estúpidos admiradores de antes. Ni su marido tampoco, con el cual no congeniaba.
El año 1883 fue a París para ponerse en relación personal con los matemáticos franceses y allí recibió la noticia de que su marido se había suicidado en Moscú a causa de dificultades económicas. Sonja se encerró en sus habitaciones, presa de un ataque de nervios, y estuvo cuatro días sin comer. Al quinto sufrió un desvanecimiento y, repuesta al día siguiente, pidió lápiz y papel, lo llenó de fórmulas y se marchó a Odesa a leérselo a los matemáticos reunidos allí en congreso, en el que tuvo un éxito delirante.
Mittag-Leffler pidió para ella una cátedra en la Universidad de Estocolmo. El matemático sueco fue más afortunado que el alemán, y Sonja conservó su puesto hasta el 10 de febrero de 1891 en que murió, recién cumplidos los cuarenta años, aquella mujer excepcional tanto por sus dotes intelectuales como por su belleza.
Su paso por la universidad sueca, además de los discípulos que formó, está señalado por tres notabilísimas memorias: Über die Reduction einer bestimmten Klasse Abel'scher Integraten 3-ten Bangeg auf eiliptische Integrale, Acta Mathematica, t. IV,1885; Über die Brechung des Lichtes in cristalinischen Mitteln, lb., t. XI, 1887, y el famoso estudio sobre la rotación de un cuerpo sólido alrededor de un eje, al que la Academia de París concedió el Premio Bordin de 1888 y cuyos resultados eran tan interesantes que la Academia elevó de 3000 a 5000 francos su recompensa en metálico.
La concesión de este premio fue una de las mayores alegrías de Weierstrass, quien recibió la noticia el día 24 de diciembre de aquel año, cuyas fiestas navideñas tuvieron para el ya sexagenario profesor una nueva emoción. El premiado era él en su discípula, a la que consideraba como una prolongación de sí mismo. Lo mejor de su pensamiento se lo había comunicado a ella y ella lo había sublimado haciéndolo pasar por el crisol de su inteligencia privilegiada.
Seis años le sobrevivió. Al cumplir los setenta, Weierstrass recibió el homenaje de todo el mundo científico y a los ochenta y dos, pocos antes de morir, el 19 de febrero de 1897, la Universidad de Berlín celebró su jubileo con solemnidad excepcional.
No se puede hoy andar por la ancha superficie del Análisis matemático sin encontrar el nombre de Weierstrass a cada paso. En todos los capítulos ha dejado impresa, con caracteres imborrables, una muestra de su genio.
Weierstrass era también poeta en el más noble y elevado sentido de esta palabra. En una de sus cartas a Sonia, y hablando de Jacobi, dice: "Hay en él [Jacobi] un defecto que se encuentra en muchos hombres muy inteligentes, sobre todo en los de raza semítica: no tiene imaginación suficiente y un matemático que no es un poco poeta no será nunca un matemático perfecto. Las comparaciones son instructivas. La visión que abarca todo, dirigida hacia las cumbres, hacia el ideal, designa a Abel como superior a Jacobi... de una manera definitiva."
A estas palabras pone Mittag-Leffler el siguiente comentario digno de ser traducido: "La opinión de Weierstrass es de gran interés por muchos conceptos. Al lado de la escuela del rigor matemático, cuyos más ilustres representantes modernos son Gauss, Cauchy, Abel y el mismo Weierstrass, se ha desarrollado poco a poco otra escuela que pretende percibir, gracias a ciertos aspectos geométricos, caminos transversales en las verdades matemáticas. Se presenta de buena voluntad en esta escuela el método de Weierstrass como una especie de lógica aritmética casi escolástica, y se profesa que las verdades descubiertas no se hacen jamás por vía puramente deductiva, en que cada proposición está ligada inflexiblemente a la que le precede. Esto es absolutamente justo, pero el ejemplo de Abel demuestra que es un error considerar los aspectos geométricos como la fuente única de descubrimientos nuevos. Abel no se entrega jamás a consideraciones geométricas y jamás mostró el menor interés por las proposiciones o por los métodos geométricos. Sin embargo, tenía un don de intuición como pocos lo han tenido antes o después de él. Y este don es el que le ha conducido a sus grandes descubrimientos. Pero, al propio tiempo, era completamente opuesto a la pretensión que preconizan los protagonistas de los aspectos geométricos en el Análisis: hacer aceptar como demostrados rigurosamente teoremas que deducían de vagas consideraciones espaciales. Abel era demasiado grande como pensador para tener tal pretensión. Había visto muy profundamente la íntima conexión de las cosas para no saber que incluso su intuición, necesitaba comprobarse por una deducción rigurosa. La frase de Weierstrass: “El verdadero matemático es poeta”, puede parecer singularmente extraña al gran público. Y, sin embargo, es así. Dicha frase no implica sólo que al matemático le hace falta, como al poeta, imaginación e intuición. Esto es verdad para todas las ciencias, pero no en el mismo grado que para la Matemática. La frase tiene un significado de mayor alcance. Los mejores trabajos de Abel son verdaderos poemas líricos, de una belleza sublime, en donde la perfección de la forma deja transparentar la profundidad del pensamiento, a la vez que llena la imaginación de cuadros de ensueños sacados de un mundo de ideas aparte, por encima de la trivialidad de la vida y más directamente emanados del alma misma que todo lo que haya podido producir ningún poeta en el sentido ordinario de la palabra. No hay que olvidar, en efecto, hasta qué punto el lenguaje matemático, hecho para las más altas necesidades del pensamiento humano, es superior a nuestro lenguaje ordinario. No hay que olvidar tampoco que el pensamiento interior está allí más completa y claramente expresado que en ningún otro dominio del hombre."
Weierstrass, que conoció las mieles del triunfo, conoció también las hieles de la censura. Su adversario científico, antes aludido, fue Kronecker, que atacó sus ideas fundamentales. La hostilidad empezó en 1872 cuando Weierstrass presentó a la Academia de Berlín una curva continua en todos sus puntos y sin ninguna tangente, asestando con ello, un golpe de muerte a la intuición geométrica. La curva de Weierstrass tenía el valor de un experimentum crucis, al que Kronecker negó todo significado.
Kronecker era un iconoclasta. En 1881 empezó también a atacar públicamente a Cantor, alma sensible empapada de transfinitud, genial creador de la Aritmética transfinita, a quien los ataques de Kronecker hicieron dudar de la solidez de su teoría de conjuntos.
Sus contemporáneos creyeron que la actitud de Kronecker era producto de los celos, celos judíos, y no la tomaron en serio; pero hace pocos años se ha visto que la Matemática presenta fisuras y que la opinión de Kronecker es, en parte, responsable de la crisis actual.
La Matematica de hoy padece, en efecto, una enfermedad de infinito, sin que hayan podido conjurarla los remedios drásticos de Weierstrass; pero cualquiera que sea el resultado de esta crisis, Weierstrass tendrá siempre el mérito de haber descubierto la raíz del mal, que es el primer paso indispensable para curarlo.

Capítulo 5
DESCARTES Y FERMAT

Celos mal reprimidos

La época a que se contrae este trabajo, primera mitad del siglo XVII, tiene muchos puntos de contacto con la actual. Terminaba entonces el Renacimiento, como termina hoy la Edad Moderna, en el colapso que empezó en 1914, tuvo una recidiva en 1939 y todavía no ha salido de él. En los días que vivieron Descartes y Fermat, protagonistas del presente ensayo, como en los días que vivimos, se hundía rápidamente un estado de cosas y no se había cimentado aún uno nuevo. Como hoy, el mundo estaba incómodo.
El siglo anterior había despertado al encanto de las musas griegas redescubiertas, y el ideal medieval de morir para este mundo quedó sustituido por el ideal renacentista de vivir para este mismo mundo, cumpliéndose así la exclamación del Petrarca: "Juliano renace”. Una luz inédita bañó las condiciones de vida; se exaltó el individualismo; la conciencia humana protestó contra la tiranía colectiva; Gutenberg coronó la obra de Colón y, al difundirse las ideas nuevas, todos los valores espirituales se quebrantaron. La Roma papal vio alzarse contra ella la figura de Lutero, y Francisco I de Francia, rey cristiano, combatía al católico Carlos I de España, buscaba la amistad de los protestantes de Alemania y se aliaba con los turcos.
El ansia de saber, el apetito de curiosidad que caracterizó al Renacimiento, se prolongó hasta el, siglo XVII, que es el de los grandes matemáticos, cuya primera mitad ilustran especialmente los nombres de Fermat y de Descartes.
Nace Descartes en 1596 y Fermat en 1601; muere Descartes en 1650 y Fermat en 1665. Tienen, por tanto, los dos un período común de cuarenta y nueve años: medio siglo fecundo y denso, que vio crear la Geometría Analítica con Descartes y la teoría de números con Fermat.
Ambos pertenecían a familias de parlamentarios y ambos estudiaron Jurisprudencia: Descartes en Poitiers, Fermat en Toulouse; pero éste ejerció la abogacía y aquél no. Descartes abrazó la carrera de las armas porque se aburría en París, y Fermat fue magistrado en Toulouse porque tenía espíritu burgués; Descartes fue filósofo y Fermat jurisconsulto y los dos dedicaron a la Matemática sus ratos de ocio. Nada más, ni nada menos.
Descartes publicó su Geometría como un ejemplo de su método, y su labor matemática sólo fue un episodio de su carrera de filósofo; Fermat escribió mucho, mas fue su hijo Samuel quien editó la mayor parte de sus trabajos. Ambos se dieron a conocer a través de su correspondencia con los sabios de su tiempo; pero mientras la época de Descartes ha sido adjetivada con su apellido, el nombre de Fermat, aunque parezca extraño, no aparece citado por Voltaire entre los que ilustraron el que, con evidente cortesanía, llamó siglo de Luis XIV.
Descartes y Fermat tienen de común su admiración por los griegos, franca en Fermat, oculta en Descartes. Fermat reconstruye los Lugares planos de Apolonio y traduce la Aritmética de Diofanto; Descartes quiere romper con la tradición griega, pero su obra no es, en el fondo, sino un retorno a Grecia, y ambos tienden un puente entre lo abstracto y lo concreto haciendo que la Matemática pierda su rigidez antigua para asumir una categoría intelectual independiente de toda representación empírica, y determinando un nuevo aspecto de la Geometría que proyecta su influencia sobre el monismo de Spinoza y sobre el dualismo de Malebranche, quienes inician una etapa de filosofía matemática empapada de fermatcartesianismo.
Spinoza construye su ética more geometrico y espiritualiza la ciencia de la extensión hasta considerarla como la ciencia de las ideas puras, y Malebranche estudia la extensión inteligible "con todas las líneas y figuras que se puedan descubrir en ella", eliminando por completo la imaginación. Spinoza se apoya en el número inconmensurable para descartar las objeciones clásicas contra el infinito actual; Malebranche defiende el concepto de número como relación, y ambos tienden a satisfacer las exigencias de las ideas "claras y distintas", diferenciándose únicamente en que Spinoza dirige su pensamiento hacia el hontanar del que manan las verdades científicas y Malebranche hacía el objeto de la Ciencia.
Descartes publica su Geometría en 1637 y Fermat escribe su Isagoge el mismo año, mas no lo da a conocer. Son dos obras de orientaciones distintas, pero de igual contenido técnico. Fermat, fiel a la tradición griega, parte de las proposiciones de los antiguos y les da mayor elegancia y sencillez; Descartes, tomando como punto de arranque su concepción universal de la Ciencia, tiende hacia el automatismo de la producción matemática, y los dos, eruditos Fermat y metódico Descartes, perfeccionan la teoría de las secciones cónicas hasta que los recursos del Cálculo Infinitesimal, ampliando el principio de correspondencia entre las curvas y las ecuaciones, abrieron nuevos horizontes fecundos. Fermat sólo utiliza el Álgebra como auxiliar del estudio de las figuras que son siempre para él objeto de la Geometría; Descartes, en cambio, coloca el Álgebra, con todos sus caracteres específicos, en un primer plano y hace surgir un nuevo mundo geométrico mediante el automatismo a que se presta el método algebraico, independientemente de la intuición directa de las figuras.
Tal es, a grandes rasgos, la síntesis del pensamiento de Descartes y de Fermat. En cuanto a sus biografías, poco puede agregarse a lo dicho de Fermat y mucho a lo de Descartes. Fermat contrajo matrimonio con Luisa de Long, prima de su madre, y tuvo cinco hijos, Descartes permaneció célibe. Fermat prefería la belleza a la verdad; Descartes la verdad a la belleza, y así se lo dijo en una ocasión a una dama. Quizá por eso no se casó.
A despecho de su escepticismo racionalista, las ideas religiosas de Descartes tenían una sencillez natural y no se comprende cómo sus obras fueron llevadas al Índice a pesar de haber sido permitida su publicación por Richelieu, ignoramos, por cierto, la autoridad que podía tener el omnipotente cardenal para prohibir o autorizar la publicación de los libros de un hombre de Ciencia, y Fermat era un creyente sincero.
Fermat gustaba de la vida sedentaria; Descartes tenía el alma viajera. Soldado a las órdenes del príncipe Mauricio de Orange, tomó parte en la guerra de los Treinta Años, y cuando se cansó de la vida militar, se marchó a Alemania y al poco tiempo regresó a París. La peste que diezmaba la capital y la guerra contra los hugonotes hacían poco agradable la vida en Francia y se embarcó para la Frisia oriental. Su aspecto de hombre adinerado excitó la codicia de los marineros, quienes, hablando en su lengua materna, tramaron en presencia suya un plan para desvalijarle. Descartes, que conocía el idioma, desenvainó la espada y los obligó a desembarcarle. Visita después Holanda y luego marcha a Roma, donde no intenta ver a Galileo, que acababa de ser condenado por la Inquisición, porque él era también copernicano y el proceso del gran astrónomo le aconsejó ser prudente.
Fermat, en tanto, trabaja como magistrado y apenas hace alguno que otro viaje a París, donde conoce en una ocasión a Carcavi, el cual lo presentó al P. Mersenne, en su celda del convento de los mínimos que frecuentaba Descartes, cuya amistad con Mersenne era vieja.
Cuando Descartes tenía ocho años, su padre lo envió al colegio de La Flèche, Anjou, que acababan de fundar los jesuitas, y allí estudió idiomas y ciencias exactas y filosóficas, sintiéndose inmediatamente atraído hacia la Matemática porque era la disciplina que le producía más satisfacción espiritual, aunque luego, al correr de los años, la colocase en un plano subalterno respecto de la Filosofía. En La Flèche conoció al P. Mersenne; y en el mismo colegio adquirió una costumbre que conservó hasta sus últimos años: la de levantarse tarde, que los jesuitas le consintieron a causa de su naturaleza enfermiza. Hasta tal punto arraigó en él este hábito que cuando en 1647 le visitó Pascal, le dijo que la única manera de producir un buen trabajo era no recibir visitas por la mañana para no tener que levantarse.
La celda del P. Mersenne era una verdadera academia científica. A ella se habían trasladado las conferencias contradictorias semanales que se verificaron en el Bureau d'adresse de Teofrasto Renaudot hasta el 1° de septiembre de 1642 en que, muerto Richelieu, ya no tenía Renaudot quien le defendiera de los ataques de la Facultad de Medicina, y como su otro protector, Luis XIII, no tardó en seguir a la tumba al cardenal, las reuniones fueron presididas en lo sucesivo por el P. Mersenne, hasta la muerte de éste: 1648, que coincidió con sucesos políticos que perturbaron la vida de aquellos coloquios sabios, hasta 1657, año en que se reanudaron en el palacio de Habert de Montmor, mecenas y protector de Gassendi y, finalmente en 1666 y obedeciendo a sugestiones de Perrault y de Colbert, Luis XIV elevó aquella tertulia a la categoría de Academia de Ciencias, cuyos estatutos definitivos se aprobaron en 1669. La Academia fue disuelta en 1793; pero no tardó en renacer como parte principal del Instituto de Francia.
Se puede, pues, decir, que la Academia de Ciencias nació en la celda del P. Mersenne, en la que estaba Descartes como en su propia casa, y adonde fue Fermat con una acaso imperceptible timidez provinciana. Descartes y Fermat contrastaban incluso en el aspecto exterior. Descartes era un elegante: vestía trajes de impecable corte, espada al cinto, y sobre su chambergo de anchas alas cimbreábase una pluma de avestruz. Fermat, en cambio, era descuidado en su atuendo personal y sólo se preocupaba, en punto a coquetería masculina, de su copiosa barba rubia que parecía reírse de la mosca negra que colgaba del labio inferior de Descartes. Fermat era digno de las recias pinceladas de Velázquez y Descartes hubiera sido un magnífico modelo de Van Dyck, mejor que lo fue de Rembrandt.
La admiración de ambos por los geómetras de la escuela de Alejandría cristalizó en una reforma de gran trascendencia. Ambos dieron flexibilidad a la rigidez euclídea, haciendo intervenir el tiempo en las consideraciones exclusivamente espaciales de los griegos, hasta el punto de que Descartes pudo decir con orgullo: "Dadme espacio y movimiento y os daré un mundo." Tres siglos después, Einstein invirtió los términos de la concepción cartesiano y dijo precisamente lo contrario: "Sin un mundo no hay movimiento ni espacio", lo que demuestra que la Ciencia es un perpetuo fluir.
Las leyes científicas cambian, como todo, y muy especialmente en los días de Descartes y en los días actuales, cosa que no debe sorprendernos. Como entonces, todo está hoy en crisis. El movimiento literario de 1917, que se llamó dadaísmo, acabó con la verborrea ripiosa del siglo XIX y destruyó el concepto clásico de belleza, como cuatro años antes la teoría de la Relatividad había dislocado el concepto de simultaneidad rebajando, por consiguiente, la Verdad en sí; la Sociología ha destronado los conceptos del bien y del mal inmutables, y el Arte, último ídolo romántico contemporáneo, ya no es el fin único de la vida de muchos jóvenes, sino un medio de ganar dinero como cualquiera otro y una actividad que, en el mejor de los casos, tiende al equilibrio goethiano, en cuanto desarrollo armónico de las facultades humanas.
Cuando vivían Descartes y Fermat, Europa estaba en guerra y la artillería tenía una importancia superior a la de hoy, perdido su efecto desmoralizador del siglo XIII cuando empezaron a utilizarse los cañones, mejor dicho: las bombardas y las culebrinas de mano, para destruir la moral del enemigo, como hoy los aviones de bombardeo en las poblaciones de la retaguardia. En el siglo XIII nació la que hoy se llama guerra fría; pero en el XVII, generalizado ya el uso de la pólvora, se vio que era la artillería la que decidía las batallas.
¿Cómo determinar la trayectoria del proyectil? ¿Cómo estudiar su movimiento en el tiempo y en el espacio? Por medio de las coordenadas que faltaban en la Geometría de Euclides y que inventaron Descartes y Fermat, las cuales permiten representar gráficamente la marcha de la bala desde que sale del ánima del cañón hasta que da en el blanco.
En la vida de Descartes hay una fecha de importancia capital: el 10 de noviembre de 1619. Descartes estaba en Francfort con motivo de las fiestas de la coronación de Fernando II como emperador de Alemania. La noche de ese día, reunido con otros oficiales del ejército del príncipe de Orange, cenó copiosamente, y cuando se retiró a descansar iba un poco mareado por efecto de los vapores de vino. Tuvo tres sueños, que él mismo ha relatado, los cuales decidieron su porvenir. En su onírico delirio adivinó la unión del Álgebra y la Geometría, es decir: la Geometría Analítica, y decidió entonces abandonar la carrera de las armas, que había abrazado no por espíritu bélico, sino porque era un pretexto para viajar. "Yo, que considero el oficio de la guerra como filósofo, dice en una de sus cartas: la CXVIII del tomo III de la colección de 1656, no lo estimo en lo que vale e incluso me cuesta trabajo colocarlo entre las profesiones honorables cuando veo que el ocio y el libertinaje son los dos principales motivos que guían a los hombres para dedicarse a él."
Apenas repatriado, conoció al cardenal Berulle, quien admirado de su talento, le aconsejó que se dedicara exclusivamente a la investigación de la verdad. Descartes aceptó esta sugestión y, para llevarla a cabo, se retiró a Holanda y vivió durante veinte años, sucesivamente, en Amsterdam, El Haya y Leyden, y, por último, en el delicioso pueblecito de Egmond, donde se consagró por completo a la Ciencia, que, según él, "se puede comparara un árbol cuya raíz es la Metafísica y el tronco la Física, y las tres ramas principales son: la Mecánica, la Medicina y la Moral, que constituyen las tres aplicaciones de nuestros conocimientos: al mundo exterior, al cuerpo humano y a la conducta en la vida, respectivamente".
Su dirección en Holanda sólo la conocía el P. Mersenne, que cuidaba de sus asuntos económicos y recibía su correspondencia científica.
Entre tulipanes holandeses, Descartes meditó sobre todas las ramas de la Ciencia: óptica, Química, Física, Astronomía, Medicina, y, sobre todo, Filosofía, y concibió el plan de hacer una obra orgánica para cuya inteligencia era preciso un prólogo, que fue creciendo hasta adquirir proporciones de libro. Tal es el origen del Discours de la méthode pour bien conduire sa raison et chercher la verité dans les sciences, en el que, por lo que toca a la Matemática, dice: "El Análisis de los antiguos y el Álgebra de los modernos, aparte de que sólo se extienden a materias muy abstractas y que no parecen tener ningún uso, el primero está siempre tan constreñido a la consideración de las figuras que no puede actuar sobre el entendimiento sin fatigar mucho la imaginación, y en la segunda se está tan sujeto a ciertas reglas y ciertas cifras que se ha hecho de ella un arte confuso y oscuro que embarazaba el espíritu, en vez de una ciencia que lo cultiva, lo que me obligó a pensar que era necesario buscar otro método que, teniendo la ventaja de estos tres [el tercero a que alude es la Lógica], careciese de sus inconvenientes."
La idea de unir el Álgebra y la Geometría la había apuntado ya en sus Reglas para la dirección del espíritu cuando habla de una Matemática universal que fundiera el Análisis geométrico de los antiguos con el Álgebra de los modernos. "Me parece, dice en la regla IV,  que vestigios de esta verdad matemática se ven en Pappo y en Diofanto, los cuales vivieron si no en los primeros tiempos, al menos muchos siglos antes de ahora y me inclino a creer que los escritores mismos la han suprimido por cierta audacia perniciosa, pues así como es cierto que lo han hecho muchos artífices respecto de sus inventos, así ellos temieron quizá que, siendo tan fácil y sencilla, se envileciese después de divulgada; y para que les admirásemos prefirieron presentarnos en su lugar, como productos de su método, algunas verdades estériles deducidas con sutileza, en vez de enseñarnos el método mismo que hubiera hecho desaparecer por completo la admiración. Ha habido, finalmente, algunos hombres de gran talento que se han esforzado en este siglo por resucitarla; pero ese método que, con nombre extraño, llaman Álgebra, no es otra cosa, al parecer, con tal que pueda desembarazarse de las múltiples cifras e inexplicables figuras de que está recargado a fin de que no falte ya aquella claridad y facilidad suma que suponemos debe haber en la verdadera Matemática", y entiende por Matemática universal "la que contiene todo aquello por lo que otras ciencias se llaman parte de la Matemática".
La Matemática universal de Descartes con reminiscencias lulianas, y el propio Descartes cita al filósofo mallorquín, si bien con el desdén que le inspiraban todos sus antecesores, tiene una doble trascendencia según que se considere desde el punto de vista filosófico o matemático; y tanto en un caso como en otro partiendo del concepto de espacio que, para el cartesianismo ortodoxo, desempeña el doble papel de reducir la cantidad a la cualidad en Física, y la cualidad a las formas abstractas e intelectuales de la cantidad en Matemática.
Creyendo que si publicaba el resultado de sus meditaciones se turbaría su tranquilidad, Descartes se resistió mucho tiempo a dar a la imprenta sus escritos y cuando, por fin, obedeciendo a impulsos de su vocación, se decidió a ello, surgieron los adversarios, las luchas y las persecuciones, distinguiéndose entre éstas la capitaneada por el ministro luterano Voecio, rector de la Universidad de Utrecht, quien, acusando a Descartes de ateo, lo presentó como un individuo peligrosa para la seguridad del Estado.
El famoso Discurso, sobre todo, levantó las más apasionadas discusiones durante tres años que, para su autor, transcurrieron en la ingrata labor de contestar, unas veces directamente y otras por intermedio del P. Mersenne, las objeciones que se le hacían.
Entre sus detractores merece mención especial Juan de Beaugrand, quien, abusando de la alta posición que ocupaba en la corte del rey de Francia, retuvo la Dióptrica durante cuatro meses cuando el P. Mersenne llevó los pliegos impresos en Leyden a la cancillería de París para solicitar el privilegio de impresión. Descartes escribió al P. Mersenne una carta en la que llamaba "geóstato" a Beaugrand, aludiendo a la obra Geostatice, de éste que, dado su escaso valor científico, permanecería ignorada si Descartes no hubiera derivado de ella el remoquete de su autor. Beaugrand pagó en la misma moneda llamándole "metódico" y éste a aquél 'tramposo" porque, terminado el libro, se quedó con un ejemplar y no lo pagó.
Mientras Descartes escribía y meditaba en Holanda, Fermat escribía y meditaba en Toulouse; pero si a aquél le preocupaban todos los conocimientos humanos, a éste le interesaba casi exclusivamente la Aritmética.
Fermat es el creador de la moderna teoría de números, cuyos fundamentos estableció Diofanto. "No tuvo par en la teoría de números y estaba en posesión, indudablemente, de un método sencillo que desconocemos a pesar de los grandes descubrimientos que ha recibido el Análisis indeterminado", dice Chasles, opinión que sostiene también Libri: "Fermat, escribe el historiador italiano, sabía cosas que nosotros ignoramos, y para llegar a él se precisan métodos más perfectos que los inventados después. En vano se dedicaron a ello los más esclarecidos ingenios y en vano redoblaron los esfuerzos Euler y Lagrange. Sólo Fermat tuvo el privilegio de adelantarse a sus sucesores."
Fermat tenía la costumbre de escribir sus observaciones en las márgenes de los libros que leía y, comentando el problema VIII de Diofanto en la edición de Bachet de Méziriac, que pide la solución de la ecuación

x2 + y2 = a2

el matemático tolosano escribió en su ejemplar: "Por el contrario, es imposible dividir un cubo en dos cubos, una cuarta potencia en dos cuartas potencias y, en general, una potencia cualquiera de grado superior al segundo, en dos potencias del mismo grado. He descubierto una demostración verdaderamente admirable [de este teorema general] pero esta margen es muy pequeño para contenerla".
Tal es el llamado último teorema de Fermat, cuya demostración sigue preocupando a los matemáticos. El teorema tiene trampas en las cuales cayó Cauchy porque al intentar demostrarlo de la manera que parece natural: descomponiendo

xn + yn = an

en factores primos, admitió que en el campo de los números algebraicos, -a cuyo estudio conduce el recalcitrante teorema, era válida la propiedad ordinaria de ser única la descomposición en factores primos. Después de interesantes pero prematuras comunicaciones a la Academia de Ciencias, Cauchy reconoció su error y dejó el campo libre a Kummer. También éste se equivocó, pero su equivocación fue fecunda porque le condujo a la creación de los llamados números ideales que es uno de los descubrimientos más importantes del siglo XIX. A principios del XX creció el interés por el teorema fermatiano a causa del premio de 100.000 marcos oro que dejó en su testamento el Dr. Wolfskehl, fallecido en 1906, para quien lo demuestra o presente un ejemplo en que no sea cierto, hasta el 13 de septiembre del año 2007 en que se cierra el concurso. Lo primero exige profundos conocimientos de la teoría de números y lo segundo cálculos monstruosos. Está ya demostrado para los números p < 14000, así es que hay que empezar a operar con números extraordinariamente elevados.
El incidente entre Descartes y Beaugrand tuvo como consecuencia una polémica entre aquél y Fermat. Beaugrand no sólo cometió la indelicadeza de retener los pliegos de la Dióptrica, sino que se los dio a leer a Fermat, quien, en abril de 1637, envió al P. Mersenne, para conocimiento de Descartes, ciertas objeciones a su teoría de la reflexión de la luz, le pedía al propio tiempo algunas obras del solitario de Egmond, el cual contestó a aquéllas el 5 de octubre. El recuerdo de estas fechas es oportuno porque la Geometría cartesiano apareció en Leyden el 8 de junio del mismo año, y el 1° de noviembre Fermat vuelve a escribir a Mersenne sin aludir para nada a ella, lo que permite sospechar que no la conocía, ya que el perfil moral de Fermat no autoriza a creer en una ocultación maliciosa de sus lecturas.
Al mismo tiempo, Fermat había encargado a su amigo Carcavi que hiciera llegar a manos de Descartes sus principales obras matemáticas y varias cartas de éste a Mersenne demuestran que De locis planis et solidis y De maximis et minimis habían sido leídas por Descartes en febrero de 1636, lo que comprueba que estas obras no pudieron ser inspiradas por su Geometría.
El mismo mes Fermat pidió al P. Mersenne la opinión de Roberval sobre su Isagoge y su Appendix, de modo que, además de aquellos libros, Fermat debió encargar a Carcavi que también éstos fueran remitidos a Descartes y, por tanto, si la Geometría vio la luz pública antes que los escritos de Fermat, éste había encontrado simultáneamente, por lo menos, lo que constituye la esencia de la Geometría Analítica, sin pretender con ello sustituir a la griega.
Fermat creía en el progreso ininterrumpido de la Ciencia. "Si este descubrimiento, dice, luego de exponer su método, hubiese precedido a nuestra ya antigua restitución de los dos libros de los Lugares planos, la construcción de los teoremas y lugares hubiera sido más elegante; pero no lamentamos esta producción porque es muy importante poder contemplar plenamente los progresos ocultos del espíritu y el desarrollo espontáneo del arte: artem sese ipsam promoventem."
Fermat, como todos sus antecesores, consideraba que los problemas relativos a las figuras son geométricos y en ellos interviene el Álgebra como medio auxiliar, mientras que con Descartes el Álgebra figura en primera línea como técnica, como método de combinación y construcción, de tal modo que es el cálculo algebraico el que legitima los resultados de la nueva Geometría, destruye los escrúpulos de los griegos relativos a la definición de las curvas y hace inútil la teoría de la construcción geométrica, que queda sustituida por la síntesis de la construcción algebraica.
Liard, que ha calado profundamente en el pensamiento matemático cartesiano, ha hecho observar que Descartes pretendió construir un Álgebra más que una Geometría. "Descartes, dice fue el primero en ver que la forma de una figura resulta de la posición de los puntos que la componen por medio de magnitudes, abstracción hecha de toda idea de forma, de modo que reduce la forma a la magnitud mediante la posición."
Descartes, que alude muchas veces a su Geometría, insiste en los resultados obtenidos que refiere siempre a su método, el cual no debe confundirse con el procedimiento analítico de representar las líneas por ecuaciones; y así escribe Mersenne: "Con la Dióptrica y los Meteoros he querido únicamente convencer de que mi método es mejor que el ordinario y creo que lo he demostrado con mi Geometría."
Se comprende, pues, el efecto que le produjeron las objeciones de Fermat, tanto más cuanto que Descartes profesaba un profundo desprecio no sólo por sus antecesores, sino también por sus contemporáneos. Era ególatra y vanidoso; pero, a pesar suyo, no pudo prescindir de unos ni de otros, lo que demuestra, una vez más, que el pensamiento matemático evoluciona lentamente y que la Geometría Analítica, como todos los capítulos nuevos de la Matemática, tuvo una laboriosa gestación, cuyo feliz resultado no hubiera sido posible sin el análisis geométrico de los griegos y el análisis algebraico de Viéte.
Descartes era, además, oscuro escribiendo. "He prescindido en mi Geometría, dice, de muchas cosas que pueden servir para facilitar la práctica lo he hecho y deliberadamente, excepto en el caso de la asíntota, que lo olvidé. Había previsto que ciertas gentes, que se vanaglorian de saberlo todo, no hubieran dejado de decir que yo no había escrito nada que ellos no supieran si lo hubiese hecho en forma más inteligible", soberbias palabras que denuncian su carácter, el cual no podía tolerar la crítica fermatiana de sus investigaciones aunque fuese guiada por la noble idea de aportar perfeccionamientos a una teoría.
Entre ambos matemáticos se cruzaron carteles de desafíos en forma de problemas para resolver y teoremas para demostrar, mezclados con palabras irónicas y descorteses por parte de Descartes, quien no podía disimular sus celos.
Algo bueno resultó de esta discusión: un notable progreso en el conocimiento de la parábola y de los sólidos engendrados por su rotación; varias e interesantes cuestiones relativas a la teoría de números, y el principio de las investigaciones sobre la cicloide cuya historia es muy embrollada a causa de la intervención del propio Descartes en otra disputa entre Roberval y Torricelli, quienes se acusaron mutuamente de plagiarios.
Descartes tuvo dos discípulas de regia estirpe: la princesa palatina Isabel, a quien conoció en Francfort siendo niña y que vivía con su madre, exilada en Holanda, donde recibió de aquél lecciones que mitigaron el dolor de unos amores contrariados, y sostuvo con él una copiosa correspondencia científica cuando el filósofo abandonó su retiro de Egmond para ser maestro de la reina Cristina de Suecia.
Esta interesante mujer, de diecinueve años, un poco masculina, amazona, cazadora, tuvo el deseo de legar al mundo algo más que una fecha en la cronología de los reyes y llamó a Descartes, quien, gracias a la habilidad de Chanut, embajador de Francia en Suecia, accedió a ir a Estocolmo adonde llegó en el otoño de 1649, siendo objeto de una fastuosa recepción.
Poco duró su estancia en la capital sueca. La reina tenía caprichos absurdos. Insensible al frío, jamás cerraba las ventanas de sus habitaciones, por lo cual sus ministros siempre estaban de acuerdo con ella. Cuando acudían a despachar tiritaban, y lo único que querían era marcharse cuanto antes.
A Cristina no le pareció mejor hora para recibir las lecciones de Descartes que la de las cinco de la mañana: terrible suplicio para aquel hombre que no estaba acostumbrado a madrugar y una pulmonía le causó la muerte el 11 de febrero de 1650, a los cinco meses de haber comenzado a iniciar a su regia discípula en los secretos de la Matemática y de la Filosofía.
Diecisiete años después, cuando Cristina ya había perdido la corona, los restos de Descartes fueron trasladados a París, excepto los huesos de la mano derecha que conservó el representante de Francia como recuerdo por el éxito de sus negociaciones. Fueron inhumados el 24 de junio de 1667 en la iglesia de Santa Genoveva, de donde pensó trasladarlos la Convención, por decreto de 4 de octubre de 1793, al Panteón, y, mientras llegaba este momento, fueron llevados al jardín del Elíseo. Acordada poco después la desaparición de éste, los despojos de Descartes encontraron reposo, esta vez parece que definitivo, en la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, donde se encuentran actualmente.
Mucho viajó Descartes en vida y no poco después de muerto. Fermat, en cambio, apenas viajó en vida y tampoco muerto. Su alma sencilla se desprendió de su cuerpo el 12 de enero de 1665, en Chartres, donde ejercía a la sazón su profesión de jurisconsulto.

Capítulo 6
NEWTON Y LEIBNIZ

Luchas políticas en la matemática

Uno de los debates más agrios que registra la historia de la Ciencia es el que sostuvieron Newton, Leibniz y sus respectivos partidarios sobre la prioridad del descubrimiento del Cálculo infinitesimal; y lo más curioso del caso es que el asunto en litigio no existía realmente, puesto que las investigaciones de Leibniz y de Newton eran completamente distintas.
Newton y Leibniz son dos espíritus diferentes. Newton es inglés y Leibniz alemán: Newton permanece fiel a la tradición griega, como lo demuestra el elogio que hizo del Análisis geométrico, del español Hugo de Omerique, y Leibniz sueña con una combinatoria universal, de ascendencia luliana, como estudio a priori de las diferentes combinaciones que dan origen a las operaciones aritméticas; Newton es un poco arbitrario y artificial y Leibniz es un metodista que se acerca más a Descartes que su ilustre adversario; Newton es un enamorado de lo bello y armonioso, lo que le obliga a oponerse al carácter mecánico del Álgebra y Leibniz se siente irresistiblemente atraído por el idioma universal simbólico de las generalizaciones algebraicas, que le conduce a hacer asumir al racionalismo categoría de dogma.
Para centrar la famosa polémica, recordemos brevemente la correspondencia cruzada entre ambos matemáticos durante los años 1673-1676 por intermedio de Oldenbourg, secretario de la Royal Society.
En su primera carta, fecha 3 de febrero de 1673, Leibniz habla de su teoría de las diferencias finitas, y en la segunda, de 15 de junio de 1674, dice que ha hecho construir una máquina que permite calcular rápidamente el producto de un número de diez cifras por otro de cuatro y que ha encontrado que el segmento de cicloide comprendido entre la curva y la recta trazada desde el vértice a un punto que diste de la base el radio del círculo generador, es igual a la mitad del cuadrado construido sobre el radio, añadiendo que este teorema se funda en una teoría que dará a conocer más adelante.
La tercera carta, sin fecha, pero de 1674 como la anterior, es más interesante porque contiene un párrafo en el que habría de apoyarse Newton para esgrimir argumentos contra su rival.
Decía Leibniz: "Como es sabido, lord Brouncker y Nicolás Mercator han encontrado series indefinidas de números racionales para representar el área de la hipérbola referida a sus asíntotas; pero nadie hasta ahora ha podido hacer lo propio para el círculo. Aunque Brouncker y Wallis hayan propuesto sucesiones de números racionales que se acercan cada vez más a su superficie, nadie ha dado una serie indefinida de tal clase de números cuya suma sea exactamente igual a la circunferencia del círculo. Por fortuna para mí, he encontrado una serie que demuestra las maravillosas analogías entre el círculo y la hipérbola y permite trasladar el problema de la triangulación del círculo de la Geometría a la Aritmética de los infinitos, de modo que lo único que hay que hacer ya es perfeccionar la sumación de series. Los que hasta ahora han buscado la cuadratura exacta del círculo no habían visto el camino por el que se puede llegar a ello. Me atrevo a afirmar que soy el primero que lo ha encontrado, y el mismo método me da el medio de obtener geométricamente un arco dado su seno".
Lo que Leibniz creía nuevo ya había sido encontrado por Gregory cuyas investigaciones, aunque inéditas, eran conocidas de los matemáticos ingleses y, sobre todo, de Newton, que estaba en posesión de métodos más generales que los de su compatriota, lo que le inspiró, sin duda, la idea de aprovechar este conocimiento contra Leibniz y, de acuerdo con su perfil psicológico, no contestó a esta carta y siguió esperando nuevos datos que la ingenuidad de Leibniz no habría de dejar de facilitarle.
Y, en efecto, a fines de 1674 o principios de 1675, Leibniz escribió una carta a Oldenbourg en la que decía, entre otras cosas: "Creo que el método del ilustre Newton para hallar las raíces de una ecuación difiere del mío, en el que, por cierto, no sé para qué puedan servir los logaritmos o los círculos concéntricos; pero como la cosa parece interesante, intentaré resolverla y le remitiré la solución.
Sin esperar respuesta, una quinta carta salió de su pluma el 28 de diciembre de 1675 anunciando el envío de algunas comunicaciones matemáticas, pero sin entrar en detalles.
La primera carta de Newton para Leibniz, contestando a la tercera de éste, es de 13 de junio de 1676 y en ella se demuestra que el matemático inglés había ya encontrado la manera de desarrollar en serie las funciones algebraicas explícitas o implícitas, aunque se guarda de decir que el método fuera suyo, limitándose a indicar ambiguamente que había sido descubierto ab anglis, y agrega algunos resultados nuevos, como los desarrollos del seno y del arco seno, pero sin indicar la ley de formación de los coeficientes.
Leibniz contestó a esta carta con una de fecha 27 de agosto del mismo año en la que, luego de exponer sus dudas acerca de la generalidad del método de Newton y dar algunos desarrollos en serie, indicando la formación de los coeficientes, dice ingenuamente que ha encontrado otro método "que consiste en descomponer la curva dada en sus elementos superficiales y en transformar éstos, infinitamente pequeños, en otros equivalentes, pero que pertenezcan a una curva cuyas ordenadas estén expresadas racionalmente en función de la abscisa".
El 24 de octubre respondió Newton con una carta que no fue expedida hasta mayo del año siguiente empezando con una larga serie de cálculos numéricos, pero sin indicar el procedimiento seguido, a propósito de la construcción de unas tablas de logaritmos, diciendo que le avergüenza, me pudet, haber tenido que recurrir a ellos v afirma estar en posesión de un método general para el problema de las tangentes, que expresa por el siguiente anagrama:

6a2cdae13e2f7i319n4oq2r4s8t12vx

en el que se ha querido ver nada menos que el Cálculo diferencial, pero que lo único que denota es la mala fe de Newton de no descubrir su método, y sólo mucho después, en 1687, dio la traducción del jeroglífico: Data aequatione quotcunque fluentes quantitates involvente, fluxiones invenire, et vice versa, frase que, en efecto, contiene seis a, dos c una d, etc., y que quiere decir: Dada una ecuación en la que se encuentran mezcladas diversas fluentes, hallar las fluxiones de estas variables.
Ahora bien, como Leibniz no conocía el método de Newton, imposible, además, de comprender ni aun con la traducción del anagrama, antes de publicar su Nova Methodus en las Acta Eruditorum, 1684, no se comprende la acusación de plagiario de que fue víctima.
Pero hay más. Newton alude después a otro método, comunicado ya a la Royal Society, que le permitía determinar la curva que pasa por un número cualquiera de puntos. "Euclides, dice, enseña a construir la circunferencia que pasa por tres puntos dados; también se sabe formar la cónica definida por cinco puntos y de igual manera se puede hacer pasar una curva de tercer orden por siete puntos, y yo podría dar la descripción de todas las curvas que están determinadas por siete puntos, lo que se hace geométricamente sin necesidad de ningún cálculo; pero el problema de que se trata es de otro género, y aunque la cosa parezca imposible a primera vista, es, sin embargo, hacedera y una de las más bellas que he deseado conocer".
La astucia de Newton se esconde tras la oscuridad del lenguaje. Sin duda alguna alude a la sustitución de una parábola por una curva cualquiera; pero no se explica tan fácilmente por qué necesitándose nueve puntos para determinar una curva de tercer orden, sólo habla de siete. Aplica después su método al desarrollo en serie de las raíces de una ecuación con dos incógnitas e, igualando una función a su desarrollo, la considera como una ecuación entre la variable independiente como incógnita y la función, y la resuelve en sentido inverso.
Y por si era poco con el anagrama antes citado, agrega estas palabras sibilinas: "Para que no parezca que he anunciado más cosas de las que puedo hacer, tengo la solución del problema inverso de las tangentes y de otros más difíciles aún, para cuya solución he utilizado dos métodos: uno particular y otro general, creyendo oportuno consignarlos ahora por medio de letras transpuestas, ne propter alios idem obtinentes, institutum in aliquibus mutare cogerer."
He aquí el segundo anagrama más complicado aún que el primero:

5a2dae10e2fh12i413m10n6o2qr7i11t10v3x: 11ab3c2d10eaeg1oi214m7n6o3p3q6r5f1177uvx, 3acae4egh6i414m5n80q4r3s6t4v,
2a2dae5e3i2m2n20p3r5s2t2u,

cuya traducción, dada por Wallis, a quien la había comunicado Newton, es la siguiente: Una methodus consistit in extractione fluentis quantitatis ex aequatione simul involvente fluxionem ejus: altera tantum in assumptione serie¡ pro quantitate qualibet incognita, ex qua caertera commode derivar¡ possunt, et in collatione terminorum homologorum aequationis resultantis, ad eruendos terminos assumtae serie¡, es decir: uno de los métodos consiste en extraer una fluente de la ecuación que la contiene con su fluxión; el otro en expresar la incógnita por una serie de la que se puede sacar fácilmente todo lo demás, y en una disposición de los términos de la ecuación que facilite el cálculo de los términos de esta serie.
De los trozos epistolares transcritos, y cuyo interés histórico es evidente, se deduce, prescindiendo de ciertas jactancias mal disimuladas, que en 1676 Newton había descubierto el cálculo de fluxiones y, por consiguiente, que los disfrazó en sus Principia; pero es dudoso que supiera integrar las ecuaciones que contienen la variable, la fluxión y la función de ésta; y por lo que se refiere al método en sí, no le comunicó absolutamente nada a Leibniz, pues no se pueden considerar como datos serios los dos anagramas.
La respuesta de Leibniz no se hizo esperar, y, con fecha 21 de junio de 1677, contestó sin ambages, francamente, dando cuenta de su método. Newton no respondió a esta carta ni a otra fechada en julio del mismo año en la que Leibniz le pedía ciertas aclaraciones acerca de su método y así, cuando en 1687 aparecieron los Principia, Newton no había comunicado absolutamente nada a Leibniz, mientras que éste le había explicado las bases del Cálculo Diferencial, muy superiores, lo mismo por la forma que por el fondo, a las ideas sobre los momentos contenidas en la obra newtoniana.
Pero al redactarla, su autor debió de experimentar un mínimo de honestidad científica puesto que en ella, lib. II, prop. VII, escolio del lema II, se encuentra el siguiente pasaje: "In litteris, quae mihi cum Geometra peritisimo, G. - G. Leibnitio, annis abhinc decem intercedebant, cum significarem, me compotem esse methodi determinandi maximas et minimas, ducendi tangentes, et similia peragendi, quae in terminis surdis aeque ac rationalibus procederet, et litteris transpositis, hanc sententiam involventibus (data aequatione, quotcumque fluentes quantitates involvente, fluxiones invenire et viceversa) eamden celarem; rescripsit Vir Clarissimus, se quoque in ejusmodi methodum íncidisse: methodum suam communicavit, a mea vix abludentem, praeterquam in verborum formulis”.
Se ve, pues, que Newton reconoce que Leibniz le dio cuenta de su método, si bien agrega desdeñosamente que sólo difiere del suyo en la manera de expresar y representar las cantidades, mientras que él había ocultado el de las fluxiones tras un anagrama del que con razón dijeron Biot y Lefort que "hubiera sido necesaria la fabulosa habilidad de Edipo para descubrir el método de las fluxiones bajo tal envoltura".
Leibniz continuó desarrollando y perfeccionando su cálculo sin que nadie le disputase la paternidad hasta 1695, en que empezaron a salir a la superficie las maniobras de Newton.
En efecto, en el prefacio del primer tomo de las obras de Wallis, impreso en abril de dicho año, se leen estas palabras: "El segundo volumen contiene, entre otras cosas, el método de las fluxiones de Newton, análogo al Cálculo Diferencial de Leibniz, aunque sea distinto su lenguaje. Lo doy en los capítulos XCI a XCV de mi Algebra, con arreglo a las cartas dirigidas por Newton a Oldenbourg el 13 de junio y 24 de octubre de 1676 para ser comunicadas a Leibniz. Apenas cambio algunas palabras de estas cartas, iisdem fere verbis, saltem leviter mutatis, en las que Newton expone su método que poseía diez años antes por lo menos. Hago esta advertencia para que no se pueda argumentar por qué no he dicho nada del Cálculo Diferencial."
Es indudable que estas palabras fueron inspiradas por Newton, rodeado ya de gloria y de riquezas en 1695, año en que un antiguo discípulo suyo, Carlos Montagne, lord Halifax, le hacía inspector de la Casa de la Moneda y la Academia de Ciencias de París la nombraba socio correspondiente. Miembro de la Royal Society desde 1672; representante de la Universidad en el Par-
Lamento desde 1688, y con una justa y merecida reputación de         genio que ello es compatible con una moral tortuosa al servicio de la vanidad, Newton no fue ajeno a la redacción del prefacio de Wallis, como lo demuestra la carta que éste dirigió a aquél el 10 de abril de 1695 en la que dice: "Desearía imprimir sus dos cartas de junio y de octubre de 1676. Sus amigos de Holanda me comunican que algo de ello debía darse al público porque su doctrina de las fluxiones es muy aplaudida en aquella nación, con el nombre de Cálculo Diferencial de Leibniz. He recibido esta noticia cuando ya estaban impresos todos los pliegos de mi libro, excepto una parte del prefacio, así es que lo único que puedo hacer es intercalar la cosa, no sólo por su reputación, sino porque no deben quedar en su gabinete de estudio piezas de tanto valor, a fin de evitar que otros se atribuyan su fama."
¿Quién, sino el propio Newton, pudo facilitar a Wallis la copia de las famosas cartas y quién sino él mismo le autorizó a reproducirlas y a cambiar apenas algunas palabras?
Maliciosamente se envió a Leibniz un resumen del prefacio de Wallis para que no pudiera alegar ignorancia, pero no una copia de la carta del 10 de abril que el matemático alemán no conoció hasta que la vio publicada en el Commercium epistolicum.
Al recibir aquel prefacio, las Acta Eruditorum dieron cuenta con estas frases: "El propio Newton, tan notable por su candor como por sus insignes méritos como matemático, ha reconocido públicamente, lo mismo que en sus relaciones privadas, que cuando Leibniz se carteaba con él por medio de Oldenbourg, es decir, hace veinte años o más, poseía la teoría de su Cálculo Diferencial, la de las series infinitas y los métodos generales para una y otra, que Wallis ha silenciado en el prefacio de sus obras, porque, sin duda, no estaba suficientemente enterado, quoniam de eo fortasse non satis ipsi constabat, y en cuanto a la consideración leibniziana de las diferencias, punto al que alude Wallis diciendo que lo hace para que no se pueda argumentar no haber dicho una palabra del Cálculo Diferencial, suscitó meditaciones que de otro modo no se producían tan fácilmente: meditaciones aperuit quae aliunde non aeque nascebantur."
El redactor de esta nota era, por lo menos, tan candoroso como ingenuamente creía que lo era Newton; y en cuanto a las meditaciones que inspiraban la teoría leibniziana de las diferencias, es claro que no nacían tan fácilmente del cálculo de las fluxiones: aliunde; pero bien se advierte que Leibniz estaba muy lejos de sospechar la tormenta que se cernía sobre él.
El encargado de desencadenarla fue Nicolás Fatio de Duillier, mediano matemático de origen suizo, a quien Leibniz había protegido en sus primeros años y que, establecido en Inglaterra, vivía a la sombra de Newton y a fuerza de arrastrarse consiguió ingresar en la Royal Society.
Fatio de Duillier publicó, en efecto, un opúsculo: Lineao brevissimi descenmo investigatio geometrica duplez; cui addita est investigatio geometrica solidi rotundi, in ouod minima fiat ressistentia, Londres, 1699, en el que intentó difamar a su antiguo protector, como para dar la razón a los que creen que el más precioso derecho humano es el derecho a la ingratitud.
La primera de las cuestiones enunciadas en el folleto de Fatio de Duillier estaba resuelta antes de 1699 y las Acta Eruditorum habían dado cuenta de ella; y respecto de la segunda, parece que fue el propio Newton quien facilitó su solución a Fatio, a fin de darle un título que pudiera servirle para lanzar la acusación, concebida en estas palabras: "Es posible que el ilustrísimo Leibniz se pregunte cómo he conocido el cálculo que utilizo. He encontrado en mí mismo las bases y la mayor parte de las reglas en 1687, hacia el mes de abril y los siguientes, perfeccionándome en los años sucesivos, tiempo en que creía ser el único en servirme de este género de cálculo que no me sería menos conocido si Leibniz no hubiese nacido aún. Que se glorifique con otros discípulos porque conmigo no puede hacerlo, lo cual será bastante probado si se dan al público las cartas que hace tiempo cruzamos el ilustre Huygens y yo. Sin embargo, obligado por la evidencia de las cosas, he reconocido que Newton es, desde hace varios años, el primer inventor de este cálculo, y por lo que toca a las modificaciones aportadas por Leibniz, segundo inventor, me remito al juicio de quienes han visto las cartas y manuscritos de Newton, mejor que al mío. Pero ni el silencio del modesto Newton ni el activo celo de Leibniz, que se atribuye la invención de este cálculo en varios escritos, se impondrán a quienes han examinado cuidadosamente los documentos estudiados por mí."
A estas innobles palabras, Fatio agrega varios comentarios reveladores de un espíritu ruin, obsesionado en sus últimos años por la teomegalomanía que le llevó hasta la extravagancia de anunciar que iba a resucitar un muerto en la iglesia de San Pablo, lo que le valió ser llevado a la picota, y murió envuelto en el ridículo en el condado de Worcester el año 1753.
Pero la calumnia estaba lanzada, y Newton, entre bastidores, esperaba la respuesta de Leibniz.
Éste contestó a Fatio en las Acta Eruditorum de mayo de 1700. Su alegato es un modelo de honestidad científica y de nobleza personal. Sin sospechar que el difamador estaba de acuerdo con Newton, cree, apoyándose en palabras del propio Fatio, que el móvil de la acción había sido su vanidad herida por no haberle citado entre los investigadores de la braquistócrona. "¿Cómo iba a ser citado, dice Leibniz, si él mismo dice que jamás se dignó publicar sus soluciones de los problemas sobre la catenaria y otras curvas? ¿No es perdonable nuestra ignorancia de sus progresos?"
Y luego de alguna pequeña ironía a propósito de sus discípulos, escribe: "Dice Duillier que desde el año 1687 había encontrado las bases y la mayor parte de las reglas cálculo que llamamos diferencial. Creamos que es así, pero sólo en parte porque me parece que, incluso ahora, no conoce muy bien todos los fundamentos de este cálculo y, aunque no se dé cuenta de ello, quizás radique en esto su animadversión contra mí. Como dice el poeta: 'No te amo, pero no puedo decir por qué'; y así no es extraño que odie lo que llama mi celo, porque, al publicar los elementos de mi cálculo tres años antes de encontrarlo él, he tomado inocentemente posesión de la gloria a que cree tener derecho. Duillier piensa como el antiguo escritor: 'Mueran quienes han hecho nuestros descubrimientos antes que nosotros'. No le atribuyo malicia alguna; pero es tal la debilidad de la naturaleza humana que no me asombraría que un joven inclinado a las grandes cosas y ávido de gloria, no hubiese cedido a estos motivos. Pocos son los que tienen la virtud necesaria para amar la del prójimo cuando les perjudica; sobre todo cuando se figuran, como él cree de mí, que el prójimo ha alcanzado la gloria por caminos tortuosos; pero cuando yo publiqué algunos fragmentos en 1684 no aspiraba ni a la gloria ni a la envidia, y lo hice sólo por complacer a mis amigos, los editores de las Actas de Leipzig, que me los pidieron. Las circunstancias, más que mis propios esfuerzos, han dado nombradía a mis trabajos."
A continuación de estas palabras sigue un párrafo que demuestra lo lejos que estaba Leibniz de sospechar la maniobra tramada por Newton. Dice así: "Hasta ahora Duillier ha tomado en sus manos la causa y, a lo que parece, la del público también; pero luego se erige en defensor del eminente geómetra Isaac Newton y de otros. Me perdonará que no le conteste mientras no exhiba los poderes que le han otorgado aquellos de quienes se hace mandatario, especialmente de Newton, con quien jamás he tenido el menor rozamiento. Este hombre ilustre, siempre que ha hablado de mí con mis amigos, parece que me ha hecho buenas ausencias y, que yo sepa, no me ha reprochado nada. Se ha portado conmigo de tal modo que sería injusto si me quejase. También es verdad que, por mi parte, he aprovechado todas las ocasiones para proclamar su inmenso mérito, y él lo sabe mejor que nadie. Además, ha dicho públicamente en sus Principios que los descubrimientos geométricos que nos son comunes eran debidos a nuestras meditaciones separadas, sin ningún auxilio mutuo, y que yo le había dado cuenta de ellas diez años antes. Cuando publiqué los elementos de mi cálculo en 1648 sólo sabía de sus investigaciones sobre esta materia lo que él me había escrito: que se podían encontrar las tangentes sin hacer desaparecer los radicales; pero cuando vi su libro de los Principios comprendí que había ido más lejos. Sin embargo, no supe que su método difería del mío hasta que aparecieron los dos primeros volúmenes de las obras de Wallis. Ahora bien, aunque sea injusto, después de tantos servicios prestados, pedir a Newton nuevas investigaciones, no puedo menos de rogar públicamente a tan meritorio geómetra, en nombre de la utilidad general, que no tenga más tiempo oculto sus meditaciones, las cuales pueden esclarecer no sólo las ciencias matemáticas, sino todos los arcanos de la Naturaleza. Si no le mueve la gloria de las grandes hazañas, comprenda, al menos, que nada hay tan digno de un espíritu elevado como merecer la gratitud del género humano."
Esta nota de Leibniz no obtuvo respuesta, y todo pareció indicar que la calma se había restablecido; pero apenas duró cuatro años.
En 1704 publicó Newton su Tratado de la cuadratura de las curvas del que dieron cuenta las Acta Eruditorum en enero de 1705 con estas palabras: "Los elementos de este cálculo han sido tratados en estas Actas por el inventor Godofredo Guillermo Leibniz, y sus diversos pasos han sido detallados tanto por el propio Leibniz como por los hermanos Bernoulli y el marqués de L'Hôpital, cuya muerte prematura debe afligir profundamente a todos los que se interesan por el progreso de las ciencias elevadas. En vez de las diferencias de Leibniz, Newton consideraba y ha considerado siempre las fluxiones, que son los incrementos de las variables engendrados en las partes iguales y tan pequeñas como se quiera del tiempo, y que ha utilizado elegantemente tanto en sus Principios matemáticos de la Naturaleza como en sus obras editadas después, y así Honorato Fabri, en sus Sinopsis geométrica, ha sustituido la consideración de los movimientos progresivos por el método de Cavalieri."
En esta nota, perfectamente inofensiva, Newton y sus amigos quisieron ver la negación de los derechos de invención del cálculo de las fluxiones. La soberbia les cegó hasta el punto de no comprender que lo que interpretaron, o quisieron interpretar, como un reproche, sólo era una apreciación desde un punto de vista exclusivamente doctrinal. Lo que decían las Acta Eruditorum y ello era lo cierto, es que Newton había introducido la noción de movimiento en su concepto de fluxión, como Fabri en los indivisibles de Cavalieri; pero nada más.
Sin embargo la lucha estaba encentada y había que seguirla hasta el final. Newton era ya presidente perpetuo de la Royal Society y lord, y había ascendido de inspector a director de la Casa de la Moneda, cargos cuyo prestigio científico, político y social le permitieron mover en la sombra los hilos de la trama.
Como Fatio años antes, otro adocenado miembro de la Royal Society, Juan Keill, profesor de Astronomía de Oxford, asumió el triste papel de acusador, publicando en las Philosophical Transactione de Londres un comentario sobre las leyes de las fuerzas centrípetas en el que afirmaba que Newton fue el primer inventor del cálculo de fluxiones y que lo único que había hecho Leibniz era cambiarle el nombre y la notación.
Ante tan inusitado y violento ataque, Leibniz escribió a Hans Sloane, secretario de la Royal Society, pidiendo una rectificación a Keill; pero éste no sólo no rectificó, sino que acumuló nuevas infamias contra aquél.
Newton, en tanto, continuaba trabajando en la sombra y, al amparo de su situación social, hizo que el pleito desbordara los límites del mundo científico y trascendiese al gran público, aprovechando la ocasión de estar los tories en el poder. Derrotado el partido whig, tolerante en materia religiosa, y en plena euforia el tory, afecto al anglicanismo y a las tradiciones de la Inglaterra rural y conservadora que, con la unión definitiva de Escocia, 1707, acababa de construir la Gran Bretaña, Newton, que era fanático tory, procuró que la atmósfera se adensase en torno a Leibniz no sólo en Inglaterra sino en Alemania donde no era bien vista la actuación de la reina Ana I, que poco antes, 1702, había sucedido a su cuñado Guillermo III, muerto sin sucesión.
La polémica científica empezó a degenerar en debate político, sacando a relucir el testamento de Carlos II de España y la subida al trono de Felipe V, primer Borbón que pisó las calles de Madrid, y los celos implacables que en lo referente a intereses mercantiles tenían mutuamente Inglaterra, España y Holanda, que rivalizaban en la explotación de las riquezas de América.
Naturalmente que nada de esto tenía que ver con el Cálculo Infinitesimal; pero como Guillermo III había visto el peligro que suponía para Europa el monstruoso crecimiento del poder borbónico por obra de Luis XIV de Francia, que ya sexagenario seguía teniendo la misma insolencia que de joven, consiguió arrastrar a Inglaterra a una política antifrancesa y pensó asegurar la sucesión para que al morir él, último miembro de los Estuardos, los destinos de Inglaterra fueran regidos por un protestante que contrarrestara la influencia católica de la combinación fraguada por Luis XIV; y cuando el 7 de septiembre se firma en El Haya la llamada Gran Alianza, Europa quedó dividida en dos secciones: la germánica y la romana la primera de las cuales representaba y defendía la independencia y la libertad, y la segunda todo lo contrario.
Y por si era poco todo este barullo político, el matemático inglés enredó a Leibniz en otra discusión de tipo religioso, mejor dicho, se las arregló de manera que sus partidarios atacasen a Leibniz en el terreno de la Teología. Newton intentaba demostrar la existencia de Dios diciendo que la admirable ordenación, elegantissima compages, de nuestro sistema planetario no podía explicarse por leyes mecánicas ni desarrollarse de una manera natural, y que sólo una fuerza sobrenatural tenía que impedir que los astros se precipitaran sobre el Sol; pero reconoce que la máquina universal no era perfecta, por lo cual Leibniz decía que el sistema newtoniano del mundo era como un péndulo que necesitaba de vez en cuando que lo corrigiera el relojero. "El catecismo anuncia a Dios a los niños y Newton lo demuestra a los sabios", dijo Voltaire, finalista como el autor de los Principia, que en sus últimos años se dedicó a comentar ridículamente el Apocalipsis, con gran regocijo de Halley, que gustaba embromarse y no se recataba para pronunciar frases cáusticas sobre temas religiosos cuando hablaba de la poco conocida faceta de Newton corno exégeta de textos bíblicos.
Leibniz, en cambio, buscando la concordancia entre la Teología y la Filosofía, que había de exponer años más tarde en su Teodicea, y creyendo que el mundo real es el mejor de los mundos posibles, era indiferente para todas las confesiones, y como no practicaba ninguna religión positiva ni iba al templo, sus conciudadanos traducían su apellido, en el bajo alemán, por Lovenix, que quiere decir: el que no cree en nada: Glaube-nichis.
Esta diferencia de opiniones en puntos que nada tenían que ver con la Matemática, favoreció a Newton para que el gran público se interesara en la cuestión de los discutidos derechos de prioridad del Cálculo.
Y así, cuando Leibniz cometió la ingenuidad de entregar el pleito a la Royal Society, ésta, no se olvide que Newton era ya su presidente vitalicio, nombró una comisión dictaminadora, 16 de marzo de 1712, compuesta por Arbuthnot, Hill, Halley, Jones, Machin y Burnes, todos ingleses, ampliada con los nombres de Roberts, también inglés, el 20 de marzo; Bonet, ministro de Prusia, el 27, y, finalmente, el 17 de abril, Moivre, francés, refugiado en Londres a consecuencia de la revocación del edicto de Nantes, y Astan y Brook Taylor, ingleses, comisión en la que sólo figuran dos extranjeros, y todos ellos, excepto Halley, Taylor y Moivre, no tenían más título científico que el ser amigos de Newton, y de los tres exceptuados, Halley era astrónomo y Moivre geómetra.
Todo lo que se le ocurrió a esta comisión fue publicar viejas cartas y papeles con el título de Commercium epistolicum de varia Re mathematica inter celeberrimos praesentis saeculi mathematicos, Isaacum Newtonium, Is. Barrow, Jacob, Gregoriom, Leibnizium, etc, Londres, 1712, publicación que Leibniz conoció por Juan Bernoulli, puesto que a él no le enviaron ningún ejemplar, y en un pasaje de la Correspondencia de Leibniz se leen estas palabras: "La Royal Society de Londres encargó a ciertas personas que examinaran viejos papeles sin darme cuenta de su determinación y sin saber si yo recusaría algunos de los comisionados por parciales. So pretexto del informe de esta Comisión se publicó contra mí un libro titulado Comercio epistolar en el que se insertaron viejos papeles y antiguas cartas, muchas de ellas mutiladas, y se omitieron las que podían ser de cargo para Newton; y lo que es peor aún, se agregaron observaciones llenas de maliciosas falsedades para torcer el sentido de lo que era recto."
En el informe de la comisión, retocado por Newton de su puño y letra, se leen estas sarcásticas frases: "Leibniz no parece haber tenido conocimiento del Cálculo hasta el mes de junio de 1677, o sea: un año después de la comunicación de una carta en la que el método de las fluxiones estaba suficientemente claro para toda persona inteligente."
La última frase de este innoble párrafo es la burla más sangrienta que puede concebirse, pues nadie más que un obseso por la envidia puede tener la audacia de decir que el anagrama newtoniano era una clara explicación del método de Newton; y en otro párrafo se afirma que el método diferencial era idéntico al de las fluxiones "casi con los mismos términos y signos", lo cual es absolutamente falso, y, por tanto, que "hay que considerar a Newton como el primer inventor de este método, de modo que al proclamarlo así, Keill no ha injuriado a Leibniz"
Con su ejemplar del Commercium, Bernoulli remitió a Leibniz desde Basilea el 7 de junio de 1713 su opinión sobre tal libro, que Leibniz se encargó de publicar en forma de carta dirigida a la condesa de Kilmansegge, de la que hizo él mismo un extracto en francés para su mayor difusión, y cuya traducción es la siguiente: "Parece que Newton ha progresado mucho en la doctrina de las series, por medio de la extracción de raíces que ha sido el primero en emplear, y parece también que puso todo su estudio al principio, sin haber pensado en su cálculo de las fluxiones, o de las fluentes o en la reducción de este cálculo a operaciones analíticas generales en forma de algoritmo o de reglas aritméticas o geométricas. Mi conjetura se apoya en un indicio bastante sólido porque en ninguna de las cartas del Comercio epistolar se encuentra la menor huella de letras como x e y y con uno, dos o tres puntos encima, que emplea ahora en vez de dx, ddx, dy, ddy, etc. Incluso en los Principios matemáticos de la Naturaleza, en donde tuvo tantas ocasiones de emplear su cálculo de fluxiones, no dice una palabra de él ni se encuentra tampoco la menor huella; todo se hace por medio de las líneas de las figuras, sin ningún análisis determinado, sino de un modo que ha sido empleado no sólo por él, sino también por Huygens, y, en cierta forma, por Torricelli, Roberval, Cavalieri y otros. Las letras punteadas no han aparecido hasta el tercer volumen de las obras de Wallis, varios años después de ser del dominio público el cálculo de las diferencias. Otro indicio de que el método de las fluxiones no ha nacido antes que el de las diferencias es que el verdadero modo de considerar las fluxiones, es decir: de diferenciar las diferencias, no era conocido de Newton, como demuestran sus mismos Principia, en donde no sólo el incremento constante de la magnitud x, que ahora representa por un punto, está simbolizado por un cero, sino que se da una regla falsa para determinar los grados ulteriores de las diferencias; de donde resulta que el verdadero método de diferenciar las diferencias le era desconocido cuándo ya lo empleaban otros muchos."
Es fácil suponer el efecto que produjo a Newton la publicación de esta carta. Su olímpica soberbia se revolvió contra el reproche de haber tomado los coeficientes sucesivos de los términos de una serie ordenada según las potencias crecientes de la variable, por las derivadas sucesivas de la función representada por esta serie, y presionó más aún a los miembros de la sociedad que presidía y a sus colegas alemanes, sirviéndose para ello de la política en el sentido peyorativo de esta palabra.
Acababa de morir la reina Ana, y como no había dejado sucesión, la Casa de Hannover aspiraba al trono inglés. Leibniz, que tenía actividades políticas internacionales, apoyaba al candidato alemán cuyas ideas liberales eran bien vistas por el partido whig, en contra del tory al que pertenecía Newton, y así cuando en 1714 un acta del Parlamento inglés da fin a la dinastía de los Estuardos y eleva al trono a Jorge I de Hannover, que nombra primer ministro a Stanhope, jefe de los whigs, Newton y los suyos se encontraron un poco desorientados desde el punto de vista político; pero el mal estaba hecho y el gran público interesado en la polémica científica.
Los que en Alemania trabajaban de acuerdo con los conservadores ingleses por la restauración de los Estuardos, llevaron su intriga hasta el punto de que, aprovechando una ausencia de Leibniz, le despojaron de la dirección de la Academia de Ciencias, que él había fundado.
Y la lucha continuó cada vez más enconada, presentando nuevos aspectos. En el informe de la Royal Society se había dicho que "de los documentos examinados parece deducirse que Collins comunicaba con demasiada libertad a gentes hábiles los escritos de que era depositario".
Leibniz había conocido a Juan Collins la segunda vez que estuvo en Inglaterra en 1676 y éste le enseñó una parte de su correspondencia con Gregory y Newton, en la que éste confesaba su ignorancia de ciertas cuestiones y, entre otras cosas, decía que "de las dimensiones curvilíneas célebres sólo había encontrado la de la cicloide", según escribió Leibniz al abate Conti en 1715.
La irritación de Newton se desbordó, y en carta dirigida también al mismo abate el 26 de febrero de 1716 dice: "Leibniz cita un párrafo de una de mis cartas en el que confieso mi ignorancia y no me avergüenzo de tal confesión; pero, puesto que Collins se lo ha dado a leer cuando estuvo por segunda vez en Londres, es decir, en el mes de octubre de 1676, es claro que tuvo que ver la carta que contenía tal pasaje, fechada el 24 de aquel mes y año, y en la cual, así como en otros escritos anteriores, hay una descripción de mi método de las fluxiones. En esta misma carta, yo había explicado también dos métodos generales para las series, sobre uno de los cuales tiene Leibniz ciertas pretensiones."
Como agudamente dice Marie, "es cierto que si Leibniz vio el pasaje, también vio la carta, es decir: el papel de la carta; pero ver y leer son dos cosas distintas. Se puede muy bien leer el párrafo de una carta referente a un asunto sobre el cual ha recaído la conversación, sin leer la carta entera; y si Newton hubiera siempre razonado así, no habría sido tan gran geómetra”.
Es absurdo suponer que Collins leyera a Leibniz toda la carta, que tiene precisamente la misma fecha: 24 de octubre de 1676, que la dirigida a Oldenbourg en la que le comunica su método bajo la luminosa forma de dos anagramas, por la sencilla razón de que Newton, “insidioso, ambicioso y excesivamente ávido de alabanzas", según el rebato moral que de él hizo Flamsteed, que lo trató mucho, y "el carácter más desconfiado que he conocido", en opinión de G. Whiston, su sucesor en Cambridge, no dejaría de recomendar el silencio a Collins quien, por otra parte, no se concibe que, no habiendo podido recibir tal carta antes del 25 de octubre y estando Leibniz en Londres durante este mes, se apresurara a aprovechar los seis días que hay entre el 25 y el 31 para traicionar a su amigo, revelando un secreto que éste no dio a conocer hasta 1695, es decir, veinte años después.
Cabe aún la posibilidad de que la carta de los anagramas llevase la fecha de 24 de octubre por equivocación. Dutens dice en efecto, pro octob. 24 scriptum sit augusti 24; id est mendum est, et emendandum. "No conozco las pruebas de ello, comenta Marie, ni Dutens las da, limitándose a hacer esta observación como editor al margen de toda discusión, lo que obliga a no desconfiar. Ahora bien, si la tontería de Collins es muy improbable en la primera hipótesis, se, hace imposible en la otra, puesto que si Newton dirigió sus anagramas a Leibniz el 24 de agosto, probablemente a Hannover, y sabía que había llegado a Londres en octubre debió, naturalmente, escribir a Collins el 24, si llegaba a tiempo, como debía ser porque Newton era hombre ordenado, recomendándole de nuevo que no hablase con Leibniz de la carta del 24 de agosto, y de la cual Collins había recibido ya comunicación, a los efectos sus derechos de autor."
Pero hay más. Un año después de la conversación con Collins, envía Leibniz a Newton un tratado casi completo de Cálculo Diferencial y Newton, a pesar de conocer la entrevista de aquéllos, ni se extraña ni pide explicaciones a Collins, lo que demuestra que éste no le traicionó, y prueba de ello es que siguió siendo, su confidente, y por si todo esto no fuera bastante, en 1687, es decir, diez años después, publica en sus Principia las líneas que ya se han transferido sobre el cálculo, leibniziano de las diferencias
Para terminar, nos limitaremos a agregar que Newton, cegado por el orgullo y no sabiendo ya qué hacer para desacreditar a Leibniz, lo único que consiguió fue desacreditarse a sí mismo al decir que el Cálculo Diferencial era idéntico al método de las tangentes de su maestro Barrow, puesto que si esto fuese cierto, como él había sostenido que el descubrimiento de Leibniz sólo difería del suyo en las palabras y en la notación, resultaría que el primer descubridor del Cálculo no era Newton, sino Barrow.
Leibniz pensó publicar por su cuenta otro Commercium epistolicum, y así se lo comunicó a su amigo Chamberlain, pero se lo impidió la muerte, acaecida el 14 de noviembre de 1716, luctuoso suceso que no cortó el chorro de bilis de Newton.
En efecto, en 1722, seis años después de morir Leibniz, se hizo una nueva edición del Commercium epistolicum, modificando la de 1712 en todo aquello que pudiera beneficiar a aquél, ¡y no le beneficiaba en nada!, y agregando nuevos documentos que, como dicen Biot y Lefort, "denuncian la mano de Newton y la mano de Keill, llevada por Newton".
Cuatro años después, éste publicó una nueva edición, la tercera, 1726 de sus Principia, suprimiendo en ella la nota, ya modificada en la segunda, 1713, en que reconocía los derechos de Leibniz, y escribiendo en su lugar estas palabras: "Con respecto al escolio que puse a continuación del lema 29 del libro II de mi obra, y que tanto se ha citado contra mí, debo decir que no lo escribí con objeto de hacer honor a Leibniz, sino para asegurarme la posesión del mismo."
Por último, Biot y Lefort hicieron en 1856, más de un siglo después de la muerte de los protagonistas de este episodio, una nueva edición del Commercium epistolicum, aportando todos los documentos necesarios para el examen imparcial del asunto, y terminan sus conclusiones con estas sensatas palabras: "Si los comisarios nombrados por la Royal Society hubieran apreciado en su justo valor el poder de abstracción, el auxilio del algoritmo y la fuerza de las ecuaciones diferenciales, habrían visto que no había ni podía haber en ello primero ni segundo inventor y hubiesen declarado que Newton era dueño del método de las fluxiones antes que Leibniz estuviese en posesión del Cálculo Diferencial, y proclamado en voz alta que el descubrimiento de Leibniz era independiente del de Newton y que lo publicó antes que éste”. 

Capítulo 7
CAYLEY Y SYLVESTER

Los invariantes

Durante mucho tiempo ha sido artículo de fe la creencia en el valor de símbolos matemáticos sin sentido, creencia que ha dado lugar a verdaderos absurdos cuyo origen está en la que Enriques ha llamado "superstición del formalismo”, que nace de una falsa interpretación del principio de Hankel, según el cual toda expresión escrita con los símbolos de la Aritmética universal sigue siendo válida cuando las letras dejan de representar simples “cantidades". Hoy sabemos que esto sólo es cierto bajo ciertas condiciones. El año 1863 Weierstrass estableció el llamado teorema final de la Aritmética que demuestra la no existencia de ningún sistema de números complejos de más de dos componentes en el que el producto satisfaga todas las leyes formales de la Aritmética.
Ya el año 1858 Cayley había encontrado una extraña propiedad en el cálculo de matrices: la no conmutatividad del producto, que causó el efecto de una herejía; pero las herejías dejan de serio cuando son razonables y la de Cayley ha sido, precisamente, la base de la obra de Heisenberg que ha modificado la Mecánica ondulatoria, sustituyendo el principio de causalidad toda causa tiene un efecto, admitido como dogma científico, por el de indeterminación, que reduce a la modesta categoría de probable la certeza que orgullosamente hemos venido atribuyendo a la Ciencia.
Pero en la primera mitad del siglo XIX, las cosas pasaban de otro modo, y fueron los ingleses quienes, saliendo de su "espléndido aislamiento", las modificaron de raíz. El año 1812 Jorge Peacock, Carlos Babbage y Juan Federico Guillermo Herschell fundan en Cambridge una "Sociedad Analítica" que no tardó en hacer progresar la Matemática, encerrada hasta entonces en moldes newtonianos. Dicha sociedad fue el germen de lo que después se ha llamado escuela de los reformadores ingleses, quienes, con su característica originalidad insular, pusieron los cimientos de la actual Álgebra por postulados; y cuando el año 1841 Cayley y Sylvester crean la teoría de invariantes, de importancia capital en la Física teórica, el terreno está ya preparado para recibir la nueva semilla.
James Joseph Sylvester nació en Londres el 8 de septiembre de 1814, de padres israelitas, y se ignora todo lo relativo a su infancia. Contaba siete años cuando vino al mundo Arturo Cayley, su complemento algebraico, en Richmond, Surrey, de padre inglés y madre rusa, el 16 de agosto de 1821, el año en que Abel creyó haber resuelto la ecuación general de quinto grado y, al observar un error en sus cálculos, le inspiró algo mucho mejor: la demostración de la imposibilidad de resolverla, que decidió la suerte de toda una teoría algebraica.
El padre de Cayley, que era negociante, se retiró a vivir tranquilamente en Blackheath, en 1829, donde el pequeño Arturo aprendió las primeras letras, al mismo tiempo que Sylvester, ya adolescente, ingresaba en la Royal Institution de Liverpool desde donde tuvo el primer contacto con los EE.UU. en los que años después había de producir una verdadera revolución matemática. Allí tenía un hermano que era actuario, y la empresa de loterías le consultó un difícil problema de cálculos de probabilidades. Lo resolvió, y este su primer trabajo le valió la bonita suma de quinientos dólares que, en aquella época, era casi una fortuna.
Su origen judío le impidió suscribir los treinta y nueve artículos que la Iglesia anglicana exige como mínimo de creencias religiosas, y marchó a Irlanda en busca de la libertad de conciencia que le negaba Inglaterra. En Dublín obtuvo los diplomas de bachiller y licenciado que no pudo conseguir en Cambridge, en cuyo Trinity College ingresaba Cayley con la calificación de “por encima del primero" al mismo tiempo que Sylvester embarcaba para Virginia como profesor de Matemática de su Universidad.
En aquellos años, los analistas ingleses habían hecho grandes progresos. John Warren atacó el problema del imaginarismo, que entonces estaba de moda y que es el causante de las muchas tonterías que han escrito los filósofos que sólo conocen la Matemática del bachillerato, y su A Treatise on the Geometrical Representation of the Square Roots of Negative Quantities, publicado en 1828, puede considerarse como una anticipación de Gauss, y Peacock da a conocer su tratado de Algebra en el que por primera vez se consideran las letras a, b, que intervienen en relaciones como

a + b = b + a
a x b = b x a

no como números, sino cómo símbolos arbitrarios combinados convenientemente en dos operaciones: una representada por el signo + y la otra por el signo x de acuerdo con los postulados previamente admitidos. A Peacok le faltó, sin embargo, dar el paso decisivo: demostrar que sus postulados no eran contradictorios, paso que franquearon los alemanes que se ocupaban de los fundamentos de la Matemática
La estancia de Sylvester en Virginia no fue grata.  En cierta ocasión lo insultó un joven estudiante que no fue castigado.  Sylvester dimitió y buscó trabajó en las universidades de Harvard y Columbia, y cómo no lo encontrara, regresó a Inglaterra donde obtuvo colocación como actuario en una compañía de seguros, y olvidó la Matemática pura, ya que la aplicada es, precisamente, en los problemas de seguros donde tiene una de sus mejores aplicaciones.
En éste tiempo Cayley se dedicó al turismo.  Viajó por Francia, Suiza e Italia, con la característica euforia dé los ingleses en cuanto cruzan el canal de La Mancha y, sobre todo, cuándo entran en una boite de nuit de Montmartre o les ciega la luz agresiva del cielo italiano.
Cayley, como Sylvester, también olvidó la Matemática, y el año 1846, por una rara coincidencia, ambos empiezan a estudiar Derecho, ambos se hacen abogados y ambos ejercen la profesión que tan alejada parece de las ciencias exactas, pero con las que debe de tener alguna conexión misteriosa.
Es muy frecuente, el caso de los estudiantes que, al fracasar en la Facultad de Ciencias o en las escuelas de Arquitectura o Ingeniería cambian el Álgebra por el Código civil y son, luego buenos abogados.  Quizás, la explicación de este fenómeno se encuentre en la inflexibilidad de la interpretación de un hecho matemático y en la flexibilidad de la interpretación de un hecho jurídico y se concibe que haya espíritus que se sientan atraídos por una u otra orientación.
Seguramente esa es la causa de que Grecia diese geómetras y Roma jurisconsultos.  La ciencia griega es la romana desinteresada y romántica y la romana interesada y pragmática, y su aspecto práctico, que arranca de sus ideas religiosas, da carácter a sus concepciones científicas. La vida ciudadana, las obligaciones civiles y la preparación para la guerra, movidos los hombres a impulsos de una gran voluntad, hicieron de Roma un pueblo casi netamente práctico que redujo al mínimo la especulación científica, incompatible con el dinamismo de su idiosincrasia que le llevó a gozar plenamente de la vida. A Roma le interesó más el hombre que la Naturaleza, y a Grecia le interesó más la Naturaleza que el hombre y por eso la ciencia romana no tiene el poder de abstracción que tuvo en Atenas y en Alejandría, y, en vez de la Geometría, creó el Derecho, como corolario de su genio fundamentalmente humano.
Esto es muy comprensible y en el mundo ha de haber espíritus de todos los matices. Lo que ya no es tan comprensible es que luego de una formación matemática rigurosa, como la de Cayley y Sylvester, se abandone para abrazar la Jurisprudencia, cuyo ejercicio profesional puede ser compatible, tal es el caso de Fermat, con la Matemática, pero no el olvido absoluto de ésta para entregarse a la otra, y menos aún en Cayley que, cuando se decidió a estudiar Derecho, ya hacía tres años que había realizado varias investigaciones en la teoría de determinantes y hacía seis que, al traducir las operaciones geométricas de proyección al lenguaje analítico, a la manera cartesiana, sentó las bases de la teoría de invariantes.
El concepto de invariante está ligado al de grupo cuya definición general se apoya en la idea de operación; y así dice Bourlet que "un conjunto de transformaciones constituye un grupo si comprende la transformación idéntica y si el producto de un número cualquiera de transformaciones, así como la inversa de una transformación, forma parte del conjunto".
Esta definición, demasiado abstracta, necesita algunas aclaraciones para el lector no matemático.
Una transformación es una correspondencia entre dos elementos A y B de un conjunto, llamándose B el transformado de A. Si consideramos ahora dos transformaciones T y T', una de las cuales hace corresponder al elemento A el B y la otra el B al C, el producto de las transformaciones T y T' es la transformación que al elemento A le nace corresponder el C; la inversa de la transformación T es la que al elemento B le hace corresponder el A, y, finalmente, el producto de una transformación por su inversa, aplicado a una figura, la, sustituye por ella misma: transformación idéntica. Una notable propiedad de los grupos es la invariante, es decir: operaciones que dejan las relaciones que se pueden establecer entre los elementos del grupo y cuya ley de composición constituye su estructura.
Un ejemplo aclarará estas ideas. Tracemos en una hoja de papel una figura cualquiera, sencilla o complicada, compuesta de rectas y curvas que se entrecrucen, y doblemos el papel en la forma que nos plazca, pero, sin desgarrarlo. ¿Tendrá esta figura alguna propiedad que sea la misma antes y después de plegar el papel? Tracemos ahora la misma figura sobre un trozo de caucho y luego estiremos el caucho en todas las direcciones que queramos, pero sin desgarrarlo. Se comprende sin dificultad que las longitudes de las líneas han variado; que los ángulos que formaban no son los mismos, ni las áreas tampoco; que algunas de las curvas se habrán complicado y otras, en cambio, han podido convertirse en rectas y, al revés, algunas rectas en curvas, y, sin embargo, hay algo en la figura que no ha cambiado, algo tan sencillo que, precisamente por eso, puede pasar inadvertido: ese algo es el orden de los puntos en que una línea cualquiera de la figura, recta o curva, encuentra a otra línea cualquiera, de modo que si, por ejemplo, para ir de un punto A a otro C, siguiendo una cierta línea, teníamos que pasar por un punto B de esta línea antes de deformarla, también tendremos que pasar por B para ir de A a C después de deformada, es decir: ese orden es un invariante en las transformaciones particulares que han plegado la hoja de papel y estirado la hoja de caucho.
Y ahora es fácil ver que la Geometría se reduce al estudio de los invariantes del grupo de los movimientos, esto es: de las relaciones que no cambian en el movimiento de los cuerpos sólidos, independientemente de las que tengan con el mundo exterior, límite alcanzado por un doble proceso psicológico de abstracción de las sensaciones y de generalización de la idea de cuerpo hasta hacerle asumir la categoría de figura geométrica, de tal modo que cuando decimos, por ejemplo, que en un triángulo isósceles los ángulos opuestos a los lados iguales son iguales, no pensamos un triángulo determinado, sino un triángulo isósceles cualquiera, con absoluta independencia de su magnitud y de su posición.
Obsérvese, en efecto, que los objetos del mundo exterior producen en nosotros diversas sensaciones que situamos en un cierto continente, de tal modo que la noción de éste queda aislada de las de orden, peso , contacto, etc. hasta llegar al concepto de extensión concreta primero y al de espacio vacío después. Si aquellas sensaciones no varían cuando estamos quietos, es decir, cuando no realizarnos ningún esfuerzo muscular, decimos que el objeto está fijo y si varían afirmamos que se mueve, esto es, que experimenta un cambio de posición o de estado, según que podamos o no podamos restablecer el primitivo conjunto de sensaciones por movimientos adecuados de nuestro cuerpo.  En el primer caso el objeto no se deforma y en el segundo sí.
Por consiguiente, si un objeto, colocado en una posición P', produce en nosotros un cierto conjunto de sensaciones, y pasa sin deformarse  de P’ a  P’’  y de P’’ a P’’’, variarán las sensaciones, pero siempre podremos restituir las primitivas por un cambio de actitud que nos permita colocar los diversos miembros de nuestro cuerpo en la misma posición relativa inicial respecto del objetos es decir, que la transformación directa de P’ a P’’’, es también un movimiento, de donde resulta que todos los movimientos sin deformación constituyen un grupo, concepto que aparecía en la definición de Bourlet como un todo complicado y ahora se presenta al espíritu como la síntesis de una serle de hechos idealizados, verdadera experimentación mental integrada por juicios mudos en tanto hemos tenido conciencia de estos dos procesos intelectuales: el formado por la variedad de sensaciones musculares y el constituido por la permanencia de forma en los movimientos, que nos permiten conocer las propiedades métricas de congruencia según las cuales dos figuras iguales a una tercera son iguales entre sí, o si se prefiere, dos figura iguales son dos posiciones distintas de una misma figura.
Los movimientos conservan las longitudes, los ángulos y la orientación de las figuras; pero hay otras transformaciones que no tienen estas propiedades, como las semejanzas, que conservan los ángulos pero no la distancia, y las simetrías, en las que se pierde la orientación; tal el guante de la mano derecha que no se puede superponer al de la izquierda sin volverlo del revés, en cuyo caso ya no es el mismo guante, o el objeto y su imagen en un espejo, que tampoco son superponibles sin atravesar el espejo, y de aquí, tal vez, las sensaciones extrañas que experimentamos cuando pensamos en la imposibilidad de coincidir con nuestra imagen al mirarnos al espejo; algo así como si fuera otro el que nos mira desde su superficie.
El grupo formado por todos los movimientos, todas las semejanzas y todas las simetrías es el grupo fundamental de Félix Klein, en cuyo famoso Programa de Erlangen estableció que la Geometría estudia las propiedades invariantes respecto de un grupo cualquiera de transformaciones, de donde resulta que hay tantas Geometrías corno grupos de transformaciones.
Pero estos grupos se pueden reducir a tres: Análisis Situs, Geometría Proyectiva y Geometría Métrica, cada uno de los cuales corresponde a tres grupos de transformaciones fundamentales y estudia las propiedades invariantes respecto de estos grupos.
El concepto de grupo, surgido, de la experiencia, ha conseguido sistematizar las tres Geometrías que nacen de tres conjuntos de sensaciones: musculares, visuales y táctiles, estudiando cada una de ellas las propiedades invariantes respecto de un grupo de transformaciones fundamentales que responden a necesidades biológicamente inmediatas, puesto que todas las sensaciones espaciales, de espacio psicológico, tienden a nuestra conservación individual provocando las adecuadas reacciones corporales, directas o reflejas, que permiten el paso de la representación psicológica a la Geometría por medio de una eliminación de los datos heterogéneos de los sentidos, sin que nos asombren las desigualdades entre los espacios psicológicos: anisótropos, heterogéneos y limitados, y el espacio geométrico: isótropo, homogéneo e ilimitado, por razones de utilidad, como no nos chocan los bailes y las funciones de teatro en favor de los tuberculosos pobres, a causa de la diferencia entre el concepto y la representación sensible, que queda anulada por el imperativo biológico.
La labor de Cayley y de Sylvester fue más analítica que geométrica, pero, dado el carácter de este cursillo, es más fácil trasladar al campo de la Geometría el concepto de invariante, que dejarlo en el dominio del Álgebra.
Los dos matemáticos se conocieron el año 1850, no como matemáticos, sino como abogados, y en verdad que debió de ser curiosa la entrevista. Cada uno de ellos conocía la labor del otro y ambos se profesaban mutua admiración, de la que nació en aquel momento una amistad perdurable.
La relación personal de ambos tuvo recíproca influencia de la que salió beneficiada la Matemática y perjudicada la Jurisprudencia. Sylvester pidió un puesto de profesor en la Escuela Militar de Woolwich, y no se lo dieron, lo que le obligó a seguir trabajando en la compañía de seguros. Cayley fue más afortunado, pues que la Universidad de Cambridge creó por entonces una nueva cátedra de Matemática de la que le encargaron, y entonces se casó con Susana Moline. Sylvester permaneció célibe, encerrado unos años más en una oficina, realizando una labor de burócrata que no se acomodaba a su temperamento, y, al vacar una plaza en el Gresham College de Londres, la solicitó, pero no se la dieron. En cambio, fue llamado por la Academia de Woolwich para sustituir al candidato que lo había derrotado antes, porque éste acababa de morir.
Sylvester conservó la cátedra de Woolwich hasta el año 1870 en que fue jubilado por imperativo legal, aunque estaba en plena actividad y en pleno vigor.
Al año siguiente la instrucción pública inglesa se libró de la tutela eclesiástica y Sylvester obtuvo rápidamente sus grados honoris causa, y con ellos volvió a América.
Los EE.UU. tenían a gala en aquellos días no importar de Europa más que la Matemática estrictamente indispensable para satisfacer sus necesidades industriales. La opinión de cierto profesor inglés que reconocía la belleza de la teoría de funciones de Bessel a pesar de que tenía algunas aplicaciones prácticas, hubiera sido inconcebible para un norteamericano del último tercio del siglo XIX y en cambio aplaudiría a Cicerón cuando alababa a sus conciudadanos porque "gracias a los dioses, no son como los griegos y saben limitar el estudio de la Matemática al dominio de las aplicaciones prácticas". Afortunadamente, el aludido profesor inglés no pronunció su frase ni en la Roma del siglo I antes de J. C. ni en la Nueva York del XIX, sino en la Inglaterra de hoy.
La presencia de Sylvester en Norteamérica cambió radicalmente su modo de pensar a este respecto. Con voluntad tesonera y paciencia ejemplar, explicó sus teorías analíticas, convencido de la fecundidad de la abstracción; y cuando en 1875 se fundó la Universidad de Baltimore, Gilman, que era el alma de ella, llama Sylvester, quien, durante diez años de una labor que diríase incompatible con su edad, educó a una multitud de estudiantes que determinaron el magnífico desarrollo que tiene actualmente la Matemática pura en los Estados Unidos.
Sylvester no se limitó a las lecciones magistrales de la cátedra, sino que realizó, además, una labor de divulgación y de extensión desde el American Journal of Mathematics, que fundó en 1875, provocando una verdadera revolución en la enseñanza de la Matemática, y cuando volvió a Inglaterra, en 1885, como profesor especial de Oxford, podía sentirse verdaderamente orgulloso de sí mismo. En la otra orilla del Atlántico quedaban una afición y un método que ya habían empezado a dar pruebas fidedignas de inmediatos frutos sazonados, y cuando en 1893 hubo de retirarse no ya por razones de carácter burocrático, sino biológico, porque era octogenario y estaba casi ciego, alcanzó a saber con legítima e íntima satisfacción que la semilla depositada por él daba ya frutos de bendición.
Murió en Londres el 15 de marzo de 1897. Dos años antes, el 26 de enero de 1895, habla muerto Cayley, dejando escritas novecientas sesenta y seis memorias, que ocupan trece volúmenes en cuarto de seiscientas páginas cada uno.

Capítulo 8
RIEMANN Y BOOLE

Una revolución en geometría y un pronunciamiento en álgebra

Los matemáticos ingleses de la primera mitad del siglo XIX sólo estudiaban lo que les interesaba particular y personalmente, como para distraerse, sin dar ninguna importancia a los problemas que preocupaban al resto de Europa, separada de ellos por una cinta de mar. Además de isla geográfica, Inglaterra era una isla matemática que vivía del jugo newtoniano. Un nacionalismo estrecho le impidió aceptar las teorías dé Leibniz, y la consecuencia fue que la Matemática inglesa quedó estancada durante un siglo: exactamente hasta el año 1812, en que se fundó la Sociedad Analítica de Cambridge, que puso remedio a tan lamentable estado de cosas. Claro es que sus fundadores tuvieron que enfrentarse con políticos de ignorancia ejemplar. Sirva de muestra el siguiente botón:
A principios del siglo XVII el Ministerio, de Hacienda inglés adoptó los bastoncitos de Neper para hacer las operaciones contables. Estos bastoncitos consistían en unas tiras rectangulares de madera de unos siete centímetros de largo por ocho, milímetros de ancho, divididas en nueve cuadrados por medio de líneas transversales, cada una de las cuales estaba encabezada por una cifra, y debajo de ésta sus productos por los números dígitos, escritos en los sucesivos cuadrados de modo que si el producto tiene dos cifras, la de las decenas se coloca en el triángulo superior de los dos en que cada diagonal divide el cuadrado. Mediante una manipulación engorrosa se hacía la multiplicación de los números de varias cifras; y en cuanto a la división tan complicada que constituía una verdadera tortura, hasta el punto de que solo la abordaban hábiles calculadores. Para ente absurdo sistema de operar, la burocracia inglesa creó una nube de escribientes, tenedores de libros y actuarios que se sucedieron por generaciones en las covachuelas del Ministerio hasta que un día, en tiempo de Jorge III (1760 - 1820), un ministro "revolucionario" tuvo la audacia de incoar un expediente para saber si debían seguir llevándose las cuentas por aquel procedimiento, análogo al de Robinson para tener al día el calendario en su isla desierta o cambiarse por otro más moderno. Se levantó tal tempestad de protestas que hubo que esperar hasta el año 1826 para que se decretara la desaparición de aquellos palitroques, cuyo número había crecido tan monstruosamente durante más de un siglo, que todavía en 1834 había tal cantidad que se planteó el problema de decidir lo que se iba a hacer con ellos. A cualquiera que no fuese un político conservador inglés se le hubiera ocurrido tirarlos, pero a un tory británico lo que se le ocurrió fue llevar a Westminster aquellos pedacitos de madera apolillados y podridos como si se tratara de una reliquia.
Era tan absurdo esto que, al fin, triunfó el sentido común y se dio la orden de quemarlos, pero clandestinamente para que no se alarmaran los conservadores. Los bastoncitos fueron arrojados a una estufa de la Cámara de los Lores donde se les prendió fuego, y como la madera era viejísima ardieron tan admirablemente que las llamas prendieron en los artesonados de la Cámara de los Lores, de ésta se propagó el fuego a la de los Comunes y a Inglaterra le costó la broma varios millones de libras esterlinas.
Los matemáticos alemanes, al revés que los ingleses, tenían más amplia visión; y a partir de las Disquisitiones Aritmeticae de Gauss, que se publicaron el primer año del siglo XIX, es interminable la lista de obras originales que aparecieron hasta 1855, fecha en que muere el princeps mathematicorum y queda roto el último lazo con la Matemática de la centuria anterior.
Una de los matemáticos que ilustran la primera mitad del siglo XIX es Bernardo Riemann, que nace en Breselenz, Hannover, el 17 de septiembre de 1826. Su padre, pastor luterano que tomó parte en las guerras napoleónicas, se hizo agricultor para subvenir a las necesidades de su familia: esposa v seis hijos, el segundo de los cuales fue Bernardo. Todos murieron jóvenes: el matemático cuando no había cumplido aún los cuarenta años. Algunos biógrafos de Riemann dicen que estas muertes prematuras no obedecen a ninguna tara hereditaria, sino a la escasa alimentación durante la infancia.
Siendo niño todavía, su padre fue nombrado pastor de Quiekborn, donde el pequeño Bernardo aprendió las primeras letras; y apenas tenía seis años cuando no sólo resolvía problemas de Aritmética elemental, sino que imaginaba otros más difíciles poniendo en más de un aprieto al maestro de escuela, y al cumplir los diez le dio lecciones de Matemática un profesional, Schulz, que no tardó en ir a remolque de su discípulo.
Al mismo tiempo que Riemann entraba en contacto con la Matemática en Alemania, un joven de veinte años abría un colegio privado en Inglaterra para enseñar esta ciencia. Se llamaba Jorge Boole y había nacido en Lincoln el 2 de noviembre de 1815. Como Riemann, era también de humilde origen. Su padre fue un modesto comerciante, uno de cuyos amigos, librero que sabía latín, enseñó a Jorge los secretos de la lengua del Lacio con tanta habilidad que cuando el que había de ser un gran matemático sólo contaba doce años, traducía a Virgilio en elegantes versos ingleses. Tan profundamente llegó a conocerlo que todos los escritos de Boole dejan traslucir su latinidad. Estudió después el griego, francés, alemán e italiano y, como era pobre, tuvo necesidad de ayudar económicamente a su padre, dedicándose a la enseñanza privada de la Matemática, que era la menos mal retribuida. Sólo quienes se han dedicado a esta labor, ingrata entre las más ingratas pueden comprender el suplicio de Boole explicando los manuales escolares de su época: malos y estúpidos. ¿Era aquello la Matemática?
Sin dirección, sin consejos, Boole leyó por su cuenta la Mecánica celeste de Laplace, que es una de las obras más difíciles de comprender si no se tiene una sólida preparación matemática, y luego la Mecánica analítica de Lagrange en la que no hay ni una sola figura que aclare el razonamiento. Su labor autodidacta de aquel tiempo cristalizó en una memoria sobre el cálculo de variaciones.
Riemann, en tanto, ingresaba en el Gimnasio de Lunenburgo, cuyo director, Schmalfuss, poseía una excelente biblioteca particular que puso a su disposición. El primer libro que cayó en sus manos fue la Teoría de números de Legendre: cerca de novecientas páginas, que Riemann devolvió a Schmalfuss a los seis días diciéndole sencillamente: "Es un libro admirable; lo he leído entero y lo he comprendido todo."
En 1846 fue a Gotinga, donde estudió Teología, pasando luego a Berlín, a cuya Universidad debió, su formación matemática, pues que fue discípulo de Jacobi, Dirichlet, Steiner y Eisenstein, que dejaron en él huella profunda.
Dos años después estalló el movimiento democrático en Alemania y él, realista convencido, custodió personalmente al rey durante diez horas en un día difícil.
En la misma fecha, Boole publicaba The Mathematical analyse of Logic, que es una anticipación de su obra fundamental. Sus amigos le aconsejaron que fuera a Cambridge, pero él se negó. La famosa Universidad, rival de la de Oxford, cultivaba la Matemática ortodoxa, y en el cerebro de Boole bullían ideas que habrían de considerarse heréticas en el campo de las ciencias exactas tal como se entendían en la Inglaterra de entonces. Además, sus padres estaban a su cargo y continuó dando lecciones, por causas exclusivas de tipo económicas, con arreglo a un criterio impuesto; que ésta es una de las mayores torturas de la enseñanza privada. Como Lope de Vega, podía decir Boole:

... y pues que paga es justo
hablarle en necio para darle gusto.

Un año después fue nombrado profesor del Queen’s College, que acababa de inaugurarse en Cork, Irlanda, y allí intimó con el catedrático de griego, con cuya hija María Everest se casó.
Riemann, en tanto, se doctoraba en Gotinga el año 1851, con una tesis titulada Grundlagen einer allgemeinen Theorie der Functionen einer veränderlichen complexen Grosse, de la que Gauss dijo en su informe oficial: "Esta tesis es una prueba fidedigna de las profundas y penetrantes investigaciones del autor en el punto de que se trata y denuncia, al propio tiempo, un espíritu creador, activo, realmente matemático, y de fecunda originalidad. El lenguaje es claro y conciso y, en algunos pasajes, bello y elegante. La mayoría de los lectores hubieran preferido, sin duda, mayor claridad en la exposición; pero, en su conjunto, este trabajo es un estudio sustancial cuyo valor intrínseco no sólo satisface las condiciones exigidas en una tesis para el Doctorado, sino que las supera ampliamente."
Poco después empezó a preocuparse por los problemas de Física matemática. Antinewtoniano, Riemann dice que "se puede establecer una teoría matemática completa y bien determinada, que progrese partiendo de las leyes elementales de los puntos individuales hasta los fenómenos que se presentan en el plenum de la realidad, sin distinción entre la gravitación, la electricidad, el magnetismo o la termostática".
Estas palabras, que no hubiera desdeñado de firmar Clarke, habrían indignado a Newton, quien, con su característica soberbia, habría arremetido violentamente contra Riemann que, anticipándose a las actuales teorías físicas, rechazaba la acción a distancia, base fundamental de los Principia newtonianos, cuyo autor no toleraba que se orientase en una dirección deísta su creencia en una causa final metafísica de la Naturaleza.
Guiado por sus nuevas aficiones, Riemann presentó para su prueba de privat docent tres temas creyendo que, según la costumbre, la Universidad elegiría el primero de la terna; pero eligió el tercero porque se refería a una cuestión sobra la que Gauss, que presidía el Jurado, llevaba meditando sesenta años., los fundamentos de la Geometría.
Riemann, sorprendido por la elección, trabajó con intensidad sobrehumana y escribió a su padre confiándole sus inquietudes. No ignoraba que Gauss, de acuerdo con su costumbre que retrasó en más de una ocasión su influencia en la Matemática, dejaba transcurrir años y años antes de dar a conocer los resultados, siempre geniales, de sus meditaciones, y tenía la seguridad de que el gran matemático había profundizado con su sagacidad excepcional en aquella cuestión. Buena prueba de ello era lo ocurrido hacía veinticinco años con los trabajos de Bolyai sobre la geometría no-euclídea, pero, sacando fuerzas de flaqueza, preparó el tema en siete semanas y pidió fecha para exponerlo. Por aquellos días, Gauss cayó enfermo y hubo de retrasarse la prueba, retraso que ocasionó la casi simultaneidad en dar a conocer públicamente los dos matemáticos a quienes se contrae este ensayo sus obras fundamentales.
En 1854, en efecto, Riemann da su conferencia Über die Hypothesen welche der Geometrio zu Grunde liegen, y Boole publica An investigation into the laws of thought, on wich are founded the mathematioal theories of logic and probabilities. La memoria de Riemann es un folleto de pocas páginas; la investigación de Boole es un libro de muchas páginas; pero el primero produjo una revolución en la Geometría y el segundo sólo fue un pronunciamiento en Álgebra, aunque como todos los pronunciamientos, cuando el pronunciado no es tonto, tuvo, y tiene todavía, algunas buenas consecuencias.
Con una audacia de pensamiento que contrasta con la timidez de su carácter, Riemann, a quien le aterraba la idea de tener que hablar en público, presentó la Geometría bajo un aspecto completamente nuevo, que entusiasmó a Gauss y sigue entusiasmando aún a los matemáticos. Considera dicha ciencia como no-euclídea, haciéndola depender del concepto de medida, pero en el que hay algo más que una filosofía práctica de la Matemática, a la que aspiran hoy la Física teórica, la teoría de la relatividad y la mecánica de los quanta.
Riemann parte del concepto de multiplicidad como clase tal que todo elemento de ella se pueda caracterizar asignándole ciertos números en un orden determinado, que correspondan a propiedades numerables, y llega a la consecuencia, aceptada por la Matemática actual de que el espacio es una multiplicidad-número, preocupándose de lo que es el espacio, aunque este es no signifique nada en relación con el espacio.
Como, dado el carácter de este cursillo, no es posible entrar en detalles que exigen recursos de Matemática pura para ahondar en el pensamiento de Riemann, baste decir que con la concepción de éste hemos aprendido a no creer en ningún espacio como necesidad de la percepción y a creer, en cambio, en tantos espacios y Geometrías como sean convenientes para un fin determinado, y en que lo mismo que hay diferentes clases de líneas y superficies, hay diferentes especies de espacios de tres dimensiones y sólo la experiencia puede decirnos a qué especie pertenece el espacio en que vivimos.
Rompiendo con la tradición anterior y colocándose en un punto de vista general, sin descender a detalles, con aquilina visión panorámica de la Geometría, Riemann sentó las bases de la Física geometrizada de hoy.
La obra de Boole es de otra índole. Dice que el objeto de su libro es "estudiar las leyes fundamentales de las operaciones del espíritu por las cuales se cumple el razonamiento, expresarlas en el lenguaje del cálculo y, sobre esta base, establecer la ciencia lógica y construir su método, y hacer de éste, el fundamento de un procedimiento general para la aplicación de la doctrina matemática de las probabilidades y, por último, recoger de estos diversos elementos de verdades, sacados a la luz en el transcurso de estas investigaciones, algunos indicios verosímiles sobre la naturaleza y constitución del espíritu humano. ¿Es un error considerar esto como la verdadera ciencia de la Lógica que, poniendo ciertas leyes elementales, confirmadas por el propio testimonio del espíritu, nos permite deducir por procedimientos uniformes la cadena completa de sus consecuencias secundarias y facilita, por sus aplicaciones prácticas, métodos de una absoluta generalidad? Existen, en efecto, ciertos principios generales, fundados en la verdadera naturaleza del idioma, por los que queda determinado el uso de los símbolos, que no son sino elementos del lenguaje científico. Estos elementos son arbitrarios en un cierto límite; su interpretación es puramente convencional y tenemos la facultad de emplearlos en el sentido que nos plazca; pero esta facultad está limitada por dos condiciones indispensables: primera, que no nos apartemos nunca, durante el transcurso del razonamiento, del sentido que hayamos admitido convencionalmente, y segunda, que las leyes que rijan el proceso se basen de una manera exclusiva en dicho sentido, fijado de antemano, o en la significación de los símbolos empleados. Con arreglo a estos principios, todo acuerdo que pueda establecerse entre las leyes de los símbolos de la Lógica y las del Álgebra, sólo resultará de un previo acuerdo de procedimientos, y ambos dominios quedan, pues, distintos e independientes, pero sometidos cada uno de ellos a sus leyes y condiciones propias. Ahora bien; las investigaciones reales contenidas en las páginas que siguen, presentan la Lógica bajo su aspecto práctico, como un sistema de procedimientos ejecutados con el auxilio de símbolos que tienen una interpretación definida y sometidos a leyes exclusivamente fundadas en esta interpretación; pero que demuestran al mismo tiempo que estas leyes tienen idéntica forma que las de los símbolos generales del Álgebra con la única adición de que los símbolos de la Lógica están, además, sometidos a una ley especial a la que no lo están los de la cantidad".
La extensión de esta cita queda justificada por la excesiva importancia que se ha dado, y se da, a la Logística, habiendo llegado a decir Russell que Boole descubrió en su obra la Matemática pura; y desde 1904, año en que se celebró el II Congreso internacional de Filosofía de Ginebra, que adoptó la palabra Logística para designar esta rama de la Matemática, muchas han sido, y son, las discusiones sobre el tema.
Boole, fiel al programa que se había trazado, redujo la Lógica a una especie de Álgebra cuyos "razonamientos" son manipulaciones de fórmulas muy sencillas. Hasta entonces, la Lógica y la Matemática habían vivido aisladas una de otra o incluso ignorándose mutuamente. La Lógica se movía dentro del dominio que le habla asignado Aristóteles, y la Matemática, mejor dicho, ahora, las Matemáticas, en plural, era una colección de ciencias de tipo técnico, separadas en compartimentos estancos con arreglo a un criterio que persiste todavía en muchas partes: ciencia del número, ciencia de la magnitud, ciencia del espacio, ciencia del movimiento, etc., con una atomización incompatible con la síntesis unitaria de la Matemática desde la época cartesiana. Todas estas ramas solo tenían común el método, dándose el caso, verdaderamente peregrino, de que la Lógica, que pretendía estudiar todas las formas de la deducción, ignoraba el método deductivo de la Matemática.
Esto cambió, afortunadamente, a mediados del siglo XIX, en que, desaparecidos los tiempos que siguieron a Newton, nació un rigor demostrativo, una generalización y una independencia de espíritu sin precedentes. A principios del siglo XIX, Gauss tuvo la intuición de lo que iba a pasar, pero no se atrevió a descubrir su pensamiento. Si hubiera comunicado sus ideas a Lagrange, a Laplace y a Legendre, el triunvirato francés de las L, otra cosa hubiera sucedido y aquélla sí que habría sido una verdadera entente franco-alemana, porque aunque estos tres matemáticos vivieron en el primer tercio del siglo XIX, la mayor parte de sus obras son obras de preparación. La teoría de ecuaciones de Lagrange roturó el terreno en que Abel y Galois sembraron la semilla del Álgebra nueva; las investigaciones de Laplace sobre ecuaciones diferenciales fueron el preludio del desarrollo de la Física matemática, y los estudios de Cálculo Integral de Legendre inspiraron a Jacobi uno de los más fecundos recursos con que cuenta hoy el Análisis.
Una gran parte de la nueva orientación se debe a Riemann y a Boole; pero así como la obra de aquél es indiscutible y sus ideas parecen tener una solidez inquebrantable, las de éste se hallan todavía en la zona polémica. La revolución hecha por Riemann en Geometría, como todas las revoluciones triunfantes, ha sido codificada ya y tiene estado legal; pero el pronunciamiento de Boole no ha conseguido aún que sea reconocido universalmente y hay todavía sectores de opinión en los que no tiene representantes acreditados.
Nadie pone en duda hoy que la ampliación al espacio del concepto gaussiano de curvatura hecho por Riemann, aplicado especialmente al nuestro de tres dimensiones, hace posible el movimiento de las figuras sin deformación, punto en que se apoya el empirismo de Helmholtz, su sucesor inmediato en el orden histórico para establecer el axioma de libre movilidad en tomo al cual gira la filosofía matemática de Russell, si bien éste le ha dado una orientación logística, y todo el mundo está de acuerdo en que, gracias a Riemann, la asimilación kantiana de las formas intuitivas a las formas lógicas no sólo ha desaparecido, sino que la imaginación constructiva del matemático ha adquirido una libertad que no pudo entrever el filósofo de Königsberg, y empezamos ya a pensar en la conveniencia de no admitir la necesidad intrínseca de ninguna proposición primera.
En cambio, no todos los matemáticos están de acuerdo con Boole. Sin palabras, sin oraciones sintácticas, valiéndose únicamente de un idioma simbólico, Boole pretende resolver el debate pendiente desde Leibniz y Kant; niega los juicios sintéticos a priori, anula el papel de la inducción e intenta reducir la Matemática a la Lógica.
"Si al final, dice Brunschvicg en sus Etapes de la philosophie mathematique, ha parecido falaz la idea de apoyarse en la inteligibilidad del número entero positivo para justificar a priori la verdad matemática, es porque hay contradicción entre la concepción aritmetista que procede de lo particular a lo general y las condiciones de la justificación a prior¡ que implican una deducción a partir de nociones más generales. El aritmetismo debe, por consiguiente, ser considerado como una etapa de un movimiento que, más allá de las formas especificas del número, se une a las formas universales del ser, movimiento que parece obedecer a la naturaleza del espíritu humano, puesto que es el mismo que hemos visto producirse del pitagorismo al aristotelismo. Pero la Lógica formal de Aristóteles sólo es el prototipo de la Logística contemporánea. En contacto con los métodos modernos, e imitando el algoritmo perfeccionado de la Matemática, la Logística ha manifestado una flexibilidad de análisis y una preocupación por el rigor de las que aquélla permanece infinitamente alejada. La Logística es una nueva técnica."
Pero esta técnica tiene graves inconvenientes. La hipertrofia del simbolismo, el aislamiento de la realidad, la ruptura de todo contacto con el mundo exterior, es tan peligrosa como los balones de oxígeno que se administran a los enfermos desahuciados: que lo mismo se muere por asfixia en una atmósfera de oxígeno puro que en una atmósfera de anhídrido carbónico; y aquí vienen como anillo al dedo estas palabras de Klein:, "Cuando se asciende a una montaña se va notando que la pureza de la atmósfera aumenta en cada momento; pudiera, pues, creerse que si se asciende indefinidamente el bienestar que se experimenta sería cada vez mayor. Todo el mundo sabe, sin embargo, que esto no ocurre, sino que, por el contrario, existe un límite de altura, pasado el cual la vida se hace imposible. Análogamente puede decirse que en la ascensión de los lógicos hacia la pureza científica eliminando la intuición, en lo posible, pues aun los símbolos de Peano tienen un resto de elementos intuitivos, se encuentran innegables ventajas; pero sólo hasta cierto límite, que no puede ser superado sin que el excesivo predominio de la Lógica produzca la esterilidad del razonamiento."
Boole y Riemann sobrevivieron pocos años al conocimiento de sus obras: diez el primero y doce el segundo. Los últimos de Boole se deslizaron plácidamente, sin que se encuentre en ellos nada digno de recordación especial. Fueron años dedicados a la investigación desinteresada y romántica, a la búsqueda de la Verdad por la Verdad, sin otro objetivo que la íntima satisfacción espiritual, hasta el último día de su vida: el 8 de diciembre de 1864, en que murió de una pulmonía ocasionada por una mojadura al ir a dictar una conferencia.
Los años finales de Riemann, en cambio, fueron accidentados. Obtenida la deseada licencia docente en 1854, y luego de un pequeño descanso con su familia en Quickborn, regresó a Gotinga, y el 9 de octubre de aquel año explicó su primera lección en la Universidad, y grande fue su sorpresa al encontrarse con ocho alumnos, pues él no esperaba más que dos o tres.
Al año siguiente murió Gauss y fue Dirichlet nombrado para sucederle. Los amigos de Riemann, sabedores de su talento matemático y también de sus inaplazables necesidades económicas, pidieron un puesto para él, pero la Universidad era pobre y sólo pudo ofrecerle un pequeño sueldo fijo, que Riemann, naturalmente aceptó.
A los pocos meses murieron su padre y su hermana Clara. Sus otras hermanas, comprendiendo que serían una carga para el modesto profesor, se fueron a vivir con su hermano mayor, empleado de Correos en Bremen y cuyos ingresos, comparados con los del matemático, eran enormes. Como decía el funcionario postal, su hermano era "un no valor económico". Y tenía razón. Dedicarse a la Matemática por la Matemática, sin otro objetivo que la persecución de la Verdad, sin otro aliciente que la emoción científica, sin otra mira que la de respirar el aire aséptico del pensamiento puro, sin otro interés que el de bañar el alma en la luz de la Idea, luz quieta, luz serena, como la luz cenital, que no proyecta sombras, ha sido, es y será una perfecta locura para los espíritus prácticos, terriblemente prácticos, que florecen en todas las latitudes con la espontaneidad con que brotan los cardos en las tierras arenosas.
El cerebro de Riemann, sometido a una presión excesiva, que no corría parejas con la subalimentación a que estaba sometido, sufrió un eclipse y los médicos le aconsejaron reposo. Afortunadamente, tenía un amigo en la accidentada región del Hartz y allá se marchó y allá fue también Dedekind, que era entonces profesor del Politécnico de Zurich. Paseando por la montaña, y discurriendo sobre temas que no exigían ningún esfuerzo mental, Riemann recobró la salud.
Al regresar a Gotinga fue nombrado profesor adjunto. Empezaba la liberación económica; pero diríase que el sino de Riemann era sufrir. Apenas había comenzado a disfrutar de una situación, modestísima, pero segura, murió su hermano y tuvo que atender al sostenimiento de sus hermanas. Una pirueta del destino le alivió la carga poco después: María, la menor, siguió a su hermano a la tumba, lo que hace pensar en dar la razón a quienes como se dijo al principio, atribuyen las prematuras muertes de los Riemann a la falta de alimentación adecuada en sus primeros años.
En 1859 quedó vacante la cátedra de Dirichlet, por fallecimiento de éste, 5 de mayo y la Universidad llamó a Riemann para sucederle, y, como a Gauss, lo alojó en el Observatorio astronómico. Ahora sí que parecía segura la liberación. El prestigio de Riemann había atravesado ya las fronteras de Alemania y la Royal Society de Londres y la Academia de Ciencias de París le nombraron miembro correspondiente.
Con este último motivo Riemann fue a la capital de Francia, en donde conoció personalmente a Hermite, que le profesaba honda admiración, el año 1860, fecha importante en la historia de la Física matemática porque marca una notable memoria de Riemann Sobre un problema relativo a la conducción del calor, en la que establece un sistema de formas diferenciales cuadráticas, en relación con sus investigaciones sobre los fundamentos de la Geometría, que, andando el tiempo, habrían de ser la base de la teoría de la relatividad.
Resuelto ya el problema económico, y sin la angustia diaria de la urgencia biológica, Riemann pensó en casarse. Tenía treinta y seis años cuando contrajo matrimonio con Elisa Koch, amiga de sus hermanas. Al mes de casado tuvo una pleuresía que le acarreó la tuberculosis.
Ante esta situación, sus amigos le consiguieron una bolsa de viaje, y aquel invierno, 1862, lo pasó en Italia. Regresó a Alemania en la primavera siguiente, pero cayó enfermo en seguida, y en agosto volvió en busca del cielo azul y del clima templado del mediodía, viéndose obligado a detenerse en Pisa, a causa de la fatiga que le producía el viaje. Allí nació su hija Ida.
El invierno siguiente fue tan excepcionalmente frío que hasta se helaron las aguas del Arno. La Universidad de Pisa ofreció una cátedra a Riemann, que éste no pudo aceptar por su lastimoso estado de salud; pero la de Gotinga le prolongó generosamente el permiso y hasta le envió un refuerzo económico que le permitió instalarse en una casita de campo de los alrededores de Pisa, donde murió su hermana Elena y donde él se agravó lamentablemente.
En vano intentó mejorar en Livorna y en Génova. Sintiendo la nostalgia de su patria, regresó a Gotinga en octubre de 1865; pero bien pronto se convenció de que su curación era imposible en Alemania y volvió a Italia, pasando sus últimos días en Selasca, a orillas del lago Mayor, donde murió el 20 de julio de 1866.
Dedekind, su colega y amigo, que profesaba al matemático tan grande admiración como cariño al hombre, cuenta su muerte con estas sencillas y emocionadas palabras: "Sus fuerzas declinaban rápidamente y comprendió que el final estaba próximo. El día antes de morir estudiaba a la sombra de una higuera y su alma estaba alegre ante el maravilloso paisaje; pero la vida se le escapaba dulcemente, sin lucha y sin agonía. Diríase que presenciaba con interés cómo se separaba el alma del cuerpo. Su esposa le dio un poco de pan y vino, y él le dijo entonces: “Dale un beso a nuestra hijita”, y juntos empezaron a rezar el padrenuestro. Al llegar a “perdónanos nuestras deudas” Riemann alzó lentamente los ojos al cielo. Ella estrechó su mano, cada vez más fría, entre las suyas, y, luego de un suspiro muy hondo, dejó de latir aquel noble corazón. La dulzura que había respirado en su infancia no le abandonó nunca. Sirvió a Dios fielmente, como lo había servido su padre, pero de manera distinta."
El epitafio de la tumba que le erigieron sus amigos italianos termina con estas palabras en alemán: "Todas las cosas trabajan para el bien de los que aman al Señor."

Capítulo 9
LOBACHEWSKY Y HAMILTON

Antikantiano y kantiano

Un matemático inglés de fines del siglo pasado, Clifford, ha llamado a Lobatchewsky "el Copérnico de la Geometría". Ningún título cuadra mejor, en efecto, al geómetra ruso, cuya obra es pareja a la del astrónomo polaco, pues lo que éste hizo en la Astronomía del primer tercio del siglo XVI, es análogo a lo que hizo aquél en la Geometría del primer tercio del XIX. En la Astronomía inmediatamente anterior a Copérnico existía el confusionismo reinante en toda la Mecánica pregalileana, que se nutría del jugo aristotélico, como en la Geometría inmediatamente anterior a Lobatchewsky existía el confusionismo euclídeo del que no había salido a pesar de los trabajos de los geómetras franceses de la Revolución. La dictadura filosófica del Estagirita impedía la libre investigación astronómica porque sus resultados podían poner en un aprieto algunos dogmas católicos, como la dictadura filosófica de Kant impedía la libre investigación geométrica porque sus resultados podían poner en un aprieto algunos dogmas apriorísticos. La obra de Copérnico representa el triunfo de la razón sobre la imaginación, sobre los prejuicios y sobre los sentidos, pero fue necesario que Giordano Bruno muriese en la pira para que la teoría heliocéntrica se incorporase definitivamente a la Ciencia. La obra de Lobatchewsky representa el triunfo de la razón sobre la Crítica de la razón y sobre el apriorismo espacial kantiano; pero, afortunadamente, no necesitó ningún mártir para imponerse, aunque sí tuvo que luchar contra la opinión vulgar durante más de veinticinco años y permaneció en un punto muerto porque la Europa científica de entonces ignoraba el ruso y hubo que esperar a las traducciones francesas y alemanas para que el mundo matemático la conociera. El descubrimiento de Copérnico nos enseñó a considerar el Universo bajo un nuevo aspecto, como el descubrimiento de Lobatchewsky nos enseñó a considerar la Geometría bajo un nuevo aspecto también.
¿Qué nuevo aspecto es éste? Muy sencillo. Más de veinte siglos llevaban los geómetras intentando demostrar el postulado de Euclides, pero a ninguno, excepto a Gauss que, como de costumbre, guardó el secreto se le ocurrió la sencilla idea genial que a Lobatchewsky: prescindir de la famosa proposición euclídea que afirma que por un punto exterior a una recta hay una paralela única, y construir una Geometría rigurosamente lógica como si no existiera tal postulado. Si éste era una consecuencia de los demás, debía llegarse a una contradicción, que es la prueba matemática de la falsedad. Pues bien, Lobatchewsky no sólo no llegó a ninguna contradicción, sino que se encontró con una Geometría nueva, distinta de la de Euclides, pero sin oposición lógica con ella, una Geometría que podía convivir con la griega en un sector más amplio que el que conserva el nombre primitivo aunque haya alterado su significación.
El postulado de Euclides no es, pues, verdadero ni falso. Todo depende del punto de vista en que nos coloquemos, y si hasta entonces nadie lo había puesto en duda era, según palabras de Lobatchewsky, "porque no se encuentra ninguna contradicción en sus consecuencias y porque la medida directa de los ángulos de un triángulo está de acuerdo con él dentro de los límites de error de las medidas más perfectas", quedando el criterio de la experiencia, que sería decisivo si pudieran calcularse los ángulos de un triángulo cuyos lados fueran inmensamente grandes, como el definido por tres estrellas del mundo extragaláctico.
En la Geometría de Lobatchewsky una recta puede ser perpendicular a sí misma; la suma de los ángulos de un triángulo es menor que dos rectos; por un punto hay dos paralelas a una recta, y otras propiedades que desconciertan al principio porque chocan con nuestro concepto intuitivo de espacio, pero que están lógicamente encadenadas y han tenido dos consecuencias trascendentales: derribar el postulado de Euclides del lugar de privilegio que ocupaba en la Geometría y destruir la concepción kantiana de espacio.
El descubrimiento de Lobatchewsky es una piedra miliar en la historia de la Geometría, sobre la cual hay que grabar una fecha: 12/24 de febrero de 1826, día en que el geómetra ruso, que tenía entonces treinta y tres años, presentó su comunicación a la Sociedad de Física y Matemática de Kazan, de cuya Universidad era profesor.
Acaso los no matemáticos crean que la Geometría lobatchewskiana es solo un producto mental sin ninguna realidad y que la de Euclides es la verdadera dando a las palabras realidad y verdad su sentido corriente, el que les asigna el hombre de la calle. Un sencillo ejemplo le sacará de su posible error. La más corta distancia entre dos puntos es la línea recta... en un plano; pero sobre la superficie de la Tierra, la más corta distancia entre dos puntos es un arco de círculo máximo, lo que obliga a introducir en Geometría la noción de geodésico de una superficie que es eso: la línea de mínima distancia entre dos puntos, de modo que en el plano las geodésicas son los segmentos rectilíneos euclídeos. Excepto en una pequeña extensión, el mar no es una superficie plana, sino esférica, luego la geometría del navegante no es la Geometría de Euclides, y, por tanto, ésta no es la única Geometría real y verdadera útil al hombre.
En un plano, dos geodésicas se cortan en un punto, a no ser que sean paralelas, y no contienen espacio, mientras que en la superficie esférica dos geodésicas se cortan siempre en dos puntos y contienen espacio.
Entendido esto, pasemos a una superficie menos familiar que la esfera: la pseudoesfera, descubierta por un matemático Italiano: Eugenio Beltrami, el año 1868, precisamente para dar un sentido euclídeo a la Geometría de Lobatchewsky.
La pseudoesfera está engendrada por la rotación de una curva llamada tractriz de un modo análogo a como la esfera está engendrada por la rotación de una circunferencia alrededor de un diámetro. Es la tractoria de Huygens y de Leibniz, que encontraron su ecuación; pero no se les ocurrió la idea de hacerla girar. La tractriz tiene la propiedad de que los segmentos de tangente comprendidos entre el punto de contacto y la asíntota son iguales, propiedad que puede servir para construirla mecánicamente. Supongamos dos ejes, uno horizontal y otro vertical, y coloquemos un hilo inextensible a lo largo del eje vertical, poniendo un extremo en el punto de intersección de los dos ejes y corrámoslo sobre el horizontal hacia la derecha. Si el otro extremo del hilo lleva un plomo, éste, en virtud de la propiedad citada, describe una rama de la curva, y corriéndolo hacia la izquierda describe la otra rama, que es simétrica de la anterior. Haciendo girar ahora la curva alrededor del eje horizontal se engendra la pseudoesfera, cuya forma se asemeja a la de dos trompas muy alargadas, como los clarines, soldadas por sus pabellones. Pues bien, la Geometría de la superficie de la pseudoesfera es precisamente la de Lobatchewsky.
Dejemos la obra del matemático y asomémonos un poco a la vida del hombre. Nació Nicolás Ivanovich Lobatchewsky el día 2 de noviembre de 1793 en el distrito de Makiarev, dependiente del gobierno de Nijni Novgorod, y fue el segundo hijo de un modesto funcionario que murió cuando Nicolás tenía siete años, dejando a su esposa, Praskovia Ivanovna y tres niños, un tercero había nacido quince meses después que el futuro geómetra, en una pobreza rayana con la miseria.
Haciendo un esfuerzo apenas concebible en la Rusia zarista de aquellos días, la madre de Nicolás se trasladó a Kazan para dar instrucción a sus hijos, y dos años después, cuando tenía nueve, Nicolás empezó sus estudios secundarios, gracias a una beca ganada por sus propios méritos, y entonces trabó conocimiento con la Matemática que cultivó después con verdadera pasión en la Universidad, fundada hacia poco tiempo, y en la que ingresó en el año 1807. El zar Alejandro I, queriendo hacer del primer establecimiento docente de Kazan una universidad de tipo europeo, llamó a varios profesores alemanes, quienes, viendo en seguida que Lobatchewsky era un matemático en estado potencial, le dedicaron atención preferente. Entre ellos estaba Bartels, antiguo condiscípulo y amigo fiel de Gauss, y a quien debió gran parte de la orientación geométrica que había de conducirle a la inmortalidad.
En 1811 obtuvo el título de maestro; dos años después fue nombrado profesor adjunto y tres años más tarde, apenas cumplidos los veintidós, catedrático titular de Matemática.
La labor desarrollada por Lobatchewsky fue formidable. Por aquellos días empezó a preocuparle el problema del paralelismo y, según se deduce de un cuaderno de notas, que se conserva hoy como una reliquia, parece que sus primeros resultados los envió a Fuss, matemático suizo que estaba entonces en San Petersburgo y trabajaba con el gran Euler, compatriota suyo, desde que Catalina II nombró a éste presidente de la Academia imperial rusa. Fuss encontró demasiado revolucionarias las ideas de Lobatchewsky y perdió el original, que apareció casi un siglo después y hoy forma parte de la edición de sus obras completas ordenada por el Gobierno soviético, que ha llenado la laguna que dejó la Universidad de Kazan al publicar, al cumplirse los veinticinco años de la muerte de Lobatchewsky, sólo sus obras geométricas.
Además de su labor de cátedra, éste explicaba cursos complementarios con objeto de elevar la cota matemática, bastante baja, de la Rusia de su tiempo, y ordenó la biblioteca universitaria, que era un caos.
A la muerte de Alejandro, 1825, sustituyó al administrador de la Universidad, cargo que desempeñó con tanto acierto como honorabilidad, en contraste con su antecesor, que había sido expulsado por malversador de fondos.
En 1827 lo nombraron rector. Cerca de veinte años estuvo al frente del rectorado y cambió radical y totalmente el ambiente universitario. La Universidad era su casa y su vida. Una mañana muy temprano apareció en el vestíbulo un extranjero, quien, dirigiéndose al criado que, en mangas de camisa, barría el suelo, manifestó su deseo de visitar el edificio. El criado no sólo accedió a ello sino que, dejando en un rincón los chismes de la limpieza, se brindó a servirle de guía, dejando asombrado al visitante por la precisión con que respondía a sus preguntas, lo que hizo creer a aquél que eso del atraso del pueblo ruso era una fantasía inventada por los periodistas occidentales. Fácil es imaginar la estupefacción del extranjero, que era un representante diplomático acreditado cerca de la corte de San Petersburgo, de paso por Kazan, cuando aquella noche, en un banquete oficial dado en su honor, reconoció, al serle presentado el rector de la Universidad, al mozo de limpieza que por la mañana le había servido de cicerone.
De cómo entendía sus obligaciones es ejemplo lo ocurrido en 1830, durante una epidemia de cólera que causó millares de víctimas en Kazan, cosa natural, dada la espantosa miseria reinante en las clases populares rusas de aquella época que, en vez de acudir al médico, acudían al pope, y el hacinamiento en los templos no hizo sino aumentar la mortandad. Lobatchewsky alojó en la Universidad a todos los profesores y sus familias, los sometió a un severísimo régimen higiénico, y de las seiscientas personas refugiadas en las aulas sólo murieron dieciséis, es decir: el dos y medio por ciento, cifra asombrosamente pequeña.
Gracias a su actividad y celo, se salvó también la biblioteca universitaria del incendio de 1842, que destruyó media ciudad y entre ella gran parte de la Universidad.
Este hombre de tan excepcionales cualidades fue desposeído de su cargo no sólo como rector, sino también como profesor el año 1846 porque sí, por esas absurdas cosas incomprensibles que ocurrían en la Rusia zarista, y fue en balde, y hasta contraproducente, que el claustro de profesores protestara contra aquel atropello; pero el buen sentido se impuso, en 1855, con motivo de las fiestas del cincuentenario de la Universidad, en que Lobatchewsky presentó el original de su Pangeometría, manuscrito en ruso y en francés por otra persona porque él estaba casi ciego, y al año siguiente, el día 12/24 de febrero, exactamente el día del trigésimo aniversario de su primera comunicación sobre la Geometría no-euclídea, murió el hombre que tuvo la audacia de desafiar el dogma griego del paralelismo que durante cerca de veintidós siglos había reinado como monarca absoluto en el campo de la Geometría.
En la dirección ideológicamente opuesta de Lobatchewsky está Hamilton, que nació doce años después que el geómetra ruso y le sobrevivió nueve, de modo que tienen común un período de cuarenta y un años, a pesar de lo cual se ignoraron mutuamente: ignorancia lamentable por parte de Hamilton, porque si éste hubiera conocido la obra de aquél, no habría fundado el Álgebra sobre el concepto kantiano de tiempo y hubiera dedicado buena parte del suyo a otras tareas, toda vez que la Geometría no-euclídea, al demostrar la inconsistencia del apriorismo espacial, habría advertido a Hamilton que el apriorismo temporal llevaba el mismo camino. Esto no quiere decir que la producción hamiltoniana sea de escaso valor. A Hamilton le debe la ciencia grandes y fecundas aportaciones que han hecho que su nombre figure entre los iniciadores de la Matemática moderna, pero su kantianismo le impidió tener una visión más precisa del estado del Álgebra de su época, del que hablaremos brevemente luego de dibujar a grandes rasgos el perfil personal del polo opuesto de Lobatchewsky desde el punto de vista de la filosofía matemática,
Hamilton era irlandés. Nació en Dublín el 3 de agosto de 1805 y su nombre de pila era William Rowan, lo que ha hecho que muchos lo confundan con su coetáneo y homónimo William Hamilton, filósofo y profesor de Lógica de la Universidad de Edimburgo. También los confundieron algunos contemporáneos, lo cual molestaba grandemente al matemático. En su tumba figura como fecha de nacimiento el 4 de agosto, error que obedece a que nació a media noche en punto. Hamilton, enamorado de los pequeños detalles, decía haber nacido el 3, pero al final de su vida rectificó "por razones sentimentales" y aceptó el 4.
Cuando tenía tres años, su padre, que era abogado, lo envió con su hermano James, pastor del pueblecito de Trim, a treinta kilómetros de la capital de Irlanda, para que aprendiera lenguas orientales.
Al llegar Hamilton a Trim, sabía inglés, lo que, naturalmente, no tiene nada de particular, pero sí tiene ya algo y aun algos de particular que a los cinco años tradujera latín, griego y hebreo; que a los ocho supiera francés e italiano y cantase en hexámetros latinos las bellezas del paisaje de Irlanda cuando la prosa inglesa le parecía pobre para tal menester. A los diez años conocía el árabe y el persa, y exactamente tres meses después, James Hamilton escribía a su hermano el abogado: "Tu hijo no puede saciar su sed de aprender lenguas orientales. Las sabe casi todas, aparte de algunos dialectos poco importantes. El conocimiento del hebreo, persa y árabe lo va a completar con el del sánscrito. Ha aprendido ya los elementos del caldeo y del siríaco, del indostánico y de los idiomas que hablan los países malayos y otros, y va a comenzar el chino; pero aquí es difícil procurarse libros apropiados y cuesta caro traerlos de Londres. Sin embargo, hará un sacrificio porque tengo la seguridad de que es la mejor colocación que puedo dar al dinero."
No había cumplido los catorce años cuando Hamilton, caso único de monstruosidad lingüística, escribió un poema en persa dando la bienvenida al embajador del shah, que visitaba Dublín. El encopetadsto personaje hizo llevar a su presencia al autor de los versos y quedó maravillado al encontrarse con que era un niño. A Hamilton se le puede aplicar, invertida su significación, la conocida décima:

Asombróse un portugués
de ver que en su tierna infancia
todos los niños en Francia
supieran hablar francés.
Arte diabólica es,
dijo torciendo el mostacho,
que para hablar en gabacho
un fidalgo en Portugal
llega a viejo y lo habla mal
y allí lo parla un muchacho.

Además de saber tan enorme cantidad de idiomas, sabía con igual maestría esgrima y natación y era de carácter tan irascible que a un condiscípulo que le llamó mentiroso lo desafió a muerte, pero los padrinos arreglaron la cosa y no pasó nada. Hamilton tenía entonces quince años escasos.
Por aquellos días fue a Trim un famoso calculador norteamericano; un tal Zerath Colburn, que influyó en la futura orientación de Hamilton. Tuvo con él una conversación de la que sacó el convencimiento de que la lingüística no servía para nada. Colburn le descubrió trucos, diciéndole que todo era cuestión de memoria: de memoria monstruosa, porque en una ocasión un espectador preguntó a Colburn si el número 4294967297 era primo, y el calculador contestó instantáneamente y sin vacilar, que no, porque era divisible por 641, lo cual es cierto. Precisamente tal número es el quinto de Fermat y costó no poco trabajo encontrarle el divisor 641 tan rápidamente dado por Colburn, quien no supo responder cómo había averiguado lo que Euler descubrió un siglo antes.
Hay una carta de Hamilton a su primo Arturo en la que reconoce que Colburn le convenció de la inutilidad lingüística y entonces pensó dedicarse a la Matemática, lo que hizo con la misma intensidad con que se había entregado al estudio de los idiomas, pues a los diecisiete años sabía Cálculo Integral y a los dieciocho ingresaba en el Trinity College de Cambridge con el número 1 en una promoción de cien candidatos. Y no estará de más advertir que se preparó solo.
A los diecinueve años tuvo la primera novia, cuya belleza se dedicó a cantar en versos griegos y, ¡claro! ella se casó con otro. Hamilton sufrió un ataque de nervios cuando la que pudo ser su suegra le dio la noticia, e intentó suicidarse arrojándose al río, pero como era buen nadador, no consiguió, a pesar suyo, hundirse, y se consoló componiendo un poema "a la ingrata". Hamilton fue, en esto, un goethiano puro.
El año 1827, es decir, cuando apenas tenía veintidós de edad, fue nombrado profesor de Astronomía de la Universidad de Dublín y director del Observatorio anexo a la cátedra, y aquel mismo año, durante unas vacaciones, conoció en el pintoresco distrito de los lagos al poeta Wordsworth. Al día siguiente de serle presentado Hamilton le envió un poema de noventa versos, muy malos por cierto.
No fue así su Theory of system of Rays, publicada en igual fecha en las Transactions of the Royal Irish Academy, que es un profundo estudio de los sistemas doblemente infinitos de las rectas en el espacio en relación con el problema de la refracción, de la luz, que llamó poderosamente la atención de los físicos y cuyas conclusiones se comprobaron después experimentalmente.
Poco después tuvo la segunda novia. Hamilton debió de haberse olvidado ya de lo que pasó con la primera porque también componía versos esta vez en latín, a los lindos ojos de la segunda, la cual hizo lo mismo que aquélla: casarse con otro.
La vena poética de Hamilton era inagotable. A Coleridge también le dedicó interminables poemas como a Wordsworth; pero, a diferencia de éste, que los soportaba pacientemente, Coleridge se vengaba devolviéndole indigestas meditaciones sobre la Trinidad y otros misterios teológicos, lo cual sacaba de sus casillas a Hamilton, quien, pluma en ristre, le rebatía sus argumentos en hexámetros de hemistiquios mal partidos.
Veinticinco años tenía cuando se enamoró por tercera vez y, como se dice en Castilla, "a la tercera va la vencida". Se casó. Ella se llamaba Elena Bayley y, seguramente, no fue víctima del lirismo hamiltoniano porque si lo hubiera sido habría hecho lo que sus dos antecesoras. Además, parece que quedó curado de esta manía, porque no se conocen versos suyos posteriores a su matrimonio.
En cambio, y afortunadamente para la Ciencia, aumentó su producción matemática, publicando al poco tiempo de casado una memoria titulada Theory of conjugate functions, or algebric couples, and Essay on Algebra as science of pure time, Irish Trans., 1837.
Esta memoria tiene un vicio de origen: su ortodoxia kantiana. El Álgebra, como ciencia del tiempo puro, no tiene ningún sentido matemático, y, precisamente por esto, apasiona y seguirá apasionando a los aficionados, como apasionan y seguirán apasionando los problemas de la cuadratura del círculo y de la trisección del ángulo, la demostración del postulado de Euclides y otras cuestiones de Matemática patológica de cuyos cultivadores conviene huir como medida de profilaxis.
Pero, al lado del vicio apuntado, la memoria de Hamilton tiene una virtud: la de considerar los números complejos como una pareja de números reales en un cierto orden, lo que le permitió construir una teoría aritmética que ha despojado a los mal llamados números imaginarios de su misterio, verdaderamente imaginario, que los hacía aparecer, ¡a ellos, tan inofensivos! como monstruos.
La teoría aritmética del número complejo, cuya representación gráfica es un vector en un plano, inspiró a Hamilton la idea de generalizar al espacio la interpretación de las rotaciones en el plano, y se encontró con la sorpresa de que había creado unos entes, a los que dio el nombre de cuaternios, que no satisfacían la ley conmutativa del producto, es decir: que el orden de factores altera el producto.
Este descubrimiento tiene una fecha exacta: 16 de octubre de 1863, en que Hamilton, paseando con su esposa, fue asaltado por la fórmula fundamental de la nueva Álgebra y la escribió en el parapeto del puente que cruzaba en aquel momento.
El cálculo de cuaternios es un poco complicado. Aparte de su dificultad intrínseca, tiene el inconveniente la notación, que es verdaderamente anárquica, pues da autor tiene la suya propia. El Congreso de Cassel de 1903 intentó poner orden en este caos y, en efecto, todos los matemáticos estaban de acuerdo en que era preciso uniformar la notación, en vista de lo cual acordaron... tres notaciones nuevas.
A los efectos de estos ensayos de divulgación baste decir que el principal mérito de la obra hamiltoniana es haber podido establecer un Álgebra consecuente consigo misma en la que no se verifica la propiedad de la inalterabilidad del producto cualquiera que sea el orden en que se multipliquen los factores.
En vista de esto, era lógico que los matemáticos se preguntaran si había otros sistemas de números de más de dos componentes reales que verificaran todas las leyes formales de la Aritmética. Weierstrass resolvió negativamente la cuestión, demostrando el llamado teorema final de la Aritmética, es decir: el teorema con que termina el desarrollo natural de esta ciencia.
El descubrimiento de Hamilton enseña el camino que hay que seguir para establecer otros sistemas de Álgebra, y hoy se construyen Álgebras a voluntad, es decir: sistemas que comprenden un conjunto de elementos y dos operaciones, llamadas adición y multiplicación que se pueden efectuar con dos elementos del conjunto de tal manera que satisfagan los postulados que previamente se hayan establecido.
La teoría de cuaternios gozó del favor de los físicos de las dos últimas generaciones; pero hoy está sustituida por el Análisis sensorial, más sencillo, que ha tomado gran impulso a partir de 1905 gracias a la relatividad generalizada. No obstante, sigue teniendo apasionados defensores, los cuales cuentan con una Liga mundial para el progreso de la teoría de cuaternio, fundada en 1895 por el matemático japonés Kimura, que hizo sus estudios en los Estados Unidos.
Hamilton murió creyendo que habla realizado una obra análoga a los Principia de Newton. "Mi descubrimiento, dijo, me parece tan interesante a mediados del siglo XIX como lo fue el de las fluxiones [Cálculo Diferencial] a fines del XVII." Se equivocó, y la culpa de su equivocación la tuvo Kant.
Los últimos años de Hamilton contrastan con los primeros. Quizá un poco borrachín, pero humilde y devoto. El día final de su vida fue el 2 de septiembre de 1865, y murió de gota. En su mesa de trabajo se encontraron verdaderas montañas de papel, y entre ellas, restos de comida y hasta platos intactos. 

Capítulo 10
MAUROLICO Y COMMANDINO

El humanismo en la matemática

La posición geográfica de Italia, cerca del Imperio bizantino, el refinamiento de su cultura y su riqueza material, fueron causas que contribuyeron grandemente a que allí se iniciase el movimiento que ha pasado a la Historia con el nombre de Humanismo, precursor de otro movimiento llamado Renacimiento, de límites ambos tan imprecisos que viven muchas veces en perfecta simbiosis.
Los humanistas, al imitar en la forma y en el fondo a los escritores de la antigüedad clásica, difundieron las ideas griegas y romanas e intentaron armonizar los conocimientos humanos con las creencias religiosas, corrigiendo el abuso silogístico y humanizando la Ciencia.
Ya Dante se había mostrado entusiasta partidario del gusto clásico dejando preparado el terreno en que Petrarca, el primer hombre moderno, habría de cosechar los mejores frutos. Su exaltado individualismo y su preocupación por el autoanálisis, le hacen el verdadero precursor del Renacimiento literario, que habría de tener un digno émulo en Boccaccio, como erudito divulgador de las ideas humanistas.
En el campo del Arte, los hombres del Quattrocento producen una revolución con la perspectiva lineal y el escorzo, con la representación del desnudo y con la tendencia realista. Brunelleschi, Donatello, el Verrochio y Botticelli preparan el advenimiento de Miguel Ángel, de Rafael y de los pintores de la escuela veneciana, como Dante, Petrarca y Boccaccio anuncian la eclosión que habrían de tener las letras con Maquiavelo, Castiglione, Guicciardini, Ariosto, Tasso y Pedro Aretino, precursor éste, de la decadencia renacentista al triunfar el arte académico, amanerado, frío y cerebral, a mediados del siglo XVII, muerto León X, y sus sucesores, conquistada ya Roma por las tropas imperiales que convirtieron su política liberal y de mecenazgo en ciega y sistemática oposición a todo lo que no pudiesen vigilar directamente y al desarrollo de la Ciencia.
En los países del Norte brilla, en tanto, la estrella de Erasmo, para quien el humanismo es la lucha contra los abusos del clero, la incultura monástica, la esterilidad del tomismo y las arbitrarias interpretaciones que de la Biblia daban los teólogos eclesiásticos, tendiendo hacia la exégesis de los primeros padres de la Iglesia.
El humanismo francés se caracteriza por una orientación erudita y crítica que culmina en Rabelais y Montaigne, mientras que el alemán, con Rodolfo Agrícola y Regiomontano, prepara el camino de la Reforma; el inglés, con Tomás Moro, adquiere un matiz socializante, y el español, con Cisneros, Nebrija, Arias Montano, Fernando de Córdoba, Luis Vives y Fox Morcillo, es moralista y tiende a una síntesis científica.
Los humanistas se apartan de las ideas de los siglos medievales para dar un sentido humano al Arte y a la Ciencia; y, al presentar la vida de los pueblos de la antigüedad clásica como tipo ideal de la Humanidad, ponen los cimientos de la civilización moderna. La Ciencia, en general, y la Matemática en particular, no fueron ajenas a aquel movimiento y siguieron también la corriente humanística. Los Elementos de Euclides, el Almagesto de Ptolomeo, la Aritmética de Diofanto, las Cónicas de Apolonio y todas las obras de los grandes matemáticos de la antigua Grecia, y hasta algunas de los menores, fueron dadas a conocer por los matemáticos humanistas como Zamberti, Barrozzi, Memo, Holzmann, más conocido por su nombre latinizado de Xylander, y otros que, al poner el Occidente en contacto con los genios de la Hélade, compraron la obra encentada en el siglo XII por la Escuela de Traductores de Toledo, fundada por el arzobispo Don Raimundo, en los momentos en que el espíritu latino empezaba a despertar de su modorra y los hombres a comprender que en el mundo hay que hacer algo más que cantar las lamentaciones del Dies irae.
Hasta entonces la Matemática había vivido del jugo de Boecio y de San Isidoro. La Aritmética del noble romano y las Etimologías del arzobispo de Sevilla eran las únicas fuentes de conocimientos matemáticos, superadas en el siglo XII por Savasorda en España, Alberto Magno en Alemania y Juan de Sacrobosco en Inglaterra, pero es una Matemática contaminada por las supersticiones, siendo precisamente en España el país donde se conservó más pura la Ciencia; y así ha dicho un escritor citado por Fernández Vallín, sin indicar su nombre, que "cuando volvían a los hispanos, aumentados y comentados, aquellos libros que habían salido de su nación, no los conocían, porque la verdadera Ciencia había desaparecido en el barbarismo del sofisma y de la sutileza que reinaba en toda Europa."
Era, en efecto, la época de los números mágicos y de la Gematría; y así, por ejemplo, el número 3 representaba el alma con sus potencias y virtudes cardinales; el 5 es la representación del matrimonio porque está formado por el primer par: 2, y el primer impar: 3; el 7 es el hombre por contener las tres potencias del alma y los cuatro elementos del cuerpo, y el 11 es el número de letras de la palabra abracadabra que tiene la virtud de curar las fiebres intermitentes escribiéndola en un papel y colocándola sobre el estómago del enfermo.
Todos estos números sagrados son impares por ser los gratos a Dios, según el verso virgiliano: Églogas, VIII, 75: número Deus impare gaudet, excepto el 12, que representa el Cosmos y se elige como base de la numeración porque son doce los signos del Zodiaco, las tribus de Israel, los profetas mayores y los tonos de la música con que se cantan alabanzas al Altísimo.
De todos estos números dotados de propiedades climatéricas, el 7 es el preferido. Siete son los días de la Creación, los dones del Espíritu Santo, los brazos del Candelabro, los dolores de María, los actos del alma, los pecados capitales, las virtudes y los planetas.
Representando los números por letras, cada palabra tenía su número característico, y así resultaba que Aquiles era superior a Héctor porque el valor de las letras de la palabra Aquiles es 1276 mientras que las de la palabra Héctor sólo valen 1225. En hebreo, el nombre Eleázaro equivale a 318 y por eso Abraham libertó trescientos dieciocho esclavos cuando salvó al sucesor de Aarón.
Combinando los números cabalísticos se construían figuras como los cuadrados mágicos, tal el que pintó Alberto Durero en su Melancolía, cuyos elementos sumados por filas, columnas o diagonales, dan el mismo total; satánicos o doblemente mágicos, y diabólicos o mágicamente mágicos.
Construidos estos cuadrados, los hombres medievales observaron un hecho sorprendente: que no se pueden hacer de segundo orden, es decir: de cuatro casillas, de donde dedujeron la imperfección de los cuatro elementos: aire, tierra, fuego y agua, y no vacilaron entonces en considerar el número 4 como símbolo del pecado original; y, en cambio, como construían cuadrados de los órdenes 39, 49, 59, 69, 79, 89 y 99, o sea: de siete órdenes distintos, el número 7 vuelve a aparecer bajo otro aspecto.
Todos estos números teúrgicos conjuran al fatídico 13, cuyo maleficio debió de ser tan enorme que todavía proyecta su sombra hoy, en pleno siglo XX, que es el siglo del motor de explosión, de la incredulidad y de las camisas flojas.
La serie de disparates medievales desapareció, afortunadamente, con las primeras ediciones de los clásicos griegos. Un mundo nuevo apareció ante los ojos atónitos de los hombres, preocupados hasta entonces en pueriles combinaciones numéricas y triviales figuras geométricas; y una sed de saber y un ansia de curiosidad se despertaron en todos los espíritus.
Estas primeras ediciones tienen, sin embargo, un defecto: su oscuridad, producida por amanuenses torpes que desfiguraron el pensamiento del autor al copiar infielmente el original, defecto que aumentó al ser traducidos textos adulterados; pero era tan grande su poder de sugestión, a pesar de todo, que muchos eruditos, familiarizados con la técnica del razonamiento matemático, se dedicaron a la noble y nunca bien alabada tarea de revisar y corregir los libros ya publicados, a comentar las obras de los maestros y, finalmente, a adivinar lo que habían escrito, tomando como punto de partida para su labor de exégesis los comentarios de Pappo, de Proclo y de Eutocio, especialmente, y buscando a través de ellos, con tanta paciencia como ingenio y entusiasmo, el hilo de Ariadna que los condujera a los grandes maestros, sobre todo a los que definieron el ápice de la escuela de Alejandría.
Como representantes de los beneméritos traductores de la Matemática griega, que tienen, además, el mérito de haber hecho algunas aportaciones de no escaso valor, pueden escogerse dos nombres: Francisco Maurolico y Federico Commandino, ambos italianos, de Mesina el primero y de Urbino el segundo, y ambos contemporáneos y amigos que sostuvieron larga correspondencia epistolar.
Maurolico era oriundo de una familia de Constantinopla que huyó cuando los turcos se apoderaron de la capital del Imperio bizantino, y poseía algunas copias de obras griegas. Era hombre de cultura enciclopédica.
Matemático, astrónomo, poeta e historiador, gozó de gran estimación y justa fama en vida y fue honrado en muerte con una suntuosa tumba sobre la que sus coterráneos grabaron una inscripción exaltando los méritos de quien consideraban el sucesor del gran siracusano. "El único verdadero geómetra que ha tenido Sicilia después de Arquímedes", dice el epitafio.
Maurolico nació el 16 de septiembre de 1494, vistió a los veintisiete años el traje talar, y enseñó públicamente la Matemática en 1528 y 1553, tomando como base de sus lecciones de Geometría los Elementos de Euclides que conoció a través de la edición de Zamberti.
Su agudo espíritu crítico le hizo comprender que la disposición del libro XIII del geómetra alejandrino, el dedicado a los poliedros regulares, no tenía un orden riguroso y lo modificó, así como el contenido de los libros XIV y XV, que ya está demostrado que no son de Euclides. Tampoco le satisfizo la traducción latina que de las Cónicas de Apolonio había hecho Memo y que publicó su hijo poco después de la muerte del padre. El hijo ignoraba incluso los rudimentos de la Geometría y la edición, Venecia, 1537, estaba tan plagada de erratas que la hacían poco menos que ininteligible. Maurolico no sólo corrigió los cuatro primeros libros de Apolonio, únicos que tradujo Memo, sino que reconstituyó los dos siguientes, sobre la base de las informaciones de Pappo.
Estos dos libros tratan, respectivamente, de los máximos y mínimos y de las condiciones de igualdad y semejanza de las secciones cónicas. Maurolico estudió estas últimas de una manera completamente nueva y su estudio es el primer progreso que registra la historia de la Matemática en el conocimiento de las cónicas después de Apolonio.
También llamaron su atención las investigaciones de Arquímedes sobre los centros de gravedad y determinó los de la pirámide, hemisferio y conoide parabólico, considerando este problema bajo el aspecto ya estudiado por los árabes y que era entonces desconocido en Europa.
Análoga preocupación tuvo Commandino, que dio cuenta del resultado de sus meditaciones en un opúsculo titulado De centro gravitatis solidorum en el que hay que destacar especialmente una notable determinación de los centros de gravedad del cono y del paraboloide de revolución.
Commandino, nacido en 1509, estudió Medicina en Padua y en Ferrara y vivió algún tiempo en Roma, a la sombra protectora del Papa quien, conocedor de su talento, le distinguió con especiales atenciones. No ejerció la Medicina ni se dedicó a la investigación teórica de la ciencia de Esculapio. Es posible que su amistad con Maurolico le indujera a seguir la misma senda que éste, lo cual fue benéfico para la Matemática.
Además del griego y del latín, Commandino conocía algo de árabe. Por aquel entonces, Juan Dee, el astrólogo favorito de Isabel de Inglaterra y del duque de Leicester, había encontrado en Londres un manuscrito con el mismo título: Sobre la división de las figuras, que una obra de Euclides de la que sólo se sabía lo que dice Proclo. El astrólogo, a quien hay que hacer la justicia de decir que fue uno de los primeros que adoptaron el sistema de Copérnico, atribuyó aquel manuscrito a un tal Mahomet de Bagdad y lo tradujo al latín. Commandino hizo una doble versión: latina e italiana, con algunas reservas, Pisa, 1570, y el mismo año apareció en Pesaro otra edición debida a F. Viani de Malatesti da Montefiore.
Lo dicho es suficiente para comprender la importancia de la labor realizada por los dos matemáticos italianos. Sus traducciones y las ideas originales que intercalaron en ellas despertaron el interés de sus sucesores inmediatos, llamados a determinar un progreso en los estudios científicos. Empapados del espíritu humanista de su época, lo llevaron al campo que cultivaban, contribuyendo grandemente a fijar el verdadero sentido de la Geometría griega que no tenía nada que ver con las supersticiones que durante la Edad Media ocultaron su alcance y su trascendencia.
También cultivaron ambos la Matemática aplicada. El profundo conocimiento que Maurolico tenía de las secciones cónicas lo llevó a la Gnomónica y a la óptica, y sus resultados fueron la base de la teoría de las cáusticas por reflexión que habría de establecer Tschirnhausen siglo y medio después.
Commandino, por su parte, tradujo algunas obras técnicas de Herón de Alejandría y comentó el Planisferio de Ptolomeo con tanta originalidad que, al explicar la proyección estereográfica del astrónomo griego, encontró un método para dibujar en perspectiva el círculo y la esfera, que bien pudiera decirse que determina el paso de la perspectiva de los pintores a la de los geómetras.
Leonardo da Vinci, Rafael y Alberto Durero habían observado los defectos de perspectiva que tienen los castillos y paisajes pintados en el siglo XVI y no sólo se propusieron corregirlos en sus obras, sino que dieron normas para pintar correctamente lo que veían o creían ver en la Naturaleza. Durero, especialmente, publicó una Instituciones geométricas enderezadas a aplicar la Geometría a la representación del cuerpo humano; pero fue Commandino quien franqueó la etapa decisiva, de tanta trascendencia para la pintura del Renacimiento.
Commandino murió en 1565 y Maurolico diez años después. El primero pasó más inadvertido que el segundo, cuya fama llegó hasta Carlos I de España. Cuando el premier de Austria que pisó el suelo español estuvo en Mesina con motivo de sus desavenencias con Barbarroja, mandó llamar a Maurolico para tener una conversación con él. A pesar de todos nuestros esfuerzos no hemos conseguido averiguar cómo se desarrolló el diálogo entre el matemático y el hijo de Juana la Loca, y en verdad que lo lamentamos, porque debió de ser sabroso. Seguramente que la soberbia del rey de España y emperador de Alemania, su último acto de soberbia fue encerrarse en Yuste para sincronizar relojes, dejaría atónito al traductor de Euclides.
No terminaremos estas breves notas sin indicar que Maurolico fue el iniciador del llamado método de inducción completa que Bernoulli perfeccionó en el siglo siguiente. Este método se funda en el hecho de que todo número natural se puede considerar como suma de unidades, ya que partiendo del cero se forman todos los números naturales por adiciones sucesivas de la unidad, de donde resulta que, comprobada una propiedad para el valor 1 y, si supuesta verdadera para un cierto valor, demostramos que lo es para el siguiente, la tendremos demostrada para todos los valores. 
Notas:
[1]La cita correcta es: "Barbarus hic ego sum quia non intelligor illis”. Ovidio: Tristium, libro V, elegía X.